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El Bosque Sagrado. Grabado para Norma, ópera de Vincenzo Bellini, s. XIX. Fuente: National Geographic
Si por algo es reconocido el bosque en su versión más ficcional, es por esa aura entre
misteriosa y mágica que durante siglos ha ido conformando el corpus de creencias y
supersticiones humanas alrededor de este paisaje. Hadas, duendes, brujas, monstruos y
demás seres imaginarios pueblan relatos, leyendas y tradiciones que han convertido a los
terrenos arbolados en un paisaje a medio camino entre la realidad y la imaginación.
El paisaje define la vida y la mentalidad de las poblaciones que viven en él, es por esto por
lo que se desarrollan una serie de mitos y creencias alrededor de sí mismo y de sus
elementos. Hemos repetido hasta la saciedad en nuestros escritos que nunca hay que
perder de vista la realidad del lugar que estamos analizando, y es que es una cuestión de
vital importancia. En el bosque se trabaja, el ser humano se abastece y en consecuencia
debe conocer su geografía. A este reconocimiento espacial le debemos sumar aquel que
se refiere a su faceta imaginaria, íntimamente ligado al anterior y que, en cierto modo,
sirve como balanza para mantener el equilibrio entre ambas dimensiones. ¿Qué queremos
decir con esto? Pues que ante la acción humana en la foresta que atiende a factores
puramente económicos, prácticos, su faceta imaginaria crea una serie de figuras
protectoras, a las que se teme y se respeta, que intentan mantener a raya, en menor o
mayor medida, los excesos del ser humano en el interior del bosque.
La morada de lo sobrenatural
El concepto de wilderness, traducido algo así como “lo salvaje”, se entiende como un lugar
virgen que no ha sido mancillado por la actividad humana. Esta denominación puede
aplicarse a multitud de paisajes: áridos desiertos, vastos océanos, extensas estepas,
abruptas montañas o nuestros queridos y espesos bosques. En el contexto de la historia
de las religiones, el wilderness se puede asociar fácilmente a conceptos como caos o
naturaleza desbocada, aunque no deben tomarse como simples sinónimos. Estos parajes
tienen un papel primordial en las visiones cosmológicas de muchas culturas, además de
en sus prácticas o creencias.
Cuando reflexionamos sobre las relaciones históricas entre el ser humano y la naturaleza
nos surgen millares de preguntas. Una de ellas, quizás la principal, es cómo actuaban los
individuos para con el medio que los rodeaba y cómo éstos iban respondiendo a los
debates e incógnitas que iban surgiendo a raíz de los cambios y desarrollos en los
fenómenos físicos y climáticos: ¿Por qué se producen las tormentas? ¿Por qué se
producen terremotos o erupciones volcánicas?, entre muchas otras. Al no conocer la
realidad de estos fenómenos, se recurre a una explicación sobrenatural respaldada por las
creencias religiosas o míticas. Mircea Eliade lo explica muy bien en Lo Sagrado y lo
Profano, diciendo que:
No hay que olvidar que, para el hombre religioso, lo «sobrenatural» está indisolublemente ligado a lo «natural»,
que la Naturaleza expresa siempre algo que la trasciende. Como hemos dicho ya, si se venera a una piedra sagrada
es porque es sagrada y no porque sea piedra; la sacralidad manifestada a través del modo de ser de la piedra es la
que revela su verdadera esencia[1].
Bien sean bosques, selvas o junglas, todos estos paisajes tienen quien les guarde.
Atendiendo a una jerarquía mitológica, podemos clasificar a los guardianes y guardianas
en tres categorías de carácter descendente: Divinidades mayores, divinidades menores y
seres elementales. Aunque todos tienen en común la tarea de proteger su hogar, hay
diferencias en cuanto a su representación, sus asociaciones, su carácter, sus tareas y su
culto. Llegados a este punto tenemos que remarcar que cuando hablamos de bosque
como concepto no nos referimos únicamente a los árboles, sino al ecosistema en su
conjunto: agua, fauna, flora y el reino fúngico también están cubiertos ante las
inclemencias externas.
