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Unidad 2: El Espacio y los Hombres

Barsky, Osvaldo, Historia del capitalismo agrario pampeano

Capítulo I: ocupación del espacio pampeano

Características naturales de la región pampeana


La región pampeana es una extensa llanura constituida por sedimentos moderno no
consolidados y caracterizada en su mayor parte por un clima templado húmedo y una vegetación
natural de pradera.
El 98.4% de las tierras son aptas para uso agropecuario y, de acuerdo a las condiciones de
suelo, clima y demás factores de incidencia agronómica, se pueden agrupar en: de aptitud agrícola
(obtención de forma permanente de cosechas), de aptitud agrícola ganadera(alternancia entre
ambas actividades), de aptitud ganadero-agrícola (actividades ganaderas con pasturas cultivadas
en rotación con ciclos cortos de cultivos de cosecha), de aptitud ganadera (condiciones climáticas y
de suelo solo permiten pastoreo).
Ocupación y poblamiento del territorio a mediados del siglo XIX
Hasta los últimos años coloniales, Buenos Aires había sido más bien la cabecera
administrativa de un vasto espacio y no tanto una región en si, como lo sería luego. Tras la
revolución de mayo la ciudad debió entonces volverse hacia sus inmediaciones para encontrar los
recursos económicos que le permitieran progresar, y desde entonces los productos del campo, en
especial los cueros vacunos compondrían la mayor parte de las exportaciones.
El crecimiento de la población de la campaña es un indicio lateral de esa evolución. A la
vez, el proceso de valorización de recursos del campo y la floreciente dinámica poblacional están
muy ligados al corrimiento de la frontera indígena y la formación de pueblos, fenómeno muy
visible en la provincia de Buenos Aires en la primera mitad del siglo XIX. Ya a mediados de la
década de 1810 se cruza el Salado, y desde esa fecha los nuevos pueblos arrecian.
Estos pueblos, simples aglomeraciones de ranchos de unos pocos cientos de habitantes, y
los fuertes precarios y a menudo abandonados y reconstruidos, defendían el corredor que
vinculaba el litoral bonaerense con el norte y las regiones de cuyo y chile, protegiendo además las
propiedades rurales existentes a sus espaldas.
Pero sin embargo, la ocupación de la pampa está ligada también a las antiguas tradiciones
de la migración espontanea desde sitios cercanos, en que familias campesinas ponían en
producción tierras vírgenes aun cuando no estuvieran a salvo de incursiones indígenas, por lo que
a menudo los avances fueron seguidos por los retrocesos: entre 1820 y 1824 un periodo muy
conflictivo en la relación con los aborígenes impidió nuevos adelantos y aun anulo parte de lo
logrado en materia de poblamiento en la década anterior. Asimismo, las luchas políticas que
siguieron no solo significaron un foco de atención militar que desviaba hombres de las fronteras,
sino que incluso fueron aprovechadas por los indígenas para tejer alianzas con algunos jefes
criollos, invadiendo las explotaciones de quienes se suponía que eran enemigos y obteniendo así
un buen botín de vacas unitarias o federales según el lado del que estuvieran y a quien atacaran. El
propio Rosas fue un completo maestro en el manejo de las difíciles relaciones de frontera: su
expedición al desierto de 1833 fue tanto un medio de ganarse popularidad entre la población
criolla y los ganaderos de Buenos Aires como forma de demostrar a los indígenas que estaba
dispuesto a usar la fuerza y que por lo tanto convenía pactar.
Con todo digamos que en la campaña bonaerense de 1854 poco menos del 40% de las
ocupaciones registradas corresponden a peones de campo, y la incidencia en esta categoría de la

