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BRIZUELA Leopoldo (Comp) - Historia de Un Deseo
BRIZUELA Leopoldo (Comp) - Historia de Un Deseo
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lo D/Fgi
LEOPOLDO BRIZUELA
HISTORIA
DE UN DESEO
El erotismo homosexual en veintiocho
relatos argentinos contemporáneos
Indice
Prólogo
Leopoldo Brizuela
El estante escondido .............................................................. 11
Blas Matamoro
Jonatán ................................................................................... 23
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reprodu Martha Mercader
cida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, T,nf: ini-niena ........................................ 58
Luisa Valenzuela Carlos Correas
Leyenda de la criatura autosuficiente ................................ 66 La narración de la historia .................................................. 208
Marcelo Birmajer Manuel Mujica Lainez
En la noche de bodas ............................................................. 70 La larga cabellera negra ...................................................... 224
María Moreno Osvaldo Lamborghini
El affair Skeffington .............................................................. 80 El marqués de Sebregondi llega y retrocede ...................... 229
Jorge Asís
La invitación ........................................................................... 232
III. EN FAMILIA ...................................................... 109
Oscar Hermes Villordo
Silvina Ocampo
Las dos prisiones de Víctor .................................................. 237
Carta perdida en un cajón ................................................... 111
Abelardo Castillo
El marica ................................................................................. 116 VI. Fin de siglo ......................................................................... 253
Claudia Schvartz
Primavera ............................................................................... 276
IV. El descubrimiento de Europa :................................ 133
Julio Cortázar
La barca ................................................................................... 135 VII. DOS UTOPÍAS ..........................................................;............. 283
Marta Lynch
El dormitorio .......................................................................... 191
Ricardo Piglia
Prólogo
EL ESTANTE ESCONDIDO
José Saramago
3. El cuento más reciente de la antología es «Al amparo de la galería», de Jor Al mismo tiempo, esta antología refleja la historia de la lite
ge Consiglio, escrito en diciembre de 1999; el más antiguo, «El cofre», de Ma ratura argentina durante el siglo XX. Aun sin salimos del estre
nuel Mujica Lainez, fue publicado por primera vez en 1949. Diversos inconve
nientes nos impidieron incluir los únicos dos relatos más antiguos que
cho campo del relato breve, hemos podido incluir los géneros más
conocemos sobre el tema de la homosexualidad: un fragmento de El juguete ra variados, cada uno con su ideología y su «estructura de senti
bioso (1926) de Roberto Arlt, y «Quinto piso», un relato incluido en La casa de miento». La fábula paródica de Juan Rodolfo Wilcock, el relato
enfrente, de Salvadora Medina Onrubia, escrito en la década del 30.
realista de Oscar Hermes Villordo, el cuento de ciencia ficción de
Gorodischer, la escena familiar de Pablo Torre, el chejoviano tran- 1914 el intendente de Buenos Aires prohibió la tragedia Los inver
che de vie de Nelson Mallach, la reescritura bíblica de Blas Ma- tidos de González Castillo, toda publicación de una obra con «te
tamoro; la crónica de ambiente policial de Correas, el parco y es ma homosexual» fue un acto de política editorial muy combativo y
pléndido «estudio de caracteres» de Ricardo Piglia, el cuadro lírico muy riesgoso.4 A partir de 1930, las sucesivas dictaduras milita
de Claudia Schvartz, configuran un abanico tan imprevisible co res reforzaron la práctica de la censura previa, y el escándalo de
mo exhaustivo. Pero más allá de toda diferencia de estética y po los cadetes del Colegio Militar de la Nación de 1942 sirvió como
lítica, el lector podrá ir siguiendo el proceso de crecimiento y pro- pretexto para instalar una política peronista cada vez más repre
fundización de ciertos procedimientos literarios, compartidos por siva en términos sexuales. Desde entonces, uno de los focos de re
todos. sistencia más constantes y menos estudiados fue la revista y edi
En primer lugar, señalemos la búsqueda de un modo de nom torial Sur, fundada por Victoria Ocampo, pero efectivamente
brar el deseo homosexual y todo lo que éste desencadena. Se trata dirigida por dos homosexuales, José Bianco primero y Enrique Pez-
de una empresa particularmente dificultosa, porque los autores se zoni mucho tiempo después.
proponen sortear la censura interna e interna; pero también por José Bianco casi no tocó el tema del deseo homosexual en sus
que todo autor que empieza a escribir sobre el tema comprende que maravillosos relatos, pero desde su ingreso en Sur desplegó una se
nuestra cultura no provee nombres para representar esa zona de rie de estrategias que no se limitaron, por cierto, a la publicación
la realidad que por convención denominamos homosexualidad, o, constante de libros y textos cortos de diferentes autores. Cuando en
a lo sumo, provee sólo palabras desgastadas por el uso, definicio 1958 H. A. Murena envió a Sur un monstruoso panfleto homofóbi-
nes poco convincentes. Notemos que una inmensa mayoría de los co, indignado por la fundación en Buenos Aires de una «editorial de
autores se aboca, no sólo a contar hechos ficticios, sino a contarlos dicada a difundir a autores homosexuales y lesbianas», Bianco pu
a partir de discursos previos', hay quienes dejar colar las voces de blicó junto al panfleto un cuento de Juan José Hernández, que sin
los homosexuales y adoptan así los modos de hablar de una cultu enunciar una sola teoría rebatía cada postulado de Murena. La fi
ra de ghetto (Juan José Hernández, Manuel Puig); otros (Julio Cor gura de Oscar Hermes Villordo está íntimamente asociada a la idea
tázar, Martha Mercader) reescriben cuentos propios o ajenos para de publicación no sólo porque, en las postrimerías de la dictadura
hacer oír la palabra de un personaje antes sin voz; y otros, por fin, 76-83, su novela La brasa en la mano, colocó a lo homosexual en el
adoptan parcialmente ciertas modalidades de estéticas anteriores foco de la consideración mediática, sino porque desde entonces Vi
al siglo XX, para discutir la visión de la homosexualidad implícita llordo hizo pública su condición de homosexual. Para su novela si
en dichas estéticas: Luisa Valenzuela, por ejemplo, parodia la lite guiente, La otra mejilla, Enrique Pezzoni escribió una contratapa
ratura gauchesca, género «macho» si los hay; Sara Gallardo, en un que da al libro, y al hecho de publicarlo, el carácter de complemen
texto inolvidable del que sólo ofrecemos un breve fragmento, tra to del Juicio a las Juntas Militares, por entonces en curso: La otra
ta de imaginar las voces de las indias que calló el Coronel Estanis- mejilla narra los crímenes de la policía contra los homosexuales con
lao Zeballos en su relación de la masacre de las tribus de Calfucu- una crudeza sólo equiparable al Nunca Más.
rá, «Piedra Azul».
4. En este marco puede entenderse la notoria escasez de cuentos con tema ho
mosexual en la literatura argentina pero, además, el hecho de que la mayoría
Para terminar, deberíamos atender al hecho histórico que con
de los textos que hemos podido, encontrar estuviera «escondido» en medio de
figuró, en sí misma, la publicación de cada uno de estos relatos, y una colección, sin referir directamente al tema desde el título, y sin dar título,
a la influencia que tuvo en su tiempo. En realidad, desde que en por supuesto, casi ninguno de los volúmenes.
3 sobre sus lejanos compatriotas, que una segunda generación de ex
patriados -Lamborghini, Puig, Molloy, Matamoro- no dejó de reco
Por supuesto, hubiéramos podido ordenar estos relatos de mu nocer y de extremar. En ambas generaciones, la frase de Néstor Per-
chas otras maneras, y cada una habría iluminando un aspecto dis longher, «¡qué país expulsor!», con infinitas variaciones, parece
tinto de nuestra historia. Antes de finalizar, convendría detenerse haber sido el gran lema: como si el único camino que le quedaba a
al menos en la que atiende la geografía en que los relatos fueron es la Argentina para decir su deseo fuera, en fin, escapar de sí misma.
critos y publicados. Aunque muchos de los autores nacieron en pro
vincias, la mayor parte de sus textos vieron la luz, o bien en «nues
tra capital portuaria», o bien en otras capitales del mundo: espacios «Pero a propósito», se preguntará quien, siguiendo nuestro juego,
que son a un tiempo centros de poder y de rebelión intelectual. En llegue ordenadamente al último capítulo de esta Historia, «¿cómo se
este sentido, merecen una atención especial las piezas escritas por vive hoy la homosexualidad en la Argentina?» La lectura de los rela
autores que huyeron del peronismo y que, en su gran mayoría, per tos más recientes nos permite aventurar una sola respuesta cierta: el
manecieron en el exterior después de 1955, por temor de las subsi deseo homosexual ha dejado de considerarse la marca de un destino
guientes dictaduras militares. Marcados en la impronta de Sur, que trágico, el signo fatal de una condena biológica o divina. Consideremos,
en su reivindicación del «grupo de Bloomsbury» proponía la más am por ejemplo, la «forma» de los cuentos: si en los más antiguos la inevi-
plia libertad de pensamiento y acción en materia sexual, estos au tabilidad de sus causalidades y la ferocidad de sus finales parecen re
tores llegaron sobre todo a París y Roma, se incorporaron a sus círcu producir la rigidez de la organización social y la fatalidad de las con
los literarios, adoptaron sus modos y trataron de reescribir sus denas, en los relatos actuales se verifica la elección de formas mucho
mitologías para encauzar en sus huellas sus propios destinos. más abiertas. Como si los autores dijeran, con Grace Paley: «Siempre
Si comparamos sus textos con los que se escribían por la misma he despreciado esa línea recta entre dos puntos. No por razones litera
época en el país, podemos señalar conquistas indudables: una ima rias, sino porque desvanece toda esperanza. Todo el mundo, sean se
ginación liberada de las coerciones del realismo, una inteligencia res reales o inventados, merecen el destino abierto de la vida.» Más
que se prueba y se aguza en su propia voracidad cosmopolita, una aún: puede decirse que el deseo homosexual ha dejado de ser el conflic
forma cada vez más dada a la experimentación y al juego, y sobre to motor de los cuentos, y se ha trasladado el foco a la manera de reac
todo, un humor que desbarata el halo trágico y fatal que había ro cionar ante sus desafíos y al modo de relacionarse en sociedad.
deado al tema homosexual durante décadas. Por supuesto, esta Pero por lo demás, nos complace decir que Historia de un deseo
adaptación a una nueva cultura y, en muchos casos, a una nueva no responde de manera unívoca ningún otro interrogantes. Si alguien
lengua, no carecía de contradicciones, que perduran en los textos co intenta averiguar en estas páginas qué es la homosexualidad, encon
mo zonas conflictivas.5 Pero la excelencia de su arte, y sobre todo, la trará una serie muy diversa de objetos de observación. Si alguien
parábola de sus propios destinos (son los primeros autores argenti quiere saber qué sentido puede darse a cada uno de estos «objetos»,
nos que se declararongays y lesbianas) dejó una impronta indeleble encontrará una gama igualmente vasta de respuestas posibles, da
da no sólo por las variadísimas ideologías de los autores, sino tam
bién por la diversidad de sus formaciones: la «homosexualidad» es
5. Los expatriados del peronismo se asumían como víctimas de una política, pe
ro parecieron siempre ajenos a toda política de resistencia y, más aún, a la so juzgada desde la «espontaneidad» aparente de alguien como Villor-
lidaridad con otros marginados. Aunque por su condición de sudamericanos do a la hipererudición de María Moreno. Por su propia excelencia
«cultos» se creían con derecho a integrarse a una corriente europea de escritu narrativa, ninguno de estos autores elabora personajes «paradigmá
ra «gay y lesbiana», muchos de los protagonistas de esta cultura europea los
consideraban distintos, «lo otro de lo otro», y hasta «buenos salvajes». ticos», ni políticamente correctos, ni paradigmas de incorrección po-
líbica; ninguno ve siquiera a la homosexualidad en sí misma como un
valor o un disvalor de cualquier tipo. Las «dos utopías» del final tam
poco tienen el peso de una prescripción, sino la levedad de quien se
atreve por fin a imaginar el futuro o, para seguir parafraseando a Pa-
ley, «a conquistar una esperanza».
Leopoldo Brizuela
Tolosa, 12 de marzo de 2000
6. Otros autores capitales que no han podido figurar en la antología, pero que
deseamos señalar al lector, son los siguientes: Copi, Alejandra Pizamik, Mar
co Denevi y Néstor Perlongher.
9
Jonatán
Blas Matamoro
1648
Era UNA CANOA larga Y esbelta, de aquellas que solían recorrer, tri
puladas por diez o quince guaraníes, todo el curso del Uruguay y del
Paraná, aventurándose hasta el delta mismo. Sólo que ahora no la
ocupaba nadie. Abandonada, a la deriva, ponía en la serenidad del
Río de la Plata inesperadas sugestiones de naufragio.
Los dos pescadores, de pie sobre el lomo de los caballos cuyos
belfos sobrenadaban el agua indolente, escudriñaban el interior de
la barca, más cerca de la costa.
Un movimiento de la corriente hizo virar con blando balanceo
la proa erguida, y el sol, al bañar su cóncava superficie, arrancó chis
pas de un objeto oscuro, metálico, alzado en la popa.
-¡Un cofre! ¡Un cofre! -gritó Ignacio, el menor de los muchachos,
y zambulló ágilmente. El otro le siguió. Brillaban los ojos de ambos,
pero su luz era distinta. Había entusiasmo, codicia, en los de Igna
cio; en los de Miguel, desazón: cada brazada que le acercaba a lo des
conocido, añadía a su miedo. Chapaleando las ondas breves, llega
ron hasta la canoa.
Por más que mirara hacia atrás, hacia los comienzos de su cor
ta vida, Miguel no podía separar de su memoria la imagen de su pri
mo hermano. Juntos habían crecido en el caserío de Torre del Mar,
en Vélez Málaga. Su infancia transcurrió entre olivos y naranjos, a
jarle de los otros muchachos pescadores, y su primo, con aquel aban
orillas del Mediterráneo, y en barcazas ligeras que regresaban al
dono y aquella fácil indiferencia que le singularizaban, le había de
anochecer, henchidas las redes. Fue una vida alegre, retozona, de
jado hacer, quizá sin notarlo.
semidioses anfibios. Cuando no estaban bañándose en las aguas
Si Miguel se hubiera detenido a analizar, indagando en sus sen
azules, o pescando mar afuera, o tumbados entre los naranjales, pa
timientos, la índole sutil de los lazos que había estrechado así con
seaban por las callejas delgadas y entraban en las iglesias antiguas
Ignacio, su ingenuidad aldeana no le hubiera permitido discernir su
y en los conventos. Lo poco que sabían lo habían aprendido codo con
nudo más escondido. Esa ignorancia que sólo obraba por impulsos
codo; algunas oraciones milagreras, zurcir una red, preparar un an
ponía una extraña base de pureza a su amistad. Lo único que él le
zuelo, elegir el cebo mejor. Los grumetes de los barcos que acudían
pedía a la vida es que le dejara estar con Ignacio, bajo los naranjos
al refugio de Torre del Mar, en busca del agua fresca de sus pozos,
deslumbrantes o bajo las estrellas balanceadas, en las noches en que
les habían referido cuentos de sirenas, y los pescadores no cesaban
el Mediterráneo vuelve a ser griego y fenicio. Y como Ignacio, por
de narrarles la mágica historia de cuando el Rey Católico pasó por
inercia, porque exige más esfuerzo negar que acordar, se había so
allí, acuchillando moros.
metido a esa vida de tácito aislamiento, su existencia transcurrió fe
Para Miguel, Ignacio era inseparable de esas evocaciones. En
liz en el caserío de Torre del Mar.
su imaginación infantil azuzada por las viejas piedras esculpidas y
Hasta que el menor cumplió diecisiete años, y repentinamente
por el aire del Mediterráneo, Ignacio ocupaba el sitio de los héroes
empezó a sentir que le ahogaba un dogal tan laboriosamente tren
de la leyenda. Veíale amarrado al mástil del navio veloz, mientras
zado. íbansele los ojos tras las muchachas, cuando salían los domin
las mujeres de cola escamosa cantaban los cantos fatales. Veíale, el
gos de misa, y aunque Miguel le urgía para que volvieran a la pla
casco coronado de alas, frente a la hueste sonora que salvó a Anda
ya, se atardaba en el atrio de la iglesia de la Encarnación o, si
lucía del infiel. Ignacio, siempre Ignacio, para su soledad de niño.
conseguía escapar, rondaba el palacio de los marqueses de Veniel,
Su desnudez atravesaba como un relámpago la negrura de los oli
cuyas criadas eran hermosas.
vares y todo se iluminaba con brusco resplandor.
También cambió entonces el carácter de Miguel. De jubiloso y
Al morir el padre de su primo, hermano del suyo, aquella inti
encendido, se tornó taciturno, receloso, secreto. Ignacio ya no pudo
midad se aguzó. Ignacio a los quince años y Miguel a los diecisiete
ejercer su tiranía. Aunque se acompañaban siempre, abríanse en
se parecían como dos estatuas de bronce, en la similitud de los tor
tre ambos verdaderos pozos de silencio, y entonces advertían la dis
sos soleados, del pelo renegrido, de los ojos árabes. Pero en aquella tancia que les separaba: Ignacio de una parte, con su inquietud, su
relación, riesgosa por lo que implicaba de desequilibrios, el mayor
ansia de vida, de amor, de luces; Miguel de la otra con la muda an
era, al tiempo que el protector, el esclavo. Tan habituado estaba Ig gustia de quien siente que pierde lo que es suyo y comprende que
nacio a hacer su voluntad, desde que juntos iniciaron la vida, que no cada palabra puede contribuir al alejamiento y por eso no la pro
lo consideraba un privilegio que podría quitársele. Y así, si Miguel nuncia, aunque arde por hablar. Así iban, trepando las pendientes
le otorgaba todo, Ignacio no advertía la singularidad de tal actitud, de Vélez Málaga entrecortadas de calles cojas, sin percibir ningu
y la recibía sin agradecerla, con la naturalidad inconsciente de los no de los dos cuál era la índole del peso que les agobiaba. Y a am
pequeños déspotas. Pero a Miguel le bastaba, como recompensa de bos lados, en los soportales, bullía la vida con los gritos de los arrie
una situación cuya injusticia no podía escapársele, sentir que ese ros y de las fregonas, con el tartamudear de los mendigos y las
sacrificio permanente, que era en él como una segunda personali grescas de los marineros. Nombres remotos: México, Lima, Porto-
dad, le había dado en cambio la seguridad de que no compartía a Ig belo, Cartagena de Indias, Buenos Aires, acudían a los labios. Pe
nacio con nadie. Durante años, habíase valido de mil tretas para ale ro ellos no los escuchaban. Ignacio, disimulando -y no entendien
do, en verdad, la causa de su disimulo-, se detenía con cualquier El padre de Miguel no resistió a ese reclamo alucinante. Dejó
pretexto para entornar los ojos y atisbar, bajo un corpiño, el pujar los aparejos de pescador y embarcó con su hijo y su sobrino. Tanta
de un pecho adolescente, imperioso. Y Miguel, disimulando también era su certeza de fortuna, que antes de partir de Torre del Mar es
y sin alcanzar tampoco la fuente de ese fingimiento, seguía con la cogió el solar de Vélez Málaga en el cual levantaría su casa rica, con
mirada los ojos de Ignacio y bajaba los párpados. fuentes en los patios y terrazas y jardines de cipreses y arrayanes.
No se había equivocado el menor. Era un arca de madera dura, Poco le duró el espejismo. La peste que asoló al velero y contra
quizá de jacarandá macizo. Su tosca talla aparecía aquí y allá, bajo la cual fue impotente el «maestro zurujano», le empujó con otros
el cuero repujado que la vestía y al que ornamentaban rígidas figu veinte cadáveres al seno de las aguas profundas, para festín de las
ras de águilas, de flores, de leones y pájaros. Tanto pesaba que tu especies plateadas que él había recogido tantas veces en las mallas
de su red.
vieron que hacer un esfuerzo para moverla, cuidando de que no zo
Miguel e Ignacio quedaron solos, más solos que nunca, antes de
zobrara la embarcación. Cerrábanla herrajes martillados. Cuando
que el mayor hubiera cumplido veinte años. Aislados en medio del
quisieron levantar la tapa, ésta no cedió. Entonces, desenvainando
duelo de la tripulación, recobraron la confianza perdida. Miguel cre
los cuchillos de pescadores, hundiéronlos en el delgado intersticio
yó que su primo volvía a ser suyo, en el miedo de un porvenir que
que separaba el cajón de la cubierta.
habría que ganar paso a paso. Fondearon en Buenos Aires a fines
Ignacio, agrandados los ojos por la emoción, hablaba con una vo
de julio de 1647 y a poco se alistaron en la expedición que el gober
lubilidad que Miguel no le conocía de largo tiempo. No paraba de
nador Don Jacinto de Lariz aprestaba contra las misiones de la
preguntar. ¿De dónde podía venir ese cofre? Y él mismo se contesta
Compañía de Jesús.
ba, como intoxicado:
Don Jacinto debía su nombradla principal a sus querellas con
-De seguro que trae tesoros de los Padres de la Compañía. El
el obispo del Río de la Plata, quien acababa de excomulgarle a pe
gobernador está en lo cierto. ¡Aquí hay oro, Miguel, onzas de oro has
sar de sus privilegios de caballero santiaguista. ¡Qué terrible fue la
ta el tope!
enemistad del Señor de Lariz y del prelado! Por nada, ya estaban
Y forcejeaba con la faca reluciente, hasta que la hoja se quebró
escribiendo memoriales al Rey y al Consejo de Indias y a la Audien
por la mitad, haciéndole un pequeño corte en una mano. Miguel, co
cia de Charcas, pintándose respectivamente como demonios. Si el
mo tantas veces cuando eran niños, allende el océano, le tomó la ma
jefe civil organizó su expedición misionera, cabe suponer que, en
no y oprimiéndola con fuerza entre los labios, comenzó a sorberle el
buena parte, su afán derivó de la urgencia de alejarse de Buenos Ai
hilo de sangre.
res, revuelta por la discordia.
