Está en la página 1de 164

HISTORIA DE UN DESEO

/—A

Foiio S/F ~
lo D/Fgi
LEOPOLDO BRIZUELA

HISTORIA
DE UN DESEO
El erotismo homosexual en veintiocho
relatos argentinos contemporáneos
Indice

Prólogo
Leopoldo Brizuela
El estante escondido .............................................................. 11

I. DOS MITOS ................................................................................ 21

Blas Matamoro
Jonatán ................................................................................... 23

Diseño de cubierta: María Inés Linares Juan Rodolfo Wilcock


Diseño de interior: Orestes Pantelides Tristón e Isoldo ...................................................................... 30

© 2000 de la selección, el prólogo y las notas


biográficas: Leopoldo Brizuela
II. Nuestros antepasados .................................................... 37
Derechos exclusivos de edición en castellano
reservados para todo el mundo: Manuel Mujica Lainez
© 2000, Editorial Planeta Argentina S.A.I.C. El cofre ..................................................................................... 39
Independencia 1668,1100 Buenos Aires, Argentina
Grupo Planeta Sara Gallardo
Amiga......................................................................................... 49
ISBN 950-49-0248-0
Jorge Consiglio
Hecho el depósito que prevé la ley 11.723
Impreso en la Argentina Al amparo de la galería ........................................................ 50

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reprodu­ Martha Mercader
cida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, T,nf: ini-niena ........................................ 58
Luisa Valenzuela Carlos Correas
Leyenda de la criatura autosuficiente ................................ 66 La narración de la historia .................................................. 208
Marcelo Birmajer Manuel Mujica Lainez
En la noche de bodas ............................................................. 70 La larga cabellera negra ...................................................... 224
María Moreno Osvaldo Lamborghini
El affair Skeffington .............................................................. 80 El marqués de Sebregondi llega y retrocede ...................... 229

Jorge Asís
La invitación ........................................................................... 232
III. EN FAMILIA ...................................................... 109
Oscar Hermes Villordo
Silvina Ocampo
Las dos prisiones de Víctor .................................................. 237
Carta perdida en un cajón ................................................... 111

Abelardo Castillo
El marica ................................................................................. 116 VI. Fin de siglo ......................................................................... 253

Juan José Hernández Eduardo Muslip


Bambino ................................................................................... 120 La playa ................................................................................... 255

Pablo Torre Nelson Mallach


Adiós fiel Lulú ................................. 125 Elefante .................................................................................... 270

Claudia Schvartz
Primavera ............................................................................... 276
IV. El descubrimiento de Europa :................................ 133

Julio Cortázar
La barca ................................................................................... 135 VII. DOS UTOPÍAS ..........................................................;............. 283

Héctor Bianciotti Angélica Gorodischer ;


De la melancolía de las perspectivas .................................. 170 Bajo lasjubeas en flor ........................................................... 285

Manuel Puig Dolly Skeffington


Sí, era bella como una diosa ................................................ 184 El porvenir del socialismo .................................................... 305

V. Ciudad bajo ciudad .......... 189 LOS AUTORES ................................................................................ 311

Marta Lynch
El dormitorio .......................................................................... 191

Ricardo Piglia
Prólogo
EL ESTANTE ESCONDIDO

Mientras no alcances la verdad, no podrás


corregirla. Pero si no la corriges, no la al­
canzarás. Mientras tanto, no te resignes.

José Saramago

¿Cómo entendían nuestros antepasados el deseo homosexual?


¿Qué emociones les provocaba, a qué acciones los inclinaba, a qué
tipo de reacción social quedaban expuestos quienes se atrevían 31
consumarlo? Los primeros relatos sobre el tema -escritos entre fi­
nes del siglo XIX y principios del XX, cuando «el homosexual» ya ha­
bía sido establecido como arquetipo psiquiátrico- coinciden en pre­
sentar personajes tan sorprendidos por lo inevitable de su propia
pasión como ignorantes de su naturaleza. Personajes que, como
única vía de escape a una soledad pavorosa, tratan de encontrar
en el pasado comprensión, modelos de conducta, solidaridad.
En este sentido, la figura de Oscar Wilde se nos aparece una vez
más como pionera y paradigmática. En sus cuentos y poemas, Wil­
de reivindicó para «el amor que no puede decir su nombre» precur­
sores tan encumbrados como los filósofos griegos o William Shakes­
peare. En sus ensayos, legitimó al grupo de homosexuales como
«espacio de producción» de arte, filosofía y teoría política. Pero tam­
bién, al convertir su propia vida en obra artística y, sobre todo, al
hacer visible su itinerario, pasó a ser él mismo un arquetipo en el
friso de nuestra tradición, un referente sin el cual no podrían enten­
derse miles de vidas y militancias del siglo XX.
En lo que se refiere al pasado argentino, los testimonios ante­ Es muy posible que esta nueva manera de leer la historia ins­
riores al 1900 fueron siempre escasísimos. Sabemos que las «afemi­ pirara, también, la creación de ficciones: historias que respondían,
naciones» eran comunes en los barquitos pintados que vinieron a en términos de hipótesis, a preguntas como aquéllas; historias que
fundarnos la patria, y que en 1631 fueron condenados a la hoguera no podían sumarse a la historiografía oficial con la verdad de la
«cinco mozos y dos mozalbetes» por prácticas de sodomía. Sabemos prueba, pero sí con la lógica de la «imaginación razonada», vale de­
que en 1770 el tendero Mariano de los Santos Toledo se amancebó cir, la verosimilitud. Dadas las múltiples formas de censura que si­
con un árabe apodado «Calzonazos», y que ambos fueron condena­ guieron pesando durante el siglo XX, es probable que la mayor par­
dos por pretender seducir a un dependiente de dieciocho años. Sa­ te de estas ficciones circularan oralmente, en forma de leyendas,
bemos, por recientes investigaciones sociológicas, que hacia 1820 un casos que se daban por ciertos, chismes, chistes, etc., y que sólo mu­
enfermero de la Sociedad de Beneficencia de Buenos Aires fue ex­ cho más tarde comenzaran a ser reelaborados por los autores de
pulsado por mantener una relación con un interno y que en 1860 un nuestra literatura. Desde entonces, (y como la carencia de una «his­
caballero porteño denunció a su esposa por abandonarlo constante­ toria de la homosexualidad» se extendió hasta las últimas décadas
mente para ir a casa de otra mujer. Sabemos, por último, que los in­ del siglo XX2), muchísimas personas que se entendían como «homo­
dios ranqueles se entregaban sin culpa ni horror a «ritos de sodo­ sexuales» buscaron en la literatura la respuesta que los historiado­
mía» en sus largas celebraciones.1 Pero no mucho más. res no podían ó no querían encontrar. Así, fueron creando antologías
Por supuesto, ninguno de los argentinos contemporáneos de Wil- muy similares a esta Historia de un deseo cuyo compilador viene
de hubiera encontrado en estas brevísimas anécdotas respuestas a construyendo, desde principios de su adolescencia, en un estante es­
sus más profundos interrogantes: ¿eran la «sodomía» y el «amor de pecial de su biblioteca.
Lesbos» prácticas excepcionales o tan corrientes como para que de­
biera dictarse una ley en su contra? Y en tal caso, ¿qué frontera se­
para lo habitual de lo normal? Esos condenados ¿habían sentido que 2
su deseo homosexual los diferenciaba radicalmente de varones y mu­
jeres? Por otro lado, si las culturas «bárbaras» podían hacer de la ho­ Lo cierto es que Historia de un deseo recoge relatos breves pro­
mosexualidad un elemento de celebración religiosa y una fuente de ducidos por autores argentinos del siglo XX. A diferencia de otras an­
pura alegría, ¿a qué era proporcional la dureza con que las conde­ tologías que se proponen incluir sólo autores «gays» o «lesbianas», o
naba la «civilización»? Fuera como fuese, unas pocas anécdotas ha­ más aún, textos que en sí mismos sean «gay or lesbian», hemos
brán bastado para advertir -como lo hacemos hoy- que si nuestro adoptado el criterio espontáneo de aquellos antólogos anónimos: in­
pasado es una casa silenciosa, no lo es porque esté vacía, sino por­ cluir cuentos en los que el deseo homosexual aparezca de algún mo­
que muchos de sus habitantes están todavía amordazados. Y si no do, como motor principal de la historia, como dato secundario, como
cambió el contenido de la historiografía, sí habrá cambiado la forma simple telón de fondo, o incluso como raíz oculta de una conducta
de leerla: desde entonces, todos leemos sospechando, tratando de es­ que el propio texto no califica en términos sexuales.
cuchar las voces de los condenados en las entrelineas, tratando de Para ordenar los cuentos, hemos atendido a la época en que
descubrir, en todo silencio, un secreto vital. transcurren los sucesos relatados. Este libro juega a ser, sí, ese im-

2. «La homosexualidad en la Argentina», de Carlos Jáuregui apareció en Bue­


1. Estas anécdotas son mencionadas en los Códices de Pellicer de Tovar (1631), nos Aires en 1987. El texto capital de Jorge Salessi «Médicos maleantes y ma­
y en textos o declaraciones de Juan José Sebreli (1997) José Luis Moreno (1998) ricas» es de 1994, y Juan José Sebreli publicó tres años después su «Historia
y Lucio V. Mansilla (1870). secreta de los homosexuales en Buenos Aires».
posible «libro de historia» que, como los manüales de la escuela,
niente de la psiquiatría positivista o de la criminalística vernácula.
abarcara «desde la antigüedad hasta nuestros días». Por supuesto,
Cuentos como «El marica» de Abelardo Castillo describen las «imá­
los vacíos siguen siendo demasiados. Dos episodios basados en el pa­
genes» populares de lo homosexual, los «prejuicios» generalizados
sado mítico bastan para señalar, como el marco de una tela aún sin
con que se juzgó a sujetos y acciones. Cuentos como «El dormitorio»
pintar, el inmenso espacio en blanco que nos separa de la antigüe­
de Marta Lynch evocan «escándalos» que fueron reforzando o com-
dad. Pero a partir del tercer cuento, que transcurre en 1648, vemos
plejizando ese imaginario popular.
sucederse etapas fundamentales de nuestra historia (la colonización Pero también, a lo largo del siglo, vemos surgir otros modelos,
española, la conquista del desierto, la llegada de la ola inmigrato­ especialmente creados para desbaratar preconceptos, y, en tal sen- •
ria, las dictaduras militares del siglo XX, etc.). No se trata, claro, de tido, la antología refleja la lenta configuración de una conciencia y
«materiales históricos» que los cuentos en primer plano, sino telo­ un espacio de lucha. El cuento «La larga cabellera negra», de Muji­
nes de fondo inequívocamente políticos, centros de irradiación de las ca Lainez, así como «De la melancolía de las perspectivas», de Héc­
normas que reprimen o estimulan el deseo homosexual de los per­ tor Bianciotti, construyen la imagen del «esteta» que, al modo de Os­
sonajes. Por supuesto, ninguna de las historias narradas se postu­ car Wilde, forja su vida como una obra de arte y reivindica su deseo
la como «verdad descubierta»; y sin embargo, sería injusto decir que homosexual en términos de amor por la belleza (una figura que, en
esta antología no aporta ninguna novedad al relato de nuestra his- su artificiosidad y su elitismo, parodian ferozmente los textos de Os­
■<toria. Para entender esos aportes, sugerimos ordenar la lectura valdo Lamborghini y de Jorge Asís). El desopilante diálogo de Ma­
atendiendo a la fecha en que esos textos fueron escritos y publica­ nuel Puig revela cómo aquella imagen del «marica» pudo ser rever­
dos, y preguntarse qué reflejan del presente de cada autor y de sus tida y adoptada como un arma. «El affair Skeffington», de María
contemporáneos.3 Moreno, se complace en reseñar y discutir todas las teorías sobre la
homosexualidad enunciadas a lo largo del siglo por los propios ho­
mosexuales. En el extremo final de la curva, los cuentos de Eduar­
Como ya adelantamos, queda fuera de este prólogo la investiga­ do Muslip y Nelson Mallach evidencian una incomodidad «muy fin
ción sobre el posible carácter autobiográfico de los textos. Aunque de siglo» ante las coerciones del ghetto homosexual: la desconfianza
muchos la consideren esencial, convengamos que es, hasta cierto ante el modelo mercantil de «lo gay» y «lo lesbiano», así cómo la ten­
punto, ociosa: ya porque coincidiendo con la psicología se sostenga sión entre la necesidad política de «asumirse» y el rechazo a toda
que el deseo homosexual es parte de toda sexualidad humana; ya nueva etiqueta; y a su vez -como bien lo describe Leo Bersani- la
porque todo autor de ficción, al describir «lo homosexual», reprodu­ tensión entre este «íntimo rechazo a etiquetarse» y la exigencia so­
ce una mirada compartida por muchos de sus contemporáneos, una cial de «volver invisible la propia homosexualidad para que los de­
mirada que es, en sí misma, histórica. En verdad, algunos textos re­ más nos toleren».
producen el arquetipo del «invertido» de principios de siglo, prove­

3. El cuento más reciente de la antología es «Al amparo de la galería», de Jor­ Al mismo tiempo, esta antología refleja la historia de la lite­
ge Consiglio, escrito en diciembre de 1999; el más antiguo, «El cofre», de Ma­ ratura argentina durante el siglo XX. Aun sin salimos del estre­
nuel Mujica Lainez, fue publicado por primera vez en 1949. Diversos inconve­
nientes nos impidieron incluir los únicos dos relatos más antiguos que
cho campo del relato breve, hemos podido incluir los géneros más
conocemos sobre el tema de la homosexualidad: un fragmento de El juguete ra­ variados, cada uno con su ideología y su «estructura de senti­
bioso (1926) de Roberto Arlt, y «Quinto piso», un relato incluido en La casa de miento». La fábula paródica de Juan Rodolfo Wilcock, el relato
enfrente, de Salvadora Medina Onrubia, escrito en la década del 30.
realista de Oscar Hermes Villordo, el cuento de ciencia ficción de
Gorodischer, la escena familiar de Pablo Torre, el chejoviano tran- 1914 el intendente de Buenos Aires prohibió la tragedia Los inver­
che de vie de Nelson Mallach, la reescritura bíblica de Blas Ma- tidos de González Castillo, toda publicación de una obra con «te­
tamoro; la crónica de ambiente policial de Correas, el parco y es­ ma homosexual» fue un acto de política editorial muy combativo y
pléndido «estudio de caracteres» de Ricardo Piglia, el cuadro lírico muy riesgoso.4 A partir de 1930, las sucesivas dictaduras milita­
de Claudia Schvartz, configuran un abanico tan imprevisible co­ res reforzaron la práctica de la censura previa, y el escándalo de
mo exhaustivo. Pero más allá de toda diferencia de estética y po­ los cadetes del Colegio Militar de la Nación de 1942 sirvió como
lítica, el lector podrá ir siguiendo el proceso de crecimiento y pro- pretexto para instalar una política peronista cada vez más repre­
fundización de ciertos procedimientos literarios, compartidos por siva en términos sexuales. Desde entonces, uno de los focos de re­
todos. sistencia más constantes y menos estudiados fue la revista y edi­
En primer lugar, señalemos la búsqueda de un modo de nom­ torial Sur, fundada por Victoria Ocampo, pero efectivamente
brar el deseo homosexual y todo lo que éste desencadena. Se trata dirigida por dos homosexuales, José Bianco primero y Enrique Pez-
de una empresa particularmente dificultosa, porque los autores se zoni mucho tiempo después.
proponen sortear la censura interna e interna; pero también por­ José Bianco casi no tocó el tema del deseo homosexual en sus
que todo autor que empieza a escribir sobre el tema comprende que maravillosos relatos, pero desde su ingreso en Sur desplegó una se­
nuestra cultura no provee nombres para representar esa zona de rie de estrategias que no se limitaron, por cierto, a la publicación
la realidad que por convención denominamos homosexualidad, o, constante de libros y textos cortos de diferentes autores. Cuando en
a lo sumo, provee sólo palabras desgastadas por el uso, definicio­ 1958 H. A. Murena envió a Sur un monstruoso panfleto homofóbi-
nes poco convincentes. Notemos que una inmensa mayoría de los co, indignado por la fundación en Buenos Aires de una «editorial de­
autores se aboca, no sólo a contar hechos ficticios, sino a contarlos dicada a difundir a autores homosexuales y lesbianas», Bianco pu­
a partir de discursos previos', hay quienes dejar colar las voces de blicó junto al panfleto un cuento de Juan José Hernández, que sin
los homosexuales y adoptan así los modos de hablar de una cultu­ enunciar una sola teoría rebatía cada postulado de Murena. La fi­
ra de ghetto (Juan José Hernández, Manuel Puig); otros (Julio Cor­ gura de Oscar Hermes Villordo está íntimamente asociada a la idea
tázar, Martha Mercader) reescriben cuentos propios o ajenos para de publicación no sólo porque, en las postrimerías de la dictadura
hacer oír la palabra de un personaje antes sin voz; y otros, por fin, 76-83, su novela La brasa en la mano, colocó a lo homosexual en el
adoptan parcialmente ciertas modalidades de estéticas anteriores foco de la consideración mediática, sino porque desde entonces Vi­
al siglo XX, para discutir la visión de la homosexualidad implícita llordo hizo pública su condición de homosexual. Para su novela si­
en dichas estéticas: Luisa Valenzuela, por ejemplo, parodia la lite­ guiente, La otra mejilla, Enrique Pezzoni escribió una contratapa
ratura gauchesca, género «macho» si los hay; Sara Gallardo, en un que da al libro, y al hecho de publicarlo, el carácter de complemen­
texto inolvidable del que sólo ofrecemos un breve fragmento, tra­ to del Juicio a las Juntas Militares, por entonces en curso: La otra
ta de imaginar las voces de las indias que calló el Coronel Estanis- mejilla narra los crímenes de la policía contra los homosexuales con
lao Zeballos en su relación de la masacre de las tribus de Calfucu- una crudeza sólo equiparable al Nunca Más.
rá, «Piedra Azul».

4. En este marco puede entenderse la notoria escasez de cuentos con tema ho­
mosexual en la literatura argentina pero, además, el hecho de que la mayoría
Para terminar, deberíamos atender al hecho histórico que con­
de los textos que hemos podido, encontrar estuviera «escondido» en medio de
figuró, en sí misma, la publicación de cada uno de estos relatos, y una colección, sin referir directamente al tema desde el título, y sin dar título,
a la influencia que tuvo en su tiempo. En realidad, desde que en por supuesto, casi ninguno de los volúmenes.
3 sobre sus lejanos compatriotas, que una segunda generación de ex­
patriados -Lamborghini, Puig, Molloy, Matamoro- no dejó de reco­
Por supuesto, hubiéramos podido ordenar estos relatos de mu­ nocer y de extremar. En ambas generaciones, la frase de Néstor Per-
chas otras maneras, y cada una habría iluminando un aspecto dis­ longher, «¡qué país expulsor!», con infinitas variaciones, parece
tinto de nuestra historia. Antes de finalizar, convendría detenerse haber sido el gran lema: como si el único camino que le quedaba a
al menos en la que atiende la geografía en que los relatos fueron es­ la Argentina para decir su deseo fuera, en fin, escapar de sí misma.
critos y publicados. Aunque muchos de los autores nacieron en pro­
vincias, la mayor parte de sus textos vieron la luz, o bien en «nues­
tra capital portuaria», o bien en otras capitales del mundo: espacios «Pero a propósito», se preguntará quien, siguiendo nuestro juego,
que son a un tiempo centros de poder y de rebelión intelectual. En llegue ordenadamente al último capítulo de esta Historia, «¿cómo se
este sentido, merecen una atención especial las piezas escritas por vive hoy la homosexualidad en la Argentina?» La lectura de los rela­
autores que huyeron del peronismo y que, en su gran mayoría, per­ tos más recientes nos permite aventurar una sola respuesta cierta: el
manecieron en el exterior después de 1955, por temor de las subsi­ deseo homosexual ha dejado de considerarse la marca de un destino
guientes dictaduras militares. Marcados en la impronta de Sur, que trágico, el signo fatal de una condena biológica o divina. Consideremos,
en su reivindicación del «grupo de Bloomsbury» proponía la más am­ por ejemplo, la «forma» de los cuentos: si en los más antiguos la inevi-
plia libertad de pensamiento y acción en materia sexual, estos au­ tabilidad de sus causalidades y la ferocidad de sus finales parecen re­
tores llegaron sobre todo a París y Roma, se incorporaron a sus círcu­ producir la rigidez de la organización social y la fatalidad de las con­
los literarios, adoptaron sus modos y trataron de reescribir sus denas, en los relatos actuales se verifica la elección de formas mucho
mitologías para encauzar en sus huellas sus propios destinos. más abiertas. Como si los autores dijeran, con Grace Paley: «Siempre
Si comparamos sus textos con los que se escribían por la misma he despreciado esa línea recta entre dos puntos. No por razones litera­
época en el país, podemos señalar conquistas indudables: una ima­ rias, sino porque desvanece toda esperanza. Todo el mundo, sean se­
ginación liberada de las coerciones del realismo, una inteligencia res reales o inventados, merecen el destino abierto de la vida.» Más
que se prueba y se aguza en su propia voracidad cosmopolita, una aún: puede decirse que el deseo homosexual ha dejado de ser el conflic­
forma cada vez más dada a la experimentación y al juego, y sobre to motor de los cuentos, y se ha trasladado el foco a la manera de reac­
todo, un humor que desbarata el halo trágico y fatal que había ro­ cionar ante sus desafíos y al modo de relacionarse en sociedad.
deado al tema homosexual durante décadas. Por supuesto, esta Pero por lo demás, nos complace decir que Historia de un deseo
adaptación a una nueva cultura y, en muchos casos, a una nueva no responde de manera unívoca ningún otro interrogantes. Si alguien
lengua, no carecía de contradicciones, que perduran en los textos co­ intenta averiguar en estas páginas qué es la homosexualidad, encon­
mo zonas conflictivas.5 Pero la excelencia de su arte, y sobre todo, la trará una serie muy diversa de objetos de observación. Si alguien
parábola de sus propios destinos (son los primeros autores argenti­ quiere saber qué sentido puede darse a cada uno de estos «objetos»,
nos que se declararongays y lesbianas) dejó una impronta indeleble encontrará una gama igualmente vasta de respuestas posibles, da­
da no sólo por las variadísimas ideologías de los autores, sino tam­
bién por la diversidad de sus formaciones: la «homosexualidad» es
5. Los expatriados del peronismo se asumían como víctimas de una política, pe­
ro parecieron siempre ajenos a toda política de resistencia y, más aún, a la so­ juzgada desde la «espontaneidad» aparente de alguien como Villor-
lidaridad con otros marginados. Aunque por su condición de sudamericanos do a la hipererudición de María Moreno. Por su propia excelencia
«cultos» se creían con derecho a integrarse a una corriente europea de escritu­ narrativa, ninguno de estos autores elabora personajes «paradigmá­
ra «gay y lesbiana», muchos de los protagonistas de esta cultura europea los
consideraban distintos, «lo otro de lo otro», y hasta «buenos salvajes». ticos», ni políticamente correctos, ni paradigmas de incorrección po-
líbica; ninguno ve siquiera a la homosexualidad en sí misma como un
valor o un disvalor de cualquier tipo. Las «dos utopías» del final tam­
poco tienen el peso de una prescripción, sino la levedad de quien se
atreve por fin a imaginar el futuro o, para seguir parafraseando a Pa-
ley, «a conquistar una esperanza».

María Elena Walsh acuñó la idea de una antología como un


«cantar de gesta», al estilo de aquellos que todo un pueblo cantaba
para celebrar a sus héroes. Aunque, confesamos, nos tienta presen­
tar a esta antología como una «épica de combate», lo escaso del ma­
terial disponible6 y su propia variedad sólo autorizan a decir que
Historia de un deseo es más bien el rumor de una gesta, un rumor
hecho de secretos y presunciones, de susurros a espaldas del poder
y de quejidos, de gritos momentáneos y de prolongados silencios.
Por otro lado, ¿cuál sería, en un libro a tal punto heterogéneo,
el héroe único y cuáles las virtudes unánimemente celebradas? A
menos, claro, que el .protagonista secreto de cada uno de estos tex­
tos sea nuestra propia libertad de pensamiento, nuestra lucha por
foljar un destino fiel al deseo profundo, a medio camino entre el pa­
sado de sumisión y aquella libertad última y terrible de la que ha­
blaba Alejandra Pizamik. Y así quisiéramos legar esta antología al
lector y, muy especialmente, a los lectores que escriben: como una
incitación a la libertad de imaginar en la vida y en la literatura, co­
mo una propuesta de emulación que permita llenar los vacíos de
nuestra historia y de nuestro lenguaje y, sobre todo, como una for­
ma de reparar, con el placer de la lectura, todo «el dolor que costó
foijar tanta belleza». Para que también quienes nos sucedan se en­
cuentren mucho menos desguarnecidos, solos y desdichados que los
contemporáneos del viejo y querido Oscar.

Leopoldo Brizuela
Tolosa, 12 de marzo de 2000

6. Otros autores capitales que no han podido figurar en la antología, pero que
deseamos señalar al lector, son los siguientes: Copi, Alejandra Pizamik, Mar­
co Denevi y Néstor Perlongher.
9

Jonatán
Blas Matamoro

Tú ERAS UN príncipe, Jonatán, y yo un pastor. Ni tú ni yo lo sabía­


mos, y menos habríamos de saber que Samuel, que oía a Dios y un­
gía al elegido, me echaría el óleo del privilegio y me comunicaría el
deseo del Señor frotando sus secos labios sabios sobre mi boca sor­
prendida y fresca, la boca de un pastor sin letras que tañía mala­
mente el arpa y cantaba palabras aprendidas sin preguntarse por
su sentido.
Tú eras príncipe, Jonatán hermano, amado mío, y no sabrías de
unciones porque te aguardaba un trono que no habrías de ocupar.
Nunca supiste de unciones, del temblor que te posee porque el espí­
ritu de Dios entra en ti, borra el torpe tesoro de tu memoria y te ha­
ce ver claro sobre una llanura de años donde ya has ganado bata­
llas, ya te han acusado de victorioso y las mujeres de Israel se
arrodillan ante ti, ante mí, queriendo ser las madres de tus hijos y
hasta las abuelas de tus nietos.
Profetizas, con el óleo todavía vacilante y tibio sobre la frente.
Te marchas al desierto, te desnudas, te tiendes sobre la arena que
la noche hiela, se te duerme el cuerpo, disuelto en la inmensidad os­
cura, y tu cabeza vaga por el mundo, y con la primera luz del ama­
necer dices a los hombres prodigios o desdichas que ya tienen vivi­
dos en los días del porvenir.
Aquella noche mi cabeza se detuvo en una gruta donde colgaba
un escudo que era un espejo de bronce. Me miré en sueños y me vi
con el espíritu que me acechaba desde tu cuerpo, que yo no conocía.
Vi mi rostro pálido, alargado y cubierto por la negra maleza de tu En la corte de tu padre tú me aguardabas, sin saberlo yo, sin sa­
barba. Mi rostro no era el mío, el mío era rojo y calvo, bajaban sobre berlo tú. Eras la cara de aquel sueño que el espejo me devolvía co­
él unos bucles dorados y el sol me ennegrecía como a un amalecita. mo propia cuando acababa de conocerla. El espíritu de Dios te po­
Al verme ese rostro ajeno comprendí que era el mío y partí a buscar­ see como un amante y aceptas que te convierta en otro, y así,
lo, sabiendo que, en sueños sucesivos, el espejo me hablaría con una mientras yo llevara tu rostro tú no morirías, así también tú serías
voz ajena que era la mía y que habría de oírla bajo la luz del sol el custodio de mi vida en tanto en tus espejos la cara rubia de un
cuando tú te me aparecieras y pudiera yo tocar tu presencia. Yo era pastor desconocido devolviera la mirada de tus ojos.
otro, alabé al Señor y me sentí dichoso en aquella cueva donde ha­ Engendré muchos hijos en mi larga vida, Jonatán, engendré hi­
bitaba la cabeza terrible y bella que reflejaba mi propia vagabunda jos propios y ajenos y cuando el varón conoce a la mujer y la preña,
cabeza. es ella quien se queda con el fruto del encuentro. Lo que dejas den­
Samuel me empujó al camino y me puso delante al gigantesco tro de la mujer le pertenece, pues has servido a la madre de los hi­
Goliat de los filisteos. Lo cubría una armadura de bronce y se echó jos de Israel. Cuando un varón conoce a otro varón queda dentro de
a reír al verme, tan pequeño, sin espada ni puñal, pastor cubierto él para siempre, oscura flor de simiente que navega en la sangre del
de andrajos. La risa lo hizo llorar y se llevó una mano a los ojos pa­ amado y que vuelve, misteriosa, en el rostro del hijo. Engendré hi­
ra limpiarse las lágrimas. Fue entonces cuando le di una pedrada jos propios y ajenos, Jonatán, y una porción de ellos son tus hijos,
éh la frente, única parte desprotegida de su cuerpo, porque dicen las amado mío. En la cara de los hijos que tuve en tu hermana Mikhal
sibilas que pensamos con la frente y siempre está desprotegido nues­ has vuelto para siempre a abrir los ojos y a sorprenderte por la al­
tro pensamiento, en tanto Dios monta guardia ante nuestros cora­ tura calva de las montañas.
zones. El gigante cayó con un estrépito de cacharros sorprendidos y ' Porque tú siempre fuiste un animal de altura, Jonatán, águila
corté su cabeza. Trenzas de espesa sangre colgaban de su cuello y que se afila el pico y las garras en las cimas solitarias. Saltabas ris­
vibraban al viento musitando coros de palabras misteriosas. Fueron cos, trepabas desfiladeros, aguardabas a los enemigos en las grietas
esta voces las que ahuyentaron a los diez mil filisteos, dejándome y en las peñas, seguro de desgarrarlos con tu gesto pugnaz, que ba­
en un paraje desconocido y solitario que pronto llenó una multitud jaba como el alud hasta el terror de los vencidos. Yo, en cambio, he
admirativa, murmurante y hebrea. Yo era la leyenda del pequeño sido siempre el pastor en el valle, hundido en la alta hierba, entre
pastor desarmado que mata al gigante artillado, para siempre la fe la pereza del ganado, he visto el cielo cambiar con desgano de color,
de los pequeños en el favor de Dios. Una gota de aceite, una hermo­ recortado por la mezquindad del follaje, me he adormecido en la
sa pesadilla y una pedrada oportuna construyen prestamente a un blandura maternal y húmeda de los hondones, he acariciado el ar­
héroe. pa como la temblorosa cabellera de una muchacha que se desnuda
El camino hacia el rey Saúl, tu padre, recorría valles y aldeas por primera vez y he imaginado los salmos donde la voz del hombre,
en que David era ya objeto de culto. Los niños jugaban a David y Go­ perdido en la bruma del hombre, perdido en la bruma del mundo,
liat, los mercaderes vendían muñecos y dulces en forma de David, alaba la certeza de Dios en las alturas de su luz. Tú, más cerca de
todos querían ser los poseedores de la piedra que había derribado al la cumbre, bajabas tus miradas sombrías sobre un paisaje que do­
gigante, altares domésticos la mostraban a la piedad de las familias minabas hasta las lejanías enemigas. Tú compartías la nítida sole­
y las servidumbres. dad de rocas y soles, eras la ley echando sus rayos sobre el descon­
Las mujeres de Israel deseaban ser madres de David, ofrecían cierto de los hombres. Me han crecido uñas de halcón, alas de
sus vientres a la fecundación del héroe, entre cantos que proclama­ vencejo y pico de buitre desde tu simiente vaga, secreta, por las ave­
ban la fama del pastor como diez veces más alta que la del rey. nidas de mi cuerpo, así como la hierba de mis valles ablanda tu
muerte, Jonatán, hermano mío. Sólo huyo al desierto de noche, bus­
Saúl me persiguió con su lanza y tú me salvaste la vida con avi­
cando el cobijo del páramo borrado por la tiniebla donde te encierren
sos oportunos, en tanto nos íbamos al desierto y juntos convocába­
mis brazos y mi boca, el desierto que se ilumina en el avaro momen­
mos el testimonio de Dios para que mi descendencia fuera la tuya y
to de la profecía y que borra los caminos apenas los hollamos con
tu descendencia fuera la mía, Jonatán. El desierto estaba frío en la
pies de fiebre y de olvido.
tiniebla y había calor sólo en nuestra tienda. La hogaza reseca por
En los sueños de Saúl no había espejos. No había escudos de me­
el sol se ablanda en el vino como mi voz en el canto, cantándote pa­
tal en sus alcobas, el agua de las fuentes se enturbiaba de miedo
labras que mi vejez ha olvidado, palabras que nadie escuchó salvo
cuando él se asomaba en busca de su rostro. Saúl no ha visto nunca
tú y que aseveran la memoria del Señor.
su cara, por ello lo asaltaron siempre los malos espíritus del Señor y
La flor de tu simiente se abrió de golpe en mis entrañas, flor
las puertas de su alma estuvieron siempre abiertas a las visitas de­
oculta y certera, y te proclamé en secreto mi padre y mi rey, porque
moníacas. Saúl que te echó de su mesa porque amabas al pastor, que
acababa de coronarte yo a ti con la apagada diadema de mis manos
te ofreció como víctima al Supremo ante el clamor del pueblo que te
y porque terminaba yo de nacer bajo tu mirada húmeda, y desde en­
quería vivo y vencedor de venideras batallas, Saúl que me persiguió
tonces mis hijos son tus hijos, Jonatán, y repiten tu nombre sin co­
con su lanza fatigando los años y los senderos, porque sabía o porque
nocerlo y sin callarlo.
ignoraba que yo era tú y que tú me amabas como a ti mismo.
Un sol moroso y rojo fue habitando el desierto y tu mano echó
Vi tu cara, por fin, unida a tu cuerpo, aquel cuerpo de santo gue­
su sombra sobre mi muslo y vi mi cuerpo inmenso como el desierto
rrero, blanco y lacio, con los anchos hombros apuntados desde la al­
y la sombra de tu mano inmensa como una nube y tú no eras un gue­
tura hacia la tierra donde se combate. Tu cuerpo, espesura de pelo rrero dormido ni yo un danzarín enamorado de ti, sino que éramos
negro con el medido tesoro de tus ojos, seguros diamantes en la ma­ inmensos como el mundo y como la muerte y ya nada podía inquie­
raña de tu frente, y el águila de vello que se desplegaba en tu pecho, tarnos, porque el mundo es seguro y la muerte es quieta.
ah vello que se derramaba sobre mi pecho calvo y tostado, en torno Mucho después supe que aquella mañana era la última vez que
al alabastro de mis tetillas, como la lluvia en la vaguada, cuando te vería, y una oscura certeza debió llegar a mi alma, porque hui de
dormías, confiado a mi monótono aliento, a mi corazón monótono vosotros y me oculté en una cueva donde los días no transcurrían, y
que sólo aprendió a amarte, en tanto tu boca cubría mi ínfimo arro­ me fingí loco y fui llevado por las aldeas encadenado a los furiosos
yo con su respiración entre los dedos de mi diestra. y a los melancólicos, y me hice siervo de los filisteos y luché por ellos
No sabía tu nombre todavía cuando tú me diste tu espada y tu y guardé en un talego las monedas que me proporcionó la sangre de
manto, Jonatán, me puse tu mano y empuñé tu espada, y sentí que sus enemigos.
era un príncipe y que sabía blandiría desde siglos, porque me pose­ Caí ante Saúl esperando la muerte y él me reconoció hijo suyo,
yó tu espíritu y tu nombre me subió a la boca desde la bruma de los hermano tuyo, hermano de príncipes, sin saber, acaso, que la más
misterios, me llenó tu nombre la boca y se escapó entre mis labios alta corona la llevabas tú y me la pasarías con tu último aliento. Su­
como un pájaro impaciente y te nombré sabiendo que guardarías mi pe entonces que morirías antes que yo, Jonatán, que ya estabas
vida en remotos confines del mundo cuando la muerte me exigiera muerto para mí, pues el agua del arroyo me mostró tu cara inmóvil,
su moneda. Samuel me había descubierto rey entre la maraña de los con los ojos vacíos. Ya nunca me habrías de mirar, Jonatán, amor
valles, pero yo me sentí rey sólo cuando tu manto ciñó mi cuerpo, tu muerto, y Saúl me imponía su herencia porque sabía que tú no lo
manto que aún tenía la tibieza de tu piel, Jonatán, y cuando tu es­ habrías de heredar.
pada se irguió en mi puño, tu espada que aún temblaba con tu últi­ Soñé en noches solitarias. Soñé formas penumbrosas que olvi­
ma estocada. daba al despertar. Soñé que el viejo Samuel, muerto hacía años, ve­
nía con sus anuncios en lo más íntimo de los sueños. Samuel salía to en el infalible escudo de bronce al que me miraba en el centro de
por una grieta del desierto, quejándose de que lo despertaran de su los sueños.
larga siesta junto al Señor, la cara cubierta por un manto negro. So­ Supe de aquella guerra antes de que se librara y tuve tiempo de
ñé que se descubría la cara y que en el negro manto estabas tú, he­ compartir vuestras espadas. No fui, Jonatán, pudiendo haber ido.
lado, rígido, y que tu sudor aún parecía mojar tu frente y la sangre Los enemigos acabaron contigo, cortaron tu cuello y alabaron tu
de tus heridas aún parecía rodear tu cuello, pero al besarlos en bus­ suelta cabeza antes de sepultarte bajo un tamarisco, según el anun­
ca de tu acre presencia, Jonatán, se astillaban entre mis dientes co­ cio de Samuel. Pude estar junto a ti, morir junto a ti o, tal vez, con
mo cristales, y tú te transformabas en un tamarisco mientras te lle­ mayor seguridad, salvarte la vida. Tú serías rey y yo pastor. Tú se­
vaba en mis brazos como a un niño dormido, y el árbol aumentaba rías un viejo balbuciente, de boca despoblada y piernas inútiles, que
de peso hasta obligarme a caer de rodillas y de rodillas me desper­ intentaría conmover los pechos de pajarillos de la niña sulamita. En
taba, al amanecer, en mi lecho, cantando tu nombre sobre la músi­ cambio, eres Jonatán, el santo guerrero que señorea sobre las más
ca de un salmo. encumbradas montañas, hermano de soles y de leyes, eres el ágil
Yo dancé ante el Arca, Jonatán, y ordené que se construyera el muchacho de los desiertos que tiene a su lado al rubio pastor ungi­
Templo para que el trono tuviera su sitio y el Arca cesara de errar do, un niño que lo ama como a sí mismo. Tú puedes danzar ante el
por el mundo y los pueblos encaminaran sus pasos hacia la Ciudad Arca y cuando Salomón se siente en el trono, tú te sentarás con él y
de Dios. Pero, en secreto, eras tú quien danzaba y eras tú quien or­ dominarás el Templo de la Ciudad de Dios con tu húmeda mirada
denaba y eras tú quien arrastraba ante la devoción de la multitud de buitre.
el manto real. Tú eras mi rey y llevabas mi corona y yo, el pastor co­ Ofrendad a Dios la gloria de su nombre.
ronado, llevaba tu cuerpo con el gesto regio aprendido en las altu­ Firme está el orbe y el Señor no vacila.
ras despobladas en las que afilaste tu pico y tus garras.
Ese tu rostro pálido y enmarañado el rostro de Salomón, mi hi­
jo, que construirá el Templo y fijará el trono y hará reposar el Arca (Inédito.)
en la penumbra sagrada que acunan las arpas y las voces. Cuando
vi en la cara de mi hijo tu cara, Jonatán, comprendí que el viejo Da­
vid, con su boca despoblada, sus piernas inútiles y su palabra balbu­
ceante, agradecía a Dios la moneda del final. Salomón eres tú y que­
darás vivo para cuidarme cuando haya muerto, como yo he montado
guardia en tomo al oculto jardín de tu simiente de donde sale tu ros­
tro una vez y cien veces para asomarse al rostro de mis hijos, de nues­
tros hijos, Jonatán, mi padre y mi rey, mi hermano y mi amado.
Busqué la muerte en la batalla, entre los apostados, en el adul­
terio que la ley castigaría con la vida, y no la hallé. Mis glorias y mis
lágrimas me han empujado a la ancianidad, en la que la niña de Su-
nam me acerca sus pechos de paj arillo y se abraza a mí por las no­
ches para entibiar el frío de las últimas estaciones.
Busqué la muerte y no la hallé porque tú habías muerto, con tu
padre y tus hermanos, y era yo quien debía guardar tu rostro secre­
de masas, una mente política, en suma, no un mero playboy de los
Tristán e Isoldo bosques.
Juan Rodolfo Wilcock En cuanto a las gracias del rubio Isoldo, sumadas a unas ex­
traordinarias dotes espirituales (la madre lo ha iniciado entre otras
cosas en los secretos de la cocina), mucho saben acerca de ellas los
viajeros que han visitado Irlanda y su capital (Dublín) pero no todo
cuanto sería necesario para tejer las justas alabanzas.
Así, ambos jóvenes llevan sus respectivos retratos en el corazón,
y sus pensamientos se encuentran superando cualquier distancia.
(Encuadres iniciales.)
Pero es bastante improbable que puedan encontrarse alguna vez
en persona, puesto que antiguos rencores separan inexorablemente
a Cornualles de Irlanda, y con suerte alterna ambos países se han
combatido ásperamente durante mucho tiempo. La sangre corrió a
(Guión cinematográfico inédito de Lloren? Riber;
manuscrito procedente de una colección privada.) torrentes y el odio fue grande; tal vez mayor por parte irlandesa,
porque una ley exigía que cada hombre de Cornualles, si era sor­
Época: Edad Media. Lugar: El Canal de la Mancha y alrededores. prendido aunque sólo fuera preguntándole la hora a un muchacho
Tristán, hijo de Blancaflor, hermana de Marcos de Comualles, vive irlandés, fuera muerto inmediatamente y colgado cabeza abajo de
en la corte de su tío. Él e Isoldo, estudiante de medicina y príncipe un poste de la luz.
de Irlanda, hijo del rey Gurmano y de la reina Lotta, son la créme En el castillo del rey, en Tintal de Cornualles, encontramos una
de la créme de lajeimesse dorée de la época. Llevan mucho tiempo extraña situación: el rey Marcos, muerta su mujer Gerunda, famo­
sabiendo cosas el uno del otro, pero sólo de oídas. Isoldo, sin haber­ sa por la longitud y rectitud de su nariz, ha designado como herede­
lo visto nunca, considera a Tristán el folk-singer ideal: barba rubia ro del trono a su sobrino (de él), a quien el monarca ama entraña­
y espesa, mostachos de león, anteojos de cornalina; para Tristán, en blemente, y por dicho motivo no quiere casarse de nuevo. Por él, en
cambio, Isoldo personifica el sueño maravilloso del universitario im­ efecto, cuentan en voz baja los habituales de lugares de mala nota,
berbe de excelente familia. hizo destripar a la reina, que en cierto modo obstaculizaba aquel
Tristán debe la fama que lo rodea tanto a su voz como a sus dig­ afecto. En la corte, sin embargo, entre los grandes del reino, muchos
nas costumbres; preciosa herencia de su sangre bretona. (En efec­ barones envidian a Tristán, conspiran contra él y apremian al rey
to, su padre, Rimalino de Parmenia, se trasladó de la tierra natal Marcos para que nombre otro heredero menos escandaloso.
a Tintal, sede de la corte del rey Marcos; la historia de sus amores Tristán, desprovisto de cualquier egoísmo, es incondicionalmen­
con Blancaflor y un ciervo del bosque real tuvo un trágico desarro­ te fiel a Marcos; hasta tal punto consigue confundir esta fidelidad
llo.) Él no sólo es el más hermoso y el más deportivo de los jóvenes, con su interés por el famoso Isoldo, que se propone conquistar al jo­
el experto condottiero que ha prestado al tío mil servicios como pro­ ven para ofrecerlo como heredero a su señor. El proyecto no está des­
fesor de gimnasia del cuerpo de cadetes, el brillante y heroico caba­ provisto de consecuencias políticas: aparte de las ventajas de tener
llero de tantos encuentros de polo y campeón local de ajedrez, sino un médico en la familia, el gesto de Tristán servirá para pacificar a
también el hombre más culto de aquellos tiempos incultos, hábil los dos países, profundamente golpeados por el odio recíproco y ex­
cesivamente dañados por la prolongada guerra.
conversador, experto en cante español y en medios de comunicación
El proyecto es osado, pero, cuando Tristán se lo insinúa al rey con esta barca y una modesta provisión de comida. Pide por cari­
para pedirle consejo, éste lo considera irrealizable. Al final, sin em­ dad a sus socorredores un puñado de hierba para el conejo, que no
bargo, Marcos se rinde a la idea, para poner término a las imper­ ha comido nada desde el día del estupro.
tinencias de los barones. Se convence de querer únicamente a Isol- Los irlandeses llevan a los dos a tierra; mientras desembarcan,
do; pero si Tristán fracasa en su intento de secuestrar al irlandés, pasa cerca de ellos Isoldo, en compañía de Branganio y de sus pa­
el rey renunciará a la adopción y Tristán seguirá siendo heredero jes, de regreso al castillo después del baño (encuadres de playa con
del trono. muchachos y jóvenes irlandeses en traje de baño, esquí acuático,
Los barones procuran cargar sobre Tristán todo el peligro de la desnudos a contraluz, etcétera). Acude mucha más gente, y alguien
empresa e intentan convencer al rey de que lo envíe solo a Irlanda comunica la noticia al principito, que quiere que le traigan inme­
(con la secreta esperanza de que no regrese, colgado patas arriba por diatamente a Tristán (el cual manifiesta llamarse Tantris) y le or­
la dura ley de Dublín). El rey opone un airado rechazo y pretende dena que cante y recite. El inglés lo hace, y su voz, sus modales y
incluso que sean los barones quienes vayan para que Tristán se que­ su conejo suscitan una gran impresión. Isoldo ordena finalmente
de con él. Tristán, entre otras razones porque le parece improbable que lleven a los dos náufragos al castillo y que los alojen en una ha­
que aquellos antihigiénicos barones consigan seducir al estudiante, bitación aseada, a fin de que puedan reponer fuerzas y sacarse los
exige para sí el honor de la empresa; acepta que los barones lo acom­ piojos de mar.
pañen, pero no todos, y con prohibición absoluta de tocar a la presa. De este modo llega Tristán, bajo fingida cobertura, a la corte y
Éstos, preocupados, acceden de mala gana. no tarda en conquistar, con sus músculos y su talento, el favor de to­
Parten. Cerca de las costas irlandesas el príncipe se viste unas dos; porque a todos supera en ingenio, cultura musical y sentido in­
míseras y harapientas ropas, los blue-jeans más viejos que ha en­ nato de la publicidad. Junto a Isoldo, se dedica a la música y a las
contrado, y desciende a una barca con su arpa y un gran conejo de letras, a la cría de conejos, al juego del ajedrez; le da también leccio­
regalo. Ordena a los demás que vuelvan a la patria y le cuenten al nes de moralidad, de judo, de español; en suma, se enamoran uno
rey que traerá a Isoldo preparado para la adopción, o, en caso con­ del otro.
trario, no regresará jamás. Después se deja arrastrar por las olas Pero frente a la responsabilidad de su misión y a su deber res­
hacia la playa. La barca a la deriva es avistada por una lancha pa­ pecto al rey Marcos, Tristán hace pasar a segundo término sus sen­
trullera en las proximidades de Dublín y del puerto sale una barca timientos, por otra parte más que naturales entre dos jóvenes be­
en su auxilio. llos, ricos y amantes del deporte; cuando descubre el amor de Isoldo,
A los oídos de los marineros que se aproximan llega un canto, se alegra, porque piensa que ahora el príncipe lo seguirá con mayor
acompañado del sonido del arpa, tan dulce y encantador que todos agrado a Comualles.
se ponen a bailar sobre la barca, descuidando remos y timón. Abor­ Isoldo, por su parte, vive con el escozor de que su inclinación no
dan finalmente la barquilla a la deriva y encuentran en ella a Tris­ llegue a nada concreto; desde el momento en que sabe que el pobre
tán, que les cuenta una historia lacrimosa: yendo de viaje hacia y desconocido pero fascinante juglar-mercader duerme con su cone­
Bretaña con un rico compañero y una preciosa carga, fueron sor­ jo, teme no ser plenamente correspondido.
prendidos por los piratas, los cuales mataron a su compañero jun­ Finalmente Tristán le revela su propia identidad. Es una esce­
to con toda la tripulación de la nave, a excepción del conejo. A él, na abundante en los más contrastados sentimientos. Isoldo se ente­
sin embargo, le perdonaron la vida, después de haber sido violen­ ra de ese modo de que el jovencito amado por él es Tristán, aquel que
tado por todos, junto con el conejo, gracias a su belleza viril y a sus era para él tanto un nombre como un sueño, y que ahora llegaba has­
canciones; los apiadados piratas lo abandonaron en medio del mar ta él astutamente, para conquistarlo; pero no para sí mismo, sino
para el rey Marcos. ¿Debería seguirlo, pero sólo para acabar entre
los brazos del tío? Terribles dudas atormentan a Marcos, puesto que se trata na­
Tristón intenta convencerlo, con el ímpetu de su experta lengua, da menos que de su hijo, puro como un ángel, y de su más querido
en nombre de Marcos y de sus proyectos políticos; finalmente obtie­ amigo y sobrino, no tan puro pero en cualquier caso de la familia.
ne el consentimiento del muchacho, vencido ahora por el espejismo El rey y Marioldo, roídos por las sospechas, contratan como es­
de un menage á trois a nivel real. Todo, o casi todo, es revelado a los pía al enano Melot. Como espía éste es un fracaso y al primer espio­
naje hace venir a Marcos, pero los otros se dan cuenta a tiempo y
venerables progenitores: sigue de ahí la sorpresa, la cólera, la refle­
fingen que están jugando al ajedrez en un árbol. Marcos, furioso,
xión, la alegría, y después la conformidad. Tristón recoge el conejo
arroja al enano al arroyo. Vuelve a la corte y ordena que los dos jó­
y conduce a Isoldo a Cornualles.
venes sean expulsados: que vayan a jugar al ajedrez a Francia:
Durante el viaje se acaba creando en la nave una situación extra­
Los dos príncipes se refugian en la selva y viven en una gruta,
ña. Isoldo, a quien hasta ahora no se le ha resistido un sólo hombre,
antiguo refugio de los gigantes (encuadres de la vida serena y bucó­
sigue celoso del conejo y vacila entre el amor y el odio; Tristón titubea
lica en plena Edad Media entre las fieras del bosque). Sin embargo,
en cambio entre la voz del instinto y la de la razón de Estado. Pero una
el rey los ha seguido y los descubre en la gruta, dedicados a jugar
noche, en que se han quedado solos porque todos los demás han des­
un final de partida especialmente difícil, torre contra torre, sobre el
cendido a tierra, los dos jóvenes beben un litro de cerveza irlandesa por
montón de paja del conejo. Los dos protestan que en la Irlanda me­
cabeza, y el deseo de Isoldo estalla libremente sin freno. El conejo es
dieval todo el mundo juega al ajedrez.
abandonado en la estiba de la nave y los dos príncipes se alojan juntos
Pero el rey no atiende a razones: desenvaina la larga espada y
durante el resto del viaje, temiendo ambos su indeseable final.
se abalanza contra Tristán. En un desesperado intento por salvar al
El rey Marcos los acoge con gran pompa y nombra heredero a
amigo, que en lugar de escapar ha ofrecido el pecho al sable, Isoldo
Isoldo. Aquella misma noche, cuando se dispone a llevar a término
se adelanta, con el resultado de que ambos jóvenes son ensartados
la adopción, el complaciente Branganio se deja convencer por los
por la misma hoja, y ésta se clava en la roca. Unidos como dos tor­
otros dos: sustituye a Isoldo en el lecho familiar, y Marcos pasa con
dos en el sangriento espetón de la muerte, Tristán e Isoldo consi­
él el resto de la noche. guen soltarse de la roca, adelantar irnos pasos juntos y caer final­
El engaño prosigue sin que Marcos lo descubra, porque Tristón mente, exánimes, sobre el tablero de ajedrez. A lo que el conejo,
tiene libre acceso a las habitaciones de Isoldo, y ambos consiguen enfurecido, se lanza contra el rey y lo devora. (Por gentileza de Cbar-
evitar la menor sospecha. Pero su felicidad, nacida bajo el signo de les Guy Fulke Greville, conde de Warwick.)
la fatalidad, es descubierta por Marioldo, el senescal del rey, el cual
también desea entrañablemente a Isoldo.
Marioldo lleva años durmiendo en la misma tienda que el cone­
(Fragmento de «Lloren? Riber», en La sinagoga de
jo y Tristón; así que no tarda en descubrir que éste, a determinada
los inconoclastas, Anagrama, Barcelona, 1981; tra­
hora de la noche, se dirige furtivamente a las habitaciones del prín­ ducido del italiano por Joaquín Jordá.)
cipe heredero. Marioldo sigue sus huellas sobre la nieve y descubre
a Tristón e Isoldo que juegan al ajedrez sobre la alfombra, aunque
el fiel Branganio intente cubrir con el tablero la luz de la lámpara.
¡Dolor y rabia! Marioldo, sin embargo, no revela al rey que ha
descubierto a los dos en plena apertura india, pero le informa de
ciertos rumores, que le inquietan, y sigue estando en guardia.
II
Nuestros
antepasados
Manuel Mujica Lainez

1648

Era UNA CANOA larga Y esbelta, de aquellas que solían recorrer, tri­
puladas por diez o quince guaraníes, todo el curso del Uruguay y del
Paraná, aventurándose hasta el delta mismo. Sólo que ahora no la
ocupaba nadie. Abandonada, a la deriva, ponía en la serenidad del
Río de la Plata inesperadas sugestiones de naufragio.
Los dos pescadores, de pie sobre el lomo de los caballos cuyos
belfos sobrenadaban el agua indolente, escudriñaban el interior de
la barca, más cerca de la costa.
Un movimiento de la corriente hizo virar con blando balanceo
la proa erguida, y el sol, al bañar su cóncava superficie, arrancó chis­
pas de un objeto oscuro, metálico, alzado en la popa.
-¡Un cofre! ¡Un cofre! -gritó Ignacio, el menor de los muchachos,
y zambulló ágilmente. El otro le siguió. Brillaban los ojos de ambos,
pero su luz era distinta. Había entusiasmo, codicia, en los de Igna­
cio; en los de Miguel, desazón: cada brazada que le acercaba a lo des­
conocido, añadía a su miedo. Chapaleando las ondas breves, llega­
ron hasta la canoa.

Por más que mirara hacia atrás, hacia los comienzos de su cor­
ta vida, Miguel no podía separar de su memoria la imagen de su pri­
mo hermano. Juntos habían crecido en el caserío de Torre del Mar,
en Vélez Málaga. Su infancia transcurrió entre olivos y naranjos, a
jarle de los otros muchachos pescadores, y su primo, con aquel aban­
orillas del Mediterráneo, y en barcazas ligeras que regresaban al
dono y aquella fácil indiferencia que le singularizaban, le había de­
anochecer, henchidas las redes. Fue una vida alegre, retozona, de
jado hacer, quizá sin notarlo.
semidioses anfibios. Cuando no estaban bañándose en las aguas
Si Miguel se hubiera detenido a analizar, indagando en sus sen­
azules, o pescando mar afuera, o tumbados entre los naranjales, pa­
timientos, la índole sutil de los lazos que había estrechado así con
seaban por las callejas delgadas y entraban en las iglesias antiguas
Ignacio, su ingenuidad aldeana no le hubiera permitido discernir su
y en los conventos. Lo poco que sabían lo habían aprendido codo con
nudo más escondido. Esa ignorancia que sólo obraba por impulsos
codo; algunas oraciones milagreras, zurcir una red, preparar un an­
ponía una extraña base de pureza a su amistad. Lo único que él le
zuelo, elegir el cebo mejor. Los grumetes de los barcos que acudían
pedía a la vida es que le dejara estar con Ignacio, bajo los naranjos
al refugio de Torre del Mar, en busca del agua fresca de sus pozos,
deslumbrantes o bajo las estrellas balanceadas, en las noches en que
les habían referido cuentos de sirenas, y los pescadores no cesaban
el Mediterráneo vuelve a ser griego y fenicio. Y como Ignacio, por
de narrarles la mágica historia de cuando el Rey Católico pasó por
inercia, porque exige más esfuerzo negar que acordar, se había so­
allí, acuchillando moros.
metido a esa vida de tácito aislamiento, su existencia transcurrió fe­
Para Miguel, Ignacio era inseparable de esas evocaciones. En
liz en el caserío de Torre del Mar.
su imaginación infantil azuzada por las viejas piedras esculpidas y
Hasta que el menor cumplió diecisiete años, y repentinamente
por el aire del Mediterráneo, Ignacio ocupaba el sitio de los héroes
empezó a sentir que le ahogaba un dogal tan laboriosamente tren­
de la leyenda. Veíale amarrado al mástil del navio veloz, mientras
zado. íbansele los ojos tras las muchachas, cuando salían los domin­
las mujeres de cola escamosa cantaban los cantos fatales. Veíale, el
gos de misa, y aunque Miguel le urgía para que volvieran a la pla­
casco coronado de alas, frente a la hueste sonora que salvó a Anda­
ya, se atardaba en el atrio de la iglesia de la Encarnación o, si
lucía del infiel. Ignacio, siempre Ignacio, para su soledad de niño.
conseguía escapar, rondaba el palacio de los marqueses de Veniel,
Su desnudez atravesaba como un relámpago la negrura de los oli­
cuyas criadas eran hermosas.
vares y todo se iluminaba con brusco resplandor.
También cambió entonces el carácter de Miguel. De jubiloso y
Al morir el padre de su primo, hermano del suyo, aquella inti­
encendido, se tornó taciturno, receloso, secreto. Ignacio ya no pudo
midad se aguzó. Ignacio a los quince años y Miguel a los diecisiete
ejercer su tiranía. Aunque se acompañaban siempre, abríanse en­
se parecían como dos estatuas de bronce, en la similitud de los tor­
tre ambos verdaderos pozos de silencio, y entonces advertían la dis­
sos soleados, del pelo renegrido, de los ojos árabes. Pero en aquella tancia que les separaba: Ignacio de una parte, con su inquietud, su
relación, riesgosa por lo que implicaba de desequilibrios, el mayor
ansia de vida, de amor, de luces; Miguel de la otra con la muda an­
era, al tiempo que el protector, el esclavo. Tan habituado estaba Ig­ gustia de quien siente que pierde lo que es suyo y comprende que
nacio a hacer su voluntad, desde que juntos iniciaron la vida, que no cada palabra puede contribuir al alejamiento y por eso no la pro­
lo consideraba un privilegio que podría quitársele. Y así, si Miguel nuncia, aunque arde por hablar. Así iban, trepando las pendientes
le otorgaba todo, Ignacio no advertía la singularidad de tal actitud, de Vélez Málaga entrecortadas de calles cojas, sin percibir ningu­
y la recibía sin agradecerla, con la naturalidad inconsciente de los no de los dos cuál era la índole del peso que les agobiaba. Y a am­
pequeños déspotas. Pero a Miguel le bastaba, como recompensa de bos lados, en los soportales, bullía la vida con los gritos de los arrie­
una situación cuya injusticia no podía escapársele, sentir que ese ros y de las fregonas, con el tartamudear de los mendigos y las
sacrificio permanente, que era en él como una segunda personali­ grescas de los marineros. Nombres remotos: México, Lima, Porto-
dad, le había dado en cambio la seguridad de que no compartía a Ig­ belo, Cartagena de Indias, Buenos Aires, acudían a los labios. Pe­
nacio con nadie. Durante años, habíase valido de mil tretas para ale­ ro ellos no los escuchaban. Ignacio, disimulando -y no entendien­
do, en verdad, la causa de su disimulo-, se detenía con cualquier El padre de Miguel no resistió a ese reclamo alucinante. Dejó
pretexto para entornar los ojos y atisbar, bajo un corpiño, el pujar los aparejos de pescador y embarcó con su hijo y su sobrino. Tanta
de un pecho adolescente, imperioso. Y Miguel, disimulando también era su certeza de fortuna, que antes de partir de Torre del Mar es­
y sin alcanzar tampoco la fuente de ese fingimiento, seguía con la cogió el solar de Vélez Málaga en el cual levantaría su casa rica, con
mirada los ojos de Ignacio y bajaba los párpados. fuentes en los patios y terrazas y jardines de cipreses y arrayanes.
No se había equivocado el menor. Era un arca de madera dura, Poco le duró el espejismo. La peste que asoló al velero y contra
quizá de jacarandá macizo. Su tosca talla aparecía aquí y allá, bajo la cual fue impotente el «maestro zurujano», le empujó con otros
el cuero repujado que la vestía y al que ornamentaban rígidas figu­ veinte cadáveres al seno de las aguas profundas, para festín de las
ras de águilas, de flores, de leones y pájaros. Tanto pesaba que tu­ especies plateadas que él había recogido tantas veces en las mallas
de su red.
vieron que hacer un esfuerzo para moverla, cuidando de que no zo­
Miguel e Ignacio quedaron solos, más solos que nunca, antes de
zobrara la embarcación. Cerrábanla herrajes martillados. Cuando
que el mayor hubiera cumplido veinte años. Aislados en medio del
quisieron levantar la tapa, ésta no cedió. Entonces, desenvainando
duelo de la tripulación, recobraron la confianza perdida. Miguel cre­
los cuchillos de pescadores, hundiéronlos en el delgado intersticio
yó que su primo volvía a ser suyo, en el miedo de un porvenir que
que separaba el cajón de la cubierta.
habría que ganar paso a paso. Fondearon en Buenos Aires a fines
Ignacio, agrandados los ojos por la emoción, hablaba con una vo­
de julio de 1647 y a poco se alistaron en la expedición que el gober­
lubilidad que Miguel no le conocía de largo tiempo. No paraba de
nador Don Jacinto de Lariz aprestaba contra las misiones de la
preguntar. ¿De dónde podía venir ese cofre? Y él mismo se contesta­
Compañía de Jesús.
ba, como intoxicado:
Don Jacinto debía su nombradla principal a sus querellas con
-De seguro que trae tesoros de los Padres de la Compañía. El
el obispo del Río de la Plata, quien acababa de excomulgarle a pe­
gobernador está en lo cierto. ¡Aquí hay oro, Miguel, onzas de oro has­
sar de sus privilegios de caballero santiaguista. ¡Qué terrible fue la
ta el tope!
enemistad del Señor de Lariz y del prelado! Por nada, ya estaban
Y forcejeaba con la faca reluciente, hasta que la hoja se quebró
escribiendo memoriales al Rey y al Consejo de Indias y a la Audien­
por la mitad, haciéndole un pequeño corte en una mano. Miguel, co­
cia de Charcas, pintándose respectivamente como demonios. Si el
mo tantas veces cuando eran niños, allende el océano, le tomó la ma­
jefe civil organizó su expedición misionera, cabe suponer que, en
no y oprimiéndola con fuerza entre los labios, comenzó a sorberle el
buena parte, su afán derivó de la urgencia de alejarse de Buenos Ai­
hilo de sangre.
res, revuelta por la discordia.
El pretexto era la denuncia de que los padres ignacianos ocul­
taban minas de oro en sus reducciones y que no las habían declara­
Mucha gente había venido de la costa andaluza para América. Los
do, como ordenaba la ley, ante la autoridad real. Un indio, llamado
viejos que recordaban los relatos de las primeras conquistas, encen­
Buenaventura, se ofreció a conducir a Don Jacinto hasta los mismos
dían fogatas en la imaginación de los auditorios. Desgarrábanse los
yacimientos. Y allá se partió el malhumorado maese de campo, con
mozos de Almería, de Motril, de Málaga, de Cádiz. ¿Quién iba a resig­
un ensayador de metales, algunos vecinos de la ciudad y cuarenta
narse a andar con bueyes o con cabras, o trabajando en las vides y en
soldados. Formaban entre ellos Ignacio y Miguel. Fue una marcha
los sembradíos, si cada golpe de viento de África alimentaba la hogue­
penosa y estéril. Pasada Nuestra Señora de la Encarnación de Ita-
ra con alusiones a un pasado levantisco, aventurero? En las Indias
puá, sobre el Paraná, el indio desapareció; sólo volvieron a hallarle
meterían el brazo hasta el codo en oro virgen, y de regreso serían más
bastante más tarde, en plena selva, y aunque Buenaventura fue so­
príncipes que los califas que alzaron las mezquitas y los palacios.
metido a tormento por el gobernador irritado
* no pudo sacársele pa­ -¡Mejor fuera llevarlo a la cabaña! -dijo Miguel-; allí podremos
labra. Vagaron de misión en misión, recibidos con violines y chiri­ usar de otros hierros.
mías por jesuítas astutos que simulaban una sorpresa respetuosa El menor aprobó. No fue fácil trabajó el que emprendieron. El
ante su aparición, y por caciques que no les mostraban más que ca­ arca era pesada y voluminosa. Empujándola lentamente entre los
charros y plumas de colores. En diciembre estaban de nuevo en Bue­ sauces, alcanzaron la base de la barranca. Peor resultó el ascenso.
nos Aires. De camino, se asían a la matas, a los troncos de los ceibos y de los
Durante aquellos seis meses se acentuó el humor melancólico espinillos. Bajo la piel dorada, hinchábanse sus músculos tensos. Así
de Miguel. De noche, su Primo solía acercarse a los fuegos que cre­ escalaron la cumbre de la loma y, exhaustos, se echaron a la sombra
pitaban para ahuyentar a las fieras, en un claro del bosque o a ori­ del tala que la coronaba.
llas de los grandes ríos. Quedaba allí las horas, .escuchando a los sol­ Frente a ellos, sin una vela, el río se irisaba con los esmaltes
dados que hablaban de mujeres. Súbitamente, un yacaré atravesaba transparentes del atardecer. A esa hora única, ya no semejaba una
la corriente entorpecida por camalotes, o un jaguar elástico cruza­ prolongación de la pampa vecina, pues lograba una hermosura que
ba un calvero entre los disparos de la mosquetería. Renacía la cal­ no fincaba en su grandeza desierta sino en el tesoro de tonos que de
ma, y las imágenes, con su obsesión, tornaban a danzar sobre las su entraña subía.
brasas. Eran mujeres de las tabernas y de los burdeles del Levante, Ignacio no prolongó el reposo. De un Salto estuvo en la choza y
o indias maravillosas que uno de ellos había entrevisto en el Perú, regresó con un trozo de hierro curvo, para reanudar la lucha con lo
en el último patio de la casa de un alto funcionario de Castilla. El desconocido al borde de la barranca.
vaivén de las llamas tatuaba en todos los pómulos igual quemadu­
ra. Suspiraban los veteranos. Ignacio no se cansaba de oírles. Jus­
tificaba tanta fatiga y tanto riesgo, a cambio de estas horas de ca­ Cuando volvieron de las misiones de piedra roja, resolvieron que
maradería bronca con hombres de pelo en pecho que iban en Buenos Aires no prosperarían. Es decir que lo decidió Miguel. De
descubriendo ante sus ojos ávidos visiones que le enardecían. Cuan­ haberse seguido el deseo de Ignacio, hubieran permanecido en la ciu­
to había en él de bisnieto de árabes voluptuosos cimbraba ante la dad. Con la sopa de los conventos y las sobras del Fuerte hubieran
promesa de los serrallos. Más atrás, en la sombra, Miguel sentía el tenido para sustentarse. Siempre hubieran encontrado qué hacer en
frío de la soledad. Cuando Ignacio entraba en la tienda, apenas si una metrópoli adolescente. ¿Por qué no engancharse de soldados?
cambiaban palabra. Pero Miguel opuso todo el vigor de su tenacidad al proyecto. Ellos
eran pescadores y la capital del Río de la Plata necesitaba alimen­
tarse. Los comienzos serían duros, mas pronto ganarían lo suficien­
A costa de mucho brío consiguieron arrastrar la canoa hasta la te para instalar un comercio. Medio año de andar entre gentes de la
playa. El cofre empecinado no les había revelado todavía su secre­ villa le había bastado para comprender que aquí no había ni el oro
to. Lo colocaron sobre las toscas y reanudaron la tarea ardua. El sol ni las esmeraldas ni las turquesas que les anunció la fantasía anda­
brillaba sobre sus espaldas, sobre sus manos sudorosas. Ignacio se luza. Aquí, para amasar algunas onzas, era menester recurrir al ne­
había anudado un lienzo a la herida y apretaba los dientes. Nada, gocio de cueros. Primero pescarían; más tarde, Dios les guiaría de
nada, la tapa no cedía. Dijérase que los leones y las águilas, acaso su mano.
repujados por un indio de esas mismas misiones de la Candelaria, Ignacio capituló a regañadientes. Argüyó que podían ubicar su
de Santa Ana y de Yapeyú que habían recorrido el año anterior, les choza a las puertas de Buenos Aires, cerca de donde las lavanderas
hacían burla con las fauces grotescas y los picos desmesurados. batían la ropa. Pero Miguel tampoco quiso oír hablar de tales vecin­
darios. Había demasiados pescadores en la fcona y la competencia
anularía su empeño. El sabía de un paraje ideal, cinco leguas más Hasta que conocieron a Antonia, la de los cuentos, la que podía
arriba, en los Montes Grandes. Y allá se fueron, aunque no se le es­ ser hija de un gobernador del Río de la Plata y sobrina del Marqués
capaba a Miguel que la distancia conspiraba contra las probabilida­ de las Navas.
des de su comercio. Era una muchacha fina, frágil, modosa. Andaba siempre como
Habitaban una cabaña que había pertenecido, según se decía, a dentro de un halo que le desdibujaba el contorno y le otorgaba el
unos mestizos que huyeron de allí, después de una terrible tormen­ prestigio de la lejanía. La leyenda de su origen añadía a su orgullo.
Aderezaba las ropas pobres como si fueran vestidos cortesanos; cui­
ta y a quienes ya no se vio nunca. Corría la fama de que la mujer
daba el ademán; medía la risa. Ignacio se enamoró de ella con locu­
había tenido una hija con Don Pedro Esteban Dávila, uno de los go­
ra. Estaba en la edad en que el misterio es el condimento más esco­
bernadores de más lujuriosa memoria. Lo cierto es que en los aleda­
gido de la pasión. A fin de ocultarse de Miguel -e ignorando, como
ños moraba una pareja de labradores, con una niña de quince años
antes, por qué se escondía- fingía acostarse muy temprano para es­
a quien hallaron recién nacida en los cañaverales de la costa, y que
capar luego. Miguel espiaba desde la barranca sus sombras entre­
los pobladores del lugar sostenían que ése era, precisamente, el fru­
lazadas en el agua inmóvil.
to de los amores de aquel gran Señor violento con la mestiza esfu­
Así transcurrieron cuatro, cinco meses... Y ahora, el cofre...
mada.
Miguel e Ignacio tardaron bastante en ponerse al tanto de las
habladurías. Por lo pronto, tuvieron que reconstruir la deshecha ca­
Nada podía con las cerraduras y con sus refuerzos. Jadeantes
baña; luego emplearon sus magros ahorros de la paga de Lariz en
bajo las primeras estrellas, sacudían el arca como si fuera la cabe­
adquirir dos caballos; después, la diaria tarea les absorbió. Con ella,
zota de un gigante que se niega a comprender.
dijérase que el mayor surgía a una vida nueva. Todas las mañanas
Ignacio hablaba a borbotones, con un ritmo entrecortado de
salían a pescar. Se internaban en el río a caballo, acarreando cada
hombre que se confiesa o que piensa en alta voz. Subía tras ellos la
uno un extremo de la red. Adelantábanse hasta que el agua limosa
lima inmaculada, y Miguel, clavando en el jacarandá macizo el pu­
tocaba el pescuezo de las bestias y, de pie sobre el lomo, separados
ñal mellado, seguía el monólogo de su primo a modo de quien se aso­
por el largor del ancho aparejo de cuerdas, recogían en la malla a los
ma a un abismo entre jirones de niebla. Ahí estaba la fortuna, por
convulsionados batallones del río. Bogas, sábalos, zurubíes de cabe­
fin, y qué fácil, qué fácil... el oro de los jesuítas, tan ansiosamente
za chata, bagres y pejerreyes, se revolvían en la prisión. Hacían el
buscado, venía a buscarles a su turno por obra de encantamiento a
mismo viaje varias veces. Otras, cazaban tortugas en las islas veci­
bordo de una barca a la deriva... Se irían de allí... serían dos reyes...
nas, y hasta pequeños lagartos, valiéndose de arpones. De tarde pre­
reyes como los que edificaron la Alhambra... Y Antonia -repetía Ig­
paraban los cebos de carne, lombrices, pescado y frutillas, o tornea­
nacio-iría con ellos... Tendría cuanto ambicionara... los terciopelos
ban anzuelos, o concertaban las ventas con los carreteros que
crujientes... los collares... el patio en el cual baila el surtidor sobre
pasaban por el camino, de la costa hacia la ciudad.
los mosaicos...
La felicidad de Miguel era sólo comparable a la de su infancia
A Miguel le temblaron las manos y le latieron las sienes. Ya no
en Torre del Mar. Sucedíale de despertar en mitad de la noche y que­
eran suyas, ya no eran suyas esas ásperas manos de pescador que
dar las horas, a los pies de la cuja de su primo, velándole. Ningún
se aferraban a la daga de ganchos, filosa como una hoz. Eran las ma­
pensamiento atravesaba su mente. Una infinita paz le invadía. Al
nos del hombre que debe matar y matar en seguida, porque todo en
alba, cuando le veía ensillar los caballos, desnudo el torso, la emo­
él, el cuerpo y el alma, van dirigidos inconteniblemente hacia la os­
ción le caldeaba el pecho.
curidad de un destino de sangre.
Lucharon un instante, como dementes. Apagóse el alboroto de
los loros en el ramaje del tala, y de las ranas en las charcas del ba­
Amiga...
jo. Hasta que los dos rodaron por la barranca espinosa, arrastrando Sara Gallardo
en pos el arca enorme. Ignacio, ovillado, llevaba la faca hundida en
el corazón, sobre el cual crecía una flor bermeja. Miguel se abraza­
ba a su primo, cegado por el arañazo de los arbustos. Detrás descen­
día a los tumbos, entre desprendidas piedras, el cofre de los jesuí­
tas, como un negro jabalí que les fuera persiguiendo.
Cuando llegaron a la playa, el arcón, impulsado por la fuerza de
la caída, se estrelló contra el cuerpo de Miguel, destrozándolo.
Así les iluminó el parpadear del amanecer, entre el indiferente
charloteo canoro: el menor, de espaldas, más niño con la palidez de
la muerte; Miguel, a su lado, echada la greña sobre la faz, una ma­
no lívida sobre el pecho desnudo de Ignacio; el cofre, volcado, des­ AMIGA, DAME TU BOCA. Ábreme las piernas. Yo te sacaba piojos de la
vencijado, abierto por fin, vacío. cabellera. Gordos para ti; medianos para mí; flacos, a morir entre
las uñas. Pasó algo. Poco me importa ser esposa del rey. Poco te
importa ser esposa del rey ¿Es posible esconderlo? Hay tantos ojos.