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población nacida en el país era mucho mayor que la extranjera: 42% contra el 20%. En tanto un 10
% de los inmigrantes extranjeros no dedicados a labores agrícolas y ganaderas tendía a ubicarse en
el comercio, y otro 10% en la artesanía; y mientras que el 20% de los nacionales se define
hacendado y solo el 11% agricultor, entre los extranjeros los números respectivos son del 12% y
del 15%.
De este modo uno de los cambios mas importantes que vera la segunda mitad del siglo es
la incorporación cada vez mayor de migrantes venidos desde el exterior. Los italianos, por
ejemplo, pese que en 1854 estaban en el cuarto lugar respecto de las más grandes colectividades
extranjeras- españoles, ingleses y franceses- para 1869 ya eran mayoría seguidos por los
españoles, y en la campaña concentraban el 38% de todos los extranjeros, mientras que los
españoles representaban el 29%.
El control efectivo de la región. La presencia indígena
Durante los dos gobiernos de Rosas el avance de la frontera fue importante y se concretó
mediante una combinación de medidas: tratados y vínculos con indios amigos, avances para
castigo de los enemigos- entre los que deben mencionarse la gran entrada de 1833- y el
establecimiento de fortines y creación de pueblos, con lo que se contribuía directa o
indirectamente al asentamiento de habitantes en la frontera. La fundación de azul, en la primera
mitad del siglo XIX, un ejemplo único de poblamiento fomentado por el Estado, debido a que allí
se efectuaron donaciones condicionadas de tierras en parcelas de tamaño medio, lo cual
significaba entonces una superficie apenas suficiente para el sostenimiento de un grupo familiar.
El objetivo de esa política era basar la defensa de la frontera en sus propios pobladores
organizados en milicias, y una serie de medidas, entre las cuales se contaba la exención del
servicio militar en otro lugar que no fueran el de la propia residencia.
Por su parte, los llamados indios amigos que hasta entonces vivían diseminados por la
provincia fueron prácticamente obligados a situarse también en las áreas fronterizas, con lo que
Rosas buscaba tanto asegurarse allí la defensa contra los indígenas hostiles como tener un mayor
control sobre los aliados, una fuerza realmente clave en la lucha y el mantenimiento del dominio
criollo. Existian asi indios amigos e indios aliados. Mientras los criollos otorgaban bienes, premios
y raciones, los grupos de indígenas considerados amigos funcionaban como avanzadas de choque
en momentos de conflicto, transmitían datos importantes sobre el movimiento en el interior de la
frontera, cumplían obligaciones laborales y se instalaban en las cercanías de los fuertes a fin de
prevenir las invasiones de otras fuerzas enemigas. El estatus de indios aliados se otorgaba a
grupos más numerosos o peligrosos, que no necesitaban del auxilio económico del gobierno para
subsistir, con los cuales se conformaba una red inestable que garantizaba precariamente el
mantenimiento de la paz, en tanto no ocurrieran agresiones o rotura de pactos por parte de
alguno de los signatarios.
El fracaso de la política defensiva (1850-1880) fue un capítulo más de la necesidad de
conformar un Estado fuerte, que superara los viejos antagonismos provinciales y se mostrara
capaz de mantener el orden y el respeto a la ley. Ya no era útil la fórmula de tiempos rosistas, en
que la presión militar se combinaba con una serie de negociaciones que eran en realidad la parte
más consistente de la política de frontera. Así cuando en 1877 se terminaron las obras de la zanja
y muere Alsina, se marca simbólicamente el fin de este tipo de estrategias: en 1879 bajo la
dirección de Roca, se inicia una fuerte ofensiva militar destinada a expulsar a los indígenas más allá
del rio negro. Los avances tecnológicos como el telégrafo, el rifle remington y el creciente adelante
del ferrocarril facilitaron la rápida derrota de los indígenas, quienes habían confiado quizás
demasiado en el mantenimiento de un cierto status quo en las relaciones diplomáticas que hasta

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entonces lees habían dado buen resultado, así como el respeto a sus derechos ancestrales sobre
las tierras que ocupaban.
Las modalidades de transporte. La expansión de la navegación fluvial en el litoral argentino.
Una de las carencias más significativas de este sistema comercial era la falta de puertos
adecuados. Los buques grandes de ultramar no podían llegar hasta los muelles de Buenos Aires,
Montevideo o Ensenado, que eran los únicos de importancia en el estuario a fines del siglo XVIII.
Había además unos pocos desembarcaderos a lo largo del Paraguay- Paraná que en muchos casos
no eran más que angostos pasos en la espesura solo ubicables por los prácticos de las
embarcaciones. Fue durante el gobierno de Rosas que se construyeron dos embarcaderos de gran
tamaño y solidez que duraron hasta fines de siglo- cuando fueron ubicadas las dársenas para
grandes buques, instalados los muelles definitivos y construidos un malecón para impedir que las
olas se estrellaran contra los muelles-. Después de 1852 se agregan otros, y en la década de 1860
se puso en servicio una lancha a vapor que permitía a los barcos más grandes fondear en aguas
más profundas. Sin embargo, todavía en 1868 los viajeros desembarcar a unos ochocientos metros
de la costa, pasando a una ballenera y, si el rio estaba en reflujo, de esta a un carro que recen
entonces le ponía en tierra.
En cambio, en la década de 1820, en el primer movimiento significativo de inmigración
extranjera en las ciudades vinculadas al rio de la plata, se incorporaron al tráfico de embarcaciones
menores migrantes ingleses, norteamericanos e italianos. Y hacia 1840 buena parte de los
italianos-particularmente genoveses y lucanos- habían acumulado capitales que les permitían
tener un papel muy significativo en este negocio- un testimonio de 1860 afirmaba que la mayor
parte del transporte fluvial del Paraná se efectuaba en goletas de vela que pertenecían casi todas a
navegantes genoveses-.
El cambio significativo se dio en la década de 1850: poco antes de la caída de Rosas se
habían inaugurado el servicio de lanchas de vapor en el estuario del Rio de la Plata que
transportaban exclusivamente pasajeros, correo y encomiendas postales, y en 1853 se puso en
marcha un servicio regular de barcos a vapor entre Buenos Aires y Asunción.