Divinidades mayores
Conocemos como divinidades mayores a los dioses y diosas de los panteones supremos,
enraizados en los árboles genealógicos del mundo. Si os decimos Nemetona, Diana o
Artemisa seguro que ya les vais poniendo cara. Aunque en muchas ocasiones se suele
usar el término dios/a del bosque muy a la ligera, lo cierto es que esta vinculación no es
tan clara en la realidad. Como resulta lógico, muchas de estas divinidades están
relacionadas con la fertilidad, la vegetación y la fauna. Este es el caso de la conocida diosa
cazadora del ámbito grecorromano, Artemisa / Diana. Calímaco decía de ella en el Himno
a Ártemis, que raro sería verla cerca de las ciudades. Esta diosa domina la naturaleza
salvaje, y así se la describe en un Himno Homérico del siglo VI A.E.C.
Detalle de la Diana de Versalles. Copia romana de la escultura griega. Siglo II, I AEC. Museo del Louvre.
Fuente: Wikipedia
Canto a la tumultuosa Ártemis, la de áureas saetas, la augusta virgen cazadora de venados, lanzadora de dardos y
hermana de Apolo…; [canto a] la que por montes sombríos y cumbres batidas por los vientos tensa su áureo arco
deleitándose en la caza y lanzando dardos que arrancan gemidos. Retiemblan los picos de los elevados montes y
retumba el bosque umbrío con el rugido de las fieras[2].
El Espejo de Diana. Óleo de Enrique Serra Auqué, 1896. Fuente: Museo del Prado
Hemos escogido este caso para ilustrar que no por ubicar a una divinidad en el bosque,
ésta tiene que ostentar obligatoriamente el título de “divinidad forestal”. Y es que cuando la
tradición clásica comienza a expandirse y a mezclarse con otras culturas locales
comienzan a surgir los problemas. Si ya de por sí puede resultar un tanto lioso ubicar las
diferentes facetas de un dios o diosa, imaginaos si a esto le sumamos las
representaciones de divinidades locales; pues esto es lo que pasa en algunas zonas de la
Europa céltica. ¿Consideramos como divinidades forestales a aquellas que sacralizan
montes?, ¿y a aquellas que cuidan los manantiales que se encuentra dentro del bosque?
Estas y otras preguntas comienzan a surgir cuando comenzamos a desenredar la madeja
de las creencias celtas, pero mejor emplazamos este tema a una futura entrada. En el
ámbito celta continental podemos encontrar divinidades femeninas, como Abnoba o
Arduinna (de tradición céltico-romana), relacionadas con el cuidado del bosque y las
aguas, pero son sólo un pequeño ejemplo dentro de la enorme y extensa lista de facetas
fruto de los procesos de sincretismo durante la expansión de la cultura grecorromana por
el continente.
Y del Mediterráneo subimos hasta la gélida Finlandia. La mitología finesa nos deja uno de
los mejores ejemplos de dioses asociados al bosque, la pareja formada por Tapio y
Mielikki. Tapio se representa como un ser alto y esbelto que porta una tabla de madera y
cuya capa hecha de musgo. De igual modo, cubre su cabeza con hojas y ramas de abeto.
Mielikki es su consorte, “la madre de la rica miel”. Los cazadores la describen de una u
otra forma dependiendo del éxito de su actividad. Si la caza ha ido bien, se la describe
bella, con la piel pálida, cubierta de relucientes joyas y con medias azules y cordones
rojos; si por el contrario, el día no fue productivo, Mielikki se representará horrible, vestida
de harapos y con paja en los pies. Tanto ellos como su prole, tienen un carácter
benefactor; ayudan a los cazadores y campesinos y cuidan del bosque. No ocurre así con
Hiisi, jefe de los demonios del bosque, de un marcado carácter malévolo.
