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A la jueza le gustó la historia

Martin Böhmer
CIPPEC-UBA Derecho

A ella le interesó la historia. Tiene todos los condimentos para ser un fascinante
relato de violencias: doméstica, institucional, filicida, homicida. Ella es profesora y la
facultad donde trabaja necesita mostrar más investigación para satisfacer a la CONEAU
(Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria). El libro que se imaginó a
lo largo del juicio puede ser su aporte a ese esfuerzo institucional. Sin embargo, la cosa es
un poco más complicada…
Si escribe el libro va a ser parte de esa misma historia porque ella es jueza en el
tribunal que decidió el destino del ahora condenado. Mientras pergeñaba el libro también
pergeñaba la sentencia. Hacía dos cosas a la vez: estaba en la platea y actuaba en la obra.
Tan fascinada estaba con su objeto de estudio y con su hipótesis que votó en disidencia. La
historia que tiene que contar no la comparten sus colegas del Tribunal. Seguramente el libro
explicará su particular versión de los hechos. De ser así, a su voto le faltan argumentos o a
su libro le sobra información.
La jueza-profesora-investigadora ya había tenido problemas por confundir sus
tareas. Como profesora de una práctica profesional había llevado a sus estudiantes material
de un caso de abuso sexual de una niña sin ocultar datos personales. Sus estudiantes
hicieron la debida denuncia.
Ahora se la ve en un video con su reciente condenado, convertido en sujeto de
investigación, o informante clave, sentados en el suelo, con los rostros cerca para no ser
escuchados, tomando mate, hay quienes piensan que besándose.
Sin embargo, ella no está sola, todos la estamos mirando, como miramos a todo el
Poder Judicial. Miramos y esperamos que los jueces y las juezas trabajen diligentemente
para probar los hechos y dictar sentencia conforme las normas que democráticamente nos
impusimos, que cumplan con el primer deber de las profesiones jurídicas: aplicar el
derecho. Pero hay un segundo deber.
En efecto, en todo conflicto hay al menos dos partes y en muchos casos una de
ellas quedará disconforme. El segundo deber del sistema de justicia consiste en asegurar
que quienes no obtienen lo que creen merecer acaten pacíficamente la decisión tomada por
las autoridades. Es decir, crear confianza en la gente para que no solo acepte las decisiones
de las instituciones de la democracia constitucional y colabore en el cumplimiento de las
normas, sino que además deponga la violencia y acceda a la justicia en la seguridad de que
va a encontrar procedimientos adecuados y autoridades respetuosas, imparciales,
independientes y diligentes. Este es el segundo deber de las profesiones del derecho: la
tarea continua de construir legitimidad.
Según el último informe de Latinobarómentro en Argentina el 74% de las personas
confía poco o nada en el Poder Judicial. Los linchamientos de los que dan cuenta los
medios de comunicación han dejado de ser una sorpresa. Ya es un lugar común hablar de
anomia o del incumplimiento de la ley en nuestro país. Las cosas no andan bien en el frente
de la legitimidad.
Para aumentar la confianza de la ciudadanía en la Justicia se imponen restricciones
a quienes ejercen el derecho que no se aplican a la gente común. Si bien podemos hacer
cosas que el resto no puede (hablar ante los jueces, dictar sentencias, iniciar
investigaciones, ordenar la detención de personas, obligarlas a entregar dinero, a no ver a
sus hijos, a quebrar sus empresas), hay cosas que el resto de la gente puede hacer y que
nosotros no. Tenemos un enorme poder pero, como dice la frase, “Un enorme poder
conlleva una enorme responsabilidad”. No podemos mentir, chicanear, ser desleales, actuar
con mala fe, aconsejar actos fraudulentos, faltarle el respeto a la gente, demorar los
procesos, ser parciales, ser dependientes de voluntades ajenas, ocultarnos detrás de la
oscuridad del lenguaje profesional. Y estas no son meras expresiones de deseos, son reglas
que juramos respetar.
Algunos de estos deberes se encuentran respaldados con sanciones, a veces incluso
por sanciones penales, y otras veces forman parte de principios a los que debemos aspirar.
La ética judicial se rige por la máxima “No solo se debe ser, sino también
parecer”. Ser parcial, corrupto o dependiente no son solo faltas éticas son, en algunos casos,
delitos. El punto de la ética judicial es que aunque un juez o una jueza sea independiente,
imparcial o íntegra, si no parece independiente, imparcial o íntegra ante una “observador
razonable” (es el lenguaje de los principios de Bangalore de la ONU y del Código
Iberoamericano de Ética Judicial) está violando las reglas éticas, minando la confianza
pública en las instituciones y socavando su legitimidad.
A los jueces y juezas la obligación de mantener cierto ethos se le mete en su vida
privada, se le imponen “exigencias que serían inapropiadas para el ciudadano común”
(CIEJ). Tienen, por regla, una autonomía personal recortada por el rol que les toca asumir
en nuestro sistema político.
Si les parece mucho, si no están dispuestos a asumir ese recorte, si quieren seguir
dando clase o investigar científicamente casos en lo que se encuentran involucrados, o
escribir libros y hacerse famosos o lograr honores académicos en el tiempo en el que
deberían estar decidiendo causas, o abogar por la versión de una de las partes en un juicio
que ellos mismo presidieron y que aun no tiene sentencia firme, o peor aun, si quieren
entablar una relación personal con una persona a la que hace un rato han condenado, no
tienen más que renunciar a su cargo para volver a convertirse en ciudadanos y ciudadanas
de nuestra democracia constitucional y recuperar así la autonomía perdida. No se puede
todo.

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