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Unidad 3: Visión de conjunto

Levaggi, Las dos políticas indigenistas del presidente Avellaneda


En cumplimiento de la ley 215 del año 1867, cuya ejecución se había demorado con
motivo de la Guerra del Paraguay, el Poder Ejecutivo presidido por Nicolás Avellaneda se propuso
el gradual adelanto de la frontera interior austral En el mensaje que dirigió al Congreso el 25 de
agosto de 1875, refrendado por el ministro de Guerra y Marina, Adolfo Alsina1, trazó el objetivo
de "ganar permanentemente sobre el desierto, asegurando el dominio existente y entregando al
trabajo áreas de campo considerables", y conseguir que sus entonces moradores aceptasen, "por
el rigor o por la templanza", los beneficios que les ofrecía la civilización
No obstante que preveía el uso de la fuerza, como uno de los términos de la alternativa, se
inclinaba al empleo de 1ª persuasión y no de la violencia. "El Poder Ejecutivo, aleccionado por una
larga experiencia, nada espera de las expediciones a las tolderías de los salvajes para quemarlas y
arrebatarles sus familias, como ellos queman las poblaciones cristianas y cautivan a sus
moradores.
"Esas expediciones destructoras, para regresar a las fronteras de donde partieron con
botines que rechaza hasta el espíritu de la civilización moderna, sólo conducen a irritar a los
salvajes, a hacer más crueles sus instintos y a levantar la barrera que separa al indio del cristiano.
"Por el contrario, una expedición que vaya a ocupar y a colocarse en lugares estratégicos, con
elementos de población, y pronta para agredir si es agredida, obligará a las tribus del desierto a
retirarse al otro lado del río Negro, o a implorar la paz porque, perdiendo la posesión y el uso de
esos lugares estratégicos, habrán perdido, a1 mismo tiempo, todos los elementos indispensables
para la vida nómade que llevan.
"En una palabra [...] el plan del Poder Ejecutivo es contra el desierto para poblarlo y no
contra los indios para destruirlos".

2. MONS. ANEIROS FUNDA EL "CONSEJO PARA LA CONVERSIÓN DE LOS INDIOS AL


CATOLICISMO". PROYECTOS DE LEY. INICIATIVA DE LA COMISIÓN ESPECIAL, DE LA CÁMARA DE
DIPUTADOS.

Cuando aún era ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública de Sarmiento, Avellaneda
se manifestó partidario de la elevación social de los indios en nombre de la caridad cristiana.
El 3 de diciembre de 1872, el obispo de Buenos Aires, monseñor Federico Aneiros instaló
por su iniciativa personal un Consejo para la Conversión de los Indios al catolicismo, con el fin de
llevar a la práctica el mandamiento del entonces art. 67, inc. 15, de la Constitución Nacional.
Poco después, al publicarse la Memoria de su Departamento presentada al Congreso,
incluyó en ella un proyecto de ley para la reducción pacífica de los indios.
"Es inútil recordar en este momento -manifestó Avellaneda lo que se ha escrito durante
los últimos años sobre las razas inferiores destinadas irrevocablemente a ser absorbidas y
devoradas por las razas superiores, únicas capaces de fundar sobre un territorio nuevo, el asiento
duradero de su establecimiento social. Hay otra solución que recomiendan ejemplos conocidos en
la historia de nuestro Continente, que es al mismo tiempo la divisa de la caridad cristiana y un
precepto de la Constitución, solución que no puede ser desechada como falsa, sino después de
haber procurado seria y eficazmente su realización en los hechos".
Y agregó más adelante: "la civilización necesita emplear todos sus medios en esta obra de
reducción pacífica. La palabra del misionero es por sí misma insuficiente, y deben venir en su
ayuda, agentes más poderosos. La misión ha de tener por base la colonia agrícola que será el
verdadero baluarte en la frontera".