(En Aquí vivieron, Sudamericana, Buenos


Aires, 1976.)
(Fragmento de «Las treinta y tres mujeres del empe­
rador Piedra Azul», en El país del humo, Sudameri­
cana, Buenos Aires, 1977.)
con un gesto que está entre la complacencia y la estupidez. Preten­
Al amparo de la galería de conocer mi voluntad. Permanezco inmutable y lo observo. Es jo­
ven, debe tener menos de veinte años. Lleva el pelo grueso y muy
Jorge Consiglio
negro volcado hacia la derecha y debajo de los pómulos se concentra
cierto aire montaraz que permanece dormido hasta que el olor de la
guerra lo sacude. En el pecho duro le cuelga un amuleto que, me
consta, defiende con la vida. Su cara es oscura, brillosa, y el escaso
pelo que le crece no es digno de llamarse barba. Se apellida Camar-
go y sé que le dicen El Tigre.
Pienso en castigarlo. Soy consciente de que voy a castigar a El
Tigre y no a cualquier soldado. No hay razones concretas para des­
cargar el golpe; sin embargo, reconozco, como él también tendrá que
reconocer, que la autoridad, al igual que la fe, carece de justificati­
vos. El cabo Vidal, al que me recuerda en la firmeza de su porte, hu­
Estoy al amparo de la galería. Detrás de mí Rosa prepara un baño
biera sabido entenderlo.
caliente. Ni bien bajé del caballo, me abrí paso a los empujones en­
Levanto el talero para tomar fuerzas. El hombre instintivamente
tre mi gente, busqué la penumbra de mi aposento y le grité a Rosa
se proteje la cabeza con los antebrazos; entonces, me detengo. Ordeno:
que calentara el agua, pero que la calentara para pelar chanchos.
-No se cubra, pedazo de cobarde.
Quiero sacarme de la carne el veneno que este maldito desierto me
El Tigre abre la boca para decir algo, pero se arrepiente. Los bra­
fue metiendo en los días de galope.
zos le cuelgan al costado del cuerpo como dos estacas negras. Gol­
Miro para arriba porque no sé qué hacer con estos ojos que no
peo con fuerza. Se me escapa un chillido por entre los dientes apre­
merecen existir. Estos ojos mordidos por las fauces del diablo. Veo
tados.
cómo el firmamento empuja la fiebre del día, la recluye en la espal­
-Hijo de una gran puta -le digo.
da del campo. Es casi la noche. El frío, que estrecha los cuerpos, tam­
Ahora, tiene en la cara una franja morada que empieza en la sien
bién la anuncia.
y termina en la boca. Su mirada, encendida por el odio, finge calma
Soy cristiano y en este cielo, que ahora es angosto y parece que
Advierto un leve temblor debajo de las cejas y en el mentón. A pesar
ahoga, no veo más que el color de la piedad. Así que rezo. Con los
de que sé cómo se llama, quiero escucharlo de sus labios. Digo:
brazos pegados al cuerpo y moviendo apenas el labio inferior. Sin
-Su nombre, soldado.
quebrarme, como debe ser, a pesar del inmenso desasosiego. Repito
-Camargo -responde con una voz tan torva como su semblante.
dos oraciones: el Padrenuestro y el Ave María. No pienso en lo que
-¿Sabe, Camargo, que el talero con que le pegué me lo regaló mi
digo, me dejo arastrar y, confirmando lo que me había anticipado el madre hace muchos años?
padre Eloy, siento alivio. La mandíbula se me ablanda y una piedra Se permite unos segundos de confusión y enseguida dice:
muda me golpea desde el vientre. -No, mi coronel.
Ahora sí, carajo, me digo y le mando a Rosa: Canta un gallo. Es un sonido extraviado, ajeno al crepúsculo.
-Apúrate con el agua, mierda. O te creés que estoy de fiesta acá Comienzo una búsqueda del animal somera e infructuosa. Recorro
afuera. con la vista los pilares de defensa, las dos cuadras, el montón de le­
El grito sobresalta a un soldado que cruza la plaza de armas. Lo ña, los canastos de basura. Nada más. Estoy a punto de decirle al
llamo con una seña. Se para firme frente a mí y mueve su cabeza
soldado que tengo clavado frente a mí que córra y no pare hasta en­
Recuerdo que lo trajeron al fuerte una mañana de octubre. Ve­
contrar el gallo. No me mueve la crueldad o el malhumor, como de­ nía en un carro maltrecho, boca abajo, maneado como un animal.
be estar pensando este pobre infeliz, sino que respondo a los man­ -Es guacho. El padre es indio; la madre murió ayer de tisis -me
datos de la disciplina militar. De todas formas, me apiado y le digo: enteró el peón que lo trajo-. Dice el general Gelly que lo haga mili­
-Lo salvó el gallo... Desaparezca de mi vista y guarde bien lo co o que lo mate.
que le di. Me acerqué al carro y le eché una mirada; después le apreté el
Lo veo girar sobre sus talones y alejarse con paso lento. A los po­ muslo y lo hallé macizo. Había dos soldados cerca. Fumaban. Hice
cos metros se repasa con el canto de la mano la huella de la ofensa. un gesto para que lo bajaran y dije como para mí:
De pronto el viento del desierto se hace más fuerte y levanta polva­ -No le veo uña de guitarrero.
reda. Adivino por sus gestos que la tierra lo molesta y que insulta Y me equivocaba. Cuánto me equivocaba. Lo advertí antes de
en voz baja. Va con su cuerpo dolido dispuesto a encontrar el ampa­ que pasara un año. Fue para la época en que un malón entró a pu­
ro del catre. ro fuego en la plaza de Palo Seco. Esa vez, me asqueo con sólo recor­
Oigo el lento trabajo de Rosa y, aunque conozco bien su eficacia, darlo, la indiada, borracha con cognac robado, bailó hasta que se hi­
otra vez la apuro: zo de noche sobre las entrañas tibias de los Baigorria. Mataron
-Vamos -le digo- que el homo no está para bollos. hasta a los perros, pero como es común en los salvajes se ensañaron
con las mujeres. De don Mariano se deshicieron enseguida, le abrie­
ron el pecho a lanzazos, pero los lamentos de agonía de su mujer y
Debe hacer ya más de media hora que puse fin a una travesía de de su hija mayor espantaron a los pájaros hasta que se fue la luz.
más de tres días. Tengo todavía en la nuca la feroz dentellada del sol. La menor, la más robusta, perdió el conocimiento al ver que los sar­
La pampa es puro sol y yuyo reseco. Cabalgué con siete hombres, gen­ nosos entraban a los gritos por las ventanas y, cuando volvió en sí,
te de mi confianza que habla poco y cuya mirada es pura amenaza. estaba en las tolderías tirada al lado de un fuego mezquino. Tengo
Gente de espaldas anchas, de frente endurecida por la resolución y para mí que el tremendo olor a sebo que le entró por las narices en
brazos fuertes. Gente de uniforme descolorido por la intemperie, afec­ aquel primer momento quebró para siempre la dichosa armonía de
tos a los sombreros de paja ordinaria y a las boleadoras. su cara de ángel.
Anduvimos todo el tiempo al paso o al trote corto, favorable pa­ En el fuerte no se hablaba más que de la cautiva. Los hombres
ra ir hilvanando pensamientos. Habíamos estado en las tolderías de andaban con el mal revolviéndoles el pecho y los ojos como brasas.
la Jarilla, a orillas de una riacho de aguas cristalinas. Nos llevó has­ Los filos, porque algo había que hacer, porque no se aguanta mu­
ta aquel sitio la esperanza de poder frenar la espantosa matanza de cho cuando se tiene los hombros partidos por la desgracia, corta­
cristianos. Un colaborador mío había logrado concertar una junta de ban seguido. Y cortaban mal: la carne equivocada, la del hermano
paz con Caiomuta, quien siempre parecía preocupado por dar testi­ de armas.
monio de su fama de asesino. Sin embargo, sabíamos que rescatarla era imposible. No tenía­
mos ni puta idea de dónde podrían tener a la muchacha. Los indios
habían tomado la costumbre de ir con los prisioneros de un lado a
Hace tres días, ni bien traspuse el vallado de defensa del fuerte otro; de esta forma, los muy taimados, esquivaban bien los arreba­
montado en mi alazán para cumplir con la misión, me vino a la cabe­ tos de la milicia.
za la cara del cabo Vidal. Su sonrisa ladeada de mestizo, su pelo negro A mí se me courrió rastrear la zona con grupos de seis hombres.
y rabioso, su voz de pájaro, su olor a sudor dulce de tan agrio. Hice más de veinte salidas y lo único que conseguí fue que los sol­
dados me hablaran sólo de algarrobos, caldenes y chañares. Ya no
sabía qué cuernos hacer. A la tarde, me sentaba resignado a mirar Así ocurrió. Y con cada paso, el joven Vidal supo ganarse mi con­
cómo la claridad se iba descolgando del día. Sin parar, fumaba uno fianza y hacerse singular entre la masa de soldados. Por esta razón
tras otro los cigarros que me armaba Villarreal y, cada tanto, escu­ fue que lo elegí a él para que acompañara al capitán Bustos y a Gas­
pía la saliva amarga del que desespera. Entonces, el cabo Vidal hi­ cón en sus negociaciones de paz con el cacique Caiomuta. Partieron
zo lo suyo. Desde lejos se vio que venía herido. En sus brazos traía con el frío del alba. Tengo en mi memoria sus vozarrones permitién­
a la chica Baigorria envuelta en una manta gris del ejército. Cuan­ dose chanzas y el sonido de sus risas. Iban animados, poco menos
do llegamos a él, lloraba y no paraba de gritar: Viva la patria, cara- que eufóricos. Jamás volvieron. Tres altos hombres de la patria tra­
jo. Tenía un desgarrón en el vientre que hubiera volteado a más de gados por la barbarie. Hace de esto más de dos años.
uno y un corte en la garganta que le duplicaba la boca, pero como
era mestizo y guacho supo sobrevivir.
A los tirones le sacamos lo que pasó. Contó que había salido sin Ahora vuelvo de verle la cara a Caiomuta. Tiene el aspecto de
rumbo y que se acercó a un arroyo para que su caballo se saciara. A un animal vigoroso. Su frente, piedra de su orgullo, está cruzada por
la sombra de un montecito distinguió a la indiada despatarrada y, una cicatriz blancuzca. Un poco más abajo, los ojos, pequeñísimos y
de lejos nomás, supo que custodiaban a la muchacha. Al poco rato, severos, se clavan en el pozo de sus cuencas. Mastica un yuyo que a
la vio. Estaba atada a un tronco medio quemado y tenía la cara ama­ cada tanto escupe y renueva.
rilla de tanto maltrato. Los salvajes parecían no verla, estaban ocu­ Ni bien abrimos el diálogo, llamó con la mano a un indio rechon­
pados asando un pedazo de carne. Caminaban lentos, como abom­ cho y le susurró una orden al oído. Enseguida, el mismo indio, con
bados, pero mantenían el odio intacto. Eran pura barbarie. Vidal se la cara atravesada por la indiferencia, me extendió una botella de
acercó lo más que pudo y buscó refugio. Bendita fue su suerte: le­ vidrio oscuro. Casi escupo el primer trago, no esperaba un aguar­
vantó la vista y se encontró con un matungo grande, muerto. Con diente tan amargo.
rápida maniobra, le abrió el vientre y. le sacó las visceras. Él ocupó Sabedor de los rudimentos del castellano, Caiomuta escuchó lo
su lugar y en su húmedo refugio se dedicó a madurar el ataque. Les que tenía para decirle con expresión de bestia atenta. Después ne­
cayó encima cuando los salvajes terminaban de llenarse el buche. gó con un movimiento rotundo de cabeza y, como si su gesto no hu­
Eran seis guerreros jóvenes, seis guerreros de pecho cuadrado y lan­ biera sido lo suficientemente claro, dijo:
za diestra que murieron con una maldición en el paladar y echando -No, no me gusta... No...
baba blanca. El cuchillo y los sólidos dientes de fiera fueron las ar­ En adelante tomó la palabra. Contó, con un idioma quebrado por
su lengua díscola, la mucha historia que unía a su pueblo con la tierra.
mas del cabo. Los devoró, les arrancó las orejas y el pútrido cuero.
Hizo que sus cuerpos dejaran de serlo. Hizo justicia. Nací siendo militar. Por lo tanto soy un hombre disciplinado en
la atención, sigo paso a paso los razonamientos del que me habla, se
Un tiempo más tarde, volvió a medir las armas con los indios;
trate del mismísimo general Arredondo o del más abyecto de los sal­
hirió a un capitanejo muy mentado y a otro lo hizo prisionero. Desi­
vajes. Sin embargo, en este caso, casi al mismo tiempo que el caci­
derio Vidal no guardaba más que temple en su alma. No sólo era un
que comenzó a desgranar su retórica tartamuda, una mujer hizo tri­
soldado resuelto y astuto, sino que era dueño de una inmensa noble­
zas mi sostenido criterio.
za. Prueba de esto es su intervención en la riña entre Araya y un mi-
Estaba cocinando junto a un algarrobo enclavado a buena dis­
liquito insolente. Cuando las mesas estaban volteadas y los filos a
tancia de la espalda del cacique. Era alta, llevaba las mechas del pe­
la luz, fue Vidal y sólo Vidal el que con su físico impuso el armisti­
lo tan largas que llegaban a rozarle las ancas, que se adivinaban fir­
cio y logró dispersar los vapores de la ira.
mes y generosas bajo el rudimentario atuendo. Se movía precisa y
lenta como lo hacen las muías. La manera con que arrojó a la olla acompaña, fue que salimos indemnes, atravesando despacio la in­
los trozos de carne y las cebollas me dejó ver algo que al comienzo diada recelosa.
nombré aspereza, de la que contagia la intemperie, y, luego, al poco Cabalgamos los tres días casi sin mirarnos. Como arrasados por
rato, odio. un tremendo duelo. Las comidas y las noches fueron tan incómodas
De pronto, Caiomuta dejó escapar una tos reseca. Lo tomé como como breves. Un quebranto físico pesaba en el lomo de las bestias,
un aviso y me avergoncé. Alguien me había contado sobre su entre­ en el calor de los fogones y hasta en el ronquido de los soldados.
cejo: Caiomuta jamás amontonaba arrugas en vano. No era hombre Yo no podía sacarme a la india de entre las sienes. Flotando en
de advertencias ni de preámbulos y su enojo hubiera sido peijudi- el letargo del trayecto me imaginé acariciando su larguísima cabe­
cial para la causa que represento. En adelante, porque amo a mi pa­ llera, buscando el centro de su saludable cuerpo, abriéndola como a
tria más que a mi propia vida, puse todo mi emepeño en atender só­ un durazno. Y fue al cruzar el arroyo Bustos que, por así decirlo,
lo a lo que sus labios pronunciaban. Pero, a pesar de mi esfuerzo y comprendí cuánto la estaba queriendo.
debido a que ya estaba embriagado por los lúbricos licores de Sata­ La noche siguiente, perdido en el humo de mi cigarro, estuve se­
nás, a los pocos momentos estaba otra vez con la inteligencia extra­ guro de que aquella mujer me recordaba a alguien: las cejas, grue­
viada por aquella hembra. sas y arqueadas, la gracia de sus movimientos, la forma en que las
venas azules trazaban un mapa en sus manos. Me dormí tarde, pre­
Ahora, estaba parada, con la melena retinta cubriéndole la ex­
so de aquella obsesión. Cuando volví a la vigilia, antes de que los pá­
presión. Su espalda era recta, fibrosa, casi elegante. Su cuerpo es­
jaros anunciaran el alba, terminé de definirla. Quiero decir que la
taba cubierto todo por una tela gruesa, impropia para el calor que
vi tal cual era. Tuve entonces que tapar mis labios con ambas ma­
nos agobiaba. Junto a la hoguera, ella miraba cómo ardía la leña,
nos para evitar el grito que iba a nacer de todo el espanto que me
cómo se carbonizaba y se volvía ceniza. Parecía dueña de una mira­
torcía la lengua. Imposible, me dije. Sentí helada la sangre, inte­
da distinta de la de su raza, una mirada detenida en la reflexión,
rrumpida la respiración. Debí ponerme más pálido que una docena
honda de pensamiento. Tal vez fue por esto que su encanto doblegó
de muertos. Mis cabellos se erizaron tanto que podrían haber toca­
con tanta facilidad mi -hasta aquel momento- inquebrantable sen­
do las hojas del árbol que me amparaba. Un sudor frío barrió mi
tido de la responsabilidad.
frente: aquella mujer, aquella hembra que tanto deseaba, que me
No puedo decir que vi bien sus facciones, más bien las fui adivi­
había hundido en la oscura sustancia de la deshonra, no era otro que
nando: boca de labios gruesos, ojos achinados, arrugas precisas cru­
Vidal, el cabo Desiderio Vidal.
zando sus mejillas de ébano. Una mujer con la rara hermosura de
la tierra. De pronto, al advertir que yo tenía la mirada fija en ella,
pareció sentirse incómoda o sorprendida y, sin preocuparse por el
(Inédito.)
menjunje al que hasta el momento había dedicado su empeño, se ale­
jó con paso rápido y se metió en uno de los últimos toldos.
En ese momento, un golpe en el hombro me sobresaltó. Antes
de ver a Caiomuta quemado por la desconfiaza, escuché el ruido
de las armas. Era la lealtad que movía los brazos siempre prestos
de mis hombres. Con un alarido preciso les ordené calma. Después
me disculpé con el cacique y hablé de consultar con mis superio­
res, hablé de buenas intenciones, de respeto por las tradiciones,
de voluntad de paz. Porque la misericordia de Dios siempre nos
Los intrusos ginalidad no dejaba de encantarme, como la de una pequeña esta­
Martha Mercader ción ferroviaria en desuso invadida por la maleza.
Una tarde del verano del 48 se me ocurrió repetirle algo (a pe­
sar de que no era un tema apropiado para una charla entre señori­
2, Reyes, 1, 26 tas) que había escuchado la noche anterior, en una reunión inespe­
2, Samuel, 1, 26 rada: un ex policía que tocaba el violín, Atilio o Santiago Dabove, no
recuerdo bien, había narrado la historia de dos orilleros de Turdera
A Pierre Menard, autor de El que compartían una misma mujer, la Juliana Burgos. Otro de los
Quijote, y a Rafael Flores, que contertulios, un escritor de palabra vacilante, no muy conocido pe­
me alcanzó la palabra exacta. ro de gran futuro (según opinaron algunos entendidos, le expliqué),
había declarado que el tal Dabove le acababa de regalar un tema pa­
ra un cuento perfecto (o un tema perfecto para un cuento).
I -¿Dijiste Juliana Burgos? -me preguntó entonces Catalina, in­
corporándose en su hamaca de esterilla-. A ver, contá, yo también
conocí una juliana Burgos, mejor dicho, conocí a su hermana, la
Nunca sabré si fue la hermana o la sobrina de Juliana Burgos quien
Jesusa.
le contó la historia a Catalina Lamela. (Tampoco hay que descartar
Repetí, sin omitir detalle y asimismo sin arte, lo que Dabove ha­
la hipótesis de que hubiera sido una hija de Juliana.) Cuando quise
bía contado.
averiguarlo ya era tarde.
-Hay cosas que ese Deadobe o como se llame se dejó en el tinte­
Catalina Lamela era una allegada de mi familia paterna. Mis
ro -afirmó Catalina.
mayores casi nunca se molestaban en visitarla y éramos los chicos
-¿Cómo lo sabe?
los encargados de damos una vuelta por su casa para llevarle fru­
-Te digo. La gente macanea mucho. No fue como vos decís. La
tas o dulces con los que aquéllos creían mitigar su desatención. Pa­
propia Jesusa me habló de la vida y de la muerte de Juliana. Un cal­
rece ser que un desliz de juventud fue la causa de la discreta penum­
vario.
bra en que transcurrieron los últimos sesenta o setenta años de su
-¿Dónde la conoció a esa Jesusa? Usted... usted... ¿anduvo por
vida.
Turdera?
Para decir lo suyo (que nunca coincidía con lo ajeno), Catalina
-Yo anduve por muchos lugares, m’hija.
no utilizaba más que las palabras necesarias, que siempre son po­
Presentí tanta carga, tanto tumulto de recuerdos prohibidos en
cas. Entre éstas, incluía sin pudor las llamadas malas. Mis tías más
esa frase, que la curiosidad sobre su vida anuló -momentáneamen­
estiradas la tildaban de vieja loca.
te- la que sentía por la otra versión de la historia de Juliana.
Catalina parecía agradecer mis parloteos cuando yo caía por su Pero la discreción -virtud que puede no ser más que pusilani­
casa, llena de muebles demasiado grandes, de begonias y heléchos midad- inhibió otras inquisiciones. Acepté una taza de té, le pedí la
sofocantes y de grotescos muñecos en papel maché que ella misma receta de las tortitas, nuestra charla se ramificó y sólo cuando estu­
modelaba y pintaba. Mientras yo comía sin parar tortitas de man­ ve en la puerta, a punto de despedirme, retomé el hilo:
teca que eran la especialidad de una criada hermética, heredada y -¿Y cómo fue lo de Juliana Burgos?
antigua como sus muebles, le contaba todo lo que reputaba conta­ -Venite cuando quieras -contestó- y te cuento todo.
ble, con la intención de distraerla de sus erráticos dolores. Su mar- Pasó mucho tiempo antes de que yo cayera de nuevo por allí. Re­
gresé demasiado tarde; Catalina estaba muy desmejorada. Se dor­ Después de enumerarle sus nuevas obligaciones, don Cristián la
mía en cualquier posición y confundía el nombre de los parientes vi­ empujó sobre un catre y tras varios intentos la desvirgó. Juliana su­
vos .con el de los muertos. Llegó a preguntarme: «Vos ¿sos la hija de frió menos el dolor que la decepción. Mientras se alejaban del rancho,
Malvina o de Corina?» Por eso, cuando me animé a interrogarla a ella había fantaseado que ese hombre que la llevaba en ancas de un
boca de jarro sobre la identidad de Jesusa Burgos y su relación con oscuro bien aperado era el padre que le hubiera gustado tener.
ella, tenía pocas esperanzas de alcanzar datos seguros. Efectivamen­ Don Cristián se metía en su catre de vez en cuando, cuando
te, me respondió con vaguedades, pero también con algunas escasas Eduardo no estaba. Por lo demás, la dejaba tranquila para que hi­
y certeras palabras, como en sus mejores épocas. ciera la comida y lavara y planchara. Sólo le dio unos sopapos una
Al poco tiempo, a mediados del '49, Catalina Lamela murió, no­ vez que se le quemó el puchero. Era hombre de cuidar el centavo,
nagenaria, en la ciudad de La Plata. aunque le gustara comer bien. En esa casa siempre había azúcar y
Con sus palabras y sus pistas he recompuesto una historia aje­ fideos y buena carne y algunas veces hasta queso y dulce de mem­
na. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un bre­ brillo. Juliana engordó y adquirió curvas de mujer.
ve y trágico cristal de la índole de nuestras antepasadas, las mudas Eduardo lo reconoció en voz alta, mientras ella les cebaba ma­
milenarias. Lo haré con probidad, aunque ya preveo que cederé a la te en el segundo patio, una tardecita de primavera, y Juliana son­
tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor. rió; le había parecido casi mi piropo.
Los Nilsen eran troperos y cuarteadores y salían a menudo con
su carreta. (Después, la Juliana se enteraría de su fama de cuatre­
II ros y tahúres.) Cuando se quedaba sola soñaba despierta el mismo
sueño: con sus alpargatas nuevas salía corriendo y no paraba has­
Juliana Burgos nació en un rancho de las afueras de Morón, co­ ta llegar a su rancho y todos la abrazaban y se admiraban de lo que
mo sus diez hermanos. Habrá sido cuando las tropas de Mitre mar­ había crecido. El recuerdo de sus hermanitos la hacía lagrimear.
chaban al Paraguay. Era la mayor de las hembras. A su padre no lo No digamos el de su madre. Buscaba entre sus petates la cruceci-
conoció. Al cumplir trece años, su madre se la entregó a un señor a ta que le había regalado al despedirse y la besaba. Pero nunca se
cambio de algunos pesos, que ella nunca vio. Le dijeron que se la lle­ animó a escaparse. Juliana no era una mujer decidida, como la Lu-
vaban a Turdera para trabajar de sirvienta. janera.
Entró con miedo en el caserón de ladrillo sin revocar, que le Todos los viernes, de puro aburrida, lustraba con ceniza las mo­
pareció enorme. Sus dos patios se le figuraron un lujo, a ella, que nedas de plata de las rastras de los Nilsen. Y los sábados, con el pre­
había compartido una pieza con un enjambre humano. El dueño texto de barrer el patio de baldosa colorada, se divertía mirando de
de casa se llamaba Cristián Nilsen y tenía el pelo y la barba color reojo a Eduardo que, de bombacha blanca, corralera y pañuelo al
zanahoria. Don Cristián vivía con un hermano bastante menor, cuello, se calaba el chambergo y ensayaba poses de forajido frente
Eduardo, tan alto y pelirrojo como él, que se fue sin saludar apenas al espejo del ropero. Al rato era Cristián el que aparecía con el atuen­
llegaron.
* do rumboso de los sábados, la daga de hoja corta asomando en el cin­
Aquél parecía hecho a tajo de hacha, en dura madera; éste, rma to, y se admiraba en la lima. Satisfechos con su estampa, ambos her­
figura de cera. Su cara le recordó la de algunos santos, por lo linda. manos se iban al boliche.
Volvían borrachos. A veces dormían la mona, endomingados y
* «La intrusa», cuento de J. L. Borges, en El informe de Brodie, Emecé, 1970, todo, en cualquier parte, incluso en el zaguán; otras veces el alcohol
contiene referencias a los Nilsen, con pequeñas variaciones. nendenriero desataba la leno-na de Eduardo, nue sobrio no osaba de­
Eduardo. Nadie le había enseñado que eso también podía ser fuen­
sacatarse ante el mayor, y discutían en la pieza con la puerta cerra­
te de placer y ella no tuvo nunca ocasión de descubrirlo por sí mis­
da hasta que los gritos se convertían en sollozos y susurros. Más de
ma. Cerraba los ojos, abría las piernas y esperaba que todo acabase
una vez el inesperado remate de estas curdas fue una paliza propi­
lo antes posible. Pero no le daba lo mismo uno que otro. Eduardo ha­
nada a Juliana.
bía resultado un pelele, un don nadie, un si te he visto no me acuer­
Cuando al día siguiente Cristián emergía desencajado y con oje­
do. El que no tenía perdón era Cristián.
ras, o Eduardo caminaba como arrugado, la Juliana, tragándose el
Las discusiones entre los Nilsen arreciaron. Las riñas eran por
rencor, pensaba quién te ha visto y quién te ve. Pero se cuidaba de
una partida de truco o por la venta de unos cueros o por nada.
mostrarse retobada o solícita y cebaba el mate como si tal cosa. Los
El barrio tal vez supo con fruición adelantada que ese triángu­
Nilsen no eran gente de admitir ante extraños ninguna debilidad.
lo prefiguraba una pedestre tragedia.
Al caballo, el apero, la daga, la rastra y ías espuelas, Cristián
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan
decidió añadir un lujo más; le compró un vestido de colores y un co­
Iberra, que lo felicitó por el primor que se habían agenciado. Fue en­
llar de cuentas de vidrio a la Juliana y la llevó a una fiesta. El bai­
tonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a ha­
le fue en un conventillo, donde la quebrada y el corte estaban pro­
cer burla de Cristián. Juan Iberra habrá tenido sus razones; lo cier­
hibidos. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados, y en ese barrio
to es que no acusó recibo de la injuria. Así Eduardo aumentó su fama
modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no pa­
entre el compadraje. A él, sin embargo, le importaba más la opinión
recía fea. Cristián bailó alguna polca o ranchera con ella. Esa noche
de su hermano que la de todos los orilleros de la Costa Brava.
bastaba que alguien la mirara para que Juliana sonriera; esa noche
Un día le mandaron a la Juliana sacar dos sillas al primer pa­
Juliana pensó que su suerte había mejorado.
tio y no aparecer por ahí, porque tenían que hablar. Ella se fue a su
Mientras tanto, Eduardo, acodado en el mostrador, se dedicaba
cuarto, a rumiar en soledad. Al rato la llamaron, le hicieron llenar
a la grapa. Muy pocos días después emprendió un viaje a Arrecifes
una bolsa con todo lo que tenía. A ella le importó no olvidar el rosa­
por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa a una muchacha
rio de vidrio, la crucecita que le había dejado su madre y las barati­
que había levantado por el camino y a lós pocos días la echó. Se hi­
jas regaladas por Cristián, que alguna vez la habían hecho feliz. Sin
zo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén. Cualquiera po­
explicarle nada, la subieron a la carreta y emprendieron un silen­
día advertir que estaba celoso.
cioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían
Una noche, al volver tarde la esquina, Eduardo vio el oscuro de
las tres de la mañana cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a
Cristián atado al palenque. En el patio, el mayor estaba esperándo­
la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho. Cristián cobró
lo con sus mejores pilchas.
la suma y la dividió después con el otro.
Juliana iba y venía con el mate. Cristián le dijo a Eduardo:
Los Nilsen quisieron reanudar su antigua vida de hombres en­
-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Julia­
tre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas ca­
na; si la querés, úsala.
suales, a la ropa sucia y sin planchar, a las comidas fáciles. Pero en
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo
esa casa faltaba algo, además de la comodidad.
mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó y se despidió de
Para Juliana, el burdel fue escuela de negras enseñanzas sobre
Eduardo, no de Juliana. Los hombres no se despiden de las cosas.
la condición humana. Allí terminó de aprender la infinita gama de
Juliana tampoco sabía qué hacer. Imaginó el frío placer de hun­
perversiones que se pueden mentar con lenguaje soez. El efímero
dir el acero en la espalda de Cristián, pero la daga quedó en el cin­
placer, pocas veces a su alcance, no compensaba la maldad del mun­
to del hombre, que montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
do, demasiado compleja para su orfandad.
Desde ese día soportó alternativamente el peso de Cristián y de
Lo que no le habían hecho los Nilsen se lo hizo alguien irreco­
en prolongar el verano, Eduardo volvió del almacén y lo encontró a
nocible. Un aborto (o varios) mediante agujas curanderas; quizás
Cristián unciendo los bueyes. Cristián le dijo:
una hija que la sobrevivió, fueron sus nuevas experiencias. Allí, por
-Vení; tenemos que dejar irnos cueros en lo de Pardo. Ya los car­
primera vez, supo que se quería morir.
gué; aprovechemos la fresca.
Poco antes de fin de año el menor de los Nilsen dijo que tenía al­
El comercio de Pardo quedaba, creo, más al sur; tomaron por el
go que hacer en Morón. Cristian lo siguió; conocía de sobra sus ma­
Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agran­
niobras; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de
dándose con la noche.
Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Orillaron el pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendi­
Para desbaratarle el juego, le dio a entender que él también ha­ do y dijo sin apuro:
bía visitado varias veces el lupanar. -A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy
-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la la maté. Que se quede aquí con sus pilchas.
tengamos a mano- le dijo, canchero. Se abrazaron, temblando. Ya no les importaba disimular su víncu­
Habló con la patrona y con unas monedas que sacó del tirador lo secreto al aire libre.
cerró el nuevo trato. Nadie sabrá si alguna vez Cristián reveló a su hermano los de­
Antes de regresar a Turdera, Juliana obtuvo permiso (de la ma­ talles que precipitaron el último acto:
dama o de Cristián, esto Catalina Lamela no lo podía saber) para Sabiamente elegida, gracias a la universidad del lupanar, la pa­
llegarse hasta su rancho o hasta otro sitio, a encomendarle a al­ labra exacta, la que a su juicio le otorgaría la libertad de elegir su
guien, tía o hermana, el cuidado de una hijita. Habrá sido entonces venganza al mismo tiempo que su muerte, la Juliana había levan­
cuando habló algunas palabras, las necesarias, que siempre son po­ tado por primera vez la cabeza y había afirmado:
cas, para insinuar la intención de manejar su destino. -Eduardo Nilsen es un manflora. En Morón lo sabe todo el
Y partieron sin perder más tiempo. La Juliana iba con Cristián; mundo.
Eduardo espoleó el overo para no verlos. -¿Qué estás diciendo, deslenguada? -habrá preguntado Cris­
Una de las pupilas, al saber que la Juliana regresaba con los tián. De pie frente a la muchacha, ese hombre temido por el barrio
Nilsen, le había dicho: y que probablemente debía alguna muerte, no podía creer que una
-Tenés suerte, hermana. cualquiera desbaratara de un solo golpe el amor propio familiar, tan
Pero casa y comida y sólo dos hombres no elegidos en lugar de cuidadosamente apuntalado.
diez extraños por día no era nada para quien alguna vez, secreta­ -¡Y usted también! -gritó Juliana-, ¡Sí! ¡Usted también! ¡Man-
mente, había anhelado el amor, aunque fuera como tenue gesto, co­ florón!
mo brecha que permitiera colarse la esperanza. Cristián sacó el cuchillo y ahí nomás la sacrificó.
Los Nilsen volvieron a lo que ya se ha dicho. Para no enfrentar­
se, los hermanos desahogaban su exasperación con ajenos. Con un
desconocido, con los perros, con la Juliana, que nunca sería solución. (En El hambre de mi corazón, Sudamericana,
Sin embargo, una mujer es un buen pretexto para descargar Buenos Aires, 1989.)
tensiones sin desnudar el alma, alternativamente, y luego, simultá­
neamente. Hasta que uno se atreve a tocar al otro. Entonces se pres­
cinde del pretexto.
Una tardecita de domingo de finales de un marzo empecinado
Leyenda de la criatura males reconocen el olor a diablo por más que el diablo se oculte en
las hormonas.
autosuficiente ¿Al despuntar el alba este ser se rebana la hombría para arran­
Luisa Valenzuela carse al diablo? ¿Y vuelve a ponérsela al caer la noche por miedo de
tener al diablo metido en algún frasco?
¿O este ser portador de mandinga pertenece francamente al sexo
femenino? ¿Se meterá el diablo dentro de este ser cuando este ser es
hembra volviéndose dual en cada pecho y manando como leche? ¿O el
Maligno estará siempre allí corriéndose de arriba para abajo, de pechos
a cojones, por solo placer de desplazarse? ¿Desplazamiento a horario
como el ómnibus que llega por la ruta polvorienta los martes a la tar­
de? Pero el Maligno no se atrasa: con la primera estrella se hace hom­
-Su MANERA. DE BARAJAR LAS CARTAS no es de macho. Peor que mari­
bre y vaga toda la noche como rondando al pueblo. Aveces los paisanos
ca, parece una mujer, da asco -comentan por las noches los paisa­
lo han visto tenderse entre los pastos altos y dormir al relente para des­
nos mientras juegan al truco en la pulpería del pueblo.
pués, al clarear el día, volver al carromato -sólo el breve tiempo de al­
-Nos mira como hombre. Debe de haberse vestido de mujer pa­
gunas mutaciones- y salir nuevamente ya convertido en hembra.
ra tocarnos. No le demos calce que es cosa de mandinga- comentan
por las mañanas las mujeres en el almacén de ramos generales.
La ubicación es la misma, ¿es también la misma la persona?
Al llegar la noche se comentan estas cosas en la pulpería mien­
¿Un hombre que es mujer, una mujer que es hombre o las dos
tras el extraño ser está acodado al mostrador a distancia prudente.
cosas a un tiempo, intercambiándose?
Bajo el techo amigo y al calor de la ginebra se sienten hermanados
Pobre pueblo, qué duda, cuánta angustia metafísica aunque muy los del pueblo, libres para hablar de aquello que a cielo descubierto
bien no sepa explicarla... ¿Pueblo? ¡Bah! una veintena de casas disper­ los haría temblar de sacrilegio. Únicamente el pulpero no intervie­
sas, y bien chatas para no ofender a la llanura, una iglesia abandonada ne en conjeturas, en burlas o temores: él sabe que un cliente, si es
(muy pocos se dijeron si viviera el padre cura él nos ayudaría a develar doble, bien vale dos clientes. Salen dos compradores del raro carro­
el Misterio, él nos protegería. Los más decidieron actuar por sus propios mato y sólo eso importa. El diablo no entra en sus haberes.
medios y observar de cerca a este ser tan extraño; de cerca, sí, no de muy En cuanto al carromato, es una historia aparte. Cierta madruga­
cerca, no tanto como para caer en el negro pozo del contagio). da lo vieron los paisanos en las tierras fiscales sin poder explicarse có­
En el pueblo -como bien puede verse- no hay criollos, todos hi­ mo había llegado pero sin importarles. No que fuera cosa usual un ca­
jos de italianos y uno que otro inglés que nunca se pronuncia (el dia­ rromato a una legua del pueblo, pero era tan humildito color tostado
blo se queda, el gaucho ya se nos ha ido). El gaucho habría sabido vivo como la tierra misma, en el campo de cardos bajo el azul del cielo.
develar los arcanos en el relincho de su propio caballo cuando este Tenía un aire heráldico que conmovió la gota ancestral de sangre en
ser tan indefinido se avecina al palenque (ellos en el pueblo entien­ nuestros campesinos. Nadie opuso reparos. Sólo que al poco tiempo se
den tan poco de caballos: los atan al poste y los pobres animales de­ descubrió lo otro y se empezó a hablar de engualichamientos y el mie­
saparecen de sus vidas como si en la pampa no se llevara el caballo do se largó a correr por las calles del pueblo y fue bueno sentirlo pasar
siempre en el corazón, aun a la distancia o entre cuatro paredes). removiendo la calma. La desconfianza también corrió a la par del mie­
En cuanto a este ser, no tiene ni caballo ni perro, claro está: los ani­ do pero la desconfianza era vieja conocida v nn nPi+nrRÁ o
Se va la segunda algún culpable. Nuestro chivo expiatorio será entonces aquel lejano
cura que les puso los nombres. Es cierto que la sotana lo separaba
Ni lúcidos payadores pueden con esta historia de puro sencilli- de las cosas del sexo, pero resulta imperdonable, debió de haberse
ta que es, sin pretensiones. fijado bien: María María la una, José José el otro y a eliminar la du­
Ella es María José y él José María, dos personas en una cada da; no todas las indagaciones son morbosas, a veces son científicas.
uno si se tienen en cuenta apelativos pero nada que ver con la idea
de los otros que hacen la amalgama de los dos en un ser único. Algo
profundamente religioso. Inconfesable. Estribillo
Son dos, lo repito: José María y María José; nacidos del mismo
vientre y en la misma mañana, tal vez algo mezclados. -Este hombre es mujer y se disfraza, algo trae bajo el poncho
Y los años también transcurrieron para ellos. Hasta llegar a es­ aun sin poncho.
te punto donde empieza a pesarles -por sobre las ansias de hacer su -Esta mujer es hombre, se nos va a venir encima si le damos
voluntad- el más amplio surtido de imposibilidades. No pueden ni confianza.
seguir avanzando: están atascados en el barro y casi sin combusti­ Nunca una definición para ellos, pobrecitos, y menos una sonri­
ble. No pueden siquiera separarse del todo porque el temor del uno sa. Desde el polvo tenaz que cruje entre los dientes hasta el otro cru­
sin el otro se hace insoportable. Ni pueden dormir juntos por temor jido de la desconfianza humana. Eso ya es demasiado. Y al cabo de
a enredarse malamente pues como todos saben el tabú de la especie seis días, un viernes por la noche para ser más exactos, José María
suele contrariar los intereses de la especie. no logra reunir las fuerzas necesarias para mover su cuerpo y lle­
Él sale por la noche y hace suyo lo oscuro. Ella sale de día mien­ garse a campo traviesa hasta una copa amiga. A María José le deja
tras dura él día y ninguno de los dos corta el hilo ni se aleja por de­ casi toda la cama en un principio. Al ratito no más las cosas empie­
más del carromato, ese vientre materno. (Y pensar que estuvieron tan zan a mezclarse: allí está al alcance de la mano y de las otras par­
cerca, apretaditos, cuando empezó la vida para ellos y ahora sin to­ tes anatómicas el calor tan buscado. Allí está el cariño, la esperan­
carse, sin siquiera mirarse a los ojos por temor visceral a tentaciones.) za, el retorno a las fuentes y tanto más también que conviene callar
(¿En tiempos prenatales era tuyo este brazo que rodeaba mi cuer­ por si hay menores. Y los hubo: al cabo del tiempo establecido nació
po, de quién este placer tan envolvente, esta placenta?) la criatura muy bella y muy sin sexo, lisita, que a lo largo de los años
Ahora, sin darse cuenta, él se va robando el aspecto felino que se fue desarrollando en sentido contrario de sí misma, con picos y
con grietas, con un bulto interesante y una cavidad oscura de pro­
es propio de ella y ella en cambio pone más firmeza en sus gestos y
fundidad probada.
quizá ¿quién podría negarlo? mira con deseo a las mujeres del pue­
Más allá del carromato nunca se logró saber cuál de los dos se­
blo, únicos seres humanos que cruza en su camino diurno mientras
res idénticos había sido la madre.
los hombres se la pasan devorando el campo con tractores o aten­
¿Lo habrán sabido ellos?
diendo el ganado (tareas propias de este continente embrutecido con
los pies y las manos y hasta el alma en la tierra). Y él, por las no­
ches, quizá desespera por estirar su mano tan suave y tocar alguna
de las manos callosas que saben del facón y de la carne viva. (En Donde viven las águilas, Celtia, Buenos
Y cada vez las manos más distantes y cada vez el pueblo más Aires, 1983.)
cerrado en contra de ellos, sin dejarles hablar, sin que se expliquen.
Se me hace que en todos los casos de la vida conviene señalar a
En la noche de bodas comenzada la marcha: en carretas, en caballos a pelo, caminando.
Dos niños más murieron por el camino y una señora llegó loca. A
Marcelo Birmajer
Efraím no le costó casarse con Runia. Simplemente le informó al ra­
bino su elección, y el rabino le dio la orden al padre de Runia. Ha­
bía que reproducirse, ¿cómo iba a continuar la vida de otro modo?
Antes de su noche de bodas, nunca hubiera imaginado Efraím
cuán fácil le iba a resultar tratarla como a una vaca. Pero en el ini­
cio, la certeza del cumplimiento de este deseo, lo espantó.
Esa misma madrugada los recién casados debían dejar sobre el
techo de paja de su casa una sábana con una mancha de sangre: la
prueba de que la novia había sido desvirgada.
Si Runia simplemente se hubiera acostado boca abajo, y le hu­
biera propuesto la abominación a Efraím, él lo hubiera tomado co­
I mo un milagro, no habría hecho más preguntas y habría pasado su
vida sintiéndose un sencillo hombre afortunado.
Efraím lo supo en su noche de bodas. La casa estaba perdida en el
Pero cuando Efraím vio el cuerpo todopoderoso de Runia, sus
medio del campo. El vapor que los trajo había pasado del mar al río en
pechos exorbitantes, la blancura de los muslos y el monte sagrado
el mismo instante en que los cristianos celebraban el cambio de centu­ de sus nalgas, ella le dijo:
ria. El capitán y la tripulación habían brindado, pero los pasajeros, to­ -Soy un hombre.
dos judíos, se observaron temerosos. La alegría de los gentiles no siem­
Lo primero que Efraím sintió fue pánico. ¿Había elegido a una lo­
pre acababa bien para ellos. En la estación de tren los abandonaron: ca? ¿Su vaca era una loca? ¿No la podría tener en cuatro patas como
los dueños de los grandes terrenos que el Barón Hirsh les había ren­ había soñado desde la primera vez que la vio, en el vapor? ¿Debería
tado nunca llegaron a buscarlos. Pasaron hambre y frío, surgió una
regresarla a sus padres? No. Primero la tendría, pensó. Luego creyó
peste, sesenta niños murieron. Marcharon solos en busca de un peda­ que ella no soportaba la idea de ser desvirgada: algunas mujeres, le
zo de campo. Efraím se sorprendió de su estulticia: aún en el medio de habían contado, sentían tanto miedo que no podían entregarse la pri­
aquel desastre, mirar a Runia lo excitaba. Ella tenía veinte años, pe­ mera noche. En ese caso, había que forzarlas. Luego ellas mismas lo
ro llevaba en los pechos y en el trasero la pesada belleza de la madu­ agradecían. ¿Pero tan lejos llegaba la repelencia de Runia a la consu­
rez. Le daban ganas de tenerla, pensaba mientras los hombres se mación, como para pergeñar semejante estratagema: «soy un hom­
arrastraban y las mujeres cargaban a los niños, como si fuera una va­ bre»? Además, en su voz no había signos de inquietud, ni en su expre­
ca. Se subiría a un banquito y la tomaría como se toma a una vaca. Un sión temor. En su rostro perfecto de campesina polaca, la frente
hombre cayó a su lado, afiebrado y diciendo un nombre. Efraím lo ayu­ despejada, los ojos grises y la nariz fuerte, se pintaba la convicción pi­
dó a levantarse, pero al inclinarse vio el trasero de Runia moviéndose cara de una mujer que se sabe hermosa: soy un hombre.
hacia un lado y a otro, ayudaba a una señora a cargar sus enseres. Y entonces, sin esperar a que Efraím contestara, se dejó caer so­
«Ojalá se convirtiera en vaca por la noche», pensó Efraím, «Le ha­ bre la cama, sin apagar las velas, boca abajo, y sabiéndolo delante
ría cualquier cosa». Aprovechó que debía humedecer los labios del hom­ del espectáculo de sus nalgas, le dijo:
bre para continuar inclinado: no quería que se le viera la erección. -Hacemelo por el culo.
Llegaron al pueblo de Monigotes la segunda mañana luego de Efraím enrojeció y su pene se alzó contra él como un animal que
no le perteneciera. Sintió cólera. Apagó las velas de un soplido y se La sangre de Runia no alcanzó para fingir una mancha creíble.
lanzó sobre ella. La tomó por un brazo, la dio vuelta hasta que que­ Efraím se hizo un tajo en la palma de la mano y se limpió la sangre
dó de frente a sí y trató de entrar en su vagina. No se podía. Le abrió en la sábana. Entre los dos la pusieron sobre el techo. Una mujer
las piernas. Aquello estaba seco y duro. Se llevó una mano a la bo­ pasó, dio un breve salto sobre la tierra, y dijo sin gritar:
ca, se la llenó de saliva (tenía la boca llena de saliva), regresó con la -Mazeltov.
mano a la vagina, la humedeció y volvió a intentarlo. Pero en un ins­
tante se había secado, chocaba otra vez contra una sequedad y du­
reza inesperada. II
-Es imposible -dijo eha- Soy un hombre. Hacemelo por el culo.
Efraím estaba más excitado de lo que podía aceptar. ¡Era su re­ Un año sin hijos era extraño y lamentable, pero no inadmisible.
ciente esposa, su novia recién casada, su mujer en su primera noche! Efraím, por las charlas con los pocos hombres que aceptaban ese ti­
Sin creerse capaz de semejante diálogo, Efraím respondió: po de charlas, sabía que Runia y él lo hacían con más frecuencia que
-Necesitamos sangre, para la sabana. el resto. Con mucha más frecuencia.
-Igual voy a sangrar -dijo ella-. Es mi primera vez. -¿Cómo es entonces que no tienen hijos? -le preguntó Kamisov,
Se desenredó de él y volvió a acostarse boca abajo. el zapatero, un gordo barbón y lujurioso, que se regodeaba en la con­
Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, versación.
Efraím vio el culo en la penumbra. Era un milagro. Era un salmo. Era Efraím se encogió de hombros.
el misterio por el cual los hombres vivían y morían. Era toda la dul­ La única locura de Runia era sostener que ella era un hombre.
zura de una vaca hecha mujer. Aquello no podía ser un hombre. Era Y su negativa a acoplarse con él como se acoplan los hombres y las
demasiado bello para ser un hombre. Efraím nunca había sentido la mujeres. Ni siquiera se negaba: le demostraba que no se podía. Al
menor atracción por un hombre; conocía incluso a un muchacho afe­ resto no lo podía llamar locura: ella no quedaba impura como el res­
minado -todos lo conocían-, y sabía de algunas circunstancias que to de las mujeres, no sangraba. ¿Qué más podía pedir un hombre?,
ofendían la mínima decencia, de hipocresías y monstruosidades; pe­ pensaba Efraím. Runia era la más bella de todas.
ro Beziel, el muchacho, sólo le provocaba rechazo. Los pensamientos Dentro de la casa, era cierto, a veces Runia caminaba como un
giraban en su cabeza como el agua antes de hacer el ruido que provo­ hombre, hablaba como un hombre. Delante de otros, nunca.
can los remolinos menores. Qué lindo será meterla ahí, pensó Efraím Efraím y Runia se querían. Efraím no sabía si se amaban. Runia
mirando la cola de su esposa en la penumbra. Ella se abrió las nalgas. nunca le había dicho que lo amaba. A Efraím no le importaba la ver­
-Así no -dijo Efraím-. Pónete en cuatro patas, como una vaca. dad última de Runia, no le importaba si estaba loca o cuerda. Descreía
Los dientes de Runia brillaron en la oscuridad. de la lógica del mundo, había visto morir y sufrir a la gente a su alre­
Obedeció a su marido. Él puso las manos sobre las de ella y en­ dedor, y sabía que el culo de Runia tenía un sentido, preciso, hermoso,
tró. Primero hubo un grito, luego dolor -podía ver la mueca de do­ poderoso y profundo, del que el resto del universo carecía. Trabajaba
lor de ella, que no abandonaba la sonrisa-, y luego ella permaneció como todos, no robaba, no mataba, y por las noches regresaba y tenía
a su mujer incandescente, su cuerpo dulce y su voz inexplicable.
en silencio y él batalló contra su urgencia, porque aquel era el me­
Pero una noche que estaba aburrido, más aburrido de lo que ha­
jor momento de su vida y quería que durara una eternidad.
bía estado nunca, y que a su vida le faltaba sentido (ni siquiera el
-¿Te gusta? -le preguntó como un niño.
culo de Runia podía salvarlo de aquellos momentos en que un hom­
-Me encanta -respondió ella con una voz que no era de este
bre no sabe por qué vivir), le preguntó:
mundo.
-¿Cómo es que sos un hombre? ¿Cómo pue *de ser que seas un gañado, y que me iría al infierno con mi alma en mis manos. Que no
hombre? se la daría. Nos detuvimos en el aire, nos paramos en el aire, y pe­
Runia no contestó. Se subió a la cama frágil, se puso en cuatro leamos. Soy un hombre fuerte. Lo tomé por la cabeza y se la di vuel­
patas, se levantó la pollera, y se abrió las nalgas para su marido. ta dos veces. Le mordí la oreja y le dije palabras que avergonzarían
-No -dijo Efraím, aunque vulnerado por el deseo-. Quiero que a una prostituta. Lo vencí.
me expliques. -¿Y?
Runia sacó la lengua, se relamió y se sentó antes de que su es­ -Un ángel vencido está obligado a concederte un milagro.
poso cambiara de opinión. -Lo engañaste.
-Mi nombre es Roni -dijo Runia-. Roni Shipalzky, de la ciudad -Lo engañé y lo vencí.
de Lodz. Me gustan los hombres, pero no quiero sufrir. Nuestra ley -¿Y qué le pediste?
dice que al hombre que le gusten los hombres debe ser lapidado. Yo -Que me pusiera en un cuerpo de mujer.
no quiero que me hagan eso. Tampoco quiero que me señalen o ser -Así que el ángel te convirtió en mujer.
repudiado por los demás. Quiero recibir a un hombre entre mis nal­ -No. No me convirtió en mujer: me puso en un cuerpo de mujer.
gas y que nadie lo sepa. No me importa nada: quiero ser cojido to­ Todavía soy Roni Shipalzsky de Lodz.
das las noches y que todos los demás caminen tan tranquilos a mi -Pero te llamás Runia.
lado. No me gusta el mundo ni trato de cambiarlo. Lo único que quie­ -Es el nombre que uso para engañar.
ro es tenerte arriba mío cada noche antes de dormir. -Como engañaste al ángel -dijo Efraím.
-Eso ya lo sé -dijo Efraím- ¿Pero cómo te convertiste en mujer? -Pero no fue tan fácil -dijo Runia-. Después de que lo vencí, y
-Me perdí en el bosque, me subí hasta dónde pude de un árbol que le hice mi pedido, el ángel se retiró al bosque a meditar.
y dije en silencio: «No quiero mi vida así. Si existe un poder que quie­ «Qué meditas», le dije, «Te vencí, tienes que concederme lo que
ra mi alma, se la entrego ahora». Y salté. te pida».
-¿Y entonces? «Por supuesto», dijo el ángel, «Pero yo no tengo todo el poder, só­
-Un ángel me detuvo en el camino. lo puedo concederte lo que esté en mí poder. Permíteme meditar».
-¿Y qué te dijo? Lo esperé.
-Que él quería mi alma. Que se la iba a llevar. -¿Parada en el árbol?
-¿Para qué quiere un ángel un alma? -Parado en el aire. El ángel regresó.
-Se las cuelgan alrededor del cuello y se jactan ante los demás. «Puedo concederte tu deseo», me dijo, «pero tengo que tomar la
-¿Y qué pasó? -preguntó Efraím, arrepentido de haberla inte­ mitad de tu vida».
rrumpido, tal vez la loca ya ni siquiera continuara con un mínimo «Con un día de felicidad me alcanza», respondí.
de cordura, tal vez después de esto se volviera loca para siempre, tal «Eso es mentira», me dijo el ángel, «nadie quiere morir».
vez le negara su trasero. Un nudo de angustia cerró la garganta de «¿Y los suicidas?», le pregunté,
Efraím. «Tampoco», me respondió. «Pero cuando llegues al Paraíso, o al
-Le dije al ángel que si quería mi alma, debía batallar por ella. Infierno», me dijo el Ángel, «Llegarás como hombre. Y allí nada po­
-¿Y? dré hacer por ti».
-Me dijo que yo ya se la había ofrecido. «No me interesa ser una mujer», le dije, «Sólo quiero estar en el
-¿Y qué le dijiste? cuerpo de una mujer para que nadie me moleste. Cuando llegue al
-Que me gustaban los hombres, no los ángeles. Que lo había en­ Paraíso o al Infierno, dame el cuerpo que quieras. Soy un hombre
ahora y en el más allá. Pero nací en este mundo y no me gusta la in­ -Vine a hablar contigo -dijo el rabino.
comodidad». -Ahora no, rabino -dijo Efraím-. Estoy totalmente borracho.
-Cuando el ángel se fue -continuó Runia- yo estaba en el cuer­ -¿Y por qué tendrías que estar cuerdo? -dijo el rabino; pero qui­
po de una mujer. El que había sido mi cuerpo de hombre yacía en el so decir sobrio-. Tengo que hablar contigo ahora. No quiero que se­
suelo, rasguñado por las ramas del árbol. Era un feo espectáculo. pan lo que te voy a decir.
Una rama me había entrado en el ojo. Aunque ya no tenía vida, y -Ya deben saberlo todos -dijo Efraím- Usted me va a pregun­
estaba malamente dañado, aún sentí melancolía por mi cuerpo. To­ tar por qué no tengo hijos.
davía hoy no me siento cómodo con lo senos. ¿Te gustan? -No exactamente -dijo el rabino-. Sólo quiero decirte que si
-Son frutas de un árbol sagrado- dijo Efraím. quieres romper tu matrimonio y tomar una mujer fértil, la comuni­
-¿Y mi culo? dad aprobará tu decisión.
-Me da ganas de vivir. -¿Y Runia? -preguntó Efraím.
-A mí también me gusta -dijo Runia-, Eso sí que me gusta. -Continuará viviendo. El divorcio no mata.
-¿Y cuánto vivirás? -le preguntó Efraím en broma. Efraím sonrió.
-La mitad de mi vida -dijo Runia-, Todo no se puede. -Ya me puedo ir -dijo el rabino.
-¿Y tu familia, tus padres? -Una sola cosa, rebe -dijo Efraím.
-Una tumba del cementerio de Lodz guarda mi cuerpo de hom­ -¿Sí? -dijo el rabino.
bre, le borré el nombre porque me parecía de mal agüero. Nadie se -Usted ya me dijo lo que me tenía que decir -dijo Efraím-. No
preocupó de reescribirlo. Mi cuerpo está alejado del resto, en la par­ me lo diga nunca más.
cela de los suicidas, y aún muerto fui una vergüenza para mis padres. El rabino asintió y se fue.
Me subí al vapor Vessel, que venía a la Argentina, y descubrí que era Efraím regresó a su casa. Runia dormía. La despertó.
la hija de Mensh y Feingele; ellos me llamaron hija, y cuando empe­ -¿Te gustaría tener hijos? -le preguntó.
cé a hablar me di cuenta que tenía recuerdos de otro, de otra. -No -dijo Runia.
-Estás totalmente loca -dijo Efraím, sonriendo, meneando la -¿Decís que no porque no podés?
cabeza. -No -dijo Runia-. Digo que no porque soy un hombre; no quie­
Runia se puso en cuatro patas, se alzó la pollera y se bajó la ro hijos adentro mío. La sola idea me espanta.
bombacha hasta el comienzo de los muslos. Sus nalgas blancas, es­ -¿Y no pensás en mi deseo de ser padre?
pumosas, brillantes, aparecieron como una aurora profana. -¿Vos querés ser padre? -le preguntó Runia.
Efraím la tomó. -No sé -dijo Efraím.
-Soy Roni Shipalzsky -dijo Runia mientras Efraím entraba- -Casate con una mujer -le dijo Runia, le dio la espalda y se
De Lodz. durmió.
Pasó una hora y Efraím la volvió a despertar.
-Nunca te voy a dejar -le dijo.
III -Ya podrías hacerlo -dijo Runia-. Ya he sido feliz.
-¿Quién es feliz en este mundo? -dijo Efraím.
Al segundo año, los judíos ya tenían una pulpería en el pueblo, Runia no contestó, pero dijo:
y el rabino se le acercó a Efraím una noche, allí. -No soy normal.
-¿Qué hace por aquí, rebe? -le preguntó Efraím. -Ya lo sé -dijo Efraím con el soplo de una carcajada.
-No, no -dijo Runia- Me refiero a que tengo poderes. do después se dijo que no. Luego le acarició la cara como si ese se­
-Ya lo creo -dijo Efraím. gundo en que supo de su muerte nunca hubiera existido, la besó en
-Yo he visto un mundo -dijo Runia- en que los hombres pueden los labios, y sólo en la mejilla sintió el frío. Entonces vio en el espe­
ir de la mano. Pueden besarse por la calle. Pueden tener una casa y jo el rostro de un muchacho, magullado, con un ojo especialmente
acostarse juntos sobre una parva de heno. lastimado. Pero nada como lo que le había contado Runia: aquel era
-¿Existe ese mundo? -preguntó Efraím. un rostro bello, armónico, sólo un poco lastimado, no un estropicio.
-El universo es infinito -dijo Runia-. En algún lado existe. Yo Efraím lo abrazó contra su pecho. Llamó a Runia, llamó a Roni.
lo he visto. Le dijo palabras de amor. Tomó su cuerpo y lo extendió sobre la cama.
-Entonces, ¿por qué no te vas allí? -preguntó Efraím. «Volvé como quieras», suplicó Efraím arrodillado junto a la ca­
-Porque no te tendría a vos -dijo Runia. ma, «Como hombre, como mujer. Volvé». Pero Runia continuaba
muerta. Porque la vida no tiene ningún sentido ni orden, pero todo
no se puede.
IV La enterró de noche en un sitio perdido. En una piedra escribió:
Rom Shipalzsky, de Lodz, y la enterró junto al cuerpo.
Efraím continuó junto a Runia dos años más, y lo hubiera he­ Pensó en matarse. Pero no quería morir. ¿Por qué no quiero mo­
cho por el resto de su vida. Una tarde de marzo, mientras los hom­ rir?, se preguntó.
bres rezaban, Efraím regresó a su casa simplemente porque ardía Al día siguiente nadie le preguntó por Runia. Y con el correr de
en deseos de ver a Runia. los días fue como si nunca hubiera existido. Pero él sabía que esta­
La encontró frente al espejo, cortándose el pelo. Efraím se ex­ ba en su memoria. Se negaba, no obstante, a desenterrar el cuerpo
trañó: ella no usaba peluca, y se lo estaba cortando sin ningún or­ que él mismo había sepultado.
den. ¿Para qué? Efraím volvió a casarse, tuvo hijos. Sólo el rabino, durante un Pu-
-Qué haces -le preguntó. rim en que ambos se emborracharon, lo miró como si recordara algo.
-Me corto el pelo -dijo Runia.
-Ya veo -dijo Efraím tomando los cabellos muertos-. Pero, ¿pa­
ra qué? Vos no usas peluca. (Inédito.)
-Se terminó -dijo Runia sin detenerse
-¿Te vas a convertir en un hombre del todo? -dijo Efraím bur­
lón, sonriendo.
-En todo el cuerpo -dijo Runia aún más burlona.
-¡No! -gritó Efraím, sobrepasado.
Runia sonrió, dejó las tijeras -su pelo estaba corto y desparejo-,
le extendió la mano a su marido,
-No, mi amor -le dijo- No te asustes.
-Me dijiste «mi amor» -dijo Efraím-. Nunca me dijiste «mi amor».
-Hoy te lo quería decir -dijo Ruma. Inclinó su cabeza sobre uno
de sus hombros y murió.
Efraím supo al segundo que ella había muerto, pero un segun­
El affair Skeffington Montparnasse. Para una edición limitada realizó los retratos biográ­
ficos de la baronesa Elsa von Freytag, Dan Mahoney y Dolly Skef­
María Moreno fington en calidad de curiosidades de época, de personajes familia­
res a los famosos de la rive gauche pero que no dejaron más que una
obra fragmentaria, totalmente inédita en el caso de Skeffington y
mínima en el caso de Mahoney. El librito, titulado dañinamente Los
que no fueron, no figura en los catálogos pero puede encontrarse un
ejemplar traducido al castellano en la biblioteca feminista de Ma­
In memoriam C. E. Feiling drid, situada en la calle Barquillo 17.
El ejemplar contiene, amén de las biografías, los poemas de la
baronesa -que fueron extraídos de la Little Review- y de Skeffing­
ton, las notas de ésta y el ensayo Perfumes, de Mahoney que antes
había aparecido en The Ignatian (vol. 6, número 3).
Avergüenza empezar -¡una vez más!- con el hallazgo de un manus­ Los papeles recibidos por Glassco eran, según él, hojas arranca­
crito, no de John Shade, Emily L. o Gabrielle Sarrera sino de una to­ das de cuadernos -siempre de la misma marca Continuum- marmo-
tal desconocida: Dolly Skeffington. Una vez más también se trata de lados en los cantos con distintos colores. De acuerdo al peculiar sen­
inventar una precursora en cuya obra -por demás problemática de tido que Skeffington daba a la palabra corrección, algunos poemas
definir- podamos leer, como dicta la convención, lo que queremos leer. están señalados con un mismo asterisco que, según explica una de las
El manuscrito le fue entregado a John Glassco, cronista de los notas, indica el principio y el final de una idea a través del «autoaná­
expatriados norteamericanos en París, durante los «años locos»: lisis». Sin embargo, si bien se puede reconocer una cierta similitud te­
consta de veintiocho poemas organizados en tres secciones -Exposi­ mática, los textos parecen básicamente diferentes y no, como preten­
ción, Gwendolyn Massachusetts y El honor de las damas-, y de una de la Skeffington, la primera y la última entre versiones sucesivas: si
suerte de diario filosófico en forma de notas encabezadas por una so­ no, pruébese leer La repetición como una corrección de Cenizas, y
la palabra para indicar el tema, como si se tratara de un juego mne- Bloody Mary como otra de La fuerza (los poemas-nexo faltan, al me­
motécnico. nos en el ejemplar editado). La sinceridad de Skeffington acerca de la
Habiendo conocido bastante en la intimidad a Dolly Skeffing­ existencia y alcance de este procedimiento personal puede ser puesta
ton, el mismo Glassco desestima que la entrega, hecha en calidad de en duda o por el contrario verificada al interpretar las citas de las no­
recuerdo por los años vividos en común y regalo personal, fuera una tas entregadas a Glassco y que aparecen en este prólogo.
demanda de publicación, y el contenido del manuscrito es el mejor Quizá se trate simplemente de un ritual para no poner fin al ac­
defensor de esa tesis. to de escribir y es cierto que si un texto es trabajado durante un cier­
Como Max Brod desobedeció a Kafka, John Glassco desobede­ to tiempo por el método de Skeffington concluirá -porque a pesar de
ció a Skeffington pero realizando, quizá para aliviar su conciencia, todo, el manuscrito publicado por Glassco prueba que alguna vez
una ajustada transacción entre el pedido y su propio deseo de in­ concluyó- en otro cuya conexión con el primero será inabordable a
cumplimiento: no hizo publicar el texto de Skeffington -lo que la hu­ toda pesquisa.
biera convertido, más allá del éxito o el fracaso de la empresa, en El único documento sobre la vida de la autora es lo que su bió­
una autora, condición que algunas de las notas parecen repudiar o, grafo pudo atestiguar en Greenwich Village, y luego en París donde
por lo menos, poner en conflicto- ni la incluyó en sus Memorias de los dos eran amigos.
Las notas no son fuentes seguras y, si bien es probable que al
saloneras- capaces de diferenciar lo que va de la vida oficial a la
leer la última página del libro sólo queden dudas, al menos se pue­ clandestina.
den rechazar algunos datos debido a la incongruencia de las fechas, Si el principio de siglo descubre a la mujer artificial y el gusto
la obsesión de Skeffington por desestimar el carácter autobiográfi­ por el «menorazgo», empieza a ennegrecerse la lencería y triunfan,
co de toda obra -aun la no destinada al público- y sus extravagan­ contra el bruto matrimonial, el voyeur y el ladrón de trenzas, París
tes interpretaciones de la teoría de Freud. lo sabrá primero.
Olivia Streethorse (Dolly Skeffington) llego a París en 1923, en Será cuestión de burlar al padre, ocupando su lugar ahora de
compañía de su padre, Christopher Streethorse, quien instaló un pe­ pervertido.
riódico en la próspera rive droite donde vivían el ochenta por ciento Eran los tiempos de monsieur. Willy agregando escenas pican­
de los expatriados, más precisamente los ricos. . tes a las memorias escolares de Colette, quien luego bailaría desnu­
Así como Pauline Tam utilizó el seudónimo de Renée Vivien pa­ da en el Music Hall con un collar de perro donde podía leerse «Per­
ra festejar su decisión de permanecer soltera («née una y otra vez tenezco a Missy» (Mathilde de Morny, ex condesa de Belbeuf).
renée»), y Judy Gerowitz se despojó de todos los nombres que le fue­ Semiramis y sus doncellas, Les Amies de Courbet pintadas en un
ron impuestos por la dominación patriarcal eligiendo libremente su tierno abrazo, las amantes exhibidas entre los almohadones de la
nombre «Judy Chicago», Olivia Streethorse necesitó de un «auto- garqonniére ofrecida por un marido curioso o laxas y divagantes en
bautismo privado para la asunción de un nuevo yo» reemplazando el secreto de un fumadero de opio, hacían una mitología de mujeres
«Olivia» por «Dolly» en honor a una querida niñera que la acompa­ solas y sin embargo, colmadas.
ñó a París pero que permaneció del otro lado del Sena, en la casa El safismo era una voluptuosidad social que aún no promovían
familiar, y «Streethorse» por «Skeffington» in memoriam del lucha­ lazos de afiliadas y el baboso duque de Morny opinaba que «afina a
dor irlandés difundido por Joyce. Con esa única arma entró en la la mujer, y la inicia sin riesgo alguno en un erotismo de muchacha
rive gauche. avezada cuyo beneficiario será, en definitiva, el hombre». Pero tam­
bién existían las que jamás hubieran consentido en otorgar sus «be­
neficios»: entre las colecciones de escarabajos, monedas persas y ar­
París-Lesbos bolitos con hojas de cristal de Renée Vivien, las anandrines bebían
curacáo con hielo, comían lonjas de pescado crudo arrolladas en va­
Si hacemos de la vida de Safo una interpretación menos mítica, ritas de marfil y se escribían entre ellas libros horribles y encanta­
podemos dar a París-Lesbos un significado más complejo que el de dores, salpicados de baudelerismo sombrío, chinerías a lo Pierre Lo-
un conjunto de mujeres homosexuales e incluir en él a otras, tanto ti y apotegmas de boulevard. Renée, la soberana, era una poetisa
homosexuales como con diversos pactos de colaboración, vínculo eró­ inglesa que con sus ojeras profundas, su cuerpo sin densidad y sus
tico y estético con los varones: después de todo, muchas versiones abismos de opereta parecía una precursora de los darks.
dan por sentado que Safo estaba casada -su marido Cercólas era «He dejado de esperar. He dejado de amar y esta noche me en­
muy rico- y se suicidó por el abandono de un joven marino, Faón. tregaré a un judío muy rico y muy feo», amenazó un día a su se­
De este modo quedan dentro de París-Lesbos Jean Rhys, desdicha­ ductora.
da dominicana con un marido en prisión; Nancy Cunard, quien fue Luego partió a un retiro espiritual con la intención de abando­
fotografiada por Cecil Beatón disfrazada de árbol; Colette, artista nar la bebida. En realidad nunca perdió la costumbre de esconder
de mimo-drama; Caresse Crosby (Caresse fue un bautismo privado copas llenas de alcohol bajo la pollera de su ama de llaves, quien de­
de su marido) y tantas otras mujeres de letras -escritoras, editoras, bía permanecer en el baño fingiendo bordar (Renée entraba, bebía,
luego se enjuagaba la boca con un vaso de leche). Siempre semides- cas». Tal vez para las mujeres norteamericanas e inglesas que hicie­
nuda, loca y desconsolada, balbuceaba los infructuosos versos de ol­ ron de París una exhumación de Lesbos, también el hombre fue su
vido de Safo: «Atis, yo te amaba hace tiempo». patria, sólo que ellas estaban exiliadas. Entonces el exilio bien po­
Murió a los treinta años atormentada por muchachas a quienes dría ser una mujer: matrimonios blancos y herencias cuantiosas -co­
llamaba «Violette-nombre y Violette-flor», luego de haber concurri­ mo los que se jugaban entre el escritor Me Almon y su mujer Bryher
do al estado de Maine munida de un revólver para defenderse de los (a su vez amante de Hilda Doolittle)-, dólares americanos y francos
indios, aún enamorada de una poetisa que tenía el apodo de Ópalo.
franceses obtenidos sin el sudor de la frente, a menudo dejaban la
El salón más concurrido de París-Lesbos era el de Natalie Clif- satisfacción femenina a cargo de las amigas, que solían dormir abra­
ford Barney, una norteamericana rubia que «corrompió» mujeres zadas sin la sombra de un hombre o en medio de una ternura de ca­
hasta los ochenta años y que escribía aforismos breves como «la fa­ chorras. Colette recuerda en su libro Lo puro y lo impuro a dos jóve­
ma es conocer gente que uno no quiere conocer». nes inglesas -Eleonor Butler y Sarah Ponsonby- que provocaron un
En su casa de la rué Jacob se recitaba en voz alta bajo un óleo escándalo para vivir en las afueras de Gales entre un huerto y un
del barón Charlus, se bebía champagne Dom Perignon acompañado diario íntimo perfectamente castos.
con delikatessen y se educaba a varones como Rémy de Gourmont, En París-Lesbos las amigas iban de a dos como las niñas de los
Pierre Louys, Andró Gide, Paúl Valéry y Ezra Pound con una filoso­ ojos: Gertrude Stein se repartía con Alice B. Toklas los esposos y las
fía destinada a un Eros que excluía el principio masculino. Miss Bar­ esposas que los visitaban en su barricada de Picassos erigida en la
ney, largamente «amancebada» con una pintora apodada El Coche­ rué Fleurus, Janet Flanner y Sólita Solano se hacían carne y uña
ro -Romaine Brooks- se soñaba la versión decó de Bilitis. hasta parecerse tanto como los nombres (Nip y Tuck) con los que fi­
París-Lesbos no se relevaba, existía por enriquecimiento, las nue­ guran en El almanaque de las damas que escribió Djuna Barnes en­
vas generaciones podían toparse con las viejas: Anais Nin, que se ins­ tre paseos por Montparnasse del brazo de su amante Thelma Wood
talo allí en 1930, superponerse con Gertrude Stein, que lo hiciera tres -envueltas en la misma capa-; Adrienne Monnier y Sylvia Beach,
décadas antes. Además las estadías eran largas, las anandrines lon­ libreras a metros de por medio en la rué D’Odéon, compartían un
gevas: Natalie Barney murió a los noventa y seis años, Janet Flanner cuarto y la obsesión por que el Ulises de Joyce dejara de ser un de­
a los ochenta y seis, Djuna Bames a los noventa y Bryher a los ochen­ lito para convertirse en un libro.
ta y ocho. Por eso muchos memoralistas dan la impresión de que las Pero había una que iba sola.
cosas sucedieron en el mismo lugar y al mismo tiempo. Fue durante
tres décadas que las habitantes de París-Lesbos continuaron abrien­
do salones, fundando editoras o librerías para ofrecerse como bacan­ Anandrine
tes a las artes y a las letras. La mayoría parecían flappers inventadas
por Fitzgerald (peinado príncipe valiente, piernas de barrote de ba­ «Por la calle Mouffetard caminaba como a través de una suce­
laustrada, manos fuertes para la raqueta y el trago largo) pero las ha­ sión de obstáculos. Sus largas piernas norteamericanas y sus pies
bía también como Natalie Barney, con tufillo a principio de siglo. delgados, sostenidos por el taco carretel de los de guillermina, se
«Siempre me fascinó la belleza femenina pero el lesbianismo ha bamboleaban como los de una mujer torpe ceñida en un vestido de
sido una tentación o una comarca desconocida para mí. El hombre noche (tenía las medias agujereadas). Sus cabellos rojos y rizados,
fue mi patria», bramaba en otra parte (aunque estuviera allí) Victo­ recogidos en lo alto de la cabeza por un moño de nácar, se desmoro­
ria Ocampo, y Nina Hamnett cantaba por los cafés de la rive gau­ naban sobre las hombreras del tapado negro de bolsillos deformes
che: «Nos fuimos a la Argentina/ donde todos los hombres son mari­ cuyos agujeros escupían objetos de niño vagabundo -una flauta he­
cha con una avellana, un reloj rojo, una miniatura de zapatilla, lá­ ta”, dijo, “sólo que ha perdido su lanza”». Hilda Doolittle se estaba
pices- que ella se agachaba a recoger con la dificultad de una per­ analizando en Viena con Sigmund Freud. Él le había mostrado una
sona de edad muy avanzada y, no bien se había erguido y sacudido estatuilla de Palas Atenea. Estaban a solas, seguramente, quizás en
un poco la caspa de las solapas, dejaba caer otros: el bolso, un ma­ un lugar más íntimo de la casa y no en el que el profesor recibía a
nojo de novelitas usadas, el manto de spaí que dijo haber comprado sus otros pacientes.
en el mercado de pulgas. Dolly Skeffington sólo podía aguantar el dolor a través del cuer­
«Aunque ya la había visto beber en las terrasses una botella de po: primero sintió ardor en el estómago, luego un hormigueo en las
Ricard y tenía los ojos vidriosos, pasó sin verme y se metió en el ca­ piernas. Instantáneamente dejo de sentir frío. Estaba celosa.
fé Les Amateurs.» Así describe John Glassco a Dolly Skeffington. Tomó el bolso y caminó en tranco militar hasta la Shakespeare
Luego se pregunta y responde retóricamente: «¿Qué era? ¿Una ar­ and Company para encargar los tomos editados por Strachey. Tenía
tista? Por cierto que no. ¿Una puta? Quizás intermitentemente ¿Una celos pero quería saber de qué.
lesbiana? Sí y no. De lo que estoy seguro es que era una anandrine». La espera resultó larga, el envío costoso. Al verla entrar por se­
gunda o tercera vez en el día, luego de habérsele dicho que el paque­
te llegaría en una o dos semanas, Miss Beach desviaba la sonrisa
Freudiana radiante que tenía posada ante el cliente al que estaba atendiendo
y la dejaba caer sobre ella, congelada.
Podemos imaginarla. No había dinero. No había fósforos. El fue­ Cuando llegaron los cuatro tomos en una preciosa edición de cu­
go se había apagado. Dolly Skeffington caminaba en círculo por el bierta azul, la succión de números romanos de los capítulos le pare­
cuarto, una echarpe alrededor del cuello y en la cabeza un sombre- ció infinita. Sintió ganas de inventar alguna excusa y devolverlos,
rito, encasquetado sobre las cejas, de Lucianne Reboux (en forma de pero luego pensó que podría leer los títulos y elegir lo que más le
escupidera). gustara. En principio los ojos se le cerraban o distraían con los di­
De vez en cuando se paraba bajo lá pequeña pantalla de opali­ bujos del empapelado: rosas de color té que se entrelazaban subien­
na rosa para que la luz cayera de lleno sobre el papel que estaba le­ do hasta el techo y separadas por una delgada línea de puntos.
yendo: una carta de Hilda Doolittle. El cotidiano olor fétido subía Del mismo modo huía en su infancia de los versículos de la Biblia
por la ventana. Abajo un coche de caballos recibía el contenido de que le obligaba a leer su padre. Luego comenzó a entender, o al me­
las letrinas que, tras una puerta, al fondo de cada pasillo, había en nos a deslizar pequeñas asociaciones, tímidas como conejos, entre las
los pisos del hotel. Se escuchaba el sonido de la bomba al empujar frases del profesor y su propia vida. Las conclusiones fueron bruscas,
hacia abajo, que acompañaba el momento como los redobles de un impactantes: claro que se trataba de una aproximación como cuando
tambor antes de un acontecimiento singular. Era como si hubiera se baila por primera vez con un desconocido y, entre los pasos teme­
caído el telón ocultando todo lo conocido. Casi como volver a nacer. rosos pero acompasados, aparecen breves tirones de separación. Al
Los colores y los olores eran diferentes (incluso el que subía por la leer en La novela familiar del neurótico que los padres imaginarios
ventana) y esas sensaciones que se percibían por dentro también lo no eran más que los padres reales tal cual los veíamos con los ojos ma­
eran porque Dolly Skeffington se había quedado semiparalizada ravillados de la infancia, creyó imposible revelar la verdad de su pro­
frente a un párrafo: «Me alargó el objeto. Lo tomé en la mano. Era pia vida. Al principio fue una desilusión, luego un alivio: la autobio­
una estatuilla de bronce, con yelmo, vestida hasta los pies con una grafía era una quimera. ¿Acaso la histérica que dice haber sido
túnica labrada, con el manto superior o pétalo grabado. Tenía la ma­ seducida por su padre no lo cree realmente, sólo que eso es fruto del
no extendida como si sostuviera un cayado o una vara. “Es perfec­ Complejo de Edipo? Pero quiso ir más lejos. «Si a través de los sueños
que a menudo nos resultan tan extraños como una ficción, de todos
métrica. Luego guardaría los finitos en un cajón y los dejaría añejar.
modos se pueden alcanzar las napas más profundas hasta rozar el de­
«Si el relato de la propia vida es ya una interpretación, escribirlo -es
seo inconsciente, ¿no sería igualmente posible la interpretación en el
decir someterlo a las leyes de la sublimación- actuará sobre el in­
ejercicio del autoanálisis si en lugar de dejarse llevar por la asocia­
consciente como la palabra del psicoanalista y, al pasar un tiempo
ción libre uno contara algo que le hubiere sucedido a otro, una frase
que sólo podría establecerse a partir de las primeras experiencias,
popular, un argumento de teatro?», se preguntó. Luego una afirma­
como si utilizara una de esas cámaras que permiten fotografiarse
ción del profesor le hizo concebir un plan utópico que le duraría toda
luego de una breve corrida, los analizaría. Esto sólo podría llevar a
la vida: tanto la esencia misma de la neurosis como la de todo talen­
una sustitución. No haré correcciones puesto que ellas se ocupan de
to superior tienen por rasgos característicos una actividad imagina­
reparar errores sintácticos, de modificar ritmos o hacer decoracio­
tiva. Al considerar que el artículo sobre Leonardo era la obra de un
nes, reemplazando una metáfora por otra que parece mejor. Serían
escritor («he leído en Burlingston Magazine que el supuesto buitre era
auténticos relevos como los que hace una persona luego de psicoa-
en realidad un milano y Freud, como si quisiera los beneficios de un
nalizarse. Sería absurdo que la cura (el subrayado es nuestro) con­
autor de ficción, ni siquiera se molestó en hacer correcciones», escri­
sistiera en recordar más detalles de una escena, mantener una fra­
be), y que el poeta con su fantasía se adelantaba a la ciencia; no vio
se donde antes había un sollozo, desplazar a un género más atractivo
en todo esto un enigma sino una adquisición. Es probable que haya
el relato del trauma», escribía en una de las notas entregadas a
pensado: si el neurótico es como un artista y el artista como un psi­
Glassco. Y lo haría. ¿Realmente?
coanalista, transitivamente el neurótico puede ser como un psicoana­
A Dolly Skeffington -¿será vano aclarar que no hacemos más
lista. Desenlace: ella haría de sus terrores infantiles, de sus humilla­
que glosar sus notas?- la descorazonaban las evidentes aunque pá­
ciones entre las figuras del mundo y los reclamos de su cuerpo
lidas objeciones del profesor al autoanálisis, hasta que encontró dos
precozmente obeso aunque no desproporcionado, piezas de arte per­
frases en Análisis terminable e interminable. En una entendió que
sonal, curativas y necesariamente ficticias.
los sujetos analizados a menudo no se diferencian de los no analiza­
Tirada en la cama del hotel D’Annglaterre leyó durante tres días
dos y que los grados de domesticación de los instintos por el yo eran
con la sola presencia de la mucama que golpeaba la puerta en los
variables tanto en un grupo como en otro. La segunda frase era: «Un
horarios fijados y dejaba el plato sobre la mesita de luz para desa­
hombre autoanalizado con éxito llegó a la conclusión de que sus re­
parecer luego en silencio (el vino estaba en una gruesa bota que col­
laciones con los hombres y las mujeres -con los hombres que eran
gaba de la pared).
sus competidores y las mujeres a las que amaba- no se hallaban li­
Dolly Skeffington fumaba un cigarrillo tras otro y comía a tem­
bres de alteraciones neuróticas y como consecuencia se sometió al
peratura ambiente pastas italianas con el aspecto de un aguaviva;
psicoanálisis por otra persona a quien consideraba superior a él».
trozos de pollo donde la salsa se había endurecido hasta formar una
Decidió, entonces, esperar al hombre a quien consideraba superior
segunda piel y sopas en cuya superficie era posible trazar un surco
a ella y emprendió mientras tanto su tarea de autoanálisis literario.
con una cuchara. Escribiría poemas que, aun leídos al azar, hilaran
«Es increíble que no considerara a Freud superior a ella y que
la historia de alguien desde su infancia hasta la cercanía de la muer­
como muchas mujeres ricas o inquietas no intentara viajar a Viena
te, probablemente una norteamericana; sin embargo intentaría ha­ para someterse a algunas sesiones en Bergasse 19», comenta Glass­
cerlo en sus momentos de viva angustia o felicidad, de ninguna ma­
co en Los que no fueron. Pero la explicación está en una de las notas
nera borracha, dejando fluir su imaginación y evitando ejercer
de Skeffington: «Sí el profesor utiliza el arte para justificar sus teo­
censura alguna sobre las imágenes y -con el fin de aturdir o desviar
rías, y yo en cambio utilizo sus teorías para justificar mi arte: ¿Aca­
aún más la conciencia- eligiendo una forma atenta al ritmo y a la
so no lo he vencido?».
Baronesa Skeffington usaba una especie de guardapolvo gris de tela rús­
tica, pantalones, gorra con visera en cuyo interior ocultaba el cabe­
Es poco probable que dos monstruos se hagan amigos, a menos llo, borceguíes de la Primera Guerra.
que se encuentren entre las paredes de una cárcel o de una institu­ Cuando el travestismo público estaba prohibido jamás fue dete­
ción benéfica. Sin embargo Dolly Skeffington y Elsa von Loringho- nida ya que la policía tenía el ojo adiestrado con los trajes de calle y
ven solían pasar la noche juntas. de etiqueta y no con la habitual indumentaria obrera.
No eran amigas a la manera de París-Lesbos sino en un estilo En ocasiones la baronesa se ponía un poncho indio sobre el cuer­
de soldadesca soez y copas levantadas donde la fraternidad casta no po desnudo y un colgante lleno de coladores de té abollados. Enton­
impedía la irrupción dolorosa de un nombre (masculino o femenino) ces ni bien escuchaban el silbato de los agentes, Skeffington huía de
pronunciado con rencor homicida. su amiga. Claro que los artistas de Montparnasse tenían un protec­
Según Andrew Field, la baronesa acostumbraba usar la cabeza tor en el comisario León Zamaron, gran coleccionista de arte -y en
afeitada y con una línea longitudinal de pintura púrpura, sombre­ eso aceptaba sobornos-, que se preocupaba para que retirasen los
ros que consistían en una caja de cartón, una boina de la que colga­ cargos.
ban cucharas y plumas y en una ocasión, una torta de cumpleaños Aveces Dolly Skeffington y la baronesa se iban a la Riviera y se
con velitas encendidas que fue su carta de presentación en la emba­ jugaban el dinero del señor Streethorse en los casinos. Solían apos­
jada francesa de Berlín. tar al 612, posible fecha del nacimiento de Safo, o al 62, últimos nú­
La baronesa era muy pobre y tanto en el Village como en Mont- meros del teléfono de Freud. Pero esos homenajes no debían ser dig­
pamasse solía estar a cargo de Djuna Barnes. Tenía intenciones sui­ nos de los homenajeados, ya que sus influjos no parecían enviarles
cidas, lo cual parecía darle cierta impunidad con el prójimo del que suerte sino desgracia. También soban ir a ver boxeo al Stade Anas-
abusaba hasta la violencia (muchos comprobaron que su revés era tasie donde en los momentos más calientes de la pelea solían gritar
poderoso); si le prestaban un cuarto quería un departamento, roba­ ¡les flics! ¡les flics! provocando avalanchas y contusiones. Skeffing­
ba la vajilla en los restaurantes, los asientos de la vía pública y has­ ton no dejó de acudir ni cuando estaba a punto de ser madre y Glass-
ta los sellos de correo de la Little Review con los que durante un co lo atestigua: «Ohvia debía llevar como ocho meses de embarazo
tiempo se adornó las mejillas. Había estado apasionadamente ena­ cuando fue a presenciar un match» -él insiste en llamar a Dolly Oli­
morada de William Carlos Williams, a quien ofreció contagiarle la via desestimando los autobautismos privados para asumir un nue­
sífilis para acercarlo a su obra de arte definitiva. Hart Crane le te­ vo yo-, «y ya Hemingway le había advertido lo pefigroso que era y
nía terror y Wallace Stevens era capaz de desviarse diez cuadras de cómo, poco antes de nacer Mister Bumby, tuvo que hacer un gran es­
su camino con tal de no encontrarse con ella. fuerzo para proteger a Hadley de una avalancha. Pero no hizo nin­
Dolly Skeffington y la baronesa salían de copas pero evitando gún caso y vino en compañía de la baronesa. En el Stade Anastasie
las terrasses y la compañía de los conocidos. los boxeadores, al bajar del ring, se ponían a trabajar de mozos. Era
Elegían bailes populares como el café Des Amateurs, único don­ un lugar sórdido pero espléndido, un jardín arbolado con mesas y si­
de la calaña de los parroquianos, por otra parte habituados a su pre­ llas donde se apretujaba la concurrencia, ruidosa y en su mayoría
sencia, las había hecho cómplices en el alcohol corrido y la huida an­ masculina. A Olivia le gustaba un pluma marsellés que no soba ga­
te la policía. nar pero que tenía un elegantísimo juego corporal. Cuando el hom­
Tanto Skeffington como la baronesa corrían a gran velocidad en bre safio de entre las sogas perdedor y luego de un violentísimo com­
superficies lisas, pero sobre todo eran hábiles sorteando obstáculos bate, se enroscó una toalla al cuello y se puso a levantar pedidos.
como transeúntes, mesas de bar o puestos callejeros. Estaba chorreando sudor y tenía un corte en el ojo. Olivia, cuyo enor­
me vientre pareció sobresaltarlo, estiró el brazo, le pasó el índice por venir a su ex niñera Dolly desde la rive droite para que buscara a la
el pecho empapado y luego se metió el dedo en la boca». baronesa y le diera dinero, comida o medicamentos.
Un día, en un barrio apartado, Skeffington y la baronesa fueron «Menos mal que enloquecían por turno» escribe Glassco con mal­
arrastradas a un matorral por un grupo de borrachos. Eran muchos, dad. «Entonces solían visitarse una a la otra en el manicomio y par­
y fuertes, así que de nada valieron las corridas ni el revés de la ba­ ticipar activamente en la cura. El día del alta, sin esperar ni que ca­
ronesa. Pero no fueron violadas. yera el sol, las dos se iban a la Petite Chaumiére y se pasaban toda
Los hábitos liberales que el par había mantenido desde siempre la noche bebiendo y bailando». Sin embargo, en otra parte de la bio­
por las calles de París, la confianza alegre e ingenua con que solían grafía, Glassco reconoce que Dolly Skeffington fue internada una so­
dormir acurrucadas en cualquier umbral cuando el exceso de alco­ la vez en La Salpetriére, «pero en un viaje anterior al de su expa­
hol les impedía volver a casa, la libre ronda de. haschisch más su na­ triación». Y en las notas no existen profundas señales de una
tural negligencia, al parecer habían dejado en sus labios inferiores autodestrucción de plataforma a lo Renée Vivien o su modelo Bau-
unas manchas rosadas que mío de los atacantes señaló alarmado. delaire. Su vínculo con Elsa von Freytag suena más a Gargantúa y
«Ninguno de ellos tenían preservativo», le contó Skeffington a Glass­ Pantagruel que a mistificación romántica del sufrimiento y la expe­
co, «¿te imaginas a un violador corriendo a comprarse uno?» riencia del abismo.
Es probable que la anécdota sea apócrifa: no existe prueba al­ Si bien Glassco no puede recordar ninguna conversación textual
guna sobre el estado de salud de Skeffington, salvo la existencia de entre Skeffington y la baronesa, da la impresión de que aquello que
un cáncer y la mastectomía de la que se recuperó totalmente. En no logra reproducir era tan complejo como un coloquio perpetuo en­
cuanto a la baronesa, es probable que hubiera sucumbido al mito de tre los popes de dos vanguardias disidentes dentro de un movimien­
que la sífilis, al dañar las células cerebrales, origina ideas brillan­ to tan moderno que ni siquiera puede otorgarse la concesión de exis­
tes y totalmente nuevas, con lo cual es de esperar que antes de la tir. A veces el encadenamiento de las argumentaciones -imaginamos-
paresia se realice una obra maestra cuya culminación sea una muer­ llegaría a tal punto en el encuentro de paradojas que terminaría de­
te fáustica y con todas las licencias poéticas de la demencia. De ahí jándolas exhaustas y con las manos vacías. Entonces sería cuando,
lá oferta «generosa» que la baronesa hiciera a William Carlos Wi- viéndose obligadas a romper su alteridad a fin de retomar más ali­
lliams. «Ella era original, sin duda. Estaba loca, nadie podía negar­ viadas el camino del conocimiento, las amigas irían a ver a la prin­
lo. Pero, ¿era sifilítica?», titubea John Glassco. cesa de Murat que vivía en los muelles de Tolón bajo el techo de un
La amistad entre Skeffington y la baronesa no se sustentaba en submarino abandonado. Es probable que las tres fumaran opio du­
un compás de espera -del hombre o de la mujer-, carecía de la de- rante días enteros sin llegar a ninguna conclusión. Pero Glassco di­
corosidad lesbiana con que los personajes de Djuna Barnes sugieren ce que la princesa, que no tenía cuello («parece un huevo pero el hue­
el suplicio de la folie á deux, tampoco era el simple remedo de la pa­ vo es de Fabergé»), era muy avara y fumaba opio sola o con René
sión entre varones, como sugiere apresuradamente Glassco. Podía Crevel, a quien las brumas en tomo al muelle de Tolon le provocaron
ser la de dos hetairas pero que reciben en un hotel cubista. De he­ una letal recaída en la tuberculosis.
cho, cuando una llevaba a la otra al baño y la limpiaba y vestía lue­ La baronesa que no era moderna sino futura, lo que no le faci­
go de una borrachera, o tenía que levantarla de la taza del inodoro litaba su presente, se suicidó en 1927 abriendo el pico del gas y su
si había perdido la conciencia, parecían madre e hija. Pero también último perro -los otros habían desaparecido- corrió su misma
podían evocar la discreción en el socorrer sin que medie palabra al­ suerte. Janet Flanner, que por entonces firmaba Genet, escribió
guna de una fraternidad caballeresca: cuando Skeffington estaba una necrológica en The New Yorker cuyo final era: «Instalada al
muy deprimida se pasaba días enteros en la cama, entonces hacía fin, debido a la generosidad de amigos parisinos, en las primeras ha­
bitaciones cómodas que había conocido en tiempos recientes, ella y to tipo de pacto entre mujeres como el de Gertrude Stein con Alice
su pequeño perro faldero murieron asfixiados por el gas durante la B. Toklas. A pesar de las apariencias, la «esposa» dedicada a las es­
noche, ambos víctimas de un lujo que no habían disfrutado por de­ posas ejercía sobre su amiga un dominio sin tregua: evitaba el tim­
masiado tiempo». bre del cartero, la visita inoportuna, los monólogos que excedían la
medianoche. Por último fundó una editorial (Plain) en la que fraca­
só quizá porque su eficacia consistía en mantener concentrada la
La Vía Regia fuerza de trabajo de Gertrude en el lugar hacia donde la sociedad
inclina a las damas: el doméstico. Skeffington encontró que este
Cuando se mudó del hotel D’Anglaterre a uno más pequeño de amor de corte administrativo tenía algo de maternidad implacable
la rué Chaumiére, Dolly Skeffington había incluido entre sus bultos pero «la satisfacción de privilegiar por sobre todo sacrificio la obra
una jaula con un mono (Charabia) y dos gatos blancos acostumbra­ de la otra no parece tener el aspecto de una renuncia sino, por el con­
dos a caminar de la trailla por la vía pública. trario, lograr una sublimación plena»; creyendo improbable que se
Continuaba leyendo los Collected Papers, pero con mayor ener­ tratara de una simple extensión del instinto maternal, ya que el re­
gía se dedicaba a una suerte de clínica literaria. Luego de analizar sultado era una obra de arte reconocida en el mundo. Lo denominó
inadvertidamente a las amigas de París-Lesbos improvisaba clasi­ «sublimación transitiva».
ficaciones y buscaba subgéneros dentro de lo que ella denominaba De acuerdo a sus conclusiones «un autor es una construcción li­
«nuevos vínculos». Observó por ejemplo, que tanto Natalie Barney gada a la oportunidad de la historia, el éxito de la traducción, los
como Mabel Dodge, en sus salones literarios, tenían la capacidad de cambios en la ciudad, el trabajo físico de los colaboradores y las dis­
producir con preguntas sencillas, sonrisitas -a veces mediante un tintas escuelas de interpretación de cada tiempo». Poco a poco ad­
silencio alternativamente helado y simpatizante, o las frases proto­ virtió que se iba interesando por los pasos anteriores a la obra la ca­
colares que impiden la declinación de la charla- una gran variedad pacidad de ésta para borrar sus huellas materiales y la dificultad
de ideas en los hombres que las rodeaban. «Se puede decir que ellas para situar a un autor único. Pero también se condolía: «Sé que a
les sacan el libro de la boca como un dentista extrae una muela o un veces parece injusto cómo la trata (Gertrude a Alice). Pero en estos
cirujano las amígdalas», discurría. «Como si los artistas varones al tiempos, ¿no es la única alternativa para un gran artista -sea hom­
proyectar sobre ellas sus deseos sexuales sublimados, al igual que bre o mujer- descargar el peso de lo material sobre otra persona?
la refracción de la luz en un cristal, los recibieran acrecentados y or­ Ellos, lejos de entregarse a un egoísmo ciego como parece, deben to­
denados en una lógica formal de la que antes carecían, y en cuya mar esa decisión cuando jóvenes y no sin conflicto, cuando saben que
inercia se alcanzaría la obra estética.» aun en riesgo de llevar a la familia a la muerte o de comportarse co­
Skeffington llamó a esta capacidad, no sin razón, aunque harían mo parásitos no harán más que escribir».
falta algunas precisiones, «transferencia», que dividió en dos: la si­ En cierta ocasión Miss Beach, que había leído algunos artículos
métrica y la asimétrica. La simétrica es la que se da entre dos per­ de sus propios papers freudianos, le comentó disgustada que no esta­
sonas que escriben; la asimétrica aquella en que una no lo hace, lo ba de acuerdo con Freud en que las mujeres tenían menos capacidad
hace en un mayor secreto o «una mayor sustancia en el quehacer y de sublimar que los hombres. Skeffington, firme y con cierto aire fa­
el querer hacer». nático, le contestó que no se trataba de igualar a las mujeres en las
Luego se exigió rigor prefiriendo la originalidad a la tradición reglas del arte, tal como eran definidas por «la multitud», sino de pro­
psicoanalítica: reemplazó «transferencia» por «pase». bar investigando sobre las tan diversas formas de creación que ellas
Su próximo descubrimiento provino de la observación de un cier­ realizaban -«como el tapiz de la reina Matilde, el acolchado “P” de Pe-
colia Warner y el autorretrato bordado de la monja Guda» (ignoramos do boxeador profesional y, en realidad, era un temible pendenciero
las referencias)-, la pobreza de Freud al respecto tan insatisfactoria de bar: lo vi con mis propios ojos romperle la muñeca a un joven nor­
para uno como para el otro sexo. Pensando en Miss Beach y en una teamericano que había estado mofándose de él en el Dingo, en la rué
nota titulada no muy misteriosamente Madres y que está en la mis­ Delambre. Era considerado un sujeto peligroso por su terrible tem­
ma línea que la exposición de 1935 escribió: «¿No da casi risa que es­ peramento.»
tas mujeres que no están dispuestas a tolerar en la cama ni siquiera Éste es el retrato que hace Glassco de Dan Mahoney en Memo­
el pelo de un bigote de hombre dediquen a éstos» -la sintaxis de Skef­ rias de Montparnasse. La imagen no es muy diferente de la del doc­
fington es confusa y a menudo Glassco no la corrige- «toda su vida, tor O’Connor, el profético centinela de El bosque de la noche que Dju­
incluidos los fines de semana para que obras geniales salgan a flote?». na Barnes escribiera en 1906. Mahoney fue también el modelo de
¿O gg. trataba de una subespecie de «sublimación transitiva»? Mac Namon para escribir acerca de un travestí en su novelita Miss
Knight. Skeffington, que era su amiga, lo hizo pieza clave de su con­
cepto de «escritor ágrafo».
Maestro Mahoney era un monologuista de genio, con una perfecta sinta­
xis oral bordada de metáforas extravagantes y citas que se remon­
«Aproximadamente un metro sesenta y cinco de estatura: pier­ taban desde la mención de una fortaleza del siglo xv hasta los por­
nas cortas, hombros anchos, contextura fuerte. Rostro cuadrado, na­ menores de las prácticas eróticas de la concurrencia en una letrina
riz como un palo de golf, labios delgados en constante movimiento, barcelonesa. Según Skeffington, Mahoney podía hablar usando su­
siempre oscurecidos, mandíbulas macizas. Llevaba un bigote peque­ bordinadas y si uno escuchaba bien el sujeto de la frase al comen­
ño como un cepillo de dientes y tenía el pelo tieso y cortado en bros- zar, luego de larguísimas observaciones, chistes internos y pregun­
se, ambos evidentemente teñidos de negro azabache pero gris acera­ tas retóricas (como si utilizara barras) comprobaba que coincidía
do en las raíces. Los ojos grandes, grises y saltones, de párpados perfectamente con su predicado.
pesados y artificiosamente azules y pestañas con rimmel, se movían Los dos amigos solían sentarse a beber aguardiente en las te-
sin descanso. Su rostro estaba cubierto con polvos de un blanco apa­ rrasses y hablar durante horas en términos obscenos. Muchas veces
gado, a través de los cuales asomaba una espesa barba negra. Siem­ por la mañana estaban en el mismo lugar, por lo que algún mozo de
pre usaba camisa blanca con el cuello y los puños almidonados, cor­ confianza que había hecho el relevo de su compañero del turno de la
bata negra de nudo corredizo y traje negro, sin chaleco, que parecía noche se ponía a provocarlos con ingenuidad haciéndoles bromas por
quedarle grande, los pantalones demasiado holgados en los fondillos el hecho insólito de que hubieran madrugado.
y la chaqueta tan larga que parecía una falda. Zapatos en punta, pe­ «Por su voz pasaban grandes parrafadas de teatro isabelino, cla­
queños y negros; manos velludas y feas. Caminaba contoneando las sificaciones de vergas, crónicas mundanas situadas en todas partes
caderas; cuando estaba de pie tenía las rodillas ligeramente dobla­ del mundo, sus experiencias como médico abortero y como marica
das y los brazos estirados hacia adelante, las muñecas caídas hacia alistado en el ejército, comentarios sobre los muchachos que pasa­
adelante y hacia abajo como un perro que camina sobre las patas tra­ ban junto al café, imitaciones de sonidos callejeros o de gritos de ani­
seras (tanto Djuna Barnes como yo hicimos esta comparación inde­ males; todo al mismo nivel como si se tratara de la superficie de una
pendientemente, el parecido fue sugerido de manera irresistible). esponja o la trama de una tela.» Sin saber nombrarla, Skeffington
»Era un bailarín fantástico, tenía pies ágiles. Su voz era de un había descubierto la «novela río».
tono suave y su acento un gangueo típico de Nueva York, con ento­
nación de “marica” y un ceceo artificial. Se rumoreaba que había si­
WeiU tuno por el autor y el editor, de acuerdo con el interés del autor (el
subrayado es de Skeffington). La cifra 45.000 -es lo que la Random
La marchante Berthe Weill solía ofrecer en su salón la obra de House envió a Joyce en calidad de adelanto por los derechos- iba
muchas artistas mujeres como Hermine David, Alice Halicka o Va- acompañada de una flecha que se dirigía hacia la palabra «Joyce»
lentine Prax. En 1935 Dolly Skeffington realizó allí una muestra ti­ colocada en lo alto del esquema. Otra flecha se dirigía hacia la pa­
tulada Preñóme. Glassco opina que eligió esta forma de expresión labra «Beach» inmersa en la masa de nombres femeninos. Pero la
para lograr un control menos duradero de la crítica, que le hubiera que llegaba hasta «Joyce» estaba llena de sellos con el signo pesos
resultado más difícil de haber publicado un libro. La muestra incluía mientras que la que concluía en «Beach» estaba trazada sobre las
una serie de «cadáveres exquisitos» conseguidos mediante un siste­ columnas de un libro de contabilidad: en la del «debe» había un mon­
ma de tarjetas perforadas que consignaban figuras gramaticales, tón de cifras, en la del «haber» un signo de interrogación.
distribuidas a la entrada del Cirque D’Hiver donde había colas in­ El segundo esquema, titulado Mothernisme, consistía en un ma­
terminables para asistir a combates de veinte asaltos. Eran bastan­ pa de París con el signo femenino señalando los lugares donde ha­
te desilusionantes ya que sólo contenían enumeraciones tópicas («tu bitaban las expatriadas. La lista era espesa y detallada: Isadora
boca, tu pelo, tus ojos, tu belleza»). Había en ellos un exceso de «ro­ Duncan (rué Danton 5), Sylvia Beach y Adrienne Monnier (rué de
sas», «nunca te olvidaré», «corazón herido» y otras expresiones que L’Odéon 18), Nancy Cunard (rué Guénégaud 15), etcétera. La inclu­
daban una idea de lo que las clases populares consideraban digno sión de esposos requería de asteriscos que se explicaban al pie. De
de dejar escrito. Los «cadáveres» se disponían sobre un espiral de Me Almon, por ejemplo, salía una flecha que conducía a un trozo del
cartón de unos tres metros de alto que los concurrentes debían re­ documento firmado por Bryher y sus padres donde se establecía que
correr por dentro como si se tratara de un laberinto. El espacio en­ la primera sólo podía hacer uso de su herencia al casarse. Mother­
tre las paredes iba estrechándose a medida que se llegaba al centro nisme contenía también direcciones de prostíbulos como La belle
y había que hacer un esfuerzo para darse vuelta y volver sobre los Poule de la rué Blondel o restaurantes regenteados por mujeres co­
pasos. Luego estaba la obra específica de Skeffington. La primera mo Chez Rosalie.
se llamaba Joylises y consistía en una serie de nombres femeninos Otra obra era una fotografía de Mahoney sobre la que había sus­
insertados sobre una enorme superficie azul -el azul de la bandera pendida una gran masa de texto compuesta por lo que Héctor Liber-
griega repetido con duro trabajo de Sylvia Beach sobre la tapa de tella descubre en los trabajos de Mirtha Dermisache como «grafis-
Ulises- en la que figuraba desde Harriet Weaver, editora de la obra mos asemánticos». «¿No sería el grañsmo un clisé a la espera de
de Joyce en inglés, pasando por Margaret Anderson y Jane Heap, todas las impresiones que le vendrán impuestas aposteriori por cul­
que publicaron una parte en la Little Review, hasta Myrsine Mos- tura o la sociedad?», escribió Libertella en Ensayos o pruebas sobre
chos, la joven empleada de la Shakespeare and Company y las su­ una red hermética y a Skeffington le hubiera encantado esta frase.
cesivas copistas caligráficas como Rayminde Linossier y Cyprian, la En un rincón del salón había varios ejemplos de «pase»; un mon­
hermana de Sylvia Beach. taje de un poema de Valéry sobre algunos aforismos de Miss Barney
El esquema incluía notas extraídas de los diarios sobre los pro­ acerca de la indiscreción, textos de Freud y Lou Andreas Salomé so­
cesos que mereció la obra, las sanciones penales sufridas por las edi­ bre el erotismo anal, el manifiesto vorticista de Pound junto a un
toras y una copia del contrato firmado por Joyce y Sylvia Beach don­ poema de H. D.
de se establecía que ella tendría la exclusividad del tiraje y de las Con el título A partir del azar, trabajo de sublimación figuraban
ventas del Ulises pero con una cláusula según la cual el editor de­ el poema de Baudelaire «La venus negra», el soneto n° 127 de Sha­
bía abandonar sus derechos sobre el texto si esto era juzgado opor­ kespeare y versiones de un poema de Skeffington que culminaría en
Gwendolyn, Massachusetts. La secuencia se abría con una fotogra­ nealógica de Safo y el amor a las mujeres no fueran defendidos en
fía tomada en las terrasses donde se veía a Dolly junto a Aisha, una términos muy diferentes a los de Pierre Louys quien, por otra par­
modelo negra de artistas muy de moda por aquellos años. Aisha, que te «nunca ocultó sus objetivos políticos: querellar con el naturalis­
era muy narcisista y nada tonta, miró la obra, leyó cada texto y di­ mo a través de la idealización de un vínculo que fuera el artificio de
jo: «jamás hablé con ella pero después de esto, aunque antes no lo los artificios como el amor sáfico» (nota titulada Amazona).
estuviera, ahora sí está enamorada de mí». Skeffington sofía provocar a Miss Barney por el hecho de que en
Sin embargo Skeffington aspiraba a que su «mensaje» fuera pre­ el templo de la calle Jacob el alcohol no estuviese permitido, pero a
ciso: la literatura sólo podía provenir de la literatura; tuvo un fugaz veces una broma terminaba en una discusión seria y entonces las
romance con Aisha, quien no equivocaba al suponer que los efectos dos permanecían peleadas hasta que alguna se decidía a mandar
de una ficción contada tan arduamente no podían ser inocuos para una esquelita de disculpa: «Natalie no tenía mucho humor respecto
las personas «reales» a las que aludía, a pesar del descrédito que A de sí misma. Cuando yo la provocaba, sin llegar a enojarse, se vol­
partir del azar... demuestra hacia el diferente. ¿Y por qué no pen­ vía impaciente, lo que en ella era decir demasiado. Le sugerí que de­
sar que la ¿obra? misma fuese una tentativa de seducción que, al pa­ bía ser más respetuosa de la historia ya que en Lesbos, durante las
recer, logró su cometido? Quizá como sacrificio por el arte y aunque celebraciones era muy popular un juego que consistía en embocar
la exposición fue presentada como anónima, por razones de seguri­ vino desde un recipiente en otro más pequeño. Claro que ella no con­
dad y a fin de conservar intacto el sentido de su «mensaje» antiau­ sentiría en manchar el piso. Luego tuvimos el siguiente diálogo que
tobiográfico, Skeffington mantuvo en la clandestinidad su romance terminó mal:
con Aisha y, cuando pudo, lo hizo añicos (la versión es de Glassco). «-¿Por qué defiendes la virginidad si la misma Safo tuvo una
La descripción de la muestra fue posible a partir de algunas no­ hija?
tas donde Skeffington menciona las dificultades técnicas para la »-¿Una hija? -preguntó mirándome con sorna.
construcción y pintada de los carteles. Preñóme no tuvo ninguna re­ »—Sí, y se llamaba Ciéis -y le leí esos versos citados en Hefes-
percusión aunque algunos parroquianos de los bares de extramuros tion: “Tengo una linda niñita, cuya belleza es semejante a la de las
se animaron a entrar a Berthe Weill para constatar su participación flores doradas”.
en los cadáveres exquisitos, amén de boire un litre a expensas del »-Pero mujer -ahora se reía abiertamente-, ¿quién no llama “ni­
espíritu democrático de la dueña de casa. ñita” a su amiga?
«Entonces me tocó a mí:
»-¿Y por qué eres tan pueril al afirmar que Safo se mató por una
París-Lesbos mujer y no por Faón? Si fueras más atenta (probé con otro argumen­
to) sabrías que los eruditos modernos dicen que Safo debió haber si­
Las relaciones entre las integrantes de París-Lesbos iban des­ do confundida con Afrodita en alguna leyenda antigua. Faón es en­
de el intercambio de un breve saludo al encontrarse en un salón has­ tonces Faetón, Helio, el sol.
ta la amistad íntima. »Por su mirada comprobé que lo sabía, entonces le dije (y ahora
Dolly Skeffington había sido amante de Miss Bamye, admira­ me arrepiento porque es una gran mujer y la quiero mucho):
ba y plagiaba a Gertrude Stein pero habló pocas veces con ella, no »-¿No te da vergüenza engañar a las amigas sólo para tenerlas
tenía ningún vínculo con Bames y las editoras le eran indiferentes. contentas?
Su relación con Miss Bamey, que rápidamente naufragó en la »Se puso pálida, pegó media vuelta y se metió en el dormitorio
amistad, era ambivalente. La sorprendía que la reivindicación ge­ dejándome sola. Me acerqué a la puerta y le dije en voz baja:
«-Perdóname, pero me gustaría conocer un pecado que no fue­ dable-, luego la cara se le iluminó y pegó un grito que por poco me
ra al mismo tiempo una renuncia». rompe el tímpano».
Skeffington también criticaba el credo estético de Miss Barney
Skeffington deseaba un más allá del sexo sin que eso la convir­
que rendía culto a la belleza y hacía de la virginidad un arma con­
tiera en un espíritu. El salón privado y exclusivo de las damas se­
tra los estragos corporales que traía aparejada la heterosexualidad:
dentarias oponía la calle y el nomadismo de clases. Por eso critica­
«Las mujeres también son sangre, leche y excrementos. Los partos, ba vivamente el trato que las amigas daban a sus pupilas pobres o
el aborto espontáneo, las enfermedades de la matriz multípara de­ con poca educación: «Les enseñan a simular hasta borrar toda hue­
ben ser dominados pero no por abstinencia. Eso es tan absurdo co­
lla de origen. De este modo no se enfrentan a nada que sea diferen­
mo si para evitar la opresión de los obreros se eliminara la fábri­
te, reeducan a la propia imagen y semejanza. Jamás salen de sí mis­
ca». En una nota tardía, al enterarse de la simpatía de Miss Barney mas y extienden sus privilegios sin conocer jamás otra cosa». La
por Hitler y Mussolini, escribió: «¿Cómo el culto por las muchachas crítica adquirió el rango de praxis a través de un acto de repudio ex­
que danzan en ronda envueltas en gasas y flores fue reemplazado plícito aunque los efectos hayan sido olvidados (al menos por Glass­
por el culto a los oficiales de la Gestapo o los camisas negras, si no
co): un viernes, día de las veladas áticas en la calle Jacob, Skeffing­
por el retorno trágico de eso que ella pretendía negar obsesivamen­
ton y la baronesa se presentaron borrachas, hecho cuyo único
te: la violencia? En el fondo no despreciaba a los hombres sino a los
antecedente había sido una visita de Djuna Barnes en idéntico es­
hombres débiles». tado y que no la condujo a ninguna acción sino a lanzar sus habitua­
Dolly Skeffington solía conseguir amigas en los bares clandes­
les opiniones desilusionantes y airosas con el encanto dudoso del la­
tinos o en el salón de La Amazona, pero «en busca de un pecado grimeo sin motivo y la lengua bola. Las manifestantes cantaron una
que no fuera una renuncia» solía seducir muchachos de los barrios
canción de la que Glassco recuerda una sola línea: «Pequeños yoes
bajos -sobre todo si los encontraba suficientemente borrachos-
(en realidad enormes)/ no necesitaríais tantos velos y gasas/ si cada
muy a menudo en trance de parecer ella misma uno. Glassco cuen­ día no debierais remolcar nuestra mierda/ a la estatura de besos co­
ta una aventura que Skeffington le contó en el Dingo luego de ha­ lombinos». Sin la complicidad de la baronesa, Skeffington escribió
ber dejado a la baronesa -que entonces estaba viva- curándose de más sensatamente, aunque en términos igualmente duros: «Liman
la resaca en el cuarto de Barnes: «Yo estaba apoyada en la barra y despuntan hasta tal punto sus yoes que si éstos lograran materia­
cuando sentí que alguien hacía fuerza con los codos para abrirse lizarse tendrían el aspecto descamado y esencial de los pacientes
paso. Era un mozo de ferrocarril alto, muy moreno, con unos her­ terminales».
mosos ojos verdes y cuello de toro. Por su expresión, parecía a pun­ En Skeffington no se puede hablar tanto de bisexualidad sino de
to de tirarse al Sena. De vez en cuando agachaba la cabeza para una estructura itinerante, con períodos alternativos de casamiento, no­
que no lo vieran llorar. Lo abordé y le ofrecí aguardiente. No pare­ madismo, castidad depresiva, excesos orgiásticos que incluían el uso
cía un homosexual pero su desesperación era tan grande que pro­ del haschisch y el alcohol hasta la pérdida de la conciencia, pero todo
bablemente no le importara acostarse con un muchacho como yo formando parte de una autodestrucción perfectamente organizada don­
lo aparentaba. O quizá fuera un voluptuoso de la autodestrucción, de ella se negaba a reconocer una plataforma estética o política.
uno de esos que dice como Renée: “Epa, tengo que irme. Alas ocho Para Skeffington la querella entre los sexos no podía fecundar
tengo mi abismo”. El hotel era asqueroso porque, mira, yo dejé que ni en los hogares ni en los espacios de producción rentada sino en
él pagara. Pronto se me abalanzó y empezó a desabrocharme la ro­ aquellos donde, aun bajo vigilancia, florecían el ocio y la comunica­
pa. Cuando me quitó los pantalones y metió la mano, se quedó un ción. Su modelo de ciudad era una en la que conviviera un protoco­
instante como paralizado pero constatando -lo cual fue muy agra­ lo común -a la vez rígido y complejo- que permitiera abandonar el
»-Perdóname, pero me gustaría conocer un pecado que no fue­
dable-, luego la cara se le iluminó y pegó un grito que por poco me
ra al mismo tiempo una renuncia». rompe el tímpano».
Skeffington también criticaba el credo estético de Miss Barney Skeffington deseaba un más allá del sexo sin que eso la convir­
que rendía culto a la belleza y hacía de la virginidad un arma con­ tiera en un espíritu. El salón privado y exclusivo de las damas se­
tra los estragos corporales que traía aparejada la heterosexualidad: dentarias oponía la calle y el nomadismo de clases. Por eso critica­
«Las mujeres también son sangre, leche y excrementos. Los partos,
ba vivamente el trato que las amigas daban a sus pupilas pobres o
el aborto espontáneo, las enfermedades de la matriz multípara de­ con poca educación: «Les enseñan a simular hasta borrar toda hue­
ben ser dominados pero no por abstinencia. Eso es tan absurdo co­ lla de origen. De este modo no se enfrentan a nada que sea diferen­
mo si para evitar la opresión de los obreros se eliminara la fábri­ te, reeducan a la propia imagen y semejanza. Jamás salen de sí mis­
ca». En una nota tardía, al enterarse de la simpatía de Miss Barney mas y extienden sus privilegios sin conocer jamás otra cosa». La
por Hitler y Mussolini, escribió: «¿Cómo el culto por las muchachas crítica adquirió el rango de praxis a través de un acto de repudio ex­
que danzan en ronda envueltas en gasas y flores fue reemplazado plícito aunque los efectos hayan sido olvidados (al menos por Glass­
por el culto a los oficiales de la Gestapo o los camisas negras, si no
co): un viernes, día de las veladas áticas en la calle Jacob, Skeffing­
por el retorno trágico de eso que ella pretendía negar obsesivamen­
ton y la baronesa se presentaron borrachas, hecho cuyo único
te: la violencia? En el fondo no despreciaba a los hombres sino a los
antecedente había sido una visita de Djuna Barnes en idéntico es­
hombres débiles». tado y que no la condujo a ninguna acción sino a lanzar sus habitua­
Dolly Skeffington solía conseguir amigas en los bares clandes­
les opiniones desilusionantes y airosas con el encanto dudoso del la­
tinos o en el salón de La Amazona, pero «en busca de un pecado grimeo sin motivo y la lengua bola. Las manifestantes cantaron una
que no fuera una renuncia» solía seducir muchachos de los barrios canción de la que Glassco recuerda una sola línea: «Pequeños yoes
bajos -sobre todo si los encontraba suficientemente borrachos- (en realidad enormes)/ no necesitaríais tantos velos y gasas/ si cada
muy a menudo en trance de parecer ella misma uno. Glassco cuen­ día no debierais remolcar nuestra mierda/ a la estatura de besos co­
ta una aventura que Skeffington le contó en el Dingo luego de ha­ lombinos». Sin la complicidad de la baronesa, Skeffington escribió
ber dejado a la baronesa -que entonces estaba viva- curándose de más sensatamente, aunque en términos igualmente duros: «Liman
la resaca en el cuarto de Barnes: «Yo estaba apoyada en la barra y despuntan hasta tal punto sus yoes que si éstos lograran materia­
cuando sentí que alguien hacía fuerza con los codos para abrirse lizarse tendrían el aspecto descarnado y esencial de los pacientes
paso. Era un mozo de ferrocarril alto, muy moreno, con unos her­ terminales».
mosos ojos verdes y cuello de toro. Por su expresión, parecía a pun­ En Skeffington no se puede hablar tanto de bisexualidad sino de
to de tirarse al Sena. De vez en cuando agachaba la cabeza para una estructura itinerante, con períodos alternativos de casamiento, no­
que no lo vieran llorar. Lo abordé y le ofrecí aguardiente. No pare­ madismo, castidad depresiva, excesos orgiásticos que incluían el uso
cía un homosexual pero su desesperación era tan grande que pro­ del haschisch y el alcohol hasta la pérdida de la conciencia, pero todo
bablemente no le importara acostarse con un muchacho como yo formando parte de una autodestrucción perfectamente organizada don­
lo aparentaba. O quizá fuera un voluptuoso de la autodestrucción, de ella se negaba a reconocer una plataforma estética o política.
uno de esos que dice como Renée: “Epa, tengo que irme. A las ocho Para Skeffington la querella entre los sexos no podía fecundar
tengo mi abismo”. El hotel era asqueroso porque, mira, yo dejé que ni en los hogares ni en los espacios de producción rentada sino en
él pagara. Pronto se me abalanzó y empezó a desabrocharme la ro­ aquellos donde, aun bajo vigilancia, florecían el ocio y la comunica­
pa. Cuando me quitó los pantalones y metió la mano, se quedó un ción. Su modelo de ciudad era una en la que conviviera un protoco­
instante como paralizado pero constatando -lo cual fue muy agra­ lo común —a la vez ríeido V comnlein— mip nprmifipra aha-nrln-nar p1
yo y los sentimientos personales como en los espacios de refrigerios Arte
del siglo xviií y sin que se borraran -sería ingenuo pensarlo- las je­
rarquías sociales, éstas quedaran convencionalmente en suspenso En la rive droite el señor Streethorse dirigía el París Volee don­
para generar una suerte de disputatio perpetua, bullanguera pero de su hija hacía tareas editoriales. Sin embargo, no parece haber es­
ordenada, donde la autonomía del disfraz y de los uniformes res­ crito notas periodísticas a menos que lo haya hecho utilizando un
pecto de la identidad de oficios y poderes imitara las licencias del heterónimo. En la vida de Skeffington el dos insiste: nació en 1892,
teatro. llego a París en 1922, tiene dos nombres, dos objetos de orientación
Una nota titulada Jerdme permite suponer que Skeffington se sexual, dos formas de expresión: la escritura -dos estilos, dos géne­
animó a definir más precisamente su sueño de «intimidad públi­ ros- y una suerte de arte conceptual, al igual que el de la baronesa,
ca» para ofrecérselo a los que Glassco llama un «pélele barriobaje- futuro pero sin público posible.
ro»: «Las habitaciones son cálidas aunque sin ningún espacio pa­ Luego de la muestra en Berthe Weill pasó por un período de­
ra el esparcimiento común, sólo dormitorios de techo vidriado que presivo.
permiten vivir de acuerdo a los ciclos del día, también iluminados Al releer nuevos fragmentos de la obra de Freud descubrió que
por altos ventanales, opacos para evitar toda visión del exterior si bien lo real era inapresable, la obra jamás era el producto de una
pero a través de cuyas claraboyas entran sin tregua los ruidos de impresión actual sino una mezcla con recuerdos del pasado que se
la calle: la música de las kermeses y de los ejecutantes espontá­ despiertan y actúan a través de diversas transacciones. Con despre­
neos, el rodar de los vehículos, las voces de los anunciadores de fe­ cio escuché decir a Alexander Calder, quien parecía tan alejado del
nómenos, los chillidos de los niños y animales: que todo llame a sa­ yo autobiográfico como sus abstracciones de aquello que simulaban
lir y a fundirse con la muchedumbre. En las veredas hay espejos representar: «Mi padre era el peso, la quietud. Era escultor. Contra
laterales para contemplación de los disfraces en libre juego con los él quise que todas las cosas tuvieran movimiento y fueran capaces
de los otros paseantes, asientos colectivos, túneles para enamora­ de flotar». Si como neurótica consideró un hallazgo que se pudiera
dos, tiendas de trueques, bares con terraza, parterres que aligeren llegar a través de «una frase popular o una obra de teatro» al deseo
la circulación de los niños y animales -separados por barras de hi­ inconsciente, como artista detestó que el arte revelara algo de la pro­
giene-, fuentes diseñadas con juegos acuáticos y de luces más to­ pia vida. Con gran desilusión escribió: «El realismo es constitucio­
da suerte de aparatos óptico-prismáticos para atrapar imágenes al nal». Jamás se preocupó por diferenciar «verdad», «sinceridad» y «de­
paso, con vidrios deformantes, proyecciones de escenas eróticas y seo inconsciente», «realidad» y «autobiografía», y en sus notas usa
paisajes extraños o anormalidades naturales, telescopios y calei­ alternativamente uno u otro término. Al final sólo restaba la melan­
doscopios. Actividades: juegos de metrónomo -el del huevo que se colía. «He sido todos estos años como el hombre citado por Freud que
hace bailar en lo alto de un surtidor, el de la pluma que no hay que sueña con una mujer vieja y dice no es mi madre. O lo que es peor,
dejar caer soplándola-, competitivos -de insultos y lisonjas, de pi­ como si en todo lo escrito no hubiera más que un grito amordazado:
rámides humanas, de comilonas-, para asociación -contrapuntos cuando yo tenía cinco años mi padre me sedujo...»
escritos a lo largo de las paredes de la calle Delambre (con autori­ Tenía en muy alta estima sus notas que, aunque recuerden el
zación del comisario Zamaron) y que se borran con cal para poder estilo del presidente Schreber, por los problemas que le plantean al
repetir el juego-». psicoanálisis, tienen actualidad. Sus poemas -no incluidos en esta
Skeffington había leído a Fourier. versión- que ella insistía en llamar «zonas de memoria» parecen pre­
parados para la publicación aunque carecen de ese ritmo y métrica
que les adjudica en sus notas. El lenguaje crudo, a veces obsceno,
hace que no se parezcan a nada que las mujeres hicieran hasta en­ en el fondo, yo quería algo de la gloria». ¿Se estaba procurando un
tonces; así como su familiaridad con el vocabulario ilegítimo del jazz consuelo? De lo contrario habría que levantar un monumento a un
o el lugar común. fracaso tan perfecto: ningún memorialista de la rive gauche la men­
Si la filósofa María Zambrano sueña con un mundo de palabras ciona, a excepción de Glassco en esas escuetas páginas casi secre­
como pasado del lenguaje, es decir la alteridad y el poder, Julia Kris- tas. Como si no hubiera nacido nunca.
teva sitúa al objeto poético en un tiempo precedente a la construc­
ción simbólica y Luce Irigaray reivindica una plenitud simbiótica
original entre madre e hija anterior a la tasa del padre, Dolly Skef­
(EnEZ affair Skeffington,, Bajo la Luna Nueva,
fington trata de reconstruir la posición de las mujeres en la factura Rosario, 1992; versión condensada por la au­
de una obra que la publicación bajo firma de un autor único expro­ tora.)
piaría. (¿La creencia en un espacio no enajenado por la jerarquía de
los sexos es común a las autoras?) Estratégicamente llamaba obra
a la obra escrita y no la publicada. Reescribiendo constantemente
difirió el momento de someterse al juicio del otro, a la violencia de
sus tasaciones. Su oscuridad se parecía más al dandysmo de Maho­
ney que a la renuncia neurótica. En todo lo que ha experimentado
puede leerse un feminismo a contrapelo -que intenta disolver el yo
en lugar de afirmar su diferencia-, preguntas anticipatorias sobre
el alcance de la palabra «autor» y la propiedad de la producción ar­
tística, una política sexual, un acceso al psicoanálisis conseguido a
través del síntoma personal y sin embargo capaz de poner en juego
los límites del psicoanálisis mismo. Pero todo mezclado en un bati­
burrillo tan cercano de la idea profética como del azar que hace que
un joven tonto responda a un problema cuya solución desconoce:
E=m c. Al final de su vida, al enterarse de la trágica muerte de He-
mingway en plena decadencia física y mental escribió: «Si en el in­
consciente fuera posible la descripción del azar nada valdría la pe­
na de ser hecho. Toda la vida estuvo ensayando el encuentro tan
temido, coqueteándole bajo las rígidas normas de diversos juegos.
Paladeó la entrada de una bala, la cercanía de unos cuernos pero ja­
más pensó que el fin vendría del interior de ese cuerpo bien templa­
do de homosexual casto». Luego se lamentaba: «Después de todo na­
die sabe quién es. Mahoney murió convencido de haberse sustraído
heroicamente al complot crítico y de que su acto era lo más radical
del modernismo, mientras que la guerra derrumbó a Virginia Woolf
reduciendo su fama al efecto de una aspirina en el cuerpo de un de­
sollado vivo. Pero esta sospecha me es más penosa que suponer que,
En familia
Carta perdida
en un cajón
SlLVINA OCAMPO

