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¿Puede ser que no haya una sola respuesta correcta?

1
Martin Böhmer2
A menudo las discusiones sobre violaciones masivas de derechos humanos se
concentran en una pregunta: ¿cómo puede un país, cualquier país, reconciliarse con el
hecho de haber producido un evento que puede calificarse como una instancia de
maldad radical? En este breve ensayo argumento que la pregunta, articulada de esta
forma, es imposible de ser respondida si lo que se busca es organizar una política
pública comprehensiva y adecuada para cualquier país en cualquier coyuntura histórica.
Discutiré brevemente algunas de las estrategias que se han intentado con vocación de
universalidad para mostrar algunos de los problemas que se han identificado en los
hechos o en la teoría. Luego, intentaré mostrar que la cuestión sobre la forma de
enfrentar al mal absoluto no puede tener una respuesta absoluta, sino una respuesta
adecuada a las circunstancias que lo originaron, a las posibilidades del presente, y a las
esperanzas que se abrigan para el futuro.
¿Castigo para todos?
La respuesta punitiva es impulsada por algunas de las nuevas instituciones del
derecho internacional, en particular la Corte Penal Internacional. Es más, cuando en el
contexto de violaciones masivas de derechos humanos se habla de justicia muchas veces
se entiende simplemente justicia en la forma de castigo penal. De acuerdo con esta
respuesta, si un país no puede remediar un evento de maldad radical, la comunidad
internacional está obligada a perseguir a los victimarios y castigarlos. Esta respuesta
tiene una larga y venerable tradición que tiene su antecedente más evidente en los
juicios de Nüremberg y parece ser la más natural, “un crimen debe ser perseguido,
juzgado y castigado”.3
Sin embargo, y a pesar de que desde el Holocausto la conciencia universal se
tornó más sensible a los eventos de maldad absoluta, de que múltiples tratados
internacionales y constituciones nacionales regularon generosamente la oblligación de
castigar, de que los jueces vienen aplicando decididamente normas de derechos
humanos para limitar la voluntad popular (en general y en particular aun cuando las
mayorías deciden amnistías), de que el control judicial de constitucionalidad se extendió
a países que lo rechazaban poniendo fin, de esa forma, a décadas de supremacía
legislativa (o ejecutiva), y más allá del hecho de que las violaciones masivas de
derechos humanos todavía suceden, rara vez un imputado por un evento de maldad
radical ha sido perseguido, juzgado y castigado.4
La situación no debería sorprendernos. Ante Adolf Eichmann, Hannah Arendt
admitió la impotencia producida por un perpetrador banal de maldad radical: si, para
organizar a una violación masiva y sistemática de derechos humanos se necesita una red
1
El título orgiginal en inglés era Not one answer? en alusión al trabajo de Ronald Dworkin No right
answer?. El trabajo de Dworkin acaba de ser publicado en castellano con el título ¿Puede ser que no haya
una respuesta correcta para los casos difíciles?, en Ronald Dworkin, Una Cuestión de Principios, (Buenos
Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2012).
2
Profesor de Derecho, Universidad de San Andrés, Universidad de Buenos Aires. Agradezco la vital
colaboración de Leopoldo Pérez Obregón en la traducción de este trabajo.
3
Diane Orentlicher, “Settling accounts: The duty to punish human rights violations of a prior regime”,
The Yale Law Journal 100, 8 (1991): 2 537.
4
Véase Carlos Santiago Nino, Radical evil on trial (New Haven: Yale University Press, 1996), traducción
castellana en Juicio al mal absoluto, Buenos Aires: Emecé, 1997.
de voluntades también masiva, aunque banal, de victimarios, ¿a quién castigar, a todos?
¿A cada uno de los cientos de miles? ¿Y cómo castigar proporcionalmente al mal
inflingido, qué tipo de castigo es adecuado para una serie literalmente inimaginable de
hechos horrorosos? El final de su famoso reporte (“…del mismo modo que tú apoyaste
y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con
el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación —como si tú y tus
superiores tuvierais el derecho de decidir quién puede y quién no puede habitar el
mundo—, nosotros consideramos que nadie, es decir, ningún miembro de la raza
humana, puede desear compartir la tierra contigo. Esta es la razón, la única razón, por la
que has de ser ahorcado.”5) atestigua la desesperación intelectual que surge de la falta de
una respuesta adecuada cuando se la busca en el derecho penal retributivo.