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El proyecto, dividido en diez artículos, preveía la designación por el Poder Ejecutivo de una
Comisión encargada de dirigir los trabajos concernientes a promover la civilización de los indios,
una de cuyas funciones sería: "entenderse con los indios a efecto de ofrecerles los beneficios de la
civilización, celebrando con ellos tratados de compromisos mutuos..." (art. 5).
La iniciativa no prosperó3, pero sirvió como antecedente de otros proyectos de ley, en
primer lugar, de la ley 817 de 1876, de inmigración y colonización, llamada "ley Avellaneda", que
contempló la creación de misiones entre los indios (art. 100); y más tarde de la ley 1.532 de 1884,
de organización de los territorios nacionales, que facultó a los gobernadores para instalar esas
misiones, con autorización previa del Poder Ejecutivo (art. 7).
Otra propuesta conciliadora de la misma época fue la emanada de la Comisión especial de
la Cámara de Diputados encargada de dictaminar sobre los proyectos referentes a la defensa de la
frontera.
A su juicio, los legisladores de 1867 habían sabido "que el odio provoca el odio, que a las
represalias violentas suceden las represalias más encarnizadas, que es imposible la expulsión
completa del salvaje de las soledades de la pampa", y "sobre todo, que sería incomprensible una
civilización que no tuviera más que la muerte y el exterminio para operar la pacificación y
conversión, que el precepto constitucional le atribuye".
Las relaciones mantenidas en esos años con los indios no eran de la naturaleza de las que
ella prescribía: no se dirigían a la ocupación del territorio que se extendía hasta el río Negro, y no
determinaban el asiento fijo de las tribus. Se limitaban a suministrarles provisiones.
La Comisión no esperaba de los indios el "religioso cumplimiento de lo pactado" ni creía
tampoco que la sola pacificación acabase con las invasiones y los robos. De allí, la necesidad de los
puestos militares avanzados, que los obligarían al cumplimiento de los pactos.
3. IDEARIO INDIGENISTA DE AVELLANEDA
El pensamiento de Avellaneda, como se ha comprobado, y se ratificará enseguida, no era
partidario de destruir al indio sino de llevarle la civilización, aun imponiéndosela ("por el rigor o
por la templanza"), mas dándole prioridad al "trato pacífico" del que hablaba la Constitución. No
propiciaba eliminar físicamente al salvaje sino al desierto que a su juicio lo engendraba.
Por eso su satisfacción al anunciarle al Congreso, en mayo de 1878, después de los
trabajos defensivos de Alsina y las incursiones militares que les siguieron, que "el indio perseguido
en sus guaridas, y en la imposibilidad de ejecutar sus invasiones de otras veces, empieza a rendirse
pacíficamente", y que en las fronteras del interior "también se efectúa la sumisión pacífica del
indio".
Avellaneda tenía dos ideas claras: que la forma de vida del indio, su cultura, era
incompatible con la "civilización", por lo que, imprescindiblemente, tenía que ser erradicada, y eso
hasta en nombre del sentimiento humanitario, de la caridad o del bien debido al prójimo; y que él,
por medio de la educación, o del simple trabajo entre los blancos, podría salir de su estado de
miseria física y espiritual, y ser elevado a un nivel cultural superior.
Estas son las ideas que destila el oficio, que su ministro interino de Guerra y Marina,
Rufino de Elizalde, le envió al gobernador de la provincia de Buenos Aires el 6 de marzo de 1878,
antes que se hiciera cargo de ese Departamento el gral. Julio A. Roca, con respecto a los indios
sometidos. Adolfo Alsina había muerto el 29 de diciembre del año anterior.
"Las tribus conservan su espíritu de cuerpo, sus propensiones y sus hábitos salvajes,
hallándose siempre prontas a reaccionar contra su actitud momentáneamente pacífica”.
"Tampoco puede existir ningún fundamento de interés social o humanitario -dijo más
adelante-, en conservar su organización agresiva, bajo el punto de vista militar, y bárbara bajo
todo otro respecto”.

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"Bajo estos conceptos, el Sr. Presidente cree, que los indios sometidos podrían destinarse,
por familias o por grupos de familias, ya para el plantel de colonias en puntos donde no estuvieran
con otros salvajes, ya para mezclarlos a la población existente en colonias establecidas,
atendiendo a que algunos de ellos son agricultores; ya para otros fines que alejando todo peligro
para las poblaciones rurales, importe un acto de verdadera y cristiana redención para aquellos
desgraciados cuyo crimen tiene tal vez por causa única la miseria, la ignorancia y el atraso".
4. CAMPAÑA DE ADOLFO ALSINA AL DESIERTO EN 1876. PLAN DE ATRACCIÓN PACÍFICA DE
MARIANO ROSAS.
En realidad, en los ambientes gubernamentales, el interés por los planes de atracción
exclusivamente pacífica disminuía en la misma medida en que crecía la prédica belicista. Uno de
los últimos de aquellos planes fue el presentado por el colegial Mariano Rosas, sobrino del cacique
ranquel homónimo, en su condición -como dijo- de "hijo legítimo de las Pampas, a quien se le ha
brindado los goces de la civilización y los beneficios de la instrucción''.
En su opinión, "el mejor modo de atraer a los desgraciados habitantes de la Pampa hacia
los centros de población, consiste en ser benignos con ellos, para sacarlos del estado de barbarie,
en que viven, por medio de la persuasión.
Y añadió: "centenares de familias no tienen otro anhelo, que recibir del Gobierno la
propiedad de cierta extensión de terrenos para poblarlos y cultivarlos..." Pedía 500 pesos y
caballos para visitar las tolderías de Namuncurá y Baigorrita, a fin de acordar las condiciones de
una cesión de tierras.
El ranquel aculturado que era Mariano Rosas no soñaba, sino que tenía una posición
realista. Escribió dos años después: "pretender que los indios viejos cambien como por encanto y
abjuren de sus usos y costumbres, es el mayor absurdo; lo único que podrá conseguirse es
morigerarlos por amor a sus hijos que se les eduque, lo cual será una garantía para el país"
5. DOS CONCEPCIONES ANTROPOLÓGICAS EN PUGNA. EL INDIO, CONDENADO A
DESAPARECER.
Se asistía en esos años a una lucha entre dos ideas y dos sentimientos opuestos,
originados en sendas concepciones antropológicas acerca del indio: la antropología optimista de
raíz hispánica, acuñada en el siglo XVI, sobre la que reposaba la obra misional desarrollada desde
entonces, aunque no exenta de excepciones; y la antropología pesimista, negadora de la unidad
del género humano, debida al positivismo en su intento de aplicación a la especie humana de la
teoría evolucionista biológica de Darwin.
La antropología tradicional fue perdiendo terreno a favor de la darwinista, que llegó a
predominar en los ámbitos científicos, e intelectuales en general, ya adheridos al positivismo: una
ideología que contaba con el prestigio de sumodernidad, en una sociedad entregada a la ilusión
del progreso indefinido, como fue la finisecular. En la permanente lucha de las especies -y de las
razas- por la supervivencia, los individuos mejor dotados, las razas superiores, estaban destinados
a vencer16. Esta fue la creencia que caracterizó a la Generación del 80, pero que empezó a
manifestarse en la anterior.
6. GIRO EN LA POLÍTICA INDIGENISTA DE AVELLANEDA: ADOPCIÓN DE LA TESIS
EVOLUCIONISTA.
La irrupción de las nuevas ideas antropológicas le dio sustento doctrinal al giro que se
estaba operando en la política indigenista, y que condujo a la campaña de Roca contra los indios
del sur en 1879. Aparentemente, Avellaneda se olvidó de lo que había sostenido en 1872, cuando
rechazó la idea de la existencia de "razas inferiores destinadas irrevocablemente a ser absorbidas y
devoradas por las razas superiores", oponiéndole la divisa de la caridad cristiana.
Pocos fueron los que, además de los misioneros21, alzaron su voz en defensa de los indios
antes que sucediera lo irreparable. Entre ellos, Emilio Daireaux afirmó que era difícil entrever otro

