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Una introducción a la Doctrina Social de la Iglesia

Mag. Germán Masserdotti 1

Principios de reflexión, criterios de juicio y orientaciones para la acción en La DSI.

“Al abordar la estructura epistemológica de las enseñanzas sociales del Magisterio,


advertimos la existencia de tres planos: principios de reflexión, criterios de juicio y
orientaciones para la acción” (Büren, R. von, La Doctrina Social de la Iglesia y la pluralidad de sus
fines, Tucumán, UNSTA, 2013, p. 88).

Principios de reflexión.
En este sentido “observamos la presencia de dos tipos de principios: aquéllos que brotan
de la naturaleza de las cosas (los naturales) y los que son explicitados desde la Revelación (los
cristianos). (…). Los principios constituyen el vértice superior de las enseñanzas, imbuídas de
toda la fuerza del Magisterio, que ejerce en ella su potestad profética de enseñar” (Büren, R.
von, La Doctrina Social de la Iglesia y la pluralidad de sus fines, Tucumán, UNSTA, 2013, p. 88).

Criterios de juicio.
“Es, en cambio, a no dudarlo, competencia de la Iglesia, allí donde el orden social se
aproxima y llega a tocar el campo moral, juzgar si las bases de un orden social existente están
de acuerdo con el orden inmutable que Dios Creador y Redentor ha promulgado por medio
del derecho natural de la revelación” (Pío XII, Radiomensaje La Solennità, 1° de junio de
1941, 5).

Orientaciones para la acción.


“El último plano epistemológico se integra con las orientaciones, exhortaciones o
directivas para la acción. Es aquí donde aparece con menor intensidad la fuerza magisterial y
la obligatoriedad de las enseñanzas. (…). Tales sugerencias deben ser atendidas con respeto
para intentar llevarlas a la práctica. Pero razones graves, ligadas a las circunstancias
particulares que cada persona, grupo social o nación vive en concreto (e incluso a su propia
formación intelectual), pueden determinar la adopción de posturas diversas a las sugeridas
por el Magisterio en este plano de la DSI” (Büren, R. von, La Doctrina Social de la Iglesia y la
pluralidad de sus fines, Tucumán, UNSTA, 2013, p. 89).

Algunos ejemplos –listado temático no exhaustivo–.