¿Cuánto tiempo hace que no pienso en otra cosa que en ti, imbécil,
que te intercalas entre las líneas del libro que leo, dentro de la mú­
sica que oigo, en el interior de los objetos que miro? No me parece
posible que el revestimiento de mi esqueleto sea igual al tuyo. Sos­
pecho que perteneces a otro planeta, que tu Dios es diferente del
mío, que el ángel guardián de tu infancia no se parecía al mío. Co­
mo si se tratara de alguien que hubiera entrevisto en la calle, me
parece que no nos hemos conocido en la infancia y que aquella épo­
ca hubiera sido mero sueño. Pensar de la mañana a la noche y de la
noche a la mañana en tus ojos, en tu pelo, en tu boca, en tu voz, en
esa manera de caminar que tienes, me incapacita para cualquier tra­
bajo. A veces, al oír pronunciar tu nombre mi corazón deja de latir.
Imagino las frases que dices, los lugares que frecuentas, los libros
que te gustan. En medio de la noche, me despierto con sobresaltos
preguntándome: «¿dónde estará esa bestia?» o «¿con quién estará?».
A veces, con mis amigos, llevo el diálogo a temas que fatalmente
atraen comentarios sobre tu modo de vivir, sobre las particularida­
des de tu carácter, o bien paso por la puerta de tu casa, perdiendo
un tiempo infinito en esperarte para ver a qué horas sales o cómo te
has vestido. Ningún amante habrá pensado tanto en su amada co­
mo yo en ti. Recuerdo siempre tus manos levemente rojas, y la piel
de tus brazos oscura en los pliegues del codo o en el cuello como are­
na húmeda. «¿Será suciedad?», pienso, esperando con un defecto
nuevo lograr la destrucción de tu ser tan despreciable. Podría dibu-
T ~1

jar tu cara con los ojos cerrados, sin equivocarme en ninguna de sus ban con un nuevo nombre estrafalario cada día, ¡pobre diablo! Ni
líneas: me guardaré de hacerlo, pues temo mejorar tus facciones o aquella suerte de supositorios para perfumar el baño con olor a ro­
divinizar la expresión un poco bestial de tus mejillas prominentes. sa que disolvían en un vaso de agua y que se pasaban por el pelo y
Será una mezquindad de mi parte pero todas mis mezquindades te por los brazos. No creas que olvidé la enfermedad de Máxima cuan­
las debo a ti. Después de nuestra infancia, que transcurrió en un co­ do te colgaste de mi brazo todo el día diciéndome que yo era tu ami­
legio que fue nuestra prisión donde nos veíamos diariamente y dor­ ga predilecta y que me invitarías a tu casa de campo durante el ve­
míamos en el mismo dormitorio, podría enumerar algunos furtivos rano. No me hice ilusiones, además no me inspirabas ninguna
encuentros: un día en el andén de una estación, otro día en una pla­ simpatía. No aspiré a tu amistad sino para alejarte de otras. En el
ya, otro día en un teatro, otro día en la casa de unos amigos. No ol­ fondo de mi corazón se retorcía una serpiente semejante a la que hi­
vidaré aquel último encuentro, tampoco olvido los otros, pero el úl­ zo que Adán y Eva fueran expulsados del Paraíso.
timo me parece más significativo. Cuando advertí tu presencia en Sospechaba que mi vida sería una sucesión de fracasos y de abo­
aquella casa perdí por la fracción de un segundo el conocimiento. minaciones. No hay niño desdichado que después sea feliz: adulto
Tus pies lascivos estaban desnudos. Pretender describir la impre­ podrá ilusionarse en algún momento, pero es un error creer que el
sión que me causaron las uñas de tus pies sería como pretender re­ destino pueda cambiarlo. Podrá tener vocación por la dicha o por la
construir el Partenón. Creo, sin embargo, que en la infancia tuve el desdicha, por la virtud o por la infamia, por el amor o por el odio. El
presentimiento de todo lo que iba a sufrir por ti. Oí a mi madre pro­ hombre lleva su cruz desde el principio; hay cruces de madera tos­
nunciar tu nombre cuando entramos a visitar por primera vez aquel ca, de aluminio, de cobre, de plata o de oro, pero todas son cruces.
colegio donde había en el jardín tantos jacarandás en flor y aquellas Bien sabes cuál es la mía, pero tal vez no sepas cuál es la tuya, pues
dos estatuas sosteniendo globos de luz en cada lado del portón. no todos los seres son lúcidos, ni capaces de leer el destino en los sig­
-Alba Cristián es hija de una amiga mía. La internarán tam­ nos que diariamente ven a su alrededor. ¿Será cruel advertírtelo?
bién aquí. Es de tu edad -dijo mi madre cruelmente. Me tiene sin cuidado. No siento por ti la menor lástima. Me moles­
Sentí un extraño malestar: pensé que era por culpa del colegio ta que alguien aún crea que somos amigas de infancia. No falta
donde me iban a internar. Sin embargo, inconscientemente, como quien me pregunte con tono almibarado y escandalizado a la vez:
esos antiguos anillos que contenían veneno debajo de un camafeo o -¿No tenés amigos de infancia?
de una piedra, tu nombre semejante también a un círculo me pare­ Yo les respondo:
ció venenoso. Otro presentimiento me avasalló aquel día del paseo -No me casé con los amigos de infancia. Si ahora tengo poco dis­
a los lagos de Palermo, cuando nos bajamos a comer la merienda so­ cernimiento para elegirlos, ¿cómo habrán sido las equivocaciones de
bre el césped y que Máxima Parisi te enseñó unas taijetas postales mis primeros años? Las amistades de infancia son erróneas, y no se
que no quiso enseñarme a mí y que al final de la tarde, comiendo un puede ser fiel al error indefinidamente.
helado de frambuesa, se recostó sobre tu hombro en el ómnibus que Aquel día, en casa de nuestros amigos, al verte, una trémula nu­
nos llevó de vuelta al colegio. En aquella intimidad que me excluía, be envolvió mi nuca, mi cuerpo se cubrió de escalofríos. Tomé un li­
sentí la amenaza de otras desventuras. No creas que olvidé la llave bro que estaba sobre la mesa y comencé a hojearlo ávidamente: só­
misteriosa de tu mesa de luz que hacía sonreír a Máxima Parisi ni lo después advertí que el libro se titulaba «Balance de las ventas de
aquel atado de cigarrillos americanos que fumaron sin convidarme animales bovinos». La dueña de casa me ofreció una naranjada ho­
en la glorieta de los arbustos «cuerpo a tierra», decían ustedes «co­ rrible «de alfileres» como denominábamos toda bebida que llevaba
mo los soldados», en aquel escondite que aborrecí hasta el día de hoy. soda. Bebí de un trago para ocultar el temblor de mi mano; felizmen­
No creas que olvidé aquel libro pornográfico, ni al gato que bautiza­ te hacía calor y salí al balcón con el pretexto de tomar fresco y de
mirar la vista que abarcaba el Río de la Plata4a lo lejos y en primer atroces que resultaron maravillosas. No sospeché que por primera
plano el Monumento de los Españoles que divisado de ese ángulo pa­ vez L. se interesaba en tu personalidad, en tu vida, en tu manera de
recía, más que nunca, un gigantesco postre de bodas o de primera sentir y que todo había nacido de mi imaginación.
comunión. Sonreí a tu cara de bestia, sonreiste. Vivir así no era vi­ Durante el tiempo que dediqué a pensar sólo en ti, a hablar de
vir. Sentí vértigos, náuseas. Desde aquel séptimo piso contemplé la tus horribles vestimentas, de tu malignidad, de tu falta de asco pa­
calle pensando cómo sería mi caída, si me tiraba de esa altura. Un ra meterte en la boca dinero sucio y cosas que encontrabas en el sue­
puesto de fruta, cajones de basura al pie de la casa (estarían en huel­ lo, con mi complicidad, con mis sospechas, con mi odio construí para
ga los basureros) y una baranda alta me molestaban para imaginar ustedes ese edificio de amor tan complicado donde viven alejados de
la escena. Traté de concentrarme en esa idea llena de dificultades mí por mi culpa. Quiero que sepas que debes tu felicidad al ser que
para serenarme. Tenía el poder, que ahora no tengo, para desdoblar­ más te desdeña y aborrece en el mundo. Una vez que ese ser que te
me: conversé con la gente que me rodeó, reí, miré a todos lados con adorna con su envidia y te embellece con su odio desaparezca, tu di­
los ojos clavados en el fondo de aquel precipicio con cajones de basu­ cha concluirá con mi vida y la terminación de esta carta. Entonces te
ra, con frutas y con hombres que pasaban. Todo era menos inmun­ internarás en un jardín semejante al del colegio que era nuestra pri­
do que tu cara. «De cuántas músicas, de cuántas personas, de cuán­ sión, un jardín engañoso, cuidado por dos estatuas, que tienen dos
tos libros tengo que renegar para no compartir mis gustos contigo», globos de luz en las manos, para alumbrar tu soledad inextinguible.
pensé al mirar hacia el interior del departamento a través del vidrio
de la ventana. «Quiero mi soledad, la quiero con mil caras imperso­
nales.» Te miré y a través del vidrio que reverberaba tembló tu ca­ (En La furia, Orion, Buenos Aires, 1976.)
ra de piraña como en el fondo del agua. Pensé en quien no puedo
pensar por causa tuya y en el sortilegio que me envolvía. Estás en
mí como esas figuras que ocultan otras más importantes en los cua­
dros. Un experto puede borrar la figura superpuesta pero ¿dónde es­
tá el experto? Necesito dar una explicación a mis actos. Después de
haberte saludado con una inusitada amabilidad te invité a tomar té.
Aceptaste. Te dije que en mi casa había pintores. Sugeriste felizmen­
te que sería mejor ir a tu casa. En el momento en que prepares el té
y lo dejes sobre la mesa fingiré un desmayo. Irás a buscar un vaso
de agua que yo te pediré, entonces echaré en la tetera el veneno que
traigo en mi cartera. Servirás el té después de un rato. Yo no toma­
ré el mío, pensé como delirando mientras me hablabas.
No cumplí mi proyecto. Era infantil. Me pareció más atinado
usar ese procedimiento para matar a L. Deseché la idea porque la
muerte no me pareció un castigo.
-¿Qué te pasa? -me decía L.
La conversación recaía sobré ti. Le decía de ti las peores cosas
que pueden decirse de un ser humano. Hablé de suciedad, de men­
tiras, de deslealtad, de vulgaridad, de pornografía. Inventé cosas
El marica tre las tuyas y tus manos eran blancas, delgadas. No sé. Demasia­
do blancas, demasiado delgadas.
Abelardo Castillo -Soltame -dije.
A lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo: tus manos y
tus gestos y tu manera de moverte, de hablar. Yo ahora pienso que
antes también lo entendía, y alguna vez lo dije: dije que todo eso no
significaba nada, qué son cuestiones de educación, de andar siem­
pre entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían y uno también,
César, acaba riéndose. Acaba por reírse de macho que es. Y pasa el
tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo todo.
Fuimos inseparables. Hasta el día en que pasó aquello y te qui­
se de verdad. Oscura e inexplicablemente como quieren los que to­
davía están limpios. Me gustaba ayudarte. Ala salida del colegio íba­
Escúchame, César: yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me mos a tu casa y yo te enseñaba las cosas que no comprendías.
gustaría que leyeras esto. Sí. Porque hay cosas, palabras, que uno Hablábamos. Entonces era fácil contarte, escuchar todo lo que a los
lleva mordidas adentro, y las lleva toda la vida. Pero una noche sien­ otros se les calla. A veces me mirabas con una especie de perpleji­
te que debe escribirlas, decírselas a alguien porque si no las dice van dad, con una mirada rara; la misma mirada, acaso, con la que yo no
a seguir ahí, doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Y en­ me atrevía a mirarte. Una tarde me dijiste:
tonces yo siento que tengo que decírtelo. Escúchame. -Sabés, te admiro.
Vos eras raro. Uno de esos pibes que no pueden orinar si hay No pude aguantar tus ojos; mirabas de frente, como los chicos,
otro en el baño. En la laguna, me acuerdo, nunca te desnudabas de­ y decías las cosas del mismo modo. Eso era.
lante de nosotros. A ellos Ies daba risa, y a mí también, claro; pero -Es un marica.
yo decía que te dejaran, que cada uno es como es. Y vos eras raro. -Déjense de macanas. Qué va a ser un marica.
Cuando entraste a primer año, venías de un colegio de curas; San -Por algo lo cuidás tanto...
Pedro debió de parecerte, no sé, algo así como Brobdignac. No te gus­ Y se reían. Y entonces daban ganas de decir que todos nosotros,
taba trepar a los árboles, ni romper faroles a cascotazos, ni correr juntos, no vahamos la mitad de lo que vaha él, de lo que vos valías,
carreras hacia abajo entre los matorrales de la barranca. Ya no re­ pero en aquel tiempo la palabra era difícil, y la risa fácil. Y uno tam­
cuerdo cómo fue. Cuando uno es chico, encuentra cualquier motivo bién acepta -uno también elige-, acaba por enroñarse, quiere la bru­
para querer a la gente. Sólo recuerdo que de pronto éramos amigos talidad de noche, cuando vino el negro y dijo me pasaron un dato.
y que siempre andábamos juntos. Una mañana hasta me llevaste a Me pasaron un dato, dijo, por las Quintas hay una gorda que cobra
Misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de cinco pesos, vamos y de paso lo hacemos debutar al machón, al Cé­
flauta: «Adiós, los novios». A vos se te puso la cara como fuego. Y yo sar. Y yo dije macanudo.
me di vuelta, puteándolo, y le pegué tan tremendo sopapo, de revés, -César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos.
en los dientes, que me lastimé la mano. Después, vos me la querías Quiero que vengas.
vendar. Me mirabas. -¿Con los muchachos?...
-Te lastimaste por mí, Abelardo. -Sí. Qué tiene.
Cuando hablaste, sentí frío en la espalda: yo tenía mi mano en­ -Y bueno. Vamos.
Porque no sólo dije macanudo, sino que te llevé engañado. Y fui­ -Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue.
mos. Y vos te diste cuenta de todo cuando llegamos al rancho. La lu­ -Agarró pa ayá -con la misma mano que sostenía la pava, se­
na enorme, me acuerdo: alta entre los árboles. ñaló el sitio. Y el chico sonreía. Y el chico también dijo pa ayá.
-Abelardo, vos lo sabías. Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado con­
-Calíate y entrá. tra un cerco. Me mirabas. Siempre me mirabas.
-¡Lo sabías! -Lo sabías.
-Entrá, te digo. -Volvé.
El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba so­ -No puedo, Abelardo, te juro que no puedo.
carronamente. Dijo que eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pi­ -Volvé, ¡animal!
bes: siete por cinco treinticinco. Verle la cara a Dios, había dicho el -Por Dios que no puedo.
negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años. Mo­ -Volvé o te llevo a patadas en el culo.
queando, se pasaba el revés de la mano por la boca. Nunca en mi vi­ La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano en­
da me voy a olvidar de aquel gesto. Sus piecitos desnudos eran del tre los árboles y tu cara de tristeza o de vergüenza, tu cara de pedir­
mismo color que el piso de tierra. me perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose de
El negro hizo punta. Yo sentía una cosa, una pelota en el estó­ pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar, ensu­
mago. No me atrevía a mirarte. Los demás hacían chistes brutales, ciarte para olvidarme de aquella cosa, como una arcada, que me es­
desacostumbradamente brutales, en voz de secreto. Estaban, todos taba atragantando.
estábamos asustados como locos. A Roberto le temblaba el fósforo -Bruto -dijiste-. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor
cuando me dio fuego. que los otros.
-Debe estar sucia. Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de
Después, el negro salió de la pieza y venía sonriendo. Triunfa­ la pieza. No te defendiste.
dor. Abrochándose. Cuando te ibas, todavía alcancé a decir:
Nos guiñó un ojo: -Maricón. Maricón de mierda.
-Pasá vos, Cacho. Y después lo grité.
-No, yo no. Yo después. Escúchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas
Entró el colorado, después Roberto. Y cuando salían, salían dis­ que uno lleva mordidas, trampeadas en la vergüenza toda la vida,
tintos. Salían no sé, salían hombres. Sí. Ésa era la impresión que yo hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el espejo. Pe­
ro de golpe, un día necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escú­
tenía.
chame.
Después entré yo. Y cuando salí, vos no estabas.
Aquella noche, al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por fa­
-¿Donde está César?
vor, no se lo vaya a contar a los otros.
No recuerdo si grité, pero quise gritar. Alguien me había contes­
Porque aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.
tado: disparó. Y el ademán -un ademán que pudo ser idéntico al del
negro- se me heló en la punta de los dedos, en la cara, me lo borró
el viento del patio, porque de pronto yo estaba fuera del rancho.
-Vos también te asustaste, pibe. (En Los mundos reales, Universitaria, Santia­
Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chi­ go de Chile, 1972.)
co jugaba entre sus piernas.
Bambino cartera, llevaba doblado bajo el brazo su corsé. En realidad, fui el
culpable de su crisis al negarme a venir al mundo en el término nor­
Juan José Hernández mal fijado por la naturaleza. Instalado cómodamente en el vientre
de mamá, tuvieron que desalojarme a la fuerza con pinzas de acero
cuyas huellas amoratadas llevé de niño en los pómulos y que se bo­
rraron con los años. Nací con cinco quilos de peso, algo que en un
principio halagó la vanidad de papá a juzgar por un retrato en que
sonríe de oreja a oreja con su rollizo bebé en los brazos.
La noche en que mamá, sonámbula y en camisón, trepó a lo al­
to de una cornisa del patio, papá resolvió traer una enfermera para
que cuidara de ella y de mí cuando por motivos de trabajo él debía
ausentarse de la provincia. Así fue como apareció la Mercedes Zára-
te, que al principio trabajaba por horas y que después, encariñada
Ayer, al oír el timbre del cartero, salí a la puerta de calle a reci­ con nosotros, se quedó en la casa y ocupa todavía el cuarto de servi­
bir la correspondencia. Contrariaba, a sabiendas, una orden de pa­ cio, cerca del gallinero. No ignoro que las malas lenguas dicen que
pá, pero valía la pena arriesgarme. Como lo imaginaba, había una papá la había conocido mucho antes, en un bailable de pésima fama
carta de Buenos Aires dirigida a mí, que guardé de inmediato en un que frecuentaba de soltero, comentario que jamás me preocupó. Mis
bolsillo del pijama. No me resultaba difícil adivinar su contenido. sentimientos hacia la Mercedes son de gratitud. En una oportuni­
A esa hora de la mañana el calor ya era sofocante. Aunque pro­ dad, su providencial aparición impidió que mamá, distraída, me su­
tegidas por el toldo que cubre el patio, las begonias se veían mus­ mergiera en un lavatorio de agua hirviendo cuando se disponía a ba­
tias; los pájaros, con las alas flojas, permanecían silenciosos en sus ñarme. Este percance, que puso en peligro mi vida, y la obstinada
jaulas; la gata bostezaba en el sillón de la galería donde mamá, des­ negativa de mamá a cumplir con sus deberes conyugales, determi-
pués de almorzar, hojea revistas de moda porque no soporta el rui­ naron su internación en una clínica, de la que salió bastante resta­
do del ventilador que papá invariablemente pone a funcionar no bien blecida al cabo de un año, pero con los dientes rotos, la mirada opa­
se acuesta a dormir la siesta. ca y el pelo canoso.
Al volver a mi cuarto me detuve un momento en el umbral de la Es probable que durante la internación de mamá la Mercedes,
sala, tan fresca y agradable gracias a la sombra del jacarandá de la
conocedora del temperamento fogoso de papá, haya tomado la ini­
vereda. Hasta hace poco había allí un piano, pero papá lo vendió en
ciativa de aliviar una abstinencia cuyas involuntarias fisuras per­
un remate para cortar por lo sano, sentenció, luego de un episodio cibiría al retirar su ropa del canasto y enviarla al lavadero. Esto ex­
que me avergüenza recordar. plicaría su turbación la vez que al volver del colegio una hora antes
Creo que el ventilador es un pretexto de mamá para leer con de lo habitual, la sorprendí arrodillada ante papá con el pretexto de
tranquilidad El Hogar y Rosalinda, sus revistas preferidas, sin ne­ atarle los cordones de sus zapatos. En cierto modo, su forma de ac­
cesidad de soportar los ronquidos leoninos de papá, que por lo de­ tuar se asemeja a la de una persona precavida que abre un escape
más casi desborda la cama matrimonial con su corpulencia. de vapor en una caldera a punto de reventar. Porque la energía de
Por lo que me contaron, el carácter un tanto excéntrico de ma­ papá es incontenible como una marea y superior a la de los demás
má se agudizó como consecuencia de mi nacimiento: se ponía som­ hombres. En una ocasión fui testigo de esa superioridad; yo tendría
brero y guantes para acostarse, y al salir de compras, en vez de una cinco años, y a veces él me sacaba a pasear por el parque 9 de Julio
en su cupé Ford descubierta, o me llevaba al Club de Viajantes don­ vió un dedo en su favor, y en un primer momento hasta pareció que
de se reunía con sus amigos a jugar a las cartas o al billar mientras . aprobaba la brutalidad de papá en aquella ocasión. Pero con mamá
su bebé se hamacaba en un columpio y engullía cucuruchos de he­ nadie sabe nunca a qué atenerse. Uno la cree en Babia y en el fon­
lado de crema. Aquella noche, al abandonar el club, papá y sus ami­ do lo ha comprendido todo.
gos, que habían bebido mucha cerveza, resolvieron hacer un torneo A decir verdad, Don Giovanni era un músico mediocre: había
de competencia. Tambaleándose, se internaron por una calle desier­ nacido en Nápoles donde se recibió de profesor de piano, especiali­
ta para detenerse frente a un paredón de ladrillos. Parados en el cor­ zado en la enseñanza de la técnica del pedal. Precisamente, a esa
dón de la vereda con las piernas abiertas, bajo la luz mortecina de tarea estaba entregado el día del escándalo. Debido a mi escasa es­
un farol, cada cual se dispuso a obtener la victoria. El chorro de pa­ tatura, apenas podía yo alcanzar los pedales con la punta de mis
pá fue el más potente; un vibrante arco ambarino que atravesó la zapatos. Fue entonces que don Giovanni me hizo sentar sobre sus
calle de tierra y humedeció el paredón. Mi modesta participación en rodillas y apoyar mis pies encima de los suyos para distinguir de
el torneo provocó la risa de todos. Hasta el presente, soy incapaz de ese modo los matices de sonidos en el Claro de Luna de Beethoven.
emular esa hazaña de papá; tampoco he podido, como lo hace él, des­ No hubo manera de explicárselo a papá, que amenazó con denun­
tapar una botella de gaseosa con los dientes, o bañarme en invierno ciarlo a la policía.
con agua fría. La Mercedes suele decirme, en tono burlón, que con Don Giovanni, asustado, tomó el primer tren a Buenos Aires. Yo,
las mangas de una camisa de papá ella podría confeccionarme un hábilmente, pude salir airoso de los interrogatorios a que me some­
pantalón. Debo reconocer que, a pesar de sus años, papá se conser­ tió papá y al mismo tiempo hacerlo desistir de su propósito de corro­
va bastante bien, aunque gran parte de su aspecto juvenil se deba borar mi inocencia con un médico.
a una faja elástica que usa permanentemente y a su pelo y bigote A partir de ese día, se ha desatado una guerra entre papá y yo.
retintos que la Mercedes se encarga de retocar con un pincel. Debo vestirme como los demás chicos y no con esas camisas que la
Ser distinto de papá tiene sus ventajas: mi rostro redondo y lam­ Mercedes me cose utilizando algunos vestidos viejos de mamá; olvi­
piño, mi pelo rubio y mis ojos azules, me dan un aire infantil que darme de la música, o bien resignarme a cambiar el piano por el vio­
justifica mi apodo. En los últimos meses, a la par de un ligero en­ lín, instrumento que a él se le antoja más apropiado para un varón,
ronquecimiento de mi voz, he notado la aparición de algunos pelos así como un ovejero alemán es un perro más acorde con un chico que
sobre mi labio superior y en mis pantorrillas, que me apresuré a un caniche o un Lulú de Pomerania. Lástima. La Mercedes me ha­
arrancar con una pinza de cejas. En esta provincia tórrida, ha de ser bía prometido un piyama de seda cruda. Mamá le ha confiado la lla­
una tortura tener esa vellosidad de papá que desborda de su cami­ ve de su ropero, repleto de ropa pasada de moda que jamás volvió a
seta; trepa, rasurada y celeste, por su nuez de Adán y sus mejillas; usar después de su internación; desde entonces sólo se viste con am­
reaparece en su bigote; asoma como un yuyal en sus orejas y se arre­ plias camisolas que disimulan su extrema delgadez. Parecería no
molina en sus cejas fruncidas, amenazadoras. Cuando se enoja, su importarle la familiaridad de la Mercedes con papá, y mantiene ha­
aspecto es aterrador. Es comprensible el pánico que se apoderó de cia ella una actitud distante, silenciosamente despectiva, salvo al­
don Giovanni Frascati, mi profesor de piano, cuando papá safio de­ gunas noches de luna en que pierde su habitual compostura. Enton­
trás del biombo de la sala, donde estaba escondido, gritando como ces la insulta, la llama mulata hocico negro.
un energúmeno. Pero la víctima inocente fue el piano, que se ven­ Estoy ahora en la sala, angustiado ante la idea de que pronto
dió tirado en un remate. me iré de casa para siempre. Me gusta este lugar silencioso y dora­
No obstante la simpatía que mamá le demostraba a Don Gio­ do, con su vitrina de abanicos preciosos, que pertenecieron a la fa­
vanni (es un perfecto caballero, un europeo, solía decir de él) no mo­ milia de mi mamá, y un viejo narguile de Oriente, reliquia de mi
abuelo paterno. Como es verano, las persianas de los balcones están
cerradas, las sillas enfundadas, y un tul cubre la araña para prote­
Adiós fiel Lulú
gerla del polvo. Las flores del empapelado de la pared se ven mucho Pablo Torre
más nítidas en el sitio que ocupaba el piano.
Tengo conmigo la carta de don Giovanni y el pasaje a Buenos Ai­
res que la acompañaba. Por momentos me parece oír los primeros
compases del Claro de Luna que él, con exagerada lentitud, empie­
za a modular, su voz acariciadora que susurra a mi oído: Bambino,
Bambino. ¿Por quién decidirme? Rompo la carta y el pasaje dispues­
to a continuar hasta el final la encarnizada batalla con papá.
Aquella tarde, poco antes de empezar la clase, gracias al espejo
que reflejaba un rincón de la sala, pude descubrir a papá agazapa­
do detrás del biombo. Al principio pensé en evitar el fatal desenla­
ce, pero fue mayor la tentación de provocar su cólera, peligrosa y Desde hacía algunos años, hasta entonces, habíamos conseguido
magnífica, semejante a la erupción de un volcán. Debió sentirse de­ engañar a mamá, mostrándonos displicentes al cumplir cualquiera
rrotado al ver que yo reía, feliz y un poco aturdido por el par de bo­ de sus caprichos, cuando en realidad éstos nos obligaban a privar­
fetadas que acababa de propinarme, mientras don Giovanni huía co­ nos, incluso, de lo más elemental. Ella desconocía completamente
mo un conejo ante la sombra inesperada del cazador. nuestra situación económica.
Si algo me horrorizaba en el insomnio, era intuir que ya no po­
dríamos seguir con el engaño, y que pronto terminaría por descu­
(En Así es mamá, Seix Barral, Buenos brirlo todo.
Aires, 1996.) Ya he dicho que mamá vivía recluida, y que desde hacía muchos
años no abandonaba su habitación. Me horrorizaba pensar que un
día, ella pudiera llegar a descubrir que la planta baja de nuestra ca­
sa se hallaba desmantelada, porque estábamos en bancarrota y ha­
bíamos tenido que venderlo todo. Pero, peor aún, que habíamos da­
do albergue allí a nuestro primo Julio.
Julio había sido expulsado de esa misma casa veinte años atrás.
Al morir nuestro padre, mamá creyó que el primo sería una influen­
cia perniciosa para sus hijos y lo echó.
Nuestro primo gozaba de una pequeña pensión de su antiguo
oficio de telegrafista, y este dinero constituía nuestro mayor recur­
so económico.
Según él, treinta años asistiendo al lóbrego espectáculo de ver
a la gente empeñada en reducir sus mayores desgracias a pocas pa­
labras, le habían valido esta pensión, y el descanso senil del que se
propuso gozar en la casa de la que había sido expulsado en su juven­
tud por pervertido. Mi hermano se había resistido al principio a dar­ Muy temprano, se los veía abandonar la frutería. Caminando
le albergue pero, ya entonces, nuestra situación era desesperante. . lentamente, él se inclinaba hacia su esposa, como si estuviera reci­
Y, aunque al principio se negaba a recibir el aporte de la pensión, biendo constantemente instrucciones. Tenían un hijo, un muchacho
fue éste el único motivo por el que resolvimos desoír el decreto de joven, encargado del local.
mamá, que había jurado que el primo Julio no volvería a poner los Esperaba ver alejarse a sus padres, para abandonar el mostra­
pies en nuestra casa. dor de la frutería, poner una silla en la vereda, y salir a disfrutar
En la infancia, alguna vez le preguntamos por qué razón nos ha­ del sol de la mañana. Éste era el primer amor de Julio. También él
bía privado de su amistad y ella se limitó a respondernos: «Era un esperaba ver partir a los fruteros para espiar al muchacho desde su
pervertido». Sabíamos que aquella expulsión coincidía cronológica­ ventana.
mente con la muerte de nuestro padre, pero ignorábamos por qué. Su oficio de telegrafista lo había acostumbrado a descubrir un
Tampoco Julio parecía dispuesto a hablarnos al respecto. mundo detrás de cada signo... Esa mañana, el joven frutero se ha­
Mi hermano, para permitir que nuestro primo colaborara con el bía rascado la cabeza varias veces, parecía algo preocupado. ¿Ha­
sustento de la casa, había forjado en su imaginación la torpe excu­ bría muerto un familiar, habrían diagnosticado a sus padres una en­
sa de desestimar las razones que mamá había tenido para expulsar­ fermedad incurable? Sonreía... ¿Sería su cumpleaños?
lo. Sostenía que, la pobre, estaría muy perturbada con la muerte de A media mañana, un portero barría la vereda contigua a un con­
papá para juzgar con claridad ciertas actitudes del primo. Transfor­ ventillo vecino. Julio abandonaba cualquier ocupación que hubiera
mó entonces aquellas razones en una confusión, después en un sue­ emprendido, al escuchar el sórdido llamado que dirigía a su corazón
ño, hasta que por fin las olvidó. Julio se transformó para él en un el estrépito del baldazo de agua con que aquel individuo, grosero y
residente del que no teníamos por qué hablarle a mamá. Un hom­ brutal, anunciaba su presencia en la vereda.
bre como cualquiera, nuestro primo. Por las tardes, tenía la esperanza de que el cartero, que algu­
Yo era el único que conocía las frustradas pasiones que Julio ex­ nas veces aparecía fugazmente por allí, diera una recorrida por
perimentaba desde la ventana de su cuarto, por algunos individuos nuestra cuadra. De tanto en tanto, como nadie enviaba cartas a
que solían frecuentar nuestra cuadra. A través de las cortinas, y en nuestra casa, él mismo se enviaba sobres desde el correo, para que
los horarios en que estos individuos deambulaban por las calles, ali­ el mensajero apareciera por la cuadra. Cuando lo hacía, temblando
mentaba por sus ojos las pasiones de su corazón. de emoción, sin atreverse a atenderlo, me pedía que le abriera yo la
Vivía frente a nuestra casa una pareja de fruteros ya madu­ puerta y me fijara si, tal como le había parecido, sus ojos eran ne­
ros. Él era un hombre alto y delgadísimo, quijotesco, de carácter gros o habían empezado a encanecérsele las patillas.
débil, casado con una pequeña y enérgica mujer. Con lo que habían Nada más que en esto, en que vivía a distintas horas diferentes
ahorrado en su comercio, aquellos fruteros se habían vuelto pres­ amores, se parecía mi primo a un Don Juan. En lo que hace a su se­
tamistas. La mujer lo decidía todo. Si se le preguntaba algo al ma­ xo, era tan casto como un santo. Cuanto más brutales eran los indivi­
rido, éste se inclinaba hasta los labios de su mujer para consultar duos que las inspiraban, más sublimes y etéreas eran sus pasiones.
la respuesta. Y aquello los había transformado, a mis ojos, en una A los ojos de mamá, mi hermano era el responsable de la con­
pareja de vegetales. De tanto inclinarse para consultar las opinio­ ducción económica. Ella lo creía al frente de unos campos, descono­
nes de su pequeña y enérgica esposa, al frutero había terminado ciendo que aquellos campos habían sido loteados y vendidos a mal
por doblársele la columna, de modo que andaba de aquí para allá precio.
en esa misma posición a la que lo obligaba la debilidad de su ca­ La verdadera ocupación de mi hermano era la de viajante. El
rácter frente al de su mujer. pobre realizaba distintos corretajes ñor los Dueblos. valiéndose na-
ra ellos de un auto que, junto a la casa, era todo lo que habíamos pareció estar observando al personaje de una novela que leí una vez.
conseguido rescatar de la avidez de los acreedores. Es el único libro que leí en mi vida y por eso lo recuerdo claramen­
A mi cargo había quedado atender la casa, y sustentar aquellas te.,Una historia hermosa, injustamente olvidada -me dijo.
fantasías por las que alguna vez mamá preguntaba. La familia del »La historia transcurre en los Estados Unidos, entre una pa­
capataz, la vida de tal o cual peón que todavía recordaba. No podía reja de maquilladores de Hollywood. Cuando aquello empezó a de­
contar con la imaginación de mi primo para alimentar estos ensue­ caer, mucha gente del cine quedó sin trabajo. Los americanos acos­
ños. Los personajes no hubieran hecho otra cosa más que morir, na­ tumbran a maquillar a sus muertos, y esta pareja fue contratada
cer a celebrar aniversarios, cuando no contraer enfermedades gra­ por una empresa funeraria para retocar cadáveres. Los pobres des­
vísimas que hubieran preocupado a mamá por la situación de la dichados no sabían vivir uno sin el otro, pero en esa funeraria in­
estancia. mensa, descubrieron que debían trabajar separados. Ocho horas
Y, como una mujer que se encargara de mamá estaba en el terre­ sin verse era demasiado para ellos. Uno debía encargarse del ma­
no de preservar sus fantasías de opulencia, y aquello estaba a mi car­ quillaje, y desde allí, sin que pudieran verse un solo instante, el ca­
go, mi hermano volvió a sus viajes y el asunto quedó en mis manos. dáver era llevado por un engranaje a otra sala, donde le esperaba
Ala mañana siguiente de aquella horrible noche en que mi ma­ el segundo maquillador para peinarlo. Esta separación empezó a
dre descubrió que su lengua había conseguido liberarse, me dolía to­ resquebrajar la pareja, y un día, después de una terrible pelea, el
do el cuerpo. El insomnio, interrumpido sólo por algunas pesadillas, más joven decidió abandonar a su compañero. Lo hizo, pero siguió
me había molido. trabajando para la misma empresa. Éste se encargaba de peinar a
Tan pronto amaneció, corrí a su cuarto con mis trapitos y el al­ los muertos que el otro le enviaba maquillados. Fue así como, al
cohol, por si aceptaba, al menos, dos o tres días más de mis cuida­ poco tiempo de la ruptura, empezó a descubrir que le enviaban ca­
dos. Sin dirigirme la palabra, dejó que acomodara la cama y que me dáveres con una trágica expresión de tristeza pintada en el rostro.
sentara a su lado para refrescarle un poco el cuello y la frente. Del Al poco tiempo, descubrió que era éste el modo que había elegido
resto, ni hablar. su compañero para hacerle notar su desdicha. Enviaba a los muer­
Salí del cuarto desesperado; tenía que contratar una mujer. Esa tos como mensajeros, para inspirarle piedad. Pero los parientes de
misma tarde tendría que conseguir una enfermera, y en la casa no estos muertos empezaron a quejarse en la funeraria, diciendo que
había fondos más que para los alimentos del resto del mes. no tenían ningún derecho a pintar en sus seres queridos tales ex­
Entonces lo descubrí. presiones de tristeza. Pagaban para encontrarlos rejuvenecidos. Y
Julio había estado espiándome, observando a través de la ren­ esto los obligó a unirse. Habían descubierto, además, que podían
dija mis manipuleos en la habitación. Trató de esconderse en su trabajar separados diciéndose cosas a través de los cadáveres que
cuarto, pero se lo impedí. se enviaban. Encontraron formas de expresar lo que sentía uno por
-¿Y si ella te hubiera visto? -le dije tan pronto estuvimos lo su­ el otro. Aquellos mensajeros mudos llevaban los recados pintados
ficientemente lejos, como para qué mamá no escuchara. en sus labios, sus párpados o sus trenzas. Los cadáveres no deja­
-¿Qué sorpresa, verdad? -respondió él. ban de correr por los engranajes, como si los fabricaran allí. En me­
-Me ha dicho que debo contratar a una mujer -confesé desa­ dio del ir y venir de los clientes, uno descubría entre sus manos las
lentado. mejillas de una americana vieja, gorda y suicida. Se ponía a con­
El empezó a reírse. templarla, recordando a su amado, y de pronto se lanzaba sobre
-Mientras estabas allí adentro, yo te espiaba desde la puerta. ella a garabatear alguno de sus mensajes. Estaba tan contento de
Te miraba trajinar con el algodoncito sobre su cara, y de pronto me que hubieran conseguido superar sus momentos difíciles, que le
pintaba una boca redonda y roja como un beso, si sus labios eran
-Estaba en el desván. Nadie había tomado las precauciones ne­
carnosos, o le daba una expresión de serena felicidad, al mismo
cesarias para que no se apelillara y yo me ocupé de él -respondió.
tiempo que deslizaba entre las manos de la muerta una nota que
Entonces, el miserable usaba los vestidos de mamá para espiar
decía: “Esta noche comeremos a las nueve. ¡Pavo a la York!”. Por­
desde la ventana a aquellos individuos horrendos. Usaba las reli­
que, además, con la ola de suicidios y asesinatos habían empezado quias que nosotros no nos habíamos atrevido a vender, para forjar
a enriquecerse.
las morbosas fantasías que le inspiraban el portero, el frutero, y
Julio estuvo contemplándome un rato en silencio después de cuanto individuo grosero deambulara por la cuadra.
contarme esta historia con la que, sin duda, intentaría sugerirme
-Esos vestidos, con los que ella me tuvo en sus brazos -me la­
algo que no conseguí descubrir.
menté sin dejar de acercármele. Pero entonces vi algo que me horro­
-Eran mensajes que sólo ellos sabían interpretar, y allí estaba rizó todavía más-. ¡Y también sus zapatos! -exclamé.
su secreto -agregó suspirando porque, en todo lo referente al afec­ Tontamente, él levantó uno de sus pies: -Tu madre tenía pie
to, Julio era enormemente cursi. Se le encamaban las mejillas y no grande -reflexionó.
podía disimular cierto aire soñador ni reprimir algún suspiro cuan­ Recordé, al verlos, que eran aquellos zapatos que, las noches en
do el amor quedaba al descubierto. que mamá salía, yo esperaba oír taconear desde mi ventana, mien­
-¿Estabas allí espiándome, y de pronto imaginaste que yo esta­ tras aguardaba despierto su regreso pensando que ya no volvería.
ría tratando de dibujar con mi algodoncito un mensaje de amor...? -Yo esperaba escucharla taconear... -fue todo lo que alcancé a
-Esperando que alguien supiera interpretarlo -sugirió. decir.
Pero allí terminó nuestra charla. Mamá acababa de llamarme. -¿Así...? -preguntó él, empezando a girar lentamente a mi al­
Estuve en su habitación un rato, escuchándola hablar de las ga­ rededor, taconeando.
rantías que debería exigir en la agencia de contratación, y de cómo -Sí... es como si ella regresara. -Y entonces, sin que pudiera im­
tendría que asegurarme para que la mujer contratada no fuese una pedirlo, su vieja imagen olvidada, aquella que yo esperaba despier­
ladrona o una intrusa dispuesta a hurgar en la intimidad de la ca­ to, temeroso de no volver a ver, los reconoció como propios. Se agitó
sa. Ella detestaba el mundo de los extraños, tanto como que los ex­ un instante en mi memoria, pronta a reencarnarse, creyendo que
traños llegaran a entrometerse en el suyo. volvían para acoplarla nuevamente a su andar.
Cuando bajé, el salón estaba en penumbra. Había alguien mo­ A todo esto, mi primo no dejaba de girar a mi alrededor, mirán­
viéndose nerviosamente de un lado para otro. dome, envolviéndome con aquellos tacones.
Prendí la luz y entonces pude verlo. -¡Estás loco! -exclamé enfrentándome a aquellos emocionados
El primo Julio tenía puesto uno de aquellos vestidos antiguos espectadores, compungidos por mi destino-. Además, ella te recono­
de mamá que conservábamos en el desván de la casa, junto a otros cería.
objetos que no habíamos sido capaces de vender. -Imposible -dijo él- Hace más de veinte años que me echó de aquí.
Quise saltar sobre él y arrebatárselo pero, como si esa visión ho­ ¿Ésa era su venganza, entonces? Había vuelto para mostrarse
rrenda me hubiera hechizado, terminé de bajar lentamente la esca­ en sus narices, haciendo gala de la condición por la que ella lo echó...
lera, observando el destello anhelante de sus ojos, sus brazos, que -Aunque yo aceptara, mi hermano no estaría dispuesto a per­
colgaban a ambos lados de su cintura, y el esfuerzo que hacía por mitírselo.
parecer seguro de sus encantos. -Sabiendo que no hay otra solución, se esforzaría en creer que
-¿De dónde sacaste ese vestido? ¿Cómo te atreviste a tocarlo? lo hago por caridad -dijo más seguro, recobrando su aplomo.
-fue todo lo que atiné a reprocharle. Aquella alusión a los recursos de mi hermano me hirió tanto,
que hablé sólo por evitar que esa herida empezara a sangrarme allí
mismo, por esconder el color de mi sangre, el de mi alma bondado­
sa, que iba a escaparse por allí si no la retenía con mis manos.
-No quiero que tenga que esforzarse en creer ninguna cosa -ex­
clamé.
Y eso era todo lo que él esperaba. Yo había aceptado pronuncian­
do esas palabras.
-Claro que no tiene que convencerse de nada -explicó afable­
IV
mente-. Lo haremos a sus espaldas.
Me desesperaba tanto no encontrar otra solución más que aque­ El descubrimiento
lla monstruosa que Julio me proponía, que hubiera querido recos­
tarme en la cama de mamá y confesarle mi mentira. Como de chico, de Europa '
algunas veces, hacer que ella sostuviera mi cabeza recostada contra
su pecho, escuchándome llorar. Pero eso era imposible, ahora, por­
que sus brazos estaban paralizados.
Una hora después, introduje a mi primo Julio en la habitación
de mamá.
Había luchado tontamente para evitar que se pintara los labios,
para impedir que se soltara el cabello o que se empolvara. Regateé
horquillas, cosméticos... Por un lado temía que mi madre llegara a
descubrirlo, por otro, me angustiaba que el miserable aprovechara
mi situación para satisfacer sus vicios. Me sentía mezquino, culpa­
ble y confundido.
Lo obligué a deshacer un moño que se había atado en la cabeza,
intuyendo que no hacía nada al disimulo, y que lo había puesto allí
sólo por coquetería. Pero entonces pensé: «Que sea lo que Dios quie­
ra». Golpeé la puerta y empujé a Julio dentro del cuarto de mamá.