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fin a la larga guerra que se libraba, que la exterminación definitiva de esos pueblos, pero que el
salvajismo de las tribus pampeanas no estaba por eso probado: no se podía deducir de los hechos
cometidos por un pueblo luchando contra la exterminación, una barbarie anterior a ese estado de
guerra.
También José Manuel Estrada rechazó la tesis del salvajismo innato, e indicó tres causas
principales de la rebeldía indígena: la codicia de las poblaciones fronterizas, que los exasperaban
con extorsiones y estafas; la presencia en sus tolderías de muchos fugitivos de la justicia; y el
cinismo de las facciones políticas, que los empleaban como factores de choque.
La continuidad del pensamiento de Avellaneda estuvo, en realidad, limitada a los objetivos
que se propuso alcanzar: la ocupación del desierto hasta la línea del río Negro, venciendo incluso
por la fuerza la resistencia que hicieran los indios; y la fundación de pueblos y el desarrollo de la
agricultura y la ganadería en las tierras conquistadas. Esa fue la constante. Lo que varió fue la
posición asumida frente al factor humano que poseía el suelo, y el método a seguir para lograr los
objetivos.
"Todos están acordes sobre que, no sólo es conveniente, sino también necesario, llevar la
línea de fronteras al río Negro. Pero, ¿en qué forma y de qué manera?".
En su último Mensaje anual al Congreso, leído en mayo de 1880, Avellaneda habló de la
conquista de los territorios australes, y que el progreso se hallaba "contenido en nuestro
desarrollo normal, como una consecuencia inevitable tras de los hechos establecidos". Las tribus
habían sido dispersadas, las fuerzas expedicionarias se habían apoderado de sus ganados y hecho
muchos prisioneros, y se preparaban nuevas expediciones para perseguir a las escasas tribus que
quedaban en los confines. Daba, pues, por concluido "el hecho capital de los últimos tiempos, la
supresión o sometimiento del indio en la Pampa y en la Patagonia".
El discurso había cambiado. En 1872 su divisa había sido la reducción pacífica; en 1875
había hablado de supresión del desierto y no del indio; todavía en 1878 se complació en anunciar
su sumisión pacífica, aunque ya en ese mismo año, al pedirle al Congreso los recursos necesarios
para cumplir con la ley 215, declaró que "hasta nuestro propio decoro, como pueblo viril, nos
obliga a someter cuanto antes, por la razón o por la fuerza, a un puñado de salvajes que destruye
nuestra principal riqueza", y que había que ir ''directamente a buscar al indio en su guarida para
someterlo o expulsarlo"28. La nueva alternativa dramática resultó ser la supresión (se entiende,
física) o el sometimiento del indio, sin recordarse más los deberes que hacia ellos prescribía la
caridad cristiana.
En cuanto a los tratados que se celebraban con ellos, tuvieron dos puntos de vista
contrarios. Alsina los consideró instrumentos aptos para la convivencia pacífica aun cuando no se
sintiera atado a sus cláusulas al extremo de ceder en la consecución de sus objetivos últimos, si es
que los estorbaban.
Roca renegó lisa y llanamente de la política de tratados. Según Zeballos, condenó el plan
de Alsina porque "no se proponía extirpar al enemigo, sino someterlo a los viejos tratados", en
tanto que el gral. Francisco Vélez, en su biografía de Roca, recuerda que una de las cuestiones que
dominaron su espíritu, desde que asumió la jefatura de la frontera sur de Córdoba en 1871, fue la
situación de desmedro que los tratados le creaban al Gobierno.
Monserrat, La mentalidad evolucionista: una ideología del progreso

Los números síntomas


En 1862 aparece en Buenos Aires El génesis de nuestra raza, violento opúsculo de José
Manuel Estrada -a la sazón, un joven de veinte años- dirigido contra Gustavo Minelli y publicado
inicialmente en las páginas de La Tribuna. 2 Una lectura detenida del farragoso texto permite