Castigo
La justificación del castigo penal es un ejemplo tradicional de la oposición entre
dos teorías de metaética: deontologismo y consecuencialismo. La primera justifica el
castigo cuando la respuesta resulta en un daño infligido al criminal proporcional al mal
que perpetró contra su víctima. En una perspectiva kantiana, el victimario merece ser
castigado y, para que no sea utilizado como un medio para los fines de la sociedad, el
castigo debe ser proporcional. De otra forma, se violaría su dignidad.
El utilitarismo es la teoría consecuencialista que ha desarrollado una
justificación del castigo basada en la prevención. En este caso, el castigo es infligido
para que el perpetrador (u otros, la sociedad en general) no lo repitan. En este caso
ambos, la sanción infligida y el número de perpetradores castigados depende de su
eficacia para conseguir el objetivo deseado eficientemente: al infligir un mal al
victimario (la sanción) el bien que se logra para la comunidad (los crímenes prevenidos)
debe tener mayor entidad.
Ambas teorías tienen problemas, que se profundizan en el contexto del mal
absoluto. La retribución, la teoría detrás de la perplejidad de Arendt, tiene los problemas
de la proporcionalidad (¿qué debe hacerse con alguien que es responsable de la muerte
de millones?), la banalidad (qué clase de culpabilidad se requiere de un perpetrador
autónomo), el alcance (¿quienes, de los miles de responsables, deben recibir adecuado
castigo?), y el objetivo (¿estamos castigando hechos o la maldad particular del
malhechor? ¿Los estamos castigando por lo que hicieron o por lo que son?) La
retribución parece así más cercana a la venganza. Las teorías de la prevención, por otro
lado, tienen los problemas de toda política pública que utiliza al victimario como medio
para lograr fines sociales, y de esta forma se muestra contradictoria al objetivo de poner
fin al círculo vicioso de tratar a los seres humanos de una manera instrumental. La
prevención parece muy cercana a la esclavitud.
¿Por qué entonces es tan natural pensar el castigo penal en el contexto de los
crímenes cotidianos, que pueden ser también atroces, y tan difícil en el contexto del mal
absoluto? Algunas respuestas ya fueron mencionadas: lo radical de su maldad (al punto
de hacerla ininteligible), la cantidad de gente responsable, el problema de la
proporcionalidad, la contradicción entre los objetivos y los principios. Pero sobre todo,
las sociedades que experimentaron un episodio de maldad absoluta tienden a tener sus
instituciones desmanteladas y sus sociedades civiles en quiebra moral. El castigo penal
5
Hannah Arendt, Eichman in Jerusalem, A report on the banality of evil (London: Penguin Books, 1994),
traducción castellana en Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (Barcelona:
Lumen, 2003).
asume demasiada institucionalidad: un poder judicial que funcione, un sistema de
defensa jurídica eficaz, fiscales entrenados, formas razonables de publicitar las
decisiones y prisiones decentes, es decir un conjunto razonable de instituciones que
apliquen el derecho. En este sentido, para lograrlo, parece ser necesario un acercamiento
consecuencialista, pero no dirigido al mero castigo sino a la creación de una cultura
constitucional respetuosa al mismo tiempo del mandato democrático, las restricciones
de los derechos humanos y un sentido de comunidad suficientemente flexible para
sostener un demos plural. Volveré a esta alternativa más adelante.
Verdad
Distintas sociedades eligieron diferentes estrategias para hacer frente a las
violaciones masivas de derechos humanos. Una que es utilizada con frecuencia es la
verdad, la búsqueda de una descripción neutral de lo acontecido. La verdad, que
recientemente se volvió un derecho en sí misma, un derecho incluso susceptible de ser
perseguido penalmente, es también un objetivo difícil de alcanzar. Es utilizado muchas
veces como un substituto del castigo, una respuesta adecuada a las sociedades que
carecen de los dispositivos institucionales necesarios para perseguir a los victimarios.