Principios de reflexión.
LA REALEZA SOCIAL DE CRISTO. Cristo es Rey (Cf. Pío XI, Carta Encíclica Quas
primas, 11 de diciembre de 1925, 7). Buscar la paz de Cristo en el reino de Cristo (Cf. Pío XI,
Carta Encíclica Quas primas, 11 de diciembre de 1925, 1). El reino de Cristo “es
principalmente espiritual y se refiere a las cosas espirituales” (Cf. Pío XI, Carta Encíclica
Quas primas, 11 de diciembre de 1925, 14). “Por otra parte, erraría gravemente el que negase a
Cristo-Hombre el poder sobre todas las cosas humanas y temporales, puesto que el Padre le
confirió un derecho absolutísimo sobre las cosas creadas, de tal suerte que todas están
sometidas a su arbitrio” (Cf. Pío XI, Carta Encíclica Quas primas, 11 de diciembre de 1925,
14). Cristo es “la fuente del bien público y privado” (Cf. Pío XI, Carta Encíclica Quas primas,
11 de diciembre de 1925, 16).
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EL BIEN COMÚN POLÍTICO. Consiste en “una paz y seguridad de las cuales las
familias y cada uno de los individuos puedan disfrutar en el ejercicio de sus derechos, y al
mismo tiempo en la mayor abundancia de bienes espirituales y temporales que sea posible en
esta vida mortal mediante la concorde colaboración activa de todos los ciudadanos” (Pío XI,
Carta Encíclica Divini illius Magistri, 31 de diciembre de 1929, 36).
EL PRINCIPIO DE SUBSIDIARIEDAD. “Pues aun siendo verdad, y la historia lo
demuestra claramente, que, por el cambio operado en las condiciones sociales, muchas cosas
que en otros tiempos podían realizar incluso las asociaciones pequeñas, hoy son posibles
sólo a las grandes corporaciones, sigue, no obstante, en pie y firme en la filosofía social aquel
gravísimo principio inamovible e inmutable: como no se puede quitar a los individuos y dar a
la comunidad lo que ellos pueden realizar con su propio esfuerzo e industria, así tampoco es
justo, constituyendo un grave perjuicio y perturbación del recto orden, quitar a las
comunidades menores e inferiores lo que ellas pueden hacer y proporcionar y dárselo a una
sociedad mayor y más elevada, ya que toda acción de la sociedad, por su propia fuerza y
naturaleza, debe prestar ayuda a los miembros del cuerpo social, pero no destruirlos y
absorberlos” (Pío XI, Carta Encíclica Quadragesimo Anno, 15 de mayo de 1931, 79).
EL DESTINO UNIVERSAL DE LOS BIENES/LA PROPIEDAD PRIVADA.
“La encíclica Rerum novarum expone sobre la propiedad y el sustento del hombre principios
que no han perdido con el tiempo nada de su vigor nativo y que hoy, después de cincuenta
años, conservan todavía y ahondan vivificadora su íntima fecundidad. Sobre su punto
fundamental, Nos mismo llamamos la atención de todos en nuestra encíclica Sertum
laelitiae, dirigida a los obispos de los Estados Unidos de Norteamérica; punto fundamental
que consiste, como dijimos, en el afianzamiento de la indestructible exigencia «que los bienes
creados por Dios para todos los hombres lleguen con equidad a todos, según los principios
de la justicia y de la caridad»” (Pío XII, Radiomensaje La Solennità, 1° de junio de 1941, 12).
“Todo hombre, por ser viviente dotado de razón, tiene efectivamente el derecho natural y
fundamental de usar de los bienes materiales de la tierra, quedando, eso sí, a la voluntad
humana y a las formas jurídicas de los pueblos el regular más particularmente la actuación
práctica. Este derecho individual no puede suprimirse en modo alguno, ni aun por otros
derechos ciertos y pacíficos sobre los bienes materiales. Sin duda el orden natural, que deriva
de Dios, requiere también la propiedad privada y el libre comercio mutuo de bienes con
cambios y donativos, e igualmente la función reguladora del poder público en estas dos
instituciones. Sin embargo todo esto queda subordinado al fin natural de los bienes
materiales, y no podría hacerse independiente del derecho primero y fundamental que a
todos concede el uso, sino más bien debe ayudar a hacer posible la actuación en
conformidad con su fin. Sólo así se podrá y deberá obtener que propiedad y uso de los
bienes materiales traigan a la sociedad paz fecunda y consistencia vital y no engendren
condiciones precarias, generadoras de luchas y celos y abandonadas a merced del despiadado
capricho de la fuerza y de la debilidad” (Pío XII, Radiomensaje La Solennità, 1° de junio de
1941, 13).