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colegir que Darwin no ha penetrado aun en el ambiente intelectual porteño, fenómeno harto
explicable a solo tres años de la aparición de The Origin of Species.
Su tonitronante alegato se dirige contra dos juicios de Minelli: la negación de la unidad de
la raza humana y la puesta en duda de la" creación directa del hombre por Dios, reduciéndose
para Estrada "a una cuestión de ciencia el primero; a una cuestión filosófica, racional y dogmática,
el segundo''.
"¿Creéis en las razas progresivas, creéis en el hombre pre-adámico? . . . Entonces no creéis
en el alma; creéis en un bruto mortal y sin destino; en un ser sin conciencia del yo individual, sin la
noción de justicia absoluta, creéis en Virey y en Lamarck, creéis en Proudhon y en Lucrecio, pero
no creéis en Dios. Sois ateo".
Precisamente en una conferencia pronunciada en el Club Católico en agosto de 1880, y
que examinaremos a su turno, el tribuno volverá a la carga contra el transformismo, ya por
entonces netamente darwinista.
Pero ya en 1870 existía un vigoroso paladín del antidarwinismo en la Gran Aldea. Era nada
menos que don Carlos German Conrado Burmeister, director desde 1862 del Museo Publico
porteño, por invitación de Mitre y sugestión de Sarmiento.
El sabio prusiano -especie de confinado científico en el edificio de las calles Alsina y Perú,
en un Angulo de la "manzana de las luces'- había adquirido una singular notoriedad al publicar en
1843 su Historia de la Creación, anterior al Cosmos humboldtiano y difundida rápidamente en
Europa.
En la edición francesa de 1870, hecha a partir de la octava alemana, puede advertirse el
tenor de sus punzantes críticas. La Historia comienza con una decidida adhesión a" los principios
del vulcanismo cono hipótesis explicativa de todas las transformaciones esenciales del globo,
admitiendo solo muy residualmente a la position neptunista. Vale la pena contrastar el entusiasmo
con que acepta al vulcanismo 'frente a la oposición hermética que articula ante el transformismo
de cualquier índole. Del vulcanismo escribe que "si hubo alguna vez una hipótesis incapaz de ser
demostrada empíricamente por el testimonio de los ojos, pero apoyada en hechos que parecen
darle gran fuerza, fue la hipótesis vulcaniana. Todos los fenómenos de la superficie de la tierra
militan en su favor y la confirman de manera admirable…”. Del darwinismo afirma, por el
contrario, que "estas dos opiniones (la de las creaciones periódicas y la transformista) son, a mi
entender, tan aceptables una como la otra; pues ni una ni otra pueden traer en su apoyo ningún
hecho positivo tornado de los tiempos históricos. Tienen pues solo un valor dogmático o
hipotético. Recientemente, la última hipótesis ha sido retomada con grandes desarrollos por
Darwin, y su tentativa ha sido acogida en muchos puntos con numerosos aplausos. Con todo,
debemos confesar que no podemos otorgar una fuerza demostrativa a los argumentos de Darwin
y sus partidarios, y que sería mejor dejar de lado esta cuestión como inaccesible a la
experiencia. . . Me parece pues inútil para la ciencia empírica, imaginar concepciones hipotéticas
sobre este problema y perderse en controversias sin salida posible en cuanto a su probabilidad.
En una reveladora afirmación, Burmeister escribe: "El Hombre y el Mono se distinguen hoy
uno del otro zoológicamente y psicológicamente, y como no podemos dejar caer el principio de la
invariabilidad de los caracteres específicos sin revolucionar al mismo tiempo toda la zoología
científica, tenemos toda la razón para creer que sus diferencias han existido primitivamente y
desde siempre, y que subsistirán en el futuro”.
Una obertura fantástica
En cambio, en las primeras páginas de su obra Dos partidos en lucha, aparecida en 1875,
se pregunta Holmberg: “¿A que librería podremos ir hoy sin que hallemos que más de la mitad de
las obras se relacionan más o menos directamente con las ciencias en cuestión?, y señala la
aparición de órganos científicos como el Boletín de la Academia de Ciencias de Córdoba, los Anales

