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SIETE PRINCIPIOS DE LA DOCTRINA SOCIAL DE LA IGLESIA CATÓLICA

Algunas de las enseñanzas de la Iglesia católica son muy claras y relativamente fáciles de articular.
Creemos en Dios. Creemos en Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre. Creemos en siete
sacramentos y en la infalibilidad del Papa. Por otro lado, la doctrina social de la Iglesia es difícil de
resumir con tanta claridad. Los católicos de buena voluntad no están de acuerdo con el significado de la
doctrina social de la Iglesia y especialmente con la forma de aplicarla en una situación determinada.
Además, se están elaborado doctrinas en diversas cuestiones sociales, tal como podemos observar en
los escritos de diversos pontífices, desde la carta del pensamiento social católico Rerum Novarum del
Papa León XIII, a través de Pacem in Terris del Beato Papa Juan XXIII y del Centesimus Annus del
Papa Juan Pablo II, hasta la segunda parte de Deus Caritas Est del Papa Benedicto XVI. La doctrina
social de la Iglesia es compleja y está vinculada al cambio de las condiciones sociales y a la
profundización del entendimiento tanto del trabajo de Dios en la historia como de los principios éticos.
Sin embargo, esta complejidad puede resumirse en forma imperfecta en siete principios claves.

I.  Respetar la persona humana


Los cimientos del pensamiento social católico son el adecuado entendimiento y valor de la persona
humana. En palabras del Papa Juan Pablo II, los cimientos de la enseñanza social católica son "la
correcta concepción de la persona humana y de su valor único, porque «el hombre... en la tierra es la
sola criatura que Dios ha querido por sí misma». En él ha impreso su imagen y semejanza (cf. Gn 1,
26), confiriéndole una dignidad incomparable" (Centesimus Annus 11).  En un sentido, las enseñanzas
sociales de la Iglesia articulan las implicaciones éticas de un adecuado entendimiento de la dignidad de
la persona.
Los papas adoptaron el concepto de "derechos humanos" para comunicar que todos y cada uno de los
seres humanos, como hijos de Dios, tienen ciertas inmunidades contra el daño que puedan infligirnos
otras personas y merecen ciertos tipos de tratamiento.  En particular, la Iglesia ha sido contundente en
la defensa del derecho a la vida de todos los seres humanos inocentes desde su concepción hasta la
muerte natural.  La oposición al aborto y a la eutanasia forman los cimientos necesarios para respetar la
dignidad humana en otras áreas tales como la educación, la pobreza y la inmigración. 
En base a este derecho fundamental a la vida, los seres humanos también gozan de otros derechos. En
este sentido, la Iglesia se une al coro de otras voces que proclaman la dignidad de la persona y los
derechos fundamentales del hombre. Sin embargo, este consenso aparente oculta desacuerdos muy
graves acerca de la naturaleza y el alcance de estos derechos.  Una de las áreas más controvertidas en
la cultura de nuestros días es el entendimiento de la familia.

II.  Promover la familia


La persona humana no es simplemente un individuo, sino que también es miembro de una
comunidad. Si no reconocemos el aspecto comunitario caemos en un individualismo radical. Un
entendimiento íntegro de la persona considera los aspectos sociales del individuo. La primera
consideración social, en orden e importancia, es la familia, la cual es la unidad básica de la sociedad y
es anterior y en cierto sentido supera a las demás sociedades en una comunidad. La doctrina social de
la Iglesia pone acento en la importancia de la familia, en particular en la importancia de promover
matrimonios estables que acojan y eduquen a los niños. 
La red social más amplia juega un rol importante en la promoción de la familia. En especial, la Iglesia
habló de un "salario familiar" en virtud del cual un único sostén de la familia pueda mantener a su
esposa y a sus hijos. Las condiciones sociales contribuyen ya sea a la estabilización o a la
desestabilización de las estructuras familiares.  Entre las condiciones sociales que las desestabilizan,
podemos encontrar las jornadas de trabajo obligatorias e irracionalmente extensas, una "cultura social"
tóxica que denigra la fidelidad, la disolución legal de la definición del matrimonio entre un hombre y una
mujer y el cobro excesivo de impuestos.