(En Literal, 4J5, Buenos Aires, 1977.)


g

I La barca
It
Julio Cortázar
g
<
L

z
%
S-
I

■s
I
f
I
¿

Desde joven me tentó la idea de reescribir textos literarios que me


habían conmovido pero cuya factura me parecía inferior a sus posi­
bilidades internas; creo que algunos relatos de Horacio Quiroga lle­
varon esa tentación a un límite que se resolvió, como era preferible,
en silencio y abandono. Lo que hubiera tratado de hacer por amor
sólo podía recibirse como insolente pedantería; acepté lamentar a so­
las que ciertos textos me parecieran por debajo de lo que algo en ellos
- y en mí había reclamado inútilmente.
El azar y un paquete de viejos papeles me dan hoy una apertu­
I
L ra análoga sobre ese deseo no realizado, pero en este caso la tenta­
f
ción es legítima puesto que se trata de un texto mío, un largo relato
titulado La barca. En la última página del borrador encuentro esta
nota: «¡Qué malo! Lo escribí en Venecia en 1954; lo releo diez años
después, y me gusta, y es tan malo».
r El texto y la acotación estaban olvidados; doce años más se su­
maron a los diez primeros, y al releer ahora estas páginas coincido
con mi nota, sólo que quisiera saber mejor por qué el relato me pare­
cía y me parece malo, y por qué me gustaba y me gusta.
£
r Lo que sigue es una tentativa de mostrarme a mí mismo que el
texto de «La barca» está mal escrito porque es falso, porque pasa al
lado de una verdad que entonces no fui capaz de aprehender y que
ahora me resulta evidente. Reescribirlo sería fatigoso y, de alguna
manera poco clara, desleal, casi como si fuese el relato de otro autor
y yo cayera en la pedantería que señalé al comienzo. Puedo en cam-
bio dejarlo tal como nació, y mostrar al mismo tiempo lo que ahora
alcanzo a ver en él. Es entonces que Dora entra en escena.
Si Dora hubiera pensado en Pirandello, desde un principio hu­
biera venido a buscar al autor para reprocharle su ignorancia o su
persistente hipocresía. Pero soy yo quien va ahora hacia ella para
que finalmente ponga las cartas boca arriba. Dora no puede saber
quién es el autor del relato, y sus críticas se dirigen solamente a lo
que en éste sucede visto desde adentro, allí donde ella existe; pero que
ese suceder sea un texto y ella un personaje de su escritura no cam­
bian en nada su derecho igualmente textual a rebelarse frente a una
crónica que juzga insuficiente o insidiosa.
Así, la voz de Dora interrumpe hoy de tanto en tanto el texto ori­
ginal que, aparte de correcciones de puro detalle y la eliminación de
breves pasajes repetitivos, es el mismo que escribí a mano en la Pen­
El turismo juega con sus adeptos, los inserta en una temporalidad
sione dei Dogi en 1954. El lector encontrará en él todo lo que me pa­
engañosa, hace que en Francia salgan de un bolsillo las monedas in­
rece malo como escritura y a Dora malo como contenido, y que qui­
glesas sobrantes, que en Holanda se busque vanamente un sabor
zá, una vez más, sea el efecto recíproco de una misma causa.
que sólo da Poitiers. Para Valentina el pequeño bar romano de la via
Quatro Fontane se reducía a Adriano, al sabor de una copa de mar-
tini pegajoso y la cara de Adriano que le había pedido disculpas por
empujarla contra el mostrador. Casi no se acordaba si Dora estaba
con ella esa mañana, seguramente sí porque Roma la estaban «ha­
ciendo» juntas, organizando una camaradería empezada tontamen­
te como tantas en Cook y American Express.

Claro que yo estaba. Desde el comienzo se finge no verme, redu­


cirme a comparsa a veces cómoda y a veces afligente.

De todos modos aquel bar cerca de Piazza Barberini era Adriano,


otro viajero, otro desocupado circulando como circula todo turista en
las ciudades, fantasma entre hombres que van y vienen del trabajo,
tienen familias, hablan un mismo idioma y saben lo que está ocurrien­
do en ese momento y no en la arqueología de la Guía Azul.
De Adriano se borraban en seguida los ojos, el pelo, la ropa; sólo
quedaba la boca grande y sensible, los labios que temblaban un po­
co después de haber hablado, mientras escuchaba. «Escucha con la
boca», había pensado Valentina cuando del primer diálogo nació una
invitación a beber el famoso cóctel del bar, que Adriano recomenda-
ba y que Beppo, agitándolo en un cabrilleo de cromos, proclamaba la Falso por omisión: Valentina no miraba así a Adriano, sino a toda
persona que la atraía; conmigo lo había hecho apenas nos conoci­
joya de Roma, el Tirreno metido en una copa con todos sus tritones
mos en el mostrador de American Express, y sé que me pregunté
y sus hipocampos. Ese día Dora y Valentina encontraron simpático
si no sería como yo; esa manera de clavarme los ojos siempre un
a Adriano;
poco dilatados... Casi en seguida supe que no, personalmente no
me hubiera molestado intimar con ella como parte de la no man’s
Hm.
land del viaje, pero cuando decidimos compartir el hotel yo sabía
que había otra cosa, que esa mirada venía de algo que podía ser
no parecía turista (él se consideraba un viajero y acen­ miedo o necesidad de olvido. Palabras exageradas a esa altura de
tuaba sonriendo el distingo) y el diálogo de mediodía fue un encan­ simples risas, shampoo y felicidad turística; pero después... En to­
to más de Roma en abril. Dora lo olvidó en seguida ■ do caso Adriano debió tomar como un cumplido lo que también hu­
biera recibido un barman amable o una vendedora de carteras. Di­
Falso. Distinguir entre savoir faire y tilinguería. Nadie como yo (o cho de paso, también hay ahí un plagio avant la lettre de una
Valentina, claro) podía olvidar así nomás a alguien como Adriano; famosa escena de Tom Jones en el cine.
pero me sucede que soy inteligente y desde el vamos sentí que mi
largo de onda no era el suyo. Hablo de amistad, no de otra cosa La besó esa tarde, en su hotel de la vía Nazionale, después que
■y porque en eso ni siquiera se podía hablar de ondas. Y puesto que Valentina telefoneó a Dora para decirle que no iría con ella a las ter­
no quedaba nada posible, ¿para qué perder el tiempo? mas de Caracalla.

ocupadísima en ¡Malgastar así una llamada!


visitar el Laterano, San Clemente, todo en una tarde porque se iba
dos días después, Cook acababa de venderles un complicado itine­ Adriano había hecho subir vino helado, y en su
rario; por su lado Valentina encontró el pretexto de unas compras habitación había revistas inglesas y un ventanal contra el cielo del
para volver a la mañana siguiente al bar de Beppo. Cuando vio a oeste. Sólo la cama les resultó incómoda por demasiado angosta, pe­
Adriano, que vivía en un hotel vecino, ninguno de los dos fingió sor­ ro los hombres como Adriano hacen casi siempre el amor en camas
presa. Adriano se iba a Florencia una semana después y discutieron estrechas, y Valentina tenía demasiados malos recuerdos del lecho
itinerarios, cambio, hoteles, guías. Valentina creía en los pullmans matrimonial para no alegrarse del cambio.
pero Adriano era pro-tren; fueron a debatir el problema a una trat- Si Dora sospechaba algo, lo calló.
toría de la Suburra donde se comía pescado en un ambiente pinto­
resco para los que sólo iban una vez. ' Falso: ya lo sabía. Exacto: que me callé.
De las guías pasaron a los informes personales, Adriano supo del
divorcio de Valentina en Montevideo y ella de su vida familiar en un Valentina le dijo aquella no­
fundo cercano a Osorno. Compararon impresiones de Londres, París, che que se había encontrado casualmente con Adriano, y que tal vez
Nápoles. Valentina miró una y otra vez la boca de Adriano, la miraba dieran de nuevo con él en Florencia; cuando tres días después lo vie­
al desnudo en ese momento en que el tenedor lleva la comida a los la­ ron salir de Orsanmichele, Dora pareció la más contenta de los tres.
bios que se apartan para recibirla, cuando no se debe mirar. Y él lo sa­
bía y apretaba en la boca el trozo de pulpo frito como si fuera una len­ En casos así hay que hacerse la estúpida para que no la tomen a.
gua de mujer, como si ya estuviera besando a Valentina. una por estúpida.
Adriano había encontrado inesperadamente exasperante la se­ sando la nada en su boca, que antes y después del amor Valen­
paración. De pronto comprendía que le faltaba Valentina, que no le tina seguiría llorando en sueños.
había bastado la promesa del reencuentro, de las horas que pasa­
rían juntos. Sentía celos de Dora, los disimulaba apenas mientras Hasta entonces no se había enamorado de sus amantes; algo en
ella -más fea, más vulgar-, le repetía cosas aplicadamente leídas en él lo llevaba a tomarlas demasiado pronto como para crear el aura,
la guía del Touring Club Italiano. la necesaria zona de misterio y de deseo, para organizar la cacería
mental que alguna vez podría llamarse amor. Con Valentina había
Nunca he usado las guías del Touring Club Italiano porque me re­ sido igual, pero en los días de separación, en esos últimos atardece­
sultaban incomprensibles; la Michelin en francés me basta de so­ res de Roma y el viaje a Florencia, algo diferente había estallado en
bra. Passons sur le reste. Adriano. Sin sorpresa, sin humildad, casi sin maravilla, la vio surgir
en la penumbra dorada de Orsanmichele, brotando del tabernáculo
Cuando se encontraron en el hotel de Adriano, al atardecer, Va­ de Orcagna como si una de las innumerables figurillas de piedra se
lentina midió la diferencia entre esa cita y la primera en Roma; aho­ desgajara del monumento para venir a su encuentro. Quizá sólo en­
ra las precauciones estaban tomadas, la cama era perfecta y, sobre tonces comprendió que estaba enamorándose de ella. O quizá des­
una mesa curiosamente incrustada, la esperaba una cajita envuel­ pués, en el hotel, cuando Valentina había llorado abrazada a él, sin
ta en papel azul y dentro un admirable camafeo florentino que ella darle razones, dejándose ir como una niña que se abandona a una
-mucho más tarde, cuándo bebían sentados junto a la ventana- necesidad largamente contenida y encuentra un alivio mezclado con
prendió en su pecho con el gesto fácil, casi familiar del que gira una vergüenza, con reprobación.
llave en la cerradura cotidiana. En lo inmediato y exterior Valentina lloraba por lo precario del
encuentro. Adriano seguiría su camino unos días más tarde; no vol­
No puedo saber cuáles eran los gestos de Valentina en ese mo­ verían a encontrarse porque el episodio entraba en un vulgar calen­
mento, pero en todo caso nunca pudieron ser fáciles; todo en ella dario de vacaciones, un marco de hoteles y cócteles y frases rituales.
era nudo, eslabón y látigo. De noche, desde mi cama la miraba Sólo los cuerpos saldrían saciados, como siempre, por un rato ten­
dar vueltas antes de acostarse, tomando y dejando una y otra drían la plenitud del perro que termina de mascar y se tira al sol con
vez un frasco de perfume, un tubo de pastillas, yendo a la ven­
un gruñido de contento. En sí el encuentro era perfecto, cuerpos he­
tana como si escuchara ruidos insólitos; o más tarde, mientras
chos para apretarse, enlazarse, retardar o provocar la delicia. Pero
dormía, esa manera de sollozar en mitad de un sueño, desper­
cuando miraba a Adriano sentado al borde de la cama (y él la mira­
tándome bruscamente, llevándome a pasarme a su cama, ofre­
ba con su boca de labios gruesos) Valentina sentía que el rito acaba­
cerle un vaso de agua, acariciarle la frente hasta que volvía a
ba de cumplirse sin un contenido real, que los instrumentos de la
dormirse más calmada. Y sus desafíos esa primera noche en Ro­
pasión estaban huecos, que el espíritu no los habitaba. Todo eso le
ma cuando vino a sentarse a mi lado, vos no me conocés, Dora,
no tenés idea de lo que me anda por dentro, este vacío lleno de había sido llevadero e incluso favorable en otros lances de la hora,
espejos mostrándome una calle de Punta del Este, un niño que y sin embargo esta vez hubiera querido retener a Adriano, demorar
llora porque no estoy ahí. ¿Fáciles sus gestos? A mí, por lo me­ el momento de vestirse y salir, esos gestos que de alguna manera
nos, me habían mostrado desde el principio que nada tenía que anunciaban ya una despedida.
esperar de ella en un plano afectivo, aparte de la camaradería.
Me cuesta imaginar que Adriano, por masculinamente ciego que Aquí se ha querido decir algo sin decirlo, sin entender más que un
estuviera, no alcanzara a sospechar que Valentina estaba be­ rumor incierto. También a mí Valentina me había mirado así míen-
tras nos bañábamos y vestíamos en Roma, antes de Adriano; tam­ cia de Dora para no dejar resquicios a Adriano. Sólo en un momen­
bién yo había sentido que esas rupturas en lo continuo le hacían da­ to fugaz, cuando Dora se había retrasado mirando un retrato, él pu­
ño, la tiraban hacia el futuro. La primera vez cometí el error de in­
do hablarle de cerca.
sinuarlo, de acercarme y acariciarle el pelo y proponerle que
-¿Vendrás esta tarde?
hiciéramos subir bebidas y nos quedáramos mirando el atardecer
-Sí -dijo Valentina sin mirarlo-, a las cuatro.
desde la ventana. Su respuesta fue seca, no había venido desde el
Uruguay para vivir en un hotel. Pensé simplemente que seguía des­
-Te quiero tanto -murmuró Adriano, rozándole el hombro con
confiando de mí, que atribuía un sentido preciso a ese esbozo de ca­ dedos casi tímidos-. Valentina, te quiero tanto.
ricia, así como yo había entendido mal su primera mirada en la Entraba un grupo de turistas norteamericanos precedidos por
agencia de viajes. Valentina miraba, sin saber exactamente por qué; la voz nasal del guía. Los separaron sus caras vacuamente ávidas,
éramos los otros quienes cedíamos a ese interrogar oscuro que te­ falsamente interesadas en la pintura que olvidarían una hora des­
nía algo de acoso, pero un acoso que no nos concernía. pués entre spaghetti y vino de los Castelli Romani. También venía
Dora hojeando su guía, perdida porque no le coincidían los números
Dora los esperaba en uno de los cafés de la Signoria, acababa de del catálogo con los cuadros colgados.
descubrir a Donatello y lo explicó con demasiado énfasis, como si su
entusiasmo le sirviera de manta de viaje y la ayudara a disimular A propósito, por supuesto. Dejarlos hablar, citarse, hartarse. No
alguna irritación. él, eso ya lo sabía, pero ella. Tampoco hartarse, más bien volver al
-Claro que iremos a ver las estatuas -dijo Valentina-, pero es­ perpetuo impulso de la fuga que quizá la devolvería a mi manera
ta tarde no podíamos entrar en los museos, demasiado sol para ir a de acompañarla sin hostigamiento, a esperar simplemente a su

los museos. lado aunque no sirviera de nada.

-No van a estar tanto tiempo aquí como para sacrificar todo eso
al sol. -Te quiero tanto -repetía esa tarde Adriano inclinándose sobre
Adriano hizo un gesto vago, esperó las palabras de Valentina. Valentina que descansaba boca arriba- Tú lo sientes, ¿verdad? No
Le era difícil saber lo que representaba Dora para Valentina, si el está en las palabras, no tiene nada que ver con decirlo, con buscar­
viaje de las dos estaba ya definido y no admitiría cambios. Dora vol­ le nombres. Dime que lo sientes, que no te lo explicas pero que lo
vía a Donatello, multiplicaba las inútiles referencias que se hacen sientes ahora que...
en ausencia de las obras; Valentina miraba la torre de la Signoria, Hundió la cara entre sus senos, besándola largamente como si
buscaba mecánicamente los cigarrillos. bebiera la fiebre que latía en la piel de Valentina, que le acariciaba
el pelo con un gesto lejano, distraído.
Creo que sucedió exactamente así, y que por primera vez Adriano
sufrió de veras, temió que yo representara el viaje sagrado, la cul­ ¿D’Annunzio vivió en Venecia, no? A menos que fueran los dialo-
tura como deber, las reservas de trenes y de hoteles. Pero si al­ guistas de Hollywood...
guien le hubiera preguntado por la otra solución posible, sólo hu­
biera podido pensar en algo parecido junto a Valentina, sin un -Sí, me quieres -dijo ella-. Pero es como si tú también tuvieras
término preciso. miedo de algo, no de quererme pero.... No miedo, quizá, más bien
ansiedad. Te preocupa lo que va a venir ahora.
Al otro día fueron a los Ufizzi. Como hurtándose a la necesidad -No sé lo que va a venir, no tengo la menor idea. ¿Cómo tener­
de una decisión, Valentina se aferraba obstinadamente a la presen­ le miedo a tanto vacío? Mi miedo eres tú, es un miedo concreto, aquí
y ahora. No me quieres como yo a ti, Valentina, o me quieres de otra de metafísica. El mío en cambio lo decide mi capricho, mi placer, los
manera, limitada o contenida vaya a saber por qué razones. horarios de trenes que prefiero o rechazo.
Valentina lo escuchaba cerrando los ojos. Despacio, coincidien­ -Ya lo ves -murmuró Valentina-. Ya ves que tenemos que ren­
do con lo que él acababa de decir, entreveía algo detrás, algo que al dirnos a las evidencias. ¿Qué más queda?
principio no era sino un hueco, una inquietud. Se sentía demasiado -Venir conmigo. Deja tu famosa excursión, deja a Dora que ha­
dichosa en ese momento para tolerar que la menor falla se inmiscu­ bla de lo que no sabe. Vámonos juntos.
yera en esa hora perfecta y pura en la que ambos se habían amado
sin otro pensamiento que el de no querer pensar. Pero tampoco po­ Alude a mis entusiasmos pictóricos, no vamos a discutir si tiene
día impedirse entender las palabras de Adriano. Medía de pronto la razón. En todo caso los dos se hablan con sendos espejos por de­

fragilidad de esa situación turística bajo un techo prestado, entre lante, un perfecto diálogo de best-seller para llenar dos páginas
con nada en particular. Que sí, que no, que el tiempo... Todo era
sábanas ajenas, amenazados por guías ferroviarias, itinerarios que
tan claro para mí, Valentina piuma al vento, la neura y la depre,
llevaban a vidas diferentes, a razones desconocidas y probablemen­
y doble dosis de valium por la noche, el viejo, viejo cuadro de nues­
te antagónicas como siempre.
tra joven época. Una apuesta conmigo mismo (en este momento,
-No me quieres como yo a ti-repitió Adriano, rencoroso- Te sir­
me acuerdo bien): de dos males, Valentina elegiría el menor, yo.
vo, te sirvo como un cuchillo o un camarero, nada más. Conmigo ningún problema (si me elegía); al final del viaje adiós
-Por favor -dijo Valentina-. Je t’en prie. querida, fue tan dulce y tan bello, adiós, adiós. En cambio Adria­
Tan difícil darse cuenta de por qué ya no eran felices a tan po­ no... Las dos habíamos sentido lo mismo: con la boca de Adriano
cos momentos de algo que había sido como la felicidad. no se jugaba. Esos labios... (Pensar que ella les permitía que co­
-Sé muy bien que tendré que volver -dijo Valentina sin retirar nocieran cada rincón de su piel; hay cosas que me rebasan, claro
los dedos de la cara ansiosa de Adriano-. Mi hijo, mi trabajo, tantas que es cuestión de libido, we know we know we know).
obligaciones. Mi hijo es muy pequeño, muy indefenso.
-También yo tengo que volver -dijo Adriano desviando los ojos- Y sin embargo era más fácil besarlo, ceder a su fuerza, resbalar
También yo tengo mi trabajo, mil cosas. blandamente bajo la ola del cuerpo que la ceñía; era más fácil entre­
-Ya ves. garse que negarle ese asentimiento que él, perdido otra vez en el pla­
-No, no veo. ¿Cómo quieres que vea? Si me obligas a considerar cer olvidaba ya.
esto como un episodio de viaje, le quitas todo, lo aplastas como a un Valentina fue la primera en levantarse. El agua de la ducha la
insecto. Te quiero, Valentina. Querer es más que recordar o prepa­ azotó largamente. Poniéndose una bata de baño, volvió a la habita­
rarse a recordar. ción donde Adriano seguía en la cama, a medias incorporado y son­
-No es a mí a quien tienes que decírselo. No, no es a mí. Tengo riéndole como desde un sarcófago etrusco, fumando despacio.
miedo del tiempo, el tiempo es la muerte, su horrible disfraz. ¿No te -Quiero ver cómo anochece desde el balcón.
das cuenta de que nos amamos contra el tiempo, que al tiempo hay A orillas del Arno, el hotel recibía las últimas luces. Aún no
que negarlo? se habían encendido las lámparas en el Ponte Vecchio, y el río
-Sí -dijo Adriano, dejándose caer de espaldas junto a ella-, y era una cinta de color violeta con franjas más claras, sobrevola­
ocurre que tú te vas pasado mañana a Bologna, y yo un día después do por pequeños murciélagos que cazaban insectos invisibles;
a Lucca. más arriba chirriaban las tijeras de las golondrinas. Valentina
-Cállate. se tendió en la mecedora, respiró un aire ya fresco. La ganaba
-¿Por qué? Tu tiempo es el de Cook, aunque pretendas llenarlo una fatiga dulce, hubiera podido dormirse; quizá durmió unos
instantes. Pero en ese interregno de abandono seguía pensando Sabía bien que no iba a ser así, que Adriano no cambiaría su vi­
en Adriano y el tiempo, las palabras monótonas volvían como es­ da por ella, O.sorño por Buenos Aires.
tribillos de una canción tonta, el tiempo es la muerte, un disfraz de
la muerte, el tiempo es la muerte. Miraba el cielo, las golondrinas ¿Cómo podía saberlo? Todo apunta en la dirección contraria; es Va­
que jugaban sus límpidos juegos, chirriando brevemente como si lentina la que jamás cambiará Buenos Aires por Osomo, su insta­

trizaran la loza azul profundo del crepúsculo. Y también Adriano lada vida, sus rutinas rioplatenses. En el fondo no creo que ella pen­
sara eso que le hacen pensar; también es cierto que la cobardía
era la muerte.
tiende a proyectar en otros la propia responsabilidad, etcétera.

Curioso. De golpe se toca fondo a partir de tanta falsa premisa.


Tal vez sea siempre así (pensarlo otro día, en otros contextos). Se sintió como suspendida en
Asombra que seres tan alejados de su propia verdad (Valentina el aire, casi ajena a su cuerpo, tan sólo miedo y algo como congoja.
más que Adriano, es cierto) acierten por momentos; claro que no Veía una bandada de golondrinas que se había arracimado sobre el
se dan cuenta y es mejor así, lo que sigue lo prueba. (Quiero decir centro del río, volando en grandes círculos. Una de las golondrinas
que es mejor para mí, bien mirado.) se apartó de las otras, perdiendo altura, acercándose. Cuando pare­
cía que iba a remontarse otra vez, algo falló en la máquina maravi­
y Se enderezó, rígida. También Adriano era la muerte. ¿Ella ha­ llosa. Como un turbio pedazo de plomo, girando sobre sí misma, se
bía pensado eso? También Adriano era la muerte. No tenía el me­ precipitó diagonalmente y golpeó con un golpe opaco a los pies de
nor sentido, había mezclado palabras como en un refrán infantil, y Valentina en el balcón.
resultaba ese absurdo. Volvió a tenderse, relajándose, y miró otra Adriano oyó el grito y vino corriendo. Valentina se tapaba la ca­
vez las golondrinas. Quizá no fuera tan absurdo; de todos modos ra y temblaba horriblemente, refugiada en el otro extremo del bal­
haber pensado eso valía tan sólo como una metáfora puesto que re­ cón. Adriano vio la golondrina muerta y la empujó con el pie. La go­
nunciar a Adriano mataría algo en ella, la arrancaría de una parte londrina cayó a la calle.
momentánea de sí misma, la dejaría a solas con una Valentina di­ -Ven, entra -dijo él, tomando por los hombros a Valentina-. No
ferente, Valentina sin Adriano, sin el amor de Adriano, si era amor es nada, ya pasó. Te asustaste, pobre querida.
ese balbuceo de tan pocos días, si en ella misma era amor esa en­ Valentina callaba, pero cuando él le apartó las manos y le vio la
trega furiosa a un cuerpo que la anegaba y la devolvía como exhaus­ cara, tuvo miedo. No hacía más que copiar el miedo de ella, quizá el
ta al abandono del atardecer. Entonces sí, entonces visto así Adria­ miedo final de la golondrina desplomándose fulminada en un aire
no era la muerte. Todo lo que se posee es la muerte porque anuncia que de pronto, esquivo y cruel había dejado de sostenerla.
la desposesión, organiza el vacío a venir. Refranes infantiles, man-
tantiru liru lá, pero ella no podía renunciar a su itinerario, quedar­
se con Adriano. Cómplice de la muerte, entonces, lo dejaría irse a A Dora le gustaba charlar antes de dormir, y pasó media hora
Lucca nada más que porque era inevitable a corto o largo plazo, allá con noticias sobre Fiésole y el piazzale Michelangelo. Valentina la
a lo lejos Buenos Aires y su hijo eran como las golondrinas sobre el escuchaba como de lejos, perdida en un rumor interno que no podía
Arno, chirriando débilmente, reclamando en el anochecer que cre­ confundir con una meditación. La golondrina estaba muerta, había
cía como un vino negro. muerto en pleno vuelo. Un anuncio, una intimación. Como si en un
-Me quedaré -murmuró Valentina-. Lo quiero, lo quiero. Me semisueño extrañamente lúcido, Adriano y la golondrina empeza­
quedaré y me lo llevaré un día conmigo. ran a confundirse en ella, resolviéndose en un deseo casi fero?. Ha fh-
3
ga, de arrancamiento. No se sentía culpable de nada pero sentía la Vagamente pensó Valentina que estaba huyendo de sí misma
culpa en sí, la golondrina como una culpa golpeando sordamente a más que de Adriano. Hasta la prontitud con que se le había entrega­
sus pies. do en Roma probaba su resistencia a toda seriedad, a todo recomien­
En pocas palabras le dijo a Dora que iba a cambiar de planes, zo fundamental. Lo fundamental había quedado al otro lado del mar,
que seguiría directamente a Venecia. hecho trizas para siempre, y ahora era el tiempo de la aventura sin
-Me encontrarás allá de todos modos. No hago más que adelan­ amarras, como ya otras antes y durante el viaje, la aceptación de cir­
tarme unos días, de verdad prefiero estar sola unos días. cunstancias sin análisis moral ni lógico, la compañía episódica de
Dora no pareció demasiado sorprendida. Lástima que Valenti­ Dora como resultado de un mostrador en una agencia de viajes.
na se perdiera Ravenna, Ferrara. De todos modos comprendía que Adriano en otro mostrador, el tiempo de un cóctel o una ciudad, mo­
prefiriera irse directamente y sola a Venecia; mejor ver bien una ciu­ mentos y placeres tan borrosos como el moblaje de las piezas de los
dad que mal dos o tres... Valentina ya no la escuchaba, perdida en hoteles que se van dejando atrás.
su fuga mental, en la carrera que debía alejarla del presente, de un
balcón sobre el Arno. Compañía episódica, sí. Pero quiero creer que hay más que eso en
una referencia que por lo menos me equipara a Adriano como dos
Aquí casi siempre se acierta partiendo del error, es irónico y di­ lados de un triángulo en el que el tercero es un mostrador.
vertido. Acepto eso de que no estaba demasiado sorprendida y que
cumplí con el lip service necesario para tranquilizar a Valentina. Y sin embargo, Adriano en Flo­
Lo que no se sabe es que mi falta de sorpresa tenía otras fuentes, rencia había avanzado hacia ella con el reclamo del poseedor, ya no
la voz y la cara de Valentina contándome el episodio del balcón,
el amante fugitivo de Roma; peor, exigiendo reciprocidad, esperán­
tan desproporcionado a menos de sentirlo como ella lo sentía, un
dola y urgiéndola. Quizá el miedo nacía de eso, no era más que un
anuncio fuera de toda lógica y por eso irresistible. Y también una
sucio y mezquino miedo a las complicaciones mundanas, Buenos Ai-
deliciosa, cruel sospecha de que Valentina estaba confundiendo las
res/Osorno, la gente, los hijos, la realidad instalándose tan diferen­
razones de su miedo, confundiéndome con Adriano. Su cortés dis­
tancia esa noche, su veloz manera de asearse y acostarse sin dar­
te en el calendario de la vida compartida. Y quizá no: detrás, siem­
me la menor oportunidad de compartir el espejo del baño, los ri­ pre, otra cosa, inapresable como una golondrina al vuelo. Algo que
tos de la ducha, le temps d’un sein nu entre deux chemises. de pronto hubiera podido precipitarse sobre ella, un cuerpo muerto
Adriano, sí, digamos que sí, que Adriano. ¿Pero por qué esa ma­ golpeándola.
nera de acostarse dándome la espalda, tapándose la cara con un
brazo para sugerirme que apagara la luz lo antes posible, que la Hm. ¿Por qué le iba mal con los hombres? Mientras piensa como
dejara dormir sin más palabras, sin siquiera un leve beso de bue­ se la hace pensar, hay como la imagen de algo acorralado, sitiado:
nas noches entre amigas de viaje? la verdad profunda, cercada por las mentiras de un conformismo
irrenunciable. Pobrecita, pobrecita.
En el tren lo pensó mejor, pero el miedo seguía. ¿De qué estaba
escapando? No era fácil aceptar las soluciones de la prudencia, elo­ Los primeros días en Venecia fueron grises y casi fríos, pero al
giarse por haber roto el lazo a tiempo. Quedaba el enigma del mie­ tercero estalló el sol desde temprano y el calor vino en seguida, de­
do como si Adriano, el pobre Adriano, fuera el diablo, como si la ten­ rramándose con los turistas que salían entusiastas de los hoteles y
tación de enamorarse de veras de él fuese el balcón abierto sobre el llenaban la piazza San Marco y la Mercería en un alegre desorden
vacío, la invitación al salto irrestañable. de colores y de lenguas.
A Valentina le agradó dejarse llevar por la cadenciosa serpien­ en los pequeños puentes que cubren como un párpado el sueño de los
te que remontaba la Mercería rumbo al Rialto. Cada recodo, el puen­ canales, empezaba a parecer una pesadilla. Despertar, despertarse
te dei Baretieri, San Salvatore, el oscuro recinto postal de la Fonda- por cualquier medio, pero Valentina sentía que sólo algo que se pa­
menta dei Tedeschi, la recibían con esa calma impersonal de Venecia reciera a un látigo podría despertarla. Aceptó la oferta de un gondo­
para con sus turistas, tan diferente de la convulsa expectativa de lero que le proponía llevarla hasta San Marco a través de los cana­
Nápoles o el ancho darse de los panoramas de Roma. Recogida, siem­ les interiores; sentada en el viejo sillón de cojines rojos sintió cómo
pre secreta, Venecia jugaba una vez más a hurtar su verdadero ros­ Venecia empezaba a moverse delicadamente, a pasar por ella que la
tro, sonriendo impersonalmente a la espera de que en el día y la ho­ miraba como un ojo fijo, clavado obstinadamente en sí mismo.
ra propicios su voluntad de mostrarse de verdad al buen viajero la -Ca d’Oro -dijo el gondolero rompiendo un largo silencio, y con
recompensaran de su fidelidad. Desde el Rialto miró Valentina los la mano le mostró la fachada del palacio. Después, entrando por el
fastos del Canal Grande, y se asombró de la distancia inesperada en­ Rio di San Felice, la góndola se sumió en un laberinto oscuro y si­
tre ella y ese lujo de aguas y de góndolas. Penetró en las callejuelas lencioso, oliente a moho. Valentina admiraba como todo turista la
que de campo en campo la llevaban a iglesias y museos, salió a los impecable destreza del remero, su manera de calcular las curvas y
muelles desde donde podían enfrentarse las fachadas de los grandes sortear los obstáculos. Lo sentía a sus espaldas, invisible pero vivo,
palacios corroídos por un tiempo plomizo y verde. Todo lo veía, todo hundiendo el remo casi sin ruido, cambiando a veces una breve fra­
lo admiraba, sabiendo sin embargo que sus reacciones eran conven­ se en dialecto con alguien de la orilla. Casi no lo había mirado al su­
cionales y casi forzadas, como el elogio repetido a las fotos que nos bir, le pareció como la mayoría de los gondoleros, altos y esbeltos, ce­
van mostrando en los álbumes de familia. Algo -sangre, ansiedad, o ñido el cuerpo por los angostos pantalones negros, la chaqueta
tan sólo ganas de vivir- parecía haber quedado atrás. Valentina odió vagamente española, el sombrero de paja amarilla con una cinta ro­
de pronto el recuerdo de Adriano, le repugnó la petulancia de Adria­ ja. Más bien recordaba su voz, dulce pero sin bajeza, ofreciendo: Gón­
no que había cometido la falta de enamorarse de ella. Su ausencia dola, signorina, góndola, góndola. Ella había aceptado el precio y el
lo hacía aún más odioso porque su falta era de las que sólo se casti­ itinerario, distraídamente, pero ahora cuando el hombre le llamó la
gan o se perdonan en persona. Venecia atención, sobre el Ca d’Oro y tuvo que volverse para verlo, notó la
fuerza de sus rasgos, la nariz casi imperiosa y los ojos pequeños y
La opción ya tomada, se hace pensar como se quiere a Valentina, astutos; mezcla de soberbia y de cálculo, también presente en el vi­
pero otras opciones son posibles si se tiene en cuenta que ella op­
gor sin exageración del torso y la relativa pequeñez de la cabeza, con
tó por irse sola a Venecia. Términos exagerados como odio y re­
algo de víbora en el entronque del cuello, quizá en los movimientos
pugnancia, ¿se aplican en verdad a Adriano? Un mero cambio de
impuestos por el remar cadencioso.
prisma, y no es en Adriano que piensa Valentina mientras vaga
por Venecia. Por eso mi amable infidencia florentina era necesa­
Mirando otra vez hacia proa, Valentina vio venir un pequeño
ria, había que seguir proyectando a Adriano en el centro de una puente. Ya antes se había dicho que sería delicioso el instante de pa­
acción que acaso así, acaso hacia el final del viaje, me devolviera sar por debajo de los puentes, perdiéndose un momento en su conca­
a ese comienzo en el que yo había esperado como todavía era ca­ vidad rezumante de moho, imaginando a los viandantes en lo alto,
paz de esperar. pero ahora vio venir el puente con una vaga angustia como si fuera
la tapa gigantesca de un arcón que iba a cerrarse sobre ella. Se obli­
se le daba como un admira­ gó a guardar los ojos abiertos en el breve tránsito, pero sufrió, y
ble escenario sin los actores, sin la savia de la participación. Mejor cuando la angosta raja de cielo brillante surgió nuevamente sobre ella,
así, pero también mucho peor; andar por las callejuelas, demorarse hizo un confuso gesto de agradecimiento. El gondolero le estaba se­
ñalando otro palacio, de esos que sólo aceptan dejarse ver desde los -Es muy interesante, signorina. Las fábricas de puntillas. Pero
canales interiores y que los transeúntes no sospechan puesto que só­ este lado no es tan interesante, porque la Fondamenta Nuove...
lo ven las puertas de servicio, iguales a tantas otras. A Valentina le -Me gusta conocer lugares que no sean turísticos -dijo Valenti­
hubiera gustado comentar, interesarse por la simple información que na repitiendo aplicadamente el deseo de todos los turistas-. ¿Qué
le iba dando el gondolero; de pronto necesitaba estar cerca de alguien más hay en la Fondamenta Nuove?
vivo y ajeno a la vez, mezclarse en un diálogo que la alejara de esa -En frente está el cementerio -dijo el gondolero-. No es intere­
ausencia, de esa nada que le viciaba el día y las cosas. Enderezándo­ sante.
se, fue a sentarse en un ligero travesano situado más a proa. La gón­ -¿Es una isla?
dola osciló por un momento -Sí, frente a la Fondamenta Nuove. Mire, signorina, ecco San-
ti Giovanni e Paolo. Bella chiesa, bellissima... Ecco il Colleone, ca-
Si la «ausencia» era Adriano, no encuentro proporción entre la con­ polavoro dal Verrocchio...
ducta precedente de Valentina y esta angst que le arruina un pa­ «Turista», pensó Valentina. «Ellos y nosotros, unos para expli­
seo en góndola, por lo demás nada baratos. Nunca sabré cómo ha­ car y otros para creer que entendemos. En fin, miremos tu iglesia,
bían sido sus noches venecianas en el hotel, la habitación sin miremos tu monumento, molto interessante, vero...».
palabras ni recuentos de jomada; tal vez la ausencia de Adriano
ganaba peso en Valentina, pero una vez más como la máscara de
Cuánto artificio barato, después de todo. Se hace hablar y pensar
otra distancia, de otra carencia que ella no quería o no podía mi­
a Valentina cuando se trata de tonterías; lo otro, silencio o atribu­
rar cara a cara. Wishful thmking, acaso; pero, ¿y la celebérrima in­
ciones casi siempre dirigidas en la mala dirección. ¿Por qué no es­
tuición femenina? La noche en que tomamos al mismo tiempo un
cuchamos lo que Valentina pudo murmurar antes de dormirse, por
pote de crema y mi mano se apoyó en la suya, y nos miramos...
qué no sabemos más de su cuerpo en la soledad, de su mirada al
¿Por qué no completé la caricia que el azar empezaba? De alguna
abrir la ventana del hotel cada mañana?
manera todo quedó como suspendido en el aire, entre nosotras, y
los paseos en góndola son, es sabido, exhumadores de semisueños,
La góndola atracó en la Riva degli Schiavoni, a la altura de la
de nostalgias y de recuentos arrepentidos.)
Piazzetta colmada de paseantes. Valentina tenía hambre y se abu­
pero el remero no pareció asombrarse rría por adelantado pensando que iba a comer sola. El gondolero la
de la conducta de su pasajera. Y cuando ella le preguntó sonriendo ayudó a desembarcar, recibió con una sonrisa brillante el pago y la
qué había dicho, él repitió sus informes con más detalle, satisfecho propina.
del interés que despertaba. -Si la signorina quisiera pasear de nuevo, yo estoy siempre allí
-¿Qué hay del otro lado de la isla? -quiso saber Valentina en su -señalaba un atracadero distante, marcado por cuatro pértigas con
italiano elemental. farolillos- Me llamo Dino -agregó, tocándose la cinta del sombrero.
-¿Del otro lado, signorina? ¿En la Fondamenta Nuove? -Gracias -dijo Valentina. Iba a alejarse, a hundirse en la ma­
-Si se llama así... Quiero decir al otro lado, donde no van los tu­ rea humana entre gritos y fotografías. Ahí quedaría a sus espaldas
ristas. el único ser viviente con el que había cambiado unas palabras.
-Sí, la Fondamenta Nuove -dijo el gondolero, que remaba aho­ -Dino.
ra muy lentamente-. Bueno, de ahí salen los barcos para Burano y -¿Signorina?
para Torcello. -Dino... ¿dónde se puede comer bien?
-Todavía no he ido a esas islas. El gondolero rió francamente, pero miraba a Valentina como si
4
comprendiera al mismo tiempo que la pregunta no era una estupi­ con una voz un poco sorda. Sintió una presencia a su espalda y se vol­
dez de turista. vió; una mujer de edad indefinible, mal vestida de rosa viejo, se aso­
-¿La signorina conoce los ristoranti sobre el Canal? -preguntó maba a la puerta. Dino le dijo unas rápidas frases ininteligibles.
un poco al azar, tanteando. -La signorina es muy gentil -agregó en toscano- Hazla pasar,
-Sí -dijo Valentina que no los conocía-. Quiero decir un lugar Rosa.
tranquilo, sin mucha gente.
-¿Sin mucha gente... como la signorina? -dijo brutalmente el Y ella va a entrar, claro. Cualquier cosa con tal de seguir escapan­
hombre. do, de seguir mintiéndose. Life, lie, ¿no era un personaje de O’Neill
Valentina le sonrió, divertida. Dino no era tonto, por lo menos. que mostraba cómo la vida y la mentira están apenas separadas
-Sin turistas, sí. Un lugar como... por una sola, inocente letra?
«Allí donde comen tú y tus amigos», pensaba, pero no lo dijo. Sin­
tió que el hombre apoyaba los dedos en su codo, sonriendo, y la invita­ Comieron en una habitación de techo bajo, lo que sorprendió a
ba a subir a la góndola. Se dejó llevar, casi intimidada, pero la sombra Valentina ya habituada a los grandes espacios italianos. En la me­
del aburrimiento se borró de golpe como arrastrada por el gesto de Dino sa de madera negra había lugar para seis personas. Dino, que se ha­
al clavar la pala del remo en el fondo de la laguna e impulsar la gón­ bía cambiado de camisa sin borrar con eso el olor a transpiración, se
dola con un limpio gesto en el que apenas se advertía el esfuerzo. sentaba frente a Valentina. Rosa estaba a su izquierda. Ala derecha
Imposible recordar la ruta. Habían pasado bajo el Ponte dei Sos- el gato favorito, que los ayudó con su digna belleza a romper el hie­
piri, pero después todo era confuso. Valentina cerraba a ratos los ojos lo del primer momento. Había pasta asciutta, un gran frasco de vi­
y se dejaba llevar por otras vagas imágenes que desfilaban parale­ no, y pescado. Valentina lo encontró todo excelente, y estaba casi
lamente a lo que renunciaba a ver. El sol de mediodía alzaba en los contenta de lo que su amortiguada reflexión seguía considerando
canales un vapor maloliente, y todo se repetía, los gritos a la distan­ una locura.
cia, las señales convenidas en los recodos. -La signorina tiene buen apetito -dijo Rosa, que casi no habla­
Había poca gente en las calles y los puentes de esa zona, Vene­ ba-, Coma un poco de queso.
cia ya estaba almorzando. Dino remaba con fuerza y acabó metien­ -Sí, gracias.
do la góndola en un canal angosto y recto, al fondo del cual se entre­ Dino comía ávidamente, mirando más al plato que a Valentina,
veía el gris verdoso de la laguna. Valentina se dijo que allá debía pero ella tuvo la impresión de que la observaba de alguna manera, sin
estar la Fondamenta Nuove, la orilla opuesta, el lugar que no era hacerle preguntas; ni siquiera había preguntado por su nacionalidad,
interesante. Iba a volverse y preguntar cuando sintió que la barca al revés de casi todos los italianos. Ala larga, pensó Valentina, una si­
se detenía junto a unos peldaños musgosos. Dino silbó largamente, tuación tan absurda tiene que estallar. ¿Qué se dirían cuando el últi­
y una ventana en el segundo piso se abrió sin ruido. mo bocado fuera consumido? Ese momento terrible de una sobremesa
-Es mi hermana -dijo-. Vivimos aquí. ¿Quiere comer con noso­ entre desconocidos. Acarició al gato, le dio a probar un trocito de que­
tros, signorina? so. Dino reía ahora, su gato no comía más que pescado.
La aceptación de Valentina se adelantó a su sorpresa, a su casi irri­ -¿Hace mucho que es gondolero? -preguntó Valentina, buscan­
tación. El desparpajo del hombre era de los que no admitían términos do una salida.
medios; Valentina podía haberse negado con la misma fuerza con que -Cinco años, signorina.
acababa de aceptar. Dino la ayudó a subir los peldaños y la dejó espe­ -¿Le gusta?
rando mientras ataba la góndola. Ella lo oía canturrear en dialecto, —TSTnn <31 a+o mnln
a
-De todos modos no parece un trabajo tan duro. Tendió la mano, y él la estrechó sin apretar, soltándola en segui­
-No... ése no. da, Valentina sintió que la vaga inquietud se disipaba ante el gesto
«Entonces se ocupa de otras cosas», pensó ella. Rosa le servía vi­ rústico, lleno de timidez. Avanzó hacia la puerta, seguida por Dino.
no otra vez y aunque se negaba a beber más, los hermanos insistie­ Entró en la otra habitación, distinguiendo apenas los muebles en la
ron sonriendo y llenaron las copas. «El gato no bebe», dijo Dino mirán- penumbra. ¿No estaba a la derecha la puerta de salida al pasillo?
dola en los ojos por primera vez en mucho rato. Los tres rieron. Oyó a su espalda que Diño acababa de cerrar la puerta del comedor.
Rosa salió y volvió con un plato de frutillas. Después Dino acep­ Ahora la habitación parecía mucho más oscura. Con un gesto invo­
tó un Camel y dijo que el tabaco italiano era malo. Fumaba echado luntario se volvió para esperar que él se adelantara. Una vaharada
hacia atrás, entornando los ojos; el sudor le corría por el cuello ten­ de sudor la envolvió un segundo antes de que los brazos de Dino la
so, bronceado. apretaran brutalmente. Cerró los ojos, resistiéndose apenas. De ha­
-¿Queda muy lejos de aquí mi hotel? -preguntó Valentina- No ber podido lo hubiera matado en el acto, golpeándolo hasta hundir­
quiero seguir molestándolos. le la cara, deshacerle la boca que la besaba en la garganta mientras
«En realidad yo debería pagar este almuerzo», pensaba, deba­ una mano corría por su cuerpo contraído. Trató de soltarse, y cayó
tiendo el problema y sin saber cómo resolverlo. Nombró su hotel, y bruscamente hacia atrás, en la sombra de una cama. Dino se dejó
Dino dijo que la llevaría. Hacía un momento que Rosa no estaba en resbalar sobre ella, trabándole las piernas, besándola en plena bo­
el comedor. El gato, tendido en un rincón, se adormecía en el calor ca con labios húmedos de vino. Valentina volvió a cerrar los ojos. «Si
de la siesta. Olía a canal, a casa vieja. por lo menos se hubiera bañado», pensó, dejando de resistir. Dino la
-Bueno, ustedes han sido tan amables... -dijo Valentina, co­ mantuvo todavía un momento prisionera, como asombrado de ese
rriendo la tosca silla y levantándose-. Lástima que no sé decirlo en abandono. Después, murmurando y besándola, se incorporó sobre
buen italiano... De todos modos usted me comprende. ella y buscó con dedos torpes el cierre de la blusa.
-Oh, claro -dijo Dino sin moverse.
-Me gustaría saludar a su hermana, y.;. Perfecto, Valentina. Como lo enseña la sagesse anglosajona que ha
-Oh, Rosa. Ya se habrá ido. Siempre se va a esta hora. evitado así muchas muertes por estrangulación, lo único que ca­
Valentina recordó el breve diálogo incomprensible, a mitad del bía en esa circunstancia era el inteligente relax and enjoy it.
almuerzo. Era la única vez que habían hablado en dialecto, y Dino
le había pedido disculpas. Sin saber por qué pensó que la partida de A las cuatro, con el sol todavía alto, la góndola atracó frente a
Rosa nacía de ese diálogo, y sintió un poco de miedo y también de San Marco. Como la primera vez, Dino ofreció el antebrazo para que
vergüenza por tener miedo. Valentina se apoyara, y se mantuvo como a la espera, mirándola en
Diño se levantó a su vez. Recién entonces vio ella lo alto que era. los ojos.
Los ojillos miraban hacia la puerta, la única puerta. La puerta daba a -Arivederci -dijo Valentina, y echó a andar.
un dormitorio (los hermanos se habían disculpado al hacerla pasar por -Esta noche estaré ahí -dijo Dino señalando el atracadero-. A
ahí camino del comedor). Valentina levantó su sombrero de paja y el bol­ las diez.
so. «Tiene un hermoso pelo», pensó sin palabras. Se sentía intranquila Valentina fue directamente al hotel y reclamó un baño caliente.
y a la vez segura, ocupada. Era mejor que el amargo hueco de toda aque­ Nada podía ser más importante que eso, quitarse el olor de Dino, la
lla mañana; ahora había algo, enfrentaba confiadamente a alguien. contaminación de ese sudor, de esa saliva que la manchaban. Con
-Lo siento mucho -dijo-, me hubiera gustado saludar a su her­ un quejido de placer resbaló en la bañera humeante, y por largo ra­
mana. Gracias por todo. to fue incapaz de tender la mano hacia la pastilla de jabón verde.
Después, aplicadamente, al ritmo de su pensamiento que volvía po­ se, había pretendido ternuras de amante, demasiado grotescas pa­
co a poco, empezó a lavarse. ra que él mismo creyera en ellas. La cita, por ejemplo, al despedir­
El recuerdo no era penoso. Todo lo que había tenido de sórdido la en San Marco, era ridicula. Imaginarse que ella podía volver a su
como preparación parecía borrarse frente a la cosa misma. La ha­ casa, entregársele a sangre fría... No le causaba la menor inquie­
bían engañado, atraído a una trampa estúpida, pero era demasia­ tud, estaba segura de que Dino era un individuo excelente a su ma­
do inteligente para no comprender que ella misma había tejido la nera, que no había sumado el robo a la violación, lo cual hubiera si­
red. En esa confusa maraña de recuerdos le repugnaba sobre todo do fácil, y hasta admitía en lo sucedido un tono más normal, más
Rosa, la figura evasiva de la cómplice que ahora, a la luz de lo ocu­ lógico que en su encuentro con Adriano.
rrido, resultaba difícil creer la hermana de Dino. Su esclava, me­
jor, su amante complaciente por necesidad, para conservarlo toda­ ¿Ves, Dora, ves, estúpida?
vía un poco.
Se estiró en el baño, dolorida. Dino se había conducido como lo Lo terrible era darse cuen­
que era, reclamando rabiosamente su placer sin consideraciones de ta hasta qué punto Dino estaba lejos de ella, sin la menor posibili­
ninguna especie. La había poseído como un animal, una y otra vez, dad de comunicación. Con el último gesto del placer empezaba el si­
exigiéndole torpezas que no hubieran sido tales si él hubiera tenido lencio, la turbación, la comedia ridicula. Era una ventaja, al fin y al
el mínimo de gentileza. Y Valentina no lo lamentaba, ni lamentaba el cabo, de Dino no necesitaba huir como de Adriano. Ningún peligro
olor a viejo de la cama revuelta, el jadeo de perro de Diño, la vaga ten­ de enamorarse; ni siquiera él se enamoraría, por supuesto. ¡Qué li­
tativa de reconciliación posterior (porque Dino tenía miedo, medía ya bertad! Con toda su mugre, la aventura no la disgustaba, sobre to­
las posibles consecuencias de su atropello a una extranjera). En rea­ do después de haberse jabonado.
lidad no lamentaba nada que no fuera la falta de gracia de la aventu­
ra. Y quizá ni eso lamentaba, la brutalidad había estado ahí como el
ajo en los guisos populares, el requisito indispensable y sabroso. A la hora de cenar llegó Dora de Padua, bullente de noticias so­
La divertía, un poco histéricamente bre Giotto y Altichiero. Encontró que Valentina estaba muy bien, y
dijo que Adriano había hablado vagamente de renunciar a su viaje
Pero no, ninguna histeria. Sólo yo podía ver aquí la expresión de
a Lucca, pero que después lo había perdido de vista. «Yo diría que se
Valentina la noche en que le conté la historia de mi condiscípula
ha enamorado de ti», soltó al pasar, con su risa de soslayo. Le encan­
Nancy en Marruecos, una situación equivalente pero mucho más
taba Venecia, de la que aún no había visto nada, y se jactaba de de­
torpe, con su violador islámicamente defraudado al enterarse de
que Nancy estaba en pleno período menstrual, y obligándola a bo­
ducir las maravillas de la ciudad por la sola conducta de los cama­
fetadas y latigazos a cederle la otra vía. (No encontré lo que bus­ reros y los facchini. «Tan fino todo, tan fino», repetía saboreando sus
caba al contárselo, pero le vi irnos ojos como de loba, apenas un camarones.
instante antes de rechazar el tema y buscar como siempre el pre­
texto del cansancio y el sueño.) Acaso si Adriano hubiera procedi­ Con perdón de la palabra, en mi puta vida he dicho una frase se­
do como Dino, sin el ajo y el sudor, hábil y bello. Acaso si yo, en vez mejante. ¿Qué clase de ignorada venganza habita esto? O bien (sí,
de dejarla irse al sueño... empiezo a adivinarlo, a creerlo) todo nace de un subconsciente que
también ha hecho nacer a Valentina, que desconociéndola en la
pensar que Diño, mien­ superficie y equivocándose todo el tiempo sobre sus conductas y
tras con manos absurdamente torpes trataba de ayudarla a vestir­ sus razones, acierta sin saberlo en las aguas profundas, allí don­
de Valentina no ha olvidado Roma, el mostrado/de la agencia, la
-Me había olvidado completamente -explicó al volver-, pero un
aceptación de compartir un cuarto y un viaje. En esos relámpagos gondolero no olvida a sus clientes. ¿No vas a salir, tú?
que nacen como peces abisales para asomar un segundo sobre las
-Sí, claro -dijo Dora-. ¿Todos son tan buenos mozos como los
aguas, yo soy deliberadamente deformada y ofendida, me vuelvo
que se ven en el cine?
lo que me hacen decir.
-Todos, naturalmente -dijo Valentina sin sonreír. La osadía de
Dino la había dejado tan estupefacta que le costaba sobreponerse.
Se habló de Venice by night, pero Dora estaba rendida por las
Por un momento la inquietó la idea de que Dora le propondría su­
bellas artes y se fue al hotel después de dos vueltas a la plaza. Va­
marse al paseo; tan lógico y tan Dora. «Pero ésa sería precisamente
lentina cumplió el ritual de beber un oporto en el Florian, y esperó
la solución», se dijo. «Por bruto que sea no va a animarse a hacer un
a que fueran las diez. Mezclada con la gente que comía helados y sa­
escándalo. Es un histérico, se ve, pero no tonto».
caba fotos con flash, atisbo el embarcadero. Había sólo dos góndolas
Dora no dijo nada, aunque le sonreía con una amabilidad que a
de ese lado, con los faroles encendidos. Dino estaba en el muelle, jun­
Valentina le pareció vagamente repugnante. Sin saber bien por qué,
to a una pértiga. Esperaba.
no le propuso tomar juntas la góndola. Era extraordinario cómo en esas
«Realmente cree que voy a ir», pensó casi sorprendida. Un ma­
semanas las cosas importantes las hacía todas sin saber por qué.
trimonio con aire inglés se acercaba al gondolero. Valentina vio que
se quitaba el sombrero y ofrecía la góndola. Los otros se embarca­
Tu parles, ma filie. Lo que parecía increíble se coaguló en simple
ron casi en seguida; el farolillo temblaba en la noche de la laguna.
evidencia apenas me dejaron fuera del paseíto. Claro que eso no
Vagamente inquieta, Valentina se volvió al hotel.
podía tener importancia, apenas un paréntesis de consuelo bara­
La luz de la mañana la lavó de los malos sueños pero sin quitar­ to y enérgico y sin el menor riesgo futuro. Pero era la recurrencia
le la sensación como de náusea, la opresión en la boca del estóma­ a bajo nivel de la misma comprobación: Adriano o un gondolero, y
go. Dora la esperaba en el salón para desayunar, y Valentina se ser­ yo una vez más la outsider. Todo eso valía otra taza de té y pre­
vía té cuando un camarero vino a la mesa. guntarse si no quedaba todavía algo por hacer para perfeccionar
-Afuera está el gondolero de la signorina. la pequeña relojería que ya había puesto en marcha -oh, con toda
-¿Gondolero? No he pedido ninguna góndola. inocencia- antes de irme de Florencia.
-El hombre dio las señas de la signorina.
Dora la miraba curiosa, y Valentina se sintió bruscamente des­ Dino la condujo por el Canal Grande hasta más allá del Rialto,
nuda. Hizo un esfuerzo para beber un trago de té, y se levantó des­ eligiendo amablemente el recorrido más extenso. A la altura del pa­
pués de dudar un momento. Divertida, Dora encontró que sería lacio Valmarana entraron por el Rio dei Santi Apostoli y Valentina,
gracioso mirar la escena desde la ventana. Vio al gondolero, a Va­ mirando obstinada hacia delante, vio venir otra vez, uno tras otro,
lentina que le iba al encuentro, el saludo cortado pero decidido del los pequeños puentes negros hormigueantes. Le costaba convencer­
hombre. Valentina le hablaba casi sin gestos, pero le vio alzar una se de que estaba de nuevo en esa góndola, apoyando la espalda en el
mano como rogando -claro que no podía ser- algo que el otro se vetusto almohadón rojo. Un hilo de agua corría por el fondo; agua del
negaba a otorgar. Después fue él quien habló moviendo los brazos canal, agua de Venecia. Los famosos carnavales. El Dogo se casaba
a la italiana. Valentina parecía esperar que se fuera, pero el otro con el mar. Los famosos palacios y carnavales de Venecia. Vine a bus­
insistía, y Dora se quedó el tiempo suficiente para ver cómo Va­ carla porque usted no fue a buscarme anoche. Quiero llevarla en la
lentina miraba por fin su reloj pulsera y hacía un gesto de asen­ góndola. El Dogo se casaba con el mar. Con una frescura perfecta.
timiento. Frescura. Y ahora la estaba llevando en la góndola, lanzando de vez
en cuando un grito entre melancólico y huraño antes de enfilar un de una botella, todo el mundo termina por reconocerse en la Piazza
canal interior. Alo lejos, todavía muy lejos, Valentina atisbo la fran­ o en el Rialto. Huir de nuevo, pero por qué. Estaba harta de huir de
ja abierta y verde. Otra vez la Fondamenta Nuove. Era previsible, la nada, de no saber de qué huía y si realmente estaba huyendo o
los cuatro peldaños mohosos, reconocía el sitio. Ahora él iba a silbar hacía lo que las palomas ahí al alcance de sus ojos, las palomas fin­
y Rosa se asomaría a la ventana. gían hurtarse al asalto envanecido de los machos y al fin consentían
blandamente, en un plomizo rebullir de plumas.
Lírico y obvio. Faltan los papeles de Aspem, el barón Corvo y Tad-
-Tomemos el café en el Florian -propuso Dora-. A lo mejor lo
zio, el bello Tadzio y la peste. Falta también una cierta llamada
encontramos, es tan buen muchacho.
telefónica a un hotel cerca del teatro La Fenice, aunque no es cul­
Lo vieron casi en seguida, estaba de espaldas a la plaza bajo los
pa de nadie (quiero decir la ausencia del detalle., no la llamada te­
arcos de la recova, abstraído en la contemplación de unos horrendos
lefónica).
cristales de Murano. Cuando el saludo de Dora lo hizo volverse, su
sorpresa era tan mínima, tan civil, que Valentina se sintió aliviada.
Pero Dino arrimaba la góndola en
Nada de teatro, por lo menos. Adriano saludó a Dora con su corte­
silencio y esperaba. Valentina se volvió por primera vez desde que
sía distante, y estrechó la mano de Valentina.
embarcara y lo miró. Dino sonreía hermosamente. Tenía unos estu­
-Vaya, entonces es cierto que el mundo es pequeño. Nadie esca­
pendos dientes, que con un poco de dentífrico hubieran quedado per­
pa a la Guía Azul, un día u otro.
fectos.
-Nosotras no, por lo menos.
«Estoy perdida», pensó Valentina, y saltó al primer escalón sin
-Ni a los helados de Venecia. ¿Puedo invitarlas?
apoyarse en el antebrazo que él le tendía.
Casi en seguida Dora hizo el gasto de la conversación. Tenía en
¿Lo pensó de verdad? Habría que tener cuidado con las metáforas,
su haber dos o tres ciudades más que ellos, y naturalmente busca­
las figuras elocutivas o como se llamen. También eso viene de abajo; ba arrollarlos con el catálogo de todo lo que se habían perdido. Va­
si yo lo hubiera sabido en ese momento, tal vez no hubiera... Pero lentina hubiera querido que sus temas no se acabaran nunca o que
tampoco a mí me estaba dado entrar en el más allá del tiempo. Adriano se decidiera por fin a mirarla de lleno, a hacerle el peor de
los reproches, los ojos que se clavan en la cara con algo que siem­
Cuando bajó a cenar, Dora la esperaba con la noticia de que pre es más que una acusación o un reproche. Pero él comía aplica­
(aunque no estaba del todo segura) había visto a Adriano entre los damente su helado o fumaba con la cabeza un poco inclinada -su
turistas de la Piazza. bella cabeza sudamericana-, atento a cada palabra de Dora. Sólo
-Muy de lejos, en una de las recovas, sabes. Pienso que era él Valentina podía medir el ligero temblor de los dedos que apretaban
por ese traje claro un poco ajustado. A lo mejor llegó, esta tarde... el cigarrillo.
Persiguiéndote, supongo.
-Oh, vamos. Yo también, mi querida, yo también. Y no me gustaba nada por­

-¿Por qué no? Éste no era su itinerario. que esa calma escondía algo que hasta ahora no me había pare­
cido tan violento, ese resorte tenso como a la espera del gatillo
-Tampoco estás segura de que sea él -dijo hostilmente Valenti­
que lo liberaría. Tan diferente de su tono casi glacial y matter of
na. La noticia no le había chocado demasiado, pero echaba a andar
fact en el teléfono. Por el momento yo quedaba fuera del juego,
la maquinaria lamentable de las ideas. «Otra vez eso», pensó. «Otra
nada podía hacer para que las cosas ocurrieran como las había
vez». Se lo encontraría, era seguro, en Venecia se vive como dentro
esperado. Prevenir a Valentina... Pero era mostrarle tndn vnl-
ver a la Roma de esas noches en que ella había resbalado, ale­ lentina hubiera atado cabos... Ese «tampoco a él» era la punta del
jándose, dejándome libre la ducha y el jabón, acostándose de es­ ovillo; ella no se dio cuenta del todo, lo dejó escapar en la confusión
paldas a mí, murmurando que tenía tanto sueño, que ya estaba en que estaba viviendo. Mejor para mí, desde luego, pero quizá...
medio dormida. En fin, realmente ahora ya no importa; a veces basta con el valium.

La charla se hizo circular, vino el cotejo de museos y de peque­ Valentina lo esperó en el lobby y a Adriano no se le ocurrió si­
ños infortunios turísticos, más helados y tabaco. Se habló de reco­ quiera preguntar por la ausencia de Dora; como en Florencia o Ro­
rrer juntos la ciudad a la mañana siguiente. ma, no parecía demasiado sensible a su presencia. Caminaron por
-Quizá -dijo Adriano- molestaremos a Valentina que prefiere la calle Orsolo, mirando apenas el pequeño lago interior donde dor­
andar sola. mían las góndolas por la noche, y tomaron en dirección del Rialto.
-¿Por qué me incluye a mí? -rió Dora- Valentina y yo nos en­ Valentina iba un poco adelante, vestida de claro. No habían cambia­
tendemos a fuerza de no entendernos. Ella no comparte su góndola do más que dos o tres frases rituales pero al entrar en una calleja
con nadie, y yo tengo unos canalitos que son solamente míos. Haga (ya estaban perdidos, ninguno de los dos miraba su mapa), Adriano
la prueba de entenderse así con ella. se adelantó y la tomó del brazo.
-Siempre se puede hacer una prueba -dijo Adriano-. En fin, de -Es demasiado cruel, sabes. Hay algo de canalla en lo que has
todas maneras pasaré por el hotel a las diez y media, y ustedes ya hecho.
habrán decidido o decidirán. -Sí, ya lo sé. Yo empleo palabras peores.
Cuando subían (tenían habitaciones en el mismo piso), Valenti­ -Irte así, mezquinamente. Sólo porque una golondrina se mue­
na apoyó una mano en el brazo de Dora. re en el balcón. Histéricamente.
-Reconoce -dijo Valentina- que la razón, si es esa, era poética.
Fue la última vez que me tocaste. Así, como siempre, apenas. -Valentina...
-Ah, basta -dijo ella-. Vayamos a un sitio tranquilo y hablemos
-Quiero pedirte un favor. de una vez.
-Claro. -Vamos a mi hotel.
-Déjame salir sola con Adriano mañana por la mañana. Será la -No, a tu hotel no.
única vez. -A un café, entonces.
Dora buscaba la llave que había dejado caer en el fondo del bol­ -Están llenos de turistas, lo sabes. Un sitio tranquilo, que no
so. Le llevó tiempo encontrarla. sea interesante... -Vaciló porque la frase le traía un nombre - Va­
-Sería largo de explicar ahora -agregó Valentina-, pero me ha­ mos a la Fondamenta Nuove.
rás un favor. -¿Qué es eso?
-Sí, por supuesto -dijo Dora abriendo su puerta-. Tampoco a él -La otra orilla, al norte. ¿Tienes un plano? Por aquí, eso es.
quieres compartirlo. Vamos.
-¿Tampoco a él? Si piensas...
-Oh, no es más que una broma. Que duermas bien.
Más allá del teatro Malibrán, callejas sin comercios, con hileras
Ahora ya no importa, pero cuando cerré la puerta me hubiera cla­ de puertas siempre cerradas, algún niño mal vestido jugando en los
vado las uñas en plena cara. No, ahora ya no importa; pero si Va­ umbrales, llegaron a la calle del Fumo y vieron ya muy cerca el bri-
lio de la laguna. Se desembocaba bruscamente, saliendo de la pe­ -Ya sé que no tiene ningún sentido -dijo Adriano-. Es así, na­
numbra gris, a una costanera deslumbrante de sol, poblada de obre­ da más.
ros y vendedores ambulantes. Algunos cafés de mal aspecto se ad­ -No debiste venir.
herían como lapas a las casillas flotantes de donde salían los -Y tú no debiste irte así, abandonándome como...
vaporettos a Burano y al cementerio. Valentina había visto en se­ -No uses las grandes palabras, por favor. ¿Cómo puedes llamar
guida el cementerio, se acordaba de la explicación de Dino. La pe­ abandono a algo que no era más que lo normal al fin y al cabo? La
queña isla, su paralelogramo rodeado hasta donde alcanzaba a ver­ vuelta a lo normal, si prefieres.
se por una muralla rojiza. Las copas de los árboles funerarios -Todo es tan normal para ti -dijo él rabiosamente. Le tembla­
sobresalían como un festín oscuro. Se veía con toda claridad el mue­ ban los labios, y apretó las manos en el pretil como para calmarse
lle de desembarco, pero en ese momento la isla parecía no contener con el contacto blanco e indiferente de la piedra.
más que a los muertos; ni una barca, nadie en los peldaños de már­ Valentina miraba el fondo del canal, viendo avanzar una góndo­
mol del muelle. Y todo ardía secamente bajo el sol de las once. la más grande que las comunes, todavía imprecisa a la distancia. Te­
Indecisa, Valentina echó a andar hacia la derecha. Adriano la mía encontrar los ojos de Adriano y su único deseo era que él se mar­
seguía hoscamente, casi sin mirar a su alrededor. Cruzaron un puen­ chara, que la cubriera de insultos si era necesario y después se
te bajo el cual uno de los canales interiores comunicaba con la lagu­ marchara. Pero Adriano seguía ahí en la perfecta voluptuosidad de
na. El calor se hacía sentir, sus moscas invisibles en la cara. Venía su sufrimiento, prolongando lo que habían creído una explicación y
otro puente de piedra blanca, y Valentina se detuvo en lo alto del ar­ no pasaba de dos monólogos.
co, apoyándose en el pretil, mirando hacia el interior de la ciudad. -Es absurdo -murmuró al fin Valentina, sin dejar de mirar la
Si en algún lugar había que hablar, que fuera ése tan neutro, tan góndola que se acercaba poco a poco-. ¿Por qué tengo que ser como
poco interesante, con el cementerio a la espalda y el canal que pe­ tú? ¿No estaba bien claro que no quería verte más?
netraba profundamente en Venecia, separando orillas sin gracia, ca­ -En el fondo me quieres -dijo grotescamente Adriano-. No pue­
si desiertas. de ser que no me quieras.
-Me fui -dijo Valentina- porque eso no tenía sentido. Déjame -¿Por qué no puede ser?
hablar. Me fui porque de todas maneras uno de los dos tenía que ir­ -Porque eres distinta a tantas otras. No te entregaste como una
se, y tú estás dificultando las cosas, sabiendo de sobra que uno de cualquiera, como una histérica que no sabe qué hacer en un viaje.
los dos tenía que irse. ¿Qué diferencia hay, que no sea de tiempo? -Tú supones que yo me entregué, pero yo podría decir que
Una semana antes o después... fuiste tú quien se entregó. Las viejas ideas sobre las mujeres,
-Para ti no hay diferencia -dijo Adriano-. Para ti es exactamen­ cuando...
te lo mismo.
Etcétera.
-Si te pudiera explicar... Pero nos vamos a quedar en las pala­
bras. ¿Por qué me seguiste? ¿Qué sentido tiene esto?
Pero no ganamos nada con esto, Adriano, todo es tan inú­
Si hizo esas preguntas, me queda por lo menos el saber que no me til. O me dejas sola hoy mismo, ahora mismo, o yo me voy de Venecia.
imaginó mezclada con la presencia de Adriano en Venecia. Detrás, -Te seguiré -dijo él, casi con petulancia.
claro, la amargura de siempre: esa tendencia a ignorarme, a ni si­ -Nos pondremos en ridículo los dos. ¿No sería mejor que...?
quiera sospechar que había una tercera mano mezclando las cartas. Cada palabra de ese hablar sin sentido se le volvía penoso has­
ta la náusea. Fachada de diálno-n ■mann -L-J- 1 -
estancaba algo inútil y corrompido como las aguas del canal. A mi­ do otro ataúd, amontonando otro muerto en el pueblo silencioso
tad de la pregunta Valentina empezaba a darse cuenta de que la detrás de las murallas rojas. Casi no la sorprendió ver que uno de
góndola era distinta de las otras. Más ancha, como una barcaza, con los remeros era Dino,
cuatro remeros de pie sobre los travesanos donde algo parecía alzar­
se como un catafalco negro y dorado. Pero era un catafalco, y los re­ ¿Habrá sido cierto, no se está abusando de un azar demasiado gra­
meros estaban de negro, sin los alegres sombreros de paja. La bar­ tuito? Imposible saberlo ya, como también imposible saber poi' qué

ca había llegado hasta el muelle junto al cual corría un edificio Adriano no le reprochaba su aventura barata. Pienso que lo hizo, que
ese diálogo de puras nadas que subtiende la escena no fue el real, el
pesado y mortecino. Había un embarcadero frente a algo que pare­
que nacía de otros hechos y llevaba a algo que sin él parece inconce­
cía una capilla. «El hospital», pensó. «La capilla del hospital». Salía
bible por extremo, por horrible. Vaya a saber, quizá él calló lo que sa­
gente, un hombre llevando coronas de flores que arrojó distraída­
bía para no delatarme; sí, ¿pero qué importancia iba a tener su de­
mente a la barca de la muerte. Otros aparecían ya con el ataúd, y
lación y casi en seguida...? Valentina, Valentina, Valentina, la delicia
empezó la maniobra del embarque. El mismo Adriano parecía ab­ de que me lo reprocharas, de que me insultaras, de que estuvieras
sorbido por el claro horror de eso que estaba ocurriendo bajo el sol aquí injuriándome, de que fueras tú gritándome, el consuelo de vol­
de la mañana, en la Venecia que no era interesante, adonde no de­ ver a verte, Valentina de sentir tus bofetadas, tu saliva en mi cara...
bían ir los turistas. Valentina lo oyó murmurar algo, o quizá era co­ (Un comprimido entero, esta vez. Ahora mismo, m’hijita.)
mo un sollozo contenido. Pero no podía apartar los ojos de la barca,
de los cuatro remeros que esperaban con los remos clavados para el más alto, en la popa, y que Dino la había vis­
que los otros pudieran meter el féretro en el nicho de cortinas ne­ to y había visto a Adriano a su lado, y que había dejado de remar para
gras. En la proa se veía un bulto brillante en vez del adorno denta­ mirarla, alzando hacia ella los ojillos astutos llenos de interrogación y
do y familiar de las góndolas. Parecía un enorme búho de plata, un probablemente («No insistas, por favor») de rabia celosa. La góndola es­
mascarón con algo de vivo, pero cuando la góndola avanzó por el ca­ taba a pocos metros, se veía cada clavo de cabeza plateada, cada flor, y
nal (la familia del muerto estaba en el muelle, y dos muchachos sos­ los modestos herrajes del ataúd («Me haces daño, déjame»). Sintió en
tenían a una anciana) se vio que el búho era una esfera y una cruz el codo la presión insoportable de los dedos de Adriano, y cerró por un
plateadas, lo único claro y brillante en toda la barca. Avanzaba ha­ segundo los ojos pensando que iba a golpearla. La barca pareció huir
cia ellos, iba a pasar bajo el puente, exactamente bajo sus pies. Hu­ bajo sus pies, y la cara de Dino (asombrada, sobre todo, era cómico pen­
biera bastado un salto para caer sobre la proa, sobre el ataúd. El sar que el pobre imbécil también se había hecho ilusiones) resbaló ver­
puente parecía moverse ligeramente hacia la barca («¿Entonces no tiginosamente, se perdió bajo el puente. «Ahí voy yo», alcanzó a decir­
vendrás conmigo?») tan fijamente miraba Valentina la góndola que se Valentina, ahí iba ella en ese ataúd, más allá de Dino, más allá de
los remeros movían lentamente. esa mano que le apretaba brutalmente el brazo. Sintió que Adriano ha­
-No, no iré. Déjame sola, déjame en paz. cía un movimiento como para sacar algo, quizá los cigarrillos con el ges­
No podía decir otra cosa entre tantas que hubiera podido de­ to del que busca ganar tiempo, prolongarlo a toda costa. Los cigarrillos
cir o callar, ahora que sentía el temblor del brazo de Adriano con­ o lo que fuera, qué importaba ya si ella iba embarcada en la góndola ne­
tra el suyo, lo escuchaba repetir la pregunta y respirar con esfuer­ gra, camino de su isla sin miedo, aceptando por fin la golondrina.
zo, como si jadeara. Pero tampoco podía mirar otra cosa que la
barca cada vez más cerca del puente. Iba a pasar bajo el puente,
casi contra ellos, saldría por el otro lado a la laguna abierta y cru­ (En Alguien que anda por ahí, Bruguera, Bar­
zaría como un lento pez negro hasta la isla de los muertos, llevan­ celona, 1978.)
De la melancolía De costumbre, no solían demorarse hasta el caer de la noche,
pero les gustaba contemplar el humo de sus cigarrillos que se des­
de las perspectivas hacía en la vidriera cuando el anochecer lo volvía paulatinamente
neto. En cierto modo era para ellos el último acontecimiento de la
Héctor Bianciotti tarde. La tarde les pertenecía. Mas, aquel día, debían esperar un
festejo: el casamiento de una portera de la vecindad, que había sido
la del hombre hasta una fecha reciente, y cuyo inventario de infor­
tunios -obviamente su vida- los había primero intrigado y, al fin,
Al fin, la perspectiva me permi­
conmovido.
te ver el mundo cómo Dios lo vio.