Criterios de juicio.
“Es, en cambio, a no dudarlo, competencia de la Iglesia, allí donde el orden social se
aproxima y llega a tocar el campo moral, juzgar si las bases de un orden social existente están
de acuerdo con el orden inmutable que Dios Creador y Redentor ha promulgado por medio
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del derecho natural de la revelación; doble manifestación a que se refiere León XIII en su
encíclica. Y con razón; porque los dictámenes del derecho natural y las verdades de la
revelación nacen, por diversa vía como dos arroyos de agua no contrarios, sino concordes,
de la misma fuente divina; y porque la Iglesia, guardiana del orden sobrenatural cristiano, a
que convergen naturaleza y gracia, tiene que formar las conciencias, aun las de aquellos que
están llamados a buscar soluciones para los problemas y deberes impuestos por la vida
social” (Pío XII, Radiomensaje La Solennità, 1° de junio de 1941, 5).
LA CRISTIANDAD MEDIEVAL. “Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio
gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su
virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos,
infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por
Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde y florecía en
todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los
magistrados. El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso
consorcio de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a
toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios y quedará vigente en
innumerables monumentos históricos que ninguna corruptora habilidad de los adversarios
podrá desvirtuar u oscurecer. Si la Europa cristiana domó las naciones bárbaras y las hizo
pasar de la fiereza a la mansedumbre y de la superstición a la verdad; si rechazó victoriosa las
invasiones musulmanas; si ha conservado el cetro de la civilización y se ha mantenido como
maestra y guía del mundo en el descubrimiento y en la enseñanza de todo cuanto podía
redundar en pro de la cultura humana; si ha procurado a los pueblos el bien de la verdadera
libertad en sus más variadas formas; si con una sabia providencia ha creado tan numerosas y
heroicas instituciones para aliviar las desgracias de los hombres, no hay que dudarlo: Europa
tiene por todo ello una enorme deuda de gratitud con la religión, en la cual encontró siempre
una inspiradora de sus grandes empresas y una eficaz auxiliadora en sus realizaciones”
(LEÓN XIII, Carta Encíclica Inmortale Dei, 1° de noviembre de 1885, 9).
LA DEMOCRACIA. “Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de
derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den
las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la
educación y la formación en los verdaderos ideales, así como de la «subjetividad» de la
sociedad mediante la creación de estructuras de participación y de corresponsabilidad. Hoy
se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud
fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están
convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el
punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o
que sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este propósito, hay que observar
que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas
y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder.
Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o
encubierto, como demuestra la historia” (San Juan Pablo II, Carta Encíclica Centesimus Annus,
1° de mayo de 1991, 46).
EL SOCIALISMO. “Para solucionar este mal, los socialistas, atizando el odio de los
indigentes contra los ricos, tratan de acabar con la propiedad privada de los bienes,
estimando mejor que, en su lugar, todos los bienes sean comunes y administrados por las
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personas que rigen el municipio o gobiernan la nación. Creen que con este traslado de los
bienes de los particulares a la comunidad, distribuyendo por igual las riquezas y el bienestar
entre todos los ciudadanos, se podría curar el mal presente. Pero esta medida es tan
inadecuada para resolver la contienda, que incluso llega a perjudicar a las propias clases
obreras; y es, además, sumamente injusta, pues ejerce violencia contra los legítimos
poseedores, altera la misión de la república y agita fundamentalmente a las naciones” (León
XIII, Carta Encíclica Rerum novarum, 5 de mayo de 1891, 2). “Querer, por consiguiente, que
la potestad civil penetre a su arbitrio hasta la intimidad de los hogares es un error grave y
pernicioso. (…).De ahí que cuando los socialistas, pretiriendo en absoluto la providencia de
los padres, hacen intervenir a los poderes públicos, obran contra la justicia natural y
destruyen la organización familiar” (León XIII, Carta Encíclica Rerum novarum, 5 de mayo de
1891, 10). “Consciente de tan gravísima responsabilidad [la apostólica], León XIII, al dirigir
su encíclica [Rerum novarum] al mundo, señalaba a la conciencia cristiana los errores y los
peligros de la concepción de un socialismo materialista, las fatales consecuencias de un
liberalismo económico, inconsciente muchas veces u olvidado o despreciador de los deberes
sociales” (Pío XII, Radiomensaje La Solennità, 1° de junio de 1941, 6).
EL LIBERALISMO ECONÓMICO VS. EL CAPITALISMO. “Por lo cual es
absolutamente falso atribuir únicamente al capital o únicamente al trabajo lo que es resultado
de la efectividad unida de los dos, y totalmente injusto que uno de ellos, negada la eficacia
del otro, trate de arrogarse para sí todo lo que hay en el efecto” (Pío XI, Carta Encíclica
Quadragesimo Anno, 15 de mayo de 1931, 54). “(…). Si por «capitalismo» se entiende un
sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del
mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios
de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta
ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de «economía de empresa»,
«economía de mercado», o simplemente de «economía libre». Pero si por «capitalismo» se
entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un
sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere
como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la
respuesta es absolutamente negativa” (San Juan Pablo II, Carta Encíclica Centesimus Annus, 1°
de mayo de 1991, 42). Señala san Pablo VI “si es verdadero que un cierto capitalismo ha sido
la causa de muchos sufrimientos, de injusticias y luchas fratricidas, cuyos efectos duran
todavía, sería injusto que se atribuyera a la industrialización misma los males que son debidos
al nefasto sistema que la acompaña. Por el contrario, es justo reconocer la aportación
irremplazable de la organización del trabajo y del progreso industrial a la obra del desarrollo”
(San Pablo VI, Carta Encíclica Populorum progressio, 26 de marzo de 1967, 26). El mismo san
Pablo VI afirma que “hay que mantener y desarrollar la iniciativa personal” en la vida
económica. No obstante, los partidarios del liberalismo “querrían un modelo nuevo, más
adaptado a las condiciones actuales, olvidando fácilmente que en su raíz misma el liberalismo
filosófico es una afirmación errónea de la autonomía del ser individual en su actividad, sus
motivaciones, el ejercicio de su libertad. Por todo ello, la ideología liberal requiere también,
por parte de cada cristiano o cristiana, un atento discernimiento” (San Pablo VI, Carta
Encíclica Octogesima adveniens, 14 de mayo de 1971, 35).
EL COMUNISMO. “Frente a esta amenaza [el comunismo], la Iglesia católica no podía
callar, y no calló. No calló esta Sede Apostólica, que sabe que es misión propia suya la
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defensa de la verdad, de la justicia y de todos aquellos bienes eternos que el comunismo