Fotografía de Jukka Alasaari. Fuente: Pinterest
Pero no sólo Europa tiene sus protectores, las arboledas polinesias están protegidas
por Tane. Hijo de Ranginui (cielo) y Papatuanuku (tierra), se le considera señor de la luz y
de los territorios arbolados. Es también el protector de los fabricantes de canoas, pues la
madera de sus árboles permite crear estos transportes para echarse al mar. No existen
grandes tótems ni iconografías de esta divinidad, ya que suelen ser discretas
representaciones sobre madera o piedra.
Divinidades menores
Bajamos del firmamento y plantamos los pies en el verdor del sotobosque para conocer a
las divinidades menores. Sus funciones derivan de las anteriormente comentadas, cuidado
de la fauna, los árboles, los montes, las corrientes de agua, etc. Pueden ser tanto
masculinas como femeninas y su carácter es cambiante, pudiendo actuar como sosegadas
y solitarias criaturas cuando nadie las molesta, o temibles si se daña su territorio.
Ninfas y Sátiro. Óleo de William Adolphe Bouguereau, 1873 Instituto de Arte Clark,
Massachusetts.
Fuente: Historia-arte.com
Es muy habitual que su apariencia goce de rasgos animales, dando una imagen salvaje:
cuernos, patas de cabra, pelo en abundancia o en su defecto musgo, corpulencia,
etc. Como resultado de la evolución y transformación de la tradición oral y el folklore
podemos encontrar casos en los que estas figuras hayan cambiado de apariencia,
describiéndoles como pastores y portando grandes y pesadas varas o bastones. Con esta
descripción seguro que la imagen que ha aparecido en vuestra mente ha sido la de Pan o
las cortes selváticas de Dioniso. El dios del vino, como será conocido en su faceta romana
(Baco), abarcará como sus dominios la vegetación en general, pero no nos hace falta irnos
tan lejos para encontrar guardianes. En la Península Ibérica, concretamente en los
bosques de Navarra y País Vasco, encontramos al basajaun y a su consorte,
la basandere. Estos gigantes del monte siguen la línea de comportamiento de las figuras
protectoras forestales, como el leshii eslavo. Según la conducta del ser humano en el
bosque, así se comportará con él o ella el basajaun, aunque su carácter principalmente es
amable. Se le considera, además, protector del ganado y algunas historias le otorgan los
papeles de maestro de antiguos saberes naturales y de alertador de la presencia de lobos,
a quienes espantaba con gritos y silbidos, o la formación de tormentas.
Aun con modificaciones en su carácter, los seres elementales -como su nombre bien
indica- se relacionan con un elemento natural o un lugar determinado: corrientes de agua,
cosecha, hogar, etc. Dentro de esta categoría encontramos a las hadas, elfos, duendes,
gnomos y demás seres que pueblan nuestro imaginario colectivo. Para ilustrarlo con un
ejemplo concreto, vamos a trasladarnos hasta Japón; seguro que los seguidores y
seguidoras de Hayao Miyazaki ya saben de quiénes vamos a hablar. Los kodama son
pequeños espíritus que habitan en los árboles de mayor tamaño y edad y, como suele ser
habitual, son invisibles al ojo humano. No tienen una apariencia fija, sino que pueden
modificarla a voluntad. La tradición cuenta que en su forma primitiva estos protectores de
árboles eran considerados divinidades de la naturaleza que, gracias al paso del tiempo y a
varias reinterpretaciones de su figura, pasaron a convertirse en espíritus de los árboles. Se
trasladan a través de los árboles o de sus semillas, es decir, si un árbol que contiene un
kodama expande sus semillas, el espíritu renacerá con él.
Kodama representado como un anciano. Ilustración de Toriyama Sekien recogido en el Gazu Hyakki Yakō, s. XVIII.
Fuente: Wikipedia
Como os hemos ido comentando a lo largo de la entrada, los protectores del bosque no
sólo se asocian a los árboles, sino a todo lo que conforma el bosque, incluidos sus
sonidos. Si consideramos al árbol como un ser animado, todos los agravios que sufra los
expresará como cualquier animal, es decir, a través de llanto, grito o súplica; esto puede
ser interpretado tanto como si es el propio árbol el que sufre o como si esos sonidos los
produce el ser espiritual que lo habita. La tradición china recoge varios ejemplos de esta
casuística. Igualmente existen culturas que tienen una figura mitológica específica
asociada a los sonidos del monte, como el yamabiko japonés.