J. B. Alberti
Se habían encontrado por casualidad -adoptemos el vanidoso
término- en el Museo del Louvre, en un día de inextinguible afluen­
Si un transeúnte observador hubiera entrado en el bar la tarde de cia. Los dos, impedido el paso por el cordel protector, intentaban ver,
los hechos y reparado en los dos hombres aparentemente disímiles en el costado penumbroso de uno de esos nichos espectaculares que
que, sentados a una mesa, en un rincón, fumaban sin hablarse, ha­ la burguesía rellena con un diván y cuya definición evitan los dic­
bría tal vez conjeturado que el muchacho, la cara apoyada en una cionarios, la virgen de Rafael que obedece al concurrido apodo de
mano, se aburría, y que el otro, el mentón erguido, la mirada entre­ «La Belle Jardiniére», relegada allí sin duda por el prejuicioso desa­
cerrada, tendida más allá de los muros, padecía de tedio. Pero, si le pego del que padece el pintor, cuyo «San Miguel», en la sala adya­
concedemos una imaginación suspicaz, a poco habría sospechado, al cente, hace de paje de «La Gioconda». Cuando uno alargaba el cue­
sorprender entre ellos una mirada sin parpadeos, de ojos absortos llo, el otro retrocedía, cediéndose el precavido espacio y, a la tercera
en los ojos del otro -que un imperceptible esbozo de sonrisa desvia­ o cuarta vez, como ya una complicidad se había establecido, se mi­
ba-, que les gustaba compartir el silencio, mejor dicho, una consen­ raron y sonrieron.
tida mudez, ya que de silencio no podía tratarse en aquel despacho El hombre, al ver de lleno la cara del muchacho, tuvo la impre­
de bebidas vocinglero donde el vecindario intentaba dar a sus mise­ sión de que pertenecía al mundo invulnerable de la pintura, que ta­
rias un color de aventura o de leyenda. les rasgos, esa serenidad lisa del rostro, la mirada inmediata que
Ambos tenían un aspecto de exiliados prestigiosos -todos lo son denotaba una vehemencia recóndita, correspondían a las figuras ha­
de alguna manera- que subrayaban las maneras cautas de la patra­ bituales de un pintor que no supo ubicar. Tal vez le recordase un re­
ña, esa señora digna y melancólica que se sentía visiblemente re­ trato del oscuro Ambrosio de Predis. En todo caso, pensó que era de­
confortada por la presencia de los presuntos extranjeros, tanto más masiado hermoso: más allá de cierto grado de belleza se sentía en
cuanto que debía condescender a brindar con la clientela miscelá­ zona prohibida. Quizá porque, aunque no compartiera la candorosa
nea en la que alternaban, con los comerciantes del mercado vecino, opinión, según la cual hermosura e inteligencia se excluyen, estaba
solitarios de ambos sexos para quienes el sexo no era ya sino una convencido de que un hombre o una mujer bellos están, y con razón,
jactancia, que atenuaban sus desilusiones con vino, y prostitutas tan distraídos por su belleza, que pueden prescindir de los demás.
que habían recuperado cierta dignidad a fuerza de hacer sus com­ Hablaron de Rafael, arriesgando frases que eran como la con­
pras menudas a la misma hora, aunque sin renunciar a la estriden­ clusión de largas meditaciones y que pocos habrían entendido. Y, po­
cia de los afeites y teñidos que delataban su condición primigenia. co a DOCO. noraue SUS narecerfis nninrirlia-n ca anoi-rlam■<, «^>4-».^
otras exaltaciones que se complementaban, formando más que un Tal vez ya en aquel momento presintieron la amistad que hoy los
diálogo un monólogo, habiendo recalcado la lisura del rostro de la une, sin saber que esa suerte de sensualidad aérea y confiada que se
virgen, su misteriosa materia, la ausencia de toda huella de factu­ instauraba entre ellos los conduciría a una violencia insaciable. El atro­
ra, uno de ellos (tal vez el hombre -más tarde ya ninguno de los dos pello de los espectadores en bandada, que se aglutinaron frente a los
sabría decir quién-) arriesgó la fórmula de «pinceles escamoteados». opulentos terciopelos del Giulio Romano que preside en ese penumbro­
Ala que sucedió la sentencia según la cual los cuadros del pintor de so receptáculo, los arrancó a aquel éxtasis. Dieron unos pasos y luego,
Urbino parecían estar, haber estado allí desde siempre, no haber si­ atravesando el desfile que se prolonga en los vidrios que alejan aún a
do pintados. ¿Qué le reprochaba la complacida modernidad de la que la lejana dama de Leonardo, ganaron la espaciosa galería.
ambos -no tardarían en descubrirlo y no sin entusiasmo- abomina­ En los museos reina una especie de inmunidad, de sensualidad
ban? ¿Haber querido deducir sus figuras de la Ley? Y esa voluntad irresponsable. Los ojos que se despegan de un cuadro, si lo han con­
de triunfar de lo efímero la rebajaban hasta reducirla a un mero epí­ templado con amor, conservan, al volverse, una intensidad que, an­
teto, a una infamia estética: «Académico», olvidando que el alma po­ tes de apagarse, se transmite, si el azar es generoso, a uno u otro es­
see, esencialmente, una tendencia a la constancia, vale decir, la nos­ pectador, convirtiéndolo en objeto casual de esa pasión suscitada por
talgia de la eternidad. Por lo demás, afirmaba el muchacho, para la pintura. Si la mirada encuentra otra mirada que goza aún de lo
que Sanzio fuera Rafael, había tenido que soñar la Antigüedad, an­ que ha visto, no es improbable que un fluido entre ellas se establez­
helarla y, de algún modo tenaz aunque ilusorio, imitarla para ser ca y que la óptica tensión del deseo contagie los cuerpos. Así, a ve­
Rafael, él mismo, único. Luego pasaron a enumerar convicciones, de ces, de cuadro en cuadro, dos desconocidos se van poco a poco acer­
una manera sucinta y atropellada, como si quisieran afianzar la in­ cando, con fingida indiferencia, sin perderse de vista, adelantándose
cipiente intimidad acumulando afinidades, e hicieron el elogio de la o retrasándose, como en un juego en el que un hilo tenue los ligara,
tradición hasta tal punto que terminaron considerando el plagio -el y luego se esperan, los cuadros se van volviendo lejanos, invisibles
plagio que suele rescatar de libros somnolientos la iluminación fur­ a su paso: al fin hay dos siluetas paralelas que se hablan.
tiva, la frase exacta- como una contribución generosa. El hombre y el muchacho, que ya eran, en aquel momento, el
De pronto se miraron, por primera vez, con esa mirada sosteni­ uno para el otro, el escritor y el pintor, habían justamente seguido
da que años más tarde habría podido sorprender al hipotético obser­ (tal vez con la sensación de un presentimiento) el manejo de dos es­
vador en el bar, en la tarde del suceso, y ambos sintieron lo que se pectadores que en un momento dado habían cesado de mirar los cua­
siente al encontrar a alguien que se va a querer: como el recuerdo dros y que, al llegar al fondo de la galería, antes de desaparecer, se
impreciso de una imagen que, en el santuario íntimo, la espera, la habían abordado. Sin duda, aquel día les debió de parecer prematu­
vigilante espera del otro ha llevado a la perfección. Ya que todo pree­ ro hablar de ese erotismo difuso que emana de la pintura, y habla­
xiste en el ser -los rostros que nos seducirán, las músicas que con­ ron de perspectiva. Aventuraron fórmulas, no sin tratar de asom­
tentarán el oído, los colores y la luz que varía los colores, los instan­ brarse mutuamente: «Una línea que penetra en el espacio de la tela,
tes precarios que nunca sabremos por qué razón hemos retenido, los que es todo el espacio, no es una simple línea, sino el tiempo». Hu­
momentos preclaros que nunca sabremos por qué ya no nos parecen bo un asentimiento por parte del otro, pero disminuido por las ga­
tales, y usted y, detrás, esta enumeración y el orden de las palabras nas de decir lo que ya había pensado: «La perspectiva es la sensa­
que la componen. A través del entrevero de circunstancias, toda vi­ ción que se vuelve matemática».
da es la busca ahincada de esas cosas que nos faltan interminable­ No acertaban.
mente sin sospechar que ya las poseemos, que son una -ese perpe­ «No, es el tiempo que fluye hacia el pasado... Sí, la perspectiva
tuo desconocido con el que convivimos. es la metáfora del nasado...»
Desvariaban. tocando con la punta de la mano enguantada la joroba de la enana
«No, del tiempo.» rubia que, encaramada en una silla, se la ponía a su alcance para
Se asomaron a los ventanales que dan a los jardines. Llovizna­ que le trajese suerte. Como ya había sido casada, el matrimonio no
ba. El césped lavado tenía un color químico. había tenido lugar sino en las aulas desamparadas del Registro Ci­
En voz baja, el muchacho dijo: «La perspectiva es la melancolía». vil, de modo que «El Kedive», con las dos hileras de conocidos que la
Y el hombre sintió la dicha de una revelación y, al mismo tiem­ miraban pasar, era su iglesia, y la mesa al fondo, blanca y con flo­
po, una punzada en el pecho. res, el altar.
Pero y el novio, el novio, ¿dónde estaba el novio?
Los amigos que lo esperaban a la salida, se lo habían llevado a
Aquella tarde, la patrona de «El Kedive» había juntado las me­ tomar una copa, no sin invitarla, claro está, pero ella había eludi­
sas en una sola, en el saloncito del fondo, recubriéndola con un man­ do... Y, aunque ahora hubiera preferido esperarlo, con amables em­
tel de plástico que imitaba el encaje con sus calados y relieves. En­ pujones la obligaron a ocupar su sitio, en el centro de la banqueta,
tre el respaldo de la manqueta de terciopelo raído y el cielorraso entre esos vagos primos que habían oficiado como testigos y que, co­
pespunteado por generaciones de moscas, la fotografía de un río bor­ mo no conocían a nadie, demostraron cierto alivio. Con remilgos y
deado de vegetación oscura ocupaba todo el muro. El agua era de co­ gestos precavidos, como si temiera perturbar la solemnidad que le
lor esmeralda pero el cielo la manchaba de azul, allí donde agua y imponían el traje y el tocado, trató de elevar a evento el borrón que
cielo se juntaban. En la mesa había floreros con dalias y, en primer había hecho al coronar con una rúbrica su firma, y la risa de los asis­
plano, un letrerito de metal herrumbrado cuya advertencia ya no se tentes que, aseguraba, el mismo juez, tan simpático, había desenca­
distinguía. denado.
En el alboroto que llegaba a su apogeo a la hora del cierre del La desapacible enana, siempre trepada a su silla, miraba la im­
mercado, con las voces broncas y jactanciosas de los autóctonos se paciencia que los demás, conociendo al novio, intentaba disimular,
mezclaban otras, yugoslavas y, de cuando en cuando, la tímida de fijaba la vista alternativamente en el grupo y en la calle, alargando
un árabe para quien era una cuestión de honor hacer reír su fran­ la cabeza sin cuello, poniéndose una mano de visera, haciendo alha­
cés aclimatado. Árabes lentos remontaban la calle y a veces, del sa­ racas. Y todos esperaban que descorcharan las botellas de champán,
co de la compra, asomaba un ramillete de menta. y nadie se atrevía a hacerlo. La dueña había cerrado la puerta de
Nadie se marchaba, esperando a los novios. El nivel alcohólico entrada, y afuera había gente que apretaba la cara contra los vidrios
subía y hubo algún vaso roto. y chicos que hacían morisquetas. Un sentimiento de embarazo em­
El hombre y el muchacho fueron los primeros en avistar a la por­ pezaba a cundir y algunos invitados optaron por formar una rueda
tera: venía por la vereda de enfrente y los bomberos del cuartel ve­ de sillas, a una prudente distancia de la mesa, para no darle la im­
cino le hicieron reverencias, sacudiendo una manguera. Entonces, presión al otro, cuando se le ocurriere venir, de estar instalados, fes­
se pusieron de pie y la concurrencia se dio vuelta hacia ella, que se tejando. La patrona paseó la bandeja de bocadillos y todos se sirvie­
había detenido en el umbral: novia vestida de madrina, con traje y ron inventando modales apropiados a la circunstancia, intimidados
abrigo de color gris perla, una toca de bies y dos vueltas de perlas al por el atuendo y la compostura de la novia, que se había decidido a
cuello, tenía la majestad honesta y razonable de la reina de Ingla­ quitarse los guantes y enseñaba su sortija guarnecida de un brillan­
terra. Un carnicero se restregó la diestra en el delantal, pero, atur­ te. Aunque la sonrisa se le había vuelto triste y la mirada era ya la
dido por tanto esplendor, no atinó a tendérsela. La gente le abrió pa­ de todos los días, mantenía su actitud erguida, sin apoyarse en el
so entre aplausos y vivas, y ella avanzó sonriendo a unos y a otros, respaldo. Y la cabeza se recortaba en medio del paisaje de la foto­
grafía, el sombrero al sesgo como una barca ladeada, y todo alrede­ que mediaran palabras, la patrona los conmovió: todo en su rostro
dor un vellón disperso de nubes, y el río que se iba. se acordaba de una niña remota -la tímida sonrisa que atenuaba la
El hombre, que por su parte había permanecido acodado al mos­ expresión compungida, los ojos desorbitados y dispares que no aca­
trador, para que hubiera un vínculo entre la celebración del fondo y baban de asombrarse. Mientras la atención discreta que prodigaba
la puerta, cuando apareciera el descomedido, miró al pintor que, en­ a los cfientes, los gestos devotos al pasar el trapo sobre el mostra­
trecerrando los ojos, fijos en la mesa blanca, intentaba de seguro gra­ dor, al repasar los vasos y alinearlos evitando el menor ruido, habla­
bar de un modo indeleble la visión. La concurrencia se había calma­ ban de una vida cuya desdibujada finalidad se reducía a esos ritos
do y era una composición hierática la que ofrecía en torno de la clara precavidos que, un día, había de haber celebrado para alguien, con
figura de la portera, y cabal, en la que no faltaba el personaje anó­ amor. Por lo demás, de un modo oscuro deben de presentir que el
nimo que se vuelve y mira fuera del cuadro, ni las sombras comple­ ñuto de sus laboriosas vigilias, de sus sueños perplejos, corre el ries­
jas y tenues, como una veladura. En el grupo, sólo la enana aspa­ go de ser mero ornamento si no lo irriga la compasión. Y así, vienen
ventera introducía el desasosiego de la vida. En seguida, un bullicio a un bar como «El Kedive», poco propicio a sus elucubraciones, mas
de protesta descompuso el boceto, porque, aprovechando el silencio, donde las figuras erosionadas y gárrulas que componen la asamblea
uno de los presentes alegó una cita de negocios y entonces la patro- se mueven para ellos en el espacio de la piedad. Como en la pintu­
na, que debía de esperar la ocasión, hizo saltar los corchos, llenó las ra o en los libros, cuando el estilo no es simple cuidado, o manera.
copas, y cada uno quiso entrechocar la suya con la de la novia, que
no ignoraba ya que la compadecían y que, detrás de los afeites, mos­
traba su habitual rostro marchito, su alma aturdida. En cuanto a la portera, si nunca había ganado el afecto del hom­
bre, poco a poco lo había vuelto atento a sus penas. Tal vez por el re­
mordimiento que le procuraba su mal disimulada exasperación an­
Que el escritor y el pintor, que el hombre y el joven hombre, cu­ te las imprevistas intermitencias en la limpieza de su apartamento
ya compartida pasión es la de atisbar en el desorden del día los in­ y, en particular, la complacida exhibición de sus agobios, la volup­
dicios de esa ley que -les agrada imaginar- gobierna el mundo, ten­ tuosa pesadumbre que ostentaba. Quizá a causa de la reprobación
gan la costumbre de encontrarse a diario, terminadas sus tareas, en de los copropietarios, estrechamente colectiva, de que era objeto, los
el desapacible «Kedive», puede tener visos de inverosimilitud si, se­ cuales, al tanto de ciertas anécdotas de su vida, que la misma infe­
gún puede constatarse, se mantienen aislados, observando pero elu­ liz les había a unos y otros prodigado, habían decidido que no tenía
diendo participar en ese teatro del atardecer donde se representa, sino su merecido -y, en asamblea general, rehusado la instalación
inmutable, la relación de los clientes entre sí o con la patrona, he­ de una ducha en la portería que, habían aducido, ya tenía lavabo y
cha de mutuos y consabidos recuentos de miseria, que exaltan cier­ una gran ventana que había resultado costosa (y que era, por cier­
tas fanfarronadas. to, una tiniebla de vidrios esmerilados).
Que a ambos parejamente los fascinen los cuerpos doblados por Tanto a él como al muchacho que, cuando venía a verle, era un
el tiempo, los rostros que han perdido para siempre su rostro, los auditor escogido para la portera, ya que simulaba ignorar sus des­
deshechos humanos cuya última posibilidad de naufragar digna­ calabros biográficos y sabía distraerse sin denotarlo, los fascinaba
mente, de inventarse un destino, consiste en el cotidiano relato de la disonancia física de esa mujer del Norte, de ojos y pelo claros, de
sus pocas dichas y sus ciertas desdichas, puede inducir a conside­ hermosos rasgos que perduraban bajo la piel fláccida y cuyo cuerpo,
rarlos como testigos faltos de pudor. Sin embargo, si entre los esta­ en cambio, se había deformado por partes, en realidad, del talle pa­
blecimientos del barrio sólo éste los retuvo, fue ante todo porque, sin ra abajo: las caderas y los muslos, que un ajustado pantalón acen-
a
tuaba, eran enormes y macizos, de modo que el torso, grácil aún, gaban si subía la escalera, a su corazón nervioso, según el displi­
emergía como un cuerpo dentro de otro cuerpo que lo llevaba torpe­ cente dictamen de su médico.
mente de un lado a otro. Quizás, aparte el fervoroso menosprecio de la copropiedad, que
Por otra parte, si la fatigada historia del abandono, tantos años lo había convertido en su exclusivo y malmirado defensor, lo que des­
atrás, del domicilio conyugal -en cuyo relato ocultaba con sagacidad pertaba su compasión por ella era la ahincada pasión por ese mucha­
lo que quería que se adivinase: el repudio por adulterio, del que sin cho furtivo que tenía el aspecto de un actor al que le habían distri­
duda se sentía todavía dichosa-, nunca lo había conmovido porque buido para siempre el mismo papel en un melodrama -el personaje
con ella la mujer nórdica no hacía sino agregar una variante agres­ de los gestos imprevisibles, que fatalmente comete los mismos- y que,
te a las razonables heroínas de Ibsen, le gustaba imaginar la silue­ cuando venía a verla, se ocultaba detrás de la heladera si algún ve­
ta ladeada por el peso de la valija, alejándose por un camino entre cino se asomaba a la portería. Aveces, cuando las diversiones domi­
campos de remolacha exaltados por las chimeneas de una fábrica de nicales vaciaban el inmueble, ellos dejaban la puerta abierta. El hom­
azúcar, y luego un tren al alba sin despedidas. bre solía verlos, él, sentado a la mesa, de espaldas, mirando en la
Ni siquiera el reciente hecho luctuoso, la muerte de su hijo cre­ televisión algún partido ruidoso; ella, recostada en el diván, lejana,
cido lejos y, sin duda, en el desprecio que de ella nutría la tribu do­ doblando los cabos de una geografía insegura, como intentando divi­
méstica, lo había movido a compasión, tan evidente resultaba que sar en él los archipiélagos últimos, abandonada a la ignorante espe­
su dolor se convertía en una complaciente declamación al narrar ranza, entreviendo tal vez, desde la terraza de su vida, la curva del
lo sucedido, en el patio, en los rellanos, como si más que desaho­ mundo. Grávida de proyectos, o de uno solo, ese hombre joven, sin
garse intentara sosegar la perpetua acechanza del vecindario, opo­ sospechar que los proyectos no son, casi siempre, sino indiscernibles
ner a la reprobación, una desgracia de talla. Por cierto, la culmi­ recuerdos. Que ese muchacho la hiciera feliz, lo desdecían las dispu­
nación de su afligido recuento no era el cuerpo destrozado del tas tras de la cena esmerada, la batahola que el volumen a fondo de
adolescente entre las ruedas de un tractor, sino ciertas circunstan­ la televisión intentaba confundir con los griteríos o los llantos de un
cias que hacían de ella la verdadera víctima, coronada de infamia: folletín, cuando el vino caudaloso daba cuenta de su apatía y libera­
que había sido arrojada, apenas llegar, por el marido y la suegra y ba en él una violencia que se le iba en alaridos^ tal vez en empujones
la entera parentela al acecho, quienes le habían impedido el paso o en puñetazos y que, una noche, acabó con la puerta, lo cual procu­
a la capilla ardiente y pisoteado las flores empaquetadas que, a ró a la copropiedad un satisfactorio escándalo. Pero tal vez esas tur­
falta de manos que las recibieran, había depuesto en el suelo. Que, bulencias periódicas, que a veces durante días seguían atestiguando
en el día del entierro, se había escondido entre los panteones del los moretones, eran parte irremediable de la felicidad de la portera.
cementerio sin árboles, para asistir, aunque fuese de lejos y medio Lo cierto es que, al día siguiente -salvo la vez de la puerta destroza­
de espaldas, arrodillada junto a una tumba ajena. Y esperado que da-, allí estaba él, de nuevo, al atardecer, y su larga silueta que pa­
la comitiva se marchase para plantar, con la bien recompensada recía agazaparse, aun en la calle, atravesaba el patio. Ligeramente
complicidad del sepulturero, un ciprés a la cabecera del hijo, de ca­ entrado de hombros, aunque le gustase lucir su delgadez ceñida por
si un metro ya, decía señalando con la mano, y casi sonriendo, que vestimentas de una elegancia canalla, caminaba esquivando, miran­
había hecho venir de París y que quién sabe si se habría aclimata­ do de soslayo con esos ojos agudos en los que subsistía algo de entra­
do. Nada parecía apaciguar su desdicha como contarla a quien­ ñable que hubiese podido contaminar su expresión, si los bigotes,
quiera le prestase oído, y perfeccionaba el recitado, la graduación aunque ralos, largos, no le hubieran ocultado la comisura de los la­
de los detalles infaustos, y ese lloro final, que era sin duda por ella bios, acentuando el despecho de su media sonrisa, la desdicha renco­
misma, al hacer mutis aludiendo a sus palpitaciones que la aho­ rosa que le consumía los rasgos.
Tal era el novio, o tales los indicios del oblicuo amedrentador reverencia. Él le pasó una de sus largas piernas por encima y se apo­
que apareció al fin en «El Kedive», amedrentado en su traje azul ma­ yó con ambas manos en la mesa, alargando entre sus hombros en­
rino, indispuesto por la corbata que se aflojó de un tirón para desa­ cogidos su cara hacia la cara de su mujer que irradiaba un blando
brocharse la camisa a su manera, hasta el cuarto botón, cuando ya temor pero también una especie de beatitud: al fin llegaba, después
la mayoría de los invitados se había ido y la enana renunciado a su de tantos años de haber huido, del Norte dilatado por las brumas,
puesto de vigía. de la hacendosa miseria campesina, a través de la miseria prolija de
Salvo el hombre y el muchacho que, junto al mostrador, habían cuchitriles, de hambre saciada en encuentros aceptados sin amor,
reanudado el monólogo de sus perplejidades -así llamaban ellos lo de calles largas al azar, de noches escondidas en un zaguán, de ama­
que, otros, metafísica-, aparte el padrino y el carnicero que no ha­ neceres sin café que le había deparado la metrópolis, hasta alcan­
bía osado tenderle la mano a la novia enguantada y que, ahora -pa­ zar la modesta competencia de las porterías. Al fin quedaban atrás,
ra no contribuir al desdoro que había dado cuenta del esfuerzo de­ se borraban para siempre en el fulgor de este momento, la tribu fa­
corativo de la patrona- se metía una servilleta de papel abollada en miliar y, en ella, su exigua calidad de mano de obra, los vejámenes
el bolsillo, no quedaban más que las vecinas asiduas, las que espe­ de la copropiedad que ya poco o nada le importarían. Al fin, acudien­
raban, como cada día, el cierre, para retardar la soledad. do del fondo de los años mal vividos, llegaba al juvenil presente es­
El cuadro había cambiado. Una noche con vagos reflejos se agol­ camoteado, recuperaba el tiempo que la torpe vida le había impedi­
paba en la ventana y, aunque la patrona demostrara las ventajas del do vivir. Cargada de dolores, los deponía todos como una ofrenda al
encaje de plástico pasando de tiempo en tiempo un trapo húmedo pie de este instante. Y los muertos de la infancia y el hijo muerto
sobre la mesa y reordenar a. las dalias, la compleja composición ya que bordoneaban en sus noches, se apagaban, prudentes, y, si el ci­
no existía. Los personajes subsistentes, aglutinados frente a la no­ prés plantado con sus manos no crecía en el frío del Norte, sería una
via, con los codos apoyados en la mesa, sosteniéndose con la mano distracción de la Providencia...
el mentón o la sien y, en general, despatarrados, habían renunciado En ese ensueño debía de hallarse, esperando el beso del novio,
a la juiciosa pose inicial. Y, cuando el novio entró en el bar, hubo un cuando se descargó la bofetada. Ella trató de enderezarse el sombre­
barullo de sillas y risas atolondradas, pero nadie se alzó. Sólo la no­ ro que se le escurría y las vecinas, vociferaron, triunfales: «Te lo ha­
via se enderezó un poco más, iluminada desde adentro bajo la luz bíamos dicho, te lo habíamos dicho y requetedicho», mientras el car­
cónica de la lámpara del cielorraso, que parecía venir desde otra al­ nicero, el hombre y el muchacho se abalanzaban para retener al
tura, tendiendo los brazos hacia el novio que se había quedado plan­ demente y la enana se le prendía con su enorme boca de la muñeca,
tado en medio de la primera sala, junto al hombre y al muchacho a sin que nadie lograse impedir los dos golpes simétricos que dejaron
quienes, sin mirarlos a la cara, como de costumbre, invitaba a una tiesa a la portera, los ojos en blanco, la boca abierta y resollante,
copa, depositando sobre el mostrador un par de billetes excesivos y buscando el aire, inútilmente el aire. Como una befa última, mien­
apelmazados. tras decía a la concurrencia: «Son nuestras caricias...», el avieso
«Mi mujer...», dijo de pronto, pero sin que sus pies apartados se arrancó de golpe el mantel (otro hubiera sido el efecto de ser de te­
despegaran de las baldosas, balanceando de atrás hacia adelante el la), tirando al suelo copas, dalias y botellas. De nuevo se calmó, se
rostro. «Mi mujer...», repitió despacio, como si le costara reconocer volvió, y todos se volvieron: en medio del bar, la horda de sus ami­
el hecho y, aunque trastabillaba, se fue acercando a la mesa nupcial góles, alevosamente sonrientes, con los pulgares en sus cintos cla­
y la novia se llevó una mano al pecho, tal vez por aquello de las pal­ veteados de tachuelas, como sus botas.
pitaciones. Aliviadas, las vecinas vocearon y la enana, que de algún La novia estaba rígida, el alma hundida ya no latía en sus sie­
modo se sentía invulnerable o mágica, le cortó el paso y le hizo una nes, ya nada palpitaba en ella. La enana, que de un manotazo ha­
bía dado con su joroba contra el filo de un muro, fue la primera en per­ juego las conjeturas, hubiera podido definir esa tensión violenta que
catarse: a gatas bajo la mesa, se escurrió, le pegó el oído al pecho y, entre ambos se instalaba, como la irreparable de los pórticos entre las
despegándolo con asco, decretó su muerte. Entonces, en el crepúscu­ opuestas fachadas. En todo caso, nunca condescendieron a la ternura,
lo de ceniza amarillo de la lámpara, la novia se fue deslizando lenta que tiende a convertir al otro en niño. Ni a la tristeza, que acobarda,
y de lado, como si se hundiera en el río que se la llevaba hacia el pun­ pero se deleitaban en la melancolía que es impersonal: nace de la mi­
to de fuga de sus aguas, hasta quedar doblada en la banqueta. rada, busca algo a lo lejos, piensa: «La melancolía es el único sentimien­
Luego hubo teléfonos urgentes, bomberos llamados a gritos de to que piensa».
una vereda a otra, más tarde una sirena, policías, hombres vestidos Y allí estaban, tras de los sucesos del «Kedive», y de tiempo en
de blanco. tiempo hablaban de la portera muerta -a veces decían «la novias-
como si hubieran querido brindarle la dignidad postuma de aquel
sitio. De nada había vuelto la desdichada, ni del Norte natal ni de
Era tarde. En sus casas respectivas habrían dejado de esperar­ la acumulada miseria: como en esos cuadros en que el pintor ha dis­
los. Entonces echaron a andar, decididos pero sin consultarse, aban­ puesto en primer plano a los personajes del presente, iluminados por
donando las calles sucias, los confusos bulevares, hacia ese lugar di­ una luz que les llega del futuro y, más lejos, a otros, pequeños, y, en
lecto y afortunadamente solitario que en el caos prolijo de la ciudad un resplandor último, a otros aún, diminutos, entre los que hay al­
gris subsistía, así lo pensaban, para ellos: el impávido rectángulo guien a veces que vuelve la cara, una mano en el aire, que mira a
que en los jardines del Palais Royal delimitan sendos pórticos, las los protagonistas y quisiera regresar a reunirse con ellos (pero na­
fachadas idénticas, en los extremos y, en el empedrado, dos rectán­ die responde a sus señales) -como en esos cuadros en que el tiempo
gulos de agua quieta que retienen todo el cielo. atraviesa el espacio y a todos los va llevando, ineluctable, hacia el
La simetría, que revela la indescifrable ley del Universo, los exal­ pasado, la vida no le había perdonado que destruyese su ardua com­
taba. En una noche única -aunque todas lo eran cuando estaban jun­ posición huyendo del sitio que los años le habían asignado.
tos- habían opinado que aquel espacio de inalterables columnas, aquel El muchacho recordó el encuentro en el Museo del Louvre y un
orden tangible, era, por encima de todos los lugares de la Naturaleza vago texto, cautelosamente alusivo, que al día siguiente el hombre
o los inventados por el ingenio, propicio a la pasión. «La simetría es el le había dado, y que trataba de la perspectiva. Ya no lo recordaban.
amor», había concluido el muchacho -a menos que no fuera el hombre: Las dilatadas conversaciones, el atareado olvido de las palabras, lo
en general olvidan quién de los dos ha dicho una u otra cosa y así na­ habían ido transformando. Sólo recuperaron, o creyeron recuperar
da les pertenece, vale decir, todo. Y mirando las siete ventanas de ca­ de su compartido palimpsesto, unas sílabas desmemoriadas que re­
da fachada, las siete columnas que sostienen el balcón, habían añadi­ sonaron como la lectura de un epitafio entre los altos pórticos, bajo
do: «La simetría es el amor, porque es siempre dos, en uno». Allí habían la cúpula de nubes entreabiertas: «Nadie vuelve del fondo de las
vivido momentos que seguían atenuando con su felicidad el pasado de perspectivas...».
cada uno y que se prolongarían en lo porvenir, modificándolo ya. La so­ Luego se alejaron y en la plaza vecina se despidieron. Cada uno
ledad, que suele ser industriosa cuando se trata de un soñador, había se fue por su lado sin volverse. Nunca se volvían al separarse. Sin
amortiguado su soberbio prestigio y dejado de ser, para ambos, un há­ duda porque les hubiera apenado no coincidir.
bito. Aunque, como todos los hombres, no sabían bien quiénes eran,
eran lo que sabían -y esto, lo sabían. Digamos que, fundamentalmen­
te, no ignoraban que ya no estarían solos. Esa alegría, a veces, podía (En El amor no es amado, Tusquets,
dejarles exhaustos. Nadie, ni ellos mismos que habían multiplicado por Barcelona, 1983.)
te miro, porque quiero descubrir la razón en ti, y el por qué de esto
era tan absurdo.
-¿Por qué absurdo, Thea? A mi Silvana Mangano me gustó
siempre una barbaridad, desde el comienzo, desde Arroz amargo.
Manuel Puig
-Sí, Mirandolina, piénsalo bien. Es absurda esta pena nuestra.
Ni tú ni yo la conocimos nunca personalmente, lo que veíamos eran
películas, y ésas siguen allí, las podemos volver a ver mil veces si
queremos, como este bendito Ludwig, que te costó una fortuna, ¡pe­
ro cómo lo disfrutamos esta noche!, ¿no es cierto?
-Lo que pasaba es que yo creía que esta versión en video podía
traer alguna escena suya que no hubiera sido pasada en cine.
-De todos modos es una gran obra maestra.
-Pero qué tristeza, Thea; Romy Schneider ha muerto, Trevor
Howard ha muerto, Visconti ha muerto, inclusive Nora Ricci. Y aho­
-Mirandolina, eres una tonta. ra Silvana Mangano.
-Y tú Thea, quédate un poco callada, hazme el favor. -Pero Helmut Berger está vivo. Y también ese otro alemanote,
-No se llora por estas boberías, se te hinchan los párpados, ¡un Helmut Griem, ése de Cabaret. ¡Qué buen mozo que es!
lindo espectáculo para alguien que ha pasado los cuarenta y cinco -A mí me parece ayer que se filmaba esta película. Me acuerdo
hace rato! Y, además, de Mirandolina no tienes lo que se dice nada. de mi alegría cuando anunciaron el comienzo de los trabajos. ¡Vis­
El que te puso ese nombre en realidad no te conocía. Eres una trá­ conti llamando de nuevo a la Mangano, después de Muerte en Vene­
gica, eres... eres Mila di Codro. cia} Y ahora son todos fantasmas del pasado, nada más, gente que
-De joven era más alegre, es cierto-. Pero es verdad, ciertos nom­ en ese momento tenía todo en la vida, gloria y dinero.
bres crean obligaciones. Mejor que a una le digan Thea, como a ti, -¡Mirandolina, de nuevo las lágrimas! Eres una mujer, si sigues
que no significa nada. así terminarás por hacerme llorar también a mí, que soy la peluque­
-¿Cómo nada? ¿No lo sabías? Thea era una famosa lesbiana de ra unisex más encallecida de estos alrededores. Pero escúchame y
la embajada alemana en Roma, durante la guerra. Y como yo de jo­ pon a trabajar ese cerebrito, en lugar de tener esos pensamientos de
ven andaba con otras maricas, en lugar de con los machotes de ri­ sirvienta. Dime la verdad, ¿por qué la Barbara Stanwick no te con­
gor, bueno... se corrió la voz y de golpe me bautizaron así. movió de ese modo?
-Thea, sé buena y déjate de mirarme de ese modo. -Es cierto, a mí Barbara Stanwick me gustaba muchísimo. Pe­
-¿Cómo te miro? ro, como dices tú, quedan sus películas, que son una maravilla, ¿qué
-Me traspasas con la mirada como queriendo descubrir algo. más se puede pedir? Pero hay un caso más raro todavía: la muerte
-Mirandolina, quizás hago mal en decirte esto, pero inclusive a de Ava Gardner, que era mi pasión.
mí me produjo una honda impresión la muerte de la Mangano. Ya -Para nosotras, adolescentes de los años cincuenta, Ava Gard­
pasaron unos cuantos meses y cada vez que lo pienso, experimento ner era una pasión inevitable. Todas queríamos ser unas arrastra­
una fea sensación. das como ella.
-¿Qué sensación, Thea? -Pero, Thea, la muerte de Ava Gardner la acepté, con tristeza, pe­
-La sensación de pérdida, creo, pero muy fea. Y quizás por esto ro la acepté. Mientras que ésta de la Mangano no puedo aceptarla.
3
-Será porque Ava Gardner vivió siempre tan intensamente. -Y después el histórico encuentro con Pasolini, que le quita las
-Pero también Silvana Mangano tuvo una vida muy intensa, ya cejas y la transforma en la efigie definitiva de la antigüedad: Edipo
a los 19 años era famosa, se casó enseguida con un productor rico, y rey... Teorema.
enseguida tuvo todos los vestidos y joyas y pieles que quiso, e hijos -Hablas como una crítica, ¿qué te sucede? A mí no necesitas con­
y éxito. Una vida verdaderamente plena, y por eso no admito que vencerme de nada. Mejor si agregas un detalle importante: sus pe­
haya terminado, me da la impresión de haber perdido parte de mí. lículas más memorables las hizo sin la intervención del marido pro­
-Te sientes mutilada. También yo, en cierto sentido, ¿sabes? ductor, Dino De Laurentis.
-Sí, Thea, pero, ¿qué tengo que ver yo con esa mujer tan refina­ -Y, por fin, los cuatro filmes con el divino. Con Visconti hizo tres,
da, tan hermosa y satisfecha? Yo soy una marica de pueblo, gorda, nada de cuatro.
pelada y sin ningún talento especial, o sí, con el talento de soportar -Te equivocas, Thea. Está el episodio de Las Brujas, titulado
el maltrato de mi jefe, desde hace ya 23 años. Y eso es todo, ¿por qué «La bruja quemada viva», hablando con exactitud...
esta muerte me conmueve tanto? -Si Pasolini la transformó en la efigie definitiva de la antigüe­
-Dices que la Mangano se sintió satisfecha, pero, pobrecita, hace dad, ¿qué llegó a ser después en las manos de Visconti?
algunos años se le murió el hijo, que para ella era lo más importante -¡Cómo decirlo!... Una Monna Lisa que se niega a sonreír.
del mundo. Y no se repuso, fue internada más de mía vez por eso. -Mirandolina, basta de «kitsch» involuntario. Silvana Manga-
-Ya sé, Thea. no era justamente lo opuesto: ¡el «antikitsch», la belleza pura! Un
-Espera un momento. Creo que hay una cosa esencial que es la poco de mesura, hija de una gran..., y ahora déjame completar mi
clave de todo, a lo mejor. teoría. ¿Por qué no nos podemos consolar por su muerte? Por lo que
-¿Qué, Thea? te dije antes: Silvana Mangano se había habituado a su extraordi­
-Silvana Mangano era una fuente inagotable de sorpresas. Des­ naria capacidad de transformación, de constante renovación artís­
de la regordeta de Arroz amargo, donde ya se insinuaban esos án­ tica. Y la renovación es parte esencial de la vida, por eso no pode­
gulos extrañísimos de la cara, pasó a la monja sensible de Ana, que mos admitir que justamente esta mujer haya muerto.
se desafora bailando ese «baiáo», y lo hace maravillosamente. Y des­ -Quizás es eso. Pero hay algo más, Thea. Ella sufrió tanto con
pués ya delgada, consumida de la vergüenza, se tomaba la prosti­ la muerte de su hijo... Se decía que no se había repuesto nunca. Bue­
tuta arrepentida de El oro de Nápoles. no, esto me hace pensar que la tristeza puede matar y que ella mu­
-Cinta, de Plata a la mejor actriz, querida Thea. rió de tristeza.
-¿Y quién se esperaba una cosa así, eh? Después vinieron con -Pero qué pensamiento lúgubre. Eres Mila di Codro, no hay ca­
todo algunas desilusiones. so, y no Mirandolina, la tabernera.
-Para mí lo peor suyo fue El dique en el Pacífico. Esperaba al­ -Nunca vi La ciudad muerta.
go especial quizás del encuentro con René Clément, por lo general -Un momento, creo que es la protagonista de La hija de Lorio,
un director de gran vuelo trabajando con divas. Y, más tarde, la gran pero ahora me haces dudar.
sorpresa: un director no interesado para nada por las grandes actri­ -Ambas terminan mal, me imagino.
ces como Cario Lizzani, que le da el empujón hacia la tragedia en El -Por supuesto, pero si nos escucha D’Annunzio desde lo alto,
proceso de Verona, con esa máscara nueva, de condenada, de una que estamos confundiendo sus obras, nos manda un rayo.
mujer precipitada en el infiemo. -Por favor, Thea. Nos faltaba sólo el rayo de D’Annunzio.
-Despacio, Mirandolina, respira un poco mientras hablas, te me -Basta. Confórmate. Te compraste Ludwig, puedes ver a Silva­
estás quedando sin aliento. na Mangano cuantas veces quieras.
-jn I

íí í
H ■!
-Es cierto. Digamos que Silvana Mangano no ha muerto, que
i
ha venido a vivir conmigo, que siempre la he querido tanto. r

-No lo olvides... que siempre te he querido tanto... como justa­


mente decía ella en su famosa canción de Ana. 1
$
i
-Thea, ahora eres tú la que me hace llorar. i

-¡Mila, eres Mila di Codro!