rechaza y combate. Desde que algunos grupos de intelectuales pretendieron liberar la
civilización humana de todo vínculo moral y religioso, nuestros predecesores llamaron
abierta y explícitamente la atención del mundo sobre las consecuencias de esta
descristianización de la sociedad humana. Y por lo que toca a los errores del comunismo, ya
en el año 1846 nuestro venerado predecesor Pío IX, de santa memoria, pronunció una
solemne condenación contra ellos, confirmada después en el Syllabus. Dice textualmente en
la encíclica Qui pluribus: «[A esto tiende] la doctrina, totalmente contraria al derecho natural,
del llamado comunismo; doctrina que, si se admitiera, llevaría a la radical subversión de los
derechos, bienes y propiedades de todos y aun de la misma sociedad humana»[1]. Más tarde,
uno predecesor nuestro, de inmortal memoria, León XIII, en la encíclica Quod Apostolici
numeris, definió el comunismo como «mortal enfermedad que se infiltra por las articulaciones
más íntimas de la sociedad humana, poniéndola en peligro de muerte»[2], y con clara visión
indicaba que los movimientos ateos entre las masas populares, en plena época del
tecnicismo, tenían su origen en aquella filosofía que desde hacía ya varios siglos trataba de
separar la ciencia y la vida de la fe y de la Iglesia” (Pío XI, Carta Encíclica Divini Redemptoris,
19 de marzo de 1937, 4). “¡He aquí, venerables hermanos, el pretendido evangelio nuevo que
el comunismo bolchevique y ateo anuncia a la humanidad como mensaje de salud y
redención! Un sistema lleno de errores y sofismas, contrario a la razón y a la revelación
divina; un sistema subversivo del orden social, porque destruye las bases fundamentales de
éste; un sistema desconocedor del verdadera origen, de la verdadera naturaleza y del
verdadero fin del Estado; un sistema, finalmente, que niega los derechos, la dignidad y la
libertad de la persona humana” (Pío XI, Carta Encíclica Divini Redemptoris, 19 de marzo de
1937, 14). “Procurad, venerables hermanos, con sumo cuidado que los fieles no se dejen
engañar. El comunismo es intrínsecamente malo, y no se puede admitir que colaboren con el
comunismo, en terreno alguno, los que quieren salvar de la ruina la civilización cristiana. Y si
algunos, inducidos al error, cooperasen al establecimiento del comunismo en sus propios
países, serán los primeros en pagar el castigo de su error; y cuanto más antigua y luminosa es
la civilización creada por el cristianismo en las naciones en que el comunismo logre penetrar,
tanto mayor será la devastación que en ellas ejercerá el odio del ateísmo comunista” (Pío XI,
Carta Encíclica Divini Redemptoris, 19 de marzo de 1937, 60).