El pretexto era la denuncia de que los padres ignacianos ocul
taban minas de oro en sus reducciones y que no las habían declara
Mucha gente había venido de la costa andaluza para América. Los
do, como ordenaba la ley, ante la autoridad real. Un indio, llamado
viejos que recordaban los relatos de las primeras conquistas, encen
Buenaventura, se ofreció a conducir a Don Jacinto hasta los mismos
dían fogatas en la imaginación de los auditorios. Desgarrábanse los
yacimientos. Y allá se partió el malhumorado maese de campo, con
mozos de Almería, de Motril, de Málaga, de Cádiz. ¿Quién iba a resig
un ensayador de metales, algunos vecinos de la ciudad y cuarenta
narse a andar con bueyes o con cabras, o trabajando en las vides y en
soldados. Formaban entre ellos Ignacio y Miguel. Fue una marcha
los sembradíos, si cada golpe de viento de África alimentaba la hogue
penosa y estéril. Pasada Nuestra Señora de la Encarnación de Ita-
ra con alusiones a un pasado levantisco, aventurero? En las Indias
puá, sobre el Paraná, el indio desapareció; sólo volvieron a hallarle
meterían el brazo hasta el codo en oro virgen, y de regreso serían más
bastante más tarde, en plena selva, y aunque Buenaventura fue so
príncipes que los califas que alzaron las mezquitas y los palacios.
metido a tormento por el gobernador irritado
* no pudo sacársele pa -¡Mejor fuera llevarlo a la cabaña! -dijo Miguel-; allí podremos
labra. Vagaron de misión en misión, recibidos con violines y chiri usar de otros hierros.
mías por jesuítas astutos que simulaban una sorpresa respetuosa El menor aprobó. No fue fácil trabajó el que emprendieron. El
ante su aparición, y por caciques que no les mostraban más que ca arca era pesada y voluminosa. Empujándola lentamente entre los
charros y plumas de colores. En diciembre estaban de nuevo en Bue sauces, alcanzaron la base de la barranca. Peor resultó el ascenso.
nos Aires. De camino, se asían a la matas, a los troncos de los ceibos y de los
Durante aquellos seis meses se acentuó el humor melancólico espinillos. Bajo la piel dorada, hinchábanse sus músculos tensos. Así
de Miguel. De noche, su Primo solía acercarse a los fuegos que cre escalaron la cumbre de la loma y, exhaustos, se echaron a la sombra
pitaban para ahuyentar a las fieras, en un claro del bosque o a ori del tala que la coronaba.
llas de los grandes ríos. Quedaba allí las horas, .escuchando a los sol Frente a ellos, sin una vela, el río se irisaba con los esmaltes
dados que hablaban de mujeres. Súbitamente, un yacaré atravesaba transparentes del atardecer. A esa hora única, ya no semejaba una
la corriente entorpecida por camalotes, o un jaguar elástico cruza prolongación de la pampa vecina, pues lograba una hermosura que
ba un calvero entre los disparos de la mosquetería. Renacía la cal no fincaba en su grandeza desierta sino en el tesoro de tonos que de
ma, y las imágenes, con su obsesión, tornaban a danzar sobre las su entraña subía.
brasas. Eran mujeres de las tabernas y de los burdeles del Levante, Ignacio no prolongó el reposo. De un Salto estuvo en la choza y
o indias maravillosas que uno de ellos había entrevisto en el Perú, regresó con un trozo de hierro curvo, para reanudar la lucha con lo
en el último patio de la casa de un alto funcionario de Castilla. El desconocido al borde de la barranca.
vaivén de las llamas tatuaba en todos los pómulos igual quemadu
ra. Suspiraban los veteranos. Ignacio no se cansaba de oírles. Jus
tificaba tanta fatiga y tanto riesgo, a cambio de estas horas de ca Cuando volvieron de las misiones de piedra roja, resolvieron que
maradería bronca con hombres de pelo en pecho que iban en Buenos Aires no prosperarían. Es decir que lo decidió Miguel. De
descubriendo ante sus ojos ávidos visiones que le enardecían. Cuan haberse seguido el deseo de Ignacio, hubieran permanecido en la ciu
to había en él de bisnieto de árabes voluptuosos cimbraba ante la dad. Con la sopa de los conventos y las sobras del Fuerte hubieran
promesa de los serrallos. Más atrás, en la sombra, Miguel sentía el tenido para sustentarse. Siempre hubieran encontrado qué hacer en
frío de la soledad. Cuando Ignacio entraba en la tienda, apenas si una metrópoli adolescente. ¿Por qué no engancharse de soldados?
cambiaban palabra. Pero Miguel opuso todo el vigor de su tenacidad al proyecto. Ellos
eran pescadores y la capital del Río de la Plata necesitaba alimen
tarse. Los comienzos serían duros, mas pronto ganarían lo suficien
A costa de mucho brío consiguieron arrastrar la canoa hasta la te para instalar un comercio. Medio año de andar entre gentes de la
playa. El cofre empecinado no les había revelado todavía su secre villa le había bastado para comprender que aquí no había ni el oro
to. Lo colocaron sobre las toscas y reanudaron la tarea ardua. El sol ni las esmeraldas ni las turquesas que les anunció la fantasía anda
brillaba sobre sus espaldas, sobre sus manos sudorosas. Ignacio se luza. Aquí, para amasar algunas onzas, era menester recurrir al ne
había anudado un lienzo a la herida y apretaba los dientes. Nada, gocio de cueros. Primero pescarían; más tarde, Dios les guiaría de
nada, la tapa no cedía. Dijérase que los leones y las águilas, acaso su mano.
repujados por un indio de esas mismas misiones de la Candelaria, Ignacio capituló a regañadientes. Argüyó que podían ubicar su
de Santa Ana y de Yapeyú que habían recorrido el año anterior, les choza a las puertas de Buenos Aires, cerca de donde las lavanderas
hacían burla con las fauces grotescas y los picos desmesurados. batían la ropa. Pero Miguel tampoco quiso oír hablar de tales vecin
darios. Había demasiados pescadores en la fcona y la competencia
anularía su empeño. El sabía de un paraje ideal, cinco leguas más Hasta que conocieron a Antonia, la de los cuentos, la que podía
arriba, en los Montes Grandes. Y allá se fueron, aunque no se le es ser hija de un gobernador del Río de la Plata y sobrina del Marqués
capaba a Miguel que la distancia conspiraba contra las probabilida de las Navas.
des de su comercio. Era una muchacha fina, frágil, modosa. Andaba siempre como
Habitaban una cabaña que había pertenecido, según se decía, a dentro de un halo que le desdibujaba el contorno y le otorgaba el
unos mestizos que huyeron de allí, después de una terrible tormen prestigio de la lejanía. La leyenda de su origen añadía a su orgullo.
Aderezaba las ropas pobres como si fueran vestidos cortesanos; cui
ta y a quienes ya no se vio nunca. Corría la fama de que la mujer
daba el ademán; medía la risa. Ignacio se enamoró de ella con locu
había tenido una hija con Don Pedro Esteban Dávila, uno de los go
ra. Estaba en la edad en que el misterio es el condimento más esco
bernadores de más lujuriosa memoria. Lo cierto es que en los aleda
gido de la pasión. A fin de ocultarse de Miguel -e ignorando, como
ños moraba una pareja de labradores, con una niña de quince años
antes, por qué se escondía- fingía acostarse muy temprano para es
a quien hallaron recién nacida en los cañaverales de la costa, y que
capar luego. Miguel espiaba desde la barranca sus sombras entre
los pobladores del lugar sostenían que ése era, precisamente, el fru
lazadas en el agua inmóvil.
to de los amores de aquel gran Señor violento con la mestiza esfu
Así transcurrieron cuatro, cinco meses... Y ahora, el cofre...
mada.
Miguel e Ignacio tardaron bastante en ponerse al tanto de las
habladurías. Por lo pronto, tuvieron que reconstruir la deshecha ca
Nada podía con las cerraduras y con sus refuerzos. Jadeantes
baña; luego emplearon sus magros ahorros de la paga de Lariz en
bajo las primeras estrellas, sacudían el arca como si fuera la cabe
adquirir dos caballos; después, la diaria tarea les absorbió. Con ella,
zota de un gigante que se niega a comprender.
dijérase que el mayor surgía a una vida nueva. Todas las mañanas
Ignacio hablaba a borbotones, con un ritmo entrecortado de
salían a pescar. Se internaban en el río a caballo, acarreando cada
hombre que se confiesa o que piensa en alta voz. Subía tras ellos la
uno un extremo de la red. Adelantábanse hasta que el agua limosa
lima inmaculada, y Miguel, clavando en el jacarandá macizo el pu
tocaba el pescuezo de las bestias y, de pie sobre el lomo, separados
ñal mellado, seguía el monólogo de su primo a modo de quien se aso
por el largor del ancho aparejo de cuerdas, recogían en la malla a los
ma a un abismo entre jirones de niebla. Ahí estaba la fortuna, por
convulsionados batallones del río. Bogas, sábalos, zurubíes de cabe
fin, y qué fácil, qué fácil... el oro de los jesuítas, tan ansiosamente
za chata, bagres y pejerreyes, se revolvían en la prisión. Hacían el
buscado, venía a buscarles a su turno por obra de encantamiento a
mismo viaje varias veces. Otras, cazaban tortugas en las islas veci
bordo de una barca a la deriva... Se irían de allí... serían dos reyes...
nas, y hasta pequeños lagartos, valiéndose de arpones. De tarde pre
reyes como los que edificaron la Alhambra... Y Antonia -repetía Ig
paraban los cebos de carne, lombrices, pescado y frutillas, o tornea
nacio-iría con ellos... Tendría cuanto ambicionara... los terciopelos
ban anzuelos, o concertaban las ventas con los carreteros que
crujientes... los collares... el patio en el cual baila el surtidor sobre
pasaban por el camino, de la costa hacia la ciudad.
los mosaicos...
La felicidad de Miguel era sólo comparable a la de su infancia
A Miguel le temblaron las manos y le latieron las sienes. Ya no
en Torre del Mar. Sucedíale de despertar en mitad de la noche y que
eran suyas, ya no eran suyas esas ásperas manos de pescador que
dar las horas, a los pies de la cuja de su primo, velándole. Ningún
se aferraban a la daga de ganchos, filosa como una hoz. Eran las ma
pensamiento atravesaba su mente. Una infinita paz le invadía. Al
nos del hombre que debe matar y matar en seguida, porque todo en
alba, cuando le veía ensillar los caballos, desnudo el torso, la emo
él, el cuerpo y el alma, van dirigidos inconteniblemente hacia la os
ción le caldeaba el pecho.
curidad de un destino de sangre.
Lucharon un instante, como dementes. Apagóse el alboroto de
los loros en el ramaje del tala, y de las ranas en las charcas del ba
Amiga...
jo. Hasta que los dos rodaron por la barranca espinosa, arrastrando Sara Gallardo
en pos el arca enorme. Ignacio, ovillado, llevaba la faca hundida en
el corazón, sobre el cual crecía una flor bermeja. Miguel se abraza
ba a su primo, cegado por el arañazo de los arbustos. Detrás descen
día a los tumbos, entre desprendidas piedras, el cofre de los jesuí
tas, como un negro jabalí que les fuera persiguiendo.
Cuando llegaron a la playa, el arcón, impulsado por la fuerza de
la caída, se estrelló contra el cuerpo de Miguel, destrozándolo.
Así les iluminó el parpadear del amanecer, entre el indiferente
charloteo canoro: el menor, de espaldas, más niño con la palidez de
la muerte; Miguel, a su lado, echada la greña sobre la faz, una ma
no lívida sobre el pecho desnudo de Ignacio; el cofre, volcado, des AMIGA, DAME TU BOCA. Ábreme las piernas. Yo te sacaba piojos de la
vencijado, abierto por fin, vacío. cabellera. Gordos para ti; medianos para mí; flacos, a morir entre
las uñas. Pasó algo. Poco me importa ser esposa del rey. Poco te
importa ser esposa del rey ¿Es posible esconderlo? Hay tantos ojos.
¿Cuánto tiempo hace que no pienso en otra cosa que en ti, imbécil,
que te intercalas entre las líneas del libro que leo, dentro de la mú
sica que oigo, en el interior de los objetos que miro? No me parece
posible que el revestimiento de mi esqueleto sea igual al tuyo. Sos
pecho que perteneces a otro planeta, que tu Dios es diferente del
mío, que el ángel guardián de tu infancia no se parecía al mío. Co
mo si se tratara de alguien que hubiera entrevisto en la calle, me
parece que no nos hemos conocido en la infancia y que aquella épo
ca hubiera sido mero sueño. Pensar de la mañana a la noche y de la
noche a la mañana en tus ojos, en tu pelo, en tu boca, en tu voz, en
esa manera de caminar que tienes, me incapacita para cualquier tra
bajo. A veces, al oír pronunciar tu nombre mi corazón deja de latir.
Imagino las frases que dices, los lugares que frecuentas, los libros
que te gustan. En medio de la noche, me despierto con sobresaltos
preguntándome: «¿dónde estará esa bestia?» o «¿con quién estará?».
A veces, con mis amigos, llevo el diálogo a temas que fatalmente
atraen comentarios sobre tu modo de vivir, sobre las particularida
des de tu carácter, o bien paso por la puerta de tu casa, perdiendo
un tiempo infinito en esperarte para ver a qué horas sales o cómo te
has vestido. Ningún amante habrá pensado tanto en su amada co
mo yo en ti. Recuerdo siempre tus manos levemente rojas, y la piel
de tus brazos oscura en los pliegues del codo o en el cuello como are
na húmeda. «¿Será suciedad?», pienso, esperando con un defecto
nuevo lograr la destrucción de tu ser tan despreciable. Podría dibu-
T ~1
jar tu cara con los ojos cerrados, sin equivocarme en ninguna de sus ban con un nuevo nombre estrafalario cada día, ¡pobre diablo! Ni
líneas: me guardaré de hacerlo, pues temo mejorar tus facciones o aquella suerte de supositorios para perfumar el baño con olor a ro
divinizar la expresión un poco bestial de tus mejillas prominentes. sa que disolvían en un vaso de agua y que se pasaban por el pelo y
Será una mezquindad de mi parte pero todas mis mezquindades te por los brazos. No creas que olvidé la enfermedad de Máxima cuan
las debo a ti. Después de nuestra infancia, que transcurrió en un co do te colgaste de mi brazo todo el día diciéndome que yo era tu ami
legio que fue nuestra prisión donde nos veíamos diariamente y dor ga predilecta y que me invitarías a tu casa de campo durante el ve
míamos en el mismo dormitorio, podría enumerar algunos furtivos rano. No me hice ilusiones, además no me inspirabas ninguna
encuentros: un día en el andén de una estación, otro día en una pla simpatía. No aspiré a tu amistad sino para alejarte de otras. En el
ya, otro día en un teatro, otro día en la casa de unos amigos. No ol fondo de mi corazón se retorcía una serpiente semejante a la que hi
vidaré aquel último encuentro, tampoco olvido los otros, pero el úl zo que Adán y Eva fueran expulsados del Paraíso.
timo me parece más significativo. Cuando advertí tu presencia en Sospechaba que mi vida sería una sucesión de fracasos y de abo
aquella casa perdí por la fracción de un segundo el conocimiento. minaciones. No hay niño desdichado que después sea feliz: adulto
Tus pies lascivos estaban desnudos. Pretender describir la impre podrá ilusionarse en algún momento, pero es un error creer que el
sión que me causaron las uñas de tus pies sería como pretender re destino pueda cambiarlo. Podrá tener vocación por la dicha o por la
construir el Partenón. Creo, sin embargo, que en la infancia tuve el desdicha, por la virtud o por la infamia, por el amor o por el odio. El
presentimiento de todo lo que iba a sufrir por ti. Oí a mi madre pro hombre lleva su cruz desde el principio; hay cruces de madera tos
nunciar tu nombre cuando entramos a visitar por primera vez aquel ca, de aluminio, de cobre, de plata o de oro, pero todas son cruces.
colegio donde había en el jardín tantos jacarandás en flor y aquellas Bien sabes cuál es la mía, pero tal vez no sepas cuál es la tuya, pues
dos estatuas sosteniendo globos de luz en cada lado del portón. no todos los seres son lúcidos, ni capaces de leer el destino en los sig
-Alba Cristián es hija de una amiga mía. La internarán tam nos que diariamente ven a su alrededor. ¿Será cruel advertírtelo?
bién aquí. Es de tu edad -dijo mi madre cruelmente. Me tiene sin cuidado. No siento por ti la menor lástima. Me moles
Sentí un extraño malestar: pensé que era por culpa del colegio ta que alguien aún crea que somos amigas de infancia. No falta
donde me iban a internar. Sin embargo, inconscientemente, como quien me pregunte con tono almibarado y escandalizado a la vez:
esos antiguos anillos que contenían veneno debajo de un camafeo o -¿No tenés amigos de infancia?
de una piedra, tu nombre semejante también a un círculo me pare Yo les respondo:
ció venenoso. Otro presentimiento me avasalló aquel día del paseo -No me casé con los amigos de infancia. Si ahora tengo poco dis
a los lagos de Palermo, cuando nos bajamos a comer la merienda so cernimiento para elegirlos, ¿cómo habrán sido las equivocaciones de
bre el césped y que Máxima Parisi te enseñó unas taijetas postales mis primeros años? Las amistades de infancia son erróneas, y no se
que no quiso enseñarme a mí y que al final de la tarde, comiendo un puede ser fiel al error indefinidamente.
helado de frambuesa, se recostó sobre tu hombro en el ómnibus que Aquel día, en casa de nuestros amigos, al verte, una trémula nu
nos llevó de vuelta al colegio. En aquella intimidad que me excluía, be envolvió mi nuca, mi cuerpo se cubrió de escalofríos. Tomé un li
sentí la amenaza de otras desventuras. No creas que olvidé la llave bro que estaba sobre la mesa y comencé a hojearlo ávidamente: só
misteriosa de tu mesa de luz que hacía sonreír a Máxima Parisi ni lo después advertí que el libro se titulaba «Balance de las ventas de
aquel atado de cigarrillos americanos que fumaron sin convidarme animales bovinos». La dueña de casa me ofreció una naranjada ho
en la glorieta de los arbustos «cuerpo a tierra», decían ustedes «co rrible «de alfileres» como denominábamos toda bebida que llevaba
mo los soldados», en aquel escondite que aborrecí hasta el día de hoy. soda. Bebí de un trago para ocultar el temblor de mi mano; felizmen
No creas que olvidé aquel libro pornográfico, ni al gato que bautiza te hacía calor y salí al balcón con el pretexto de tomar fresco y de
mirar la vista que abarcaba el Río de la Plata4a lo lejos y en primer atroces que resultaron maravillosas. No sospeché que por primera
plano el Monumento de los Españoles que divisado de ese ángulo pa vez L. se interesaba en tu personalidad, en tu vida, en tu manera de
recía, más que nunca, un gigantesco postre de bodas o de primera sentir y que todo había nacido de mi imaginación.
comunión. Sonreí a tu cara de bestia, sonreiste. Vivir así no era vi Durante el tiempo que dediqué a pensar sólo en ti, a hablar de
vir. Sentí vértigos, náuseas. Desde aquel séptimo piso contemplé la tus horribles vestimentas, de tu malignidad, de tu falta de asco pa
calle pensando cómo sería mi caída, si me tiraba de esa altura. Un ra meterte en la boca dinero sucio y cosas que encontrabas en el sue
puesto de fruta, cajones de basura al pie de la casa (estarían en huel lo, con mi complicidad, con mis sospechas, con mi odio construí para
ga los basureros) y una baranda alta me molestaban para imaginar ustedes ese edificio de amor tan complicado donde viven alejados de
la escena. Traté de concentrarme en esa idea llena de dificultades mí por mi culpa. Quiero que sepas que debes tu felicidad al ser que
para serenarme. Tenía el poder, que ahora no tengo, para desdoblar más te desdeña y aborrece en el mundo. Una vez que ese ser que te
me: conversé con la gente que me rodeó, reí, miré a todos lados con adorna con su envidia y te embellece con su odio desaparezca, tu di
los ojos clavados en el fondo de aquel precipicio con cajones de basu cha concluirá con mi vida y la terminación de esta carta. Entonces te
ra, con frutas y con hombres que pasaban. Todo era menos inmun internarás en un jardín semejante al del colegio que era nuestra pri
do que tu cara. «De cuántas músicas, de cuántas personas, de cuán sión, un jardín engañoso, cuidado por dos estatuas, que tienen dos
tos libros tengo que renegar para no compartir mis gustos contigo», globos de luz en las manos, para alumbrar tu soledad inextinguible.
pensé al mirar hacia el interior del departamento a través del vidrio
de la ventana. «Quiero mi soledad, la quiero con mil caras imperso
nales.» Te miré y a través del vidrio que reverberaba tembló tu ca (En La furia, Orion, Buenos Aires, 1976.)
ra de piraña como en el fondo del agua. Pensé en quien no puedo
pensar por causa tuya y en el sortilegio que me envolvía. Estás en
mí como esas figuras que ocultan otras más importantes en los cua
dros. Un experto puede borrar la figura superpuesta pero ¿dónde es
tá el experto? Necesito dar una explicación a mis actos. Después de
haberte saludado con una inusitada amabilidad te invité a tomar té.