(En Los ojos de Greta Garbo, SeixBarral, Bue­


nos Aires, 1993.)
El dormitorio
Marta Lynch

Dentro de un instante apagarán la luz. Habrá que cerrar los ojos,


dejar que la pequeña muerte venga, que sin mayores aspavientos,
el buen sueño despeje los cortos interrogantes de cada día. No hay
ninguna variación entre una hora y otra aunque el tiempo transcu­
rra vertiginosamente con fajinas tan iguales que apenas se distin­
gue el miércoles del jueves. Acaso la irritación es provocada por la
soberbia de los cadetes viejos, de esos aberrantes sujetos algo mayo­
res que nosotros, los que ahora tenemos que dormir.
Ellos duermen un poco más allá. Durante un tiempo los cadetes
antiguos van a molestarnos: tienen opción para darnos órdenes y
una autoridad amplia y fastidiosa que va desde corregir la forma en
que nos mantenemos de pie hasta el grado de inclinación de nues­
tra columna vertebral. Para eso son los anteriores. Los más anti­
guos. Viejos, los llamamos.
Todo está tranquilo y en la barraca caben tmas cien camas. Oso-
rio escucha la respiración de Schlieman y éste la forma en que ja­
dea, al inspirar, Pereira.
Tres camas más lejos duermen -o están en los prolegómenos del
sueño- Massa e Ibarra, y en la semipenumbra recortada por una luz
que llega desde afuera, brilla débilmente, como una mancha oscu­
ra, la cabeza de Vargas.
Ellos piensan -todos pensamos- que tan rígida disposición rei­
na desde siempre. Quizá hemos nacido en la forma como ahora tra­
tamos -o tratan- de dormir. Sin embarco, nunca nos sentimos más
próximos a la vacuidad. Atrás se extienden los cortos años de la in­ El mismo:
fancia y los diminutos detalles de la rutina adolescente. Tantas ho­ -Por resistirse a la orden de marchar...
ras de estudio, tantas horas de formación, tanto de ejercicios, tanto El mismo:
de destreza. Siempre codo con codo, respirándose los unos en las nu­ -Por leer fuera de hora...
cas de los otros, intimando muy a su pesar aun cuando han sido mu­ Cadete Osorio:
chachos sencillos -esas son las apariencias-, muchachos saludables Por secundar la insubordinación de Vargas... dos días. Los días
arribados sin ajuste de cuentas previo. Sin rencores mutuos, crecien­ se acumulan. Quedan rezagados Vargas, Osorio, Schlieman. Los de­
do juntos en una leve y aun discreta promiscuidad que lleva el nom­ más van a salir. El sábado retomarán a casa, donde mamá y las her­
bre de la camaradería. manas, el hermano que ya es capitán, el hermanito, dos tías abue­
Ahora Osorio va a dormirse. No es tarea difícil para una salud las, un abuelo jubilado reciben al recién llegado con un entusiasmo
absoluta y falta de arrojo en la imaginación. No albergamos angus­ servicial. Los cadetes son considerados piezas valiosas. Somos posi­
tia. Casi no hay tiempo para otra cosa que no sea gastar energías y bilidades de futuro, vectores de la nacionalidad. Respirando a buen
enseguida reponerlas. Se corre, se estiran las articulaciones, se tra­ compás. Alguien tose más allá. El cansancio sube por las piernas que
ta de estudiar, se aprende a defender, a influir en la dependencia de desnudas muestran la belleza innegable de la musculatura.
los que nos siguen, se devora cuanto se coloca sobre el plato. Hay Trepa por los muslos. Llega al nudo de la vida. Un ramalazo de
una alegría decorosa a la hora del recreo, pero todas nuestras fuer­ furor ansioso se encrespa precisamente donde están los órganos que
zas van conformándose de acuerdo a un esquema prolijísimo. Alisa­ les son comunes. La masculinidadd es un don precioso. La escuela
mos la vida con un simple pase de las manos. Como la mano que re­ es un prodigio de hombrías y los cadetes, los ejecutores en potencia
corre ahora la superficie de las sábanas de áspera tela. Pero ni aun de un plan existencial. Se encrespa sobre las ingles, sobre el vello
así se huye de la trampa de una cama. Entonces se hace más paten­ negro y rizado que sube por un vientre liso y muy firme. Tanto quie­
te la respiración próxima. Es un ser humano sano y joven, una vida to ardor. Un cambio apenas en la respiración de Schlieman me dice
similar, un cuerpo conocido que respira y destila humores rápida­ que ya duerme. Su hálito me llega apenas, pero estoy consciente de
mente borrados por los hábitos de la limpieza diaria. Sin embargo, que está muy cerca con su cuerpo conocido y amistoso, su similitud
la mano de Osorio alisa las sábanas y he ahí que se encuentra -co­ de estructuras y la condición que la vida nos pone para cumplir un
mo era de prever- con la montaña de su cuerpo. Hacia atrás, el de ciclo tras el otro. Yo soy el cadete Osorio y el picaro sueño no quiere
Schlieman, unos metros hacia la izquierda, la sombra de Vargas. venir. Sin embargo, sin apelación, nos acostamos a las ocho, a las
Vargas duerme ya. Un momento antes han podido comentar la últi­ ocho y diez apagarán la luz. Apagada ya, escucho el jadeo de Perei-
ma trivialidad. Vargas tiene un dedo meñique curiosamente en án­ ra con sus padecimientos de garganta que el médico de la unidad lle­
gulo. Para exasperar a su cadete lo crispa todavía más en cada for­ va controlando desde que lo admitieron. Pereira creería morir si al­
mación. La voz monótona del superior anota desde un extremo de guna vez le dijeran que su paso por la escuela ha terminado. Massa,
los dormitorios: en cambio, empezaría desde las antípodas con mayor elasticidad.
-Cadete Massa: por salir de la formación... dos días. Ibarra se dedicaría al comercio. Pero Schlieman, Vargas y yo esta­
El mismo: mos profundamente asentados en el convencimiento de la vida mi­
-Por no guardar las reglas... litar. Aunque con los cadetes antiguos más vale una cara discreta
-Cadete Vargas: por no mantener en debida posición su mano que una cabeza alerta. Aunque de nada le sirva a Vargas su viveza
izquierda... dos días. y se pierda por aquel meñique en ángulo, por su desobediencia. Él
-Cadete Vargas: por contestar sin la debida compostura... desobedece para sentirse vivo. Y el cadete mayor reza desde el ex­
tremo de este dormitorio: -Cadete Vargas: poí no guardar las for­
por encantamiento, cesará la tarde aquella cuando se nos entreguen
mas... tantos días.
los sables de oficiales.
Ahora, es cierto que la atención sobre el centenar de camas ha
Papá, mamá, la familia emocionada, ni el padre de Vargas que
bajado como el pulso del que duerme. Menos alientos. Menos movi­
está hemipléjico ni su madre que murió aún antes de que él entra­
miento bajo vigilancia. El cadete Osorio siente una angustiosa opre­
ra en esta escuela. Tan libre como me pareció al conocerlo, con sus
sión de soledad y al pasar su mano sobre la sábana percibe que su
historias de juegos y sus emotivas evocaciones de la última prosti­
cuerpo existe y que reclama compañía. No voy a dormir. No quiero
tuta estrechada entre la prisa y el deseo, la culpa y el rechazo. Tan
hacerlo ni podría aun si lo quisiera. Me veo caminando por una ca­
seguro de que siempre van a amarlo y tan profundamente aislado
lle del centro, en Buenos Aires. El aire del verano me da sobre el ol­
por su timidez, su imposibilidad de amar y su furia fresca y sexual.
fato. Huelo. Ahora vuelvo a oler y percibo el olor.familiar de la ba­
Massa e Ibarra lo persiguen como pequeños sabuesos deseosos de
rraca; la acidez del cuerpo de Schlieman, un definido olor a cuerpo
aprender o de emular. Schlieman lo tiene tan en cuenta como se lo
fregado llega desde la piel de Vargas.
permite su orgullo, pero somos Vargas y yo quienes por las noches
Nos han castigado al mismo tiempo. Sin proponérnoslo estamos
nos unimos en la pequeña muerte, aspirando uno los humores del
conformando un triángulo, tres compañeros que ni aun a sabiendas
otro, perdidos en ese viaje espacial de ocho horas de buen sueño, so­
de que existe eluden esta tristeza que ahora se me pega al borde de
mos respectivamente lo primero que vemos al despertar, sería mi
■j la boca, que me provoca arritmia como si fuera una mujer emocio­
mano la que aprisionara la tuya si tuviera miedo.
nada. Si yo fuera una mujer, la barraca crujiría entre la persecución
De la fila en oposición a la que ocupamos, con desprecio de ser
y el miedo. Pero todos somos hombres tan cabales como lo exige la
visto por algunos de los antiguos cadetes, aun a riesgo de ser casti­
definición de nuestro código. ¿Qué dirían los cadetes mayores ante
gado, un muchacho se levanta de la almohada, queda sentado, des­
la presencia de Susana? Susana es a Vargas como un arma valiosa
pabilado, los ojos rojos de sueño, frente a nuestras camas.
a su funda de cuero. Pegados por los bordes. Asidos por la casuali­
Creo que se llama Vertí. Es rubio, pálido, su cuello brilla con ma­
dad. Ligados. También estoy ligado a Vargas que gira sobre la cama
yor intensidad a tiempo que quiere hablar, de hecho hace como que
dándome el frente de su cara.
nos está hablando y levanta ambas manos llamando la atención.
Tan amigo, tan extraño.
En la penumbra es frágil y armonioso como la silueta de una
Día a día, comportándonos bien y mejor, según las circunstan­
chica que se hubiera rapado la cabeza y estuviera tratando de ocul­
cias, compartiendo mesa, aula, cama, juego, intriga. A mi alrededor,
tar sus pechos. Yo me siento a mi vez curioseando sobre las cabezas
las respiraciones de todos crecen como los ruidos de esas noches hú­
yacentes. Un cadete en el extremo de la habitación sueña en alta
medas en que los pequeños animales del jardín gritan acompasada­
voz. Alguno que otro resuella y da cuenta de una pesadilla de la que
mente. Pero aunque vuelva la cabeza, la respiración de Vargas da
no tendrá memoria al despertar. Aunque nadie lo haya sospechado,
sob^ mi cuello y es una pluma suave manejada por la mano de un
Vargas está también despierto y se sienta en la cama extrayendo del
chico que juega. Jugamos a menudo, cuerpo a cuerpo, somos gran­
bolsillo de su saco pijama una fotografía de mujer: está arrugada,
des cachorros juguetones escondiendo la incipiente ferocidad. Son
los colores no son nítidos a causa del roce con su cuerpo que suda.
los grandes pumas, dice el capitán Balestra, reconociéndonos detrás
Levanta el cartoncito brilloso y lo pone frente a los ojos del rubio,
de un par de ojos desconfiados que espían el mundo para después
luego frente a los de Osorio. Tiene un gesto de malicia cuando hace
tratar de hacer su entrada en él. O devorarnos entre todos los que
girar hacia uno y otro el rostro femenino que adquiere un gran va­
tenemos que dormir sin mayor deseo de perder la conciencia de una
lor en aquella ambigua soledad. El cuerpo desnudo en el papel está
fajina rutinaria que pesa sobre nuestra vida de cadetes y que, como
vuelto hacia la derecha, ima niema levantada v el mnain tmrrlaviia.
lo y armonioso se apoya en el otro, los pequeños pies en punta lle­ Vuelvo la cabeza y recibo la fortísima mirada de Vargas que deseo
van sandalias. Se ve la curva de sus nalgas, un pelo desordenado y absorber y llevar conmigo hasta asimilarla. La foto de la muchacha
bello da luz al pequeño rostro triangular donde los labios levantan desnuda liberará a Vargas para siempre en mis deseos de sentirlo
risueñamente cada comisura. como una bocanada de aire seductor. Vivirá deshaciéndose de la mi­
Los muchachos dicen que es la foto de una bailarina que Vargas rada, de la agitación del rubio que será pronto un teniente cuya ad­
frecuenta con asiduo desparpajo. miración irá a dar a Vargas entre el cúmulo de fotos satinadas, de
-Tanto como para no aburrirme -dice mientras explica cómo es poemas de amor vergonzante, de besos ávidos y de abrazos apasio­
que pasa de una mujer a la otra, incansablemente, dejándose perse­ nados. Es la mirada del teniente lo que habrá de quitarse de enci­
guir por la saturación que le produce cada encuentro sexual. A ve­ ma y ciertamente son mis ojos que ahora le preguntan, que investi­
ces, tras la primera acometida. Duran una noche, dos; después se­ gan, que indagan acerca de la razón por la cual los tres fuimos
guirá en pos de un objetivo nuevo. galvanizados por la mutua proximidad y la noche, seducidos por el
Los cadetes duermen en la casa de sus padres pero Vargas es el largo y rudo contacto diario que no alcanza a disipar este untuoso
padre de su pequeña tribu familiar. Es un adolescente que mueve humor que nos acerca.
dinero, que apuesta, que decide, que finge no advertir lo acorralado El aire está tirante y cálido. Vargas ríe suavemente, deshacién­
de una situación de muchacho de diecisiete años, ya libre y decidi­ dose de nosotros, devolviendo al rubio su movilidad y echando al bol­
do a manejar un impulso vital que debe conducirlo seguro y lejos. sillo la desnudez exhibida como decoroso detente.
Por un instante estamos sobre ascuas: él pálido Vargas, agitan­ Nos miramos los tres; hay debilidad en el rubio, hay deseo en
do su foto inquietante y Osorio, confusamente humillado por la in­ mí, hay fuerza y segura perversidad en él y está el cadete antiguo
sinuación. Él adivinó mis pensamientos o quizá burlándose los que no duerme nunca por lo cual aparece, a pocos metros de noso­
transmutó en una escena trivial. Tres jóvenes cadetes, la noche, la tros, reclamando por los días que nos apartan del regreso a casa y
cercanía animal y el fácil expediente de una fotografía de mujer. nos llevan hasta el calabozo. Un cadete antiguo tan malhumorado
Creo que está desnuda. Creo que se llama Graciela. A Susana no la que nos pide que nos dejemos de joder, que durmamos, que lo deje­
perturban condiciones semejantes. Susana es a Vargas como una mos en paz mientras se aleja. Y el pálido, Vargas y yo nos entrega­
funda de cuero a su revólver. Pegados por los bordes. Enfrentados, mos al latido de nuestros corazones, buscando el sueño de esta lar­
jamas hallaría Susana motivos de indignación. De un lado reina ga noche en que el cadete Osorio sintió a su compañero tan cerca
atractiva y virginal, insospechada de nada que no sea la inocencia. como la manoseada cartulina con la efigie de la chica desnuda, tan
Que no tiene. Pero ella y Vargas se la otorgan cada vez que se en­ cerca de su piel, de su olor particular. Tan cerca también el rubio que
cuentran en el salón de baile del Casino de Oficiales para toparse con menos continencia creyó fácil el expediente de sentarse en la ca­
con delicadeza y dialogar. ma y reclamar un mínimo de generosidad.
Vargas colocó la foto entre el índice y el pulgar; la hizo girar y
doblar graciosamente. El rubio boqueaba como si fuera un vampiro
de cinematógrafo a quien le dio la luz. ¡El placer a solas puede ser (En No te duermas, no me dejes, Sudamerica­
tan triste! Y el rubio está a pocos pasos de nosotros, tan confuso co­ na, Buenos Aires, 1985.)
mo si hubiera olvidado el idioma y sólo le quedara su cuerpo delica­
do como manejo de comunicación Me digo: Si saltamos sobre él...
La noche se hace densa alrededor de nuestras camas en una es­
cena que todos olvidaremos juiciosamente mañana al despertar.
de golpe estaba hurgueteando en los bolsillos de la camisa, desente­
El Laucha Benítez rrando un montón de trapos que fue abriendo con prolijidad hasta
encontrar el ajado recorte de El Gráfico donde se veía su cara, joven
cantaba boleros y borrosa, al lado de la cara de Archie Moore. Me estiraba el papel
Ricardo Piglia respirando con la boca abierta, hablando dificultosamente, con una
voz gutural, incomprensible, amontonando sin orden las palabras
hasta que sin querer se quedaba callado y me miraba, como espe­
rando una respuesta, antes de comenzar de nuevo, regresando una
y otra vez a esa madrugada en el club Atenas de La Plata, al cuer-
pito destrozado del Laucha Benítez tirado en el piso; boca arriba y
como flotando en la temblorosa luz del amanecer.
De algún modo toda esta historia va a parar al club Atenas; la
historia o lo que vale de ella empieza allí la tarde en que el Laucha
1 Benítez se arrimó a la figura desolada y feroz del Vikingo y en una
prueba de lealtad, de imprevista lealtad hacia ese monstruo estra­
falario, él, con su cuerpito escuálido y su cara de monito tití, se acer­
Nunca llegaré a saber del todo si el Vikingo intentaba contarme
có a los otros, a los que acosaban al Vikingo y les arrebató el trofeo,
lo que realmente sucedió esa madrugada en el club Atenas, o se que­
la única insignia o escudo heráldico que el Vikingo había logrado
ría sacar de encima la culpa o estaba loco. La historia dé cualquier
conquistar en años de batallas perdidas y fracasos heroicos. Los ahu­
modo era confusa, deshilvanada: pedazos de su vida, el desconsola­
yentó, embravecido, a punto de largarse a llorar y después se arrin­
do saludo de guerra de los escandinavos y un estropeado recorte de
conó junto al Vikingo y trató de sosegarlo, sin saber que se estaba
El Gráfico, envuelto en trapos, con la finísima y luminosa cara del
buscando la muerte.
Vikingo mirando la cámara de frente.
Nadie sabrá jamás lo que pasó, pero es seguro que el secreto hay
De salida yo había sospechado que algo no andaba en la histo­
que buscarlo en ese desvencijado club de box que alza sus paredes
ria que contaban los diarios, pero si tuve alguna esperanza de que
carcomidas y su techo a dos aguas en el fondo de una calle vacía: allí,
él mismo descifrara los hechos, se me borró no bien lo vi llegar, re­
una tarde de mayo del 51, el hombre que años después se verá obli­
celoso, la piel de la cara llagada por el sol, escondiendo las manos en
gado a hacerse llamar El Vikingo, se calzó por primera vez un par
el pecho, con un aire obsesivo y brutal. Se movía despacio, en un
de guantes, tiró hacia adelante la pierna izquierda, levantó las ma­
bamboleo suave y era fatal acordarse, con melancolía, de ese modo
nos, se puso en guardia y empezó a boxear.
suyo tan indolente de caminar el ring para entrar en distancia, de
Introvertido y delicado, era ágil, rápido y demasiado elegante
su elegancia natural para salir pegando y hacer juego de cintura sin
para ser eficaz. Se movía con la soltura de un liviano y todos elogia­
dejar el infaitin. Estaba allí, arrinconado, la espalda contra la pa­
ban la pureza de su estilo, pero era imposible ganar con esos golpes
red, medio perdido, y miraba sin ver en el fondo del pasillo la últi­
que parecían caricias. En el fondo no había nacido para boxeador y
ma luz de la tarde, disuelta ya entre los álamos y las rejas del hos­
menos para peso pesado, con su dulce rostro de galán del cine mu­
picio. Le alcancé un cigarrillo y él ahuecó las manos para resguardar
do, con su figura espigada y romántica hubiera hecho mejor papel
la llama, sin tocarme, avergonzado por los lamparones de suciedad
en cualquier otro lado, pero era boxeador sin haberlo elegido, fata­
que le teñían la piel; fumó, abatido, hasta casi no poder despegar la
lidad de nacer con ese ----------- 5 ’ ’
brasa de los labios y después se quedó quieto, con los mas «
ba tristeza verlo aguantar, impávido y sin sombra de duda, las arre­
los golpes de un campeón del mundo. Al rato Moore lo había acorra­
metidas confusas de los brutales mastodontes de la categoría. Era
lado dos veces, pero las dos veces consiguió zafarse haciendo juego
más bien un hombre para boxear entre livianos, a lo sumo con al­
de cintura. El campeón quedó descolocado, de cara al vacío y dejó de
gún peso welter; de todos modos, inexplicablemente y en una espe­
sonreír. El Vikingo empezó a darle vueltas alrededor, siempre fuera
cie de traición que lo llevaba al desastre, su cuerpo estricto como un
de distancia y Moore lo punteaba de zurda, quieto, hamacándose, y
junco siempre pasaba los noventa kilos aunque él se matara de ham­
de repente se le iba encima con una velocidad fulminante. El Vikin­
bre. No llegó a ningún lado y nunca tuvo otra virtud que la pureza
go no hacía otra cosa que mirarle las manos, tratando de anticipar,
de su estilo, una loca obstinación para asimilar el castigo, un empe­
con la oscura sensación de que el otro adivinaba lo que iba a hacer.
cinamiento, un orgullo que lo obligaba a seguir en pie y arremetien­
En una de esas se movió un poco más despacio y Moore lo cruzó con
do aunque estuviera destrozado.
dos derechas y una izquierda abajo y al Vikingo le pareció que algo
La culminación de su carrera la alcanzó una tarde anónima: una
se le quebraba, adentro. Moore lo tocó suave con la izquierda, como
tarde de agosto del 53, en el gimnasio iluminado a medias y vacío
queriendo tomar distancia, amagó dar un paso al costado buscando
del Luna Park, en la que se aguantó de pie frente a Archie Moore,
en la única sesión de entrenamiento que el campeón del mundo hi­ perfilar la derecha y cuando el Vikingo se movió para cubrirse la zur­
da de Moore bajó como un latigazo y lo encontró a mitad de camino.
zo en Buenos Aires antes de pelear con el uruguayo Dogomar Mar­
Al Vikingo se le nublaron los ojos, levantó la cara buscando aire pe­
tínez. Fue una tarde vertiginosa que después siempre le dolió recor­
ro sólo vio los globos de luz del gimnasio que daban vuelta. Moore
dar. Nadie se atrevía a ser sparring de Archie Moore y él se decidió
se ladeó, sin tocarlo, esperando que se derrumbara. El Vikingo sin­
porque aún conservaba inalterable esa cualidad, digamos adolescen­
tió que se le cruzaban las piernas, se hamacó para dejarse ir pero se
te, de despreciar los riesgos y confiar sin la menor vacilación en la
sostuvo de algún lado, del aire, vaya a saber de dónde se sostuvo, lo
fuerza de su insensata voluntad. Ilusionado pensó que era su chan­
cierto es que cuando bajó la cara estaba otra vez en guardia.
ce, se convenció que era capaz de pelear de igual a igual, durante
A partir de ahí Moore lo empezó a buscar en serio, para tirarlo.
cinco rounds de tres minutos, con esa perfecta máquina de hacer box
Cuando estaban en el centro del ring y había espacio, el Vikingo se las
que era Archie Moore.
arreglaba con el juego de piernas, pero cada vez que Moore lo acorra­
Estuvo mucho tiempo solo, sentado en un rincón, cerca de las
laba contra las sogas tenía ganas de levantar los brazos y ponerse a
duchas, esperando. Miraba la luz grasienta que bajaba de los focos
llorar. Al rato navegaba en una niebla opaca, sin entender cómo po­
enrejados y se mezclaba con la claridad de la tarde, sin pensar en
dían pegarle tan fuerte, toda su energía concentrada en no despegar
nada, tratando de olvidar que Moore era, en ese entonces, uno de los
los pies de la tierra: única certidumbre de que aún estaba vivo. Tra­
tres o cuatro boxeadores más grandes de la historia del box. Duran­
taba de mantenerse fiel a su estilo y salir boxeando pero Moore era
te un momento le pareció que se dormía, acunado por el sonido con­
demasiado veloz y siempre llegaba antes. Hacia el final había perdi­
fuso de los hombres que se movían al fondo, pero de golpe llegaron
do todo, menos ese instinto fatal que lo llevaba a buscar la salida más
los fotógrafos como un torbellino y se encontró encima del ring con
clásica y conservar cierta elegancia pese a estar medio ciego, deshe­
Archie Moore enfrente. Empezaron liviano, haciendo cambio de fren­
te y trabajo en las sogas. Moore era más bajo, usaba guantes rojos cho por los golpes cruzados y la combinación de jab y aperca que lo
y botitas de terciopelo. El Vikingo se sentía muy duro, atado, dema­ frenaban como si continuamente chocara contra un muro. A esa altu­
siado atento a lo que pasaba afuera del ring, a los fogonazos que ca­ ra el mismo Moore parecía un hombre piadoso, obligado a pegar por­
ían imprevistamente no bien Moore se movía. Además sentía curio­ que ése es el trabajo, con un suave relámpago de respeto y considera­
sidad más que miedo. Ganas de saber hasta dónde le iban a doler ción alumbrando sus ojos levemente bizcos, una suerte de ruego, como
si le pidiera que se dejara caer para no seguir golpeándolo.
Nunca decidió dejar el box, porque para hacerlo tendría que haber
Cuando todo terminó casi no se dio cuenta. Siguió cubriéndose
dudado de sí mismo y era inútil esperar que hiciera eso; sencillamen­
y no bajó los brazos ni siquiera al ver subir a los fotógrafos, como si
te dejaron de ofrecerle peleas, lo miraban rondar las oficinas de los pro­
tuviera miedo que pensaran que Moore había podido noquearlo al
motores, lo veían llegar todas las mañanas al gimnasio con su bolsón
final. Recién cuando alguien lo puso al lado de Moore y vio enfren­
de mano y empezar a entrenarse, terco, incansable, inspirando esa pie­
te a un fotógrafo, comprendió que había logrado resistir: entonces
dad irritada que suele provocar la sobrevaloración y el exceso de con­
miró la cámara, se puso rígido y trató de concentrarse para no ce­
fianza. Seguro de sí y arruinado, jamás pidió otra cosa que una chan­
rrar los ojos cuando llegara el estallido del flash. Bajó del ring pen­
ce para volver a pelear y demostrar lo que valía. Al final, cuando estaba
sando cada gesto, atontado por el dolor pero invicto y satisfecho, ha­
por morirse de hambre, alguien lo sacó del letargo y lo enganchó como
biendo adquirido para siempre una fatal confianza en su valor y su
luchador profesional en una troupe de catch. Allí, al menos, servía de
hombría, como si realmente hubiera peleado con Moore por el títu­
algo su mirada grisácea, su cara delicada y aristocrática; subía al ring
lo mundial, entre mareas de embriagadora fama y sin ver el vacío,
con una barba roja que lo avergonzaba y una especie de casco con cuer­
la pálida, enfermiza claridad que diluía los rostros, la silueta de los
nos para justificar el nombre de batalla. Tenía que abrir los brazos e
hombres que rodeaban a Moore, sin que nadie se ocupara de él, so­
inventar un rito aparatoso que, según el promotor, era el saludo vikin-
lo como nunca volvió a estarlo.
go. Lo hacía mal, torpemente, y sin darse cuenta trataba de estar siem­
pre de espalda al público, como no queriendo que lo reconocieran.
La troupe andaba de gira por el interior y él se pasaba las tar­
2 des encerrado en los cuartos desvencijados de tristes hotelitos de
provincia, tirado boca arriba en la cama, esperando la noche, espe­
En los cinco años que siguieron no hubo otra cosa que una lar­
rando los saltos absurdos y las risas, sin otro consuelo que el de de­
ga sucesión de masacres heroicas, en las que únicamente tuvo para
senterrar, de vez en cuando, el amarillento recorte de El Gráfico en
ofrecer la extraña belleza de su rostro que a menudo llenaba de in­
el que aparecía su cara invicta y joven, al lado de la cara de Archie
quietud a las señoras del ringsai y una torva altivez, una manía de
Moore. Se pasaba las horas alisando el papel contra la mesa tratan­
perfección, imperceptible para alguien que no estuviera con él ente
do de borrarle las arrugas que le iban deformando la cara en la fo­
las sogas. Claro que la emoción de las señoras del ringsai fue siem­
to, tajeando su hermosa cara rubia que parecía haber envejecido,
pre una ansiedad secreta y ninguno de sus rivales resultó un caba­
cuarteada en el papel quebradizo.
llero capaz de respetar ese orgullo suicida.
Todos lo soportaban porque les era útil, porque su expresión me­
De modo que su campaña se cortó, sin sorpresas, una noche de
lancólica y su figura altísima, de melena rojiza y barba al viento
febrero del 56, en el club Atenas. En ese galpón casi desierto boxeó
atraía al público que no parecía notar su torpeza, su aire ausente
por última vez, enfrentando a un desconocido brutal y de mirada
que mostraba a las claras que estaba a miles de kilómetros de ese
turbia, que lo persiguió diez rounds tirándole lerdos mazazos, fren­
cuadrado de soga levantado en medio de una plaza.
te a los que él sólo oponía la absurda perseverancia y la fútil pure­
Para disimular su indiferencia terminaron diciendo que era sue­
za de su estilo, un elegante juego de cintura que parecía destinado
co o noruego, que no hablaba una palabra en castellano, y esa fábu­
a encontrar todos los golpes que anduvieran sueltos por el aire. Ca­
la, inventada para fortalecer el mito, favoreció su hosquedad, su si­
yó cuatro veces pero terminó de pie, borroso y tambaleante, la vista
lencio. Al tiempo, todos terminaron por creérselo, hasta el que lo
fija en el vacío. Cuando sonó la campana lo arrastraron a su rincón
había inventado, y quizás él mismo se convenció que había nacido
y él los miraba, arisco, los ojos muy abiertos, como alucinado o dor­
en algún remoto país del que sólo le quedaba una nostalgia vaga.
mido, la cara rota, borrada por la sangre.
Anduvo en eso más de dos años en los que apenás si habló con los quiría la armonía y el fulgor de una pequeña estatua. Estas celebra­
otros, arrinconado y siempre solo, atrapado por la vertiginosa y mo­ ciones culminaban cuando el Vikingo estaba cerca: entonces el Lau­
nótona sucesión de pueblitos, de caras brutales y saludos vikingos, y cha dejaba lo que estuviera haciendo, echaba la nuca hacia atrás,
nadie se extrañó cuando desapareció de improviso, una tarde. La trou­ clavaba sus ojos en la cara desolada del Vikingo y con su voz aguda,
pe había desembarcado en La Plata y él se fue sin avisar, súbitamen­ tristísima y casi de mujer, cantaba uno de los boleros de la época de
te, como obedeciendo a un llamado, sin llevarse otra cosa que una vie­ oro, en el estilo de Julio Jaramillo.
ja valija de cartón, el seudónimo que conservaría hasta su muerte y El Vikingo no parecía escucharlo o saber que existía, como si se
la barba iluminándole la cara. Caminó por las calles desiertas, en el moviera en otra dimensión, siempre ausente. Se arrinconaba con los
ardiente calor de la siesta de febrero, enfundado en una tricota negra ojos perdidos y pasaba las horas, aturdido por el rumor del gimnasio,
de cuello volcado, llamando la atención con su cuerpo tan alto, con su sin hacer otra cosa que cambiar de posición de vez en cuando. A ve­
figura estrafalaria, sin mirar a la gente que se daba vuelta para ver ces, sin embargo, parecía excitado, se movía nervioso con un brillo azul
pasar a ese gigante rubio; atravesó el espeso y dulce aroma de los ti­ en los ojos y de pronto, en los momentos más inesperados, lo asalta­
los y buscó el club Atenas como quien vuelve a casa después de una ban extrañas inquietudes, temblaba levemente, empezaba a murmu­
tormenta. No tenía otra cosa para ofrecer más que su misma obstina­ rar en voz muy baja, agitado y manoteando el aire, hasta terminar
ción, pero se quedó hasta hacer estallar la tragedia. enfurecido, contando en un tono indescifrable una historia confusa: la
Fue allí, después de cruzar el hall desmantelado del Atenas y historia de su sesión de guantes con Archie Moore. Repetía los movi­
agacharse para trasponer la puertita que daba al gimnasio, cuando mientos boxeando solo, agazapado y en guardia, largando al vacío ler­
vio por primera vez el cuerpo diminuto del Laucha Benítez. El chi­ dos mazazos tímidos. Saltaba o se movía, pesado, torpe, tratando de
co, un peso mosca de diecisiete que prometía mucho pero que no se rescatar algo de todo aquello, siquiera una visión fugaz de ese pacto
decidía entre su innato talento para el box y sus ganas de ser can­ con Moore, de ese loco, insensato y nunca valorado heroísmo. El res­
tor de boleros, estaba al fondo, perdido entre las sogas y el olor de la to (todos los que usaban el Atenas como templo de sus esperanzas, de
resina y, según dicen, apenas hizo un gesto, un leve balanceo y ese sus catástrofes) le formaban un círculo, lo excitaban con gestos de
fue su modo de decirle que lo estaba esperando desde siempre. Los aliento, con risas, sabiendo que al final, indefectiblemente, sudoroso
dos se miraron, casi inmóviles, y después de un instante el Laucha y cansado, respirando con la boca abierta, con ademanes lerdos y cui­
siguió golpeando con sus manitas delicadas una bolsa de arena más dados, hurguetearía en su camisa hasta encontrar el recorte de FZ
alta que él, todo el rostro concentrado en el esfuerzo por parecer fe­ Gráfico que sostendría con firmeza pero lejos de su cuerpo, con un ges­
roz. El Vikingo siguió caminando hacia el medio, como si lo busca­ to de tristeza, de abatimiento y de secreto orgullo.
ra, mientras el Laucha se abrazaba a la bolsa de arena y lo veía acer­ El Laucha era el único que parecía impresionado, el único que
carse, fascinado ya por esa figura a la que el sol de la siesta bajando miraba la foto del recorte, la cara del Vikingo un poco magullada que
por los cristales empañados otorgaba un aire fantasmal. Se lo que­ se alcanzaba a descifrar en el pedazo de papel. Los demás hacían
dó mirando, una leve sonrisa aquietada en su boquita de mujer, co­ bromas, se reían, mientras el Laucha se alejaba, parecía esconder­
mo si entreviera la altivez y el furor secreto del Vikingo, o mejor, como se, refugiarse en un rincón y desde allí vigilaba a todos los que se
si adivinara que ese furor y esa altivez le estaban dedicados. amontonaban alrededor del cuerpo vacilante del Vikingo. Asustado,
Tal vez por eso, de allí en adelante, el Laucha fue el único que sin animarse a intervenir, miraba con dolor al Vikingo que intenta­
pareció reparar en la existencia del Vikingo. Cautivado, atento a sus ba contar de cualquier modo aquella pelea, la fulminante velocidad
menores gestos, lo vigilaba, emitiendo extrañas señales, muecas, de Moore y sus botitas de terciopelo.
murmullos, equilibradas representaciones en las que su cuerpo ad­ Y esa tarde, cuando alguien le arrancó el pedazo de papel, el Vi­
kingo se quedó quieto, como sin entender y después pareció que algo
le nublaba los ojos porque se cruzó una mano por la cara y de golpe es­ y la gente se paraba a mirarlos como si vinieran de otro mundo, el
taba en medio de ellos, sin ver al Laucha que a su lado, enfurecido y Laucha con su pinta de jockey pero vestido como un dandy, cami­
diminuto, los insultaba y los hacía retroceder, hasta que al final se dio nando al lado de ese gigante melancólico, de melena rojiza.
vuelta hacia el Vikingo y lo rozó apenas con la palma de las manos, Terminaban siempre en los alrededores de la estación de trenes,
despacio, arreándolo como si fuera un gran animal enfermo. Lo llevó
sentados frente a una mesa, en la vereda del bar Rayo, bajo los ár­
boles, tomando cerveza negra y respirando el aire suave del verano.
hacia un costado, lejos de los demás y empezó a hablarle en voz baja,
Se pasaban las horas ahí, mientras crecía la noche, mirando el mo­
arrullándolo, mientras el Vikingo dejaba de moverse y de gemir, sose­
vimiento de la estación, adivinando la llegada de los trenes por el
gado ya, los ojos perdidos en el aire, la hermosa cara en paz.
aluvión de gente que cruzaba junto a ellos. No hablaban, no hacían
Desde ese día empezaron a andar siempre juntos, separados del
otra cosa que mirar la calle y tomar cerveza, tranquilos, como au­
resto. Se arrinconaban al fondo del gimnasio, quietos, sin hablar, y de
sentes, hasta que al fin, sin que ninguno de los dos dijera nada, se
golpe el Laucha empezaba a cantar los boleros, muy bajito, sólo para
levantaban y se iban, guiados por el Laucha que miraba atentamen­
el Vikingo, dejándose ir en los agudos como si fuera a desarmarse.
te a un lado y a otro antes de cruzar, caminando siempre un poco
En ese tiempo, según dicen, el Vikingo pareció renacer. Empezó
atrás del Vikingo, como si lo arreara entre los autos.
a entrar en el ring con el Laucha y le servía de sparring. Algunos atri­
Así pasaron lo que quedaba del verano: cada vez más aislados, per­
buyen a esto la causa de todo, hablan de accidente, de una mano in­
feccionando entre los dos el final secreto de la historia. Todos opinan
controlada. De todos modos, era cómico verlos cambiar golpes, el Lau­
que en ese tiempo el Laucha se quedaba a dormir en el Atenas. Inclu­
cha menudo, casi un chico, saltando ágilmente, con su cara de monito
so llegaron a verlos, una mañana, durmiendo juntos, la cabeza del Lau­
tití y al lado la mole encorvada del Vikingo moviéndose pesadamen­
cha apoyada en el pecho del Vikingo que parecía acunar una muñeca.
te. Uno solo de los golpes del Vikingo hubiera bastado para quebrar
De todos modos nadie previo o pudo saber lo que pasó esa noche: se vio
en dos al Laucha que sin embargo entraba en el ring seguro y pavo­
luz en el club hasta la madrugada y alguien escuchó la voz aguda y
neándose, como un domador en la jaula de los osos. Se ponían en guar­
suave del Laucha cantando «El relicario». Un viento espeso sopló toda
dia y empezaban un simulacro de combate, el Vikingo plantado en el
la noche, arrastrando el olor a madera quemada del río. Pareció extra­
centro, el Laucha bailoteando alrededor. El Vikingo lo golpeaba con
ño que nadie saliera a abrir; la puerta estaba rota, como si el viento la
delicadeza, como si lo acariciara y ponía la cara impunemente, orgu­
hubiera desencajado, y del otro lado, en la temblorosa luz del amane­
lloso de haber recuperado su fabulosa resistencia al castigo. Al fin el
cer que se filtraba por las ventanas, encontraron al Laucha agonizan­
Laucha se cansaba de pegar y se dedicaba a hacer soga. El Vikingo se
do, destrozado a golpes, y al Vikingo en el suelo, llorando y acaricián­
sentaba en un costado, los ojos quietos en la cara del otro, tenso por
dole la cabeza sucia de sangre y polvo. Todo el gimnasio vacío, el suave
el esfuerzo, todo el cuerpo brilloso de sudor.
murmullo del viento entre las chapas y al fondo la figura encorvada
Cuando caía la tarde los dos se metían juntos en las duchas; des­ del Vikingo abrazado al cuerpo del Laucha que tenía la cara destroza­
de afuera se escuchaban los chillidos del Laucha que se demoraba da y una sonrisa en su boquita de mujer, como una oscura señal de
horas bajo el agua, cantando con los ojos cerrados, mientras el Vi­ amor, de indolencia o de agradecimiento.
kingo se vestía y lo esperaba, tendido sobre uno de los bancos de ma­
dera sin respaldo, las manos en la nuca, dormitando hasta que el
Laucha aparecía, la piel azulada, oliendo a jabón de coco y empeza­
(En Cuentos morales, Espasa Calpe, Bue­
ba a vestirse, elegante y teatral, haciendo muecas frente al espejo
nos Aires, 1995.)
empañado. Los dos salían a caminar por la ciudad en el atardecer,
La narración sión vigilante. Pensó ir a Lanús. Caminó hasta la esquina de las ave-
rudas Mitre y Pavón; había mucha gente a esa hora en Avellaneda
de la historia En la esquina, Ernesto vio a un grupo de estudiantes secundarios
que habían salido de un colegio cercano y esperaban para tomar al­
Carlos Correas
gún vehículo. Se acercó con disimulo para verlos de cerca y escuchar
la conversación. Al rato llegó un amigo de ellos al que llamaron Alber­
to; éste había faltado a la clase del día y ahora venía a reunirse con
sus compañeros. Era morocho, flaco y tenía un saco sport grueso de
un tostado suave, remera roja y blue jeans. Luego llegó una mucha­
a Celia Durruty
cha rubia que tenía que encontrarse con él y se fueron los dos juntos.
Él era vivaz y afable; había comprado un paquete de cigarrillos en un
kiosco cercano. Ernesto quiso gritarle: «¡Alberto!», cuando se iba, con
un pasito saltarín. Ya tenía novia, ya iría a algún club a bailar; vivi­
1 ría por cuánto tiempo en ese pueblo. Hoy, desde luego, viernes, no ha­
bía ido al colegio. Travesuras de adolescente de 18 años. Ernesto, el
El viernes 10 de abril de 1959 Ernesto Savid se sintió perturbado
ocioso, el inútil, lo miraba. Hasta el lunes Alberto no volvería al cole­
por la lectura de la revista Radiolandia y por la noticia del casa­ gio. Era un joven estudiante con padres; tendrá algún hermano, con
miento de un actor. No había dormido la noche anterior y ya por la el que se verán en ropa interior. Ya habrá descubierto su sexo dentro
mañana había decidido ir al cine Colonial, en Avellaneda; quería ver de sí; ya sabrá que lleva el Mal ahí. Ya recurrirá a los preservativos
una película de ficción llamada Rodán. que talleres secretos fabrican para él, para sus necesidades, para que
Era un día nublado y había viento. Ala tarde comenzó a lloviz­ se cuide de sí. Era sensible e inquieto. Ernesto podría apoyar sobre
nar. Ernesto llegó al cine y entró en la mitad de la primera pelícu­ esa espalda juvenil sus manos húmedas, hinchadas, venosas y arran­
la; se sentó al lado de un jovencito y por accidente se tocaron brus­ carlo de esas calles y hacer estallar ese futuro.
camente las piernas. En el intervalo, Ernesto buscó bastante, casi Ernesto volvió a observar a los estudiantes que seguían en la
desesperado. Fue al baño. En el hall del cine vio a un muchachito esquina; conversaban sonriendo y con ademanes desenvueltos y
delgado, con una cara extraña, oriental; como un soldado asirio o ba­ enérgicos. Se quedó inmóvil, mirándolos. ¡Dios mío! Ya tenían ese
bilónico o un esclavo al servicio del rey. Pero luego, no lo pudo en­ aspecto de reproductores. Cuando se pongan a engendrar... ¿cómo
contrar. Cambió de sitio en el cine y fue a sentarse al lado de uno impedirlo?
que parecía joven, con la cara picada de viruelas y un zurrón de ro­ En vez de viajar hasta Lanús, Ernesto decidió ir a Constitución,
pa que apoyaba sobre los muslos. Ernesto le rozó un poco las pier­ caminando por la calle Montes de Oca. Cruzó el puente sobre el Ria­
nas, pero el otro no atendía; luego hablaron, comentando la pelícu­ chuelo y pasó junto a los depósitos y las fábricas; era un paraje so­
la. En el intervalo, el otro se levantó y se fue. litario. Pensaba en la novia de ese estudiante. Era una muchacha
Luego Ernesto vio Rodán-. una especie de pájaro prehistórico que hermosa y, quizás, alegre. Seguramente se ruborizaría con facilidad
vuela a velocidad supersónica y destroza ciudades enteras; final­ y además soñaría con los momentos en que se encontrase llena de
mente muere en la erupción de un volcán. él. También Ernesto llegaría a tener una mujer; algún día y después
Cuando terminó la película Ernesto vaciló un poco y safio del ci­ de varios años aceptaría para él una muchacha flaca y casi sin pe­
ne. Eran las 19 y 30. ¿Qué hacer? Tenía sueño pero también una ten­ chos que se dejara poseer con indiferencia.
sultaba muy cara; el hotel y la comida eran costosos. Ala noche, ca­
Tomó por la calle Montes de Oca y caminó con lentitud. Sentía
minaba alrededor del casino y de las confiterías de lujo, pero no te­
deseos sexuales muy fuertes. Eso le sucedía por haberse quedado
nía suerte y por último tuvo que volverse. Era santafesino. Había
tantos días en su casa; cuando volvía a salir, todo se le caía de nue­
trabajado en La Plata y en Balcarce. Ernesto pensó que era como un
vo encima de la cabeza. Ahora estaba indefenso y asustado por esos
reserito moderno, un pequeño aventurero. Ya que lo había consegui­
pensamientos. La falta de sueño también lo debilitaba.
do, quería sacarlo de la estación de ferrocarril. Además, temía que
Ernesto entró en el hall de la estación de Constitución por la
algún conocido los viese.
puerta de la calle General Hornos; eran las 20 y 40. Caminó un po­
Salieron y caminaron por la calle Brasil hasta la entrada del
co; entre la gran cantidad de hombres que llenaban el lugar vio dos
Balneario Municipal. En el trayecto, el morochito le contó que ha­
o tres rostros que le parecieron atractivos; fue al baño y luego vol­
bía vivido un tiempo en Temperley, en casa de un tal Rodolfo Ponce
vió al hall. Entonces descubrió a un muchachito moreno, que habla­
de León, profesor de Ciencias Económicas, que le compraba ropa y
ba con otro. Vestía una campera de cuero amarillo, camisa despren­
le daba dinero. El profesor estaba casado, pero la mujer tenía cier­
dida en el cuello, blue jeans, medias negras y mocasines castaños;
tos vicios y realizaban reuniones en las que participaba el chico. És­
sonreía ampliamente. Ernesto dio una vuelta y regresó. Ahora el chi­
te, en una oportunidad, había invitado a un amigo y entonces hicie­
co estaba solo. Ernesto lo observó y el otro siguió la mirada, dando
ron un grupo los cuatro. Ernesto, como de costumbre, le habló de su
un pequeño giro. Ernesto se sobresaltó y se apartó, yendo hasta la
padre muerto. (Ernesto pensaba que si él no tenía hijos se le termi­
pequeña locomotora de juguete encerrada en una caja de vidrio. El
naba la dinastía a ese inmigrante.) «Mi padre era muy severo -di­
chico se le acercó y echó una moneda e hizo funcionar el aparato. En
jo-. De esos que obligan a uno a guardarlo todo en el interior; de tal
seguida, encendió un cigarrillo y miró a Ernesto; éste sacó a su vez
modo, que cuando uno se libera se vuelve loco.» El chico también le
un cigarrillo pero no se atrevió a pedirle fuego. El morochito, enton­
habló del padre, que había muerto alcoholizado; desde entonces él
ces, dio media vuelta y se fue; se miraron una vez más a través del
podía ir por cualquier sitio y hacer lo que quisiera. Tenía 17 años.
vidrio de la pequeña locomotora.
Vaciló un instante y miró a Ernesto de reojo; luego dijo que en las
Ernesto lo siguió hasta que llegaron á la salida de la calle Ge­
relaciones sexuales él era el macho y no otra cosa. Ernesto respon­
neral Hornos; allí el chico habló por teléfono. Ernesto lo esperó. Lue­
dió que eso era evidente porque el morochito tenía esa mirada pene­
go aquél volvió y fue hasta el bar, donde tomó un jugo de hutas. Sa­
trante que poseen los hombres y de la que carecen los invertidos. El
lió, dio unos pasos y se detuvo junto a una balanza automática.
morochito sonrió, divertido, y le pidió el sombrero negro a Ernesto;
Ernesto se quedó a un costado; el morochito miró a su alrededor y
éste se lo dio y el morochito se lo puso y dijo que así era como un
se dio cuenta nuevamente de la presencia de Ernesto. Otra vez en­
gángster de Chicago. Dijo que a veces a él le daban sermones. Así,
cendió un cigarrillo. Entonces Ernesto se acercó y le pidió fuego. En
un día en que estaba comprando un pasaje de ferrocarril en la esta­
ese instante apareció un viejo que se puso a mirarlos. Ernesto pasó
ción de Quilmes, el empleado le había dicho: «Sacáte el cigarrillo de
al otro lado del morochito y murmuró: «Ese viejo está mirando». El
la boca, negrito, no estamos en Chicago».
morochito, con todo aplomo, se volvió al viejo y dijo en voz alta:
Entraron en el Balneario Municipal y siguieron hasta la aveni­
«¿Qué pasa?». El viejo alzó las cejas, asombrado y se sonrojó; comen­
da Costanera. Al chico el lugar le recordaba Mar del Plata. Pasaron
zó a mirar distraídamente una estantería de artículos para el hogar
junto a la fuente de Lola Mora y miraron las estatuas. Después fue­
y luego desapareció. El chico dijo: «Me molesta que me estudien.
ron a ver el río. El morochito dijo que a él le gustaba mucho leer. Lle­
Sean policías o no, que vengan a hablarme».
garon a un recreo al aire Ubre donde estaban ofreciendo un número
Siguieron hablando y el chico le contó que había estado en Mar
de varieté. Ernesto dijo: «El recreo se llama Juan de Garay. Acordá-
del Plata, vendiendo café helado en la playa, pero que la vida le re­
te». Adentro sólo había una mesa ocupada, petfo afuera había gente se sentía avergonzado y hubiera querido esconder al morochito de
mirando la representación. Vieron a un actor cómico que contaba las miradas de los tipos con los que se cruzaban. El chico tenía las
chistes pornográficos y que luego imitó a un invertido. El morochi- uñas sucias, una boca de labios gruesos y largos, dientes muy blan­
to se reía a carcajadas y se divertía muchísimo. cos y un suave bigote. Ernesto vestía un traje gris, camisa blanca y
Siguieron caminando. El chico cantó una canción mejicana. En corbata azul.
ese instante pasaron dos policías en motocicleta. Ernesto cantó tam­ En el subterráneo hablaron de los dioses y héroes mitológicos. El
bién y le enseñó al chico «el brindis» de la ópera La Traviata. El mo- chico mencionó a Júpiter, Venus y Marte. Ernesto le contó la leyenda
rochito cantaba y bailaba en mitad de la avenida. Sólo había algu­ de Faetón y de las hermanas convertidas en álamos. Bajaron en la es­
nos pescadores. Se sentaron en un banco de madera; estaban casi tación Avenida de Mayo y cambiaron para tomar el subterráneo a
solos. Nuevamente pasó la motocicleta con los dos policías. El chico Constitución; mientras esperaban, Ernesto fue al baño. Vio a dos o
llevaba en la mano un envoltorio de papel de diario; dentro había tres invertidos maduros que conocía. Se lo contó al chico y éste dijo
una camisa sucia. Ernesto se le acercó y quiso tocarlo un poco, pero que no le gustaban los viejos aunque tuvieran dinero. Eso le agradó a
el chico comenzó a hablar de otras cosas; dijo que le apasionaba ti­ Ernesto. En el andén había varios marineros brasileños sacándose fo­
rar al blanco en las kermeses; cuando tenía dinero lo gastaba total­ tos. Felizmente, en el subterráneo no había ningún conocido. Conver­
mente ahí. Le explicó a Ernesto cómo debían apoyarse los revólve­ saron de política. El chico nombró a Lenin y a Trotsky. Ernesto le ha­
res en la cadera para evitar que el retroceso del arma perjudicase la bló con entusiasmo y con fervor de la revolución rusa.
puntería. También habló de drogas y de la manera de aplicar las in­ Llegaron a Constitución. Ernesto tenía miedo de que el moro-
yecciones de cocaína y la adquisición gradual de la tolerancia. chito quisiera volver al hall de la estación del ferrocarril, a ver a los
Hubo un silencio y el chico preguntó adonde iban y dijo que a tipos que estaban en ese momento, a buscar a otro, pero el chico se
las dos de la mañana tenía que estar en San Martín, donde dormi­ quedó a su lado. Salieron a la calle y el chico gritó: «¡Ahí esta el óm­
ría en casa de un amigo. nibus!» y corrió. Ernesto lo siguió y subieron al ómnibus; pagó los
Comenzaron a salir del Balneario por la calle Cangallo. «Enton­ boletos. Iban hasta las avenidas General Paz y Lope de Vega.
ces, ¿no podemos hacer nada ahora?», dijo Ernesto. «Aquí no; no hay El chico se sentó y Ernesto le puso su sombrero negro sobre las
seguridad», dijo el chico. Ernesto bajó la cabeza, angustiado. «Y si piernas. Luego se pudo sentar él; el viaje era largo y temía que el
yo te acompañara a San Martín...», dijo. «Sí, dijo el chico, hay calles chico se aburriera. Le dijo que durmiera y que él lo despertaría cnan-
oscuras y además está la avenida General Paz.» do llegaran. Luego Ernesto sacó de su bolsillo un libro de historia
Ernesto se emocionó con ese morochito de 17 años. Quizá se de­ romana que llevaba y se lo dio. El chico se entretuvo mirando las lá­
jase besar. Irían hasta San Martín, a calles oscuras y desconocidas minas y haciendo comentarios. Ernesto le habló de Nerón y de la vi­
donde Ernesto lo abrazaría contra su pecho. da desordenada de los emperadores. Le contó la historia de Salomé,
Volvían a Constitución. Allí tomarían un ómnibus. Pasaron jun­ que al chico le impresionó mucho. La cabeza del profeta en la ban­
to al Ministerio de Hacienda y entraron en el subterráneo; eran las deja de plata y el beso en la boca agria de Iokanaán, y la muerte de
once de la noche. Hablaron del idioma inglés. Ernesto le enseñó algu­ Salomé bajo los escudos de los soldados. El morochito escuchaba se­
nas palabras; el chico se reía mucho y decía: Kiss me, please, kiss me. rio y con los ojos muy abiertos.
Ernesto dijo que sólo tenía dinero para el viaje, pero el chico con­ Abandonaron el ómnibus y entraron por los terraplenes de la
testó que no importaba. Habían estado en los lugares sombríos, ocul­ avenida General Paz; caminaron en la oscuridad sobre el barro. Ori­
tos y abandonados del Balneario Municipal y de la Costanera y aho­ naron los dos en unos matorrales. El chico abrió el paquete que lle­
ra iban hacia las luces, al encuentro con los demás hombres. Ernesto vaba y se metió la camisa sucia debajo de la campera. Ernesto se pu­
so el impermeable. El chico se le acercó y le dijo que se ajustara el
morochito, en cambio, se abrió el cierre relámpago del blue jeans.
impermeable si tenía frío. Cruzaron la avenida hacia San Martín.
Ernesto sonrió y se acercó al chico y le pasó los brazos por el cuello
El morochito le señaló un árbol que había en la mitad de la avenida
y luego por la cabeza y lo despeinó. El chico dijo: «Así hacen todos».
General Paz y donde él había dormido a veces; cantó una canción es­
Ernesto lanzó una pequeña carcajada y lo abrazó. El morochito se
pañola, palmoteo las manos y bailó golpeando los tacos contra el sue­
separó y se tendió sobre el impermeable y desde allí lo miró. Ernes­
lo. Ernesto tenía miedo; pasaron por un terreno baldío y cruzaron
to se acostó junto a él. Enseguida se abrazaron nuevamente. Ernes­
varias calles desiertas. Ernesto ahora le daba cigarrillos y fumaban
to le apretó con fuerza la espalda y el cuello. Sentía el corazón dila­
los dos. Buscaban un lugar donde quedarse. El chico dijo que San
tado y golpeándole en la garganta y una fiebre intensa en las manos
Martín se parecía cada vez más a Chicago. Se acercó a Ernesto y le
y en la cara. Las bocas quedaron sobre las orejas; Ernesto le besó las
puso una mano en la nuca y lo acarició delicadamente; dijo que Er­
mejillas y luego desfizaron los labios suavemente hasta que se en­
nesto tenía una piel muy fina. Le preguntó si sentía frío, si no esta­
contraron y se besaron. Ernesto oprimió irnos labios blandos y muy
ba cansado y si iba a saber volverse ya que él tenía que ir a casa del
frescos. Abrieron las bocas y se tocaron las lenguas. El chico abrió
amigo. Llegaron a una esquina y se detuvieron debajo de un foco de
grandemente la boca y abarcó toda la boca de Ernesto. Lo besó en la
alumbrado. El chico se acercó, se puso un dedo entre los dientes y
mandíbula y en los ojos. Cuánto hacía que Ernesto no besaba. Aho­
dijo mirando a Ernesto con fijeza: «¿Sos ardiente?».
ra un chico de 17 años lo había besado en la boca.
Dieron vuelta por una calle y caminaron hacia un terreno com­
Se acariciaron durante un rato y el morochito insinuó la posibi­
pletamente oscuro que el morochito conocía; en el trayecto contó una
lidad de poseerlo a Ernesto, pero éste se negó diciéndole que le re­
pelea que había tenido con un tipo en Santa Fe. El chico le había cla­
sultaba muy doloroso. El chico, amablemente, desistió. Luego hubo
vado al otro un cortaplumas en el brazo izquierdo aunque en reali­
una precipitación para terminar. Ernesto le pidió que lo masturba-
dad le había tirado al pecho, al corazón. El otro, con una botella ro­
ra y el chico accedió. Se limpiaron los dos en la camisa sucia del mo­
ta, le había abierto un terrible tajo en el cuello. El morochito tuvo
rochito. Éste, entonces, dijo que Ernesto ya estaba frío y que había
que quedarse encerrado tres meses en su casa hasta que se curó del
perdido interés en la situación. Pero Ernesto negó y el chico comen­
todo. Le mostró la cicatriz en el cuello, muy ancha y más oscura que
zó a masturbarse a su vez. Ernesto le besaba el pecho, los pequeños
la piel. Ernesto se la acarició un poco. El chico dijo que le daba una
pezones, el vientre y los costados.
sensación extraña cuando se la tocaban.
El tiempo pasaba y el chico seguía masturbándose. A Ernesto se
El morochito tenía puesto el sombrero negro. Ernesto temblaba
le entumecían los labios y comenzaba a dolerle mucho la lengua de
de miedo. Quizá lo llevaba adonde vivía el amigo; éste podía salir de
tanto pasársela por la piel. Entonces se sentó en el suelo y lo miró. El
cualquier parte y le robarían y lo desnudarían. Quizás el chico lo
morochito tenía un sexo pequeño y pálido, que todavía no tenía mar­
traicionaba. Entraron en el terreno y siguieron un camino junto a
cas ni manchas. «Miráme -dijo-, a mí me gusta que me vean gozar.»
una fila de casas. Apenas había luz. Había varios perros que ladra­
Luego Ernesto vio en el puño del morochito unas gotas muy
ban fuertemente. Ernesto dijo que no seguía más. El chico insistió
blancas en la oscuridad y espesas que resbalaron lentamente hacia
para que fueran más adelante. Ernesto lo siguió: «Es por mi propia
la muñeca. El chico se limpió nuevamente con la camisa sucia y los
seguridad y por la tuya», dijo el chico.
dos se pusieron de pie. El morochito tenía que estar en casa de su
Se quedaron de pie uno frente al otro. Ernesto extendió el im­
amigo antes de las dos de la mañana. Sonreía y comenzó a dar sal­
permeable en el suelo y volvió a mirar al chico. Este sonrió y llevó
una mano a la cadera. Ernesto se estremeció y pensó que en las ma­ tos y quiso levantar a Ernesto por los hombros. Se afirmó en el sue­
lo, lo tomó a Ernesto por los sobacos y consiguió alzarlo. Ernesto lo
nos del morochito ya aparecía un revólver o un cortaplumas, pero el
alzó a SU vez. Lueao el chico lo levanto en los brezos caminó unos
Ernesto se sentía desconcertado por la libertad del chico. Esa 1:
pasos y los dos jugaron a que estaban casados y entraban en su fu­
bertad joven, graciosa, arbitraria. Además, el chico parecía tener es
turo hogar. Ernesto, nervioso, lo levantó a su vez, con más facilidad
vehemencia ciega y egoísta de los adolescentes. Pero, por sobre te
de la que había creído. Dio una rápida vuelta, le dejó caer la cabeza
do, era tierno, cariñoso y necesitado de cariño; un hombrecito ms
como en una acrobacia y lo soltó del todo. Cuando el morochito se
duro y aterciopelado, como una fruta. Ernesto, a su lado, en cambie
enderezó le pegó una palmada en las nalgas.
era un viejo y ávido pederasta con una homosexualidad que ya s
Se abrazaron y se besaron nuevamente y salieron del terreno.
había hecho automática. El morochito, desde luego, era bastante he
El chico miraba a todas partes porque decía que había que estar muy
mosexual. Ernesto había descubierto y podría seguir descubriend
atento. Llegaron a la calle iluminada. El chico se puso el impermea­
muchas de sus debilidades y hasta, quizás un día, poseerlo. Cuan
ble y el sombrero negro y jugó a que era un gángster de Chicago. Pa­
do se despedían el chico había dicho: «¿Cómo tenemos que hacer pa
ra poder tocarlo así vestido, como se los ve en la calle, en todas par­
ra que yo sea para vos y vos seas para mí?». Ernesto habló de fi.de
tes, Ernesto se puso detrás del morochito, le besó la nuca y deslizó
lidad y de que él, económicamente, no podía hacer nada por el chicc
las manos por la cadera, el vientre y las ingles, por sobre el panta­
pero éste sólo quería que lo ayudaran y la amistad y la presencia d
lón, la tela azul del blue jeans.
Ernesto.
En la esquina se despidieron. El chico le devolvió el impermea­
El gusto de su boca, su olor, era el mismo olor de otros mucha
ble y el sombrero negro y le indicó cómo debía volver para no perder­
chitos de su edad que Ernesto había logrado conseguir: un olor ru
se. Ernesto tomó el sombrero negro y se lo puso al chico en la cabe­
do, fresco, árabe. El olor que debía de tener Ernesto a la edad d<
za. «Es tuyo», dijo. Él hizo un gesto para rechazarlo, pero Ernesto dijo
ellos. Habrá otros que recibirán toda la soledad del chico y su ira
que era un sombrero viejo y que apenas servía para un regalo. Que­
gilidad, su figura, su manera de caminar, sus caderas sólidas y su
daron citados para el próximo domingo a las 20, junto a la pequeña
piernas duras.
locomotora de juguete de la estación de Constitución. El morochito
Por supuesto, Ernesto no podría quejarse nunca. Un chico de 1'
le pidió alguna ropa usada: pantalones, camisas, ropa interior y me­
años se había colocado en sus manos. Todo se lo había dado sin qw
dias. Ernesto le prometió llevársela. Se despidieron. Alzaron las ma­
Ernesto lo mereciera. Un adolescente argentino se le había ofrecidi
nos y hablaron en voz alta del lugar de la cita. El chico se fue saltan­
y entregado. Todo había sido inmerecido.
do y corriendo, con el sombrero puesto.
Al día siguiente, mientras estudiaba, Ernesto sentía a veces j
Ernesto ya había decidido no ir a la cita. No podía llevarle ropa
repentinamente, como un recuerdo, el olor del morochito: crudo, car
tampoco; su madre se daría cuenta. El morochito se llamaba Juan
nal, leve e insistente. Olor de adolescente griego. Un olor griego. «Vi
Carlos Crespo. Ernesto le dijo que él se llamaba Osvaldo y que es­
vo en medio de una mitología», se dijo Ernesto.
tudiaba Derecho. El chico le calculó 22 años y Ernesto le dijo que te­
nía 24. Antes, el chico había dicho que se notaba que Ernesto era es­
tudiante por los gestos y por la manera de hablar.
2
Ernesto se volvió por la mitad de la calle, por temor a un asal­
to. Se cruzó con dos o tres tipos, pero no pasó nada. Al contrario, hu­
Una semana más tarde, una noche, Ernesto se encontró nueva
bo uno que se apartó de él. Llegó a la avenida General Paz. Hubie­
mente con Juan Carlos Crespo en Constitución. El chico se disponú
ra querido caminar más para poder pensar, quizás hasta Liniers,
a dormir en uno de los bancos de los andenes de la estación. Salieror
pero no conocía la distancia y decidió tomar el ómnibus en el que ha­
los dos y caminaron por la calle General Hornos hasta Barracas.
bían llegado. Tomó el que salió a las dos de la mañana, luego de es­
Ernesto le contó que era amigo de un viejo mendocino, dueño di
perar en un bar.
un restaurante, que lo mantenía. Se acostaba coñ él dos o tres veces
-Un personaje de una novela -contestó Ernesto-. Un pobre ti­
por semana y el viejo le daba doscientos o trescientos pesos, pero ya
po equivocado. Un maniático pensativo. Algo inmundo.
se estaba cansando de Ernesto e iba en busca de los más jóvenes.
El chico comenzó a cantar suavemente. Ernesto fumaba, con ai­
Ernesto ya estaba listo. El morochito quería que entre los dos lo asal­
re abstraído y miraba el suelo. Se sentía absolutamente solo.
taran al viejo y en caso de que se resistiera podían terminar matán­
-Yo he querido otra cosa -dijo, con la cabeza gacha-. He queri­
dolo. Ernesto se negaba, diciendo que le tenía lástima y repugnan­
cia al viejo. do ser un hombre duro y libre. Algo así como un hombre solitario que
camina por la noche: disponible y dispuesto a todo. Que va, desde
Llegaron a una plaza en Barracas y se sentaron en un banco de
luego, a su casa, pero que puede desviarse en cualquier momento
piedra. Ernesto lo besó de pronto y el chico se rió, complacido.
hacia otra parte tal vez para siempre. Sin compromisos, sin costum­
-Tengo que conseguir un trabajo -dijo-, pero yo no puedo durar
bres, sin gustos, de ninguna manera típico. Que puede volverse o se­
mucho en ninguna parte. Trabajé en una compañía de tabaco. Me
tenían confianza y me encargaban que cuidara el dinero de la caja guir adelante. Solamente acosado por el hambre, el sueño o la su­
-sonrió-. Pero me pagan poco y yo me desquitaba traicionándolos. ciedad y por el miedo de que a pesar de todo pueda tener una vida.
Ernesto sacó el paquete de cigarrillos. Le dio uno y comenzaron Algo que los demás pudieran mencionar como «La vida de...», sin
a fumar. El morochito lo miró de reojo, dudó un momento y sonrió agregar nada más. Pero no sé por qué estoy diciéndote esto.
misteriosamente, como si estuviera solo. Luego dijo: -Es demasiado complicado para mí -dijo el chico-. Yo no pien­
-Vos apareces y desaparecés. Me explicás muchas cosas y me so tanto. No me hace feliz pensar siempre lo mismo, pero yo tengo
contás historias. Pero yo no sé nada de vos; parece que vos tenés de­ algunas ideas que te voy a decir después.
recho a interesarte en mí, pero yo en vos no. De todos modos, vos De pronto, Ernesto alzó la cabeza.
acostumbras a venir a Constitución, y a pasearte por la estación y -Hay música de jazz que me gusta y que también te gustaría a
por la plaza. vos -dijo-. Se llama Chicago.
Ernesto apretó las mandíbulas y sintió que enrojecía. El morochito no respondió y siguió con su canto. Ernesto se pu­
-Yo no tengo costumbres -dijo-. Me horroriza tener costumbres. so de pie.
Y no tengo historia, tampoco. Ni tengo evolución. -Volvamos a Constitución -dijo.
El morochito lanzó un breve silbido y empezó a echarse el hu­ Volvieron y entraron en un bar junto a la estación. Ernesto pi­
mo del cigarrillo en las manos. dió cerveza y el morochito café con leche y pan y mermelada. Por un
-Yo sé quién sos -dijo-. Uno de esos tipos fracasados que se pedido de Ernesto no se robó el cuchillo que había llevado el mozo.
vuelven viejos arrastrándose por las calle y hablando en los cafés y Éste rondaba cerca, lustrando las mesas con una servilleta, pero en
cambiando amigos todos los días. realidad los vigilaba y Ernesto comprendió que temía que se fueran
Ernesto lanzó una carcajada. sin pagar. Ernesto se sentía muy bien y disfrutaba con la situación.
-Muy bien dicho -dijo-. Alguien te lo habrá enseñado pero no es Por último llamó al mozo y pagó.
así. Yo no soy de esa clase de hombres -bajó la cabeza y frunció las ce­ Salieron y cruzaron la calle hasta la plaza. Dieron una vuelta y
jas, como si recordara algo desagradable; una antigua preocupación. se sentaron en un banco. Pero, enseguida, el chico se puso de pie.
Algo de lo cual había querido huir durante toda su vida y que había Dio unos pasos, estirando las piernas, y se detuvo frente a Ernesto
terminado por llevarlo a esa noche, a esa plaza y a ese muchachito y alzó los brazos, como desperezándose. Ernesto lo miró y sintió una
que lo escuchaba-. Yo no soy Erdosain -dijo como para sí mismo especie de vértigo: parecía ver algo que estaba mucho más allá del
-¿Quién es ése? -dijo el morochito. chico. «Un cuerpo masculino -pensó-; un cuerpo estricto, resplan-
tr rícnirnan
-Tengo ganas de bailar -dijo el morochito-. Me gusta tanto. Es­ calle 25 de Mayo o de la calle Viamonte. Hay uno que se llama Chi­
ta mañana me bañé y me lavé la cabeza con un jabón especial. cago. Vos podrías cantar o tocar la guitarra. Yo te enseñaría.
Ernesto lo seguía mirando y no respondía: «No comprendo cómo -¿Tendríamos éxito? -dijo el chico.
hacen para vencer el tiempo -se dijo-; y además, ese amor por el mo­ -Seguro. Nos los tragaríamos a todos. Y además cambiaríamos
vimiento que tienen.» de vida. Hasta ahora sólo hemos sido dos tipos en busca de acción.
-Vos parecés un monaguillo serrano -dijo Ernesto-. Un cordo- Trabajaríamos juntos y a la madrugada iríamos a dormir a nuestro
besito o un coyita. departamento que estaría muy cerca. Vendrían a vemos todos los días
El chico dio una rápida vuelta sobre un pie y se plantó frente a y a la larga terminarían pensando que el mundo se compone solamen­
Ernesto, con las piernas abiertas. te de vos y yo. Vos les gustarías mucho a los tipos y mujeres que van
-Estoy pensando -dijo- Estoy pensando que vos y yo... ahí porque aunque sos inocente tenés un aspecto sospechoso.
Ernesto rió alegremente y sacó el paquete de cigarrillos. Nue­ -Y tendríamos dinero -dijo el morochito-. Podríamos ir por
vamente se sentía muy bien. Se dijo que él se divertía con el chico. cualquier calle y entrar en cualquier sitio. Y tomar siempre whisky.
-Vos estás pensando que vos y yo, ¿qué? Con mucho dinero podríamos vivir en todas partes.
El morochito se puso serio y se quedó un momento silencioso. -Ya lo conseguiremos -dijo Ernesto-. Algún día tendremos bas­
Luego dijo: tante dinero como para comprar esta ciudad y tirarla al río.
-Yo he trabajado en muchas partes y he tenido amigos. He co­ El chico dejó de bailar y volvió a sentarse. Se acercó a Ernesto
nocido a mucha gente, sobre todo cuando trabajaba en los puertos, y dijo:
en Rosario y en Buenos Aires. Conocí a muchachos extranjeros: -Alo mejor es una suerte que nos hayamos encontrado. Los de­
alemanes rubios, noruegos, suecos, canadienses. Es entretenido más se acuestan conmigo y se van. Vos podrías quedarte. Además,
tener aventuras con ellos porque es difícil entenderse. No tienen yo creo que te quiero.
ropa y están siempre borrachos de whisky. Yo siempre quise... vi­ Ernesto le puso la mano en el hombro. Le introdujo los dedos en
vir con uno de ellos y trabajar los dos e ir a los bares en los puer­ las orejas, luego en la nariz y por ultimo le pasó un dedo por los dien­
tos y luego viajar. Ir a Asia y al África y a un puerto que se llama tes y por las encías.
Hamburgo. Pero nunca tuve la oportunidad y otras veces ellos no -Tu saliva es dulce -dijo.
querían. -La tuya, en cambio, es salada -dijo el morochito.
-Ésa es gente pura -dijo Ernesto-. Los marineros noruegos y Ernesto le apretó el cuello y el chico comenzó a ponerse rojo y a
suecos, los leñadores canadienses, los nadadores australianos. Si no­ ahogarse.
sotros fuéramos como ellos también seríamos puros. -Somos dos hombres que se dicen el gusto de sus salivas -mur­
-Yo no sé -dijo el chico-. Pero yo tengo que hacer algo, y eso es muró Ernesto y lo soltó.
lo que verdaderamente busco. Lo que yo quiero es no sentirme me­ -O podrías trabajar únicamente vos. Yo te acompañaría todos
diocre. los días al trabajo, que es adonde uno siempre va tan solo. Luego te
-¿Y entonces? -dijo Ernesto. esperaría en casa, te haría la comida, te lavaría la ropa -dijo Ernes­
-Entonces lo podríamos hacer vos y yo. Yo soy libre. Si vos fue­ to con un tono burlón-. Y nos acostaríamos solamente cuando vos
ras libre podríamos trabajar juntos y... no sé... Compartir la vida. quisieras; es decir, nunca. Porque yo te desearía constantemente.
Ernesto miró al chico con gratitud y luego irguió la cabeza, Además, seríamos una pareja; como hay tantas. Y una pareja es al­
animado. go fuerte, amenazante, que hace sentirse débiles a los que están so­
-Yo sé tocar el piano -dijo-. Podríamos trabajar en un bar de la los. Vos pondrías tu naturalidad, tu violencia y tu inconsciencia sa­
cidió ir a Constitución, en busca del chico. Se disponía a tomar el sub­
na de chico proletario y yo mi refinamiento, mi cultura y mi cinis­
terráneo y en ese instante se encontró con Enrique Vidal (h.) y un com­
mo. Vos serías el bárbaro conquistador que finalmente termina ven­
pañero de éste llamado Mario, según le dijo después Enrique VidaL
cido y conquistado, como dice la historia.
Los dos jóvenes venían de la escuela de baile del teatro Colón.
-¿Y yo, entonces, sería tu... tu hombre, tu macho?
Ernesto ya se había cruzado varias veces en la calle con Mario.
-Oh, ya nos entenderíamos. Pero, verdaderamente, vos serías mi
Se dijo que era a éste y no a Vidal a quien debió haber seguido. Ma­
chiquito, mi muñeco, mi chongo.
rio era un muchacho de boca gruesa, africana y andar macizo y vi­
Ernesto agachó la cabeza y se frotó las manos con fuerza. «No
brante. Más tarde, cuando se quedó solo, Ernesto tuvo, por un mo­
me respeto a mí mismo -se dijo-; me acuesto con todos éstos porque
mento, un vago sueño de estar con Mario en Mar del Plata o en
no respeto ni mi cuerpo ni mi sexo.»
Chapadmalal, junto al mar. Convivir con él por unos meses. Una
Luego se despidieron. Eran las cuatro de la mañana. Quedaron
imagen que pasó ante sus ojos. Ya lo vería. Tenía la piel oscura y era
citados para el otro día en el mismo bar donde habían estado. Er­
áspero y sinuoso. Parecía un cubano o un puertorriqueño. Ya lo en­
nesto le dio cincuenta pesos y el chico dijo que iba a Quilines, a ca­
contraría.
sa de otro amigo.
Ernesto acompañó a Enrique Vidal hasta la estación de Retiro
-Hasta mañana -dijo el morochito-. Yo te espero.
y luego fueron a San Isidro; a casa de Vidal, donde pasó lo de cos­
-Adiós -dijo Ernesto-. Y no hagas nada que no pueda hacer yo.
tumbre.
El chico se echó a reír otra vez y se fue.
A Ernesto le agrada mucho Enrique Vidal, que es muy joven y
Ernesto volvió a su casa caminando con paso vivo. Tenía un ci­
suspira y gime cuando lo aprietan y lo abrazan. Podía comprender­
garrillo en la boca y sonreía al aire fresco de la madrugada. Con el
se muy bien con esos muchachitos y siempre le divertía esa mezcla
morochito había usado un lenguaje audaz, imperial, poderoso. Ha­
desconcertante de vanidad sexual y de complejo de castración que
bía estado solemne y patético. Ese chico era una revolución para él;
tenían.
era algo nuevo y querido. El chico lo cambiaba, pero él debía dejar­
Ernesto era feliz al volver de San Isidro en el último tren de la
lo. Y si no era así, Ernesto caía en el fracaso total. «No puedo, no de­
1 y 40 de la madrugada. Había esperado en la estación desierta y
bo desearlos -se dijo-, desearlos a ellos es como si también deseara
ahora viajaba en un tren vacío y brillantemente iluminado. Iba sen­
a mi padre, o a mi hermano o a mis compañeros de la Facultad.»
tado junto a una ventanilla abierta y le daba el viento en la cara. Te­
nía puesta su remera blanca.
Bajó en Retiro, tomó una Coca-Cola y volvió a su casa. Estaba
3 satisfecho. Sabía que al día siguiente ya no se acordaría de nada. Y
además se sentía contento y feliz, a diferencia de su crispación lue­
Al día siguiente, insoportablemente asediado por el recuerdo de
go de las palabras con el chico de Constitución. Ahora era como si
la conversación con el morochito, Ernesto salió nuevamente de su
hubiese estado con una mujer: tranquilo, liberado, de acuerdo con­
casa; bajo el calor y un sol aplastante. Fue al cine a ver películas po­ sigo mismo. Luego, en su casa, pudo dormir bastante por primera
liciales. Luego caminó lentamente por la calle Corrientes. Caminó vez en mucho tiempo.
hasta quedar rendido, hasta sentir que reventaba. Tenía miedo de
volver a su casa. Sabía todo lo que le esperaba en su habitación. La
noche anterior con el chico fue casi irreal e increíble. Ernesto pare­
(En Piglia, Ricardo (comp.): Las fieras, Alfa­
cía un sueño.
guara, Buenos Aires, 1998.)
Se detuvo a mirar una vidriera y entonces, repentinamente, de­
La larga yo alzaba los ojos y te miraba el pelo. La larga cabellera negra. Hay
cabellera negra que decirlo así sonoramente, románticamente, ubicando el substan­
tivo entre dos adjetivos. Y esa palabra: cabellera... tan descalifica­
Manuel Mujica Lainez da. Pero si en vez pusiera aquí: el largo pelo negro, no me entende­
rían otros lectores; supondrían que me refiero a un pelo, a un cabello
solo y largo. ¡Bah! Te miraba el pelo, o los pelos, y volvía a escribir,
a la copia. De la calle Velazco entraba un aroma a fogatas, a tarde,
a melancolía. La luz de la lámpara los aislaba en su círculo a ti y al
gato. Se adhería, como ún barniz, al largo pelo negro, a tus hombros.
Todo en ti me gusta, te lo he repetido a menudo, todo, fuera del
carácter, a ciertas horas, en ciertos inexplicables minutos. Calculo
que me odias entonces. O no... Todo me gusta, pero nada me gusta
Esta VERDADERA HISTORIA no me la creerás. Y sin embargo es verda­ tanto como tu larga cabellera negra. Lo sabes; de ella te ufanas. La
dera. De cualquier modo, jamás me atreveré a contártela, a sentar­ cuidas. Te he visto cepillarla hasta que la cara se te enciende. Lar­
me delante de ti y contártela. La escribo, eso sí, para detallármela ga y negra, lacia, no muy fina, partida a la izquierda por una raya
a mí mismo. Acaso, dentro de muchos años, te mostraré el cuader­ inconstante. Mas no definitivamente lacia, y en eso finca, me pare­
no. Y nos reiremos juntos. Quién sabe, quién sabe si nos reiremos. ce, su seducción, porque se ondula sobre las orejas con ancha onda
Te informo, por lo pronto, a fin de ubicarte exactamente, cuán­ y luego recupera su lisura. Negra, renegra. El cuervo, etc. Recuer­
do sucedió. do que aquel día, en lo de la buena, admirable Aída Carballo, mien­
Fue el 29 de mayo del año pasado, un domingo. Si tuvieras, co­ tras me dolían los dedos de tanto copiar y los frotaba suavemente,
mo yo, un carnet en el que apuntaras tus diarias obligaciones -y tus se me ocurrió que tu pelo tiene vida propia, que vive aparte de ti,
felicidades- te enterarías de qué pasó el 29 de mayo. Pero ¡qué vas por su lado; que cuando duermes, por ejemplo, se mueve apenas, co­
a tener! Nada te interesa, nada. Te dejas llevar por el tiempo. En mo si se desperezase. Aseguran que la cabellera de los muertos si­
cambio yo conservo mis carnets de doce en doce meses. ¿Te ríes? gue creciendo, en el silencio del ataúd, que vive en medio de la muer­
¿Juzgas que es una ingenuidad; que el tiempo quizá no existe; en to­ te. La tuya -adivinaba yo- vive en medio de la vida, su vida, como
do caso que es absurdo pretender encerrarlo, archivarlo, dentro de la de las Gorgonas. Pero no tiene nada que ver. Las Gorgonas... ¡Qué
imagen! Voilá la littérature. Nos fuimos a casa antes de comer. Te
las hojitas de un carnet; coleccionar tiempo como se coleccionan es­
estiraste en el sillón amarillo, con el vaso de whisky en la mano. Al­
tampillas? Somos tan distintos...
go murmuraste sobre tu fatiga. De eso no me acuerdo, pero lo su­
Mi carnet avisa que el 29 de mayo de 1966, domingo, fuimos a
pongo: esos cansancios, esos cansancios permanentes... Dejaste el
lo de Aída Carballo, la grabadora. Estuvimos allí casi la tarde ente­
vaso y te dormiste. Yo intenté leer. Empero, la certidumbre, la ex­
ra. Tú jugabas con su gato, el del nombre italiano que olvido siem­
traña certidumbre de que tu pelo es como un animal negro o, mejor
pre. Debería consignarlo en mi carnet. Ella dibujaba y yo copiaba
aún, como un bosque, no como un bosque sino un bosque, misterio­
un relato mío, de «Crónicas Reales», penosamente, en altas páginas,
so, viviente, me obsesionaba. En lo de Aída había bebido dos whis-
para que lo ilustrase Aída. Oíamos, sin hablar, unos discos de anti­
kies y un vaso de vino: bebí otro whisky en casa y sabes que no soy
gua música, refinados. También debí anotar sus nombres: cosas del
fuerte. De manera que puedes, si te resulta cómodo -y te resultará-
siglo xrv o del xv, españolas, si no me equivoco. De tanto en tanto,
atribuir lo que sigue al alcohol. No fue el alcohol. Fue.
Me puse de pie, mirándote, mirando la larga cabellera negra, Tu cabellera se desparramaba lentamente sobre tu pecho, sobre tus
aparentemente inofensiva, que se te volcaba, por la inclinación de piernas, descendía, en la desconcertante visión, hasta la alfombra, y
la cabeza, sobre el hombro derecho. Tu larga cabellera negra -voilá allá también captaba yo, cuando lo permitía la incierta lobreguez de
la littérature, la deformación profesional- es como un río nocturno, mi cuarto, su pausado andar, su manar mínimo y secreto.
es como una fúnebre bandera yacente, es como un gran pájaro dor­ Conjeturaba las flexibles ondulaciones y el discurrir calmo de la
mido, es como un arpa oscura (¿un arpa? ¡qué idea!), es como... corriente, porque no veía casi nada. Una especie de vibración repta­
Adelanté un dedo, dos dedos, hasta rozarla. Me incliné a respi­ ba por la alfombra, sin rumores, y nacía de tu cabeza, de tu trému­
rar su olor, su olor familiar, que reconocería entre miles y millares lo pelo esparcido. Las viejas metáforas, tu pelo es un bosque, es un
y millares, fresco, con un dejo de violetas. Luego volví a mi asiento, río nocturno, es como..., sumaron su tenacidad literaria, irritante,
detrás de la mesa, y reanudé la lectura. Leía (carnét) una antología a la angustia que me sobrecogía. Quise adelantarme; quise empujar
voltairiana, y lo señalo para afirmar que ninguna extraordinaria in­ las persianas, admitir, cruel, la franqueza de la luna, romper el es­
fluencia -fuera, acaso, de la del alcohol... pero había bebido poco- pejismo, el sortilegio engañoso, y no bien di un paso sentí, bajo las
contribuía a crear un clima de singularidad, propicio a la alucina­ suelas, un crujido, algo como una suavidad que cruje y que no co­
ción. Al contrario, el escepticismo de Voltaire, su vigilante burla, me rrespondía a la alfombra, sino a otra presencia sutil -todo esto es
armaban contra la tentación mágica. muy difícil de explicar-, mientras que se intensificaba en el cuarto
De repente se apagó la luz eléctrica que a la espalda tenía, fija el olor a violetas. Fascinado, retrocedí a mí asiento. No me restaba
en la biblioteca, la única del cuarto. Estaba habituado, como leal por­ más que alzar los ojos, tal vez entregarme. Y tu pelo no cesaba de
teño, a los apagones súbitos, a los desperfectos, a los ensayos que me fluir. Ya estaba alrededor de mi silla; ya ascendía, acariciándome las
privaban de luz durante media hora. Sin duda alguien, en alguna piernas, ya me envolvía despacio, despacio, el torso, imponiéndose
oficina, sacudía hilos, desajustaba y ajustaba. No me importó. Ya a mi aterradora rigidez; ya estaba alrededor de mi cuello, de mi bo­
reaparecería la luz. Hasta prefería aquella penumbra, pues la tenue ca. Abrí los ojos y sentí su sabor familiar, querido. Era tarde para
claridad que el esplendor de la noche filtraba desde el jardín, a tra­ gritar, para tratar de aflojar sus nudos. Me cubría los ojos, me aho­
vés de las persianas, confería a la habitación un aire irreal, una -no gaba en un caudal que olía a violetas -no era una metáfora, no era
me queda más remedio que llamarla así- dimensión poética, en la un manido adorno literario, era una realidad, el río, el río de la ca­
que sobrenadaban, pálidos, lunares, los cuadros de Susana Aguirre bellera negra- y se desplazaba, como una lánguida serpiente (la Gor-
y los vagos libros. A ti no te tocaba; se deslizaba hacia los muros, co­ gona), inmovilizándome en su perezosa torsión.
mo si respetase tu sueño. Eras, en la sombra, una sombra más den­ Voy a morir -me dije-, esta es la extravagancia, la monstruosi­
sa. Tu pelo apenas brillaba. dad de la muerte. Pero con la misma naturalidad con que me había
Fue entonces -busco en vano otra palabra- cuando tuve la im­ aprisionado, tu pelo, cuando menos lo esperaba yo, cuando me creía
presión de que tu pelo empezaba a fluir. Eso es: a fluir, como si fue­ condenado, aflojó sus nudos y empezó a desandar el camino, liberán­
se líquido, como si fuese un pequeño manantial negro, silencioso. dome, remontando su curso. Gradualmente, su liviano cabrilleo, en
Pensé en la ilusión óptica, modifiqué mi posición, detrás de la mesa; la alfombra, me indicó que se retiraba la marea, que cedía terreno,
nos separaban sólo dos metros, pero la distancia parecía mayor, por y que el escapado ser -un ser hecho de infinitas hebras inestables-
los muebles que entre nosotros se interponían, y no logré restablecer reasumía su esclavizada condición de casco negro y hermoso. La
la disciplina lógica, el ritmo convencional. Tu pelo seguía fluyendo, sombra, que por tus brazos subía, terminó situándose en tomo de tu
insinuándose, extendiéndose sobre tus hombros, sobre tus brazos, so­ rostro, al que la luna, por un juego más, en las mudanzas de la ilu­
bre la mitad indecisa de tu cara. Me incorporé y entrecerré los ojos. minación, imponía una lividez celeste.
Me estremecí, y en ese instante se encendió, en la biblioteca, la El marqués de Sebregondi
lámpara. La luz se apoderó del cuarto, imperiosa, inmediata, con
una rabia brusca que nada tenía que ver con la posesión lograda, llega y retrocede
minutos antes, por tu paciente cabellera. Sobre la mesa, proseguía
Osvaldo Lamborghini
abierto el «Comentario Histórico» de Voltaire; tú seguías durmien­
do, la cabeza doblada en el hombro, el largo pelo todavía volcado,
quizá palpitante todavía: seguías ignorando, como siempre, en el re­
fugio de tu inocencia feroz, las cosas incalculables que a los demás
nos afligen.

(En El brazalete y otros cuentos, Sudamerica­


na, Buenos Aires, 1978.)
Homosexual ACTIVO, cocainómano («paciencia, culo y terror nunca
me faltaron», dice), el marqués de Sebregondi, huyente de sus ruinas
recaló en estas cosas: ancló en Buenos Aires. Yo lo veo venir. Aparece
y sus pasos son breves, medidos. Vuelve, retrocede, llega. Tiene el
marqués raída la ropa y una flor ficticia en la solapa. Humean, hu­
mean sus restos de creencias. Del norte de Italia, el vaho llega hasta
aquí, hasta la humedad de estas costas, hasta este humo Río de la
Plata. Lo recibimos en familia y la cosa empieza cuando mi padre gi­
ra y se ausenta, ausente en este giro pecaminoso casi, en este darse
vuelta. En otro tono, en otra órbita (casi manera de decir) con su ma­
no ortopédica plástica y delgada, la mano enfundada en cueroguan-
te, sosteníase el marqués ampliamente la barbilla. Crujiente, sumi­
so señor de solapas raídas -su énclave el Plata, su anclaje, y su clave:
barrosa y agua- la flor ficticia decaía exhausta, en la enredada sobre­
mesa: así como los anillos de piedras deslucidas ya no enjoyaban en
sus dedos, el resplandor, el ópalo, el tabaco. Detrás de ese humo, de
ese cigarro, culto y cultor Sebregondi confesaba: «Ya no hay poesía
que me espante. Empero, empero, empero. No he venido aquí -o aquí
no he venido- a ocupar el lugar de nadie. Mi retórica se adormece y
brilla, y es el fulgor de un fragmento, y es, el rumor de un recuerdo,
ronroneo de otra época.» Espacio declaracionismo: las ruinas podero­
samente hablan, por toda rotura emergen palabras. No lo hacía el
marqués de Sebregondi, sin embargo, sino que él, atento, escuchaba
ese fraseo: lo está escuchando. El marqués que viene muy de lejos se
ha sentado a nuestra mesa, acodado en familia en el óvalo precario: chacho que está esperando, en peluca, boca abajo sobre la cama. El
equilibrio de destinos y palabras. Cuando nadie lo veía, en lo huero marqués entonces desajusta de su bragueta, desadhiere un miem­
de no ser visto, el marqués se hurgaba las narices justo en el hueco de bro fino de cincuenta centímetros de largo y compuesto por nodulos-
no ser mirado. Escupía saliva agria por los colmillos acompañada de falanges. Lo hace crujir, sonar. Lo desenrosca. Penetra sin hacer caso
restos de comida. Mascaba fuerte o le hurgaba el culo a algún mucha­ de los ayes. Esta escena la veremos, esta palabra. Repetida, esta pa­
cho. Uno tenía preferido y con él vivía en un astroso departamento labra personaje entra y sale. Huye y reaparece.
nórdico: creo Arenales, Arenales y Callao. En el relato su droga la to­ El marqués de Sebregondi, exhausto, mira el cielo raso.
maba frente al espejo y después hacía el chiste: «Soy Narciso, el del
estanque: estancamiento y desastre.» Fijo se miraba al espejo, toda
su esperanza fiada al cuarteado del espejo y el mundo, como si cada (Fragmento de Sebregondi retrocede, en Nove­
fisura fuera una posibilidad de escape. Habitaría la cuarteada super­ las y cuentos, Del Serbal, Barcelona, 1988.)
ficie de la luna, o Lima, si se le ofreciera una fisura tan grande como
para intentar el raje. Pero él no decía, tal vez ni escuchaba esas pa­
labras. La luna girantepálida lo rondaba, la huecaspléndida, san­
grienta luna quevediana: las palabras españolas que sabía, pero no
recordaba. Urdidamente le enseñamos el lunfardo. Retazos de la con­
dena de hablar, sentida como opresión, como cultura/condena, ba­
beándole el escracho. Pero en la lenta, crujiente fractura de las jer­
gas y la lengua, en esta prosa, en parte, cortada, la historia del
marqués (la nuestra) no ha terminado: al unísono los tres mogólicos
hablan con los ojos opacos, erguidos. Y en el cuento, tradición de bo­
ca en boca o refrán, la sumisa flor de la solapa decae hasta caerse dor­
mida en la copa de vino: aquí una respiración se niega, pero a morir­
se. Y el marqués, durmiente, derrama el vino con brusca, ortopédica
mano. Sobresalto, sobre el mantel se dibuja otra flor cansada. La re­
tórica es insomne. En cambio. Admira la perfección de este cóncavo,
convexo, resonante y callado fracaso. Ante el espejo, espejo dicho, el
marqués nariguea y se relame. Deposita la droga blanca sobre la ca­
naleta de una llave y se contempla tomarla. Soy El Marqués de la Fa-
lopa, un raído señor recalado en estas costas. Creo en un dios en for­
ma de cadete militar sometido (en uniforme del Liceo Militar) a mi
locura de bufarra. Y se mira. Síguese mirando. Se persigue. Ve, helas
aquí, otras solapas raídas. Porque el marqués es tan antiguo que usa
robe de chambre. Con irrefrenable simpatía clásica, deseo y ganas,
hasta con cierta irreprimible lozanía, encamina sus medidos pasos
hacia el cuarto de Roxano. Esta es la escena, palabra que no nos per­
deremos. La mano ortopédica se apoya en la nuca amarilla del mu­
co y predispuesto, el Profesor estaría hablando a los muchachos del
La invitación derrocamiento de Yrigoyen, los viejos métodos de falsificación, aten­
Jorge Asís tados anarquistas, la década futbolística del cuarenta, la segunda gue­
rra mundial, Perón o Braden. Pobre Profesor: hoy también lo estro­
pearía, le saldría con otro tema, el buda, el ocultismo, protocolos de
los sabios de Sión, trigonometría y yoga, petrogrifos de La Rioja o di­
versas noblezas europeas características del siglo xvil. Sería brillan­
te, lúcido e irónico; triunfaría.
a Edmundo Eichelbaum Había encendido un cigarrillo Marinelli; se disponía a tomar Co­
rrientes cuando un cabecita negra desarreglado, despeinado y sucio
y con zapatos rotos, lo detuvo para decirle:
-Me permite, señor.
Predispuesto, Marinelli caminaba por Callao; elegante, había ba­ Dio otra pitada Marinelli; lo miró fijo, a los ojos, sin responder­
jado del subte en Congreso, en blanco, con absolutamente nada en le. Sin embargo se quedó parado, predispuesto.
la cabeza, contento por haberse escapado de Alabama, mejor dicho -Hace dos días y medio que no como.
contento por haber dejado con las ganas al Profesor Acuña, ganas Siguió contemplándolo Marinelli; fumaba. Lo miró como dicién-
de proseguir indefinidamente discutiendo acerca de la cosmogonía, dole: y qué más. Sin embargo no le dijo nadadlos ojos fijos, penetran­
la frivolidad, el peronismo, la masonería y el tango. Marinelli recor­ tes a los ojos del negrito que aparentaba poco más de veinte años.
daba el triunfo de la noche anterior, en Alabama: el Profesor Acuña -Me daría unos pesos.
se había ido derrotado, con una bronca muy poco disimulable, inter­ Otra pitada; le miró, ahora, desfachatadamente la bragueta; con
pretando sin equivocarse que su derrota provocaría una abundan­ lentitud, retornó a los ojos.
cia feroz de comentarios adversos. Y además lo peor: los muchachos -Ando juntando plata pa comprarme un sánguche, me da.
elegirían, en adelante, sentarse en la mesa de Marinelli. Con la cara, Marinelli dijo que no; viajó nuevamente desde los ojos
Limpio, en blanco, trajeado, Marinelli caminaba por Callao; pre­ hasta la bragueta del negrito. Al volver a los ojos, contempló rabia.
dispuesto, dudando si el cine, algún café, o sencillamente caminar: era -Disculpe.
viernes, y la noche, fresca y estrellada, prometía cosas. Victorioso, ca­ Ya miraba a otro lado el negrito; es decir, ya estaba por dirigir­
minaba con su traje negro, nuevo (bah, recién sacado de la tintorería), se resueltamente hacia otro tipo, cuando Marinelli:
la corbata bordó, el chaleco, los zapatos como lagos, que le daban a su -Joven.
grueso bigote un aire particular, artístico. Además, como no llevaba El negrito se dio vuelta, hacia él.
ningún libro en la mano, se sentía vacío; como decía él: predispuesto. -Yo no soy quién para humillarlo, dándole a usted dinero -ex­
Sabía que en Alabama estaría esperándolo el Profesor Acuña, con gra­ pulsando humo Marinelli-, Pero si lo desea, puedo invitarlo a cenar.
ves deseos de revancha, de continuar la polémica, o armar otra. Pen­ Claro, si no le incomoda.
saba entonces en el Profesor, ahora. Mejor, se dijo, es dejarlo calenti- El negrito se quedó mirándolo.
to, deseando, así, dándole ventajas: que converse primero él con los -No soy un ciudadano que acostumbra repetir las invitaciones.
muchachos. Cuando Marinelli llegara, lo derrotaría, otra vez; pobre Si lo desea, gustoso gozaré de su amable compañía. Casualmente,
Profesor, lo volvería loco, tendría que irse de Alabama, parar en otro iba a cenar a Pichín. No sé si a usted le agradarán las tiras de asa­
café. Imaginaba que en esos momentos, mientras caminaba en blan­ do de Pichín. Lo que es a mí, amigo, me fascinan.
Varios comensales levantaron la cabeza áel plato cuando Mari- -El Santa Silvia prefiero yo. Pero no el tinto, de ninguna mane­
nelli entró a Pichín, acompañado del cabecita negra, despeinado, ro­ ra. Es... cómo decirle, vulgarote. Mejor es el rosé, ¿no le parece?
to, mientras que él con su traje, la corbata bordó, los zapatos como Con la cara, el negrito dijo que sí.
lagos. Y por si no bastara, ese bigotazo, desgarrador, crepitante. Los Mientras aguardaban, mirándolo a los ojos, Marinelli untaba man­
ojos de Marinelli estaban muy abiertos, como para mirarlo todo. Se teca en un pan. Curiosos, algunos comensales contemplaban la mesa;
ubicaron en una mesa del medio, ante las miradas. probablemente alguno notaba los nervios del negrito, la tranquilidad
-Como le dije, joven. A mí siempre me fascinaron las tiras de trágica de Marinelli que, untando prolijamente el pan, comprendía que
asado de Pichín. ¿Qué va a comer usted? el negrito no soportaba más, ni sus ojos, ni su bigote, en ese instante
El negrito -Marinelli lo notó enseguida- temblaba. ni sus manos que, con ostentosa finura, untaban un pan con manteca.
-Y... un plato de fideos... con tuco. -Sírvase -alcanzándole el pan con manteca Marinelli-. A pro­
Con la cara, Marinelli dijo que no. pósito, ¿cuál es su gracia?
-Pero cómo va a comer fideos en mi mesa. No tolero una insolen­ -No hay de qué -temeroso, mientras llevaba el pan a su boca el
cia semejante. Por favor. Pídase, no sé si le agradará... a ver, a ver. negrito.
Se fijó en la lista Marinelli. -Ja -y movió los labios, el bigote-, qué histriónico, joven mío.
-Arroz con mariscos pídase. Aquí sale bien, abundante. Anhelo con desventura saber su nombre.
-Bueno -y no sabía hacia dónde mirar- el negrito. -Torres -secamente el negrito, ya a punto de estallar.
Marinelli se dio vuelta para buscar al mozo. A la mesa, llegó el vino; con una ancha sonrisa, mirándolo per­
-Mozo -aplaudió, despacito, pero para que todos sintieran. manentemente fijo, Marinelli sirvió.
Probablemente intrigado, el mozo se acercó. -Brindemos, señor Torres, por nuestro encuentro. Chinchín.
-Si es amable, haga marchar para mi joven un arroz con maris­ Bebieron; movió de nuevo los labios, por supuesto también el bi­
cos. Y para mí, una tira de asado, con papas fritas, ensalada mixta, gote, sonrió, abrió más los ojos.
de lechuga, tomate y cebolla, ¿entendió? Y para tomar... un segun- -Mirá, viejo -cuando estalló Torres-, si yo tengo que hacerme
dito, mozo, que lo consultaré con mi joven. un culo... -con cierto aire de resignación, dispuesto, pero Marinelli
El mozo se fue. repentinamente lo interrumpió:
-¿Gusta del vino? -le preguntó al negrito. -¡Cómo dice! No puedo de ninguna manera tolerar una insolen­
-Sí. cia por el estilo. Con quién supone que está dialogando. Por quién
-¿Qué prefiere tomar entonces? ¿Vino? me ha tomado -poniéndose serio Marinelli- No esperaba una reac­
-Y... sí... un litro -mirando hacia cualquier costado el negrito-. ción semejante, imperdonable de su parte, no creo merecerla.
Tinto -agregó, muy molesto por los penetrantes ojos de Marinelli, -Perdone, señor... es que...
por su bigote. -Es que nada. Es una insolencia injustificada -como un caba­
Con la cara, Marinelli dijo que no. llero honesto, herido por una deshonra.
-No, un litro no -moviendo los labios Marinelli, mucho-. Yo pe­ -Perdone -repitió el negrito, justo cuando a Marinelli le traían
diría una botella de tres cuartos, pero reserva, qué le parece. ¿Cuál la tira de asado, las papas fritas, la ensalada.
prefiere usted?, ¿un Pont L’Évéque, algún Escorihuela?, por ejem­ Comía precipitadamente ahora Marinelli, mientras que el negri­
plo podría ser un Santa Silvia. ¿O acaso el Filippini? to le miraba el plato, las papas, la carne, lo miraba masticar, lim­
Nervioso, el negrito intentaba inútilmente decir que era lo mis­ piarse de cuando en cuando la boca. Parecía a punto de desmayarse
mo; esa manera de mover los labios, el bigote. el negrito. Enojado, insuperablemente serio, Marinelli no le ofreció
siquiera una papa frita al negrito que, desesperado, aguardaba su Las dos prisiones
arroz con mariscos que, todavía, tardaría unos minutos. Mastican­
do, Marinelli le preguntó: de Víctor
-¿Qué razón perversa ha tenido usted, señor Torres, hombre en
Oscar Hermes Villordo
quien deposité toda mi confianza, para pensar algo semejante res­
pecto de mi noble persona?
-Perdone -repetía el negrito, muerto de hambre.
-No es fácil de perdonar una presunción por el estilo, señor To­
rres, no es fácil.
Marinelli llevaba a su boca una papa frita, tomate, lechuga, ce­
bolla, carne y pan.
-Tchu, tchu tchu, no es fácil de perdonar -y se limpiaba la boca.
Concluyó su comida Marinelli justo cuando al negrito le traían
el arroz con mariscos. La primera vez fue en la comisaría de su barrio y él era entonces el
-No es fácil el perdón, de ninguna manera, no es nada fácil. Con muchacho con bigotes de la fotografía que me regaló. Había estado
su permiso, señor Torres, iré al baño, a llorar en silencio su falsa pre­ conversando con un desconocido a la salida del café y se había para­
sunción. do en el poste indicador del ómnibus que iba a tomar cuando fue lle­
Desesperadamente, el negrito comenzó a devorar su arroz con vado por un hombre, acompañado por otro, que rápidamente le mos­
mariscos mientras Marinelli fingía dirigirse al baño; pero no, en pri­ tró la credencial de policía y más rápidamente aún lo obligó a
mer lugar se dirigió hacia el teléfono público, que estaba ubicado acompañarlo. Cuando entró en la salita donde lo tuvieron largo ra­
muy cerca de la puerta. Simuló cierta impaciencia, como si no pu­ to, no podía darse cuenta todavía de lo que le estaba pasando. De la
diera comunicarse, en el primer descuido, colgó el teléfono y abrió salita, de la «amansadora», lo pasaron a una celda colectiva. Previa­
la puerta: salió lentamente hacia la calle, pero al cruzarla, comen­ mente, claro, le habían hecho «tocar el pianito». (Estos términos,
zó a apurarse. Detuvo un taxi «amansadora» y «tocar el pianito», por las largas esperas y la toma
-Rapidísimo -ordenó al taxista Marinelli-, Hasta Rivadavia y de impresiones digitales, los aprendió entonces, y aunque indican
Urquiza, al bar Alabama, no sé si lo conoce, mi amigo. una amarga experiencia, él, muchacho de buena familia con casa y
Predispuesto, mientras el taxista le decía que sí, que conocía, trabajo, los repetía en las conversaciones desenfadadamente, con en­
cómo no iba a conocer, Marinelli pensaba en el Profesor Acuña, en tusiasmo, como si no le importaran, porque lo colocaban por sobre
otro triunfo; ahora en Alabama lo reventaría. los otros, los que no los conocían y lo escuchaban, y porque la cos­
-Qué lindo es un cigarrillo después de cenar -le comentó al ta­ tumbre acaba por matar la inocencia.) En la celda vio las primeras
xista, después de pedirle fuego. miserias.
Con la cara, el taxista dijo que sí, y con palabras, un cigarrillo Cuando entró y se cerró tras él la reja con el horrible ruido de
y un café. llaves y hierros descubrió sentados en los rincones, acostados en las
camas de cemento, contra la pared, y parados en medio, a los que
habrían de ser sus compañeros. Eran hombres jóvenes en su mayo­
(En Fe de ratas, Sudamericana, Buenos ría, pero parecían no tener edad, vencidos por el cansancio y aton­
Aires, 1976.) tados por el encierro. Mal entrazados, ojerosos, barbudos, no resul­
taba extraño que dieran mal. Pero la observación que hizo de ellos dia se paseaba en el pasillo, delante de la reja, haciendo sonar las
fue rápida porque la luz que se había prendido para que entrara se llaves que tenía en las manos. El mágico tintineo, que resonaba en
apagó en seguida. En la penumbra inmediata -quedó un foco encen­ las mentes de los enclaustrados con los ecos de la libertad perdida
dido en el pasillo, cuyo resplandor amarillento alcanzaba de sosla­ -ésa que podía ser recuperada si se abría la reja para salir al patio
yo la celda- apenas si los distinguió. Notó sin embargo, que ellos lo o a la calle, daba lo mismo-, actuaba como una hipnosis colectiva,
observaban. un modo de mantenerlos expectantes, otra forma de la tortura. Víc­
Uno se le acercó. Tembló. Pasó a su lado y se asomó a la reja pa­ tor estuvo largo rato con la mirada puesta en las idas y venidas del
ra mirar afuera. Un segundo imitó al primero en sus movimientos, policía que pasaba y volvía a pasar, y atento al sonido que se des­
con la misma seguridad y displicencia. Los observó sin moverse, prendía del llavero y se agrandaba cruelmente en sus oídos. Pero no
asustado. Los dos permanecieron juntos mirando el corredor, como para que se abriera la reja.
si tuvieran todo el tiempo por delante. Notó, también, que otros se Esta, sin embargo, súbitamente se abrió. Y se oyeron las órde­
revolvían en el fondo de las camas y que unos más se desplazaban nes perentorias para que formaran en el pasillo y se alinearan en el
en el espacio libre. Mientras ocurrían estas cosas no pudo dar un pa­ patio como en un cuartel. Había llegado la hora de pasar lista, hora
so; el miedo lo mantenía paralizado. Sin embargo, ni los que esta­ que coincide con los cambios de guardia. Atropellándose, tropezan­
ban asomados a la reja, ni los que se acomodaban o caminaban, in­ do, empujándose, el grupo cumplió de mala gana, pero sin chistar,
tentaron tocarlo. Se quedó un rato clavado en el mismo sitio hasta los mandatos. En la media luz casi cenicienta del patio, Víctor oyó
que se dio coraje y se dirigió a la cama que vio vacía para acostarse. que lo llamaban con un nombre cambiado. «Deben de haberlo escri­
No pudo hacerlo porque el dueño, que se había levantado un momen­ to mal», pensó, y no contestó con el «¡presente!» militar con que los
to, se le acercó y firmemente le señaló el piso. Algo confundido, pe­ otros habían respondido. Claro que en su silencio, en la mudez que
ro obediente, ocupó el pedazo de cemento donde, ante su desconcier­ le sobrevino, estaba, aparte de la sorpresa del cambio de identidad,
to, un tercero colocó las hojas de diario para que se sentara. la vergüenza de ser nombrado en un patio de comisaría entre mal­
Víctor no sabía que la prisión tiene sus reglas, aun tratándose hechores y desgraciados que nada tenían que ver con él. Así que si­
de una comisaría. Los muchachos que habían pasado a su lado pa­ guió guardando silencio y el oficial se enfureció, repitió una y otra
rándose luego delante de la reja, y los que se movían en las camas o vez el nombre equivocado y se volvió al agente de guardia para pre­
caminaban por la celda, no querían hacerle nada sino darse cuenta guntarle. Éste lo buscó con la mirada y lo encontró. Los dos se le
de que estaban junto a un igual, que no les provocaría problemas ni acercaron entonces y el oficial lo interrogó diciéndole cuál era su
era un «batidor». Esto último, el «batidor», el soplón, es lo más temi­ nombre, que por qué desobedecía. Víctor, tímidamente, le hizo no­
do, y ya averiguarían la verdad cuando le hablaran. tar el error, y el otro escribió en la lista. Pero al llamarlo de nuevo
Más tranquilo, cabeceó un sueño, aceptando su destino. Cuan­ para que contestara su «¡presente!», le dijo, a voz de cuello, el nom­
do volvió a la realidad, a su realidad de cuatro paredes sin salida, bre equivocado, el mismo de antes, y no una sola vez, sino varias, a
todo estaba en calma a su alrededor. Los compañeros aparecían in­ las que Víctor debía responder «¡presente!, ¡presente!» bajo la mira­
movilizados en sus posiciones de acostados, sentados o parados. Se­ da autoritaria. Él debía saber que un policía no se equivoca.
guían en los mismos sitios, apenas visibles en la penumbra. Pensó De vuelta en la celda se les sumó el nuevo contingente de la no­
que dormían envueltos en una suerte de sortilegio que les permitía che, la última redada del amanecer que las rondas reclutan en las es­
permanecer en el sueño aun estando de pie. Y en verdad eso era lo quinas y los bares apartados. Entre ellos estaba el mecánico, el pri­
que ocurría, lo que estaba ocurriendo. Lo comprobó en seguida, mero que le habló, un muchacho limpio, de buen aspecto, juerguista
cuando él mismo fue víctima del encantamiento. El oficial de guar­ con otros compañeros en un boliche de mala muerte, donde se habían
emborrachado y donde cayó la policía. Cuando lo’abordó, después del Claro, sí, el tiempo no pasaba, pero acabó por pasar. Y fue la ho­
primer momento en que él también pasó la inspección de los reclusos, ra del desayuno la que le avisó que eran las ocho de la mañana. Has­
hacía rato que la borrachera se le había ido como por encanto y que ta allí, la claridad del día no llegaba. Remota, remotísimamente, de
los vapores del alcohol se le habían disipado como por arte de magia, una claraboya del costado, abierta en el extremo del corredor, se fil­
encanto y magia que no eran otra cosa que susto. El joven, flamante traba un rayo de sol, una lucecita tan débil como la del foco, que ya
recién casado, no disimulaba tampoco su aflicción por el disgusto que había sido apagado. Tampoco llegaba la comida, y el hambre, insta­
iba a causarle a su mujer cuando ésta se enterara, porque antes de lado en los estómagos, se convirtió en el mejor reloj. La novedad fue
que lo sacaran del bar consiguió pedirle al mozo que conocía, que le que algunos recibieron llamadas de afuera. El solicitado salía con el
avisara. También entre los detenidos estaba el muchacho de pelo lar­ agente y al cabo de un rato volvía. Un pariente o un amigo, entera­
go con el que conversó después, cuando ocurrió la escena en la segun­ do de lo que le pasaba, había venido a preguntar por él, y la guar­
da salida al patio, ya en pleno día, pero entonces no lo vio. dia accedía a la visita. Por eso lo sacaban y lo traían luego. Duran­
Esas charlas a media voz ayudaban a los desesperados como él. te su ausencia, en la celda se hacían conjeturas y todos aguardaban
Aveces los mal dormidos les chistaban desde los rincones, reclaman­ expectantes, aunque algunos siguieran conversando. Porque a ve­
do el sueño que el murmullo les impedía conciliar, pero ellos apenas ces el llamado no volvía (¡ah, el feliz que había ganado la calle!), pe­
les hacían caso, guardando silencio sólo un momento, para retomar ro otras (el camión celular se había detenido junto a la comisaría, y
" la charla en seguida. aunque no lo vieran, no pudieran verlo, lo sabían, adivinaban que
A medida que transcurría el tiempo -que sin embargo no pasa­ ésa era la causa; recordaban la situación del compañero, las conver­
ba-y que se sucedían las tandas de nuevos incorporados, los prime­ saciones, lo que habían oído, y pensaban en la cárcel)...
ros detenidos pasaban a ser los más viejos y el grupo de los antiguos Víctor conversaba con su amigo el mecánico cuando éste fue lla­
se solidarizaba con ellos. Víctor lo notó cuando llegaron los presos mado por el agente que le franqueó la puerta y le dio paso diciéndo-
de la mañana. El primer movimiento de los ocupantes fue el de re­ le que su mujer quería verlo. El muchacho quedó demudado, su ca­
chazar a los recién venidos, el de apartarlos, y el segundo, el de in­ ra reveló la mayor aflicción, todo él mostró la tensión que transmite
corporar a los aparecidos antes, como él. Eso lo animó, lo reconfor­ ansiedad a las manos, a los brazos, a las piernas y especialmente al
tó. Se entregó a la charla con el mecánico sin pensar en el desamparo abdomen que se contrae hasta doblar el cuerpo en dos. «Qué le digo,
en que quedaban los últimos infelices caídos en la celda. Pero las le­ pobrecita», se le oyó. «¡No tiene vergüenza, andar emborrachándo­
yes para sobrevivir son muy duras y no las dicta la piedad sino el se, con una mujercita así!», lo empujó el agente. Pero seguramente
instinto. Y esto también tenía que aprenderlo él, que se desvivía por el encuentro fue muy distinto del que pensaron todos, porque el mu­
el prójimo. chacho volvió feliz, cambiado por otra emoción, diferente de la que
La camaradería se instaló entre las cuatro paredes de la celda, lo había afligido un momento antes, y sonreía transfigurado, el cuer­
para entonces demasiado estrecha por la acumulación de contingen­ po dentro de la comodidad distendida del placer. En la mano traía
tes. El muchacho le preguntó por qué estaba preso, pero él no supo un paquete que olía a comida y el grupo lo rodeó apenas se cerró la
decirle la causa. «Te emborrachaste», comentó el muchacho. «Sí», puerta tras él, acercándosele con el lenguaje mudo de los hambrien­
balbuceó Víctor. «Está preso por el segundo hache», se oyó claramen­ tos que no piden, pero que, paradójicamente, reclaman compartir el
te a una voz. El que había hablado era el del pelo largo, que lo mi­ alimento. El mecánico se abrió paso y se sentó en una cama. En la
raba desde un rincón y al que se volvieron todos. Pero nadie dijo na­ cama abrió el paquete. Era una tortilla de papas recién hecha. Por
da; por el contrario, se hizo un largo silencio, un silencio que pareció el brillo de los ojos de los otros pasó el ¡ah! que los labios no dijeron
advertir con su carga más al que había hablado que a Víctor. y por el aletear de las narices la urgencia del hambre que debía ser
satisfecha y que, sin embargo, ningún gesto delataba. Esta doble ex­ identificar a un ratero. Se resistió, pataleó, gritó. «Siempre a mí!
clamación no expresada tuvo un segundo momento, casi inmediato, ¿Por qué? ¡No quiero!», decía. Fue arrastrado, golpeado y dejado bo­
que desconcertó a Víctor. Los famélicos no avanzaron, no dieron un ca abajo sobre las baldosas. Se oyeron sus quejidos hasta que dos
paso más; por el contrario, se retrajeron, fueron retrayéndose, retro­ agentes se lo llevaron hacia la oficina donde se realizaba el recono­
cedieron poco a poco, siempre en silencio, hasta alejarse del mucha­ cimiento. A los que quedaron les dieron un corto recreo durante el
cho sentado junto a la tortilla, casi dándole la espalda, dándose vuel­ cual recorrieron el perímetro del patio bajo la mirada de los cancer­
ta, con tanto pudor, con tanta delicadeza, que podría creerse que beros. Casi no hablaban, apurados por agotar las vueltas, cuantas
estaban heridos en lo más profundo de sus sentimientos por la ver­ más mejor. En una de esas idas y venidas del círculo, o, mejor de la
güenza de encontrarse en una celda sin que nadie se acordara de rueda que se había formado, el muchacho de pelo largo se apartó y,
ellos. El desconcertado Víctor no pudo decir si el muchacho tuvo con­ resuelto, encaró al agente gordo que vigilaba con los otros los des­
ciencia de estos movimientos, pero lo cierto es que la escena que so­ plazamientos. Algo le pedía, le pidió, porque el otro lo conminó a vol­
brevino no se le olvidaría jamás, junto con la del pelo del muchacho, ver a la fila de los que daban vueltas. Algo que fue más fuerte que
del muchacho de pelo largo, que presenció después. esa orden porque el de pelo largo no se movió; por el contrario, in­
Desde su posición de sentado, con las piernas colgando, el me­ sistió. Antes de que los otros agentes se acercaran, lo patearan y lo
cánico dividió la tortilla con las manos. La cortó en trozos hasta lle- tumbaran al suelo con sus golpes, suplicó todavía ante el gordo arro­
,gar al número de los allí encerrados. Le ofreció luego uno al que te­ dillándose y clamando -como una Magdalena, decía Víctor, al recor­
nía más cerca, que era Víctor (que lo miraba hacer asombrado y dar sus pelos sueltos- con los brazos alzados y las mano juntas con
admirado). Repitió la operación con otro, también próximo. Estos los dedos entrelazados en actitud de oración, levantadas hasta las
movimientos, realizados en silencio, sin pronunciar palabra, basta­ narices del otro. ¿Qué pedía, qué pediría, qué estaría pidiendo? La
ron para que los demás se volvieran y lo mirasen. El, entonces, los respuesta fue esas patadas, esas trompadas, esas exclamaciones en­
llamó uno a uno, con el trozo de tortilla que le correspondía en la tre las que se oía «puto de mierda». La rueda, sin embargo, no dejó
mano, también sin hablar, sin hacer ruido, ni siquiera con el papel de girar, siguió haciéndolo sobre su eje como si no pasara nada. La
del paquete. El instante fue mágico: todos comieron, sonrieron, di­ escena parecía transcurrir en otro plano, en otro tiempo, lejos de los
jeron cosas al mismo tiempo. Al menos esto es lo que recordó Víctor, que allí estaban, como si fuera una proyección de imágenes que ve­
la felicidad de comer con hambre en una celda, o simplemente la fe­ nía de otro lado y no de personas de carne y hueso: algo fantástico y
licidad de comer, como cuando los chicos comen contentos, con la bo­ no real, que, sin embargo, perturbaba. ¿Y qué había ocurrido, en ver­
ca llena, levantando las cucharas. «Dios mío», se dijo. «Este hombre dad? «¡Puto de mierda!» Sucedía que el muchacho, la Magdalena
es muy bueno.» Este hombre -el mecánico- no comía. Después de ahora golpeada, que se sonaba los mocos, amiga del gordo -lo supo
ofrecer el último trozo de la tortilla que su joven mujer le había pre­ Víctor en seguida-, le había pedido que lo dejara lavarse el pelo en
parado con tanto amor, se quedó sentado, pensativo, en paz consigo la pileta que se veía en el rincón del patio. El gordo había reaccio­
mismo, moviendo las piernas. Esa noche, cuando el sueño venció a nado con un «no» porque no le gustaba que le pidieran nada delan­
todos, tumbados en la celda informe, se fue sin que nadie lo notara, te de sus iguales, y éstos, los agentes, procediendo como custodios,
llamado por la voz del oficial de guardia que vino a buscarlo y que habían extremado el celo castigándolo con golpes e imprecaciones.
sólo Víctor oyó. ¡Querer lavarse la cabeza como si estuviera en su casa! ¡Puto de
Luego de la siesta, después de una trifulca porque no los deja­ mierda! Pero el reo no cedió tan pronto, como era de esperar; por el
ban ir al baño, salieron al patio. El pase de lista resultó accidenta­ contrario, volvió a la carga con nuevos ruegos, esta vez dirigidos a
do. Uno de los muchachos se negó a hacer número en la rueda para los verdugos. Menudearon todavía los golpes, pero la saña fue dis­
minuyendo, paró la andanada violenta. El pelo largo del muchacho le desprendiera la bragueta con botoncitos puestos en hilera inter­
parecía suplicar también, se movía con los cabezazos que acompa­ minable, de acuerdo con la moda de entonces. Fue llevado a empu­
ñaban a los ruegos. En fin, al cabo de un momento lo dejaron en paz, jones al camión celular de la policía, que hacía una de sus razias,
cansados y fastidiados, caído en el suelo, al costado de la vorágine apostado en la calle.
que giraba. «¡Lo dejarán ahí hasta que nos metan adentro!», se dijo Esta vez lo metieron en una celda que era una jaula colocada
Víctor, desconsolado. Pero no. Una vez que los guardianes lo aban­ en la mitad del patio. O al menos eso le pareció cuando lo arrojaron
donaron, el gordo, rogado nuevamente, en un último intento del mu­ adentro. Se trataba de dos o tres compartimientos, por llamarlos de
chacho, le dijo algo, habló seguramente accediendo, accediendo ex­ alguna manera, separados por barrotes, con puertas independien­
trañamente, porque el de pelo largo se paró, dio un salto de alegría tes y alineados contra la pared. Daba la impresión de estar abier­
y corrió hacia la pileta que el agente le había señalado. La rueda se­ ta en todas direcciones, ubicada en medio del espacio rectangular.
guía girando sin parar, pero Víctor vio la escena. Pero la disposición obedecía a la mejor vigilancia desde afuera por
Casi trepado a la pileta, aferrado al borde, el pelo caído hacia parte de los guardianes. Esto lo comprendió Víctor al poco rato
adelante por la cabeza inclinada, con un jabón que había sacado de cuando se dio cuenta de que sus movimientos eran seguidos por las
quién sabe dónde, el muchacho dejaba correr el agua; lavaba su ca­ miradas del policía que lo obligó a quedarse quieto, paralizado en
bello debajo del chorro, y la catarata dentro de otra catarata descri­ el rincón.
bía una escena lejana, una escena que Víctor descubriría cuando, Los compañeros, sin embargo, como en la otra oportunidad, des­
encerrados en la celda, el protagonista se la contara. Y era que el pués de haberlo admitido, le hablaron largamente, usando la clave
muchacho, criado por una abuela, había asistido desde chiquito al de no moverse del lugar y de hacerlo como si no se dirigieran a nin­
lavado del pelo de la vieja, que lo acostumbró al ritual. Por eso él, guno. La jaula se convirtió en un lugar tranquilo donde unos mu­
cada vez que lo hacía, era feliz, dejaba derramarse el pelo, lo revol­ chachos sentados o parados conversaban casi sin palabras, como en
vía en la espuma, aunque fuera en la pileta de un patio sórdido y no una esquina. Nadie alzaba la voz, nadie se movía.
en la tina de agua clara, de agua de lluvia, del patio con plantas de Así supo que el comisario era un policía temible, famoso por el
la casa donde su abuela cantaba, mientras él, con el tacho, dejaba trato severo que daba a sus reclusos. No los castigaba o torturaba;
caer el agua sobre la cabellera desparramada en la luz. apenas algunos sopapos o algún empellón, o la celda solitaria para
el rebelde, pero no admitía desórdenes ni mucho menos que se fal­
tara a la disciplina interna que había impuesto. Todos los presos de­
La segunda vez que Víctor estuvo en la comisaría no fue en su bían desfilar frente a él, llevados uno detrás del otro a su escritorio,
barrio. Conocía el baño de la estación terminal de ómnibus y allí en­ para que los mirara sin decir nada, los escrutara de frente obligán­
tró, incauto, como siempre. La estación estaba a un costado de la dolos a bajar la vista sin permitirles a su vez que le hablaran. De­
plaza, y al fondo del bar, en el extremo del corredor que hacía de an­ cían que tenía la boca torcida en un rictus y que constantemente to­
dén, detrás del muro que parecía cerrarlo pero que le daba acceso maba pastillas que tragaba con el agua del vaso puesto al alcance
como a un laberinto, se encontraba el baño. Los conocedores del si­ de su mano. «¡No le pusieran veneno!», exclamaba algún preso.
tio solían apagar la luz del muro aflojando la bombita colocada de­ Supo también que en una comisaría se hacen las mismas cosas
masiado alta, lo que hacía suponer que uno se trepaba sobre el otro, de afuera, aunque con otras reglas de juego.
apoyándose en sus hombros para alcanzarla, y que eran dos los que Lo sacaron de la celda colectiva y lo llevaron a una individual,
realizaban la operación. Esa noche las manos serviciales habían ac­ una de las tantas puestas en fila en ese corredor del costado del pa­
tuado cuando Víctor llegó y se demoró con uno empecinado en que tio. No comprendió la razón del traslado, y se dejó llevar con la va­
ga esperanza de que el corredor condujera a fas oficinas y a la sala obligándolo a inclinarse, mientras se desabrochaba, lo empujó ha­
de espera, donde aguardaba el público, y desde donde (lo supo cuan­ cia abajo, hacia el falo erecto, liberado, que entró en la cavidad de la
do lo trajeron, en un recorrido inverso) podía salirse a la calle, a la boca apretado por los labios. El acto fue rápido y perfecto. Después
libertad. Lo dejaron entre esos cuatro muros donde la oscuridad era el otro, apartándolo (Víctor escupió en un rincón), se limpió con un
total y donde la reja de la puerta de hierro era un mezquino cuadra­ pañuelo que olía a lavanda, y haciéndole señas de que se callara, de
do con barrotes desde donde se veía el exterior en una franja angos­ que guardara silencio, se asomó a los barrotes de la puerta y espe­
ta. Pero no estuvo mucho tiempo solo. A un hombre de estatura me­ ró. Al poco rato la puerta se abrió, con el ruido característico de lla­
diana, flaco, pálido, según pudo verlo cuando entró, mostrado por la ves, y el agente, dándole paso como cuando lo había traído, lo dejó sa­
luz de afuera, le fue franqueada la entrada, discreta, casi subrepti­ lir y cerró.
ciamente, por el policía, que, sin olvidar su función de carcelero, des­ Asombrado, sin poder hacerse cargo todavía, Víctor se pregun­
de luego cerró la puerta al salir. Aparte del color macilento de la fi­ tó si lo que le había ocurrido no sería una alucinación, una inven­
gura, le llamó la atención que el recién llegado vistiera un traje ción de la fantasía. Espió hacia afuera aferrándose a los barrotes;
elegante de calle. Pero pensó que se trataba de un ladrón de guan­ no vio a nadie. Tanteó el duro cemento de la cama, tan frío como al
te blanco, de esos que en su imaginación andaban impecablemente comienzo. No; nada, ni un rastro. Ni siquiera el olor que recordaba
vestidos, tal como lo había aprendido en las películas. Había una so- un momento antes: el fino, volátil olor de la lavanda. Seguramente
: “ la cama en la celda; él se encontraba recostado cuando el hombre en­ todo había sido un sueño, el recuerdo alucinado de un hecho ocurri­
tró. Se incorporó para verlo y se sentó con las piernas colgando cuan­ do tantas veces y convocado por su imaginación. Entonces él, que
do se quedaron solos. Uno y otro guardaron silencio después de los veía lo pequeño sin confundirse, descubrió la babosa inmóvil del rin­
saludos balbuceados más que dichos. El nuevo ocupante caminó cón, equivocándose por primera vez en su vida. Se inclinó a tocarla
unos pasos, se quedó quieto y le dijo de pronto si podía recostarse él y la baba con el olor del semen se levantó pegada al dedo, deshecha
un momento, ocupar la cama. Víctor, diligente, le cedió el lugar, en el hilo espeso que se cortó en la gota transparente, porque lo que
abandonó el lecho y ahora fue él el que se puso a caminar por la cel­ había escupido estaba mezclado con saliva.
da. El hombre estaba tendido boca arriba, las piernas abiertas, con Su soledad, desde ese momento, fue muy grande. Confinado en
las manos detrás de la nuca por almohada. Miraba el techo pero se la celda, arrinconado por el remordimiento, sintió el abandono de su
veía que hacía un esfuerzo por mantener tenso el cuerpo, por soste­ condición. Ni siquiera tuvo el consuelo de llorar porque algo oscuro
ner la rigidez que desde las piernas parecía transmitírsele, por la le indicaba que las lágrimas no lo desahogarían -no lo redimirían-
fuerza de la voluntad, hacia el bajo vientre. Víctor lo advirtió ense­ de la pena de ser homosexual y haber sucumbido a la tentación. No
guida, pero no podía dar crédito a sus ojos de que eso ocurriera ahí, podía pensar, no entraba en sus cálculos, que había sido arrastrado
en una comisaría. Lo observó de soslayo, detuvo su caminata y vio por otro igual, o parecido, hacia la felacio que lo preocupaba y afli­
que entre las piernas la tensión había alcanzado la rigidez. Nada di­ gía. La culpa era suya.
jo; nada pudo decir. El otro, sin embargo, desde su inmovilidad, lo Sumido en estos pensamientos se durmió. Lo sacó del sueño la
invitó a sentarse en el borde de la cama, y para darle más fuerza a conversación en voz alta que provenía del corredor. Sigilosamente
la invitación hizo un movimiento más, un esguince que proyectó la abandonó la cama, se asomó a la reja. Esperó. Se había producido
rigidez notable hacia arriba, y sacando una mano de detrás de la nu­ el silencio que sobreviene en los diálogos. Oyó sin respirar, sin ha­
ca, extendió el brazo y tocó dos o tres veces el borde, señalándole el cer el menor ruido. «¿Querés que venga el sargento Aquiles?», dis-
lugar. Pasmado, casi sin poder moverse, pero fuertemente excitado, tinguió con claridad la voz del guardia. «¡Mirá que ése tiene una...!
Víctor obedeció. Entonces el otro, con la mano que lo había llamado, Te va a dejar mansita.» Y la otra voz, aue le respondía- «;Sí
venga! Llamálo.» «Quedáte tranquila.» «Andá, decile que soy la recían ignorar. Se puso en cluclillas para hablarle y el otro se enco­
Mecha.» «Está ocupado, te digo. Vos sabés que a ése no le basta con gió aún más, doblándose sobre sí. Entonces, en un arranque de com­
una.» «Si le decís quién soy va a venir.» «Claro que va a venir. Pe­ pasión, lo atrajo contra su cuerpo, le acarició la cabeza y le tomó la
ro dejálo terminar. Está amansando a una guachita.» Un nuevo in­ mano. Así, su mano sobre la mano -el otro lo dejó hacer, seguramen­
tervalo en la charla marcó la transición. La tercera voz, voz de mu­ te vencido por el sufrimiento-, pasó gran parte de la noche, hasta
jer, irrumpió violenta: «¡Que se calle esa puta que no deja dormir!» que el afligido, precisamente él, fue llamado por el oficial de guar­
«¡Más puta será tu madre!», volvió la de la otra. «¡Arrastrada!» dia y los separaron. Cuando las primeras luces del día inundaron
«¡Cornuda!» «¡Silencio!», se interpuso la del guardia. «¡A ver si ten­ por los tres costados la celda -una jaula en la que los rostros reve­
go que proceder!» Una tercera pausa marcó el instante en que ya laban mucho más que una confesión voluntaria-, vio a los dos vie­
no podría seguir escuchando porque con ruido de botas y de llaves jos antes de encontrarse de nuevo con el muchacho que había pro­
en el corredor se anunció el sargento Aquiles. Casi no le dio tiem­ tegido.
po a retroceder al abrir la puerta de su celda rápidamente y al pa­ Uno de ellos estaba parado, en la inevitable pose a la que obli­
rarse en el marco a contraluz, erguido en toda su estatura. Venía gaba la cantidad. El otro se encontraba en el piso, apoyada la es­
a sacarlo a él, en primer lugar, para devolverlo a la jaula donde ha­ palda contra la pared, con las piernas extendidas y las manos en
bía estado, y a quedarse con la mujer, después, para encerrarse con un ir y venir constante sobre la piel de los hombros descubiertos.
ella en la celda. Pero esto, ni el nombre ni lo que haría, lo supo en Se rascaba. Se rascaba con tanta insistencia que el esfuerzo le ha­
el acto -aparte de la irrupción del policía parándose en la puerta- cía emitir bufidos, estertores, que acompañaban con sus ruidos al
sino en seguida, cuando lo sacó con buenas maneras, le dijo al movimiento. En la prolija ocupación, que lo ponía más activo cada
agente que se lo llevara («¡Sí mi sargento Aquiles!») y abriendo la vez, se restregaba las espaldas, debajo de la camisa raída, y se ras­
celda de la mujer («¡Mecha!» «¡Sargento!») cerró la pueda tras él, trillaba el cuello con los dedos abiertos de las manos. En todos los
no sin antes darle tiempo al guardia para que le hiciera el gesto, recorridos, de la piel amoratada, blanqueada a trechos por lampa­
que con la manos separadas quiere decir que el señalado la tiene rones, se desprendía una caspa espesa cuyas partículas flotaban en
grande, a la mujer fugazmente asomada. («¡Reventada, se hace co­ el aire. En un momento dado, cuando la fricción llegó al paroxismo
ger por un cana!», se oyó todavía a la voz violenta. Pero ya se iban y pareció que las uñas no le alcanzarían, el otro viejo le espetó la
por el corredor desandando el camino que lo devolvería a sus com­ orden: «¡Dejá de rascarte! ¡No respetás a la gente!» Las manos se
pañeros) inmovilizaron instantáneamente, los brazos quedaron suspendidos
Aunque había visto bastante, Víctor estaba lejos de imaginar lo en la mitad de la acción. «¡Sos un puerco!», le dijo, y volviéndose a
que le esperaba. En la celda colectiva el espacio resultaba mezqui­ Víctor, cuya sorpresa de testigo había visto, le explicó: «Tiene soria-
no porque la población había crecido durante su ausencia. Las luces sis, ¿sabe? Una enfermedad de la piel». En seguida, con parsimo­
estaban apagadas cuando fue introducido de nuevo, de modo que no nia y decisión se abrió paso entre los apretujados y se asomó a la
distinguió nada y las presencias sólo se manifestaron por los pisoto­ reja. Llamó al guardia y habló con él. Consiguió, siempre con el to­
nes sin querer que dio y los codazos rencorosos que recibió. En la os­ no mesurado -tenía la voz grave-, que el compañero fuera sacado
curidad llegó hasta la pared y allí apoyó la espalda para pasar la no­ de la celda para higienizarse y cambiarse de camisa. Eso dijo. Lo
che. Pero sentado en el piso, rozándole la pierna, alguien sollozaba de higienizarse podía pasar, pero lo de cambiarse de camisa no. Ca­
temblando lastimosamente. No lo advirtió en seguida, pero como el da preso tenía sólo una muda, la puesta, cuando la tenía; no se les
llanto, aunque apagado, persistía, acabó por reparar en el desdicha­ permitía otra. A menos que familiares o amigos se la alcanzaran,
do al que, sin embargo, su vecino del otro costado, y el del frente, pa­ con la venia superior, durante las visitas. O a menos que un ami-
go, como ese viejo de gestos pausados, se sacara el saco, se quitara había oído sus sollozos y adivinado más que percibido su voz ronca,
la camisa y se la diera al necesitado. «Andá, lavate bien. Sacáte la áspera, y sobre todo cuando había palpado su miedo. Todavía no
roña y ponéte esto», le dijo alcanzándole la prenda, bastante percu­ imaginaba que ese miedo era la manifestación de un hombre ner­
dida, por cierto. «Y no traigas de vuelta la camisa que tenés pues­ vioso, de esos que no pueden contenerse, y que la muestra significa­
ta. ¡Quemála!» ba la más segura presencia de un déspota. Consolándolo y velándo­
Víctor seguía lo que estaba ocurriendo con incredulidad y admi­ lo no supo con quien estaba, y cuando lo supo, o creyó que lo sabía,
ración, pero también con ternura. Por primera vez en una celda se se dijo que no importaba, que el muchacho lo atraía precisamente
sentía igual a los otros, hermanado con ellos. La pareja de viejos le por eso, por lo que era. Víctor estaba madurando para el amor, ha­
parecía un ejemplo del afecto entre los presos, aunque hubiera sido ciéndolo consciente. En adelante sabría a qué atenerse respecto de
uno solo de ellos el que se manifestara hasta entoncés. No se enga­ sí mismo y de los demás, y respecto del sentimiento que no le daba
ñaba: la severidad del viejo mayor, su desprecio y hasta su asco, en­ tregua en el dolor, pero le ofrecía al mismo tiempo momentos de en­
cubrían amor. Lo supo enseguida, cuando el hombre le dijo, mien­ trega como ése, no importa si en una jaula con presos hacinados. Sin
tras esperaba el regreso del otro: «Es como un chico, ¿sabe? Tengo separarse ya, compartieron las largas horas del encierro, algún bo­
que estar diciéndole todos los días: “No seás caprichoso, sacate la cado que consiguieron y la esperanza de salir para encontrarse afue­
mjigre. ¿No ves que la mugre te da más picazón”. Pero no, se la tie­ ra. Otra cosa que Víctor no pensó: el otro podía irse antes (o él) y ha­
ne jurada al agua. Y dale con las uñas. Es como un chico, créame». bría todavía otra separación. Así ocurrió: el muchacho fue dejado en
Cuando el otro regresó, lo siguió hasta el rincón donde se sentaron: libertad y él se quedó. Sin que se diera cuenta cómo, lo vio salir de
dos pordioseros, uno con camisa y el otro con saco y nada debájo. la celda, casi sin despedirse, sólo con la vaga promesa de que se en­
Juntos. contrarían, apurado por correr quién sabe dónde, con quién, pero le­
Él, Víctor, sin embargo, no estaría mucho tiempo solo porque el jos de él, rotos los lazos que atan a dos desconocidos en la prisión,
muchacho del llanto apareció dándose a conocer del único modo que abandonados a sí mismos.
podía hacerlo. Le tomó la mano, y al sentir el contacto se dio cuen­ Pero a él le llegó también el turno de irse. Fue después del des­
ta de que era él. «¿Pero cómo supiste que era yo?», le preguntó Víc­ file ante el comisario que, sentado en su escritorio, tal como le ha­
tor, admirado del reconocimiento. «¿Te creés que no lo sabía?», le con­ bían dicho, vio pasar uno a uno a los presos. Formados en el patio,
testó el otro con una pregunta. Desde ese momento, ellos también los desgraciados iban avanzando a través de puertas y oficinas has­
fueron una pareja. La cara del muchacho no se le borró. ¿Cómo hu­ ta el lugar donde se encontraba el sátrapa. Entre los que debían pa­
biera podido borrársele, siendo como era? Tenía debajo de los ojos sar se hablaba del reconocimiento de algún ratero de avería o de al­
dos bolsas amoratadas (dos debajo de cada uno), de esas que indi­ gún asesino caído junto a los vagos reclutados por la noche. Y se
can alguna enfermedad renal. Bien separadas y marcadas unas de comentaba la poderosa memoria del comisario que, tragando píldo­
otras: dos. Le faltaba un diente. El pelo peinado y repeinado (una ras, grababa a fuego las caras de los que veía, distinguiéndolas sin
especie de casco negro con rulos en la parte de atrás, sobre la nuca) equivocarse, para usar después su retentiva ante cualquier even­
indicaba el cuidado de quien está pendiente de su arreglo. «Un nar- tualidad. (Esto de «cualquier eventualidad» era del viejo que había
cisista casero», pensó Víctor. Y por lo que le dijo y adivinó luego, un hecho lavar al otro, quien, detrás de su amigo, estaba colocado de­
cafishio. Pero nada de esto lo desvió del sentimiento que sentía ha­ lante de Víctor en la cola.) Cuando se encontró frente al hombre, que
cia él, tan súbito, sino que, por el contrario, lo afirmó en la convic­ lo miró sin inmutarse, los ojos fijos, perdidos, no pudo creer lo que
ción de que tenía que ayudarlo, de que tenía que ser su amigo. Lo veía; su asombro fue tan grande que no reparó en otra cosa y pasó
atraía poderosamente, lo atrajo desde el primer momento, cuando ante él, casi escapó de la oficina atontado, golpeado, trastabillando,
y al recuperar la libertad, momentos después, trató de desaparecer
más que marcharse, ganando la calle sin poder decirse todavía que
el comisario era el hombre que había entrado en la celda cuando lo
encerraron solo.