Orientaciones para la acción.


“64. Y, en primer lugar, quienes sostienen que el contrato de arriendo y alquiler de trabajo
es de por sí injusto y que, por tanto, debe ser sustituido por el contrato de sociedad, afirman
indudablemente una inexactitud y calumnian gravemente a nuestro predecesor, cuya encíclica
no sólo admite el "salariado", sino que incluso se detiene largamente a explicarlo según las
normas de la justicia que han de regirlo. 65. De todos modos, estimamos que estaría más
conforme con las actuales condiciones de la convivencia humana que, en la medida de lo
posible, el contrato de trabajo se suavizara algo mediante el contrato de sociedad, como ha
comenzado a efectuarse ya de diferentes maneras, con no poco provecho de patronos y
obreros. De este modo, los obreros y empleados se hacen socios en el dominio o en la
administración o participan, en cierta medida, de los beneficios percibidos” (Pío XI, Carta
Encíclica Quadragesimo Anno, 15 de mayo de 1931, 64-65).
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“131. Ahora bien, para conseguir un desarrollo proporcionado entre los distintos sectores
de la economía es también absolutamente imprescindible una cuidadosa política económica
en materia agrícola por parte de las autoridades públicas, política económica que ha de
atender a los siguientes capítulos: Imposición fiscal, crédito, seguros sociales, precios,
promoción de industrias complementarias y, por último, el perfeccionamiento de la
estructura de la empresa agrícola. 1.° Imposición fiscal 132. Por los que se refiere a los
impuestos, la exigencia fundamental de todo sistema tributario justo y equitativo es que las
cargas se adapten a la capacidad económica de los ciudadanos. 133. Ahora bien, en la
regulación de los tributos de los agricultores, el bien común exige que las autoridades tengan
muy presente el hecho de que los ingresos económicos del sector agrícola se realizan con
mayor lentitud y mayores riesgos, y, por tanto, es más difícil obtener los capitales
indispensables para el aumento de estos ingresos. 2.° Capitales a conveniente interés 134. De lo
dicho se deriva una consecuencia: la de que los propietarios del capital prefieren colocarlo en
otros negocios antes que en la agricultura. Por esta razón., los agricultores no pueden pagar
intereses elevados. Más aún, ni siquiera pueden pagar, por lo regular, los intereses normales
del mercado para procurarse los capitales que necesitan el desarrollo y funcionamiento
normal de sus empresas. Se precisa, por tanto, por razones de bien común, establecer una
particular política, crediticia para la agricultura y crear además instituciones de crédito que
aseguren a los agricultores los capitales a un tipo de interés asequible” (San Juan XXIII,
Carta Encíclica Mater et Magistra, 15 de mayo de 1961, 131-134).
“(…). Nos pedimos en Bombay la constitución de una gran Fondo Mundial alimentado con
una parte de los gastos militares, a fin de ayudar a los más desheredados[44]. Esto que vale
para la lucha inmediata contra la miseria, vale igualmente a escala del desarrollo. Sólo una
colaboración mundial, de la cual un fondo común sería al mismo tiempo símbolo e
instrumento, permitiría superar las rivalidades estériles y suscitar un diálogo pacífico y
fecundo entre todos los pueblos” (San Pablo VI, Carta Encíclica Populorum progessio, 14 de
mayo de 1971, 51).

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