Más allá de eso, eventualmente ganó relevancia en sí misma. Una razón es que la
búsqueda de la verdad es una estrategia dirigida hacia la víctima, una forma de dar
cuenta de su pérdida, de dejar un registro preciso construido de la forma más neutral
posible.6
Sin embargo, quienes cometen violaciones masivas de derechos humanos
tienden a no limitarse en la imposición de sufrimientos. Es usual en estos eventos
busquen transformar los relatos históricos para intentar deshacerse de ciertas doctrinas,
opiniones y visiones del mundo e imponer las suyas bajo la creencia de que se puede
crear un mundo unánime a partir de los cadáveres de sus enemigos. Contrarrestar ese
intento y reivindicar el mundo que sufrió las atrocidades a través de las formas de un
proceso penal no parece una de las mejores alternativas. Los juicios no se realizan con
el objetivo de lograr descubrir la verdad, son para intentar realizar el ideal de la justicia,
es decir, tienden en primera instancia a descartar la posibilidad de que un inocente sea
castigado, poniendo una carga desproporcionada del lado de la fiscalía. Sólo cuando el
Estado tiene éxito, el acusado es debidamente sancionado. Pero antes las víctimas (en su
pobre calidad de testigos) son examinadas ferozmente; su relato es desestimado,
desfigurado, cambiado por otro más adecuado para la ocasión, sus recuerdos se ponen
en duda y su credibilidad es cuestionada impiadosamente.
Si, en cambio, por razones que más adelante exploraré, una cierta sociedad
quiere poner a las víctimas en el centro del escenario para restituir su confianza y para
mostrar que reconoce la maldad que se ha cometido contra ellas, la comunidad debe
escuchar antes que hablar, creer antes que dudar, encontrar antes que esconder. Así es
como las Comisiones de la Verdad se crearon para conseguir un abanico de objetivos
entre los cuales tratar de conseguir un registro correcto y devolver a las víctimas tanta
dignidad como sea posible no son los menos importantes.
Pero el logro de la verdad es una tarea difícil. Las pruebas son difíciles de
conseguir, los relatos son contradictorios, los victimarios tienden a no cooperar y de esta
forma el registro creado con instrumentos tan frágiles parece muchas veces sólo la

6
Véase Martha Minow, Between vengeance and forgiveness (Boston, MA: Beacon Press, 1998). Su libro
es una revisión excelente de las estrategias con las que lidiamos aquí.
historia de los vencedores. Pero incluso cuando sea más plausible construir
ordenadamente un registro, cuando la evidencia no se encuentra alterada, cuando hay un
cierto consenso sobre lo que sucedió y sobre los motivos que dieron lugar a lo que
sucedió este esfuerzo una vez más, en algunas instancias (como en los casos del castigo
preventivo y retributivo), puede resultar contraproducente. En efecto, una sociedad
democrática debe poder lidiar con narrativas plurales, más en sociedades que viven bajo
la sombra de un episodio reciente de maldad absoluta. La búsqueda de formas comunes
de tratar con la disidencia y los conflictos es la llave para la creación de una sociedad
decente y la idea de una sola verdad sobre el pasado puede hacer peligrar ese objetivo.
Reconciliación
Los eventos de maldad absoluta crean heridas individuales y sociales. La
posibilidad de reconciliación entre los victimarios y sus víctimas se basa en la esperanza
en que la cura de un tipo de herida, la individual, ayudará a restañar la otra, la social. La
culpa, cuando está presente, es difícil de negar sin dolor. La vergüenza de la
victimización, por otro lado, es difícil de procesar dado que no tiene que ver con la
propia conducta de la persona, no es el resultado de un actuar culpable. El esfuerzo en la
reconciliación trata de hacer a la gente encontrarse en ese espacio entre la culpa y la
vergüenza. Necesita la percepción, por parte de la víctima, de que las disculpas del
victimario son sinceras y que la descripción de los hechos, ahora admitidos como malos,
es verdadera. En el caso del victimario, la reconciliación requiere la percepción de que
la víctima no busca venganza y de que, si ella no lo perdona, al menos reconoce su
esfuerzo y la sinceridad o la cercanía de su arrepentimiento.