Aceptaste. Te dije que en mi casa había pintores. Sugeriste felizmen
te que sería mejor ir a tu casa. En el momento en que prepares el té
y lo dejes sobre la mesa fingiré un desmayo. Irás a buscar un vaso
de agua que yo te pediré, entonces echaré en la tetera el veneno que
traigo en mi cartera. Servirás el té después de un rato. Yo no toma
ré el mío, pensé como delirando mientras me hablabas.
No cumplí mi proyecto. Era infantil. Me pareció más atinado
usar ese procedimiento para matar a L. Deseché la idea porque la
muerte no me pareció un castigo.
-¿Qué te pasa? -me decía L.
La conversación recaía sobré ti. Le decía de ti las peores cosas
que pueden decirse de un ser humano. Hablé de suciedad, de men
tiras, de deslealtad, de vulgaridad, de pornografía. Inventé cosas
El marica tre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasia
do blancas, demasiado delgadas.
Abelardo Castillo -Soltame -dije.
A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y
tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que
antes también lo entendía, y alguna vez lo dije: dije que todo eso no
significaba nada, qué son cuestiones de educación, de andar siem
pre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también,
César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es. Y pasa el
tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.
Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello y te qui
se de verdad. Oscura e inexplicablemente como quieren los que to
davía están limpios. Me gustaba ayudarte. Ala salida del colegio íba
Escúchame, César: yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me mos a tu casa y yo te enseñaba las cosas que no comprendías.
gustaría que leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los
lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche sien otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de perpleji
te que debe escribirlas, decírselas a alguien porque si no las dice van dad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no
a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y en me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:
tonces yo siento que tengo que decírtelo. Escúchame. -Sabés, te admiro.
Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos,
otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas de y decías las cosas del mismo modo. Eso era.
lante de nosotros. A ellos Ies daba risa, y a mí también, claro; pero -Es un marica.
yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras raro. -Déjense de macanas. Qué va a ser un marica.
Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San -Por algo lo cuidás tanto...
Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gus Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros,
taba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr juntos, no vahamos la mitad de lo que vaha él, de lo que vos valías,
carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no re pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la risa fácil. Y uno tam
cuerdo cómo fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo bién acepta -uno también elige-, acaba por enroñarse, quiere la bru
para querer a la gente. Sólo recuerdo que de pronto éramos amigos talidad de noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato.
y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a Me pasaron un dato, dijo, por las Quintas hay una gorda que cobra
Misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón, al Cé
flauta: «Adiós, los novios». A vos se te puso la cara como fuego. Y yo sar. Y yo dije macanudo.
me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, -César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos.
en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías Quiero que vengas.
vendar. Me mirabas. -¿Con los muchachos?...
-Te lastimaste por mí, Abelardo. -Sí. Qué tiene.
Cuando hablaste, sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano en -Y bueno. Vamos.
Porque no sólo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fui -Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue.
mos. Y vos te diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La lu -Agarró pa ayá -con la misma mano que sostenía la pava, se
na enorme, me acuerdo: alta entre los árboles. ñaló el sitio. Y el chico sonreía. Y el chico también dijo pa ayá.
-Abelardo, vos lo sabías. Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado con
-Calíate y entrá. tra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas.
-¡Lo sabías! -Lo sabías.
-Entrá, te digo. -Volvé.
El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba so -No puedo, Abelardo, te juro que no puedo.
carronamente. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pi -Volvé, ¡animal!
bes: siete por cinco treinticinco. Verle la cara a Dios, había dicho el -Por Dios que no puedo.
negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años. Mo -Volvé o te llevo a patadas en el culo.
queando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca en mi vi La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano en
da me voy a olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del tre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedir
mismo color que el piso de tierra. me perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de
El negro hizo punta. Yo sentía una cosa, una pelota en el estó pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar, ensu
mago. No me atrevía a mirarte. Los demás hacían chistes brutales, ciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me es
desacostumbradamente brutales, en voz de secreto. Estaban, todos taba atragantando.
estábamos asustados como locos. A Roberto le temblaba el fósforo -Bruto -dijiste-. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor
cuando me dio fuego. que los otros.
-Debe estar sucia. Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de
Después, el negro salió de la pieza y venía sonriendo. Triunfa la pieza. No te defendiste.
dor. Abrochándose. Cuando te ibas, todavía alcancé a decir:
Nos guiñó un ojo: -Maricón. Maricón de mierda.
-Pasá vos, Cacho. Y después lo grité.
-No, yo no. Yo después. Escúchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas
Entró el colorado, después Roberto. Y cuando salían, salían dis que uno lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida,
tintos. Salían no sé, salían hombres. Sí. Ésa era la impresión que yo hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el espejo. Pe
ro de golpe, un día necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escú
tenía.
chame.
Después entré yo. Y cuando salí, vos no estabas.
Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por fa
-¿Donde está César?
vor, no se lo vaya a contar a los otros.
No recuerdo si grité, pero quise gritar. Alguien me había contes
Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.
tado: disparó. Y el ademán -un ademán que pudo ser idéntico al del
negro- se me heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró
el viento del patio, porque de pronto yo estaba fuera del rancho.
-Vos también te asustaste, pibe. (En Los mundos reales, Universitaria, Santia
Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chi go de Chile, 1972.)
co jugaba entre sus piernas.
Bambino cartera, llevaba doblado bajo el brazo su corsé. En realidad, fui el
culpable de su crisis al negarme a venir al mundo en el término nor
Juan José Hernández mal fijado por la naturaleza. Instalado cómodamente en el vientre
de mamá, tuvieron que desalojarme a la fuerza con pinzas de acero
cuyas huellas amoratadas llevé de niño en los pómulos y que se bo
rraron con los años. Nací con cinco quilos de peso, algo que en un
principio halagó la vanidad de papá a juzgar por un retrato en que
sonríe de oreja a oreja con su rollizo bebé en los brazos.
La noche en que mamá, sonámbula y en camisón, trepó a lo al
to de una cornisa del patio, papá resolvió traer una enfermera para
que cuidara de ella y de mí cuando por motivos de trabajo él debía
ausentarse de la provincia. Así fue como apareció la Mercedes Zára-
te, que al principio trabajaba por horas y que después, encariñada
Ayer, al oír el timbre del cartero, salí a la puerta de calle a reci con nosotros, se quedó en la casa y ocupa todavía el cuarto de servi
bir la correspondencia. Contrariaba, a sabiendas, una orden de pa cio, cerca del gallinero. No ignoro que las malas lenguas dicen que
pá, pero valía la pena arriesgarme. Como lo imaginaba, había una papá la había conocido mucho antes, en un bailable de pésima fama
carta de Buenos Aires dirigida a mí, que guardé de inmediato en un que frecuentaba de soltero, comentario que jamás me preocupó. Mis
bolsillo del pijama. No me resultaba difícil adivinar su contenido. sentimientos hacia la Mercedes son de gratitud. En una oportuni
A esa hora de la mañana el calor ya era sofocante. Aunque pro dad, su providencial aparición impidió que mamá, distraída, me su
tegidas por el toldo que cubre el patio, las begonias se veían mus mergiera en un lavatorio de agua hirviendo cuando se disponía a ba
tias; los pájaros, con las alas flojas, permanecían silenciosos en sus ñarme. Este percance, que puso en peligro mi vida, y la obstinada
jaulas; la gata bostezaba en el sillón de la galería donde mamá, des negativa de mamá a cumplir con sus deberes conyugales, determi-
pués de almorzar, hojea revistas de moda porque no soporta el rui naron su internación en una clínica, de la que salió bastante resta
do del ventilador que papá invariablemente pone a funcionar no bien blecida al cabo de un año, pero con los dientes rotos, la mirada opa
se acuesta a dormir la siesta. ca y el pelo canoso.
Al volver a mi cuarto me detuve un momento en el umbral de la Es probable que durante la internación de mamá la Mercedes,
sala, tan fresca y agradable gracias a la sombra del jacarandá de la
conocedora del temperamento fogoso de papá, haya tomado la ini
vereda. Hasta hace poco había allí un piano, pero papá lo vendió en
ciativa de aliviar una abstinencia cuyas involuntarias fisuras per
un remate para cortar por lo sano, sentenció, luego de un episodio cibiría al retirar su ropa del canasto y enviarla al lavadero. Esto ex
que me avergüenza recordar. plicaría su turbación la vez que al volver del colegio una hora antes
Creo que el ventilador es un pretexto de mamá para leer con de lo habitual, la sorprendí arrodillada ante papá con el pretexto de
tranquilidad El Hogar y Rosalinda, sus revistas preferidas, sin ne atarle los cordones de sus zapatos. En cierto modo, su forma de ac
cesidad de soportar los ronquidos leoninos de papá, que por lo de tuar se asemeja a la de una persona precavida que abre un escape
más casi desborda la cama matrimonial con su corpulencia. de vapor en una caldera a punto de reventar. Porque la energía de
Por lo que me contaron, el carácter un tanto excéntrico de ma papá es incontenible como una marea y superior a la de los demás
má se agudizó como consecuencia de mi nacimiento: se ponía som hombres. En una ocasión fui testigo de esa superioridad; yo tendría
brero y guantes para acostarse, y al salir de compras, en vez de una cinco años, y a veces él me sacaba a pasear por el parque 9 de Julio
en su cupé Ford descubierta, o me llevaba al Club de Viajantes don vió un dedo en su favor, y en un primer momento hasta pareció que
de se reunía con sus amigos a jugar a las cartas o al billar mientras . aprobaba la brutalidad de papá en aquella ocasión. Pero con mamá
su bebé se hamacaba en un columpio y engullía cucuruchos de he nadie sabe nunca a qué atenerse. Uno la cree en Babia y en el fon
lado de crema. Aquella noche, al abandonar el club, papá y sus ami do lo ha comprendido todo.
gos, que habían bebido mucha cerveza, resolvieron hacer un torneo A decir verdad, Don Giovanni era un músico mediocre: había
de competencia. Tambaleándose, se internaron por una calle desier nacido en Nápoles donde se recibió de profesor de piano, especiali
ta para detenerse frente a un paredón de ladrillos. Parados en el cor zado en la enseñanza de la técnica del pedal. Precisamente, a esa
dón de la vereda con las piernas abiertas, bajo la luz mortecina de tarea estaba entregado el día del escándalo. Debido a mi escasa es
un farol, cada cual se dispuso a obtener la victoria. El chorro de pa tatura, apenas podía yo alcanzar los pedales con la punta de mis
pá fue el más potente; un vibrante arco ambarino que atravesó la zapatos. Fue entonces que don Giovanni me hizo sentar sobre sus
calle de tierra y humedeció el paredón. Mi modesta participación en rodillas y apoyar mis pies encima de los suyos para distinguir de
el torneo provocó la risa de todos. Hasta el presente, soy incapaz de ese modo los matices de sonidos en el Claro de Luna de Beethoven.
emular esa hazaña de papá; tampoco he podido, como lo hace él, des No hubo manera de explicárselo a papá, que amenazó con denun
tapar una botella de gaseosa con los dientes, o bañarme en invierno ciarlo a la policía.
con agua fría. La Mercedes suele decirme, en tono burlón, que con Don Giovanni, asustado, tomó el primer tren a Buenos Aires. Yo,
las mangas de una camisa de papá ella podría confeccionarme un hábilmente, pude salir airoso de los interrogatorios a que me some
pantalón. Debo reconocer que, a pesar de sus años, papá se conser tió papá y al mismo tiempo hacerlo desistir de su propósito de corro
va bastante bien, aunque gran parte de su aspecto juvenil se deba borar mi inocencia con un médico.
a una faja elástica que usa permanentemente y a su pelo y bigote A partir de ese día, se ha desatado una guerra entre papá y yo.
retintos que la Mercedes se encarga de retocar con un pincel. Debo vestirme como los demás chicos y no con esas camisas que la
Ser distinto de papá tiene sus ventajas: mi rostro redondo y lam Mercedes me cose utilizando algunos vestidos viejos de mamá; olvi
piño, mi pelo rubio y mis ojos azules, me dan un aire infantil que darme de la música, o bien resignarme a cambiar el piano por el vio
justifica mi apodo. En los últimos meses, a la par de un ligero en lín, instrumento que a él se le antoja más apropiado para un varón,
ronquecimiento de mi voz, he notado la aparición de algunos pelos así como un ovejero alemán es un perro más acorde con un chico que
sobre mi labio superior y en mis pantorrillas, que me apresuré a un caniche o un Lulú de Pomerania. Lástima. La Mercedes me ha
arrancar con una pinza de cejas. En esta provincia tórrida, ha de ser bía prometido un piyama de seda cruda. Mamá le ha confiado la lla
una tortura tener esa vellosidad de papá que desborda de su cami ve de su ropero, repleto de ropa pasada de moda que jamás volvió a
seta; trepa, rasurada y celeste, por su nuez de Adán y sus mejillas; usar después de su internación; desde entonces sólo se viste con am
reaparece en su bigote; asoma como un yuyal en sus orejas y se arre plias camisolas que disimulan su extrema delgadez. Parecería no
molina en sus cejas fruncidas, amenazadoras. Cuando se enoja, su importarle la familiaridad de la Mercedes con papá, y mantiene ha
aspecto es aterrador. Es comprensible el pánico que se apoderó de cia ella una actitud distante, silenciosamente despectiva, salvo al
don Giovanni Frascati, mi profesor de piano, cuando papá safio de gunas noches de luna en que pierde su habitual compostura. Enton
trás del biombo de la sala, donde estaba escondido, gritando como ces la insulta, la llama mulata hocico negro.
un energúmeno. Pero la víctima inocente fue el piano, que se ven Estoy ahora en la sala, angustiado ante la idea de que pronto
dió tirado en un remate. me iré de casa para siempre. Me gusta este lugar silencioso y dora
No obstante la simpatía que mamá le demostraba a Don Gio do, con su vitrina de abanicos preciosos, que pertenecieron a la fa
vanni (es un perfecto caballero, un europeo, solía decir de él) no mo milia de mi mamá, y un viejo narguile de Oriente, reliquia de mi
abuelo paterno. Como es verano, las persianas de los balcones están
cerradas, las sillas enfundadas, y un tul cubre la araña para prote
Adiós fiel Lulú
gerla del polvo. Las flores del empapelado de la pared se ven mucho Pablo Torre
más nítidas en el sitio que ocupaba el piano.
Tengo conmigo la carta de don Giovanni y el pasaje a Buenos Ai
res que la acompañaba. Por momentos me parece oír los primeros
compases del Claro de Luna que él, con exagerada lentitud, empie
za a modular, su voz acariciadora que susurra a mi oído: Bambino,
Bambino. ¿Por quién decidirme? Rompo la carta y el pasaje dispues
to a continuar hasta el final la encarnizada batalla con papá.
Aquella tarde, poco antes de empezar la clase, gracias al espejo
que reflejaba un rincón de la sala, pude descubrir a papá agazapa
do detrás del biombo. Al principio pensé en evitar el fatal desenla
ce, pero fue mayor la tentación de provocar su cólera, peligrosa y Desde hacía algunos años, hasta entonces, habíamos conseguido
magnífica, semejante a la erupción de un volcán. Debió sentirse de engañar a mamá, mostrándonos displicentes al cumplir cualquiera
rrotado al ver que yo reía, feliz y un poco aturdido por el par de bo de sus caprichos, cuando en realidad éstos nos obligaban a privar
fetadas que acababa de propinarme, mientras don Giovanni huía co nos, incluso, de lo más elemental. Ella desconocía completamente
mo un conejo ante la sombra inesperada del cazador. nuestra situación económica.
Si algo me horrorizaba en el insomnio, era intuir que ya no po
dríamos seguir con el engaño, y que pronto terminaría por descu
(En Así es mamá, Seix Barral, Buenos brirlo todo.
Aires, 1996.) Ya he dicho que mamá vivía recluida, y que desde hacía muchos
años no abandonaba su habitación. Me horrorizaba pensar que un
día, ella pudiera llegar a descubrir que la planta baja de nuestra ca
sa se hallaba desmantelada, porque estábamos en bancarrota y ha
bíamos tenido que venderlo todo. Pero, peor aún, que habíamos da
do albergue allí a nuestro primo Julio.
Julio había sido expulsado de esa misma casa veinte años atrás.
Al morir nuestro padre, mamá creyó que el primo sería una influen
cia perniciosa para sus hijos y lo echó.
Nuestro primo gozaba de una pequeña pensión de su antiguo
oficio de telegrafista, y este dinero constituía nuestro mayor recur
so económico.
Según él, treinta años asistiendo al lóbrego espectáculo de ver
a la gente empeñada en reducir sus mayores desgracias a pocas pa
labras, le habían valido esta pensión, y el descanso senil del que se
propuso gozar en la casa de la que había sido expulsado en su juven
tud por pervertido. Mi hermano se había resistido al principio a dar Muy temprano, se los veía abandonar la frutería. Caminando
le albergue pero, ya entonces, nuestra situación era desesperante. . lentamente, él se inclinaba hacia su esposa, como si estuviera reci
Y, aunque al principio se negaba a recibir el aporte de la pensión, biendo constantemente instrucciones. Tenían un hijo, un muchacho
fue éste el único motivo por el que resolvimos desoír el decreto de joven, encargado del local.
mamá, que había jurado que el primo Julio no volvería a poner los Esperaba ver alejarse a sus padres, para abandonar el mostra
pies en nuestra casa. dor de la frutería, poner una silla en la vereda, y salir a disfrutar
En la infancia, alguna vez le preguntamos por qué razón nos ha del sol de la mañana. Éste era el primer amor de Julio. También él
bía privado de su amistad y ella se limitó a respondernos: «Era un esperaba ver partir a los fruteros para espiar al muchacho desde su
pervertido». Sabíamos que aquella expulsión coincidía cronológica ventana.
mente con la muerte de nuestro padre, pero ignorábamos por qué. Su oficio de telegrafista lo había acostumbrado a descubrir un
Tampoco Julio parecía dispuesto a hablarnos al respecto. mundo detrás de cada signo... Esa mañana, el joven frutero se ha
Mi hermano, para permitir que nuestro primo colaborara con el bía rascado la cabeza varias veces, parecía algo preocupado. ¿Ha
sustento de la casa, había forjado en su imaginación la torpe excu bría muerto un familiar, habrían diagnosticado a sus padres una en
sa de desestimar las razones que mamá había tenido para expulsar fermedad incurable? Sonreía... ¿Sería su cumpleaños?
lo. Sostenía que, la pobre, estaría muy perturbada con la muerte de A media mañana, un portero barría la vereda contigua a un con
papá para juzgar con claridad ciertas actitudes del primo. Transfor ventillo vecino. Julio abandonaba cualquier ocupación que hubiera
mó entonces aquellas razones en una confusión, después en un sue emprendido, al escuchar el sórdido llamado que dirigía a su corazón
ño, hasta que por fin las olvidó. Julio se transformó para él en un el estrépito del baldazo de agua con que aquel individuo, grosero y
residente del que no teníamos por qué hablarle a mamá. Un hom brutal, anunciaba su presencia en la vereda.
bre como cualquiera, nuestro primo. Por las tardes, tenía la esperanza de que el cartero, que algu
Yo era el único que conocía las frustradas pasiones que Julio ex nas veces aparecía fugazmente por allí, diera una recorrida por
perimentaba desde la ventana de su cuarto, por algunos individuos nuestra cuadra. De tanto en tanto, como nadie enviaba cartas a
que solían frecuentar nuestra cuadra. A través de las cortinas, y en nuestra casa, él mismo se enviaba sobres desde el correo, para que
los horarios en que estos individuos deambulaban por las calles, ali el mensajero apareciera por la cuadra. Cuando lo hacía, temblando
mentaba por sus ojos las pasiones de su corazón. de emoción, sin atreverse a atenderlo, me pedía que le abriera yo la
Vivía frente a nuestra casa una pareja de fruteros ya madu puerta y me fijara si, tal como le había parecido, sus ojos eran ne
ros. Él era un hombre alto y delgadísimo, quijotesco, de carácter gros o habían empezado a encanecérsele las patillas.