III.  Proteger los derechos patrimoniales


La doctrina social de la Iglesia desde la Rerum Novarum (1891) del Papa León XIII hasta la
encíclica Centesimus Annus (1991) del Papa Juan Pablo II ha defendido el derecho a la propiedad
privada contra la afirmación de que el estado debería ser el dueño de todas las cosas.  Aún mucho
antes, Santo Tomás de Aquino, cuyos escritos son de central importancia para comprender los
cimientos de la doctrina social de la Iglesia, dio tres motivos por los que la propiedad privada es
esencial para la prosperidad humana:
Primero, porque cada uno es más solícito en gestionar aquello que con exclusividad le pertenece que lo
que es común a todos o a muchos, puesto que cada cual, huyendo del trabajo, deja a otros el cuidado
de lo que conviene al bien común, como sucede cuando hay multitud de servidores; segundo, porque
se administran más ordenadamente las cosas humanas si a cada uno le incumbe el cuidado de sus
propios intereses; sin embargo, reinaría confusión si cada cual se cuidara de todo
indistintamente; tercero, porque así el estado de paz entre los hombres se mantiene si cada uno está
contento con lo suyo. De ahí que veamos que entre aquellos que en común y pro indiviso poseen
alguna cosa se suscitan más frecuentemente contiendas (Summa Theologiae II.II.66.2)
Además de estos motivos, la propiedad privada también ayuda a garantizar la libertad humana. La
capacidad de una persona de actuar libremente se ve sumamente obstaculizada si no se le permite ser
dueño de algo.  En efecto, sin posesiones de ningún tipo, una persona puede quedar reducida a un tipo
de esclavitud en la que la mano de obra no se retribuye y en la que si hablara en contra del ejercicio del
poder del estado quería expuesta a una enorme situación de riesgo.
El derecho a la propiedad privada, sin embargo, no es incondicional. ¿Puede una persona tomar lo que
es legítimamente de otro para asegurarse la supervivencia? Este interrogante se formula de un modo
artístico en Los Miserables. Cuando Jean Valjean roba pan para alimentar a su familia hambrienta,
¿merece un castigo? La respuesta de Santo Tomás es no. En aquellos casos en que no existe otra
forma de asegurarse las necesidades básicas para sobrevivir, tomar algo de otras personas que lo
tienen en abundancia no está mal porque estas necesidades básicas le corresponden como seres
humanos.
Por cierto, Santo Tomás habla de cosas que "necesitamos" y no de cosas que "quisiéramos tener". En
este caso se trata de situaciones de hambruna o desastre, en las que las vidas de las personas están
en riesgo por no contar con sus necesidades básicas, tales como comida, refugio o vestimenta. Estas
necesidades no incluyen DVD, CD o televisores, no importa cuan grande sea nuestro deseo de
tenerlos.  Además, esa reasignación debería ser un último recurso. Uno no puede tomar algo para suplir
sus necesidades básicas si lo puede obtener a través de su trabajo o de la ayuda voluntaria de otros, ya
sean autoridades gubernamentales o instituciones de caridad. 
La doctrina social de la Iglesia también destaca que la propiedad privada puede convertirse en ídolo,
que lleva a las personas a evaluar el objetivo y el significado de la vida humana simplemente en función
de los dólares.  El derecho a la propiedad privada también conlleva responsabilidades, en particular la
responsabilidad de cuidar y promover el bien común.