Cada ser elemental, genio o espíritu tiene su carácter, aunque es habitual encontrar a
algunas de estas criaturas como las culpables de pequeñas desdichas en las tareas de los
campesinos y demás trabajadores de la tierra. Malinowski nos habla, en Los Argonautas
del Pacífico occidental, del tokway, un espíritu del bosque que vive en los árboles y las
rocas y que se dedica a robar parte de algunas cosechas y provoca pequeñas dolencias.
En los bosques se vive, se trabaja y se llevan a cabo actividades ociosas. Todas estas
acciones conllevan un impacto, mayor o menor, en este ecosistema por lo que, en relación
a lo que os contábamos unos párrafos más arriba, ¿cómo se compaginaba la sacralidad
con la realidad? En numerosas ocasiones os hemos hablado sobre el carácter dual que
posee la naturaleza, la cara más amable y la más destructora. Esta característica también
será marca identitaria de sus guardianes. En la actualidad no podemos encontrar ya
muchos ejemplos de la creencia en la coexistencia de ambas dimensiones (sino los
protectores de la selva amazónica habrían aniquilado a las industrias madereras), pero en
la antigüedad no era tan fácil aventurarse entre los árboles sin protección.
Os contábamos en el apartado anterior que algunos protectores del bosque eran muy
celosos en mantener su hogar a salvo, al igual que muchos geniecillos pasaban el rato
ilusionados con hacérselas pasar canutas a los moradores ocasionales. Para intentar que
el paso por la foresta tuviera en menor impacto posible, el individuo echaba mano de
remedios fruto de la tradición oral y la superstición. Los períodos que mejor pueden ilustrar
estas acciones son, sin duda, los de transición debido al número de influencias,
transformaciones y adaptaciones que se producen al cruzar dos sistemas de creencias
entre sí:
Una nueva religión, por consiguiente, solo puede atraer fieles si se apoya en los instintos y en las características
religiosas ya presentes entre los hombres a los que se dirige; y no puede llegar hasta ellos si no tiene en cuenta las
formas tradicionales en que se manifiesta el sentimiento religioso, o si no habla una lengua que puedan comprender
los hombres habituados a aquellas formas más antiguas[5].
Uno de los motivos por los que se temía tanto entrar en el bosque obedece a estas
transformaciones. En aquellos lugares donde el paganismo entró en contacto con el
cristianismo, las anteriores divinidades asociadas a este espacio se diabolizaron. En
algunos casos se aprovecharon sus rasgos animalescos para definir esa imagen tan
prototípica del demonio occidental. Y es que de diablura va el cuento, porque si ya
tenemos a figuras de carácter hostil habitando entre los árboles, ¿para qué sacarlas de
allí?
Como para muchas personas el bosque era su lugar de trabajo y la tala una actividad
necesaria, antes de empuñar el hacha y despertar la ira de los espíritus arbóreos, o
bien se pedía consejo al curandero y se hacían ofrendas al árbol, como los bosonga de
África Central, o se evitaba talar ejemplares de brotes verdes, como ocurría entre los
ojebways (Canadá). Igualmente, la creencia de que el árbol podría ser un ente animado
obligaba al leñador a talarlo como si de una operación quirúrgica delicada se tratase,
intentando provocar el menor daño posible en el ejemplar.
Aunque no veamos a estas figuras desde una perspectiva real, desde la visión de un
creyente, la recopilación de testimonios, leyendas y tradiciones relacionadas con el bosque
y todo el simbolismo que le rodea poseen un valor etnográfico y folklórico incalculable. Si
no dejamos que todo este bagaje desaparezca, los guardianes y guardianas aún seguirán
vivos. Y vosotros/as, ¿qué opináis?