Para mucha gente los eventos de maldad absoluta son también producto de
desacuerdos morales radicales. Los victimarios apenas admitirán alguna culpa y las
víctimas apenas aceptarán de ellos algún arrepentimiento. Para otros, el perdón es muy
cercano al olvido y el intento de crear dispositivos para conseguir el perdón entre los
actores pone en peligro los esfuerzos para que la discusión continúe con el objetivo de
no repetir la historia. La reconciliación es entonces una salida demasiado fácil: es
peligrosa cuando no es sincera, pero también cuando resulta exitosa.
Reparaciones
A veces, en la necesidad de encontrar formas de dar cuenta de los crímenes, las
sociedades tratan de acercarse a las víctimas, intentando mostrar arrepentimiento
colectivamente. Este es el caso de la oferta de diferentes formas de indemnizar los
daños. El dinero, en caso de desigualdades groseras o cuando no hay otras alternativas a
mano, o parcelas de tierra, o becas, o una tumba o un monumento son maneras de tratar
de reparar lo irreparable. Estos gestos tienen alguna posibilidad de éxito cuando son
realizados en el contexto apropiado, cuando no tratan de ocupar todo el espacio de la
herida y cuando tratan de servir el propósito de mostrar arrepentimiento colectivo, de
proveer un lugar o una oportunidad para asumir el luto y tal vez de perdonar. En su
aspecto social también supone un esfuerzo comunitario; su propia existencia es
evidencia de un esfuerzo común de identificar lo que sucedió como algo que no debería
pasar otra vez y el sufrimiento de la víctima como algo que ella no merece. Las
reparaciones, si son exitosas, son una forma de mostrar tanto sus propios límites (su
radical inadecuación) y la voluntad común de urdir nuevamente el tejido social
desgarrado. En tales intentos descansa su posibilidad de éxito pero en ellos también
acecha el peligro: un intento fallido de reparar puede ser considerado una burla, una
forma de banalizar el dolor de las víctimas al intentar medir en objetos lo que es, en
realidad y para ellas, inconmensurable.
Diagnóstico, teorías normativas y políticas públicas
Volviendo a donde comencé: este breve recuento de las respuestas habituales al
mal radical muestra que no hay una sola respuesta, una respuesta que abarque todas las
posibilidades. Los matices de cada caso son demasiado intrincados y variados, y
humillan cualquier intento de tratar de proveer una sola respuesta universal. Esa es la
razón por la cual encontramos múltiples y diferentes abordajes en diferentes países. En
lo que sigue voy a intentar demostrar que para dar cuenta de estas diferencias uno debe
identificar en cada caso a) el diagnóstico que cada sociedad produjo acerca de por qué
los eventos sucedieron, b) una teoría normativa acerca de porqué esos eventos son
caracterizados como moralmente malos y c) una política pública para modificar las
tendencias sociales que produjeron los eventos. Con esto no quiero decir que las
sociedades siempre están en lo correcto. Pueden producir un diagnóstico errado, o su
teoría normativa puede ser inadecuada, o las políticas pueden estar mal planeadas o peor
implementadas. Lo que quiero decir es que estos tres aspectos explican al mismo tiempo
la decisión que cada país hace, las diferencias en las respuestas entre países y que,
cuando vienen junto con una buena historia de su desarrollo, pueden incluso convertirse
en una fuente de conocimiento social acerca de cómo lidiar con el mal absoluto.