débil, casado con una pequeña y enérgica mujer. Con lo que habían Nada más que en esto, en que vivía a distintas horas diferentes
ahorrado en su comercio, aquellos fruteros se habían vuelto pres amores, se parecía mi primo a un Don Juan. En lo que hace a su se
tamistas. La mujer lo decidía todo. Si se le preguntaba algo al ma xo, era tan casto como un santo. Cuanto más brutales eran los indivi
rido, éste se inclinaba hasta los labios de su mujer para consultar duos que las inspiraban, más sublimes y etéreas eran sus pasiones.
la respuesta. Y aquello los había transformado, a mis ojos, en una A los ojos de mamá, mi hermano era el responsable de la con
pareja de vegetales. De tanto inclinarse para consultar las opinio ducción económica. Ella lo creía al frente de unos campos, descono
nes de su pequeña y enérgica esposa, al frutero había terminado ciendo que aquellos campos habían sido loteados y vendidos a mal
por doblársele la columna, de modo que andaba de aquí para allá precio.
en esa misma posición a la que lo obligaba la debilidad de su ca La verdadera ocupación de mi hermano era la de viajante. El
rácter frente al de su mujer. pobre realizaba distintos corretajes ñor los Dueblos. valiéndose na-
ra ellos de un auto que, junto a la casa, era todo lo que habíamos pareció estar observando al personaje de una novela que leí una vez.
conseguido rescatar de la avidez de los acreedores. Es el único libro que leí en mi vida y por eso lo recuerdo claramen
A mi cargo había quedado atender la casa, y sustentar aquellas te.,Una historia hermosa, injustamente olvidada -me dijo.
fantasías por las que alguna vez mamá preguntaba. La familia del »La historia transcurre en los Estados Unidos, entre una pa
capataz, la vida de tal o cual peón que todavía recordaba. No podía reja de maquilladores de Hollywood. Cuando aquello empezó a de
contar con la imaginación de mi primo para alimentar estos ensue caer, mucha gente del cine quedó sin trabajo. Los americanos acos
ños. Los personajes no hubieran hecho otra cosa más que morir, na tumbran a maquillar a sus muertos, y esta pareja fue contratada
cer a celebrar aniversarios, cuando no contraer enfermedades gra por una empresa funeraria para retocar cadáveres. Los pobres des
vísimas que hubieran preocupado a mamá por la situación de la dichados no sabían vivir uno sin el otro, pero en esa funeraria in
estancia. mensa, descubrieron que debían trabajar separados. Ocho horas
Y, como una mujer que se encargara de mamá estaba en el terre sin verse era demasiado para ellos. Uno debía encargarse del ma
no de preservar sus fantasías de opulencia, y aquello estaba a mi car quillaje, y desde allí, sin que pudieran verse un solo instante, el ca
go, mi hermano volvió a sus viajes y el asunto quedó en mis manos. dáver era llevado por un engranaje a otra sala, donde le esperaba
Ala mañana siguiente de aquella horrible noche en que mi ma el segundo maquillador para peinarlo. Esta separación empezó a
dre descubrió que su lengua había conseguido liberarse, me dolía to resquebrajar la pareja, y un día, después de una terrible pelea, el
do el cuerpo. El insomnio, interrumpido sólo por algunas pesadillas, más joven decidió abandonar a su compañero. Lo hizo, pero siguió
me había molido. trabajando para la misma empresa. Éste se encargaba de peinar a
Tan pronto amaneció, corrí a su cuarto con mis trapitos y el al los muertos que el otro le enviaba maquillados. Fue así como, al
cohol, por si aceptaba, al menos, dos o tres días más de mis cuida poco tiempo de la ruptura, empezó a descubrir que le enviaban ca
dos. Sin dirigirme la palabra, dejó que acomodara la cama y que me dáveres con una trágica expresión de tristeza pintada en el rostro.
sentara a su lado para refrescarle un poco el cuello y la frente. Del Al poco tiempo, descubrió que era éste el modo que había elegido
resto, ni hablar. su compañero para hacerle notar su desdicha. Enviaba a los muer
Salí del cuarto desesperado; tenía que contratar una mujer. Esa tos como mensajeros, para inspirarle piedad. Pero los parientes de
misma tarde tendría que conseguir una enfermera, y en la casa no estos muertos empezaron a quejarse en la funeraria, diciendo que
había fondos más que para los alimentos del resto del mes. no tenían ningún derecho a pintar en sus seres queridos tales ex
Entonces lo descubrí. presiones de tristeza. Pagaban para encontrarlos rejuvenecidos. Y
Julio había estado espiándome, observando a través de la ren esto los obligó a unirse. Habían descubierto, además, que podían
dija mis manipuleos en la habitación. Trató de esconderse en su trabajar separados diciéndose cosas a través de los cadáveres que
cuarto, pero se lo impedí. se enviaban. Encontraron formas de expresar lo que sentía uno por
-¿Y si ella te hubiera visto? -le dije tan pronto estuvimos lo su el otro. Aquellos mensajeros mudos llevaban los recados pintados
ficientemente lejos, como para qué mamá no escuchara. en sus labios, sus párpados o sus trenzas. Los cadáveres no deja
-¿Qué sorpresa, verdad? -respondió él. ban de correr por los engranajes, como si los fabricaran allí. En me
-Me ha dicho que debo contratar a una mujer -confesé desa dio del ir y venir de los clientes, uno descubría entre sus manos las
lentado. mejillas de una americana vieja, gorda y suicida. Se ponía a con
El empezó a reírse. templarla, recordando a su amado, y de pronto se lanzaba sobre
-Mientras estabas allí adentro, yo te espiaba desde la puerta. ella a garabatear alguno de sus mensajes. Estaba tan contento de
Te miraba trajinar con el algodoncito sobre su cara, y de pronto me que hubieran conseguido superar sus momentos difíciles, que le
pintaba una boca redonda y roja como un beso, si sus labios eran
-Estaba en el desván. Nadie había tomado las precauciones ne
carnosos, o le daba una expresión de serena felicidad, al mismo
cesarias para que no se apelillara y yo me ocupé de él -respondió.
tiempo que deslizaba entre las manos de la muerta una nota que
Entonces, el miserable usaba los vestidos de mamá para espiar
decía: “Esta noche comeremos a las nueve. ¡Pavo a la York!”. Por
desde la ventana a aquellos individuos horrendos. Usaba las reli
que, además, con la ola de suicidios y asesinatos habían empezado quias que nosotros no nos habíamos atrevido a vender, para forjar
a enriquecerse.
las morbosas fantasías que le inspiraban el portero, el frutero, y
Julio estuvo contemplándome un rato en silencio después de cuanto individuo grosero deambulara por la cuadra.
contarme esta historia con la que, sin duda, intentaría sugerirme
-Esos vestidos, con los que ella me tuvo en sus brazos -me la
algo que no conseguí descubrir.
menté sin dejar de acercármele. Pero entonces vi algo que me horro
-Eran mensajes que sólo ellos sabían interpretar, y allí estaba rizó todavía más-. ¡Y también sus zapatos! -exclamé.
su secreto -agregó suspirando porque, en todo lo referente al afec Tontamente, él levantó uno de sus pies: -Tu madre tenía pie
to, Julio era enormemente cursi. Se le encamaban las mejillas y no grande -reflexionó.
podía disimular cierto aire soñador ni reprimir algún suspiro cuan Recordé, al verlos, que eran aquellos zapatos que, las noches en
do el amor quedaba al descubierto. que mamá salía, yo esperaba oír taconear desde mi ventana, mien
-¿Estabas allí espiándome, y de pronto imaginaste que yo esta tras aguardaba despierto su regreso pensando que ya no volvería.
ría tratando de dibujar con mi algodoncito un mensaje de amor...? -Yo esperaba escucharla taconear... -fue todo lo que alcancé a
-Esperando que alguien supiera interpretarlo -sugirió. decir.
Pero allí terminó nuestra charla. Mamá acababa de llamarme. -¿Así...? -preguntó él, empezando a girar lentamente a mi al
Estuve en su habitación un rato, escuchándola hablar de las ga rededor, taconeando.
rantías que debería exigir en la agencia de contratación, y de cómo -Sí... es como si ella regresara. -Y entonces, sin que pudiera im
tendría que asegurarme para que la mujer contratada no fuese una pedirlo, su vieja imagen olvidada, aquella que yo esperaba despier
ladrona o una intrusa dispuesta a hurgar en la intimidad de la ca to, temeroso de no volver a ver, los reconoció como propios. Se agitó
sa. Ella detestaba el mundo de los extraños, tanto como que los ex un instante en mi memoria, pronta a reencarnarse, creyendo que
traños llegaran a entrometerse en el suyo. volvían para acoplarla nuevamente a su andar.
Cuando bajé, el salón estaba en penumbra. Había alguien mo A todo esto, mi primo no dejaba de girar a mi alrededor, mirán
viéndose nerviosamente de un lado para otro. dome, envolviéndome con aquellos tacones.
Prendí la luz y entonces pude verlo. -¡Estás loco! -exclamé enfrentándome a aquellos emocionados
El primo Julio tenía puesto uno de aquellos vestidos antiguos espectadores, compungidos por mi destino-. Además, ella te recono
de mamá que conservábamos en el desván de la casa, junto a otros cería.
objetos que no habíamos sido capaces de vender. -Imposible -dijo él- Hace más de veinte años que me echó de aquí.
Quise saltar sobre él y arrebatárselo pero, como si esa visión ho ¿Ésa era su venganza, entonces? Había vuelto para mostrarse
rrenda me hubiera hechizado, terminé de bajar lentamente la esca en sus narices, haciendo gala de la condición por la que ella lo echó...
lera, observando el destello anhelante de sus ojos, sus brazos, que -Aunque yo aceptara, mi hermano no estaría dispuesto a per
colgaban a ambos lados de su cintura, y el esfuerzo que hacía por mitírselo.
parecer seguro de sus encantos. -Sabiendo que no hay otra solución, se esforzaría en creer que
-¿De dónde sacaste ese vestido? ¿Cómo te atreviste a tocarlo? lo hago por caridad -dijo más seguro, recobrando su aplomo.
-fue todo lo que atiné a reprocharle. Aquella alusión a los recursos de mi hermano me hirió tanto,
que hablé sólo por evitar que esa herida empezara a sangrarme allí
mismo, por esconder el color de mi sangre, el de mi alma bondado
sa, que iba a escaparse por allí si no la retenía con mis manos.
-No quiero que tenga que esforzarse en creer ninguna cosa -ex
clamé.
Y eso era todo lo que él esperaba. Yo había aceptado pronuncian
do esas palabras.
-Claro que no tiene que convencerse de nada -explicó afable
IV
mente-. Lo haremos a sus espaldas.
Me desesperaba tanto no encontrar otra solución más que aque El descubrimiento
lla monstruosa que Julio me proponía, que hubiera querido recos
tarme en la cama de mamá y confesarle mi mentira. Como de chico, de Europa '
algunas veces, hacer que ella sostuviera mi cabeza recostada contra
su pecho, escuchándome llorar. Pero eso era imposible, ahora, por
que sus brazos estaban paralizados.
Una hora después, introduje a mi primo Julio en la habitación
de mamá.
Había luchado tontamente para evitar que se pintara los labios,
para impedir que se soltara el cabello o que se empolvara. Regateé
horquillas, cosméticos... Por un lado temía que mi madre llegara a
descubrirlo, por otro, me angustiaba que el miserable aprovechara
mi situación para satisfacer sus vicios. Me sentía mezquino, culpa
ble y confundido.
Lo obligué a deshacer un moño que se había atado en la cabeza,
intuyendo que no hacía nada al disimulo, y que lo había puesto allí
sólo por coquetería. Pero entonces pensé: «Que sea lo que Dios quie
ra». Golpeé la puerta y empujé a Julio dentro del cuarto de mamá.
I La barca
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Julio Cortázar
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-No van a estar tanto tiempo aquí como para sacrificar todo eso
al sol. -Te quiero tanto -repetía esa tarde Adriano inclinándose sobre
Adriano hizo un gesto vago, esperó las palabras de Valentina. Valentina que descansaba boca arriba- Tú lo sientes, ¿verdad? No
Le era difícil saber lo que representaba Dora para Valentina, si el está en las palabras, no tiene nada que ver con decirlo, con buscar
viaje de las dos estaba ya definido y no admitiría cambios. Dora vol le nombres. Dime que lo sientes, que no te lo explicas pero que lo
vía a Donatello, multiplicaba las inútiles referencias que se hacen sientes ahora que...
en ausencia de las obras; Valentina miraba la torre de la Signoria, Hundió la cara entre sus senos, besándola largamente como si
buscaba mecánicamente los cigarrillos. bebiera la fiebre que latía en la piel de Valentina, que le acariciaba
el pelo con un gesto lejano, distraído.
Creo que sucedió exactamente así, y que por primera vez Adriano
sufrió de veras, temió que yo representara el viaje sagrado, la cul ¿D’Annunzio vivió en Venecia, no? A menos que fueran los dialo-
tura como deber, las reservas de trenes y de hoteles. Pero si al guistas de Hollywood...
guien le hubiera preguntado por la otra solución posible, sólo hu
biera podido pensar en algo parecido junto a Valentina, sin un -Sí, me quieres -dijo ella-. Pero es como si tú también tuvieras
término preciso. miedo de algo, no de quererme pero.... No miedo, quizá, más bien
ansiedad. Te preocupa lo que va a venir ahora.
Al otro día fueron a los Ufizzi. Como hurtándose a la necesidad -No sé lo que va a venir, no tengo la menor idea. ¿Cómo tener
de una decisión, Valentina se aferraba obstinadamente a la presen le miedo a tanto vacío? Mi miedo eres tú, es un miedo concreto, aquí
y ahora. No me quieres como yo a ti, Valentina, o me quieres de otra de metafísica. El mío en cambio lo decide mi capricho, mi placer, los
manera, limitada o contenida vaya a saber por qué razones. horarios de trenes que prefiero o rechazo.
Valentina lo escuchaba cerrando los ojos. Despacio, coincidien -Ya lo ves -murmuró Valentina-. Ya ves que tenemos que ren
do con lo que él acababa de decir, entreveía algo detrás, algo que al dirnos a las evidencias. ¿Qué más queda?
principio no era sino un hueco, una inquietud. Se sentía demasiado -Venir conmigo. Deja tu famosa excursión, deja a Dora que ha
dichosa en ese momento para tolerar que la menor falla se inmiscu bla de lo que no sabe. Vámonos juntos.
yera en esa hora perfecta y pura en la que ambos se habían amado
sin otro pensamiento que el de no querer pensar. Pero tampoco po Alude a mis entusiasmos pictóricos, no vamos a discutir si tiene
día impedirse entender las palabras de Adriano. Medía de pronto la razón. En todo caso los dos se hablan con sendos espejos por de
fragilidad de esa situación turística bajo un techo prestado, entre lante, un perfecto diálogo de best-seller para llenar dos páginas
con nada en particular. Que sí, que no, que el tiempo... Todo era
sábanas ajenas, amenazados por guías ferroviarias, itinerarios que
tan claro para mí, Valentina piuma al vento, la neura y la depre,
llevaban a vidas diferentes, a razones desconocidas y probablemen
y doble dosis de valium por la noche, el viejo, viejo cuadro de nues
te antagónicas como siempre.
tra joven época. Una apuesta conmigo mismo (en este momento,
-No me quieres como yo a ti-repitió Adriano, rencoroso- Te sir
me acuerdo bien): de dos males, Valentina elegiría el menor, yo.
vo, te sirvo como un cuchillo o un camarero, nada más. Conmigo ningún problema (si me elegía); al final del viaje adiós
-Por favor -dijo Valentina-. Je t’en prie. querida, fue tan dulce y tan bello, adiós, adiós. En cambio Adria
Tan difícil darse cuenta de por qué ya no eran felices a tan po no... Las dos habíamos sentido lo mismo: con la boca de Adriano
cos momentos de algo que había sido como la felicidad. no se jugaba. Esos labios... (Pensar que ella les permitía que co
-Sé muy bien que tendré que volver -dijo Valentina sin retirar nocieran cada rincón de su piel; hay cosas que me rebasan, claro
los dedos de la cara ansiosa de Adriano-. Mi hijo, mi trabajo, tantas que es cuestión de libido, we know we know we know).
obligaciones. Mi hijo es muy pequeño, muy indefenso.
-También yo tengo que volver -dijo Adriano desviando los ojos- Y sin embargo era más fácil besarlo, ceder a su fuerza, resbalar
También yo tengo mi trabajo, mil cosas. blandamente bajo la ola del cuerpo que la ceñía; era más fácil entre
-Ya ves. garse que negarle ese asentimiento que él, perdido otra vez en el pla
-No, no veo. ¿Cómo quieres que vea? Si me obligas a considerar cer olvidaba ya.
esto como un episodio de viaje, le quitas todo, lo aplastas como a un Valentina fue la primera en levantarse. El agua de la ducha la
insecto. Te quiero, Valentina. Querer es más que recordar o prepa azotó largamente. Poniéndose una bata de baño, volvió a la habita
rarse a recordar. ción donde Adriano seguía en la cama, a medias incorporado y son
-No es a mí a quien tienes que decírselo. No, no es a mí. Tengo riéndole como desde un sarcófago etrusco, fumando despacio.
miedo del tiempo, el tiempo es la muerte, su horrible disfraz. ¿No te -Quiero ver cómo anochece desde el balcón.
das cuenta de que nos amamos contra el tiempo, que al tiempo hay A orillas del Arno, el hotel recibía las últimas luces. Aún no
que negarlo? se habían encendido las lámparas en el Ponte Vecchio, y el río
-Sí -dijo Adriano, dejándose caer de espaldas junto a ella-, y era una cinta de color violeta con franjas más claras, sobrevola
ocurre que tú te vas pasado mañana a Bologna, y yo un día después do por pequeños murciélagos que cazaban insectos invisibles;
a Lucca. más arriba chirriaban las tijeras de las golondrinas. Valentina
-Cállate. se tendió en la mecedora, respiró un aire ya fresco. La ganaba
-¿Por qué? Tu tiempo es el de Cook, aunque pretendas llenarlo una fatiga dulce, hubiera podido dormirse; quizá durmió unos
instantes. Pero en ese interregno de abandono seguía pensando Sabía bien que no iba a ser así, que Adriano no cambiaría su vi
en Adriano y el tiempo, las palabras monótonas volvían como es da por ella, O.sorño por Buenos Aires.
tribillos de una canción tonta, el tiempo es la muerte, un disfraz de
la muerte, el tiempo es la muerte. Miraba el cielo, las golondrinas ¿Cómo podía saberlo? Todo apunta en la dirección contraria; es Va
que jugaban sus límpidos juegos, chirriando brevemente como si lentina la que jamás cambiará Buenos Aires por Osomo, su insta
trizaran la loza azul profundo del crepúsculo. Y también Adriano lada vida, sus rutinas rioplatenses. En el fondo no creo que ella pen
sara eso que le hacen pensar; también es cierto que la cobardía
era la muerte.
tiende a proyectar en otros la propia responsabilidad, etcétera.
-¿Por qué no? Éste no era su itinerario. que esa calma escondía algo que hasta ahora no me había pare
cido tan violento, ese resorte tenso como a la espera del gatillo
-Tampoco estás segura de que sea él -dijo hostilmente Valenti
que lo liberaría. Tan diferente de su tono casi glacial y matter of
na. La noticia no le había chocado demasiado, pero echaba a andar
fact en el teléfono. Por el momento yo quedaba fuera del juego,
la maquinaria lamentable de las ideas. «Otra vez eso», pensó. «Otra
nada podía hacer para que las cosas ocurrieran como las había
vez». Se lo encontraría, era seguro, en Venecia se vive como dentro
esperado. Prevenir a Valentina... Pero era mostrarle tndn vnl-
ver a la Roma de esas noches en que ella había resbalado, ale lentina hubiera atado cabos... Ese «tampoco a él» era la punta del
jándose, dejándome libre la ducha y el jabón, acostándose de es ovillo; ella no se dio cuenta del todo, lo dejó escapar en la confusión
paldas a mí, murmurando que tenía tanto sueño, que ya estaba en que estaba viviendo. Mejor para mí, desde luego, pero quizá...
medio dormida. En fin, realmente ahora ya no importa; a veces basta con el valium.
La charla se hizo circular, vino el cotejo de museos y de peque Valentina lo esperó en el lobby y a Adriano no se le ocurrió si
ños infortunios turísticos, más helados y tabaco. Se habló de reco quiera preguntar por la ausencia de Dora; como en Florencia o Ro
rrer juntos la ciudad a la mañana siguiente. ma, no parecía demasiado sensible a su presencia. Caminaron por
-Quizá -dijo Adriano- molestaremos a Valentina que prefiere la calle Orsolo, mirando apenas el pequeño lago interior donde dor
andar sola. mían las góndolas por la noche, y tomaron en dirección del Rialto.
-¿Por qué me incluye a mí? -rió Dora- Valentina y yo nos en Valentina iba un poco adelante, vestida de claro. No habían cambia
tendemos a fuerza de no entendernos. Ella no comparte su góndola do más que dos o tres frases rituales pero al entrar en una calleja
con nadie, y yo tengo unos canalitos que son solamente míos. Haga (ya estaban perdidos, ninguno de los dos miraba su mapa), Adriano
la prueba de entenderse así con ella. se adelantó y la tomó del brazo.