IV.  Trabajar para el bien común.


El Papa Juan XXIII definió el bien común como "el conjunto de aquellas condiciones de la vida social
que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia
perfección" (Pacem in Terri 55).  Este bien es común porque sólo juntos como comunidad, y no
simplemente como individuos aislados, es posible que disfrutemos, alcancemos y propaguemos este
bien. Todas las personas están obligadas a trabajar en pos de hacer que el bien común sea una
realidad cada vez más importante.
Algunas veces se malinterpreta que el bien común implica tan sólo los deseos o intereses comunes de
la multitud. Sin embargo, el bien común, tal como lo observa el Papa Juan Pablo II, "no es la simple
suma de los intereses particulares, sino que implica su valoración y armonización, hecha según una
equilibrada jerarquía de valores y, en última instancia, según una exacta comprensión de la dignidad y
de los derechos de la persona" (Centesimus Annus 47).  El bien común, en otras palabras, no es
simplemente lo que las personas querrían, sino lo que sería auténticamente bueno para las personas,
las condiciones sociales que permitan la prosperidad del hombre.
La participación y la solidaridad son otros dos principios fundamentales del pensamiento social de la
Iglesia. 
La participación se define en el reciente Compendio de la doctrina social de la Iglesia como cuando
cada "ciudadano, como individuo o asociado a otros, directamente o por medio de los propios
representantes, contribuye a la vida cultural, económica, política y social de la comunidad civil a la que
pertenece.  La participación es un deber que todos han de cumplir conscientemente, en modo
responsable y con vistas al bien común."  (189)
La solidaridad, un tema frecuente abordado especialmente en los escritos del Papa Juan Pablo II, es
más que un
sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas.  Al contrario, es la
determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común;  es decir, por el bien de todos y
cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos.  (Sollicitudo Rei Socialis 38)

 V.  Observar el principio de subsidiariedad


Algunos pensadores cristianos conciben que el estado o gobierno fue establecido simplemente para
reprimir tanto a los deseos malos como a las personas malas.  En el pensamiento católico, el gobierno
también tiene un rol más positivo que consiste en ayudar a garantizar el bien común. El Papa Juan
Pablo II lo dijo del siguiente modo:
Es deber del Estado proveer a la defensa y tutela de los bienes colectivos, como son el ambiente
natural y el ambiente humano, cuya salvaguardia no puede estar asegurada por los simples
mecanismos de mercado.  Así como en tiempos del viejo capitalismo el Estado tenía el deber de
defender los derechos fundamentales del trabajo, así ahora con el nuevo capitalismo el Estado y la
sociedad tienen el deber de defender los bienes colectivos que, entre otras cosas, constituyen el único
marco dentro del cual es posible para cada uno conseguir legítimamente sus fines individuales.
(Centesimus Annus 40)
El gobierno tiene que hacerse cargo de muchas funciones necesarias e indispensables, de roles que no
pueden cumplir las personas por sí solas ni aún a través de grupos más pequeños en la sociedad. Sin
embargo, los estados y los gobiernos muchas veces superan su rol legítimo y violan los derechos de los
individuos y grupos de la sociedad para dominarlos más que servirlos. Para combatir esta tendencia, el
pensamiento social católico pone énfasis en el principio de subsidiariedad. Los no católicos también han
descubierto este principio.  Abraham Lincoln escribió: "El objeto legítimo del Estado es hacer para el
pueblo lo que éste precisa que se haga, pero que no puede hacer por sí mismo o bien que no puede
hacerlo tan bien como lo haría el Estado, en sus capacidades separadas e individuales".
El Estado debería ser lo más pequeño posible, pero tan grande como sea necesario para cumplir con lo
que deba cumplirse que no pueda cumplirse de otro modo. La defensa nacional, la cooperación
interestatal y los tratados con otras naciones son ejemplos evidentes de asuntos abordados
adecuadamente por un gobierno federal.  La administración del sistema de justicia penal es otro
ejemplo de un tema que correctamente corresponde al Estado. Por otro lado, el Estado no debería
intervenir para intentar aliviar todos los problemas.  Un Estado de bienestar o Estado "niñera" ("nanny
state"), que ofrezca seguridad "desde la cuna hasta la sepultura" o que intente satisfacer todas las
necesidades humanas, hace que éste exceda su propio alcance y viola el principio de subsidiariedad. 
El Papa Juan Pablo II explicó lo siguiente:
Deficiencias y abusos del Estado de asistencia social [o el Estado del bienestar] derivan de una
inadecuada comprensión de los deberes propios del Estado. En este ámbito también debe ser
respetado el principio de subsidiariedad. Una estructura social de orden superior no debe interferir en la
vida interna de un grupo social de orden inferior, privándola de sus competencias, sino que más bien
debe sostenerla en caso de necesidad y ayudarla a coordinar su acción con la de los demás
componentes sociales, con miras al bien común.  (Centesimus Annus 48)
Este exceso en el alcance del Estado lleva a situaciones que no sólo son ineficientes sino también
perjudiciales para el bienestar humano:
Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la
pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas
burocráticas más que por la preocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los
gastos. Efectivamente, parece que conoce mejor las necesidades y logra satisfacerlas de modo más
adecuado quien está próximo a ellas o quien está cerca del necesitado. (Centesimus Annus 48)
¿Cuándo debe intervenir el Estado y cuándo la autoridad gubernamental debe abstenerse de
intervenir?  Es difícil encontrar una respuesta a estas preguntas sin estar inmersos en una situación
concreta, dado que depende de los criterios prudentes que emanen de situaciones particulares. Las
personas de buena voluntad, inclusive los católicos que intentan poner en práctica la doctrina social de
la Iglesia, pueden estar legítimamente en desacuerdo respecto de si se justifica una determinada ley o
intervención gubernamental para aliviar un problema social. Muchos interrogantes sociales, tales como
"¿Debería ofrecerse un beneficio de bienestar social a las personas en esta situación particular?", no
admiten una respuesta que pudiera ser vinculante para todos los católicos. Sin embargo, todos los
católicos están obligados a trabajar para encontrar una solución a los problemas sociales
contemporáneos a la luz del Evangelio y su mejor sabiduría práctica.