(En La otra mejilla, Sudamericana,


Buenos Aires, 1986.)
4

La playa
Eduardo Musllp

Hola, Ana. Estoy escribiendo en un bonito cuaderno que ayer com­


pré y que me hizo crear esperanzas de que podía, por fin, llegar a es­
cribirte algo y enviarlo. La suma de cartas que inicio y no termino
sigue creciendo.
Sobre la arena, los sentidos levemente embotados y a la vez ex­
trañamente alertas, miré el amplio arco amarillo rodeado por los
acantilados, el mar casi sin oleaje, los escasos bañistas. Percibía el
rumor del mar, el calor del sol, la cercanía de Santiago, dormido jun­
to a mí. Le sentía la respiración lenta, profunda, regular; tenía un
brazo paralelo al cuerpo y otro sosteniendo la cabeza, la boca entrea­
bierta: su posición habitual de sueño
Santiago finalmente despertó, se desperezó, miró a su alrede­
dor -unos pocos grupos, bastante dispersos- y se detuvo en mí, son­
riente. Me emociona un poco verlo cuando se despierta así, como si
me contagiara las promesas implícitas en todo buen principio.
-Estás escribiendo a tu hermana, supongo.
-Sí.
-Voy a buscar agua. ¿Querés algo?
Santiago acaba de despertarse, y se fue a dar una vuelta. Creo
que no me quiso interrumpir. Todo el tiempo me estoy quejando de
las cartas que no escribo.
Me llevo más o menos bien con él. Me parece que te gustaría. Lo
conocí en la facultad hace dos meses. Entre otras virtudes, escribe
cartas con una soltura que envidio: la que te envié (¿hace dos años? lente ánimo, éste se volatilizaba rápidamente, sobre todo a la tarde.
¿o más?) fue la última que haya mandado a persona alguna. Pero con las horas el malhumor se le pasaba, y cuando yo estaba ya
Levanté la cabeza. Qué difícil me era describir a Santiago. El cansado, a la vez con frío y próximo a la insolación él quería quedar­
tono distanciado, trivial, me disgustaba. Hubiera podido poner algo se hasta que casi era de noche.
como lo quiero mucho, pero sentí que me entristecería, no sé por qué. Cerca de nosotros había otra pareja. Dos hombres altos, uno mu­
Venimos aquí casi todos los días. Es cerca del centro de Mar del cho más joven que el otro. Parecían no desear ningún tipo de contac­
Plata. Esta playa es un poco diferente de las que visitábamos cuan­ to con nadie; permanecían absolutamente inmóviles, por horas, de ca­
do éramos chicos. La que tiene la concesión del lugar es una antigua ra o de espalda al sol; muy cada tanto se cruzaban alguna palabra.
vedette y actual animadora de televisión. Lo bueno es que hay poca Daba la impresión de que, si hubiera sido posible, habrían estado sus­
gente, pocas familias. pendidos a un centímetro de la arena. Casi no iban al agua, supongo
Yo no había vuelto desde la última vez que estuvimos todos jun­ que sentirían que eso los desarreglaría. Me extraña un poco la gente
tos (¿hace diez años?). Me acuerdo que mirabas todo entre despecti­ que, aun casi sin ropa, se ve tan correcta, cuidada. Deseé que el perro
va y furiosa; no habías podido irte con tus amigas, y no aguantabas marrón se acercara a ellos y torpemente les arrojara arena o algo así,
a mamá, a papá ni a mí. algo que los obligara a alterar su distante perfección.
El otro día me acordé de lo que me contaste sobre cómo encon­ Los primeros días fueron bastante fríos. Santiago y yo habíamos
arás Buenos Aires en cada viaje: todo más viejo, más chico, más po­ llegado el dos de enero, a las siete de la mañana, y en el balneario
bre. Yo sentí algo parecido al llegar a esta ciudad, está todo igual, parecía no haber nadie. Dejamos las valijas en un hotel; horas más
pero más viejo. Y tal vez más chico. Y más pobre. Y me sentí mal, tarde, alquilamos la casa en la que estaríamos el resto del mes. Llo­
también, por cómo soy ahora, en qué situación estoy. Por ejemplo, mí viznó durante todo ese día; hacía frío y el cielo era de un gris triste y
itinerario sexual, el formar una pareja con un chico era algo que no uniforme; pensé que debía sospechar que el lugar de veraneo tendría
existía en absoluto —ni siquiera como una pálida fantasía- cuando que haber sido otro.
tenía quince años. En fin. La casa tiene un único ambiente, y un entrepiso. Está hecha ca­
Llegó Santiago y dejó el termo sobre la loneta. Pensé que no era si íntegramente en madera, o da esa impresión, sobre todo porque la
del todo sincero decir que el hecho de estar con él era una de las co­ casa completa parece crujir a cada paso, como si la construcción fue­
sas que me había perturbado al contrastarme hoy con el que era a ra muy reciente.
los quince años; en realidad, ese «ejemplo» representaba, creo, todo Dentro de poco van a llegar dos amigos nuestros. Uno es un an­
el malestar. Y también lo cierto era que, si bien a los quince años no tiguo compañero mío del ingreso a la universidad, que ahora está
podía prever mi «itinerario sexual», sí existían «pálidas fantasías» estudiando Medicina; se llama Pedro, tal vez te lo haya nombrado.
acerca de lo que sobrevendría. Pero, en fin, tal vez Ana entendiera El otro es «Fer»: un amigo de Santiago, un actor bastante simpáti­
también mis reticencias. co. Tengo ganas de que lleguen; los días pasan y a veces nos abu­
Empecé a sentir frío. Un perro muy grande, cobrizo, corría de un rrimos un poco -más Santiago que yo, en realidad— de sólo hablar
extremo al otro de la playa. Los dueños estaban en un grupo de hom­ entre nosotros.
bres altos y atléticos, de más o menos treinta años, que hablaban en
voz muy alta y reían también muy ruidosamente. Estaban muy bron­
ceados; tenían casi el color del perro, sólo que algo menos rojizo. Fer llegó un viernes; al día siguiente, en la playa se produjo la
-Cómo dejan suelto a ese animal -dijo Santiago. «inauguración de la temporada». Había periodistas y cámaras de ca­
Se le había pasado el buen humor. Si bien despertaba de exce­ nales de televisión. En una pequeña tarima, se exhibían tres muje­
res altas y sonrientes, vestidas con mallas de dos piezas. La dueña de hace diez años. Hablamos cada tanto por teléfono, pero me exige
de la playa soltó los breteles del sostén de cada una, y ellas los arro­ que le escriba cartas. Me cuesta mucho escribirlas.
jaron al público. -¿Por qué?
-La de la izquierda es Grace. Es amiga mía. Está allá, en el sec­ No quise empezar a explicar -de hecho, no hubiera sabido bien
tor privado. Después la van a conocer. qué decir-, e ignoré la pregunta.
La amiga de Fer era una mujer realmente muy alta, y muy lin­ Como te decía, por momentos me aburro un poco. Está con noso­
da, de pelo rubio y muy corto, y con orgullosos senos de cirugía. Te­ tros un amigo de Santiago, muy simpático pero de un humor un po­
nía cuarenta años; transmitía toda la fuerza y la energía que puede co cansador: habla sin- interrupción de otros actores, o personas de
tener una mujer de esa edad, y vista de lejos parecía mucho más jo­ la televisión. Intenta actuar: filmó una escena en una película. Tra­
ven. Dirigía una peluquería muy importante de Buenos Aires. Es­ baja de transformista (se disfraza de mujer) y crea así un personaje
taba en la playa con su marido. que lleva a discotecas o pubs gays. No es un genio pero, en fin, cae
Empezamos a visitar con frecuencia la carpa de Grace. No bien y es bastante entusiasta.
me siento demasiado cómodo allí. Santiago y su amigo se divier­ Traje muchos libros para leer, pero apenas los abrí...
ten con los comentarios absurdos que ella hace, pero que yo casi Dejé el cuaderno. No me gustaba la descripción de Fer, dema­
..nunca llego a escuchar. Me da la impresión de que, cuando estoy siado a la medida de lo que mi hermana pensaría si lo conociera, o
presente, sin querer hago más razonables las conversaciones, co­ de lo que yo creía qúe pensaría. Me irrité un poco con ella, como si
mo si la gente se cuidase, como si hubiera algo en mí que los in­ me hubiera estado obligando a evaluar a Fer de ese modo.
comodara. Cerca de nosotros, empezó a instalarse un grupo familiar. Era
La mayor parte del tiempo, sin embargo, seguimos con nuestras raro ver gente así en esa playa: dos mujeres más o menos mayo­
cosas en el sector público. Dejamos una parte cerca del acantilado res, una con aspecto de abuela; un hombre con aire de sostén de
para que les dé algo de sombra -aunque ahí constantemente se des­ familia, sufrido y responsable; dos chicos de más o menos diez
prende tierra que va cubriendo todo-, y nosotros nos acercamos un años; un perro blanco, pequeño, y de aspecto tranquilo. El hombre
poco al mar. colocó la sombrilla, cavó y clavó en la arena mientras los demás lo
El acto finalizó rápidamente. Fer se recostó de espaldas, los ojos miraban, casi en círculo, silenciosos. Luego las actividades fueron
cerrados al sol. No dormía; su inmovilidad era obviamente más un más compartidas: desplegaron un par de bancos y reposeras, saca­
efecto de la decisión de permanecer así que de la distensión. Santia­ ron de los bolsos las lonetas y otros objetos. Organizaron todo con
go se puso a leer un libro. Yo intentaba continuar mi nuevo intento concentración en la tarea, con decisión y seriedad. La modesta fun­
de escribir a Ana. El cuaderno que había comprado el primer día no dación quedó concluida, y la mujer mayor se sentó, mirando hacia
mostraba nada escrito y, en cambio, sí habían quedado los rastros el mar; a su lado, no muy cerca, se recostó el perro, mirando en la
de varias hojas arrancadas. misma dirección.
Fer se dirigió a mí, casi sin modificar su posición, apenas en­ -Ahí viene Grace -indiqué.
treabriendo los ojos y mirándome con algún esfuerzo: Santiago dejó de leer. Ella se acercaba a nosotros desde la zona
-¿Qué estás escribiendo? privada, seguida por su marido. Miraron con alguna aprensión al
-Una carta. A mi hermana. nuevo grupo vecino. «No hay gente así en la zona privada», parecían
-Siempre le está escribiendo s esa hermana- murmuró Santia­ querer decir. El viento la molestaba:
go, sin dejar de leer. -En el Caribe es tan diferente. No hay nada, nada de viento. El
-Vive en Estados Unidos, en Los Ángeles -informé a Fer-. Des­ agua allá es
El otro día, vi pasar un hombre con una herida en la cabeza; te­ Su marido asintió:
nía la cara ensangrentada. Hacía mucho calor, por lo que la herida -Son engañados por esas fantasías, y después abandonados a la
me impresionó más; el rojo de la sangre parecía vibrar. Me dediqué buena de Dios. Lo vimos en un documental en cable.
a observar el resto intacto del cuerpo. Siempre me llamó la atención -Seguramente, yo debí haber sido capturado por alguna fanta­
que, cuando alguien está herido, el resto del cuerpo no manifieste sía homosexual. Más o menos, cuando tenía quince años -comenté.
ningún problema. Alguien puede estar muriendo y el pie conserva -Y no te abandonó más. Aveces -retomó Grace-, los que dormi­
su movilidad, el pelo su plasticidad, su movimiento... tan nos «tiran» esas fantasías sobre los despiertos.
El marido de Grace era un hombre muy serio que se dedicaba a -¿Y qué consecuencias trae eso? -dijo Fer, nuevamente exten­
registrar la imagen de su mujer con una cámara de video y dos de dido al sol. No podía darme cuenta si él estaba realmente interesa­
fotos, todas extremadamente sofisticadas. Tenían además unos muy do en el tema.
buenos prismáticos. Mientras ella hablaba, él filmaba a su mujer, la -Muy pocas -tranquilizó Grace-Distracciones. Olvidos. Leve
playa, a nosotros. Yo estaba atento a ver si me filmaba, pero creo que cambio en el estado de ánimo. A veces, enfermedades menores:
sólo quedé registrado al lado de Fer en un momento previo a que el contracturas, resfríos. Problemas dentales -miró con aprensión al
hombre hiciera un zoom sobre él. perro marrón, que había aparecido de improviso al lado de noso­
-... la arena también es mejor, allá. Parece azúcar impalpa­ tros, y la olfateaba ansiosamente. Desde lejos, los dueños son­
ble. Además, las rocas del fondo acá son tan peligrosas -comenta­ reían, cobrizos y despreocupados. Instantes después, el perro se
ba Grace. alejó velozmente, para perturbar a dos personas que jugaban a la
-Sí. El otro día vi que salió del agua un hombre ensangrentado paleta. Me pareció que uno de los hombres seguía mirando hacia
-dije. nuestro grupo, en particular, hacia Santiago, y se encogió de hom­
-Medio me dormí. Hasta soñé -dijo Fer, incorporándose-. Saca­ bros, con un gesto mezcla de resignación, disculpa y saludo. Miré
ban un tipo del mar que parecía ahogado, pero era un axolotl -se en­ a Santiago.
cogió de hombros-. No sé bien cómo es un axolotl, pero sacaban un -Ayer hablé con él un rato -me dijo, también encogiéndose de
axolotl. hombros-. El perro fue el tema, por supuesto.
-Todo el tiempo nos estamos durmiendo o despertando -comen­ El día de ayer fue un horror: hizo un frío espantoso, había vien­
tó Santiago, riendo. to y arena en el viento. Se supone que esto tiene que ser totalmente
-¿El axolotl estaba ahogado? -pregunté. placentero, pero tengo miedo de quemarme mucho, o de tener frío, y
-Creo que sí. nunca sé si tengo que estar al sol o protegerme en la sombra, o me­
-Es malo soñar con muertos -dijo Grace, muy seria. terme al agua y quedarme quieto o qué. Sin embargo, hay momentos
Traté de recordar si yo soñaba con muertos. La noche anterior en que me siento cálidamente protegido; me encanta la sensación ca­
había soñado con mi abuela, y mi abuela está muerta, pero no sabía si material del sol sobre la piel. Y, en promedio, me siento bien. Así
si era el caso. que no me quiero quejar.
-Más malo sería verlos aparecer en la realidad -argüyó Santiago. Grace y su marido se fueron; el hombre iba filmándola a medi­
-Leí -dijo Grace- que en una tribu de Norteamérica creen da que caminaba de retorno al sector privado. Santiago se puso a
que las personas más cambiantes son las que están siempre co­ leer de nuevo. El pequeño perro blanco de nuestros vecinos se había
mo medio dormidas o medio despiertas, así es como pueden ser sentado relativamente cerca de mí. Tan tranquilo, tan diferente del
capturados por las fantasías que les hacen comportarse de cual- marrón. Me sentía un poco triste. Tuve el impulso de acariciarlo, pe­
ro me contuve: se veía tan parecido al resto de la familia que hacer­
lo hubiera sido casi una impertinencia, casi como si intentara aca­ -Cuando se reciba, él va a ser mi médico personal -bromeó Fer.
riciar a la señora mayor. Estoy con algunos problemas con Santiago. Siempre nuestra re­
-¿Cuándo va a llegar tu amigo? ¿Cómo se llamaba? -preguntó Fer. lación fue un poco precaria, creo, y el estar ahora tanto tiempo jun­
-Pedro. Llega pasado mañana. tos no ayuda a mejorar mucho las cosas. Además, a veces tengo, aquí,
ataques de celos que por suerte consigo reprimir: sabes que, como vos,
le tengo pánico a las «escenas». En esta playa los chicos están tan
La casa que alquilamos no está tan mal. Los dueños se esmera­ atentos a lo que pasa alrededor como en un bar gay, y con las mis­
ron en cuidar detalles que dieran cierta calidez. Sobre un armario mas intenciones.
hay objetos de decoración típicos de un balneario de la costa: cara­ Si la calidad de la cocaína es buena, decía Pedro, no era tan pe­
coles pintados, un delfín de plástico transparente, que cambia de co­ ligrosa. Fer contó sobre un día en que ni él ni sus compañeros pu­
lor según la temperatura. Me llamó la atención una cápsula de agua dieron trabajar en la discoteca: habían tomado cocaína «mal corta­
con un paisaje de montaña y una casita de madera. Uno agita, y en da» y terminaron todos al borde de la hospitalización. Era raro el
el paisaje de montaña cae nieve, pequeñas partículas blancas como contraste entre sus posiciones de yoga, sus atardeceres solitarios en
restos de aspirina... la playa -a veces rehuía hasta la compañía de Santiago- y su pre­
Pedro y Fer hablaban sobre cirugías estéticas y drogas. Pedro sencia en el cuadro desquiciado de un grupo de actores transformis-
desplegaba mucha información, conocimientos que habría adquiri­ tas, a medio cambiarse, tomando cocaína en los pequeños camari­
do en alguna materia cursada recientemente, y los exhibía como va­ nes de una discoteca. Percibí algo en Fer que lo hizo más opaco a mi
liosas nuevas posesiones con las que no se sabe bien qué hacer, co­ mirada, e intuí también en él una intensidad a la que yo no podía
mo si todavía no pudiera ser un tranquilo depositario de esos bienes acceder.
y necesitara transferirlos de alguna manera. Fer lo estimulaba, ha­ Santiago estaba dormitando. Lo desperté:
cía preguntas como para mantener la conversación, mientras arma­ -Estás mucho tiempo semidormido, y te poseen espíritus que no
ba posiciones de descanso de yoga. me quieren -le dije, intentando a la vez tomarlo por los hombros.
Me puse a mirar las fotos. Yo había revelado un rollo con las que Santiago rechazó, riendo, la broma y el brazo; se incorporó y le
habíamos sacado, durante los primeros quince días, con la cámara pidió a Fer que lo acompañara al sector privado.
de Santiago. Sólo habían salido tres. En una, Fer estaba haciendo Mientras ellos se iban hacia la carpa de Grace, pensé que el rit­
un gesto como si se acomodara el pelo -largo, de un muy claro rubio mo de actividades de las vacaciones, la morosidad de nuestros mo­
de tintura-, y, aunque estaban todos al sol, la cara parecía en som­ vimientos, esa especie de estado permanente de semivigilia, parecía
bras y como borroneada. Pedro tenía aspecto de persona totalmen­ más bien alejarme de Santiago. Tal vez, debí no haber viajado con
te feliz; Santiago salió un poco parpadeante, y yo bastante bien. En él, y entonces, cuando volviera, él realmente habría deseado ver­
las otras dos salí horrible, pero Fer y Santiago no, por lo que no pu­ me... Intenté transmitirle mi desasosiego a Pedro, pero él estaba
de tirarlas. El resto de las fotos no salió. «Entró luz en la cámara», tranquilo y contento, y no parecía dispuesto a tomar en serio ese ti­
dijo el hombre de la casa de revelado. «Imposible», le contesté. «La po de problemas. Era el que más disfrutaba la compañía de Fer y
abrí después de rebobinada»... Empecé a contarle a Santiago esa si­ del grupo de Grace. No hacía mucho caso a mis preocupaciones por
tuación, pero él estaba distraído, y realmente a mí mismo no me im­ la distancia de Santiago, y me hacía comentarios que querían ser
portaba mucho. Intenté entonces seguir la conversación de los otros. tranquilizadores, pero no me daba argumentos que realmente me
Fer le hacía a Pedro detalladas preguntas sobre los efectos neuroló- apaciguaran. Se lo reproché.
gicos de distintas drogas, en particular, la cocaína. -Un lexotanil te tranquilizaría más que lo que pueda decirte
a
-evaluó, entre divertido y fastidiado- o un valium. La playa no te el centro social de unos cuantos de los visitantes de la playa. Un po­
sirve mucho, parece -concluyó, y se alejó también en dirección del co a un costado, yo conversaba con un hombre gordo, de unos trein­
sector privado. ta años, y que parecía algo mayor.
No sé si se cumple lo que yo me propuse al venir a Mar del Pla­ -Observó que filman sólo a los que tienen buena imagen, o que
ta: distenderme, disfrutar de la compañía de Santiago... son conocidos -supongo que se refería a gente como Fer, o a un ani­
Dejé el cuaderno y me acosté como para tomar sol. Me sobresal­ mador de televisión que también estaba allí-. A mí no me tomaron
tó un vapor cálido en la mejilla. Alguien a mi lado ahuyentó al pe­ nunca, y eso que hablo con ellos y estoy en la carpa de al lado todo
rro marrón; éste galopó hacia el acceso de la playa; sus dueños se es­ el tiempo.
taban yendo. El comentario me hizo pensar en las deficiencias en mi imagen
-Disculpólo. Seguro que está siempre encerrado en un departa­ que hacían que la selectiva cámara no me tomara; hasta el momen­
mento. to yo había preferido pensar que mi exclusión era, por decirlo de al­
Se trataba del miembro más joven de la perfecta pareja distan­ guna manera, por cuestiones de «estilo», de forma de ser o algo así.
te; busqué con la mirada al otro: no estaba a la vista; tampoco San­ Realmente no me agradaba sentirme parte de la clase de personas
tiago, ni Pedro, ni Fer. Hablamos un rato; me reanimé. Si los tres se que afearía un video casero, y decidí no decirle nada; hice un gesto
habían ido en caravana hacia la carpa de Grace, yo bien podía ha­ de indiferencia y me puse a escribir.
blar un rato con ese chico, jugar a las conversaciones casuales y le­ En este momento estoy en el sector privado de la playa; dejamos
vemente intencionadas que esa playa se suponía que propiciaba. como siempre las cosas en el sector público -al cuidado de un confia­
Hasta nos intercambiamos nuestros teléfonos de Buenos Aires. Sin ble grupo familiar- y vinimos a la carpa de Grace.
duda no nos llamaríamos, pero eso no era importante. Miré hacia La relación con Santiago sigue más o menos igual o, más bien,
las carpas del sector privado: en una de ellas estarían todos inter­ creo se va diluyendo; es como que él se integró perfectamente a un rit­
cambiando su estival entusiasmo. Yo había quedado en el desolado mo de vacaciones que, me parece, me excluye casi del todo. Trato de
sector público cuidando nuestras cosas; si me iba a la carpa de Gra­ no angustiarme, de dejar que estos días pasen y que, cuando regre­
ce, debía acarrearlas, pero era muy engorroso. Durante el lapso de semos a Buenos Aires, empezar a ver si esto realmente puede conti­
indecisión, me entretuve sacando el polvo que había ido cayendo de nuar o no. Trato de no quejarme, de no mostrarme celoso, y ese tipo
las terrosas paredes del acantilado sobre los objetos que estaban a de cosas. Tal vez fue un error alquilar una casa en la que estamos los
su sombra. Finalmente volví al sol, estiré la loneta y retomé la es­ cuatro en contacto permanente hasta para dormir: no tenemos nin­
critura. guna intimidad, por lo que nos comportamos sólo como amigos, pen­
sándolo un poco, es posible que eso en realidad ayude a evitar algu­
nos problemas. Por las noches, intento no salir con ellos, finalmente
Las vacaciones estaban llegando a su fin, y yo pensaba en eso empecé a leer los libros que traje.
mientras la cámara de video del marido de Grace circulaba por las Vi que Santiago se alejaba con Fer; irían a dar una vuelta por
personas que habían convergido en su carpa. Como siempre sucede, la playa. Tuve el impulso de acompañarlos, pero me contuve.
todos trataban de ejercer cierto control de la posición, del gesto que Dejé la libreta y miré a mi alrededor. Aveces, siento la playa co­
se registraba de cada uno, y, a la vez mantener una imagen de na­ mo un lugar muy expuesto; hay demasiado cielo, el mar se ve inmen­
turalidad. Los más cómodos en esa situación eran, por supuesto, so e inquietante, el viento o el agua parece que pudiera fácilmente
Grace y Fer. Pedro y Santiago hablaban con otras tres personas que barrer con todo, con nosotros incluidos. Recordé la pequeña cápsu­
también se habían acercado; ese lugar se había ido convirtiendo en la con el paisaje nevado y montañas, y las pequeñas partículas blan­
cas que simulaban nieve, e imaginé un objeto similar, pero con una fui a nuestro lugar en el sector público. Primero me puse a la som­
playa, y con pequeñas manchas en la arena, nuestros cuerpos. En­ bra del acantilado; me deprimió percibir sobre los hombros la tierra
cerrados en una cápsula o con la idea de estar en un lugar enorme que caía; sentí que podía permanecer allí por horas hasta quedar cu­
y peligroso, la sensación de insignificancia era la misma. bierto como un objeto de decoración abandonado. La familia del pe­
Me acerqué más a la carpa. Me puse a hojear unas revistas: el rro blanco se había ido; pensé, mirando el espacio vacío, que era muy
marido de Grace había comprado varias en las que había salido re­ fácil y muy triste irse de un lugar sin dejar casi rastros.
producida la escena de inauguración de la playa, con primeros pla­ Después, me metí en el mar. Me imaginé golpeándome la cabe­
nos de su mujer arrojando el sostén por el aire. Al fondo de la carpa, za y siendo retirado espectacularmente, o regresando solo, vacilan­
estaba desplegada la compleja tecnología que habían traído: las cá­ te y sangrando por la playa para caer al lado de Santiago. Pero no
maras de fotos y sus complementos, un grabador de sonido para ex­ me sucedió nada, e incluso salí del agua un poco mejor que cuando
teriores... Me detuve frente a un par de prismáticos. entré. Pude comprobar que, para situaciones así, es mucho más con­
-Usálos, si querés -invitó el marido de Grace. veniente el agua nerviosa, fría, de la costa argentina que la tibia ca­
El tono del hombre era amable; íntimamente agradecí su acer­ ricia del agua del Caribe: el frío produce un shock que, en ese caso,
camiento, y le pregunté detalles sobre los artefactos. me animó bastante; reemplazó a posibilidades más teatrales como
El alcance y la calidad de la imagen de los binoculares me im­ salir corriendo o ponerme a llorar. Recordé la voz de Pedro: «sabés
presionaron. Vi, en el sector público, a nuestros vecinos del perro cómo se estimula el sistema inmune cada vez que entrás al agua
blanco, que se estaban yendo; nuestras cosas, muy cerca de ellos; la fría». Si el estado de ánimo también tuviera algo así como un siste­
pareja del hombre mayor y del joven que había resultado no tan dis­ ma inmune que lo protegiera, sin duda ese sistema necesitaba un
tante. Vi también al grupo del perro marrón, y a Santiago y a Fer refuerzo.
hablando con ellos. Los gestos eran de una intimidad inequívoca, las Santiago se acercó hacia mí. Yo temblaba de frío, mientras me
sonrisas, los contactos físicos tan poco casuales... Casi temblando, secaba enérgicamente.
bajé los prismáticos. -¿Y? ¿Cómo va la carta?
Yo no tenía de qué sorprenderme; Santiago habría tenido inti­ Era una broma repetida: Santiago, Fer y Pedro me lo pregunta­
midades mayores en sus salidas nocturnas a las que yo no lo acom­ ban en todo momento, y más en situaciones absurdas: cuando aca­
pañaba, pero el hecho de verlo en esa escena, y el carácter furtivo bábamos de despertar, mientras comíamos, dentro del agua...
de mi mirada, dio a nuestro alejamiento una realidad y claridad de­ -Te animaste a entrar al agua. Creo que me voy a meter yo
soladoras. Alabé los prismáticos y los dejé en su lugar; me alejé lue­ también.
go hacia la periferia de la carpa, con el cuaderno. -Te vi con los largavistas.
Qué raro, Ana, que esta playa sea la misma que se ve en las fo­ -¿Cómo?
tos de cuando éramos muy chicos, vos y yo tomados de las manos de -Desde la carpa de Grace. Te vi con el chico del perro marrón.
mamá (yo tengo una en casa) y también de cuando éramos no tan Se mostró entre nervioso y amenazante:
chicos... En realidad no era exactamente ésta; las playas a las que -¿Me estabas mirando con los largavistas? ¿Me estabas contro­
íbamos estaban más al sur. ¿Te acordás de ese hombre que se había lando?
ahogado, que trajeron varias personas, y que vos te pusiste a llorar? -No te alarmes, no te pongas nervioso -dije, muy alarmado y
Mamá te consolaba como si se hubiera roto un juguete: no pasa na­ nervioso.
da, no pasó nada... -Yo también te vi con los largavistas -comentó, súbitamente
Vi que Santiago volvía; hice como que no me daba cuenta y me tranquilo.
-¿Qué? dármela; tendrás que conformarte con esta fotocopia color. Es de
Aún húmedo, temblando de frío, me sacudió un segundo tem­ cuando yo tenía cinco y vos ocho; detrás de la original está la fecha.
blor. Me sentí como un actor en su camarín, a quien de improviso le De la otra hice una copia; no salí fantástico pero tampoco tan mal, y
informan de algo dramático y definitivo, y queda inmóvil, a medio Santiago y los chicos se ven realmente bien; el efecto general también
maquillar y cambiado a medias, frente a su espejo. me conmueve un poco.
-Vi incluso -continuó- cuando anotaron y se intercambiaron al­ Tenía intenciones de mandarte una carta en la que comentaba
go, los teléfonos, seguro... las nuevas situaciones con Santiago, que es el tema que más me si­
-Sí, pero... -No se cómo, me reí- Pero... gue ocupando y afligiendo, pero empecé a no saber qué poner y, al se­
-No es lo mismo, claro. -Él también se rió, me apretó los hombros gundo bollo, decidí responderte puntualmente a lo que me pregun­
con su brazo, como si intentara un breve consuelo, y se fue al agua. taste, que ya es mucho.
Bueno, hasta aquí llego. Espero que pases unas felices vacaciones.

Me tranquilizó recibir tu carta; como no tuve noticias tuyas en Te quiere,


estos últimos dos meses, empecé a sospechar que la mía se habría tu hermano.
perdido. Tal vez cuando la carta te llegue ya te hayas ido a Nueva
York; espero que te queden días de vacaciones para que este año pue­
das venir. (Inédito.)
Es lógico que te haya costado entender la letra. La noche ante­
rior, había tomado pastillas para dormir —por suerte Pedro había
llevado de todo-, pero me desperté tempranísimo y totalmente ansio­
so -ese tipo de pastillas producen en mí extraños efectos—, y escribí
de corrido la carta que te mandé.
A Fer no lo volví a ver personalmente, pero me enteré de que va
a ser el protagonista de una película que ya se está filmando, sobre
un transexual que se va a vivir al interior, el director y otros actores
son muy conocidos. Hace poco vi que lo entrevistaban en televisión;
sale realmente muy bien: parece que se convierte en una estrella. Gra­
ce también está exitosa, aunque en menor escala: trabajó en una pu­
blicidad en la que hace de mujer bella y mala que ataca a James
Bond. No recuerdo qué se publicitaba; creo que era algo de Lotería.
Me encontré un par de veces con el muchacho de la playa (el que
no era tan distante) pero nada más. Pedro sigue como siempre. Está
estudiando mucho y lo veo poco. De los perros no tuve más noticias.
Me alegró que la carta te haya divertido y que quisieras saber
más sobre los personajes. Por el modo en que la escribí, tenía el te­
mor de haberte enviado un alarmante delirio. Cumplo también con
el pedido «principal». La foto en que estamos con mamá prefiero que­
Elefante Tampoco pude terminar Un invierno en Mallorca. Lo tiro en la
caja que va a venir a buscar el librero. A él se los compré, a él se los
Nelson Mallach vendo por la mitad de precio. Lleva retrasado media hora.
Atiendo el teléfono. Mi madre quiere saber por qué estoy tan ra­
ro últimamente. La tranquilizo. Va a tener que llamarme más tar­
de porque el librero toca el timbre. Le paso la lista de los libros. In­
teresante dice, pero cree que no conseguirá lectores para esos
autores. Ciento cincuenta pesos. No discuto. Los sumo a los doscien­
tos que saqué de la ropa por la mañana. Escribo la carta que se acos­
tumbra para estos momentos:

Voy a estar bien, o al menos mejor. Por favor no me busquen,


Voy a TRABAJAR UN AÑO MÁS. Después otro año y quién sabe. No quie­ igual ya no me van a poder encontrar. Mamá, esto es una decisión
ro saber más que eso de acá a dos años. Tal vez venda los libros. Me personal, pensá que hay madres en peores condiciones. Fran, te re­
restan leer Las olas de Virginia Woolf, Un invierno en Mallorca de galo los compactos y el equipo, siempre te gustó ese aparato y mi
George Sand y Trópico de cáncer de Miller, aunque en realidad nun­ música. No busques el discman porque me lo llevo. Si no lo quie­
ca pude superar la página treinta. Lo lamento Henry. ren cuidar a Gómez prefiero que lo envenenen antes de regalarlo.
Los compactos se los voy a regalar a mi hermano Fran, salvo uno Yo sé Fran que vos me entendés, matalo tranquilo pero que no su­
de Leonard Cohén, que quedará puesto en mi discman. Con la ropa fra y después entérralo junto a la foto que dejo en el escritorio. Dis­
voy a hacer una feria americana. No me preocupo por los comprado­ pongan del resto de las cosas como les parezca. Los quiere más que
res, sé de más de uno que querrá tener algo mío. Los recuerdos de via­ nunca.
jes se los merece mi vieja que me enseñó a no querer quedarme nun­
ca mucho en un mismo lugar. No encuentro nada más en la casa que Rodrigo.
tenga valor para mí, cualquiera puede decidir por su suerte.

Toco el portero en la casa de Guille. Me espera en la puerta


Maldita mesa de exámenes previos. La escuela es una heladera del.ascensor, la abre apurado y bajamos juntos. Está la madre
en Julio. La de al lado es una maestra que da clase a primer año. Es pasando el fin de semana. Le explico que sólo quiero los dos mil
honesta con su saber y prefiere llenar los libros mientras que con el pesos que me debe. Dice que no los tiene. Lo extorsiono con su
otro profesor pulverizamos a trece alumnos. Pregunto cuántos fueron. madre. Puedo entrar y presentármele como quien soy en reali­
Trece me contesta la maestra. Cruzo los dedos. Sé que ella hace los dad. Los dos sabemos que hablo de algo diferente al problema
mismo debajo de la mesa. El número trece me mira desde la puerta. que tuvimos con el asunto de los ácidos. Me pide que lo espere
No desvío la vista. La celadora lo empuja al entrar. Viene a saludar­ quince minutos en el bar. Vuelve transpirado, su madre me vio
me porque sabe de mi renuncia. El resto se sorprende. Me voy a Eu­ por el balcón. Tiene la plata en la caja fuerte y le es imposible
ropa miento. Nada de abrazos ni de saludos, sólo salgo de la escuela. abrirla con ella ahí. No tengo tiempo para problemas familiares.
Me pide que lo espere hasta la noche. Toma un café y quiere ha­
blar. Estoy irreconocible. Nunca pensó que su relación conmigo
iba a terminar en una inmunda extorsión. Creo que nunca tuvi­ lle verde que contrarresta lo desértico del entorno. Me pregunta qué
mos una relación y le digo casi en el oído que el fin justifica los escucho. I’m your man digo. Grita el nombre y apellido de Leonard,
medios. su cantante preferido. Quiere saber dónde voy, por qué viajo. Por suer­
te no le interesan mis respuestas. Las contesta desde ella. Sandra re­
sulta un poco molesta. Le pido que por favor trate de no hablar por­
Guille está nervioso. Quiere saber para qué necesito la plata. Le que me gusta el silencio. Queda perpleja. Al rato me pide que la lleve
pido que no me pregunte para no involucrarlo. Guille tiene una cam­ al pueblito que se ve en el valle porque quiere quedarse ahí.
pera de piel seguramente europea. Los ojos verdes le brillan. Ner­
vioso se pone más afectado de lo común. Tomo la plata y sin contar­
la arranco la moto. Guille me llama, parece desesperado, como si Potosí. Una ciudad increíble. Paro en una posada que me sale
supiera. Dice que me quiso. Está bien Guille, siempre hay algo me­ tres dólares. Guardo la moto y salgo a comer. Alguien me recomien­
jor. En el semáforo de cuarenta y siete miro por el espejo. Guille si­ da el mercado. Descubro las empanadas salteñas y ya voy casi por
gue en el mismo lugar. Me palpo el bolsillo interior de la campera una docena parado frente a la canasta de la chola que me las vende
para asegurarme que la billetera, los papeles de la moto y el pasa­ cuando se me acerca un tipo que se presenta como Eduardo. Me pre­
porte están ahí. I can’t forget en mi discman. Tal vez no pueda lo- gunta si soy alemán. Descendiente le contesto.
‘grarlo Leonard, pero estoy dispuesto a hacerlo. Dice que no me puedo perder de ver su taller de pintura. Cami­
namos unas cuadras por el empedrado mientras me cuenta detalles
de la arquitectura potoca. Tenía razón. Un pisco mientras miro las
Lío en la frontera. Los gendarmes bolivianos no entienden mi pinturas, el segundo cuando se pone a tocar en el piano algunos de
nombre. Me meten en un cuarto y me obligan a que me desnude. Re­ los temas que compuso. Miro una de sus esculturas. Sus dedos re­
visan todo hasta que al final me hacen abrir de piernas. Hablan tal nacen I can’t forget. Me sonríe y guiña un ojo. Cuando llega al estri­
vez en quechua y se ríen. Después de dos horas me dejan seguir. Doy billo canta. Miro la puerta de calle y después a Eduardo, sus dedos,
dos vueltas por la plaza de Villazón. Me doy cuenta que no quiero las teclas, la música, su boca. Me acerco. Los codos sobre la cola del
estar dos minutos más en ese lugar lleno de milicos. piano. Nuestras vistas pegadas. Deja de tocar. Unos segundos y re­
Le compro unas hojas de coca a un pibito que me explica como pite I can’t forget cuando intenta besarme. Atravieso la puerta y co­
tengo que masticarlas. No quiere que le pague en bolivianos sino con rro calle arriba. Tomo una peatonal que está repleta de gente. Pre­
una vuelta en moto. Recorremos la calle principal y el pibito no pa­ gunto por la posada. Estoy a cincuenta metros y no me di cuenta.
ra de saludar. Estoy contento Leonard. Te escucho en I’cant forget Pago los tres dólares, saco la moto y busco la ruta a La Paz.
sin prestarle atención al estribillo.

Enero. No quiero pensar que debo estar pesando diez kilos me­
Casi la moto se queda apantanada en un río crecido que atrapó a nos. No pude recuperar los perdidos por la diarrea que tuve en La
varios camiones. En una de ellos hay una chica de San Telmo. Juntos Paz. Poi’ ahora desistí de Machu Pichu. Me gustaría llegar para
seguimos viaje a Potosí. Se llama Sandra y tiene muchas ganas de ha­ cuando se cumplan los dos años. Para esto faltan seis meses. Vendí
blar. Me pongo los auriculares. Montañas. Camino de tierra y piedras. la moto en La Paz y me tomé un bote por el río Beni. A mitad de ca­
Casas de adobe. Ni un alma. Sandra me toca el hombro. Me muestra mino me gustaron estas barracas de paja, el embarcadero. Por cin­
una botellita de whisky. Paro la moto en un mirador que da a un va­ cuenta dólares compré una canoa hecha con un tronco y una barra­
ca que funcionaba como Iglesia a unos evangelistas que se volvían se asusta. Levanto mi brazo y le muestro la caja del compacto de Leo­
a vivir a Rurrenavaque. Me dejaron los animales, una huerta, un nard Cohén. El que faltaba digo. Fran apoya las manos en el vidrio
cuartito con pescado disecado, cañas de pescar, redes y un rifle. Me de la ventana. Llora del otro lado. No deja de mirarme como a un ex­
defiendo. Conseguí hacerme amigo de un marimono que duerme traño. En el vidrio también estoy yo, una cara sólo de huesos. Me
conmigo. Las pilas del discman se acabaron hasta que vaya al Pue­ siento un elefante moribundo encontrando por fin el último lugar.
blito de río arriba. Me acuerdo mucho cuando de pibe leí Rosinha, Fran desempaña el vidrio con la mano. Trata de reír. Me señala una
mi canoa y eso no me hace mal. No hay nadie para preguntarme na­ cruz en el jardincito del costado de la puerta de entrada. Gómez.
da. Salvo los que viajan por el río pero ellos no me conocen de antes
y no pueden notar las diferencias.
(En Sisear, Cristina (comp.): Varados, Desde la
Gente, Buenos Aires, 1997.)
Hay dos tonos posibles de decir I can’t forget: no puedo permi­
tirme olvidar (no es el que yo siento), quiero olvidar pero no puedo.
Todo parece una vuelta a la naturaleza pero es otra cosa. Nadie po­
dría haber imaginado hace irnos meses que yo podría vivir tranqui­
lo en un lugar sin asfalto. Pero este sitio extraño y ajeno acaba de
traicionarme. Justamente el río que yo creía que me protegía, cuan­
do tiraba de una línea que había picado, me mostró mi cuerpo. Quie­
ro pero no puedo Leonard y ya es junio. Ante todo prometí ver has­
ta el último segundo que me otorguen.

Compro tres sweters de las bolivianas y los superpongo. Un go­


rro de lana negra. Gafas oscuras. Estoy en La Paz, sentado al sol
frente a la catedral. Sandra pasa frente mío con un tipo rubio. La
saludo. Ella también lo hace pero no parece conocerme. Me saco las
gafas, el sombrero, pero no me reconoce. ¿Viajaste a Potosí en moto?
pregunto. Grita el autista, no lo puedo creer y me da la espalda sa­
cando al tipo de ahí. Cuando caminan unos pasos escucho que San­
dra le dice a su compañero que es imposible que yo sea la misma per­
sona. Decido no ir a Machu Pichu. Los auriculares. I can’t forget en
el primer sentido Leonard.

Miro por la ventana de mi casa. Fran está sentado delante del


equipo cantando por sobre la música que suena. Lo observo por un
Primavera sabe apreciar lo que esta palabra significa. Iría a ver a Elisa. No te­
nía idea de lo que haría después.
Claudia Schvartz En sus épocas de actor, Fermín había seducido a muchas muje­
res exquisitas. Las había seducido con su humor, su delicadeza, su
extraordinario talento en el escenario y un no menor talento en el
arte de la conversación. Seducción que, por otra parte, no entraña­
ba consecuencias, dada su clara definición sexual. Como verdadero
caballero, Fermín solía no hacer promesas en vano. De estas damas,
Elisa era la más querida. A pesar de lo indigno que se sentía, recu­
a Luis Issaly rría ahora a ella en virtud de aquel afecto. De no haber mediado la
certeza del mutuo cariño, Fermín ni siquiera lo hubiera intentado.
Tal era su situación.

La primavera en Buenos Aires es terriblemente cruda. Sopla un


viento áspero y helado, que echa por tierra la frágil expectativa del Mientras el colectivo traqueteaba por las empedradas avenidas
'veranito de San Juan. Aveces, observaba Fermín, hace más frío en suburbanas, Fermín se estudió en el gran espejo retrovisor. Iba sen­
primavera de lo que ha hecho en todo el invierno. tado en el asiento individual y pudo hacer de sí la siguiente descrip­
No es que ese frío le disgustara, sino que, simplemente, lo toma­ ción: un hombre todavía joven, ligeramente rojizo el pelo, ensortija­
ba desprevenido. Ahora, por ejemplo, vivía en una zona bastante do pero no demasiado largo, la piel muy blanca (¿en exceso?),
apartada y los colectivos lo dejaban a varias cuadras. Obligadamen­ delgado pero no enjuto. El saco era un poco grande pero de color ma­
te tenía que caminar a lo largo de un paredón pelado, que daba a rrón que le sentaba bien. Tenía cierta elegancia, un poco fané, pero
una avenida gélida, surcada en su mayor parte por camiones con elegancia al fin. Eran sus ojos, de ansiedad inciertos... ¿dónde ha­
acoplado, que retumbaban sordamente al pasar. El viento, en ese bría leído esa combinación a la Darío? Muy cierta su ansiedad. A pe­
trayecto, soplaba despótico, tal vez con la certeza de que no había sar de los años en los escenarios, no había aprendido a enmascarar
ningún obstáculo. Tampoco el caserón donde tenía la pieza ofrecía la perplejidad de los ojos, la humedad de los labios... Eran esos sus
amparo alguno. rasgos más temidos, los que se resistían a todo maquillaje.
Esa lamentable situación pronto sería peor si no conseguía al­ Elisa leía poesía. Fermín traía en el bolsillo del saco un libro pe­
go de dinero para enfrentar el pago del alquiler. Ese día, por lo pron­ queño pero delicioso, antigua edición de un poeta menor, que ella sa­
to, encontraba a Fermín con apenas unas monedas en el bolsillo y bría apreciar.
un hambre atroz. ¿Acaso no había sido él quien le leyera por primera vez cuatro
Había dado vueltas en la cama con los ojos cerrados hasta in­ cuartetos? Un golpe teatral: se despreció. Ahora despreciaba todo lo
ventar una estrategia. Su única posibilidad. Sólo entonces se había teatral que, en él, era ya una especie de segunda naturaleza.
lavado con el chorrito helado y vestido lo más decentemente posible.
El hambre provoca mal aliento y Fermín sabía que eso sería adver­
so. Iba a pedir dinero prestado y sería una situación delicada, en la Se le ocurrió que el centro, al que no llegaba desde hacía algu­
que se jugaba su permanencia en la pieza. Mísera, pero era su casa nas semanas, había multiplicado repentinamente su violencia. No
y en cualquier idioma del mundo, un hombre de treinta y cinco años
entendía las corrientes turbulentas que encarrilaban a la gente, ni
las miradas hostiles e impertinentes de los que, como él, padecían -¡Pero sí!... ¡Si sos vos! ¡No lo puedo creer!
la situación de peatón. Codazos, presiones y apurones. El día es así,
Con frases como esa, Elisa lo abrazó una y otra vez y tomándo­
se dijo, por eso soy noctámbulo... lo vacío permite advertir la pers­ lo de los hombros lo hizo pasar a su oficina.
pectiva de la calle, la distancia apropiada para ver al otro, y tal vez, -¿Café?
si se quiere, entablar algún diálogo... Si se puede. Querer ya no en­ Oh sí café y tostadas, pensó Fermín y después un delicioso ciga­
lazaba lo posible para un hombre como Fermín, que había dejado el rrillo y olvidarse del tiempo y fundirse en este sillón de cuero sedo­
centro y el teatro en recurrentes exilios, cada vez más pronunciados. so y que me lleves muy lejos, muy lejos de aquí.
-Antes -fugacidad, pensó- me trataba como a un títere pero era Elisa estaba demasiado maquillada para esta hora de la maña­
al mismo tiempo mi propio titiritero. -Una especie de monumental na, se la notaba tensa. Tal vez demasiado enfática. Nunca había sa­
cansancio le hundió los hombros y se le deslizó por el esternón como bido vestirse: caderas anchas, cinto de cuero y como siempre la ca­
si se tratara de un precipicio. No podría hacerlo hoy. Aunque se con­ misa mostrando el nacimiento de los pechos. Esta fidelidad al error
fesó, ocultando las manos heladas dentro de los bolsillos, que ese lo hizo sentir de inmediato en familia.
desdoblamiento, precisamente hoy, frente a Elisa, habría sido útil... -Fermín, siempre estamos conectados con la mente, vos y yo.
si él, otro. Creo que sos la única persona con quien puedo hablar de ciertos te­
El edificio tenía puertas vidriadas y piso de mármol blanco. El mas. Hay cosas, vos sabés, que te muerden el alma. ¡Irracional! Ya
portero, que parapetado en el rincón estaba enfrascado en el diario o sabes... obsesiones inconfesables.
la correspondencia, no alzó los ojos cuando Fermín se detuvo frente -Creo que llegué demasiado temprano -se rió Fermín, y el hu­
al ascensor, pero sin mover un ápice le preguntó a quién venía a ver. mo salió sensual con cada sílaba pronunciada. Siempre tan vehe­
Voz metálica, en cuya modulación reconocía cualidad de mirilla. mente, Elisa.
-Segundo piso: Elisa Blixer- su voz delataba inseguridad y era -Ya sé que es para reírse. Pero llegaste justo, querido. Hay per­
acuosa. No hizo falta que Fermín se diera vuelta para saber que el sonajes en la vida que no se van por más tiempo que pase. Sobre to­
hombre lo fiscalizaba con mirada guardiána. Las puertas de acero do si te cagaron la vida.
se cerraron tras de sí. Respiró profundamente. -¿Quién será? -¿sobresaltarse Fermín?
-Ninguna historia de amor, no te confundas. Sólo un perverso
que me fritó los sesos. ¿Decirte que era joven? Años después me con­
Ahora las manos temblaban un poco. ¿Huir? Tomar fuerza, se fiesa que me hacía esas maldades por una cuestión... ¡Algo ridícu­
corrigió in mente, ¿Tal vez un trago? El dinero no alcanza. De ma­ lo! Me da hasta pudor decirlo...
nera que estaba haciendo lo que humanamente podía, sin perder la -¿Te lo volviste a encontrar?
última cordura, o dignidad. No era una cosa tan del otro mundo que -Sí. Hace poco. Vergüenza es poco, querido.
una persona como él, de flagrante fragilidad -admiró su propio jue­ -¿Para tanto...?
go de palabras- pidiera auxilio a alguien como Elisa. -Un tipo demasiado inteligente para mí. La inteligencia es fas­
Las puertas de acero se abrieron y estuvo en el piso de la agencia cinante. Pero básicamente, un malvado.
de publicidad. Alfombra color habano enmudeció sus pasos. Se sentó -Ya... Ernesto.
en las confortables sillas de cuero a esperar que lo comunicaran. -Claro. Todas esas historias con su mujer, su amante, sus hijos,
Elisa apareció al cabo de un momento. Venía con los anteojos en sus pacientes... Demasiado para una pendeja petulante. Y yo, recién
la mano, como si acabara en ese preciso momento de levantarse de casada, sin dar pie con bola en la vida y con la cabeza llena de fan­
la máquina, dejando una frase a medio terminar. tasías acerca de cómo debía ser el mundo... de nrnnt.n me encentré
siendo testigo y partícipe de miles de historias de esa extraña fami­ bía ido teniendo que abandonar a las apuradas, por una u otra ra­
lia tan diferente a todo... Y bueno, no es el caso ahora de volver a zón. Hubiera querido ofrecerle una pista concreta de sí mismo pero
desenmarañar las cosas, porque todo estaba saldado. Como una en él todo era guedeja de apariencia. Sí mismo era silencio, hubiera
cuestión dolorosa, pero saldada por prudencia... o algo así. querido decirle. En la fuerte añoranza que cada tanto lo conmovía,
también estaba Elisa, que había sabido mantenerse próxima sin que
se deslizara, nunca, ni una sombra de indiscreción.
-El tiempo hace algunos favores a veces ¿no?
-Ya no estoy tan segura. Porque me lo encontré hace muy poco.
Las Heras. Yo caminaba una noche. Lo hago a veces. A veces es lo -Dos días después me lo vuelvo a encontrar en una disquería.
único que hago, caminar como loca por la ciudad muy tarde. Me em­ Ni siquiera me había visto, creo. Pero me dio tanto pánico verlo ahí,
poncho bien y salgo con dos mangos, la llave y los cigarrillos. La ciu­ me sentí tan ridiculamente expuesta que me acerqué brusca y le di
dad desnuda, vacía... me inspira. ¿Te reís? Reíte que es para dar ri­ un beso a él y a su nene que nunca había visto pero que tenía la mis­
sa. Ni me ofende... ma cara de cerdo del padre y me di media vuelta y ese lugar no lo
-Yo hago algo por el estilo, pero mi barrio es demasiado tor­ vuelvo a pisar. Ahora tengo miedo de salir a la calle y encontrárme­
mentoso. lo en cualquier parte. La ciudad ya no es segura para mí.
' -¿Qué? ¡querés que me ría yo! Fermín esbozó un ademán que Elisa incluyó a modo de comen­
-¿Entonces? -dijo poniendo fin a la disgresión. tario.
-Entonces me lo cruzo a Ernesto. Completamente alegre. -Por supuesto. Debe estarse riendo con su risa de cerdo. Ya sé
-Borracho. lo que piensa: que soy una estúpida. No, peor que eso. Que soy una
-Claro. Y nos ponemos a conversar. Sólo una locura. Un impul­ engreída... un tipo específico de engreída... Me parece estar escu­
so loco. Le digo «Me hiciste la vida imposible» Y él: que me lo tenía chando su risotada despectiva...
merecido porque siempre le avisaba a la mujer de sus citas con la Había desayunado, entrado en calor, había fumado. También
amante. Me dejó helada. El perverso otra vez y yo vuelta a caer. había escuchado. Ahora llegaba el momento de decir algo. Sin em­
¿Querés creer que voy y le doy una respuesta sensata? ¡Yo! ¡Otra vez! bargo, cualquier cosa que dijera podría sonar insuficiente. O cruel.
Ahora, ahora mismo no lo puedo creer. La sensación de estar despegado de sí mismo persistía. Hubie­
-¿Y? ra querido estar caminando, en ese mismo momento, como en viejas
-Terminamos en un lugar inmundo y yo gritándole «cerdo cerdo». despreocupadas épocas. Pero la aguda percepción de la ansiedad de
Mientras ella hablaba, se descubrió tratando de recordar su pa­ Elisa, cuyo silencio se había vuelto tan interrogativo como la postu­
sado en los escenarios, un tema que había soslayado hasta que se ra de su cuerpo, exigía palabras.
había ido hundiendo en la bruma del desuso. Ni recordaba por qué, Todo gesto, en ese minuto, podía ser equívoco.
cuál había sido la anécdota desencadenante. Había sostenido el am­ «Para eso, sólo el tiempo, dormir, olvido.»
biguo equilibrio que le proporcionaba el escenario hasta que final­ ¿Podía, acaso, decirle esto a Elisa, toda ansiedad y escote, con
mente un día, se había encontrado fuera, física y espiritualmente las caderas demasiado prietas bajo el ancho cinturón?, ¿su amiga,
imposibilitado de volver a transitar mutaciones. Elisa lo había la­ en la que había pensado como último recurso?
mentado como una pérdida personal. Arrojo y remordimiento: recuerdos de fuego.
Todavía guardaba la esquela que le había enviado a uno de sus Sentados frente a frente, Fermín sólo rozó con su mano una
domicilios falsos, diseminados por toda la ciudad. Domicilios que ha­ mejilla.
-Me detesto miserable -dijo Elisa en un hilo de voz, escondida
la cabeza.
Despuntaba en su voz una peligrosa alarma.
Fermín, las manos cruzadas entre las rodillas, asintió breve­
mente mordiéndose los labios. Tomó la mano de Elisa entre las su­
yas y se quedó en silencio un momento. Sólo se le ocurrían lugares
comunes acerca del miedo, la felicidad, el egoísmo. «La vida puede
ser algo irrisoria». No le podía decir eso. Tampoco que necesitaba di­
nero. Palmeó suavemente la mano que descansaba entré las suyas.
-¿Coincidencias...? Tal vez no todo estaba saldado. Tampoco pa­
ra él.
Ella alzó los ojos y lo miró bien al fondo de los suyos. ¿No alcan­
zaba con lo dicho? Fermín agregó con solemnidad teatral: «Palabra
de caballero». Elisa hizo una rápida, fugaz sonrisa. Ahora es lo into­
cado que se oculta por decoro.
-Mira, se hizo la hora de almorzar -dijo ella como si acabara de
entrar a escena con aire casual-. Acá a la vuelta está la Casa Suiza
que es como el extranjero... ¿O vamos a la Richmond?