-Siempre se puede hacer una prueba -dijo Adriano-. En fin, de -Es demasiado cruel, sabes. Hay algo de canalla en lo que has
todas maneras pasaré por el hotel a las diez y media, y ustedes ya hecho.
habrán decidido o decidirán. -Sí, ya lo sé. Yo empleo palabras peores.
Cuando subían (tenían habitaciones en el mismo piso), Valenti -Irte así, mezquinamente. Sólo porque una golondrina se mue
na apoyó una mano en el brazo de Dora. re en el balcón. Histéricamente.
-Reconoce -dijo Valentina- que la razón, si es esa, era poética.
Fue la última vez que me tocaste. Así, como siempre, apenas. -Valentina...
-Ah, basta -dijo ella-. Vayamos a un sitio tranquilo y hablemos
-Quiero pedirte un favor. de una vez.
-Claro. -Vamos a mi hotel.
-Déjame salir sola con Adriano mañana por la mañana. Será la -No, a tu hotel no.
única vez. -A un café, entonces.
Dora buscaba la llave que había dejado caer en el fondo del bol -Están llenos de turistas, lo sabes. Un sitio tranquilo, que no
so. Le llevó tiempo encontrarla. sea interesante... -Vaciló porque la frase le traía un nombre - Va
-Sería largo de explicar ahora -agregó Valentina-, pero me ha mos a la Fondamenta Nuove.
rás un favor. -¿Qué es eso?
-Sí, por supuesto -dijo Dora abriendo su puerta-. Tampoco a él -La otra orilla, al norte. ¿Tienes un plano? Por aquí, eso es.
quieres compartirlo. Vamos.
-¿Tampoco a él? Si piensas...
-Oh, no es más que una broma. Que duermas bien.
Más allá del teatro Malibrán, callejas sin comercios, con hileras
Ahora ya no importa, pero cuando cerré la puerta me hubiera cla de puertas siempre cerradas, algún niño mal vestido jugando en los
vado las uñas en plena cara. No, ahora ya no importa; pero si Va umbrales, llegaron a la calle del Fumo y vieron ya muy cerca el bri-
lio de la laguna. Se desembocaba bruscamente, saliendo de la pe -Ya sé que no tiene ningún sentido -dijo Adriano-. Es así, na
numbra gris, a una costanera deslumbrante de sol, poblada de obre da más.
ros y vendedores ambulantes. Algunos cafés de mal aspecto se ad -No debiste venir.
herían como lapas a las casillas flotantes de donde salían los -Y tú no debiste irte así, abandonándome como...
vaporettos a Burano y al cementerio. Valentina había visto en se -No uses las grandes palabras, por favor. ¿Cómo puedes llamar
guida el cementerio, se acordaba de la explicación de Dino. La pe abandono a algo que no era más que lo normal al fin y al cabo? La
queña isla, su paralelogramo rodeado hasta donde alcanzaba a ver vuelta a lo normal, si prefieres.
se por una muralla rojiza. Las copas de los árboles funerarios -Todo es tan normal para ti -dijo él rabiosamente. Le tembla
sobresalían como un festín oscuro. Se veía con toda claridad el mue ban los labios, y apretó las manos en el pretil como para calmarse
lle de desembarco, pero en ese momento la isla parecía no contener con el contacto blanco e indiferente de la piedra.
más que a los muertos; ni una barca, nadie en los peldaños de már Valentina miraba el fondo del canal, viendo avanzar una góndo
mol del muelle. Y todo ardía secamente bajo el sol de las once. la más grande que las comunes, todavía imprecisa a la distancia. Te
Indecisa, Valentina echó a andar hacia la derecha. Adriano la mía encontrar los ojos de Adriano y su único deseo era que él se mar
seguía hoscamente, casi sin mirar a su alrededor. Cruzaron un puen chara, que la cubriera de insultos si era necesario y después se
te bajo el cual uno de los canales interiores comunicaba con la lagu marchara. Pero Adriano seguía ahí en la perfecta voluptuosidad de
na. El calor se hacía sentir, sus moscas invisibles en la cara. Venía su sufrimiento, prolongando lo que habían creído una explicación y
otro puente de piedra blanca, y Valentina se detuvo en lo alto del ar no pasaba de dos monólogos.
co, apoyándose en el pretil, mirando hacia el interior de la ciudad. -Es absurdo -murmuró al fin Valentina, sin dejar de mirar la
Si en algún lugar había que hablar, que fuera ése tan neutro, tan góndola que se acercaba poco a poco-. ¿Por qué tengo que ser como
poco interesante, con el cementerio a la espalda y el canal que pe tú? ¿No estaba bien claro que no quería verte más?
netraba profundamente en Venecia, separando orillas sin gracia, ca -En el fondo me quieres -dijo grotescamente Adriano-. No pue
si desiertas. de ser que no me quieras.
-Me fui -dijo Valentina- porque eso no tenía sentido. Déjame -¿Por qué no puede ser?
hablar. Me fui porque de todas maneras uno de los dos tenía que ir -Porque eres distinta a tantas otras. No te entregaste como una
se, y tú estás dificultando las cosas, sabiendo de sobra que uno de cualquiera, como una histérica que no sabe qué hacer en un viaje.
los dos tenía que irse. ¿Qué diferencia hay, que no sea de tiempo? -Tú supones que yo me entregué, pero yo podría decir que
Una semana antes o después... fuiste tú quien se entregó. Las viejas ideas sobre las mujeres,
-Para ti no hay diferencia -dijo Adriano-. Para ti es exactamen cuando...
te lo mismo.
Etcétera.
-Si te pudiera explicar... Pero nos vamos a quedar en las pala
bras. ¿Por qué me seguiste? ¿Qué sentido tiene esto?
Pero no ganamos nada con esto, Adriano, todo es tan inú
Si hizo esas preguntas, me queda por lo menos el saber que no me til. O me dejas sola hoy mismo, ahora mismo, o yo me voy de Venecia.
imaginó mezclada con la presencia de Adriano en Venecia. Detrás, -Te seguiré -dijo él, casi con petulancia.
claro, la amargura de siempre: esa tendencia a ignorarme, a ni si -Nos pondremos en ridículo los dos. ¿No sería mejor que...?
quiera sospechar que había una tercera mano mezclando las cartas. Cada palabra de ese hablar sin sentido se le volvía penoso has
ta la náusea. Fachada de diálno-n ■mann -L-J- 1 -
estancaba algo inútil y corrompido como las aguas del canal. A mi do otro ataúd, amontonando otro muerto en el pueblo silencioso
tad de la pregunta Valentina empezaba a darse cuenta de que la detrás de las murallas rojas. Casi no la sorprendió ver que uno de
góndola era distinta de las otras. Más ancha, como una barcaza, con los remeros era Dino,
cuatro remeros de pie sobre los travesanos donde algo parecía alzar
se como un catafalco negro y dorado. Pero era un catafalco, y los re ¿Habrá sido cierto, no se está abusando de un azar demasiado gra
meros estaban de negro, sin los alegres sombreros de paja. La bar tuito? Imposible saberlo ya, como también imposible saber poi' qué
ca había llegado hasta el muelle junto al cual corría un edificio Adriano no le reprochaba su aventura barata. Pienso que lo hizo, que
ese diálogo de puras nadas que subtiende la escena no fue el real, el
pesado y mortecino. Había un embarcadero frente a algo que pare
que nacía de otros hechos y llevaba a algo que sin él parece inconce
cía una capilla. «El hospital», pensó. «La capilla del hospital». Salía
bible por extremo, por horrible. Vaya a saber, quizá él calló lo que sa
gente, un hombre llevando coronas de flores que arrojó distraída
bía para no delatarme; sí, ¿pero qué importancia iba a tener su de
mente a la barca de la muerte. Otros aparecían ya con el ataúd, y
lación y casi en seguida...? Valentina, Valentina, Valentina, la delicia
empezó la maniobra del embarque. El mismo Adriano parecía ab de que me lo reprocharas, de que me insultaras, de que estuvieras
sorbido por el claro horror de eso que estaba ocurriendo bajo el sol aquí injuriándome, de que fueras tú gritándome, el consuelo de vol
de la mañana, en la Venecia que no era interesante, adonde no de ver a verte, Valentina de sentir tus bofetadas, tu saliva en mi cara...
bían ir los turistas. Valentina lo oyó murmurar algo, o quizá era co (Un comprimido entero, esta vez. Ahora mismo, m’hijita.)
mo un sollozo contenido. Pero no podía apartar los ojos de la barca,
de los cuatro remeros que esperaban con los remos clavados para el más alto, en la popa, y que Dino la había vis
que los otros pudieran meter el féretro en el nicho de cortinas ne to y había visto a Adriano a su lado, y que había dejado de remar para
gras. En la proa se veía un bulto brillante en vez del adorno denta mirarla, alzando hacia ella los ojillos astutos llenos de interrogación y
do y familiar de las góndolas. Parecía un enorme búho de plata, un probablemente («No insistas, por favor») de rabia celosa. La góndola es
mascarón con algo de vivo, pero cuando la góndola avanzó por el ca taba a pocos metros, se veía cada clavo de cabeza plateada, cada flor, y
nal (la familia del muerto estaba en el muelle, y dos muchachos sos los modestos herrajes del ataúd («Me haces daño, déjame»). Sintió en
tenían a una anciana) se vio que el búho era una esfera y una cruz el codo la presión insoportable de los dedos de Adriano, y cerró por un
plateadas, lo único claro y brillante en toda la barca. Avanzaba ha segundo los ojos pensando que iba a golpearla. La barca pareció huir
cia ellos, iba a pasar bajo el puente, exactamente bajo sus pies. Hu bajo sus pies, y la cara de Dino (asombrada, sobre todo, era cómico pen
biera bastado un salto para caer sobre la proa, sobre el ataúd. El sar que el pobre imbécil también se había hecho ilusiones) resbaló ver
puente parecía moverse ligeramente hacia la barca («¿Entonces no tiginosamente, se perdió bajo el puente. «Ahí voy yo», alcanzó a decir
vendrás conmigo?») tan fijamente miraba Valentina la góndola que se Valentina, ahí iba ella en ese ataúd, más allá de Dino, más allá de
los remeros movían lentamente. esa mano que le apretaba brutalmente el brazo. Sintió que Adriano ha
-No, no iré. Déjame sola, déjame en paz. cía un movimiento como para sacar algo, quizá los cigarrillos con el ges
No podía decir otra cosa entre tantas que hubiera podido de to del que busca ganar tiempo, prolongarlo a toda costa. Los cigarrillos
cir o callar, ahora que sentía el temblor del brazo de Adriano con o lo que fuera, qué importaba ya si ella iba embarcada en la góndola ne
tra el suyo, lo escuchaba repetir la pregunta y respirar con esfuer gra, camino de su isla sin miedo, aceptando por fin la golondrina.
zo, como si jadeara. Pero tampoco podía mirar otra cosa que la
barca cada vez más cerca del puente. Iba a pasar bajo el puente,
casi contra ellos, saldría por el otro lado a la laguna abierta y cru (En Alguien que anda por ahí, Bruguera, Bar
zaría como un lento pez negro hasta la isla de los muertos, llevan celona, 1978.)
De la melancolía De costumbre, no solían demorarse hasta el caer de la noche,
pero les gustaba contemplar el humo de sus cigarrillos que se des
de las perspectivas hacía en la vidriera cuando el anochecer lo volvía paulatinamente
neto. En cierto modo era para ellos el último acontecimiento de la
Héctor Bianciotti tarde. La tarde les pertenecía. Mas, aquel día, debían esperar un
festejo: el casamiento de una portera de la vecindad, que había sido
la del hombre hasta una fecha reciente, y cuyo inventario de infor
tunios -obviamente su vida- los había primero intrigado y, al fin,
Al fin, la perspectiva me permi
conmovido.
te ver el mundo cómo Dios lo vio.
J. B. Alberti
Se habían encontrado por casualidad -adoptemos el vanidoso
término- en el Museo del Louvre, en un día de inextinguible afluen
Si un transeúnte observador hubiera entrado en el bar la tarde de cia. Los dos, impedido el paso por el cordel protector, intentaban ver,
los hechos y reparado en los dos hombres aparentemente disímiles en el costado penumbroso de uno de esos nichos espectaculares que
que, sentados a una mesa, en un rincón, fumaban sin hablarse, ha la burguesía rellena con un diván y cuya definición evitan los dic
bría tal vez conjeturado que el muchacho, la cara apoyada en una cionarios, la virgen de Rafael que obedece al concurrido apodo de
mano, se aburría, y que el otro, el mentón erguido, la mirada entre «La Belle Jardiniére», relegada allí sin duda por el prejuicioso desa
cerrada, tendida más allá de los muros, padecía de tedio. Pero, si le pego del que padece el pintor, cuyo «San Miguel», en la sala adya
concedemos una imaginación suspicaz, a poco habría sospechado, al cente, hace de paje de «La Gioconda». Cuando uno alargaba el cue
sorprender entre ellos una mirada sin parpadeos, de ojos absortos llo, el otro retrocedía, cediéndose el precavido espacio y, a la tercera
en los ojos del otro -que un imperceptible esbozo de sonrisa desvia o cuarta vez, como ya una complicidad se había establecido, se mi
ba-, que les gustaba compartir el silencio, mejor dicho, una consen raron y sonrieron.
tida mudez, ya que de silencio no podía tratarse en aquel despacho El hombre, al ver de lleno la cara del muchacho, tuvo la impre
de bebidas vocinglero donde el vecindario intentaba dar a sus mise sión de que pertenecía al mundo invulnerable de la pintura, que ta
rias un color de aventura o de leyenda. les rasgos, esa serenidad lisa del rostro, la mirada inmediata que
Ambos tenían un aspecto de exiliados prestigiosos -todos lo son denotaba una vehemencia recóndita, correspondían a las figuras ha
de alguna manera- que subrayaban las maneras cautas de la patra bituales de un pintor que no supo ubicar. Tal vez le recordase un re
ña, esa señora digna y melancólica que se sentía visiblemente re trato del oscuro Ambrosio de Predis. En todo caso, pensó que era de
confortada por la presencia de los presuntos extranjeros, tanto más masiado hermoso: más allá de cierto grado de belleza se sentía en
cuanto que debía condescender a brindar con la clientela miscelá zona prohibida. Quizá porque, aunque no compartiera la candorosa
nea en la que alternaban, con los comerciantes del mercado vecino, opinión, según la cual hermosura e inteligencia se excluyen, estaba
solitarios de ambos sexos para quienes el sexo no era ya sino una convencido de que un hombre o una mujer bellos están, y con razón,
jactancia, que atenuaban sus desilusiones con vino, y prostitutas tan distraídos por su belleza, que pueden prescindir de los demás.
que habían recuperado cierta dignidad a fuerza de hacer sus com Hablaron de Rafael, arriesgando frases que eran como la con
pras menudas a la misma hora, aunque sin renunciar a la estriden clusión de largas meditaciones y que pocos habrían entendido. Y, po
cia de los afeites y teñidos que delataban su condición primigenia. co a DOCO. noraue SUS narecerfis nninrirlia-n ca anoi-rlam■<, «^>4-».^
otras exaltaciones que se complementaban, formando más que un Tal vez ya en aquel momento presintieron la amistad que hoy los
diálogo un monólogo, habiendo recalcado la lisura del rostro de la une, sin saber que esa suerte de sensualidad aérea y confiada que se
virgen, su misteriosa materia, la ausencia de toda huella de factu instauraba entre ellos los conduciría a una violencia insaciable. El atro
ra, uno de ellos (tal vez el hombre -más tarde ya ninguno de los dos pello de los espectadores en bandada, que se aglutinaron frente a los
sabría decir quién-) arriesgó la fórmula de «pinceles escamoteados». opulentos terciopelos del Giulio Romano que preside en ese penumbro
Ala que sucedió la sentencia según la cual los cuadros del pintor de so receptáculo, los arrancó a aquel éxtasis. Dieron unos pasos y luego,
Urbino parecían estar, haber estado allí desde siempre, no haber si atravesando el desfile que se prolonga en los vidrios que alejan aún a
do pintados. ¿Qué le reprochaba la complacida modernidad de la que la lejana dama de Leonardo, ganaron la espaciosa galería.
ambos -no tardarían en descubrirlo y no sin entusiasmo- abomina En los museos reina una especie de inmunidad, de sensualidad
ban? ¿Haber querido deducir sus figuras de la Ley? Y esa voluntad irresponsable. Los ojos que se despegan de un cuadro, si lo han con
de triunfar de lo efímero la rebajaban hasta reducirla a un mero epí templado con amor, conservan, al volverse, una intensidad que, an
teto, a una infamia estética: «Académico», olvidando que el alma po tes de apagarse, se transmite, si el azar es generoso, a uno u otro es
see, esencialmente, una tendencia a la constancia, vale decir, la nos pectador, convirtiéndolo en objeto casual de esa pasión suscitada por
talgia de la eternidad. Por lo demás, afirmaba el muchacho, para la pintura. Si la mirada encuentra otra mirada que goza aún de lo
que Sanzio fuera Rafael, había tenido que soñar la Antigüedad, an que ha visto, no es improbable que un fluido entre ellas se establez
helarla y, de algún modo tenaz aunque ilusorio, imitarla para ser ca y que la óptica tensión del deseo contagie los cuerpos. Así, a ve
Rafael, él mismo, único. Luego pasaron a enumerar convicciones, de ces, de cuadro en cuadro, dos desconocidos se van poco a poco acer
una manera sucinta y atropellada, como si quisieran afianzar la in cando, con fingida indiferencia, sin perderse de vista, adelantándose
cipiente intimidad acumulando afinidades, e hicieron el elogio de la o retrasándose, como en un juego en el que un hilo tenue los ligara,
tradición hasta tal punto que terminaron considerando el plagio -el y luego se esperan, los cuadros se van volviendo lejanos, invisibles
plagio que suele rescatar de libros somnolientos la iluminación fur a su paso: al fin hay dos siluetas paralelas que se hablan.
tiva, la frase exacta- como una contribución generosa. El hombre y el muchacho, que ya eran, en aquel momento, el
De pronto se miraron, por primera vez, con esa mirada sosteni uno para el otro, el escritor y el pintor, habían justamente seguido
da que años más tarde habría podido sorprender al hipotético obser (tal vez con la sensación de un presentimiento) el manejo de dos es
vador en el bar, en la tarde del suceso, y ambos sintieron lo que se pectadores que en un momento dado habían cesado de mirar los cua
siente al encontrar a alguien que se va a querer: como el recuerdo dros y que, al llegar al fondo de la galería, antes de desaparecer, se
impreciso de una imagen que, en el santuario íntimo, la espera, la habían abordado. Sin duda, aquel día les debió de parecer prematu
vigilante espera del otro ha llevado a la perfección. Ya que todo pree ro hablar de ese erotismo difuso que emana de la pintura, y habla
xiste en el ser -los rostros que nos seducirán, las músicas que con ron de perspectiva. Aventuraron fórmulas, no sin tratar de asom
tentarán el oído, los colores y la luz que varía los colores, los instan brarse mutuamente: «Una línea que penetra en el espacio de la tela,
tes precarios que nunca sabremos por qué razón hemos retenido, los que es todo el espacio, no es una simple línea, sino el tiempo». Hu
momentos preclaros que nunca sabremos por qué ya no nos parecen bo un asentimiento por parte del otro, pero disminuido por las ga
tales, y usted y, detrás, esta enumeración y el orden de las palabras nas de decir lo que ya había pensado: «La perspectiva es la sensa
que la componen. A través del entrevero de circunstancias, toda vi ción que se vuelve matemática».
da es la busca ahincada de esas cosas que nos faltan interminable No acertaban.
mente sin sospechar que ya las poseemos, que son una -ese perpe «No, es el tiempo que fluye hacia el pasado... Sí, la perspectiva
tuo desconocido con el que convivimos. es la metáfora del nasado...»
Desvariaban. tocando con la punta de la mano enguantada la joroba de la enana
«No, del tiempo.» rubia que, encaramada en una silla, se la ponía a su alcance para
Se asomaron a los ventanales que dan a los jardines. Llovizna que le trajese suerte. Como ya había sido casada, el matrimonio no
ba. El césped lavado tenía un color químico. había tenido lugar sino en las aulas desamparadas del Registro Ci
En voz baja, el muchacho dijo: «La perspectiva es la melancolía». vil, de modo que «El Kedive», con las dos hileras de conocidos que la
Y el hombre sintió la dicha de una revelación y, al mismo tiem miraban pasar, era su iglesia, y la mesa al fondo, blanca y con flo
po, una punzada en el pecho. res, el altar.
Pero y el novio, el novio, ¿dónde estaba el novio?