El caso de Argentina
La experiencia argentina con el mal radical sucedió a mediados de la década de
1970, a menos de treinta años del Holocausto y más cerca aun de los juicios de
Nürenberg. Un golpe de Estado militar había tomado (una vez más, la sexta desde 1930)
las instituciones democráticas en medio de una situación generalizada de violencia
política. La respuesta, una vez que las fuerzas armadas estuvieron en el poder, consistió
en orquestar un sistema clandestino de secuestros masivos, tortura y asesinatos bajo el
cínico nombre de “desapariciones”. El mismo Estado se volvió terrorista, criminal
incluso bajo las definiciones legales válidas en ese momento. Los diagnósticos acerca
de por qué sucedió este evento de mal radical fueron discutidos pero eventualmente uno
ganó la partida en el relato colectivo: el problema fue la falta de debido proceso, el
completo desprecio por el estado de derecho. Las familias de las víctimas (un actor
crucial: las Madres de Plaza de Mayo) reclamaban conocer la verdad respecto de sus
paraderos, reclamaban que las víctimas sean sometidas al debido proceso penal si
fueron acusadas de algún crimen y finalmente castigo si quienes las llevaron habían
actuando ilegalmente. Muchas eran las tendencias sociales que fueron identificadas
como causas de este evento: el tradicional desprecio argentino hacia las normas, el
corporativismo que crea privilegios y desigualdades sociales, un sistema de
concentración de poderes sin frenos ni contrapesos y la falta de una cultura de valores
que sustenten una democracia constitucional.7 En cualquier caso, cuando la dictadura
colapsó bajo la presión de la crisis económica, la derrota en la guerra de Malvinas, y
crucialmente bajo el peso de la creciente presión interna y de una muy importante
presión externa de grupos de derechos humanos, comenzó el proceso de transición
democrática.
El partido ganador utilizó el Preámbulo de la Constitución como slogan de
campaña y prometió perseguir a los victimarios. No era claro que su candidato, Raúl

7
Idem nota 4.
Alfonsín, iba a poder mantener su palabra. Después de todo, los militares responsables
por las atrocidades estaban todavía en sus cargos y tenían poder de fuego sobre los
civiles. La situación internacional no era favorable. La mayoría de Latinoamérica estaba
bajo dictaduras, el breve florecimiento de los derechos humanos en la región que la
administración del Presidente norteamericano James Carter acompañó se había
terminado y la guerra fría volvía a cobrar vigencia bajo Ronald Reagan. El muro de
Berlín todavía estaba en pie y Mandela todavía en prisión. En este contexto y sólo con
Nürenberg como precedente, un gobierno civil reunió una Comisión de la Verdad para
juntar evidencia, y con esa información produjo el famoso informe Nunca Más,
persiguió a los miembros de las Juntas que hasta tiempos recientes eran los dueños de la
vida, la muerte y la libertad en Argentina. En unos pocos meses cinco jueces civiles los
sentenciaron a prisión. Fue en ese juicio donde, en el cierre del alegato final de la
fiscalía, resonaron las mismas palabras que daban título al Informe: “Sus señorías:
nunca más!”
Tras este juicio (que no era el único, cientos de militares estaban siendo
juzgados en ese momento) la historia tiene subidas y bajadas. Erupciones violentas de la
presión militar que buscaban limitar las imputaciones forzaron la mano del gobierno en
medio de difíciles circunstancias económicas y un complicado cambio de gobierno trajo
una amnistía general. Luego, la permanente presión de las organizaciones de derechos
humanos eventualmente abrirían los juicios basándose en el derecho a la verdad, la
búsqueda de los hijos de los desaparecidos y luego la decisión de volver a los procesos
penales bajo la justificación de que la amnistía en estos casos era inconstitucional bajo
los tratados internacionales de derechos humanos incorporados en la Constitución
reformada en 1994.
Pero creo que el éxito de la lucha por el derecho al debido proceso no debe ser
evaluado sólo con la historia de los procesos penales. Si el diagnóstico consistió en la
falta de de estado de derecho, la evaluación de la estrategia para abordar este problema
debe focalizarse en si ella pudo modificar la configuración de la política Argentina para
que nunca más se produzcan dictaduras y violaciones de derechos humanos. La
estrategia fue la siguiente: a partir de las demandas de las familias de las víctimas
asumidas como mandato electoral por un partido político, el gobierno democrático
decide perseguir a los peores autores de violaciones masivas de derechos humanos
cometidas desde el Estado. Reúne una Comisión de la Verdad constituida por un grupo
de personas prestigiosas que compila evidencia para ser utilizada por los fiscales y
publicada en un informe. Los peores victimarios son procesados y sentenciados a
muchos años de prisión.
