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Pobreza e grossura

Olavo de Carvalho
Bravo!, julho de 2000

Pobreza y vulgaridad

Olavo de Carvalho

¡Bravo!, julio de 2000

En este país no se puede pedir trabajo y mucho menos pedir prestado dinero a un conocido sin que él
instantáneamente asuma un aire paternal y empiece a darte consejos, regañarte, llamarte
irresponsable, frívolo y tonto. Y gracias a Dios que lo hace en un tono bondadoso y no convierte la
humillación sutil en una masacre abierta. Al final de la escena, él se va satisfecho con la conciencia de su
deber cumplido y se considera excusado de conseguirle el trabajo o el dinero. ¿Y tu? Bueno, te vas
arruinado, desempleado... y culpable.

Este mismo tipo es capaz de ofrecer, en la misma noche, una cena cuidando al máximo que la
disposición de la mesa y la distribución de los comensales obedezcan estrictamente las reglas de la más
fina etiqueta.

Un signo seguro de barbarie en un pueblo es la excesiva atención a los signos convencionales de buena
educación y el desprecio o desconocimiento de los principios básicos de convivencia que constituyen la
esencia misma de la buena educación.

El bárbaro, el salvaje, puede memorizar las reglas e imitarlas frente a quien crea que se preocupa por
ellas. Pero no capta su espíritu, no se da cuenta de que no son más que una cartilla de solicitud, de
atención, de bondad, que se puede abandonar en cuanto aprendemos el verdadero significado de lo que
es ser solícito, considerado y bueno.

Mi padre era un tipo tranquilo, que a veces iba en pijama a recibir visitas. Pero le decía “señor” a cada
mendigo que lo abordaba en la calle, y sin que él me dijera una palabra aprendí que un hombre en
dificultades necesitaba más respeto que la gente en una situación normal. ¡Cuanto más respetuoso, más
cuidadoso, más escrupuloso no se debe ser, entonces, con un amigo que, venciendo la resistencia
natural de mostrar inferioridad, viene a pedirle ayuda! Esta regla elemental es sistemáticamente
ignorada entre nuestras clases medias y altas, especialmente por aquellas personas que se imaginan a sí
mismas como las más cultas, las más civilizadas y ¡por el amor de Dios! – las más amigas de los pobres.

¡Me horrorizo cuando veo a alguien espantar un cuidacoches como un perro, y nunca he visto a alguien
hacerlo con la facilidad, el aplomo, la conciencia tranquila de un intelectual de izquierda! En los años 60,
circulaba el dicho de que ayudar a los pobres individualmente era “alienación burguesa”, opio
sentimental, sustituto de la revolución salvadora. Han pasado cuarenta años, la revolución salvadora no
ha llegado (donde llegó, los pobres se han empobrecido más aún) y dos generaciones de necesitados se
han apretado aún más el cinturón en honor a la prioridad de la revolución. Pero no conozco un solo
militante comunista de mi tiempo y de mi medio que no tenga una buena vida, que no ostente como
señal de madurez triunfante la seguridad económica adquirida gracias al patrocinio de la mafia política
que , hasta el día de hoy, domina los trabajos en la prensa, publicidad, educación superior y mundo
editorial.

Hoy ya no necesitan el pretexto revolucionario para espantar cuidacoches. Su discurso se ha convertido


en palabra oficial, los ayuntamientos y los gobiernos estatales nos advierten, en piadosos carteles, que
no demos limosna. Sí, la caridad individual está en baja. Los frutos de la bondad humana no deben ir
directo a los bolsillos de los más necesitados: deben ir a parar a ONG y organismos públicos,
sustentando a empleados y directivos, financiando movimientos políticos, pagando alquileres, gastos de
administración, publicidad y transporte, para que al final, bueno, bien al final, si queda algo, se convierta
en caldo para los pobres, frente a las cámaras, para la gloria de San Betinho.

Hay quienes en este país están asqueados por la corrupción oficial. Bueno, lo estoy de la caridad oficial.

Todavía hay quienes dicen: "¡Pero si das dinero, el tipo beberá en la primera esquina!" ¡Pues que beba!
Tan pronto como se lo embolsó, el dinero es suyo. ¿Quieren educar a los pobres “para la ciudadanía” y
empiezan por negarles el derecho a gastar su propio dinero como mejor les parezca? ¿Quieren educarlo
sin antes respetarlo como ciudadano libre que, atormentado por la miseria, tiene derecho a
emborracharse tanto como lo haría, mutatis mutandis, un banquero quebrado? ¿Lo quieren educar con
la mentira humillante de que su pobreza es una especie de minoridad, de inferioridad biológica que lo
hace incapaz de manejar los tres o cuatro reales que le dieron de limosna? ¡No! Si quieren educarlo,
empiecen por lo más obvio: sean educado. Digan “señor”, “señora”, pregunten dónde vive, si el dinero
que les dieron alcanza para llegar allí, si necesitan un bocadillo, medicina, amistad. Hagan esto todos los
días y en tres meses verán a este hombre, a esta mujer, levantarse de la condición miserable,
enderezarse, luchar por un trabajo, vencer.