Los amigos que lo esperaban a la salida, se lo habían llevado a
Aquella tarde, la patrona de «El Kedive» había juntado las me tomar una copa, no sin invitarla, claro está, pero ella había eludi
sas en una sola, en el saloncito del fondo, recubriéndola con un man do... Y, aunque ahora hubiera preferido esperarlo, con amables em
tel de plástico que imitaba el encaje con sus calados y relieves. En pujones la obligaron a ocupar su sitio, en el centro de la banqueta,
tre el respaldo de la manqueta de terciopelo raído y el cielorraso entre esos vagos primos que habían oficiado como testigos y que, co
pespunteado por generaciones de moscas, la fotografía de un río bor mo no conocían a nadie, demostraron cierto alivio. Con remilgos y
deado de vegetación oscura ocupaba todo el muro. El agua era de co gestos precavidos, como si temiera perturbar la solemnidad que le
lor esmeralda pero el cielo la manchaba de azul, allí donde agua y imponían el traje y el tocado, trató de elevar a evento el borrón que
cielo se juntaban. En la mesa había floreros con dalias y, en primer había hecho al coronar con una rúbrica su firma, y la risa de los asis
plano, un letrerito de metal herrumbrado cuya advertencia ya no se tentes que, aseguraba, el mismo juez, tan simpático, había desenca
distinguía. denado.
En el alboroto que llegaba a su apogeo a la hora del cierre del La desapacible enana, siempre trepada a su silla, miraba la im
mercado, con las voces broncas y jactanciosas de los autóctonos se paciencia que los demás, conociendo al novio, intentaba disimular,
mezclaban otras, yugoslavas y, de cuando en cuando, la tímida de fijaba la vista alternativamente en el grupo y en la calle, alargando
un árabe para quien era una cuestión de honor hacer reír su fran la cabeza sin cuello, poniéndose una mano de visera, haciendo alha
cés aclimatado. Árabes lentos remontaban la calle y a veces, del sa racas. Y todos esperaban que descorcharan las botellas de champán,
co de la compra, asomaba un ramillete de menta. y nadie se atrevía a hacerlo. La dueña había cerrado la puerta de
Nadie se marchaba, esperando a los novios. El nivel alcohólico entrada, y afuera había gente que apretaba la cara contra los vidrios
subía y hubo algún vaso roto. y chicos que hacían morisquetas. Un sentimiento de embarazo em
El hombre y el muchacho fueron los primeros en avistar a la por pezaba a cundir y algunos invitados optaron por formar una rueda
tera: venía por la vereda de enfrente y los bomberos del cuartel ve de sillas, a una prudente distancia de la mesa, para no darle la im
cino le hicieron reverencias, sacudiendo una manguera. Entonces, presión al otro, cuando se le ocurriere venir, de estar instalados, fes
se pusieron de pie y la concurrencia se dio vuelta hacia ella, que se tejando. La patrona paseó la bandeja de bocadillos y todos se sirvie
había detenido en el umbral: novia vestida de madrina, con traje y ron inventando modales apropiados a la circunstancia, intimidados
abrigo de color gris perla, una toca de bies y dos vueltas de perlas al por el atuendo y la compostura de la novia, que se había decidido a
cuello, tenía la majestad honesta y razonable de la reina de Ingla quitarse los guantes y enseñaba su sortija guarnecida de un brillan
terra. Un carnicero se restregó la diestra en el delantal, pero, atur te. Aunque la sonrisa se le había vuelto triste y la mirada era ya la
dido por tanto esplendor, no atinó a tendérsela. La gente le abrió pa de todos los días, mantenía su actitud erguida, sin apoyarse en el
so entre aplausos y vivas, y ella avanzó sonriendo a unos y a otros, respaldo. Y la cabeza se recortaba en medio del paisaje de la foto
grafía, el sombrero al sesgo como una barca ladeada, y todo alrede que mediaran palabras, la patrona los conmovió: todo en su rostro
dor un vellón disperso de nubes, y el río que se iba. se acordaba de una niña remota -la tímida sonrisa que atenuaba la
El hombre, que por su parte había permanecido acodado al mos expresión compungida, los ojos desorbitados y dispares que no aca
trador, para que hubiera un vínculo entre la celebración del fondo y baban de asombrarse. Mientras la atención discreta que prodigaba
la puerta, cuando apareciera el descomedido, miró al pintor que, en a los cfientes, los gestos devotos al pasar el trapo sobre el mostra
trecerrando los ojos, fijos en la mesa blanca, intentaba de seguro gra dor, al repasar los vasos y alinearlos evitando el menor ruido, habla
bar de un modo indeleble la visión. La concurrencia se había calma ban de una vida cuya desdibujada finalidad se reducía a esos ritos
do y era una composición hierática la que ofrecía en torno de la clara precavidos que, un día, había de haber celebrado para alguien, con
figura de la portera, y cabal, en la que no faltaba el personaje anó amor. Por lo demás, de un modo oscuro deben de presentir que el
nimo que se vuelve y mira fuera del cuadro, ni las sombras comple ñuto de sus laboriosas vigilias, de sus sueños perplejos, corre el ries
jas y tenues, como una veladura. En el grupo, sólo la enana aspa go de ser mero ornamento si no lo irriga la compasión. Y así, vienen
ventera introducía el desasosiego de la vida. En seguida, un bullicio a un bar como «El Kedive», poco propicio a sus elucubraciones, mas
de protesta descompuso el boceto, porque, aprovechando el silencio, donde las figuras erosionadas y gárrulas que componen la asamblea
uno de los presentes alegó una cita de negocios y entonces la patro- se mueven para ellos en el espacio de la piedad. Como en la pintu
na, que debía de esperar la ocasión, hizo saltar los corchos, llenó las ra o en los libros, cuando el estilo no es simple cuidado, o manera.
copas, y cada uno quiso entrechocar la suya con la de la novia, que
no ignoraba ya que la compadecían y que, detrás de los afeites, mos
traba su habitual rostro marchito, su alma aturdida. En cuanto a la portera, si nunca había ganado el afecto del hom
bre, poco a poco lo había vuelto atento a sus penas. Tal vez por el re
mordimiento que le procuraba su mal disimulada exasperación an
Que el escritor y el pintor, que el hombre y el joven hombre, cu te las imprevistas intermitencias en la limpieza de su apartamento
ya compartida pasión es la de atisbar en el desorden del día los in y, en particular, la complacida exhibición de sus agobios, la volup
dicios de esa ley que -les agrada imaginar- gobierna el mundo, ten tuosa pesadumbre que ostentaba. Quizá a causa de la reprobación
gan la costumbre de encontrarse a diario, terminadas sus tareas, en de los copropietarios, estrechamente colectiva, de que era objeto, los
el desapacible «Kedive», puede tener visos de inverosimilitud si, se cuales, al tanto de ciertas anécdotas de su vida, que la misma infe
gún puede constatarse, se mantienen aislados, observando pero elu liz les había a unos y otros prodigado, habían decidido que no tenía
diendo participar en ese teatro del atardecer donde se representa, sino su merecido -y, en asamblea general, rehusado la instalación
inmutable, la relación de los clientes entre sí o con la patrona, he de una ducha en la portería que, habían aducido, ya tenía lavabo y
cha de mutuos y consabidos recuentos de miseria, que exaltan cier una gran ventana que había resultado costosa (y que era, por cier
tas fanfarronadas. to, una tiniebla de vidrios esmerilados).
Que a ambos parejamente los fascinen los cuerpos doblados por Tanto a él como al muchacho que, cuando venía a verle, era un
el tiempo, los rostros que han perdido para siempre su rostro, los auditor escogido para la portera, ya que simulaba ignorar sus des
deshechos humanos cuya última posibilidad de naufragar digna calabros biográficos y sabía distraerse sin denotarlo, los fascinaba
mente, de inventarse un destino, consiste en el cotidiano relato de la disonancia física de esa mujer del Norte, de ojos y pelo claros, de
sus pocas dichas y sus ciertas desdichas, puede inducir a conside hermosos rasgos que perduraban bajo la piel fláccida y cuyo cuerpo,
rarlos como testigos faltos de pudor. Sin embargo, si entre los esta en cambio, se había deformado por partes, en realidad, del talle pa
blecimientos del barrio sólo éste los retuvo, fue ante todo porque, sin ra abajo: las caderas y los muslos, que un ajustado pantalón acen-
a
tuaba, eran enormes y macizos, de modo que el torso, grácil aún, gaban si subía la escalera, a su corazón nervioso, según el displi
emergía como un cuerpo dentro de otro cuerpo que lo llevaba torpe cente dictamen de su médico.
mente de un lado a otro. Quizás, aparte el fervoroso menosprecio de la copropiedad, que
Por otra parte, si la fatigada historia del abandono, tantos años lo había convertido en su exclusivo y malmirado defensor, lo que des
atrás, del domicilio conyugal -en cuyo relato ocultaba con sagacidad pertaba su compasión por ella era la ahincada pasión por ese mucha
lo que quería que se adivinase: el repudio por adulterio, del que sin cho furtivo que tenía el aspecto de un actor al que le habían distri
duda se sentía todavía dichosa-, nunca lo había conmovido porque buido para siempre el mismo papel en un melodrama -el personaje
con ella la mujer nórdica no hacía sino agregar una variante agres de los gestos imprevisibles, que fatalmente comete los mismos- y que,
te a las razonables heroínas de Ibsen, le gustaba imaginar la silue cuando venía a verla, se ocultaba detrás de la heladera si algún ve
ta ladeada por el peso de la valija, alejándose por un camino entre cino se asomaba a la portería. Aveces, cuando las diversiones domi
campos de remolacha exaltados por las chimeneas de una fábrica de nicales vaciaban el inmueble, ellos dejaban la puerta abierta. El hom
azúcar, y luego un tren al alba sin despedidas. bre solía verlos, él, sentado a la mesa, de espaldas, mirando en la
Ni siquiera el reciente hecho luctuoso, la muerte de su hijo cre televisión algún partido ruidoso; ella, recostada en el diván, lejana,
cido lejos y, sin duda, en el desprecio que de ella nutría la tribu do doblando los cabos de una geografía insegura, como intentando divi
méstica, lo había movido a compasión, tan evidente resultaba que sar en él los archipiélagos últimos, abandonada a la ignorante espe
su dolor se convertía en una complaciente declamación al narrar ranza, entreviendo tal vez, desde la terraza de su vida, la curva del
lo sucedido, en el patio, en los rellanos, como si más que desaho mundo. Grávida de proyectos, o de uno solo, ese hombre joven, sin
garse intentara sosegar la perpetua acechanza del vecindario, opo sospechar que los proyectos no son, casi siempre, sino indiscernibles
ner a la reprobación, una desgracia de talla. Por cierto, la culmi recuerdos. Que ese muchacho la hiciera feliz, lo desdecían las dispu
nación de su afligido recuento no era el cuerpo destrozado del tas tras de la cena esmerada, la batahola que el volumen a fondo de
adolescente entre las ruedas de un tractor, sino ciertas circunstan la televisión intentaba confundir con los griteríos o los llantos de un
cias que hacían de ella la verdadera víctima, coronada de infamia: folletín, cuando el vino caudaloso daba cuenta de su apatía y libera
que había sido arrojada, apenas llegar, por el marido y la suegra y ba en él una violencia que se le iba en alaridos^ tal vez en empujones
la entera parentela al acecho, quienes le habían impedido el paso o en puñetazos y que, una noche, acabó con la puerta, lo cual procu
a la capilla ardiente y pisoteado las flores empaquetadas que, a ró a la copropiedad un satisfactorio escándalo. Pero tal vez esas tur
falta de manos que las recibieran, había depuesto en el suelo. Que, bulencias periódicas, que a veces durante días seguían atestiguando
en el día del entierro, se había escondido entre los panteones del los moretones, eran parte irremediable de la felicidad de la portera.
cementerio sin árboles, para asistir, aunque fuese de lejos y medio Lo cierto es que, al día siguiente -salvo la vez de la puerta destroza
de espaldas, arrodillada junto a una tumba ajena. Y esperado que da-, allí estaba él, de nuevo, al atardecer, y su larga silueta que pa
la comitiva se marchase para plantar, con la bien recompensada recía agazaparse, aun en la calle, atravesaba el patio. Ligeramente
complicidad del sepulturero, un ciprés a la cabecera del hijo, de ca entrado de hombros, aunque le gustase lucir su delgadez ceñida por
si un metro ya, decía señalando con la mano, y casi sonriendo, que vestimentas de una elegancia canalla, caminaba esquivando, miran
había hecho venir de París y que quién sabe si se habría aclimata do de soslayo con esos ojos agudos en los que subsistía algo de entra
do. Nada parecía apaciguar su desdicha como contarla a quien ñable que hubiese podido contaminar su expresión, si los bigotes,
quiera le prestase oído, y perfeccionaba el recitado, la graduación aunque ralos, largos, no le hubieran ocultado la comisura de los la
de los detalles infaustos, y ese lloro final, que era sin duda por ella bios, acentuando el despecho de su media sonrisa, la desdicha renco
misma, al hacer mutis aludiendo a sus palpitaciones que la aho rosa que le consumía los rasgos.
Tal era el novio, o tales los indicios del oblicuo amedrentador reverencia. Él le pasó una de sus largas piernas por encima y se apo
que apareció al fin en «El Kedive», amedrentado en su traje azul ma yó con ambas manos en la mesa, alargando entre sus hombros en
rino, indispuesto por la corbata que se aflojó de un tirón para desa cogidos su cara hacia la cara de su mujer que irradiaba un blando
brocharse la camisa a su manera, hasta el cuarto botón, cuando ya temor pero también una especie de beatitud: al fin llegaba, después
la mayoría de los invitados se había ido y la enana renunciado a su de tantos años de haber huido, del Norte dilatado por las brumas,
puesto de vigía. de la hacendosa miseria campesina, a través de la miseria prolija de
Salvo el hombre y el muchacho que, junto al mostrador, habían cuchitriles, de hambre saciada en encuentros aceptados sin amor,
reanudado el monólogo de sus perplejidades -así llamaban ellos lo de calles largas al azar, de noches escondidas en un zaguán, de ama
que, otros, metafísica-, aparte el padrino y el carnicero que no ha neceres sin café que le había deparado la metrópolis, hasta alcan
bía osado tenderle la mano a la novia enguantada y que, ahora -pa zar la modesta competencia de las porterías. Al fin quedaban atrás,
ra no contribuir al desdoro que había dado cuenta del esfuerzo de se borraban para siempre en el fulgor de este momento, la tribu fa
corativo de la patrona- se metía una servilleta de papel abollada en miliar y, en ella, su exigua calidad de mano de obra, los vejámenes
el bolsillo, no quedaban más que las vecinas asiduas, las que espe de la copropiedad que ya poco o nada le importarían. Al fin, acudien
raban, como cada día, el cierre, para retardar la soledad. do del fondo de los años mal vividos, llegaba al juvenil presente es
El cuadro había cambiado. Una noche con vagos reflejos se agol camoteado, recuperaba el tiempo que la torpe vida le había impedi
paba en la ventana y, aunque la patrona demostrara las ventajas del do vivir. Cargada de dolores, los deponía todos como una ofrenda al
encaje de plástico pasando de tiempo en tiempo un trapo húmedo pie de este instante. Y los muertos de la infancia y el hijo muerto
sobre la mesa y reordenar a. las dalias, la compleja composición ya que bordoneaban en sus noches, se apagaban, prudentes, y, si el ci
no existía. Los personajes subsistentes, aglutinados frente a la no prés plantado con sus manos no crecía en el frío del Norte, sería una
via, con los codos apoyados en la mesa, sosteniéndose con la mano distracción de la Providencia...
el mentón o la sien y, en general, despatarrados, habían renunciado En ese ensueño debía de hallarse, esperando el beso del novio,
a la juiciosa pose inicial. Y, cuando el novio entró en el bar, hubo un cuando se descargó la bofetada. Ella trató de enderezarse el sombre
barullo de sillas y risas atolondradas, pero nadie se alzó. Sólo la no ro que se le escurría y las vecinas, vociferaron, triunfales: «Te lo ha
via se enderezó un poco más, iluminada desde adentro bajo la luz bíamos dicho, te lo habíamos dicho y requetedicho», mientras el car
cónica de la lámpara del cielorraso, que parecía venir desde otra al nicero, el hombre y el muchacho se abalanzaban para retener al
tura, tendiendo los brazos hacia el novio que se había quedado plan demente y la enana se le prendía con su enorme boca de la muñeca,
tado en medio de la primera sala, junto al hombre y al muchacho a sin que nadie lograse impedir los dos golpes simétricos que dejaron
quienes, sin mirarlos a la cara, como de costumbre, invitaba a una tiesa a la portera, los ojos en blanco, la boca abierta y resollante,
copa, depositando sobre el mostrador un par de billetes excesivos y buscando el aire, inútilmente el aire. Como una befa última, mien
apelmazados. tras decía a la concurrencia: «Son nuestras caricias...», el avieso
«Mi mujer...», dijo de pronto, pero sin que sus pies apartados se arrancó de golpe el mantel (otro hubiera sido el efecto de ser de te
despegaran de las baldosas, balanceando de atrás hacia adelante el la), tirando al suelo copas, dalias y botellas. De nuevo se calmó, se
rostro. «Mi mujer...», repitió despacio, como si le costara reconocer volvió, y todos se volvieron: en medio del bar, la horda de sus ami
el hecho y, aunque trastabillaba, se fue acercando a la mesa nupcial góles, alevosamente sonrientes, con los pulgares en sus cintos cla
y la novia se llevó una mano al pecho, tal vez por aquello de las pal veteados de tachuelas, como sus botas.
pitaciones. Aliviadas, las vecinas vocearon y la enana, que de algún La novia estaba rígida, el alma hundida ya no latía en sus sie
modo se sentía invulnerable o mágica, le cortó el paso y le hizo una nes, ya nada palpitaba en ella. La enana, que de un manotazo ha
bía dado con su joroba contra el filo de un muro, fue la primera en per juego las conjeturas, hubiera podido definir esa tensión violenta que
catarse: a gatas bajo la mesa, se escurrió, le pegó el oído al pecho y, entre ambos se instalaba, como la irreparable de los pórticos entre las
despegándolo con asco, decretó su muerte. Entonces, en el crepúscu opuestas fachadas. En todo caso, nunca condescendieron a la ternura,
lo de ceniza amarillo de la lámpara, la novia se fue deslizando lenta que tiende a convertir al otro en niño. Ni a la tristeza, que acobarda,
y de lado, como si se hundiera en el río que se la llevaba hacia el pun pero se deleitaban en la melancolía que es impersonal: nace de la mi
to de fuga de sus aguas, hasta quedar doblada en la banqueta. rada, busca algo a lo lejos, piensa: «La melancolía es el único sentimien
Luego hubo teléfonos urgentes, bomberos llamados a gritos de to que piensa».
una vereda a otra, más tarde una sirena, policías, hombres vestidos Y allí estaban, tras de los sucesos del «Kedive», y de tiempo en
de blanco. tiempo hablaban de la portera muerta -a veces decían «la novias-
como si hubieran querido brindarle la dignidad postuma de aquel
sitio. De nada había vuelto la desdichada, ni del Norte natal ni de
Era tarde. En sus casas respectivas habrían dejado de esperar la acumulada miseria: como en esos cuadros en que el pintor ha dis
los. Entonces echaron a andar, decididos pero sin consultarse, aban puesto en primer plano a los personajes del presente, iluminados por
donando las calles sucias, los confusos bulevares, hacia ese lugar di una luz que les llega del futuro y, más lejos, a otros, pequeños, y, en
lecto y afortunadamente solitario que en el caos prolijo de la ciudad un resplandor último, a otros aún, diminutos, entre los que hay al
gris subsistía, así lo pensaban, para ellos: el impávido rectángulo guien a veces que vuelve la cara, una mano en el aire, que mira a
que en los jardines del Palais Royal delimitan sendos pórticos, las los protagonistas y quisiera regresar a reunirse con ellos (pero na
fachadas idénticas, en los extremos y, en el empedrado, dos rectán die responde a sus señales) -como en esos cuadros en que el tiempo
gulos de agua quieta que retienen todo el cielo. atraviesa el espacio y a todos los va llevando, ineluctable, hacia el
La simetría, que revela la indescifrable ley del Universo, los exal pasado, la vida no le había perdonado que destruyese su ardua com
taba. En una noche única -aunque todas lo eran cuando estaban jun posición huyendo del sitio que los años le habían asignado.
tos- habían opinado que aquel espacio de inalterables columnas, aquel El muchacho recordó el encuentro en el Museo del Louvre y un
orden tangible, era, por encima de todos los lugares de la Naturaleza vago texto, cautelosamente alusivo, que al día siguiente el hombre
o los inventados por el ingenio, propicio a la pasión. «La simetría es el le había dado, y que trataba de la perspectiva. Ya no lo recordaban.
amor», había concluido el muchacho -a menos que no fuera el hombre: Las dilatadas conversaciones, el atareado olvido de las palabras, lo
en general olvidan quién de los dos ha dicho una u otra cosa y así na habían ido transformando. Sólo recuperaron, o creyeron recuperar
da les pertenece, vale decir, todo. Y mirando las siete ventanas de ca de su compartido palimpsesto, unas sílabas desmemoriadas que re
da fachada, las siete columnas que sostienen el balcón, habían añadi sonaron como la lectura de un epitafio entre los altos pórticos, bajo
do: «La simetría es el amor, porque es siempre dos, en uno». Allí habían la cúpula de nubes entreabiertas: «Nadie vuelve del fondo de las
vivido momentos que seguían atenuando con su felicidad el pasado de perspectivas...».
cada uno y que se prolongarían en lo porvenir, modificándolo ya. La so Luego se alejaron y en la plaza vecina se despidieron. Cada uno
ledad, que suele ser industriosa cuando se trata de un soñador, había se fue por su lado sin volverse. Nunca se volvían al separarse. Sin
amortiguado su soberbio prestigio y dejado de ser, para ambos, un há duda porque les hubiera apenado no coincidir.
bito. Aunque, como todos los hombres, no sabían bien quiénes eran,
eran lo que sabían -y esto, lo sabían. Digamos que, fundamentalmen
te, no ignoraban que ya no estarían solos. Esa alegría, a veces, podía (En El amor no es amado, Tusquets,
dejarles exhaustos. Nadie, ni ellos mismos que habían multiplicado por Barcelona, 1983.)
te miro, porque quiero descubrir la razón en ti, y el por qué de esto
era tan absurdo.