Esta estrategia se trasladó a la política Argentina y la reconfigura de la siguiente
manera: una sociedad civil se organiza colectivamente y colectivamente identifica una
política pública como una violación de derechos humanos. Las organizaciones
demandan que las autoridades cesen esa violación y cuando no responden buscan otras
alternativas, se movilizan, denuncian en los medios de comunicación, cortan calles.
Eventualmente la definición de la situación (la violación de un derecho) es traducida a
la jerga legal y llevada a los tribunales, que producen una decisión que debe ser
implementada por las autoridades y su aplicación controlada por la sociedad civil en un
juego que no tiene fin, sólo momentos de encuentros y desencuentros y que busca que la
sangre no llegue nuevamente al río.
En efecto, el coraje de las Madres de Plaza de Mayo y las organizaciones de
derechos humanos es traducida en las cientos de nuevas organizaciones de la sociedad
civil que colectivamente defienden definiciones plurales de derechos humanos. Ahora
tenemos derechos donde en el pasado estaba sólo el bien común definido por el Estado,
incluso uno no democrático. La vergüenza producida por el Informe (que se volvió un
best seller) explica por qué las protestas sociales no son en general reprimidas
penalmente en Argentina incluso cuando hay más de tres mil cortes y bloqueos de
autopistas en el año. Ningún gobierno democrático desea ser equiparado a una
dictadura. De hecho, un Presidente tuvo que dar un paso atrás cuando dos personas
fueron asesinadas por la policía en una manifestación pública. La intervención de los
tribunales, el uso de los derechos constitucionales y los tratados internacionales de
derechos humanos, abrieron un inmenso ámbito de deliberación acerca de la adecuación
de las políticas públicas que no había existido nunca antes en la historia argentina. Un
poco de verdad, un poco de castigo, algunas reparaciones, alguna amnistía en diferentes
proporciones, cambió la política argentina. Pasaron casi treinta años y todavía
encontramos inimaginable la posibilidad de un golpe de estado, y la ética de los
derechos humanos impregna cada intersticio de nuestro lenguaje político. Es imposible
pensar que una respuesta sola, una estrategia sola, podría haber logrado tanto.
El caso de Sudáfrica
No me atrevo a hablar de Sudáfrica en detalle, sino añadir una perspectiva
comparativa. Si el diagnóstico argentino hizo hincapié en la falta de estado de derecho,
su teoría normativa condenó la violación del debido proceso legal y ofreció como
respuesta los juicios penales; no fue ese el camino que tomó Sudáfrica. Al contrario,
bajo el régimen del apartheid parecía existir un mínimo estado de derecho. El régimen
era horriblemente injusto, pero era regulado por la ley y aplicado por las autoridades y
los jueces. El diagnóstico de Sudáfrica fue en cambio la falta de igual dignidad en el
trato personas de diferentes razas, por lo que no era razonable la demanda por procesos
penales.8 Si la idea era devolver la dignidad a la gente, no es eso lo que las víctimas
reciben cuando los abogados de la defensa las interroga ante un tribunal. La dignidad se
establece cuando la víctimas son escuchadas con atención, empáticamente, cuando
todos los demás, pero en especial el Estado, escuchan con reverencia la historia de sus
sufrimientos, cuando los funcionarios del Estado se lamentan junto con ellos, cuando
sus vecinos reconocen su pérdida y están de luto con ellos, cuando la comunidad en
general trata de reparar lo que puede ser reparado e intenta restablecer la verdad incluso
al costo de un castigo menor del debido. Esa es la razón de la existencia de la Comisión
de la Verdad y la Reconciliación sudafricana: un cierto diagnóstico, una cierta teoría
normativa y una política pública que ponen a la dignidad, a los derechos y a una nueva
Constitución en el centro del escenario para devolver la dignidad a las víctimas y la
democracia al país.
¿No hay una respuesta? El lugar del arte de cara al negacionismo
En este punto quiero insistir en mi primera propuesta.9 No hay una sola respuesta
a estas tragedias. Pero una vez más, ¿puede ser que no la haya? Todos estos episodios,
sin importar qué estrategia utiliza la comunidad para contrarrestar la atracción por el
8
Como propone, entre muchas otras fuentes, Alex Boraine, A country unmasked. Inside South Africa’s
Truth and Reconciliation Commission (New York: Oxford University Press, 2001).