VI.  Respetar el trabajo y al trabajador


Según el Génesis, Dios no sólo crea al hombre, sino que también lo hace trabajar para que les ponga
nombre a los animales y cuide el jardín. Es evidente que Dios no le dio a Adán esta tarea porque estaba
muy cansado como para terminar el trabajo. Por el contrario, el trabajo humano no sólo participa en el
cuidado creativo y providencial de Dios del universo sino que también lo refleja. Incluso antes de la
caída, el hombre fue creado para cultivar y mantener el Jardín del Edén, para imitar el trabajo de Dios
en la creación a través del trabajo humano. Luego de la caída, el trabajo algunas veces se convierte en
una tarea ardua, pero continúa siendo parte de la vocación del hombre que viene de Dios. Un trabajo
honesto puede santificarse, ofrecerse a Dios y volverse sagrado a través de las intenciones del
trabajador y la excelencia del trabajo realizado.
El Estado debería ser lo más pequeño posible, pero tan grande como sea necesario para cumplir con lo
que deba cumplirse que no pueda cumplirse de otro modo.
Además, los trabajadores no son meros obreros o simples medios para la producción de capital en
favor de sus dueños, sino que deben ser respetados y se les debe dar la oportunidad de crear
sindicatos para asegurarse colectivamente el pago de un salario justo. En el pensamiento católico, el
derecho de asociación es un derecho natural del ser humano que en consecuencia antecede a su
incorporación en la sociedad política.  De hecho, "el Estado no puede prohibir" la formación de
sindicatos, porque tal como lo indica el Papa Juan Pablo II, "el Estado debe tutelar los derechos
naturales, no destruirlos. Prohibiendo tales asociaciones, se contradiría a sí mismo" (Centesimus
Annus 7). La Iglesia jugó un papel decisivo en ayudar a los trabajadores para que formaran sindicatos
con el fin de combatir los excesos de la industrialización.