-¿Por qué absurdo, Thea? A mi Silvana Mangano me gustó
siempre una barbaridad, desde el comienzo, desde Arroz amargo.
Manuel Puig
-Sí, Mirandolina, piénsalo bien. Es absurda esta pena nuestra.
Ni tú ni yo la conocimos nunca personalmente, lo que veíamos eran
películas, y ésas siguen allí, las podemos volver a ver mil veces si
queremos, como este bendito Ludwig, que te costó una fortuna, ¡pe
ro cómo lo disfrutamos esta noche!, ¿no es cierto?
-Lo que pasaba es que yo creía que esta versión en video podía
traer alguna escena suya que no hubiera sido pasada en cine.
-De todos modos es una gran obra maestra.
-Pero qué tristeza, Thea; Romy Schneider ha muerto, Trevor
Howard ha muerto, Visconti ha muerto, inclusive Nora Ricci. Y aho
-Mirandolina, eres una tonta. ra Silvana Mangano.
-Y tú Thea, quédate un poco callada, hazme el favor. -Pero Helmut Berger está vivo. Y también ese otro alemanote,
-No se llora por estas boberías, se te hinchan los párpados, ¡un Helmut Griem, ése de Cabaret. ¡Qué buen mozo que es!
lindo espectáculo para alguien que ha pasado los cuarenta y cinco -A mí me parece ayer que se filmaba esta película. Me acuerdo
hace rato! Y, además, de Mirandolina no tienes lo que se dice nada. de mi alegría cuando anunciaron el comienzo de los trabajos. ¡Vis
El que te puso ese nombre en realidad no te conocía. Eres una trá conti llamando de nuevo a la Mangano, después de Muerte en Vene
gica, eres... eres Mila di Codro. cia} Y ahora son todos fantasmas del pasado, nada más, gente que
-De joven era más alegre, es cierto-. Pero es verdad, ciertos nom en ese momento tenía todo en la vida, gloria y dinero.
bres crean obligaciones. Mejor que a una le digan Thea, como a ti, -¡Mirandolina, de nuevo las lágrimas! Eres una mujer, si sigues
que no significa nada. así terminarás por hacerme llorar también a mí, que soy la peluque
-¿Cómo nada? ¿No lo sabías? Thea era una famosa lesbiana de ra unisex más encallecida de estos alrededores. Pero escúchame y
la embajada alemana en Roma, durante la guerra. Y como yo de jo pon a trabajar ese cerebrito, en lugar de tener esos pensamientos de
ven andaba con otras maricas, en lugar de con los machotes de ri sirvienta. Dime la verdad, ¿por qué la Barbara Stanwick no te con
gor, bueno... se corrió la voz y de golpe me bautizaron así. movió de ese modo?
-Thea, sé buena y déjate de mirarme de ese modo. -Es cierto, a mí Barbara Stanwick me gustaba muchísimo. Pe
-¿Cómo te miro? ro, como dices tú, quedan sus películas, que son una maravilla, ¿qué
-Me traspasas con la mirada como queriendo descubrir algo. más se puede pedir? Pero hay un caso más raro todavía: la muerte
-Mirandolina, quizás hago mal en decirte esto, pero inclusive a de Ava Gardner, que era mi pasión.
mí me produjo una honda impresión la muerte de la Mangano. Ya -Para nosotras, adolescentes de los años cincuenta, Ava Gard
pasaron unos cuantos meses y cada vez que lo pienso, experimento ner era una pasión inevitable. Todas queríamos ser unas arrastra
una fea sensación. das como ella.
-¿Qué sensación, Thea? -Pero, Thea, la muerte de Ava Gardner la acepté, con tristeza, pe
-La sensación de pérdida, creo, pero muy fea. Y quizás por esto ro la acepté. Mientras que ésta de la Mangano no puedo aceptarla.
3
-Será porque Ava Gardner vivió siempre tan intensamente. -Y después el histórico encuentro con Pasolini, que le quita las
-Pero también Silvana Mangano tuvo una vida muy intensa, ya cejas y la transforma en la efigie definitiva de la antigüedad: Edipo
a los 19 años era famosa, se casó enseguida con un productor rico, y rey... Teorema.
enseguida tuvo todos los vestidos y joyas y pieles que quiso, e hijos -Hablas como una crítica, ¿qué te sucede? A mí no necesitas con
y éxito. Una vida verdaderamente plena, y por eso no admito que vencerme de nada. Mejor si agregas un detalle importante: sus pe
haya terminado, me da la impresión de haber perdido parte de mí. lículas más memorables las hizo sin la intervención del marido pro
-Te sientes mutilada. También yo, en cierto sentido, ¿sabes? ductor, Dino De Laurentis.
-Sí, Thea, pero, ¿qué tengo que ver yo con esa mujer tan refina -Y, por fin, los cuatro filmes con el divino. Con Visconti hizo tres,
da, tan hermosa y satisfecha? Yo soy una marica de pueblo, gorda, nada de cuatro.
pelada y sin ningún talento especial, o sí, con el talento de soportar -Te equivocas, Thea. Está el episodio de Las Brujas, titulado
el maltrato de mi jefe, desde hace ya 23 años. Y eso es todo, ¿por qué «La bruja quemada viva», hablando con exactitud...
esta muerte me conmueve tanto? -Si Pasolini la transformó en la efigie definitiva de la antigüe
-Dices que la Mangano se sintió satisfecha, pero, pobrecita, hace dad, ¿qué llegó a ser después en las manos de Visconti?
algunos años se le murió el hijo, que para ella era lo más importante -¡Cómo decirlo!... Una Monna Lisa que se niega a sonreír.
del mundo. Y no se repuso, fue internada más de mía vez por eso. -Mirandolina, basta de «kitsch» involuntario. Silvana Manga-
-Ya sé, Thea. no era justamente lo opuesto: ¡el «antikitsch», la belleza pura! Un
-Espera un momento. Creo que hay una cosa esencial que es la poco de mesura, hija de una gran..., y ahora déjame completar mi
clave de todo, a lo mejor. teoría. ¿Por qué no nos podemos consolar por su muerte? Por lo que
-¿Qué, Thea? te dije antes: Silvana Mangano se había habituado a su extraordi
-Silvana Mangano era una fuente inagotable de sorpresas. Des naria capacidad de transformación, de constante renovación artís
de la regordeta de Arroz amargo, donde ya se insinuaban esos án tica. Y la renovación es parte esencial de la vida, por eso no pode
gulos extrañísimos de la cara, pasó a la monja sensible de Ana, que mos admitir que justamente esta mujer haya muerto.
se desafora bailando ese «baiáo», y lo hace maravillosamente. Y des -Quizás es eso. Pero hay algo más, Thea. Ella sufrió tanto con
pués ya delgada, consumida de la vergüenza, se tomaba la prosti la muerte de su hijo... Se decía que no se había repuesto nunca. Bue
tuta arrepentida de El oro de Nápoles. no, esto me hace pensar que la tristeza puede matar y que ella mu
-Cinta, de Plata a la mejor actriz, querida Thea. rió de tristeza.
-¿Y quién se esperaba una cosa así, eh? Después vinieron con -Pero qué pensamiento lúgubre. Eres Mila di Codro, no hay ca
todo algunas desilusiones. so, y no Mirandolina, la tabernera.
-Para mí lo peor suyo fue El dique en el Pacífico. Esperaba al -Nunca vi La ciudad muerta.
go especial quizás del encuentro con René Clément, por lo general -Un momento, creo que es la protagonista de La hija de Lorio,
un director de gran vuelo trabajando con divas. Y, más tarde, la gran pero ahora me haces dudar.
sorpresa: un director no interesado para nada por las grandes actri -Ambas terminan mal, me imagino.
ces como Cario Lizzani, que le da el empujón hacia la tragedia en El -Por supuesto, pero si nos escucha D’Annunzio desde lo alto,
proceso de Verona, con esa máscara nueva, de condenada, de una que estamos confundiendo sus obras, nos manda un rayo.
mujer precipitada en el infiemo. -Por favor, Thea. Nos faltaba sólo el rayo de D’Annunzio.
-Despacio, Mirandolina, respira un poco mientras hablas, te me -Basta. Confórmate. Te compraste Ludwig, puedes ver a Silva
estás quedando sin aliento. na Mangano cuantas veces quieras.
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-Es cierto. Digamos que Silvana Mangano no ha muerto, que
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ha venido a vivir conmigo, que siempre la he querido tanto. r
La playa
Eduardo Musllp
Enero. No quiero pensar que debo estar pesando diez kilos me
Casi la moto se queda apantanada en un río crecido que atrapó a nos. No pude recuperar los perdidos por la diarrea que tuve en La
varios camiones. En una de ellos hay una chica de San Telmo. Juntos Paz. Poi’ ahora desistí de Machu Pichu. Me gustaría llegar para
seguimos viaje a Potosí. Se llama Sandra y tiene muchas ganas de ha cuando se cumplan los dos años. Para esto faltan seis meses. Vendí
blar. Me pongo los auriculares. Montañas. Camino de tierra y piedras. la moto en La Paz y me tomé un bote por el río Beni. A mitad de ca
Casas de adobe. Ni un alma. Sandra me toca el hombro. Me muestra mino me gustaron estas barracas de paja, el embarcadero. Por cin
una botellita de whisky. Paro la moto en un mirador que da a un va cuenta dólares compré una canoa hecha con un tronco y una barra
ca que funcionaba como Iglesia a unos evangelistas que se volvían se asusta. Levanto mi brazo y le muestro la caja del compacto de Leo
a vivir a Rurrenavaque. Me dejaron los animales, una huerta, un nard Cohén. El que faltaba digo. Fran apoya las manos en el vidrio
cuartito con pescado disecado, cañas de pescar, redes y un rifle. Me de la ventana. Llora del otro lado. No deja de mirarme como a un ex
defiendo. Conseguí hacerme amigo de un marimono que duerme traño. En el vidrio también estoy yo, una cara sólo de huesos. Me
conmigo. Las pilas del discman se acabaron hasta que vaya al Pue siento un elefante moribundo encontrando por fin el último lugar.
blito de río arriba. Me acuerdo mucho cuando de pibe leí Rosinha, Fran desempaña el vidrio con la mano. Trata de reír. Me señala una
mi canoa y eso no me hace mal. No hay nadie para preguntarme na cruz en el jardincito del costado de la puerta de entrada. Gómez.
da. Salvo los que viajan por el río pero ellos no me conocen de antes
y no pueden notar las diferencias.
(En Sisear, Cristina (comp.): Varados, Desde la
Gente, Buenos Aires, 1997.)
Hay dos tonos posibles de decir I can’t forget: no puedo permi
tirme olvidar (no es el que yo siento), quiero olvidar pero no puedo.
Todo parece una vuelta a la naturaleza pero es otra cosa. Nadie po
dría haber imaginado hace irnos meses que yo podría vivir tranqui
lo en un lugar sin asfalto. Pero este sitio extraño y ajeno acaba de
traicionarme. Justamente el río que yo creía que me protegía, cuan
do tiraba de una línea que había picado, me mostró mi cuerpo. Quie
ro pero no puedo Leonard y ya es junio. Ante todo prometí ver has
ta el último segundo que me otorguen.
(Inédito.)
Bajo las jabeas
en flor
Angélica Goeodischer
El ir y venir de los cepillos metálicos Lleven al socialismo las bicicletas de rayos azules,
sobre las plataformas destinadas al armado diurno los carteles pintados y las canciones
de los barcos que usaríamos en la próxima guerra y la euforia gay por morir primero
levantaban una maleza de acero rizado para congelar el final de Hollywood
y la presión y la tensión de su musculatura en la memoria débil de los pueblos.
en el esfuerzo de levantar la pala
hicieron que ningún otro fuera como Merril: Un día Merril se fue a vivir a Millthorpe
alto y hermoso, alegre y valiente, con un «profeta del mañana»
un señor Venus aceitando trapajos. que le leía la Biblia mientras él pinchaba tocino
en el fuego de la chimenea
Y cuando años más tarde en un cine de la calle 42 y cuando escuchó que Cristo había pasado su última
fui a ver El acorazado Potemkim noche en Getsemani
todos los trabajadores me parecieron Merril, Merril preguntó «¿Con quién?»
dioses barriobajeros con callos en las manos.
Sólo que entre las estrellitas de los yunques En Millthorpe mujeres acaloradas por los mítines
yo veía una cinta que no estaba en la bobina: se desabrochaban el primer botón de la blusa
cuerpos cansados en la lucha por sustraerse para discutir sobre sindicalismo y cría de cerdos,
a toda esa infantería de metales pesados sobre cómo liberar el pie del calzado ordinario
dominada por tan alegre carne a través de frescas sandalias artesanales
que cuando el rigor de los turnos se rendía o si gardenias en los jarrones
en la noche enorme de los bares de Sheffield, riman con austeridad administrativa
pechos velludos se estrechaban unos contra otros cuando el socialismo es vida interior.
retorciéndose y perlándose
én estériles abrazos estremecedores. Una constelación de obreros manuales,
bellezas de garaje, operarios de las canteras,
Yo era muy joven entonces, muy pobrecita, facinerosos elegidos jocosamente
mi idea de virilidad eran sólo imágenes a través de los zapatones palurdos
de potencia acorralada en trajes Victorianos que asomaban por las empalizadas de las letrinas
que la ropa de trabajo, en cambio, en los baños de la estación de ferrocarril,
dejaba adivinar mejor a una mirada virgen. afiladores de limas y choferes de grúa
jugaban en los salones guasos juegos de taller: los dos cosiendo uno junto al otro sobre un huevo
atarse, incendiarse los pies, empujarse desnudos a los jardines. y corriendo de vez en cuando las sillas
Muchos camaradas de lucha se encogían de hombros para estirar la luz de la ventana
cuando el amante de Merril decía al ritmo justiciero del piano en la cocina.
«El futuro se esconde en este cuarto».
Y aquéllos que se ponían guirnaldas en la cabeza (En Moreno, María: El affair Skeffington, Ba
y bebían del mismo vaso en el cumpleaños de Whitman jo la Luna Nueva, Rosario, 1992.)
no soportaban que un simple muchacho del servicio de mesas
pasara sin un respiro a ser ama de casa consciente
y que en Millthorpe leer fuera menos importante que barrer.
Lleven al socialismo
el significado de la palabra «esposos»
a través de éstos dos hombres que durante años
solían despertar juntos rodeados de pimpollos
(la jardinería comercial había sido sólo una idea),
el chistoso muchacho de Sheffield
cuyo único arte había sido
colocar un empapelado gótico
en el salón de los visitantes extranjeros
y un pañuelo de madrás a modo de tapete
para cubrir la jaula de la urraca,
y el aristócrata soñador
que deseaba la vida dual y todas sus criaturas
absueltas para siempre en el estado soltero
y desnudas al sol sobre las piedras de Millthorpe,
LOS AUTORES
Jorge Asís
Héctor Bianciotti
Nació en Buenos Aires en 1966. Periodista desde la adolescencia, co Nació en Buenos Aires en 1962. Se graduó de Licenciado en Letras en
labora con diarios, revistas, radios y programas televisivos. Es au la universidad estatal, se especializó en Semiología, y dio clases en to
tor de ensayos, guiones cinematográficos y piezas teatrales, pero el dos los niveles de la enseñanza. Por su obra literaria ha sido premia
centro de su obra lo constituyen sus ficciones. Desde su primera no do en diferentes concursos. Publicó dos libros de poesía: Indicio de lo
vela, Un crimen secundario (1992), quizá el mayor best-seller de la otro (1986) y Las frutas y los días (1992) y wia plaquette, Las arrugas
literatura juvenil argentina, Birmajer se reveló como uno de los más de la terraza (1994). Su primera compilación de cuentos, Marrakech,
originales escritores de su generación. Humor, destreza narrativa, de 1998, tiene la densidad expresiva y el amargo lirismo de sus poe
y audacia en la combinación de géneros literarios muy disímiles, son mas, a los que suma un manejo preciso de la acción física y del tiem
las principales virtudes de una obra que, en la línea de Conrad y de po narrativo, y un notable sentido de la ambigüedad. «Al amparo de
Heinrich Boíl, hace constante eje en conflictos éticos, mirados con la galería» fue escrito especialmente para esta antología.
singularidad y valentía. En su último libro para adultos, Historias
de hombres casados, Birmajer incluye otro cuento con temática ho
mosexual, «La puerta intermedia». Entre sus libros restantes men Carlos Correas
cionaremos El alma al diablo (novela, 1995), Fábulas salvajes (1996)
y El fuego más alto (1997). Nació en Buenos Aires en 1931. Estudió Filosofía en la Universidad de
Buenos Aires, de la que es profesor. Como recuerda Juan José Sebreli,
«La narración de la historia» apareció por primera vez en 1959, en Cen-
*
tro, la revista del Centro de Estudiantes de la Facultad de Filosofía y Sara Gallardo
Letras. Condenando el tema homosexual del cuento, el juez Guillermo
de la Riestra ordenó el secuestro y prohibición de la revista, la prisión Nació en Buenos Aires en 1932, y murió en la misma ciudad en 1988.
por seis meses en suspenso del autor, del editor responsable, Jorge Laf- Pertenecía a una familia de terratenientes, militares e intelectua
forgue, y todos los miembros de la redacción, actitud que la propia Fa les famosos, entre los que podemos citar al general Bartolomé Mi
cultad convalidó al retirar el subsidio imprescindible para que Centro tre y al naturalista Ángel Gallardo, abuelo de la escritora, de in
continuara publicándose. Veinticuatro años después, Correas volvió a fluencia decisiva en su formación. Desde su primera novela, Enero
tocar el tema en un espléndido conjunto de nouvelles titulado Los casos (1958), Gallardo ganó el favor de la crítica por la delicadeza de la
de Félix Chaneton. Entre sus libros de no-ficción señalaremos Ensayos prosa, la economía con que caracterizaba a sus personajes, y sobre
de tolerancia (1999), que se abre con un artículo, de base supuestamen todo, por la magnífica pintura del paisaje pampeano, lejos de todo
te autobiográfica, sobre el tema del travestismo. En todos los géneros, criollismo. Su tercera novela, Los galgos, los galgos (1968), confir
la prosa de Correas sobresale por la claridad, la insumisión a los códi mó estas cualidades, mereció varios premios y el reconocimiento de
gos establecidos y la capacidad de generar polémica. un público más vasto. Sin embargo, sus dos obras maestras son la
novela Eisejuaz (1973), que cuenta en primera persona y en un «len
guaje inventado» la historia de un indio del Chaco, y la larga serie
,,j Julio Cortázar de relatos El país del humo (1977). En ambos libros alcanza plena
madurez su originalísimo estilo, que combina herencias muy dispa
Nació en Bruselas en 1914 y murió en París en 1984. Es el más po res, como las de Silvina Ocampo y las de Juan Rulfo, las de Emilio
pular de los grandes cuentistas de su generación, entre los que pode Salgari y las de Clarice Lispector.
mos nombrar a Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, Manuel Muji-
ca Lainez, Bernardo Kordon, etc. Traductor, profesor de literatura,
sus primeros volúmenes adhieren a una estética y una temática que Angélica Gorodischer
suelen nombrarse como «el estilo de Sun>: preferencia por el género
fantástico, estilo muy elaborado, constante referencia a literaturas Nació en Buenos Aires en 1928. Muy joven se trasladó a Rosario,
europeas, etc. Poco después de publicar su primer libro de cuentos, donde vive. Fundamentalmente novelista y cuentista, es autora de
Bestiario, en 1951, Cortázar se exilia en París, y se aplica a la crea una obra tan extensa como atípica y variada. Famosa internacional
ción de una narrativa que va desarrollando tendencias veladas en su mente por obras de «fantasía» más o menos científica, como Bajo las
literatura anterior: ruptura de los géneros tradicionales, experimen jubeas en flor (1968), Trafalgar (1979) y la extraordinaria saga Kal-
tación verbal, compromiso político con la izquierda; tendencias que, pa Imperial (1983), Gorodischer es autora también de relatos poli
sobre todo a partir de Rayuela (1963) pasan a vertebrar sus relatos. ciales, utopías criollas, crónicas ficticias, relatos de reconstrucción
Entre sus grandes obras podemos citar también: Final del juego histórica, artículos humorísticos, etc. Ha recibido muchísimos pre
(1956) y Todos los fuegos el fuego (1966). En «La barca», el interesan mios, no sólo como escritora, sino también como militante feminis
tísimo experimento que se realizará a continuación, un personaje de ta. Experta en temas de género, Gorodischer cuestiona constante
un cuento escrito en 1954 «anota y corrige», hacia 1979, dicho cuen mente los roles sexuales establecidos, proponiendo transgresiones,
to, revelando aquello que el narrador no se había atrevido a decir; pe temas y personajes «diferentes del Hombre y la Mujer y el Amor Con
ro también, revelando los límites expresivos de aquel primer Cortá Mayúscula».
zar y de aquella estética a la que adhería.