9
Debo mucho en este punto al trabajo de Jorge Semprún; en particular ver Literature of Life (New York:
Penguin Books, 1998), traducción castellana en La escritura o la vida (Barcelona: Tusquets, 1994) que
funciona como un bello resumen de sus novelas anteriores y una explicitación de sus propuestas.
mal, a fin de cuentas tienden a poner en práctica el mismo mandato: que la conversación
siga adelante. Este mandato, sin embargo, es ambiguo. Puede asumir la forma de la
esperanza en que la persistencia del relato evite la ocurrencia de un nuevo episodio. La
invitación a mostrar documentales sobre los genocidios o enseñar su historia en las
escuelas atestigua el atractivo de esa interpretación. Pero el relato de los hechos sin más
no será suficiente.10 Si la esperanza tiene alguna justificación, el mandato de mantener la
conversación en marcha debería enfatizar el hecho de que se trata de una conversación.
El mandato debería incluir entonces, prominentemente, estrategias para hacer que la
gente escuche cuando no quiere hacerlo. Escuchar historias que muestran la atroz
capacidad humana de realizar acciones que encarnan la maldad absoluta no es una tarea
sencilla. Las repeticiones de los testimonios se vuelven aburridas, algunas
interpretaciones parecen implausibles, la obra de los escépticos erosiona la credibilidad
de las víctimas y el horror o la vergüenza hacen que la gente se niegue a seguir
prestando atención. La amenaza no es el silencio de las víctimas, el fin de los
testimonios, sino la humana posibilidad de que la gente abandone la conversación, de
que deje de hacer el esfuerzo de entenderse mutuamente, el esfuerzo de vivir con otros
cuyo dolor jamás podrá compartir completamente. La amenaza es olvidar aquello de lo
que fuimos capaces, olvidar la fuente de nuestra vergüenza y así perder el miedo a
producir nuevamente un episodio de maldad radical.
Ese es el peligro del negacionismo: la invitación a salir de la conversación, a
dejar a las víctimas solas, a negar su historia, a no escuchar su verdad, a no prestar
atención a sus reclamos, a no escucharlos como testigos en un tribunal o con la
necesaria empatía de aquellos que quisieran ser perdonados por no haber hecho lo
suficiente. Y ese es también el peligro de la banalización: pretender que cualquier
reclamo es un reclamo fundamental de derechos humanos, que cualquiera puede
convertirse en una excepción, puede reclamar un privilegio. Es el peligro de pretender
que las autoridades pueden, en su ambición de gobernar, reclamar para las decisiones
cotidianas no ya razones públicas para convencer a otros sino el poder sagrado de la
excepción fundacional para silenciarlos y quebrar así la generalidad de las reglas del
estado de derecho con la excusa de estar implementando una política de derechos
humanos.11
Asi, algunos autores insisten en que es mejor concentrarse en el efecto
performativo de la estrategia que se proponga, cualquiera que ella sea. La pregunta es
entonces: ¿esta política hará que la gente escuche? E incluso: ¿producirá el tipo de
atención empática que eventualmente dará lugar al tipo de cultura política capaz de
10
Asi, Semprún: “Siempre puede expresarse todo, en suma. Lo inefable de que tanto se habla no es más
que una coartada. O una señal de pereza. Siempre puede decirse todo, el lenguaje lo contiene todo. Se
puede expresar el amor más insensato, la más terrible crueldad. Se puede nombrar el mal, su sabor de
adormidera, sus dichas deletéreas. Se puede expresar a Dios, lo que no es poco. Se puede expresar la rosa
y el rocío, el lapso de la mañana. Se puede expresar la ternura, el océano tutelar de la bondad. Se puede
expresar el porvenir, los poetas se aventuran en él con los ojos cerrados, el labio fértil.
Puede decirse todo de esta experiencia. Basta con pensarlo. Y con ponerse a ello. Con disponer del
tiempo, sin duda y del valor, de un relato ilimitado, probablemente interminable, iluminado –acotado
también, por supuesto- por esta posibilidad de proseguir hasta el infinito. Corriendo el riesgo de caer en la
repetición más machacona. Corriendo el riesgo de no salir victorioso del empeño, de prolongar la muerte,
llegado el caso, de hacerla revivir incesantemente en los pliegues y recovecos del relato, de ser tan sólo el
lenguaje de esta muerte, de vivir a sus expensas, mortalmente.