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Científicos Argentinos, los Anales de Agricultura y los Anales Entomológicos que se agregan a los
Anales del Museo Publico, solitarios al comenzar la década.
Mientras Holmberg iniciaba en 1369 sus estudios preparatorios en la Universidad, otro
joven apenas menor que el, Florentino Ameghino, era destinado a Mercedes como ayudante
primero en la escuela elemental y comenzaría allí una larga serie de exploraciones apoyado por
Ramorino, quien habría de remitir parte del material paleontológico hallado al Museo de Historia
Natural de Milán. Pocos años después, en 1873, comienzan las expediciones de un primo de
Holmberg, Francisco Pascasio Moreno, primero a Carmen de Patagones y más tarde a la
desembocadura del rio Santa Cruz. Moreno, estimulado por Burmeister, describe en la Revue
d"Anthropologic dirigida por Paul Broca sus descubrimientos patagónicos.
En- 1874, por fin, la Universidad porteña se reorganiza e incluye en su estructura una
Facultad de Ciencias Físico-Naturales que abre sus puertas en 1875. En este clima de incipiente
pero sugestiva renovación intelectual, Holmberg ingresa en 1872 a la Facultad de Medicina donde
se doctorará en 1880.
Holmberg, quien comienza lamentándose retóricamente de su desconocimiento del
naturalista inglés -"Sin embargo, yo que acababa de pasar mi último examen de preparatorios en
la Universidad, no sabía quién era Darwin" (pag. 3)-, no tarda mucho m iniciar sus célebres ataques
a Burmeister, "un sabio demasiado sabio quizá, y esto lo entenderán los que estén en
antecedentes" (pag. 7).
Sin soslayar un ápice los méritos científicos de Burmeister, hay que reconocer en él una
obstinación verdaderamente prusiana res pecto de las ideas novedosas.
El 28 de agosto de 1874 –el año en el que más pólvora se ha quemado en la República
Argentina" (pag: 110)— llega en la ficción Darwin a Buenos Aires y a las diez en punto el
presidente Sarmiento lo recibe significativamente: "Tengo el honor de saludar al ilustre
reformador inglés.. ." (pag. 112). Tras la presentación del vice presidente Alsina, el inglés saluda a
Mitre manifestándole que "os aprecio, os admiro y no os comprendo" (pag. 113), y congratula al
presidente electo Avellaneda.
Mientras la escena se prepara para ello, Darwin torna la palabra y afirma que "todo es
eslabonamiento, o si queréis que repita el aforismo de Linneo, Natura non facit salius. Hasta en los
detalles más insignificantes veo esa gradación admirable de los seres" (pag. 135). "Griffitz apoya al
inglés y expone una suerte de pan evolucionismo spenceriano, basado en la vieja creencia de que
la sociedad humana siguió su curso progresivo de Oriente a Occidente. La evolución no se ha
detenido "y si es verdad que durante muchos siglos la ilustración ha estado encadenada a la
Europa, no lo es menos que en la América se presienten ya los albores del Imperio del Mundo"
(pag. 136). Pero el impetuoso Griffitz va mas allá: la humanidad toda deberá rendirse a la ley de la
evolución y de la vida "cuyo ministro es la muerte", y caerá en medio de un gran cataclismo
geológico, pero solo para preparar "les elementos de una gran metamorfosis de la forma viva"
(pag. 137). De las cenizas de la humanidad nacerá un ser en "que la forma humana se modificara
muy poco, aunque la inteligencia ultra humana llegara a su más alto grado de desarrollo" y cuya
característica central será una maldad suprema, síntesis de "todas las maldades con que le ha
precedido la especie nuestra: la humanidad actual" (pag. 137). Con este pronóstico wagneriano
concluye Griffitz su exposición, pues llega el Akka al escenario, se le aplica cloroformo y se lleva a
cabo la operation en el quinto espacio intercostal; se trata de un experimentum cruris sugerido
por Darwin para observar el funcionamiento cardiaco del Akka y postular, por fin, que se trata de
una "raza intermediaria del mono y el hombre" (pag. 142). La experiencia culmina con el grito
dolorido de Paleotidez: "Señores. . . estamos vencidos; los Darwinistas han triunfado" (pag. 138).
La polémica abierta A mediados de la década que arranca en 1870, el recurso de Darwin
comienza a ser empleado por los nuevos grupos que con forman la avanzada intelectual de la

9
generación del ochenta. El evolucionismo —en su discreta versión darwiniana, o en su radical
postulación spenceriana — se convierte en elemento central de su utillaje mental e impregna de
un militante progresismo biologista el estilo y el contenido de nuestro positivismo.
Por de pronto, dos actores fundamentales del ochenta, Miguel Caney Eduardo Wilde se
ocupan del tema, bien que antagónicamente, al promediar la década. En agosto de 1874, mientras
Holmberg escribe su ficción científica, Eduardo Wilde, un médico que apenas frisaba la treintena,
ironiza acerca de las luchas electorales de aquel año y de la capacidad porteña de asimilar slogans,
ya que, como escribe: "Los hombres tienen mucho de monos, verdad que se ha reconocido a un
antes que Darwin" demostrara nuestro parentesco con esos animales".
Mientras tan to, personas muy distintas y distantes del líder Tory y de la Londres
victoriana, participaban de parecidos sentimientos. En marzo de 1375 se inauguraron las
actividades académicas de la Escuela Normal de Maestras W 1, creada el año anterior por decreto
del gobernador de Buenos 'Aires, Mariano Acosta, y de su ministro de gobierno, Amancio Alcorta.
Alii comenzó a dictar tempranamente sus clases Eduardo L. Holmberg y, a poco, el celo progresista
del emulo porteño de T. 5. Huxley empezó a surtir sus efectos; los nombres de Laplace y Darwin,
"familiares desde la iniciación de los cursos'" y sus "doctrinas subversivas" le acarrearon no pocos
problemas al novel profesor.
Cuenta su biógrafo que un d/a, setenta y nueve de sus alumnas, disciplinadas por una voz
externa, al preguntarles Holmberg por qué razón "al derretirse la nieve o el hielo de las montañas
corrían como liquido por los planos de las mismas y no se elevaban en forma de columna como los
geiseres, contestaron a coro: Porque así es la voluntad de Dios\ mientras una sola respondía
apelando a la ley de gravedad"/6 Al año siguiente, las presiones ejercidas por el Ministerio de
Instrucción Publica sobre la directora de la Escuela, dona Emma Nicolay de Cappdie, llegaron hasta
la amenaza de exoneración de Holmberg, pero seguramente Sarmiento, quien era por aquel
entonces Director General de Escuelas de la Provincia a la par que Senador Nacional fallo en favor
del intrépido darwinista, impulsando la cuestión hasta la instancia presidencial.
En agosto de 1880, José Manuel Estrada vuelve a la palestra con un discurso pronunciado
en el Club Católico sobre el tema El, naturalismo y la educación. Su embate contra el
evolucionismo es frontal: "Es enorme el incremento de la historia natural. . . No sé yo quien lo
niegue, ni quien ponga siquiera en duda el raro talento de observación de honres tan temerarios
cuando inducen como Darwin, siquiera repela sus villanas consecuencias y desdeñe las
supercherías indecentes de Haeckel, y el crédulo y ridículo orgullo de los que descubrieron, en un
grano de fosfato de cal, el germen de la anchoa genesiaca. . . Contemplad, escenas menos
estrepitosas: la sociedad del siglo XC<, plasmada por el naturalismo, enriquecida por las ciencias
fisicomatemáticas, regida por la economía política, bajo la tenaz inspiración de Adam Smith,
predecesor de MacLeod y la larga progenie de sofistas, sobre la cual descuellan Bentham y
Franklin, los patriarcas de la utilidad, los grandes tácticos de la virtud calculada".
La conferencia de Holmberg es una pieza verdaderamente notable por la vastedad de los
conocimientos desplegados y el vigor polémico, Se encuentra en ella —ya es costumbre- una
introducción antiburmeisteriana, extendida críticamente a la Academia Nacional de Ciencias. De
inmediato, Holmberg rinde homenaje a Claude Bernard -contendor de Darwin— y expresa su fe
secular en las ciencias naturales concebidas como agentes de la renovación social y cultural. Un
cambio de insospechadas consecuencias, pues "el dia en que las doctrinas de Darwin se ensenen
en las escuelas rusas, los emperadores habrán garantido su cuerpo contra las bombas del
nihilismo" (pag. 8). Luciendo como emblema una cita del baron de Holbach —"El hombre no
puede salir de la Naturaleza ni con el pensamiento"-, Holmberg cree "que la doctrina fundamental
de la selección no era la obra de un hombre, ni de un día, era la obra de la selección misma, que
había llegado hasta el grado de adaptar la inteligencia humana a esa montaña de observaciones,