De hecho, la barrera que impide que los brasileños pobres y los mendigos accedan a una vida mejor es
menos económica que social. Hagan una prueba. ¿Cuánto cuesta un pollo? Asado, con fariña. Máximo
de cinco reales, generalmente menos. Es decir que un mendigo, mendigando en cualquiera de las
grandes capitales de Brasil, puede comer por lo menos un pollo al día, si no dos, y aún tener dinero para
el transporte. Para darte una idea de lo rico y generoso que es un país donde esto es posible, prueba
esta comparación. Cuando Franklin D. Roosevelt lanzó el New Deal, se anunció por radio uno de los
principales objetivos del ambicioso plan económico: “Asegurar que cada familia en este país tenga un
pollo en su mesa a la semana”. ¿Escucharon bien? Un pollo a la semana para cuatro o cinco personas. En
ese momento parecía un ideal casi utópico. Pues bien: estamos en una tierra donde las viejas indefensas
que se arrastran por las calles comen un pollo al día, donde los niños de la calle piden frente al
McDonald's para completar el precio de un Big Mac con fritas cada tres horas, donde los bebés
hambrientos exhibidos por madres en llanto usan pañales desechables, donde las casas en barrios
marginales tienen antenas parabólicas y los recolectores de basura se comunican con sus socios por
teléfonos celulares.
Por otro lado, hagan otra prueba: cojan a un tipo sucio y harapiento, llénenlo de dinero y hagan que
vaya a una tienda de ropa, no digo una tienda de lujo, sino cualquier tienda, a comprar un traje. Será
ahuyentado. Y si grita: “¡Tengo dinero!”, acabará en la policía, con el foco en la cara, teniendo que
explicarse muy bien, si no se ve obligado a deslizar “algo” en la mano del sargento. .

El mismo pobre que puede comer un pollo al día tiene que comerlo en la acera, con los perros, porque
no tiene acceso a los lugares reservados para los seres humanos. Es correcto que usted, el gerente del
restaurante, se avergüence de poner a un tipo lisiado y maloliente entre sus distinguidos clientes. ¿Pero
no ve que enviarlo a comer fuera es aún mayor falta de educación? Al menos aliméntelo en un rincón
discreto, háblele de las dificultades de la vida, ofrécele una camisa, un pantalón. ¡Sé educado, maldita
sea! Porque si tú, que estás bien empleado y bien vestido, tienes derecho a ser grosero, ¿qué finura de
cortesía puedes esperar de los pobres? Si un día, cansado de que le den patadas, él le manda a tomar
por aquel lugar, no se puede decir que esté privado del sentido de la proporción. Y no me vengas con
esa historia de "Si trato bien a un mendigo, al día siguiente habrá una fila de ellos en mi puerta". Esto
puede ser cierto en casos aislados, pero no en la suma final: si todos los restaurantes tratan bien a los
mendigos, pronto habrá más restaurantes que mendigos. Cuenta los mendigos y los restaurantes de la
Avenida Atlántica y dime si no tengo razón. Esto sin incluir bares y panaderías en el cálculo.

El brasileño de clase media y alta se está convirtiendo en gente estúpida que clama contra la miseria en
medio de la abundancia porque no quiere usar sus recursos para aliviar la miseria de los que están a su
alcance, y todos esperan la solución mágica que, en un instante, cambiará el panorama general. Sufren
de platonismo exagerado: creen en la existencia de un general en sí mismo, dotado de una sustancia
metafísica propia, independiente de los casos particulares que lo componen.

Por eso cuando la propaganda de Collor salió con eso de "No voten a Lula porque va a obligar a cada
familia de clase alta a adoptar un niño de la calle", me dije: "Rayos, si eso fuera cierto me sentiría
satisfecho de votar en Lula”. Solo creo en la gente ayudando a la gente, uno por uno, no en la magia
platónica de los “cambios estructurales”, pretexto para revoluciones y matanzas que siempre terminan
en más pobreza.

De hecho, quienes creen en ellos se equivocan incluso al nombrar el problema general. Cuando,
indignados por la desgracia del pueblo brasileño, gritamos: “¡Hambre!”, algo falta en nuestra percepción
de la realidad social. La mayoría de las veces, lo que falta no es comida, no es dinero: es que la gente
entienda que la pobreza no es un estigma, no es una deshonra, es algo que le puede pasar a cualquiera y
de lo cual nadie puede librarse solo con dinero, sin el refuerzo psicológico de un entorno que te ayude a
volver a sentirte normal y, en definitiva, un miembro de la especie humana.

Entre las causas culturales de la pobreza, la principal no está en los pobres: está en la falta de educación
de los demás.

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