¿Pero puede oírse todo, imaginarse todo? ¿Podrá hacerse alguna vez? ¿Tendrán la paciencia, la pasión, la
compasión, el rigor necesarios?”, id. pág. 26.
11
Sobre los dilemas que enfrentan las transiciones democráticas, véase Teitel, Ruti, Transitional justice
(Boston MA: Oxford University Press, 2000).
prevenir un nuevo evento de mal radical? ¿Tendrá las calidades de una obra de arte, una
obra que obre bien, que haga bien su trabajo, que interprete bien, que performe bien?12
La forma de evitar ese peligro consiste en encontrar nuevas formas de escuchar
atentamente, empáticamente, a los otros, a esos otros que es difícil escuchar ya sea
porque son radicalmente diferentes de nosotros o porque su historia es demasiado
dolorosa. 13 Las estrategias que nos hacen ver de nuevo o escuchar de nuevo (un juicio
penal o civil, alguna forma de terapia, un rito de reconciliación ante alguna entidad
sagrada, indemnizaciones o monumentos), sin importar qué disciplina las reclame como
propias (sea el derecho, la psicología, la religión o la política) deben ser llamadas, con
propiedad, arte. Es decir artefactos lo suficientemente bellos, lo suficientemente raros,
lo suficientemente desafiantes como para obligarnos a mirar de nuevo aquello que
usualmente no queremos ver, o a volver a ser sensibles a lo que hemos banalizado. 14 Así
podremos mantener su poder para hacernos dialogar, para crear comunidades y para
obligarnos a mantener la promesa del Nunca Más. Y esa es la única respuesta que hasta
ahora hemos podido imaginar.

12
Véase Heidegger, Martin, El origen de la obra de arte, en: Caminos de bosque, Madrid: Alianza, 1996.
Véase también sobre esta obra y en general: Hubert Dreyfus en Heidegger sobre el arte en:
http://socrates.berkeley.edu/~hdreyfus/189_f08/pdf/Heidegger%20OWA%20sept13_08.pdf
13
Asi, Semprún:
“-Mediante el artificio de la obra de arte, ¡por supuesto! –acaba de decir.
Reflexiona un instante, nadie dice nada esperando que continúa. Proseguirá, resulta evidente.
- El cine parece el arte más apropiado –agrega-. Pero los documentos cinematográficos
seguramente no serán muy numerosos. Y además los acontecimientos más significativos d ela vida de los
campos sin dudad no se habrán filmado nunca… De todos modos, los documentales tienen sus límites,
insuperables… Haría falta una ficción, ¿pero quién se atreverá? Lo mejor será realizar una película de
ficción hoy mismo, con la realidad de Buchenwald todavía visible… La muerte todavía visible, todavía
presente. No, un documental no, ya lo digo bien: una ficción… Es impensable…
Se produce un silencio, pensamos en este proyecto impensable. Bebemos a sorbos lentos el
alcohol del retorno a la vida.
-Si he entendido bien –dice Yves-, jamás lo sabrán los que no lo hayan vivido!
-Jamás realmente… Quedan los libros. Las novelas, preferentemente. Los relatos literarios, al
menos los que superen el mero testimonio, que permitan imaginar, aunque no hagan ver… Tal vez haya
una literatura de los campos… Y digo bien: una literatura, no sólo reportajes…
Me toca a mi decir algo.
-Tal vez. Pero el envite no estribará en la descripción del horror. No sólo en eso, ni siquiera
principalmente. El envite será la exploración del alma humana en el horror del Mal… ¡Necesitaríamos un
Dostovieski!
Cosa que sume a los supervivientes , que no saben aún a qué han sobrevivido, en un abismo de
reflexión.”, id. págs. 143-144.
14
Un luminoso ejemplo de esta capacidad performativa del arte es el relato sobre el relato del
Sonderkommando de Auschwitz en Semprún, id. págs. 62-65.

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