Juan José Hernández Poemas, fue publicado en 1980, poco antes de su partida a Barcelo
na, donde vivió en «una casi reclusión» hasta su muerte, ocurrida en
Nació en Tucumán en 1932. Periodista, traductor, coordinador de talle 1985. Fueron cinco últimos años de un trabajo intensísimo, cuyos
res literarios. Sus primeros libros de poesía: Negada permanencia frutos serían ordenados postumamente por César Aira, «alumno y
(1952), La siesta y la naranja (1952), Claridad vencida (1957), se carac amigo». Estos nuevos volúmenes se publicaron en Barcelona con los
terizan por un lirismo lacónico, intenso y profundamente sensual, que títulos Novelas y cuentos (1988) y Thadeys (1994).
encuentra en el paisaje de la provincia sus principales metáforas; un li
bro reciente, Cantar y contar (1999) inaugura una modalidad nueva,
los «retratos», extensos poemas narrativos dedicados a personajes ho Marta Lynch
mosexuales del pasado. Sus dos volúmenes de cuentos, El inocente
(1966) y La favorita (1977), le han ganado un sitio impar en la narra Nació en La Plata, provincia de Buenos Aires, en la década del 20.
tiva argentina: sencillez, virtuosismo en la reproducción del habla tu- Desde la publicación de su primera novela, La alfombra roja, prime
cumana, agudo manejo de la ambigüedad, son las herramientas con que ra finalista en un concurso que también consagró a Haroldo Conti,
refleja sin alardes ni piedad una sociedad feroz. Hernández publicó tam Lynch se contó entre los escritores más leídos de la Argentina. Su
bién una novela, La ciudad de los sueños (1972). En muchísimos de sus constante aunque variable compromiso político permite considerar su
textos el deseo homosexual está presente no sólo como vivencia de sus «figura de escritor» como una de las más polémicas y complejas de la
personajes, sino como generador de un modo muy particular de mirar literatura del siglo XX. Aunque sus grandes éxitos fueron dos novelas
el mundo: lateral, irónico, muchas veces implacable. más o menos autobiográficas: La señora Ordóñez (1968) y La penúl
tima versión de la Colorada Villanueva (1979), el cuento es el género
en que Lynch alcanzó su pico más alto de calidad literaria. Cuentos
Osvaldo Lamborghini de colores (1973) y Los dedos de la mano (1975) incluyen varias obras
maestras de intensidad y agudeza que la crítica especializada comien
Nació en Buenos Aires en 1940. Fue psicoanalista, militante políti za, poco a poco, a rescatar. Entre sus cuentos con tema homosexual
co y eventualmente, periodista. Fundó y codirigió la revista Literal. pueden citarse «La pareja», incluido en el primero de los volúmenes
La publicación de su primer y brevísimo relato, El fiord (1969), es citados, y «Ella», incluido en Los años de fuego (1981). El cuento esco
crito a los veinticinco años, lo reveló como un escritor impar, «el más gido para esta selección apareció en el libro No te duermas, no me de
radical de los últimos tiempos», sorprendentemente seguro de una jes, publicado poco antes de su suicidio en octubre de 1985.
«escritura automática» que se complacía en transgredir toda pauta
convencional sobre género, retórica y temática. Cuando en 1973 apa
reció su segundo libro, Sebregondi retrocede, Lamborghini era qui Nelson Mallach
zá el autor menos vendido pero más apreciado de la joven literatu
ra argentina. Se trata de una serie de prosas a la que resulta Nació en La Plata en 1968. Estudió Letras. Cuentista y dramatur
insuficiente denominar «novela» y a la que pertenece el relato selec go. Pobre Lisolette (que se joda), una pieza suya estrenada en 1995,
cionado para esta antología. Como sus obras siguientes, Sebregon parte de una hipótesis tan disparatada como ilustrativa: el Delfín
di. .. vuelve una y otra vez a la homosexualidad, tratada con una vi de Francia, una especie de militante gay avant-la-lettre, habría pla
rulencia y un desprejuicio únicos en la literatura argentina, y neado una «revolución homosexual» para el 14 de julio de 1789, re
seguramente, en toda la literatura contemporánea. Su último libro, volución abortada por las distintas facciones que ese mismo día lie-
van a cabo la Revolución Iluminista. «El Pasionaria», cuento pre importantes cargos públicos. Alas preocupaciones históricas y socia-
miado que da título a un libro todavía inédito, narra la biografía de , les, evidenciadas ya en su primer libro de cuentos, Octubre en el es
un travestí poeta que publica alternativamente en las revistas de pejo (1966), se fueron sumando posturas cada vez más fuertes de rei
los grupos Florida y Boedo, y de quien el presidente Hipólito Irigo- vindicación de la mujer. Su libro más famoso es una novela de
yen se enamora perdidamente. «Elefante», el cuento incluido en es recreación histórica aparecida en plena dictadura militar: Juanama-
ta selección, fue premiado en el Concurso Desde la Gente, y publi nuéla mucha mujer (1980), basado en la vida de la novelista Juana
cado en la antología Varados, de Cristina Sisear, publicada por el Manuela Gorriti. Tanto o más notables son los cuentos de El hambre
Centro Movilizador de Institutos Cooperativos. de mi corazón (1989), volumen de donde elegimos el texto que se lee
rá seguidamente, una reescritura en clave femenina de «La intrusa»,
de Jorge Luis Borges. Como en los relatos de Marta Lynch y Ricardo
Blas Matamoro Piglia, la homosexualidad es aquí la cara oscura de nn universo ce
rradamente masculino y opresor; pero también, como el cuento de
Nació en Buenos Aires en 1942. Abogado, ejerció la profesión hasta Luisa Valenzuela que cuestiona la «virilidad emblemática» de la li
1976, año en que marchó al exilio. Paralelamente, Matamoro había teratura gauchesca, «Los intrusos» sugiere la homosexualidad ocul
desarrollado una sostenida labor de ensayista, plasmada en artícu ta no sólo en los personajes de Borges, sino también en la misma ges
los periodísticos y en libros tan fundamentales y polémicos como La tación de los textos borgianos. Notemos también que el epígrafe
ciudad del tango (1969), Jorge Luis Borges o el juego trascencenden- elegido por Borges, que Marta Mercader retoma para su cuento, tie
te (1971) y Oligarquía y literatura (1973). En España ha escrito, ade ne estrecha relación con el cuento de Blas Matamoro que abre este
más, los ensayos Por el camino de Proust y Genio y figura de Victo libro. El tema de la homosexualidad ya había sido tocado por Merca
ria Ocampo. La mirada acerbamente crítica, el realismo de corte der en «Entre Marte y Venus», un cuento de la década del 60.
sociológico, caracterizaban ya su primer libro de cuentos: Hijos de cie
go (1971). Es autor de las novelas Viaje prohibido (1978) y Las tres
carabelas (1983) y del libro de cuentos Nieblas (1983), que conquis María Moreno (Cristina Forero)
taron progresivamente mayor amplitud temática y estilística. Tra
dujo a Mallarmé, Rilke, Valéry, Holderlin, Cocteau y Caldarelli, y ha Nació en Buenos Aires en 1947. Periodista y poeta, es también, co
sido corresponsal en Madrid de varios medios: La Opinión y La Ra mo acota Héctor Libertella, «una de las más celebradas operadoras
zón de Buenos Aires, Vuelta de México, Cuadernos 90 de Barcelona, de la cultura alternativa en Buenos Aires». Publicó dos libros: El af-
etc. Desde 1996 es director de la revista Cuadernos Hispanoameri faire Skeffington (1992), una vida de la poeta Dolly Skeffington, se
canos. Las tres carabelas incluye una nouvelle memorable sobre la guida de una antología de sus mejores poemas; y la biografía El pe-
formación de un homosexual porteño en la década del 60. tiso Orejudo (1994). Dirigió varias publicaciones dirigidas a la mujer:
Alfonsina, una revista que ella misma fundó en 1983, y las seccio
nes «La cautiva» y «La mujer pública» de las revistas Fin de Siglo y
Martha Mercader Babel respectivamente. Especializada en temas de género, publica
artículos y entrevistas sobre el tema de la homosexualidad, de cuya
Nació en La Plata en 1926, en el seno de una familia de famosos po existencia duda, en el suplemento «RADAR» del diario Página! 12 y
líticos radicales. Ella misma alternó siempre la escritura de novelas, en la sección «Las 12», del mismo periódico. Actualmente prepara
cuentos y obras de teatro, con la militancia política y el ejercicio de una antología de sus mejores «artíenlns ría -----
Manuel Mujica Lainez Eduajrdo Muslip
Nació en Buenos Aires en 1910. Su padre fue un abogado de pres Nació en Buenos Aires en 1966. Licenciado en letras por la Univer
tigio, último eslabón de una larga estirpe de «hidalgos pobres»; sidad de Buenos Aires. Su primera novela, Hojas de la noche (1997),
su madre, Lucía Lainez, descendiente de una familia de escrito Primer Premio Colihue de Novela Juvenil, se postula como el diario
res y ella misma escritora, supervisó de cerca la formación euro íntimo de un adolescente porteño, y ha conquistado a miles de lec
pea del futuro novelista. Aunque la celebridad y el reconocimien tores gracias a la verosimilitud del tono y del estilo, sencillo y a la
to generalizado le llegaron en la década del 60 con Bomarzo, una vez virtuoso en la utilización de lo coloquial. Fondo negro (1998), su
larga novela de tema italiano y renacentista, gran parte de la crí segunda novela, es un libro mucho más complejo, que narra con ex
tica acuerda mayor valor a sus «relatos de Buenos Aires», escri trema concisión y eficacia la historia de la familia Lugones -Leopol
tos con anterioridad y cuyo primer ejemplo es Aquí vivieron do, Polo y Pirí-, a través de diálogos y flashes que adeudan mucho
(1946), libro de donde está tomado «El cofre». Junto con los ma a la escritura guionística. Publicó diversas antologías y manuales
gistrales relatos de Misteriosa Buenos Aires (1962), este cuento de literatura para la escuela secundaria. El cuento incluido en esta
sería el revolucionario intento de crear un héroe mitológico ho selección pertenece a un libro todavía inédito.
mosexual vinculado al comienzo mismo de nuestra historia. El
tierna de la homosexualidad aparece, de forma más o menos vela
da, en casi todas las novelas de Mujica, especialmente en Invita Silvina Ocampo
dos en el Paraíso (1958), pero es sólo a partir de Sergio (1976) y
Los cisnes (1977) cuando pasa a primer plano y adquiere mayor Nació en 1903, en Buenos Aires. Descendiente de una familia «pa
originalidad. tricia», hermana menor de la gran mecenas literaria Victoria Ocam
El autor se hizo célebre por el personaje que representaba en po, esposa de Adolfo Bioy Casares y amiga íntima de Jorge Luis Bor-
sociedad y ante los medios, Manucho, una suerte de dandy tar ges, Ocampo elaboró casi en secreto una obra tan rica como original,
dío que combinaba la socarronería de un Oscar Wilde con la alti constituida por varios libros de poemas y seis espléndidas coleccio
vez hispano-oligárquica de un Enrique Larreta. Al escribir en nes de narraciones breves. Sus textos son el reflejo de una persona
1965 «La larga cabellera negra», Mujica Lainez decidió que Ma lidad que quiso construirse al margen de los grandes dictados de su
nucho fuera, por primera vez, protagonista de una obra literaria. tiempo y de su clase: la heterosexualidad obligatoria, la sumisión a
Lo interesante del cuento es que de este afán realista se contra los grandes maestros, la aceptación de las reglas del mercado lite
pone un trabajo virtuoso por ocultarnos el género de la persona rario. En el ala opuesta de la inmensa casa que compartía con su
a la que Manucho ama y habla en el cuento, un táctica muy ha marido, Silvina recibía a sus amigos, casi todos escritores y casi to
bitual en la escritura de muchísimos autores homosexuales. El dos homosexuales, como Juan Rodolfo Wilcock, con quien compuso
recurso permite, por supuesto, esquivar la censura sin tergiver a dúo la tragedia lírica Los traidores, y como la misma Alejandra Pi-
sar el texto. Por último, notemos que «La larga cabellera negra» zarnik, cuyas cartas de amor a Silvina se han publicado reciente
es uno de los pocos cuentos de la antología con contenido autobio mente y parecen augurar una espléndida serie de textos inéditos.
gráfico expreso, y al mismo tiempo, uno de los cuentos más pura Fue también traductora y ocasionalmente escritora para niños y
mente fantásticos. dramaturga. Entre 1998 y 1999 aparecieron los dos volúmenes de
sus Cuentos Completos. Murió en Buenos Aires, a los noventa años.
Ricardo Piglia (1980) y Cae la noche tropical, publicada en 1988, dos años antes
de morir. Dejó una gran cantidad de inéditos, sobre todo guiones y
Nació en Adrogué, Provincia de Buenos Aires, en 1941. Es uno de obras de teatro; de la edición de este material, y de su publicación,
los intelectuales más prestigiosos e influyentes de la Argentina, no se ha hecho cargo un laborioso grupo de investigadores de la Uni
sólo por la solidez de su obra literaria, sino también por la variedad versidad de La Plata.
y amplitud de su saber. Como escritor, ha cultivado todos los géne
ros, desde los relatos de La invasión (1967) y Prisión perpetua
(1988), a las novelas Respiración artificial (1980) y La ciudad au Claudia Schvartz
sente (1992), desde los magníficos ensayos de Crítica y ficción (1985)
y Formas breves (1999) a numerosos guiones cinematográficos. Pla Nació en Buenos Aires. Traductora, coordinadora de colecciones de
ta quemada, su novela distinguida en 1997 con el Premio Planeta, poesía y de revistas literarias, periodista especializada. Su primera
presenta a un Piglia virtuoso en el manejo de los mecanismos na publicación fue un cuento para niños: Xímbala (1984). En 1991 pu
rrativos, cada vez más despojado y más seguro de lo que quiere de blicó su primer libro de poemas, Pampa Argentino, que por la con
cir. En esta novela, como en «El Laucha Benítez cantaba boleros», el cisión, la cuidada elaboración y la violencia de su lenguaje marcan
deseo homosexual aparece como la contracara, más o menos secre claramente el camino que habrían de recorrer La vida misma (1992)
sta, de universos cerradamente masculinos. y Avido don (1999), libros, sin embargo, cada vez más despojados.
En 1991 publicó la novela Nimia, una historia de amor en el marco
más o menos hostil de París y Nueva York: aunque la sencillez apa
. Manuel Puig rente recuerde a Chéjov, el desgarro interior de la novela evoca tam
bién los episodios internacionales de Henry James y las atmósferas
Nació en General Villegas, provincia de Buenos Aires, en 1932. Des de Anita Brookner. Actriz, Schvartz ha escrito también monólogos
de su primera novela, La traición de Rita Hayuiorth (1968), Puig teatrales, que ella misma protagonizó, y varias piezas inéditas, de
concitó la atención y la admiración de la crítica por la audacia de intenso lirismo. En 1999 editó en Venezuela su traducción de las ele
su técnica, que combina virtuosamente múltiples registros de ha gías y sonetos de Louise Labbé.
bla y, sobre todo, estilos y modalidades de la cultura de masas. Aun
que antes de expatriarse en 1974 había publicado en Argentina
otros dos libros importantes, Boquitas pintadas y The Buenos Ai Dolly Seeffington
res Affair, el reconocimiento masivo y el aprecio internacional le lle
garon en 1976, con la publicación de El beso de la mujer araña, que Su biografía más exhaustiva, escrita por María Moreno, se incluye
fue adaptada para teatro y recreada en el cine por Héctor Baben- en este volumen. El ensayista y poeta Edward Carpenter (1844-
co. La homosexualidad y, sobre todo, la relación entre homosexua 1929), uno de los personajes evocados por el poema de Skeffington,
lidad y política, es el gran tema de la novela, expuesto no sólo en el fue un aristócrata inglés que, luego de un breve paso por el sacerdo
memorable debate entre la «loca» y el militante revolucionario, si cio, perdió la fe y se dedicó a practicar y divulgar las ideas revolu
no en las abundantísimas notas al pie, donde Puig elabora un ex cionarias de su tiempo: el socialismo, el feminismo, el misticismo
haustivo registro de todas las teorías existentes sobre el deseo ho hindú, el vegetarianismo y, sobre todo, la «homosexualidad como de
mosexual, las discute y toma sutilmente partido. Entre sus obras recho y vía de liberación del espíritu». George Merril, un labrador
siguientes se destacan Maldición eterna a quien lea estas páginas de Sheffield a quien Carpenter conoció por casualidad en un tren,
fue su amante durante casi cuarenta años, y un fervoroso militante la considera «uno de los escritores del siglo», junto a Kafka, Bor
de las mismas causas; la casa en que convivían se volvió un lugar ges e Italo Calvino. Aunque gran parte de la crítica norteameri
de peregrinación obligada para los jóvenes intelectuales, entre ellos cana la encasilla en la corriente del «realismo mágico latinoame
Lytton Strachey, E. M. Forster (que rindió homenaje a Merril, «el ricano», Valenzuela es una autora inclasificable, que combina
descubridor de mi homosexualidad», retratándolo en su novela Mau- humor con erudición literaria, experimentación verbal con teoría
rice) y la propia Dolly Skeffington. política y psicoanalítica, técnicas narrativas del folklore con pa
rodia de los estilos «criollos», como se verifica en la siguiente «na
rración al estilo gauchesco». Entre sus obras más notables pode
Pablo Torre mos señalar: Como en la guerra (novela, 1977), Donde viven las
águilas (1983), un libro de cuentos de donde hemos extraído esta
Nació en Buenos Aires en 1952. Leopoldo Torres Ríos, su abuelo, y «Leyenda de la criatura autosuficiente», y el homenaje a su ma
Leopoldo Torre Nilsson, su padre, fueron dos de los más importan dre Open door (1988).
tes directores cinematográficos argentinos. Cursó estudios en un co
legio marista, y más tarde en la Facultad de Filosofía y Letras. Des
de los diez años se desempeñó como asistente de dirección y director Oscar Hermes Villordo
de segunda unidad (cuerpo de actores secundarios) en películas de
su padre, Leonardo Favio y Fernando Siró. Su última película es La Nació en Machagai, un pueblo del interior del Chaco, en 1932. Es
cara del ángel (1999). El cine como marca estética y como experien tudió magisterio en Resistencia y a principios de los cincuentas
cia vital está en la base de sus textos literarios, desde «Adiós fiel Lu- se trasladó a Buenos Aires, donde casi inmediatamente empezó a
lú» (1975), relato concebido como base de un guión cinematográfico trabajar como periodista. Aunque desde esa misma Villordo pu
que finalmente nunca se rodó, a El amante de las películas mudas blicó regularmente libros de poesía y algunos pocos relatos bre
(1986), novela que narra la vida imaginaria de un actor argentino ves, su verdadero nacimiento como escritor se produjo a fines de
en el «Hollywood Babilonia» de los tiempos del cine mudo. Es inte 1983, cuando se decidió a reflejar su propia experiencia homose
resante señalar que «Adiós fiel Lulú», como el cuento de Martha xual en la novela La brasa en la mano, que se convirtió en ines
Mercader, es una reelaboración, muy libre por supuesto, del aquel perado best-seller. Todas sus novelas siguientes abordaron, desde
cuento «La intrusa» de Jorge Luis Borges. distintas ópticas, el mismo tema; pero quizás sea su último libro,
Ser gay no es pecado (1994) el que, más allá de todas sus fallas,
alcanza mayor hondura y originalidad. Enfermo de sida, Villordo
Luisa Valenzuela trata de entender el deseo homosexual en el marco de la religio
sidad indígena de sus ancestros indígenas y de sus paisanos cha-
Nació en, Buenos Aires, en 1938. Su padre fue un médico presti queños, en abierta discusión con la jerarquía de la Iglesia Católi
gioso; su madre, Luisa Mercedes Levinson, fue una notable escri ca: el personaje de Monseñor Quarraccino, un amanerado
tora, de quien Valenzuela tomó el hábito de la escritura «como una cardenal que quería crear una ciudad-campo de concentración pa
de las formas más accesibles de la felicidad». En 1976, cuando ya ra homosexuales, aparece caricaturizado en la novela bajo el nom
había publicado en su país un libro de cuentos y dos novelas, Va bre de Monseñor Quatrocchio.
lenzuela se exilió en los Estados Unidos, en donde sus ficciones
han cosechado los más altos elogios: Susan Sontag, por ejemplo,
Juan Rodolfo Welcock *