(Inédito.)
Bajo las jabeas
en flor
Angélica Goeodischer

Ingresé en el establecimiento penitenciario Dulce Recuerdo de las


Jubeas en Flor apenas una hora después de haber tomado tierra.
Como yo era el Capitán de la nave, se me reservó el tratamiento más
riguroso: se llevaron a mis hombres a otro correccional, de régimen
más benigno según se me dio a entender, y no volví a verlos nunca.
No era que hubiéramos cometido algún delito grave desembarcan­
do allí, no era que consideraran delincuentes peligrosos a todos los
extranjeros; era algo mucho más sencillo y, para usar la palabra
apropiada, mucho más infernal.
El Dulce Recuerdo de las Jubeas en Flor era un enorme edificio
irregular que se levantaba en medio de mía llanura salitrosa. Cuan­
do el sol estaba alto no se podía mirar para afuera porque el reflejo
te quemaba los ojos. Nunca llegué a conocer todo el establecimiento
y eso que no puedo decir que me haya faltado el tiempo. Pero era
una construcción completamente estúpida, de madera y piedra: pa­
recía haber empezado en el patio central, empedrado, rodeado de
celdas. Después, supuse, sentado en un rincón, mirando, se habían
construido los otros pabellones, unos encima de otros, o tocándose
por los vértices, o enlazándose, y las antiguas celdas habían pasado
a ser oficinas y depósitos. El resultado era una confusión de cons­
trucciones de distintas formas y tamaños, puestas de cualquier mo­
do y en cualquier parte, y todas altamente descorazonadoras. Había
ventanas que daban a otras ventanas, escaleras en medio de un ba­
ño, pasillos que daban una vuelta para ir a terminar contra una na-
red ciega, galerías que alguna vez habrían, quizá, dominado un es­ lo que había para mirar. Era un patio ovalado, enorme como un an­
pacio en el que más tarde se había construido, de modo que ahora fiteatro, poblado por grupos de hombres vestidos como yo. Ellos tam­
eran corredores con barandas y antepechos, puertas que no se bién me miraban. Y ahora qué hago, pensé, y recordé manteos, brea
abrían o se abrían sobre una pared, cúpulas que se habían transfor­ y plumas, y cosas peores, por aquello de los novatos, y yo ahí con las
mado en cuartos a los que había que entrar doblado en dos, habita­ manos desnudas. Qué iba a poder con tantos. Ensayé caras de cri­
ciones contiguas que no se comunicaban sino dando un largo rodeo. minal avezado, pero estaba cosido de miedo. Me dejaron solo un
Pero me adelanto a los hechos. Me detuvieron apenas puse un buen rato. Al fin uno se me acercó: muy jovencito, con el pelo enru­
pie en tierra, me leyeron un largo memorándum en el que se expo­ lado y la cara hinchada del lado izquierdo.
nían los cargos, y me llevaron al Dulce Recuerdo de las Jubeas en -Uno de mis deseos más vehementes en este momento -me di­
Flor. Nadie quiso contestar a mis preguntas sobre el resto de la tri­ jo-, junto con el de la libertad y el perdón de mis mayores, es que su
pulación, sobre si habría un juicio, sobre si podía tener un defensor. dios le depare horas venturosas y plácidas, amable señor.
Nadie quiso escuchar mis explicaciones. Simplemente, estaba pre­ Debí haber contestado algo pero no pude. Primero me quedé ab­
so. Se alzaron las rejas de la entrada para dejarnos pasar, y mis sorto, después pensé que era el prólogo a una cruel broma colectiva,
guardianes me entregaron al Director de la prisión, previa lectura y después que era un homosexual dueño de una curiosa táctica para
del mismo memorándum. El Director dijo ¡Ajá!, y me miró, creo, con insinuarse. Y bien, no. El chico sonreía y movía un brazo invitador.
desprecio. No, no creo, estoy seguro. Apretó un timbre y entraron -Me envía el Anciano Maestro a preguntarle si querría unirse
dos carceleros de uniforme, con látigos en la mano y pistolas en la a nosotros.
cintura. El Director dijo llévenselo y me llevaron. Así de simple. Me Dije:
metieron en un cuartito y me dijeron desnúdese. Pensé me van a pe­ -Encantado -y empecé a caminar.
gar, pero me desnudé, qué remedio. No me pegaron, sin embargo. Pero el chico se quedó plantado ahí y batió palmas:
Después de rebuscar en mi ropa y de quitarme papeles, lapicera, pa­ -¿Oyeron? -gritó a todo pulmón dirigiéndose a los presos en el
ñuelo, reloj, el dinero, y todo, absolutamente todo lo que encontra­ patio enorme-. ¿Oyeron? ¡El señor extranjero está encantado de
ron, me revisaron la boca, las orejas, el pelo, el ombligo, las axilas, unirse a nosotros!
la entrepierna, haciendo gestos sonrientes de aprobación, y comen­ Aquí, pensé, empieza el gran lío. Otra vez me equivoqué, den­
tarios sobre el tamaño, forma y posibilidades de mis genitales. Me tro de poco eso iba a ser una costumbre. Los demás se desentendie­
tendieron en el suelo, no muy suavemente, me separaron las nalgas ron de nosotros después de aprobar con la cabeza, y el chico me to­
y los dedos de los pies, y me hicieron abrir la boca nuevamente. Al mó del brazo y me llevó al extremo más alejado del patio.
fin me dejaron pararme y me tendieron un pantalón y una camisa y Había diez o doce hombres rodeando a un viejo viejísimo y nos
nada más y me dijeron vístase. ¿Y mi ropa?, pregunté. Tiraron todo acercábamos a ellos.
en un rincón, el dinero y los documentos también, y se encogieron -Me mandaron a mí -decía el muchacho hablando con dificul­
de hombros. Vamos, dijeron. Ésa fue la primera vez que me deso­ tad- porque soy el más joven y puede esperarse de mí que sea lo
rienté dentro del edificio. Ellos no: pisaban con la seguridad de un bastante indiscreto para preguntar algo a una persona, por ilus­
elefante sabio y daban portazos y recorrían pasillos con toda tran­ tre que sea.
quilidad. Desembocamos en el patio y ahí me largaron. Aquí hay algo, concluí. Por lo menos sé que no hay que andar
Descalzo sobre las piedras no precisamente redondeadas del pa­ preguntando cosas.
vimento, dolorido por todas partes, pero sobre todo en lo más hondo -Bienvenido sea, excelente señor -el viejo viejísimo había levan­
de mi dignidad, con un peso en el estómago y otro en el ánimo miré tado su cara llena de arrugas con una boca desdentada, y me habla­
ba con voz de contralto-. Su dios, por lo que veo, lo ha acompañado -El número en sí no existe, si bien puede ser representado. Pe­
hasta este remoto sitio. ro debemos tener en cuenta que la representación de una cosa no es
Confieso que miré a mi alrededor buscando a mi dios. la cosa sino el vacío de la cosa -dijo el otro.
Los que estaban en cuclillas se levantaron y se corrieron para El viejo viejísimo levantó una mano y dijo que no se podría conti­
hacerme lugar. Cuando volvieron a sentarse, el muchachito esperó nuar hablando si se producían esos desórdenes. Y mientras yo trata­
a que yo también lo hiciera, de modo que me agaché imitando a los ba de adivinar lo que se esperaba de mí, si debía decir alguna cosa o
demás, y sólo entonces él también tomó su lugar. no, y qué cosa en el caso de que sí, llegó el que había ido a buscarme
Al parecer yo no había interrumpido nada porque todos estaban comida y comí.
en silencio y así siguieron por un rato. Me pregunté si se esperaba En un cuenco de madera había una pasta rojiza y brillante, na­
que yo dijera algo, pero qué podría decir si lo único que se me ocu­ dando en un caldo espeso. Con la cuchara también de madera me
rría eran preguntas y ya me había enterado de que eso era algo que llevé a la boca el asunto que resultó tener un sabor lejanamente ma­
no se hacía. rino, como de mariscos muy cocidos en una salsa suave con un re­
De pronto el viejo viejísimo dijo que el amable extranjero debía sin gusto agrio. Al segundo bocado me pareció apetecible, y al tercero,
duda tener hambre, y como el amable extranjero era yo, me di cuenta exquisito. Para cuando me enteré de que eran embriones de solo-
que el peso en el estómago era efectivamente hambre. El peso en el mántides cocidos en su jugo, ya los había comido durante demasia­
animo no, y no me lo saqué de allí hasta que no salí del Dulce Recuer­ do tiempo y me gustaban y no me importaba. Pero ese primer día
do de las Jubeas en Flor, y aun entonces, no del todo. Dije que sí, que dejé el cuenco limpio a fuerza de rasparlo, y después me trajeron
tenía hambre, pero que no quería molestar a nadie y que solamente agua. Quedé satisfecho, muy satisfecho, y me pregunté si debía o no
me gustaría saber cuáles eran las horas de las comidas. Esperaba ha­ eructar. La cuestión se resolvió por sí sola entre la presión física y
ber respetado el estilo y que eso último no hubiera sonado a pregunta. mi cuerpo encogido, y como todos sonrieron me quedé tranquilo. Ya
El viejo viejísimo asintió y dijo sin dirigirse a nadie en especial: entonces tenía las piernas dormidas y los codos clavados en los mus­
-Tráigale algo con que restaurar sus fuerzas al amable señor y los, pero seguí aguantando. Y ellos siguieron hablando de números.
compañero, si es que desde ya podemos llamarlo así. Cuando alguien dijo que los números no sólo no existían sino que no
Imitando en lo posible los cabeceos de los demás, asentí con una existían tampoco como representación, y aún más, que no existían
sonrisa a medias. Me dolían las pantorrillas pero seguí acuclillado. en absoluto, otro alguien entró a poner en duda la existencia de to­
Uno de los del grupo se levantó y se fue. da representación, y de ahí la existencia de todas las cosas, de todos
Entonces el viejo viejísimo dijo: los seres y del universo mismo. Yo estaba seguro de que yo por lo me­
-Prosigamos. nos, existía. Y entonces empezó a oscurecer y a hacer frío. Sin em­
Y uno de los acuclillados empezó a hablar, como si continuara bargo nadie se movió hasta que el viejo viejísimo dijo que el día ha­
una conversación recién interrumpida: bía terminado: así, como si hubiera sido el mismísimo Dios Padre.
-Según mi opinión, hay dos clases de números: los que sirven Lo que me hizo acordar de mi dios personal, y empecé a preguntar­
para medir lo real y los que sirven para interpretar el universo. Es­ me dónde se habría metido.
tos últimos no necesitan conexión alguna con la realidad porque no El viejo viejísimo se levantó y los demás también y yo también.
están compuestos por unidades sino por significados. Los otros grupos empezaron a hacer lo mismo, hacía frío y me dolía
Otros dos hablaron al mismo tiempo: el cuerpo, sobre todo las piernas. Nos fuimos caminando despacio,
-Superficialmente puede ser que parezca que existen sólo dos cla­ hacia una puerta por la que entramos. Segunda vez que me deso­
ses de números. Pero yo creo que las clases son infinitas -dijo uno. rienté. Caminamos bien hacia adentro del edificio, atravesando los
sitios más complicados, hasta llegar a una sala grande, con venta­ dos estuvieron satisfechos, cada uno se acostó en su jergón y el mu­
nas a un costado, por lo menos ventanas que daban a un espacio li­ chachito y los otros dos entraron al baño y por la puerta abierta oí
bre por el que mirando para arriba se veía el cielo, porque en la otra correr el agua. Me dormí.
pared más corta, no sé si dije que era una sala vagamente hexago­ Al día siguiente me despertaron a gritos. No los presos, claro es­
nal, había ventanas que daban a un muro de piedra. En el suelo ha­ tá, sino los carceleros. Estaban en la puerta del ángulo, los látigos en
bía jergones, a un costado una gran estufa, y puertas, incluso una la mano, la pistola a la cintura, gritando insultos, arriba carroña, ba­
que abarcaba un ángulo. El viejo viejísimo me señaló un lugar y me suras inmundas, hijos de perra emputecida, asquerosos, porquerías,
advirtió que me acostaría allí después de pasar a higienizarme. pero no entraban ni se acercaban. Los hombres se levantaban mano­
Adonde pasamos todos y nos lavamos, hicimos buches y ablusiones teando la ropa, estaba caldeado allí adentro con el calor de la estufa
en palanganas fijas al piso y evacuamos en agujeros bajo los cuales retenido por la madera y las piedras, y muchos dormían desnudos. Yo
se oía correr el agua. Y al volver, como cuando había descubierto que también me levanté. Los carceleros se fueron y volvimos a pasar por
tenía hambre, descubrí que tenía sueño y decidí relegar el problema las ceremonias del baño y las abluciones. Hubiera dado cualquier co­
de mi porvenir, es decir, mi situación legal y eventualmente mi fu­ sa por un café, pero guiados por el viejo viejísimo nos fuimos al patio,
ga, para el día siguiente. Pero alertado como estaba sobre las cos­ al mismo lugar en el que habíamos estado el día anterior. Todos se
tumbres de los presos, esperé a ver qué hacían los demás, y los de- acuclillaron alrededor del viejo viejísimo, y yo decidí ver qué pasaba
---J más esperaban a que se acostara el viejo viejísimo. Cosa que hizo si me sentaba en el suelo con las piernas cruzadas. No pasó nada, y
inesperadamente sobre las tablas del piso y no sobre un jergón más así me quedé, soñando con un desayuno caliente.
grande o más mullido que yo había tratado de identificar en vano. Antes de que el viejo viejísimo dijera prosigamos, yo hubiera
Otros también se acostaron y yo hice lo mismo. apostado cualquier cosa a que estaba a punto de decirlo, se acercó
Pero no fue tan fácil dormir. Estaba a un paso del sueño cuan­ un hombre de otro grupo y todas las caras de los del nuestro, la mía
do tuve que resignarme a esperar porque todos los demás parecían también, se levantaron para mirarlo.
hablar al mismo tiempo. Se me ocurrió que estarían hablando de mí, -Que el nuevo día -dijo el que llegaba- esté formado por horas
cosa bastante comprensible, y abrí los ojos disimuladamente para felices, meditación y reposo.
mirarles las caras y volví a equivocarme. Como yo, otros dos esta­ El viejo viejísimo sonrió y le dijo a alguien:
ban echados y parecían dormir. Pero los restantes debatían alguna -Invite al amable compañero a unirse a nosotros.
cuestión difícil con el viejo viejísimo como árbitro. Hasta que uno de Uno de los nuestros dijo:
los hombres le pidió que designara a tres porque esa noche eran mu­ -Considere que nos sentiremos sumamente alegres si accede a
chos. Muchos qué, pensé, tres qué. Cerré los ojos. Cuando los volví unirse a nosotros, amable compañero.
a abrir el viejo viejísimo había designado a tres presos que en silen­ -Sólo vengo -contestó el otro- enviado por mi Maestro, quien
cio se desnudaban. Me puse a mirar sin cuidarme de si me veían o suplica la autorización del Anciano Maestro para que uno de noso­
no. Uno de los tres era el muchachito de la cara hinchada. Los otros tros, deseosos de ampliar su visión de la sabiduría del mundo, pase
miraban a los tres hombres desnudos, los tocaban, parecían decidir­ algunas horas con ustedes, en la inteligencia de que proveeremos a
se por uno y se le quedaban al lado, ordenadamente, sin precipita­ sus necesidades de alimento e higiene.
ciones ni ansiedad, y vi cómo iban echándoseles encima, cómo los go­ -Dígale a su amable compañero -dijo el Anciano Maestro- que
zaban y se retiraban luego para dar paso al siguiente. Los tres se sentiremos el gozo de que así lo haga.
dejaban hacer con los ojos cerrados, sin protestas ni éxtasis, y el vie­ El hombre de nuestro grupo que había hablado antes repitió el
jo viejísimo seguía acostado sobre las maderas del suelo. Cuando to­ mensaje y el otro se fue y al rato llego el invitado que se unió a no­
sotros y otra vez empezó una conversación incomprensible acerca de al modelo. Cuando el tallador hubo pasado varios días sin comer, las
números. Yo traté de entender algo, pero todo me parecía o muy ton­ figuras que salían de sus manos eran desatinadas y no se parecían
to o muy profundo, y además tenía hambre. ya a nada. Entonces su dios se apiadó de él y determinó hacer tan
Empecé a pensar en mi problema, no en el del hambre, que eso gran prodigio que acudirían de todas partes a contemplarlo. Y así
podía esperar, sino en cómo salir de allí. Era muy claro que tendría hizo que las figuras talladas cobraran vida. Mucho se espantó el ta­
que preguntar cómo conseguir una entrevista con el Director, pero llador al ver esto, pero después pensó: vendrán curiosos y sabios y
no me animaba a hacer preguntas, por lo que había dicho el chico de gentes de lejanas tierras a ver tal prodigio y seré rico y poderoso.
la cara hinchada. Y al pensar en él se me presentaron dos cosas: pri­ Las bellas figuras animadas talladas en los días de pobreza pero an­
mero, lo que había pasado la noche anterior en el dormitorio, y se­ tes del hambre, lo saludaban y le sonreían. Pero las figuras mons­
gundo una idea para convertirlo en mi aliado y llegado el caso ha­ truosas lo amenazaban y le hacían muecas malignas, y la última que
cerme ayudar por él. Lo busqué con la mirada y no lo encontré. había tallado, arrastrándose sobre sus miembros informes, se le
Medio me di vuelta y lo vi acuclillado a mi derecha, un poco atrás acercó para devorarlo. Empavorecido el tallador pidió clemencia con
mío, rozándome. Espléndido, me dije, y esperé un silencio de los que tales voces que su dios se apiadó nuevamente de él y redujo a ceni­
eran frecuentes entre eso de los números. Cuando todos se callaron, zas a las figuras monstruosas conservando animadas a las más be­
tratando de no pensar en él, aplastado, desnudo bajo los otros hom­ llas. Y el tallador descubrió entre éstas a una mujer hermosísima
ares del dormitorio, me di vuelta y le dije: con la que se desposó y fue feliz durante algún tiempo, y rico tam­
-Habría que hacer algo para que ese diente no lo molestara más. bién exhibiendo ante los curiosos y los sabios sus figuras animadas.
Me sonrió como el día anterior, como si no‘ le hubiera pasado na­ Pero la mujer, si bien de carne debido al prodigio del dios del talla­
da, y me contestó que su dios determinaría el momento en el que fi­ dor, había conservado su alma de madera, y lo martirizó sin piedad
nalizaría su dolor. Sigamos, decidí. Le contesté que podía ver, así, durante el resto de su vida, haciendo que a menudo pidiera a su dios
que podía ver, que su dios había dispuesto que su dolor cesara, por­ entre lágrimas que volviera a la vida inanimada a sus figuras, aun­
que yo era el instrumento designado para detenerlo. Me miró como que tuviera que perder sus riquezas si con ello se libraba de su mu­
si no me comprendiera y tuve miedo de haber cometido un error, pe­ jer. Pero su dios, esta vez, no quiso escucharlo.
ro al segundo le brillaron los ojos y se veía que hubiera saltado de Me quedé pensando en el significado de la cosa y en qué tendría
alegría. que ver con la muela del chico. Por cierto que todos los demás pare­
-Todo lo que tiene que hacer -le dije- es conseguirme una pinza. cían haber comprendido, porque sonreían y cabeceaban y miraban
Hizo que sí con la cabeza y fue a arrodillarse frente al Anciano al Anciano Maestro y me miraban a mí pero yo no pude sacar nada
Maestro. Hubo una larga conversación en la que el chico pedía auto­ en limpio de modo que sonreí sin mirar a nadie y esta vez acerté. To­
rización y explicaba sus motivos, y el viejo viejísimo aceptaba y auto­ dos, salvo mi estómago, parecíamos estar muy contentos.
rizaba. El muchachito se fue, el invitado me miraba como si yo hubie­ En eso volvió el chico con una pinza. De madera. Y me la ofre­
ra sido un monstruo de tres cabezas, y las disquisiciones sobre los ció. Iba a tener que arreglarme con eso y lo lamenté por él. Agarré
números o lo que fuera terminaron por completo. Yo seguía teniendo la pinza y le dije lo más suavemente que pude, que para actuar co­
hambre y el Anciano Maestro la emprendió con una parábola. mo instrumento de su dios, primero tenía que saber su nombre. Se
-Hubo en tiempos muy lejanos -se puso a contar- un pobre me había puesto que tenía que saber cómo se llamaba.
hombre que tallaba figuras para subsistir. Pero pocos eran los que -¿Cuál de mis nombres? -dijo.
las compraban y el tallador estaba cada vez más pobre, de modo que Por lo visto había preguntas que sí se podían hacer. Pero lo ma­
las figuras eran cada vez menos bellas y cada vez menos parecidas lo era que yo no sabía qué contestarle.
-El nombre que debo usar yo -se me ocurrió. hora de comer. No hubo nada que la anunciara, ni campana, ni lla­
-Sadropersi -me dijo. mado, ni carceleros con látigo, nada. Pero el Anciano Maestro se le­
Para mí, siempre fue Percy. vantó, y después de él todos los demás, y nos encaminamos a una de
-Y bien, Sadropersi, acuéstese en el suelo y abra la boca. las puertas y llegamos al interior cálido de la prisión. Después de
Me parecía que había dejado de equivocarme y me sentía seguro. vericuetos que recorríamos con el viejo viejísimo a la cabeza, llega­
Se acostó y abrió la boca no sin antes mirar para el lado del An­ mos al gran comedor que estaba en el primer piso. Subimos y baja­
ciano Maestro, y les indiqué a algunos de los otros que le sujetaran mos tantas veces tantas escaleras, que si me hubieran dicho que es­
los brazos, las piernas y la cabeza. Me dio un trabajo terrible, pero taba en el sexto piso, lo hubiera creído. Pero desde las ventanas se
le saqué la muela. Tuve que andar muy despacio, moviéndola de un veían la planta baja, los aleros y los balcones de los otros pisos y la
lado para el otro antes de tirar, para que no se rompiera la pinza. Y llanura blanca bajo el sol. Muchos hombres cocinaban en fogones de
a él tenía que dolerle como las torturas del infierno. Pero no se mo­ piedra instalados en el suelo, y los que entrábamos íbamos dividién­
vió ni se quejó una sola vez. Las lágrimas le corrían por la cara y la donos en grupos y nos dirigíamos hacia los fogones. Nos acuclilla­
sangre le inundaba la boca; tenía miedo de que se me ahogara y de mos todos alrededor del nuestro y el hombre que cocinaba nos repar­
vez en cuando le levantaba la cabeza y lo hacía escupir. Finalmen­ tió los cuencos de madera con la pasta rojiza y comimos.
te mostré la muela sostenida en la pinza y todos suspiraron como si Vi que otros hacían lo mismo que yo quería hacer, pedir más, y
íes hubiera sacado una muela a cada uno. cuando terminé mi ración pedí otra. Tomé mucha agua, y como el
El Anciano Maestro sonrió y contó otra parábola: día anterior, estaba satisfecho.
-Estaba una mujer cociendo tortas en aceite en espera de su ma­ Ese día se deslizó sin otro incidente y la noche fue tranquila.
rido. Pero se le terminó el aceite y aún quedaba masa por cocer. Se Percy parecía feliz y me miraba con agradecimiento. No hubo otra
dirigió a uno de sus vecinos en procura de aceite, y éste se lo negó. comida en el día, pero no volví a tener hambre. Terminados el pro­
Se dirigió entonces a otro de sus vecinos, quien también le negó el blema de la alimentación y el de la muela de Percy, tenía que pen­
aceite para terminar de cocer la masa. Contrariada, la mujer empe­ sar qué haría para llegar hasta el Director y en lo que le diría cuan­
zó a dar gritos y a lanzar imprecaciones a la puerta de su vivienda, do lo viera. Pero cuando me acosté tenía tanto sueño que me dormí
suscitando la curiosidad de los que pasaban, hasta que uno de ellos antes de haber podido planear algo.
le gritó: «¡Haz tú tu propio aceite y no alborotes!». Entonces la mu­ Ala mañana del otro día fueron los insultos y los gritos de los car­
jer se dirigió a los fondos de su casa y cortó las semillas de la plan­ celeros, recibidos por los presos con la misma indiferencia. Después
ta llamada zyminia, las moho y las estrujó dentro de un lienzo, ex­ fueron las conversaciones en el patio, la comida, más conversaciones,
trayendo así el aceite que necesitaba. Cuando llegó el marido, le siempre sobre números, y otra noche. Decidí que al día siguiente ha­
presentó las tortas en dos fuentes y díjole: «Éstas son preparadas blaría con Percy. Pero en ese momento necesitaba algo más urgente:
con el aceite comprado al aceitero, y estas otras son preparadas con quería darme un baño. Antes de acostarme, le dije a Percy:
el aceite extraído por mí de la planta llamada zyminia». Y el mari­ -Sadropersi, estimado amigo -trataba de aprender o por lo menos
do comió de las dos fuentes y las cocidas con el aceite extraído por de remedar la manera de hablar de los presos-, quisiera bañarme.
su mujer le supieron mejor que las otras. Percy se inquietó muchísimo:
Percy sonreía más abiertamente que los otros, y yo también, ca­ -¿Bañarse, amable señor? -miró para todos lados- Nos bañan
beceando. Ahora estaría en condiciones, dejando pasar un poco de los señores carceleros.
tiempo, de pedirle al muchacho que me indicara cómo llegar al Di­ -No me diga que esos brutos nos restriegan la espalda con guan­
rector. Y mientras pensaba en eso y en mi estómago vacío, llegó la tes de crin.
-Los apreciados señores carceleros -(parecía que no debía ha­ academias, la dejé pasar, no fuera que se le ocurriera hacer cambiar
berlos calificado de brutos)- fumigan, desinfectan y bañan a los pre­ en mi honor el tema de los números al que ya me estaba acostum­
sos periódicamente, excelente señor y compañero. brando, por el de las academias, sobre las que yo no sabía nada. So­
-Está bien -dije-, ¿Cuándo es la próxima función de fumigación, bre eso de los números tampoco, desde luego, no por lo menos así co­
desinfección y baño? mo lo hablaban ellos.
Pero Percy no sabía. Calculó que podría ser pronto porque la úl­ Nos sentamos en el patio hasta la hora de comer, comimos y vol­
tima sesión había tenido lugar hacía bastante tiempo, y tuve que vimos al patio, y el Anciano Maestro contó otra parábola:
conformarme con las abluciones en la palangana. -Antiguamente los hombres eran muy desdichados, pues per­
Esa noche también fue tranquila y antes de dormirme me com­ dían sus posesiones, aun las más insignificantes y pequeñas, cada
padecí un poco de mí mismo. Aquí estaba yo, un descubridor de mun­ vez que se trasladaban de lugar. Llevaban sólo su mujer y sus hijos
dos, preso en una cárcel ridicula con un nombre ridículo, entre gen­ y sus parientes, al menos los que estaban en condiciones de cami­
te que hablaba en forma ridicula, humillado y no victorioso, nar: los muy viejos quedaban atrás. Y todo eso porque aún no se ha­
degradado y no ensalzado. ¿Y qué sería de mi nave y de mis hom­ bía inventado el transporte. Los hombres viajaban con las manos
bres? Y lo que era más importante, ¿cómo iba a hacer para salir de vacías, lamentando los enseres y las vestiduras que quedaban en el
allí? Y al llegar al final de ese negro pensamiento me dormí. lugar de donde partían. Pero un hombre que debía trasladarse a una
Al día siguiente volví a apartarme con Percy en el baño y le plan­ lejana ciudad, tenía una mujer a la que amaba entrañablemente. La
teé mi necesidad de ver al Director. mujer estaba enferma, no podía caminar, y el hombre se lamentaba
-Al egregio Director no puede llegar nadie, amable señor. llorando al pensar que debía abandonarla. Se acercó al lecho en el
Me contuve para no acordarme en voz alta y desconsiderada­ que ella yacía y la abrazó con tal fuerza que la levantó. Sorprendi­
mente de la madre del Director y de la madre de Percy. do, dio unos pasos con la mujer entre sus brazos, y dio otros pasos,
-Dígame, amable Sadropersi, ¿y si uno provoca un tumulto, no y salió caminando de la casa cargando a la mujer y emprendió el ca­
lo llevan a ver al Director? mino. De todas partes salían las gentes a verlo pasar, y de pronto to­
-¡Un tumulto, excelente señor extranjero y amable compañero! dos comprendieron que era posible llevar de un lugar a otro cuan­
Nadie provoca un tumulto. tas cosas se pudieran cargar. Y entonces se vio a multitudes que iban
-Ya sé, claro, por supuesto. ¿Pero en el caso teórico y altamen­ de un lugar a otro cargando muebles, enseres, colgaduras, textos, jo­
te improbable de que yo empezara una pelea en el patio, no me lle­ yas y adornos. Esto duró por mucho tiempo, con las gentes viajando
varían ante el Director para que me castigara? en todas direcciones y los caminos y senderos atestados de personas
Pareció pensar en el asunto. felices que se mostraban unas a otras lo que llevaban, hasta que to­
-Nadie pelearía con usted, amable compañero -dijo por fin. dos se acostumbraron y ya no llamó la atención de nadie ver pasar
Maldito seas, Percy, pensé, y le sonreí con toda la boca: a un hombre con un saco cargado en los brazos.
-Bueno, bueno, olvidemos el asunto, era una cuestión académica. Cada vez que el viejo viejísimo contaba una parábola, yo me es­
Él también sonrió: forzaba honestamente por comprender el significado. De más está
-Hay mucho que decir en favor de las academias, egregio señor. decir que no lo conseguía. Tampoco con esta de la invención del
Me había llamado egregio, lo cual era un honor, tal vez recor­ transporte que me pareció una tontería, aunque de cuando en cuan­
dando lo de la muela. Con la cara deshinchada era un lindo mucha­ do la recuerdo y vuelvo a preguntarme si no habría algo importan­
cho y uno se explicaba que lo eligieran para el amor: me sentí real­ te detrás de eso.
mente inquieto. En cuanto a la enigmática observación sobre las Esa noche maldita volvió a producirse una asamblea porque los
hombres querían fornicar, y yo no me acosté, me quedé junto a los meros construir otro universo, o bien cambiar el universo cambiando
demás y a nadie pareció llamarle la atención. El Anciano Maestro los números?) pensé otra vez en cómo salir de allí. La fuga parecía ser
volvió a elegir a Percy y a otros dos, que no eran los mismos de la la única posibilidad que se me dejaba, si le creía a Percy, y por qué no
vez pasada. Los dos se desnudaron inmediatamente, pero Percy se habría de creerle, eso de que nadie podía llegar al Director. Pero antes
echó llorando a los pies del viejo viejísimo pidiéndole que le permi­ iba a intentar franquearme con el Anciano Maestro por mucho que lo
tiera estar en el otro bando. Yo, a mí no sé lo que me pasaba. Me da­ despreciara por lo que le había hecho a Percy, ya que parecía ser la per­
ba lástima el chico y me parecía que era una porquería que lo sacri­ sona más importante entre los presos.
ficaran dos veces seguidas si él no quería, pero al mismo tiempo Me pregunté por qué estaría allí el viejo viejísimo. Por corrom­
estaba contento porque lo deseaba y me daba vergüenza por las dos per jovencitos, seguramente. Pero, ¿y Percy? Y esas eran preguntas
cosas, por desearlo y por estar contento. de las que no se podían hacer, seguro.
El Anciano Maestro le dijo con su suave voz de contralto que lo per­ Después de la comida se nos acercó otro hombre de otro grupo
donaba porque era muy joven para distinguir entre lo conveniente y lo a pedir permiso para saludar al egregio extranjero. Ya era egregio
inconveniente, pero que ya sabía él, Percy, que no estaba permitido dos veces, yo. Con las formalidades de costumbre, el viejo viejísimo
apelar sus mandatos y que debía plegarse y obedecer a lo que se le or­ se lo concedió, y nos cambiamos saludos y buenos deseos. Lo que
denaba. Percy entonces dejó de llorar y dijo que sí y el viejo viejísimo quería, él no me lo dijo, tuve que decírselo yo cuando me di cuenta,
le dijo que le pidiera él mismo, como favor, que le permitiera ser goza­ era que le mirara la boca porque le dolía una muela. Le encontré en
do por los demás. Ahí lo odié al viejo, pero a todos les parecía muy bien un molar de arriba un agujero grande y feo. Le dije que se lo saca­
lo que había dicho, hasta a Percy que sonrió y dijo: ría y hubo otra retahila de buenos deseos e inevitablemente el An­
-Oh, Anciano, venerable y egregio Maestro, te ruego como favor ciano Maestro contó una parábola.
especial e inmerecido hacia mi despreciable persona, que permitas -Hubo una vez hace mucho tiempo un hombre que tenía un mul-
que despierte el goce de mis amables compañeros. ticornio con el que roturaba su campo. Sembraba después en la épo­
El viejo viejísimo se permitió todavía la inmunda comedia de ha­ ca propicia y se sentaba a mirar crecer las plantas tiernas, y llega­
cer como que no se decidía, y Percy tuvo que insistir. Retrocedí en­ do el tiempo recogía abundante cosecha. Pero un día nefasto el
furecido y decidí que no tomaría parte en esa bajeza. Pero cuando animal se enfermó, y viendo que no curaba, el hombre determinó
Percy se desnudó y nos sonrió, me acerqué a él si bien cuidando de matarlo y vender su carne y su lana, y así lo hizo. No teniendo en­
estar siempre a sus espaldas para que no me viera la cara. Cuando tonces animal para el trabajo, él mismo tiraba de la reja para rotu­
todo terminó, me fui a dormir, tranquilo y triste. rar la tierra, pero el trabajo se hacía muy lentamente y se atrasa­
Ya estaba hecho a la rutina del despertar, pero esa mañana me ban la siembra y la cosecha, y ésta no era tan abundante como antes.
pareció que los insultos de los carceleros iban dirigidos personal y Viéndolo un vecino en esos menesteres, díjole: «Desdichado, si hu­
directamente a mí. Casi deseaba que se acercaran con los látigos y bieras sido prudente y hubieras esperado, probablemente el animal
me azotaran. No por haberlo montado a Percy, sino por sentirme tan habría sanado y ahora no estarías agotado por el trabajo y empobre­
feliz como me sentía. Percy, por otra parte, me trataba como todos cido por la falta de buenas cosechas». Y comprendiendo el hombre
los días y yo tenía que hacer esfuerzos para contestarle con natura­ que su vecino tenía razón, se sentó a la vera de su campo y se lamen­
lidad, y para mirarlo. tó llorando durante largo tiempo.
Tenía que distraerme, a toda costa tenía que pensar en otra cosa Clarísimo, le dije. Si el hombre no hubiera matado al animal,
y sentir otra cosa. En el patio, mientras se hablaba de números (he podían haber pasado dos cosas: o que sanara, en cuyo caso podría
aquí una buena pregunta que oí esa mañana: ¿Se puede con otros nú­ haber seguido trabajando el campo con él, o que muriera, en cuvo
caso hubiera podido vender de todas maneras la carne y la lana. Pe­ de uso impropio de dos adjetivos calificativos, dos, advierta usted,
ro aparte de una superficial condena al apresuramiento, no veía yo en el curso de un banquete oficial -suspiró-. Por eso quiero darle,
qué había allí de tan importante como para suscitar la veneración honorable extranjero y amigo, un recuerdo para que lleve a sus tie­
de todos. Dejé la cuestión de lado porque la inminente sacada de otra rras lejanas cuando vuelva a ellas.
muela había puesto a mi persona sobre el tapete y el viejo viejísimo Y sacó de bajo de su camisa un alto de papeles atados con un
le explicaba a mi paciente el delito que yo había cometido. cordel. Yo no podía pensar más que en una cosa: ¡veinte años, vein­
-El honorable señor extranjero desembarcó en nuestra tierra te años, veinte años!
sin transmitir previamente saludo alguno con las luces de su nave -Es -me decía el viejo viejísimo y yo me obligué a escucharlo-
y sin dar tres vueltas sobre sí mismo, decía. un ejemplar del Ordenamiento De Lo Que Es y Canon De Las Apa­
Me sentí obligado a defenderme al ver la cara'de pena con que riencias. Guárdelo, egregio señor extranjero, léalo y medite sobre él.
me miraba el de la muela cariada. Yo sé que le servirá de consuelo, ilustración y báculo.
-En primer lugar -dije-, yo ignoraba que esta tierra estuviera Agarré los papeles. Veinte años, ¿cómo era posible? ¡Veinte años!
habitada; y en segundo lugar, aunque lo hubiera sabido, ¿cómo po­ El viejo viejísimo se dio vuelta y cerró los ojos y yo me fui y me acos­
día estar enterado del protocolo que exige los saludos luminosos y té, pero poco fue lo que dormí esa noche.
las vueltas sobre uno mismo? Además, no se me ha hecho compare­ Y a la madrugada, para tratar de olvidarme de los veinte años,
cer ante juez alguno, ni se me ha permitido defenderme, lo cual en pensamiento que me impedía planear una fuga, una manera de ver
mi tierra sería considerado una muestra de barbarie. al Director, algo que me permitiera salir de allí, buscar mi tripula­
Todos estaban muy serios y el Anciano Maestro me dijo que la ción y llegar a la nave, saqué los papeles y me puse a hojearlos al
naturaleza es la misma en todas partes, cosa con la que yo podía es­ resplandor de la llanura blanca que entraba por una ventana. En­
tar de acuerdo o no pero que no venía al caso, y que no se podía ale­ tendí tanto como lo de los números o las parábolas del viejo viejísi­
gar el desconocimiento de una ley para no cumplirla. No le di una mo. Era como un catálogo con explicaciones, pero sin sentido algu­
trompada en el hocico porque la llegada de Percy con la pinza de ma­ no. Recuerdo, tantas veces lo leí: «El Sistema ordena al mundo en
dera me permitió pensarlo un poco y recordar que necesitaba la be­ tres categorías: ante, cabe y so. Ala primera pertenecen las fuerzas,
nevolencia del viejo viejísimo. Hablé otra vez de los nombres, cuál los insectos, los números, la música, el agua y los minerales blan­
de mis nombres, el que debo usar yo, y el de la muela cariada me di­ cos. A la segunda los hombres, las frutas, el dibujo, los licores, los
jo que se llamaba Sematrodio. Lo hice acostar y empecé otra vez mi templos, los pájaros, los metales rojos, la adivinación y los vegeta­
trabajo. Me costó más que con Percy porque estaba más agarrada les de sol. Ala tercera los alimentos, los animales cubiertos de pelos
que la muela podrida del pobre chico, pero en compensación hubo y escamas, la palabra, los sacrificios, las armas, los espejos, los me­
menos sangre y volví a tener un éxito relumbrante y a ser egregio. tales negros, las cuerdas, los vegetales de sombra y las llaves». Y así
Por suerte ese día no hubo más parábolas, pero a la noche el An­ sucesivamente, lleno de enumeraciones y enumeraciones que se iban
ciano Maestro me llamó junto a él y después de propinarme una can­ haciendo cada vez más absurdas. Al final, preceptos y poemas, y al
tidad de alabanzas me dijo que quizá mi condena sería corta en vis­ final de todo una frase que hablaba de un cordel que ataba todas las
ta de mi condición de extranjero venido de tierras distantes, a lo ideas, y que supuse que era el cordel atando los papeles que me ha­
sumo veinte años. Creo que casi me desmayé. ¡Veinte años!, con se­ bía dado el viejo viejísimo, en cuyo caso los papeles serían las ideas.
guridad que cerré los ojos y me incliné hacia el suelo. Pero lo importante no era eso, sino mi condena. Y pensando en mi
-Comprendo su emoción -me dijo el viejo viejísimo-, yo moriré condena, con los papeles atados con el cordel guardados bajo mi ca­
probablemente aquí adentro, ya que se me acusó, con toda justicia, misa, me levanté y fui al patio y comí y pasé el resto del día.
A la noche hubo otro conciliábulo de los hombres que reclama­ la hija del vecino de su padre, y encerraron a la prima de tercer gra-
ban con quién fornicar y yo temí por Percy y por mí. Pues si bien mis , do en una jaula que fue expuesta al escarnio público en la plaza.
temores por mí mismo estaban justificados, no era por la alegría que Esa parábola sí la entendí. Y como la entendí, en vez de darle
hubiera podido sentir al ver elegido nuevamente a Percy, sino por­ otra trompada al viejo viejísimo, lo agarré del cuello y se lo apreté
que al siniestro viejo se le ocurrió designarme a mí, a mí, para que hasta quebrárselo. Lo dejé ahí, tirado en el suelo sobre el que siem­
hiciera de mujer de los otros, a mí. Me indigné y le dije que me im­ pre dormía, con la cara ensangrentada y la cabeza formando un án­
portaba muy poco lo que se podía y lo que no se podía hacer, que yo gulo recto con el cuello, y les grité a los demás:
era muy macho y que de mí no se iba a aprovechar nadie. El viejo -¡A dormir!
viejísimo se sonrió y dijo un par de estupideces pomposas: según pa­ Y todos me obedecieron y se fueron a sus jergones. Me quedé
recía, ser elegido para eso era una muestra de deferencia, afecto y dormido instantáneamente y al día siguiente no me despertaron los
respeto. Le dije que podían empezar a respetar a otros porque yo no insultos de los carceleros, sino una gritería atronadora. Todo el mun­
pensaba dejarme respetar. do corría de un lado para otro gritando ¡la desinfección!, ¡la desin­
-Ah, honorable señor extranjero y amigo -dijo el viejo viejísi­ fección! Vi entrar a un grupo grande de carceleros con los látigos en
mo-, ¿pero entonces quién le dará de comer, quién le proporcionará las manos. Esta vez los usaron: repartían latigazos a ciegas y los
asilo, quién lo recibirá en su grupo, quién le hará la vida soportable hombres escapaban desnudos por el dormitorio desnudo. Yo también
en el Dulce Recuerdo de las Jubeas en Flor? escapé, tan inútilmente como los otros. De pronto los carceleros se
Ojalá te mueras, pensé, y estuve a punto de contestar: Percy. replegaron hacia la puerta del ángulo y entraron otros que traían
Pero no lo hice, claro, pensando en lo que le esperaría al chico si mangueras. Nos alcanzaron los chorros de agua helada, aquí esta­
yo lo decía. El viejo viejísimo esperaba, supongo que esperaba que ba el baño que yo había andado deseando, que se estrellaban contra
yo me bajara los pantalones, cosa que no hice. En cambio di dos nuestros cuerpos y nos clavaban a las paredes y al piso. Entonces vi
pasos y le encajé la trompada que había estado deseando darle que el único que no se movía era el Anciano Maestro y me acordé
desde aquella noche en que había obligado a Percy a dejarse go­ que lo había matado y por qué, y los carceleros también debieron
zar. La sangre le corrió por la cara, hubo un silencio pesado en to­ verlo al mismo tiempo que yo porque hubo una voz de mando y las
do el dormitorio, y el viejo viejísimo contó una parábola. Contó mangueras dejaron de vomitar agua helada. Uno de los carceleros
una parábola allí, así, con los labios partidos y la nariz sangran­ se acercó al cuerpo del viejo, lo tocó, con lo que la cabeza ahora ne­
te, y yo lo escuché esperando que terminara para ir y darle otra gra se bamboleó de un lado al otro, y gritó:
trompada. -Quién hizo esto.
-Hubo hace muchísimo tiempo -dijo-, un niño que creció hasta Me adelanté:
convertirse en hombre, y una vez llegado a ese estado en el que se -Yo.
necesita mujer, se prendó de una prima en tercer grado y quiso des­ Pensé: si por no saludar me condenaron a veinte años, ahora me
posarla. Pero su padre había elegido para él a la hija de su vecino a fusilan en el acto. Ni miedo tenía.
fin de unir las dos heredades, y le mandó que le obedeciera. El joven -Vístase y síganos.
hizo oídos sordos a las palabras de su padre, y una noche robó a su Me puse la camisa y los pantalones, agarré, vaya a saber por
prima y escapó con ella hacia los montes. Vivieron felices alimen­ qué, los papeles que me había dado el viejo viejísimo, lo miré a Percy
tándose de frutas y de pequeñas aves y bebiendo el agua de los arro­ y me fui con los carceleros.
yos hasta que los criados de su padre los encontraron y los llevaron Había conseguido al menos lo que quería: me llevaron a ver al
de vuelta a la casa. Allí celebraron con fastos la boda del joven con Director.
-Estoy enterado -me dijo-. Ha matado a un maestro.
-Sí -le contesté.
-Llévenselo -les dijo a los carceleros. del socialismo
Me llevaron otra vez a la pieza en la que me habían desnudado
Dolly Skeffington
y revisado y vestido de presidiario, y me devolvieron todas mis co­
sas. Por lo menos iba a morir como Capitán y no como presidiario,
como si eso tuviera alguna importancia. Puse el Ordenamiento De
Lo Que Es y Canon De Las Apariencias en el bolsillo derecho de la
chaqueta. Volvimos al despacho del Director.
-Señor extranjero -me dijo-, será llevado hasta su nave y se le
ruega emprenda el regreso a sus tierras lo más rápidamente posi­
ble. La acción por usted cometida no tiene precedente en nuestra
larga historia, y hará el bien de perdonarnos y de comprendernos
Mientras subía por las piernas de mi tío Merril
cuando le decimos que nos es imposible mantener por más tiempo
él no me dejaba llegar hasta el fondo.
en uno de nuestros establecimientos públicos a una persona como
usted. Adiós. «Estas son las llaves de la ciudad» decía
-¿Y mis hombres? -pregunté. colocando la mano en su abultada hilera de botones,
-Adiós -repitió el director, y los carceleros me sacaron de allí. y cuando yo alcanzaba una de sus rodillas
Me llevaron a la nave. Parada sobre una llanura verde, tan dis­ me hacía rodar sobre la alfombra
tinta de la superficie salitrosa sobre la que se alzaba el Dulce Re­ cerrando sus robustas piernas de muchacho
cuerdo de las Jubeas en Flor, parecía estar esperándome. La saludé para todo trabajo.
militarmente, cosa que no dejó de asombrar a los carceleros, me
acerqué a ella y abrí la escotilla. ¿Comprendí entonces que me negaba
-Adiós -dije yo también, pero no me contestaron y no me impor­ no la reservada flor masculina
tó porque no era de ellos de quienes me despedía. ni la fatal distancia de la sangre
Miré a mi alrededor para saber si mi dios personal se venía con­ sino el bravo secreto del amor entre varones?
migo, y despegué rumbo a la Tierra, con el sol de Colatino, como yo
mismo había llamado al mundo descubierto por mí, dando de plano Merril acostumbraba ganarse el sustento
sobre el fuselaje y los campos y las montañas lejanas. Adiós, volví a entregando toallas a la puerta de los baños.
decir, y me puse a leer el Ordenamiento De Lo Que Es y Canon De Muchos pasaban sin siquiera un saludo
Las Apariencias con cierta atención, para distraerme en mi solita­ como si la toalla estuviera suspendida en el aire,
rio viaje de vuelta. pero a veces alguno se detenía
y lo miraba fijamente a los ojos.
Entonces la toalla se convertía en un arcoiris
(En Souto, Marcial (comp.): La ciencia ficción entre las manos de Merril y el cuerpo del muchacho
en la Argentina, Eudeba, Buenos Aires, 1985.) y cuando éste se secaba dejando la puerta entreabierta
era un pedido angustioso y una promesa.
Para quitarme a Merril del pensamiento Lleven al socialismo
mis padres quisieron ofrecerme una diadema, el trotar de Merril tras los muchachos de los baños
muchachos en flor que no eran mi tío. que aunque sin vocación domiciliaria
Me enviaron a Vicker Maxim’s a menudo estaban picados por las chinches
para que los viera. en la respiración común de las chozas de Leeds.

El ir y venir de los cepillos metálicos Lleven al socialismo las bicicletas de rayos azules,
sobre las plataformas destinadas al armado diurno los carteles pintados y las canciones
de los barcos que usaríamos en la próxima guerra y la euforia gay por morir primero
levantaban una maleza de acero rizado para congelar el final de Hollywood
y la presión y la tensión de su musculatura en la memoria débil de los pueblos.
en el esfuerzo de levantar la pala
hicieron que ningún otro fuera como Merril: Un día Merril se fue a vivir a Millthorpe
alto y hermoso, alegre y valiente, con un «profeta del mañana»
un señor Venus aceitando trapajos. que le leía la Biblia mientras él pinchaba tocino
en el fuego de la chimenea
Y cuando años más tarde en un cine de la calle 42 y cuando escuchó que Cristo había pasado su última
fui a ver El acorazado Potemkim noche en Getsemani
todos los trabajadores me parecieron Merril, Merril preguntó «¿Con quién?»
dioses barriobajeros con callos en las manos.
Sólo que entre las estrellitas de los yunques En Millthorpe mujeres acaloradas por los mítines
yo veía una cinta que no estaba en la bobina: se desabrochaban el primer botón de la blusa
cuerpos cansados en la lucha por sustraerse para discutir sobre sindicalismo y cría de cerdos,
a toda esa infantería de metales pesados sobre cómo liberar el pie del calzado ordinario
dominada por tan alegre carne a través de frescas sandalias artesanales
que cuando el rigor de los turnos se rendía o si gardenias en los jarrones
en la noche enorme de los bares de Sheffield, riman con austeridad administrativa
pechos velludos se estrechaban unos contra otros cuando el socialismo es vida interior.
retorciéndose y perlándose
én estériles abrazos estremecedores. Una constelación de obreros manuales,
bellezas de garaje, operarios de las canteras,
Yo era muy joven entonces, muy pobrecita, facinerosos elegidos jocosamente
mi idea de virilidad eran sólo imágenes a través de los zapatones palurdos
de potencia acorralada en trajes Victorianos que asomaban por las empalizadas de las letrinas
que la ropa de trabajo, en cambio, en los baños de la estación de ferrocarril,
dejaba adivinar mejor a una mirada virgen. afiladores de limas y choferes de grúa
jugaban en los salones guasos juegos de taller: los dos cosiendo uno junto al otro sobre un huevo
atarse, incendiarse los pies, empujarse desnudos a los jardines. y corriendo de vez en cuando las sillas
Muchos camaradas de lucha se encogían de hombros para estirar la luz de la ventana
cuando el amante de Merril decía al ritmo justiciero del piano en la cocina.
«El futuro se esconde en este cuarto».

Y aquéllos que se ponían guirnaldas en la cabeza (En Moreno, María: El affair Skeffington, Ba­
y bebían del mismo vaso en el cumpleaños de Whitman jo la Luna Nueva, Rosario, 1992.)
no soportaban que un simple muchacho del servicio de mesas
pasara sin un respiro a ser ama de casa consciente
y que en Millthorpe leer fuera menos importante que barrer.

Nadie advirtió el acto de justicia


que Merril inventó sin prédica alguna
cuando, abriéndose paso en el soplo de la mañana,
- arrastró un piano de cola hasta la cocina
decretando mudo que Mozart
es el derecho de todo trabajador doméstico
cuando se halla ocupado en la trituración de las verduras,
cosiendo el borde de un matambre
o simplemente esperando a que en el salón cese la filosofía.

Lleven al socialismo
el significado de la palabra «esposos»
a través de éstos dos hombres que durante años
solían despertar juntos rodeados de pimpollos
(la jardinería comercial había sido sólo una idea),
el chistoso muchacho de Sheffield
cuyo único arte había sido
colocar un empapelado gótico
en el salón de los visitantes extranjeros
y un pañuelo de madrás a modo de tapete
para cubrir la jaula de la urraca,
y el aristócrata soñador
que deseaba la vida dual y todas sus criaturas
absueltas para siempre en el estado soltero
y desnudas al sol sobre las piedras de Millthorpe,
LOS AUTORES

Jorge Asís

Nació en Villa Dominico, Gran Buenos Aires, en 1945. Desde su pri­


mera juventud alternó la escritura de ficción con el periodismo, y úl­
timamente, con el ejercicio de cargos públicos. En los cuentos de La
Manifestación (1973), la crítica especializada encontró méritos in­
negables que sus relatos siguientes -Don Abdel Zalim (1972), La fa­
milia tipo (1974), Los reventados (1974) y Fe de ratas (1976)- no hi­
cieron más que confirmar. El reconocimiento masivo de los lectores
llegó con las novelas Flores robadas en losjardines de Quilmes (1980)
y Carne Picada (1981) y con la recopilación de sus ácidas crónicas
periodísticas, El Buenos Aires de Oberdán Rocamora (1981). «La in­
vitación» es un cuento impar en esta antología, no sólo por la ambi­
güedad del «esteta» que lo protagoniza, sino por la feroz caricatura
de sus costumbres, desde un punto de vista moral, pero también so­
cial y hasta político.

Héctor Bianciotti

Nació en 1930 en una chacra de la pampa cordobesa, en el seno de


una familia originaria del Piamonte: éste es el escenario en que
transcurren muchos de sus mejores relatos, desde La busca del jar­
dín, una novela de 1978, a Lo que la noche le cuenta al día, primer
volumen de su autobiografía novelada, aparecido en 1993. Fue se­ Abelardo Castillo
minarista durante unos años, después se trasladó a Buenos Aires,
donde se dedicó brevemente al teatro y comenzó a escribir. Según Nació en San Pedro, Provincia de Buenos Aires, en 1935. Su importan­
Bianciotti mismo cuenta en un texto memorable, las extorsiones de cia como escritor, y sobre todo, como cuentista, ha sido indiscutible des­
la policía lo decidieron a exiliarse poco antes de la caída del régimen de la publicación de su primer libro, Las otras puertas (1961), al que per­
peronista, y ya nunca volvió a establecerse en la Argentina. Tras una tenece el relato que se leerá a continuación. Menos reconocida es, en
breve estadía en Roma se radicó en París, donde consiguió trabajo cambio, la trascendencia de Castillo como generador de proyectos cultu­
como lector de la Editorial Gallimard, una actividad que desempe­ rales, impulsor de debates estéticos y políticos, y, más recientemente, co­
ñó durante muchísimos años. Este trabajo le permitió anudar amis­ mo maestro de legiones de escritores. Creador y propagandista de una
tad con Jorge Luis Borges, de quien editó las obras, completas para poética muy definida, dirigió dos revistas literarias de gran influencia,
la colección la Pléiade y cuya influencia es notoria en la construc­ El escarabajo de oro y El Ornitorrinco, y coordinó talleres literarios por
ción, precisa y delicada, de sus propias ficciones. El amor no es ama­ los que pasaron muchas de las figuras más interesantes de las genera­
do, hasta ahora su único libro de cuentos, es también el último que ciones recientes. Entre sus obras merecen destacarse la pieza teatral Is-
escribió en español. Bianciotti integra la Academia Francesa. La ho­ rafel (1963), las novelas El que tiene sed (1985) y Crónica de un iniciado
mosexualidad es tema de muchos de sus textos, entre los que cita­ (1991), y los volúmenes de cuentos Las panteras y el templo (1976) y Las
remos la novela Detrás del rostro que nos mira. maquinarias de la noche (publicado en sus Cuentos completos, 1997).

Marcelo Birmajer. Jorge Consiguió

Nació en Buenos Aires en 1966. Periodista desde la adolescencia, co­ Nació en Buenos Aires en 1962. Se graduó de Licenciado en Letras en
labora con diarios, revistas, radios y programas televisivos. Es au­ la universidad estatal, se especializó en Semiología, y dio clases en to­
tor de ensayos, guiones cinematográficos y piezas teatrales, pero el dos los niveles de la enseñanza. Por su obra literaria ha sido premia­
centro de su obra lo constituyen sus ficciones. Desde su primera no­ do en diferentes concursos. Publicó dos libros de poesía: Indicio de lo
vela, Un crimen secundario (1992), quizá el mayor best-seller de la otro (1986) y Las frutas y los días (1992) y wia plaquette, Las arrugas
literatura juvenil argentina, Birmajer se reveló como uno de los más de la terraza (1994). Su primera compilación de cuentos, Marrakech,
originales escritores de su generación. Humor, destreza narrativa, de 1998, tiene la densidad expresiva y el amargo lirismo de sus poe­
y audacia en la combinación de géneros literarios muy disímiles, son mas, a los que suma un manejo preciso de la acción física y del tiem­
las principales virtudes de una obra que, en la línea de Conrad y de po narrativo, y un notable sentido de la ambigüedad. «Al amparo de
Heinrich Boíl, hace constante eje en conflictos éticos, mirados con la galería» fue escrito especialmente para esta antología.
singularidad y valentía. En su último libro para adultos, Historias
de hombres casados, Birmajer incluye otro cuento con temática ho­
mosexual, «La puerta intermedia». Entre sus libros restantes men­ Carlos Correas
cionaremos El alma al diablo (novela, 1995), Fábulas salvajes (1996)
y El fuego más alto (1997). Nació en Buenos Aires en 1931. Estudió Filosofía en la Universidad de
Buenos Aires, de la que es profesor. Como recuerda Juan José Sebreli,
«La narración de la historia» apareció por primera vez en 1959, en Cen-
*
tro, la revista del Centro de Estudiantes de la Facultad de Filosofía y Sara Gallardo
Letras. Condenando el tema homosexual del cuento, el juez Guillermo
de la Riestra ordenó el secuestro y prohibición de la revista, la prisión Nació en Buenos Aires en 1932, y murió en la misma ciudad en 1988.
por seis meses en suspenso del autor, del editor responsable, Jorge Laf- Pertenecía a una familia de terratenientes, militares e intelectua­
forgue, y todos los miembros de la redacción, actitud que la propia Fa­ les famosos, entre los que podemos citar al general Bartolomé Mi­
cultad convalidó al retirar el subsidio imprescindible para que Centro tre y al naturalista Ángel Gallardo, abuelo de la escritora, de in­
continuara publicándose. Veinticuatro años después, Correas volvió a fluencia decisiva en su formación. Desde su primera novela, Enero
tocar el tema en un espléndido conjunto de nouvelles titulado Los casos (1958), Gallardo ganó el favor de la crítica por la delicadeza de la
de Félix Chaneton. Entre sus libros de no-ficción señalaremos Ensayos prosa, la economía con que caracterizaba a sus personajes, y sobre
de tolerancia (1999), que se abre con un artículo, de base supuestamen­ todo, por la magnífica pintura del paisaje pampeano, lejos de todo
te autobiográfica, sobre el tema del travestismo. En todos los géneros, criollismo. Su tercera novela, Los galgos, los galgos (1968), confir­
la prosa de Correas sobresale por la claridad, la insumisión a los códi­ mó estas cualidades, mereció varios premios y el reconocimiento de
gos establecidos y la capacidad de generar polémica. un público más vasto. Sin embargo, sus dos obras maestras son la
novela Eisejuaz (1973), que cuenta en primera persona y en un «len­
guaje inventado» la historia de un indio del Chaco, y la larga serie
,,j Julio Cortázar de relatos El país del humo (1977). En ambos libros alcanza plena
madurez su originalísimo estilo, que combina herencias muy dispa­
Nació en Bruselas en 1914 y murió en París en 1984. Es el más po­ res, como las de Silvina Ocampo y las de Juan Rulfo, las de Emilio
pular de los grandes cuentistas de su generación, entre los que pode­ Salgari y las de Clarice Lispector.
mos nombrar a Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo, Manuel Muji-
ca Lainez, Bernardo Kordon, etc. Traductor, profesor de literatura,
sus primeros volúmenes adhieren a una estética y una temática que Angélica Gorodischer
suelen nombrarse como «el estilo de Sun>: preferencia por el género
fantástico, estilo muy elaborado, constante referencia a literaturas Nació en Buenos Aires en 1928. Muy joven se trasladó a Rosario,
europeas, etc. Poco después de publicar su primer libro de cuentos, donde vive. Fundamentalmente novelista y cuentista, es autora de
Bestiario, en 1951, Cortázar se exilia en París, y se aplica a la crea­ una obra tan extensa como atípica y variada. Famosa internacional­
ción de una narrativa que va desarrollando tendencias veladas en su mente por obras de «fantasía» más o menos científica, como Bajo las
literatura anterior: ruptura de los géneros tradicionales, experimen­ jubeas en flor (1968), Trafalgar (1979) y la extraordinaria saga Kal-
tación verbal, compromiso político con la izquierda; tendencias que, pa Imperial (1983), Gorodischer es autora también de relatos poli­
sobre todo a partir de Rayuela (1963) pasan a vertebrar sus relatos. ciales, utopías criollas, crónicas ficticias, relatos de reconstrucción
Entre sus grandes obras podemos citar también: Final del juego histórica, artículos humorísticos, etc. Ha recibido muchísimos pre­
(1956) y Todos los fuegos el fuego (1966). En «La barca», el interesan­ mios, no sólo como escritora, sino también como militante feminis­
tísimo experimento que se realizará a continuación, un personaje de ta. Experta en temas de género, Gorodischer cuestiona constante­
un cuento escrito en 1954 «anota y corrige», hacia 1979, dicho cuen­ mente los roles sexuales establecidos, proponiendo transgresiones,
to, revelando aquello que el narrador no se había atrevido a decir; pe­ temas y personajes «diferentes del Hombre y la Mujer y el Amor Con
ro también, revelando los límites expresivos de aquel primer Cortá­ Mayúscula».
zar y de aquella estética a la que adhería.
Juan José Hernández Poemas, fue publicado en 1980, poco antes de su partida a Barcelo­
na, donde vivió en «una casi reclusión» hasta su muerte, ocurrida en
Nació en Tucumán en 1932. Periodista, traductor, coordinador de talle­ 1985. Fueron cinco últimos años de un trabajo intensísimo, cuyos
res literarios. Sus primeros libros de poesía: Negada permanencia frutos serían ordenados postumamente por César Aira, «alumno y
(1952), La siesta y la naranja (1952), Claridad vencida (1957), se carac­ amigo». Estos nuevos volúmenes se publicaron en Barcelona con los
terizan por un lirismo lacónico, intenso y profundamente sensual, que títulos Novelas y cuentos (1988) y Thadeys (1994).
encuentra en el paisaje de la provincia sus principales metáforas; un li­
bro reciente, Cantar y contar (1999) inaugura una modalidad nueva,
los «retratos», extensos poemas narrativos dedicados a personajes ho­ Marta Lynch
mosexuales del pasado. Sus dos volúmenes de cuentos, El inocente
(1966) y La favorita (1977), le han ganado un sitio impar en la narra­ Nació en La Plata, provincia de Buenos Aires, en la década del 20.
tiva argentina: sencillez, virtuosismo en la reproducción del habla tu- Desde la publicación de su primera novela, La alfombra roja, prime­
cumana, agudo manejo de la ambigüedad, son las herramientas con que ra finalista en un concurso que también consagró a Haroldo Conti,
refleja sin alardes ni piedad una sociedad feroz. Hernández publicó tam­ Lynch se contó entre los escritores más leídos de la Argentina. Su
bién una novela, La ciudad de los sueños (1972). En muchísimos de sus constante aunque variable compromiso político permite considerar su
textos el deseo homosexual está presente no sólo como vivencia de sus «figura de escritor» como una de las más polémicas y complejas de la
personajes, sino como generador de un modo muy particular de mirar literatura del siglo XX. Aunque sus grandes éxitos fueron dos novelas
el mundo: lateral, irónico, muchas veces implacable. más o menos autobiográficas: La señora Ordóñez (1968) y La penúl­
tima versión de la Colorada Villanueva (1979), el cuento es el género
en que Lynch alcanzó su pico más alto de calidad literaria. Cuentos
Osvaldo Lamborghini de colores (1973) y Los dedos de la mano (1975) incluyen varias obras
maestras de intensidad y agudeza que la crítica especializada comien­
Nació en Buenos Aires en 1940. Fue psicoanalista, militante políti­ za, poco a poco, a rescatar. Entre sus cuentos con tema homosexual
co y eventualmente, periodista. Fundó y codirigió la revista Literal. pueden citarse «La pareja», incluido en el primero de los volúmenes
La publicación de su primer y brevísimo relato, El fiord (1969), es­ citados, y «Ella», incluido en Los años de fuego (1981). El cuento esco­
crito a los veinticinco años, lo reveló como un escritor impar, «el más gido para esta selección apareció en el libro No te duermas, no me de­
radical de los últimos tiempos», sorprendentemente seguro de una jes, publicado poco antes de su suicidio en octubre de 1985.
«escritura automática» que se complacía en transgredir toda pauta
convencional sobre género, retórica y temática. Cuando en 1973 apa­
reció su segundo libro, Sebregondi retrocede, Lamborghini era qui­ Nelson Mallach
zá el autor menos vendido pero más apreciado de la joven literatu­
ra argentina. Se trata de una serie de prosas a la que resulta Nació en La Plata en 1968. Estudió Letras. Cuentista y dramatur­
insuficiente denominar «novela» y a la que pertenece el relato selec­ go. Pobre Lisolette (que se joda), una pieza suya estrenada en 1995,
cionado para esta antología. Como sus obras siguientes, Sebregon­ parte de una hipótesis tan disparatada como ilustrativa: el Delfín
di. .. vuelve una y otra vez a la homosexualidad, tratada con una vi­ de Francia, una especie de militante gay avant-la-lettre, habría pla­
rulencia y un desprejuicio únicos en la literatura argentina, y neado una «revolución homosexual» para el 14 de julio de 1789, re­
seguramente, en toda la literatura contemporánea. Su último libro, volución abortada por las distintas facciones que ese mismo día lie-
van a cabo la Revolución Iluminista. «El Pasionaria», cuento pre­ importantes cargos públicos. Alas preocupaciones históricas y socia-
miado que da título a un libro todavía inédito, narra la biografía de , les, evidenciadas ya en su primer libro de cuentos, Octubre en el es­
un travestí poeta que publica alternativamente en las revistas de pejo (1966), se fueron sumando posturas cada vez más fuertes de rei­
los grupos Florida y Boedo, y de quien el presidente Hipólito Irigo- vindicación de la mujer. Su libro más famoso es una novela de
yen se enamora perdidamente. «Elefante», el cuento incluido en es­ recreación histórica aparecida en plena dictadura militar: Juanama-
ta selección, fue premiado en el Concurso Desde la Gente, y publi­ nuéla mucha mujer (1980), basado en la vida de la novelista Juana
cado en la antología Varados, de Cristina Sisear, publicada por el Manuela Gorriti. Tanto o más notables son los cuentos de El hambre
Centro Movilizador de Institutos Cooperativos. de mi corazón (1989), volumen de donde elegimos el texto que se lee­
rá seguidamente, una reescritura en clave femenina de «La intrusa»,
de Jorge Luis Borges. Como en los relatos de Marta Lynch y Ricardo
Blas Matamoro Piglia, la homosexualidad es aquí la cara oscura de nn universo ce­
rradamente masculino y opresor; pero también, como el cuento de
Nació en Buenos Aires en 1942. Abogado, ejerció la profesión hasta Luisa Valenzuela que cuestiona la «virilidad emblemática» de la li­
1976, año en que marchó al exilio. Paralelamente, Matamoro había teratura gauchesca, «Los intrusos» sugiere la homosexualidad ocul­
desarrollado una sostenida labor de ensayista, plasmada en artícu­ ta no sólo en los personajes de Borges, sino también en la misma ges­
los periodísticos y en libros tan fundamentales y polémicos como La tación de los textos borgianos. Notemos también que el epígrafe
ciudad del tango (1969), Jorge Luis Borges o el juego trascencenden- elegido por Borges, que Marta Mercader retoma para su cuento, tie­
te (1971) y Oligarquía y literatura (1973). En España ha escrito, ade­ ne estrecha relación con el cuento de Blas Matamoro que abre este
más, los ensayos Por el camino de Proust y Genio y figura de Victo­ libro. El tema de la homosexualidad ya había sido tocado por Merca­
ria Ocampo. La mirada acerbamente crítica, el realismo de corte der en «Entre Marte y Venus», un cuento de la década del 60.
sociológico, caracterizaban ya su primer libro de cuentos: Hijos de cie­
go (1971). Es autor de las novelas Viaje prohibido (1978) y Las tres
carabelas (1983) y del libro de cuentos Nieblas (1983), que conquis­ María Moreno (Cristina Forero)
taron progresivamente mayor amplitud temática y estilística. Tra­
dujo a Mallarmé, Rilke, Valéry, Holderlin, Cocteau y Caldarelli, y ha Nació en Buenos Aires en 1947. Periodista y poeta, es también, co­
sido corresponsal en Madrid de varios medios: La Opinión y La Ra­ mo acota Héctor Libertella, «una de las más celebradas operadoras
zón de Buenos Aires, Vuelta de México, Cuadernos 90 de Barcelona, de la cultura alternativa en Buenos Aires». Publicó dos libros: El af-
etc. Desde 1996 es director de la revista Cuadernos Hispanoameri­ faire Skeffington (1992), una vida de la poeta Dolly Skeffington, se­
canos. Las tres carabelas incluye una nouvelle memorable sobre la guida de una antología de sus mejores poemas; y la biografía El pe-
formación de un homosexual porteño en la década del 60. tiso Orejudo (1994). Dirigió varias publicaciones dirigidas a la mujer:
Alfonsina, una revista que ella misma fundó en 1983, y las seccio­
nes «La cautiva» y «La mujer pública» de las revistas Fin de Siglo y
Martha Mercader Babel respectivamente. Especializada en temas de género, publica
artículos y entrevistas sobre el tema de la homosexualidad, de cuya
Nació en La Plata en 1926, en el seno de una familia de famosos po­ existencia duda, en el suplemento «RADAR» del diario Página! 12 y
líticos radicales. Ella misma alternó siempre la escritura de novelas, en la sección «Las 12», del mismo periódico. Actualmente prepara
cuentos y obras de teatro, con la militancia política y el ejercicio de una antología de sus mejores «artíenlns ría -----
Manuel Mujica Lainez Eduajrdo Muslip

Nació en Buenos Aires en 1910. Su padre fue un abogado de pres­ Nació en Buenos Aires en 1966. Licenciado en letras por la Univer­
tigio, último eslabón de una larga estirpe de «hidalgos pobres»; sidad de Buenos Aires. Su primera novela, Hojas de la noche (1997),
su madre, Lucía Lainez, descendiente de una familia de escrito­ Primer Premio Colihue de Novela Juvenil, se postula como el diario
res y ella misma escritora, supervisó de cerca la formación euro­ íntimo de un adolescente porteño, y ha conquistado a miles de lec­
pea del futuro novelista. Aunque la celebridad y el reconocimien­ tores gracias a la verosimilitud del tono y del estilo, sencillo y a la
to generalizado le llegaron en la década del 60 con Bomarzo, una vez virtuoso en la utilización de lo coloquial. Fondo negro (1998), su
larga novela de tema italiano y renacentista, gran parte de la crí­ segunda novela, es un libro mucho más complejo, que narra con ex­
tica acuerda mayor valor a sus «relatos de Buenos Aires», escri­ trema concisión y eficacia la historia de la familia Lugones -Leopol­
tos con anterioridad y cuyo primer ejemplo es Aquí vivieron do, Polo y Pirí-, a través de diálogos y flashes que adeudan mucho
(1946), libro de donde está tomado «El cofre». Junto con los ma­ a la escritura guionística. Publicó diversas antologías y manuales
gistrales relatos de Misteriosa Buenos Aires (1962), este cuento de literatura para la escuela secundaria. El cuento incluido en esta
sería el revolucionario intento de crear un héroe mitológico ho­ selección pertenece a un libro todavía inédito.
mosexual vinculado al comienzo mismo de nuestra historia. El
tierna de la homosexualidad aparece, de forma más o menos vela­
da, en casi todas las novelas de Mujica, especialmente en Invita­ Silvina Ocampo
dos en el Paraíso (1958), pero es sólo a partir de Sergio (1976) y
Los cisnes (1977) cuando pasa a primer plano y adquiere mayor Nació en 1903, en Buenos Aires. Descendiente de una familia «pa­
originalidad. tricia», hermana menor de la gran mecenas literaria Victoria Ocam­
El autor se hizo célebre por el personaje que representaba en po, esposa de Adolfo Bioy Casares y amiga íntima de Jorge Luis Bor-
sociedad y ante los medios, Manucho, una suerte de dandy tar­ ges, Ocampo elaboró casi en secreto una obra tan rica como original,
dío que combinaba la socarronería de un Oscar Wilde con la alti­ constituida por varios libros de poemas y seis espléndidas coleccio­
vez hispano-oligárquica de un Enrique Larreta. Al escribir en nes de narraciones breves. Sus textos son el reflejo de una persona­
1965 «La larga cabellera negra», Mujica Lainez decidió que Ma­ lidad que quiso construirse al margen de los grandes dictados de su
nucho fuera, por primera vez, protagonista de una obra literaria. tiempo y de su clase: la heterosexualidad obligatoria, la sumisión a
Lo interesante del cuento es que de este afán realista se contra­ los grandes maestros, la aceptación de las reglas del mercado lite­
pone un trabajo virtuoso por ocultarnos el género de la persona rario. En el ala opuesta de la inmensa casa que compartía con su
a la que Manucho ama y habla en el cuento, un táctica muy ha­ marido, Silvina recibía a sus amigos, casi todos escritores y casi to­
bitual en la escritura de muchísimos autores homosexuales. El dos homosexuales, como Juan Rodolfo Wilcock, con quien compuso
recurso permite, por supuesto, esquivar la censura sin tergiver­ a dúo la tragedia lírica Los traidores, y como la misma Alejandra Pi-
sar el texto. Por último, notemos que «La larga cabellera negra» zarnik, cuyas cartas de amor a Silvina se han publicado reciente­
es uno de los pocos cuentos de la antología con contenido autobio­ mente y parecen augurar una espléndida serie de textos inéditos.
gráfico expreso, y al mismo tiempo, uno de los cuentos más pura­ Fue también traductora y ocasionalmente escritora para niños y
mente fantásticos. dramaturga. Entre 1998 y 1999 aparecieron los dos volúmenes de
sus Cuentos Completos. Murió en Buenos Aires, a los noventa años.
Ricardo Piglia (1980) y Cae la noche tropical, publicada en 1988, dos años antes
de morir. Dejó una gran cantidad de inéditos, sobre todo guiones y
Nació en Adrogué, Provincia de Buenos Aires, en 1941. Es uno de obras de teatro; de la edición de este material, y de su publicación,
los intelectuales más prestigiosos e influyentes de la Argentina, no se ha hecho cargo un laborioso grupo de investigadores de la Uni­
sólo por la solidez de su obra literaria, sino también por la variedad versidad de La Plata.
y amplitud de su saber. Como escritor, ha cultivado todos los géne­
ros, desde los relatos de La invasión (1967) y Prisión perpetua
(1988), a las novelas Respiración artificial (1980) y La ciudad au­ Claudia Schvartz
sente (1992), desde los magníficos ensayos de Crítica y ficción (1985)
y Formas breves (1999) a numerosos guiones cinematográficos. Pla­ Nació en Buenos Aires. Traductora, coordinadora de colecciones de
ta quemada, su novela distinguida en 1997 con el Premio Planeta, poesía y de revistas literarias, periodista especializada. Su primera
presenta a un Piglia virtuoso en el manejo de los mecanismos na­ publicación fue un cuento para niños: Xímbala (1984). En 1991 pu­
rrativos, cada vez más despojado y más seguro de lo que quiere de­ blicó su primer libro de poemas, Pampa Argentino, que por la con­
cir. En esta novela, como en «El Laucha Benítez cantaba boleros», el cisión, la cuidada elaboración y la violencia de su lenguaje marcan
deseo homosexual aparece como la contracara, más o menos secre­ claramente el camino que habrían de recorrer La vida misma (1992)
sta, de universos cerradamente masculinos. y Avido don (1999), libros, sin embargo, cada vez más despojados.
En 1991 publicó la novela Nimia, una historia de amor en el marco
más o menos hostil de París y Nueva York: aunque la sencillez apa­
. Manuel Puig rente recuerde a Chéjov, el desgarro interior de la novela evoca tam­
bién los episodios internacionales de Henry James y las atmósferas
Nació en General Villegas, provincia de Buenos Aires, en 1932. Des­ de Anita Brookner. Actriz, Schvartz ha escrito también monólogos
de su primera novela, La traición de Rita Hayuiorth (1968), Puig teatrales, que ella misma protagonizó, y varias piezas inéditas, de
concitó la atención y la admiración de la crítica por la audacia de intenso lirismo. En 1999 editó en Venezuela su traducción de las ele­
su técnica, que combina virtuosamente múltiples registros de ha­ gías y sonetos de Louise Labbé.
bla y, sobre todo, estilos y modalidades de la cultura de masas. Aun­
que antes de expatriarse en 1974 había publicado en Argentina
otros dos libros importantes, Boquitas pintadas y The Buenos Ai­ Dolly Seeffington
res Affair, el reconocimiento masivo y el aprecio internacional le lle­
garon en 1976, con la publicación de El beso de la mujer araña, que Su biografía más exhaustiva, escrita por María Moreno, se incluye
fue adaptada para teatro y recreada en el cine por Héctor Baben- en este volumen. El ensayista y poeta Edward Carpenter (1844-
co. La homosexualidad y, sobre todo, la relación entre homosexua­ 1929), uno de los personajes evocados por el poema de Skeffington,
lidad y política, es el gran tema de la novela, expuesto no sólo en el fue un aristócrata inglés que, luego de un breve paso por el sacerdo­
memorable debate entre la «loca» y el militante revolucionario, si­ cio, perdió la fe y se dedicó a practicar y divulgar las ideas revolu­
no en las abundantísimas notas al pie, donde Puig elabora un ex­ cionarias de su tiempo: el socialismo, el feminismo, el misticismo
haustivo registro de todas las teorías existentes sobre el deseo ho­ hindú, el vegetarianismo y, sobre todo, la «homosexualidad como de­
mosexual, las discute y toma sutilmente partido. Entre sus obras recho y vía de liberación del espíritu». George Merril, un labrador
siguientes se destacan Maldición eterna a quien lea estas páginas de Sheffield a quien Carpenter conoció por casualidad en un tren,
fue su amante durante casi cuarenta años, y un fervoroso militante la considera «uno de los escritores del siglo», junto a Kafka, Bor­
de las mismas causas; la casa en que convivían se volvió un lugar ges e Italo Calvino. Aunque gran parte de la crítica norteameri­
de peregrinación obligada para los jóvenes intelectuales, entre ellos cana la encasilla en la corriente del «realismo mágico latinoame­
Lytton Strachey, E. M. Forster (que rindió homenaje a Merril, «el ricano», Valenzuela es una autora inclasificable, que combina
descubridor de mi homosexualidad», retratándolo en su novela Mau- humor con erudición literaria, experimentación verbal con teoría
rice) y la propia Dolly Skeffington. política y psicoanalítica, técnicas narrativas del folklore con pa­
rodia de los estilos «criollos», como se verifica en la siguiente «na­
rración al estilo gauchesco». Entre sus obras más notables pode­
Pablo Torre mos señalar: Como en la guerra (novela, 1977), Donde viven las
águilas (1983), un libro de cuentos de donde hemos extraído esta
Nació en Buenos Aires en 1952. Leopoldo Torres Ríos, su abuelo, y «Leyenda de la criatura autosuficiente», y el homenaje a su ma­
Leopoldo Torre Nilsson, su padre, fueron dos de los más importan­ dre Open door (1988).
tes directores cinematográficos argentinos. Cursó estudios en un co­
legio marista, y más tarde en la Facultad de Filosofía y Letras. Des­
de los diez años se desempeñó como asistente de dirección y director Oscar Hermes Villordo
de segunda unidad (cuerpo de actores secundarios) en películas de
su padre, Leonardo Favio y Fernando Siró. Su última película es La Nació en Machagai, un pueblo del interior del Chaco, en 1932. Es­
cara del ángel (1999). El cine como marca estética y como experien­ tudió magisterio en Resistencia y a principios de los cincuentas
cia vital está en la base de sus textos literarios, desde «Adiós fiel Lu- se trasladó a Buenos Aires, donde casi inmediatamente empezó a
lú» (1975), relato concebido como base de un guión cinematográfico trabajar como periodista. Aunque desde esa misma Villordo pu­
que finalmente nunca se rodó, a El amante de las películas mudas blicó regularmente libros de poesía y algunos pocos relatos bre­
(1986), novela que narra la vida imaginaria de un actor argentino ves, su verdadero nacimiento como escritor se produjo a fines de
en el «Hollywood Babilonia» de los tiempos del cine mudo. Es inte­ 1983, cuando se decidió a reflejar su propia experiencia homose­
resante señalar que «Adiós fiel Lulú», como el cuento de Martha xual en la novela La brasa en la mano, que se convirtió en ines­
Mercader, es una reelaboración, muy libre por supuesto, del aquel perado best-seller. Todas sus novelas siguientes abordaron, desde
cuento «La intrusa» de Jorge Luis Borges. distintas ópticas, el mismo tema; pero quizás sea su último libro,
Ser gay no es pecado (1994) el que, más allá de todas sus fallas,
alcanza mayor hondura y originalidad. Enfermo de sida, Villordo
Luisa Valenzuela trata de entender el deseo homosexual en el marco de la religio­
sidad indígena de sus ancestros indígenas y de sus paisanos cha-
Nació en, Buenos Aires, en 1938. Su padre fue un médico presti­ queños, en abierta discusión con la jerarquía de la Iglesia Católi­
gioso; su madre, Luisa Mercedes Levinson, fue una notable escri­ ca: el personaje de Monseñor Quarraccino, un amanerado
tora, de quien Valenzuela tomó el hábito de la escritura «como una cardenal que quería crear una ciudad-campo de concentración pa­
de las formas más accesibles de la felicidad». En 1976, cuando ya ra homosexuales, aparece caricaturizado en la novela bajo el nom­
había publicado en su país un libro de cuentos y dos novelas, Va­ bre de Monseñor Quatrocchio.
lenzuela se exilió en los Estados Unidos, en donde sus ficciones
han cosechado los más altos elogios: Susan Sontag, por ejemplo,
Juan Rodolfo Welcock *

Nació en 1919. Sus primeros libros de poemas pueden ubicarse sin


dificultad en el marco de la llamada «generación del 40»: formas clá­
sicas, lenguaje depurado, subjetivismo moderado por la influencia ca­
da vez más acentuada de la poesía inglesa contemporánea. Sus pri­
meros relatos, publicados en los años cincuenta, se apropian de la
mejor herencia borgiana: audacia de imaginar más allá de las coer­
ciones del realismo, humor, tendencia a la «miscelánea», y gusto por
la experimentación con las fronteras de los géneros que lo llevó a
crear textos inclasificables. En 1958 se radicó en Roma, y se integró
a un grupo de escritores, la mayoría homosexuales, que tendría gran
influencia en las décadas siguientes: Sandro Penna, Pier Paolo Pa-
solini, Elsa Morante, etc. Empezó a escribir y a publicar en italiano,
idioma que manejaba con tanta maestría como para que la editorial
Einaudi le encargara sus traducciones de clásicos ingleses y para que
Natalia Ginzburg lo juzgara un «inigualable traductor». Murió sor­
presivamente en 1978, mientras leía. Entre sus libros argentinos po­
demos destacar Libro de poemas y canciones, de 1940, y Sexto (1953).
Entre sus libros italianos destacaremos II caos (1960), y La sinago­
ga degli iconoclasti (1972) -del que está tomado el fragmento selec­
cionado para esta antología-, un supuesto ensayo biográfico sobre mi
tal Lloren? Riber, personaje de ficción: más precisamente, se trata de
una sinopsis de un guión cinematográfico que Riber habría filmado
o se proponía filmar alguna vez.

También podría gustarte