VII.   Buscar paz y ocuparse de los pobres.


Paz significa mucho más que la ausencia de un conflicto violento. Paz es "tranquilidad del orden",
tomando la frase de San Agustín. La guerra entre las naciones puede ser necesaria algunas veces,
pero solamente para restaurar la paz. La Iglesia Católica, desde al menos los tiempos de San Agustín,
avaló la "teoría de la guerra justa".  El pacifismo rechaza rotundamente la declaración de guerra por ser
moralmente mala por diversos motivos, algunos de ellos seculares (la violencia engendra violencia) y
algunos otros religiosos (Jesús actuó sin violencia). El realismo, en el contexto de la ética de guerra,
sostiene que la guerra no tiene ningún tipo de regla aparte de, tal vez, la ley del más fuerte. La teoría de
la guerra justa es una media entre el pacifismo y el realismo, una media que la mayoría de los estados
contemporáneos han adoptado explícitamente y a la que han recurrido. Según el Catecismo de la
Iglesia Católica, los criterios para la guerra justa incluyen los siguientes:
que el daño causado por el agresor a la nación o a la comunidad de las naciones sea duradero, grave y
cierto; que todos los demás medios para poner fin a la agresión hayan resultado impracticables o
ineficaces; que se reúnan las condiciones serias de éxito; que el empleo de las armas no entrañe males
y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. El poder de los medios modernos de
destrucción obliga a una prudencia extrema en la apreciación de esta condición. Estos son los
elementos tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la "guerra justa". La apreciación de estas
condiciones de legitimidad moral pertenece al juicio prudente de quienes están a cargo del bien común. 
(CIC 2309)
Recientemente se ha tratado el tema sobre si la guerra "preventiva", una guerra iniciada para prevenir
un ataque, podría justificarse en virtud de la enseñanza tradicional sobre la guerra justa. Otros
cuestionan, dada la tecnología contemporánea, si una guerra justa es acaso posible.
Sin perjuicio de estos interrogantes, el hecho continúa siendo que la paz implica un orden justo de la
sociedad. Este orden justo de la sociedad también incluye una preocupación por los pobres. Para
alcanzar el orden justo de la sociedad no sólo se requieren los efectos directos o indirectos de las
acciones individuales, sino también políticas sociales prudentes, es decir, políticas sociales que deben
tener en cuenta el efecto probable en los pobres.
Sin embargo, en el corazón de la doctrina social de la Iglesia hay algo simple y noble: un esfuerzo por
hacer que las acciones y palabras de Jesús sean reales también en nuestros días con el objeto de
transformar y elevar la vida social en todas las personas a luz del Evangelio.
Tal como se indica, la doctrina social de la Iglesia no versa exactamente sobre cómo debería hacerse
esto en cada sociedad. Podría ser que se necesita acción social agresiva a través de la intervención de
la política gubernamental. Podría ser que deberían existir iniciativas privadas y voluntarias de grupos
religiosos (tales como San Vicente de Paul) y grupos seculares (tales como United Way). Podría ser
que las empresas deberían estar obligadas por ley o que deberían adoptar voluntariamente políticas
que asistan a los pobres. Podría ser que las familias y particulares deberían asumir la
responsabilidad. Lo más probable es que se necesite una combinación de iniciativas gubernamentales,
sociales, religiosas e individuales. No siempre veremos con claridad en cada situación aquello que
precisamente ayudará a los pobres (y a la sociedad en general), pero todos los católicos tenemos la
obligación de pensar seriamente y de actuar deliberadamente para ayudar a los que sufren a nuestro
alrededor y en todo el mundo.
Estos siete principios - respeto por la persona humana, promoción de la familia, el derecho de las
personas a la propiedad privada, el bien común, la subsidiaridad, la dignidad del trabajo y de los
trabajadores y la búsqueda de la paz y la preocupación por los pobres - resumen algunos de los puntos
básicos de la doctrina social de la Iglesia desde León XIII hasta Benedicto XVI. Sin embargo, en el
corazón de la doctrina social de la Iglesia hay algo simple y noble: un esfuerzo por hacer que las
acciones y palabras de Jesús sean reales también en nuestros días con el objeto de transformar y
elevar la vida social en todas las personas a luz del Evangelio.

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