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de hechos acumulados durante siglos" (pag. 47). ¿En sus consideraciones sobre la doctrina de la
lucha por la vida, pieza central del modelo darwinista, Holmberg se aventura por caminos que
parecen derivar hacia cierta vertiente individualista del darwinismo social? Al plantear el problema
de la justicia de la causa contra el indio —a tres años de la exitosa campaña dirigida por Roca—,
concluye que "acabamos con los indios, porque la ley de Malthus está arriba de esas opiniones
individuales (pags. 65-66). Aunque el tema merezca otras precisiones, conviene advertir que esta
línea interpretativa persistirá en Holmberg, ya que en su Botánica elemental (1908) volverá por sus
fueros la lucha por la vida, ahora convertida en explicación social de primer orden, ya que "en
todas las esferas de la vida social humana, entre los animales, entre las plantas, la lucha es
continua, y vence el más apto", como en el ejemplo histórico de Napoleón, que tanto lo seduce.
Las nuevas ideas llegaran, al cabo, al Parlamento mismo. En esa suerte de test de
modernidad que fue el debate de la Ley 1420, durante el curso de los años 1883-84, no faltaron
voces antagónicas que buscaron en el ámbito científico razones prestigiosas para sus posiciones. Si
Goyena comienza por una encendida critica a la hybris científica moderna asentada en pleno
corazón del Syllabus, Achaval Rodriguez pre fie re el atajo del concordismo y colige que "aquello
que contaba el Génesis, en una época en que la ciencia apenas si se encontraba en pañales, era,
sin embargo, una verdad del orden natural", ya que confirma la moderna teoría ondulatoria !
acerca de la naturaleza de la luz, "esta materia cósmica que, según j Humboldt, debió ser lo
primero creado por Dios, antes de todo lo j dermis Es por ello que "no hay, ni puede haber,
oposición entre las verdades que profesa la religión católica y la ciencia moderna”.
El ministro Eduardo Wilde replica en su larga intervención los argumentos católicos a
partir de una afirmación central, para el incontestable: "La ley del progreso tiene que verificarse
forzosamente; y el progreso está en todo”, sin saber quizás que otro Wilde —Oscar- opinaba
acremente por aquel entonces que "el progreso es el éxtasis de los imbéciles". ¿Apoyado, pues, en
su proposición medular, Wilde afirma que “la ciencia de hoy debe estar en contradicción, tiene
que estar en contradicción, no puede menos que estar en contradicción con ciertas afirmaciones
de la Iglesia”, toda vez que “¿la Historia Natural y la Biología, ^como no han de estar en
contradicción con las creencias, si ni siquiera existían aquellas cuando estas eran propagadas?".

Una ideología del progreso

Con toda razón ha escrito Charles Moraze que "desde 1870, de una a otro extreme de
Europa, tener espíritu científico, 'ser positive, equivaldrá a unirse al evolucionismo".
Así también ocurría en nuestra Argentina en trance de europeización, pero como en el
viejo continente, el evolucionismo -aparte, es obvio, de su notable contribución biológica- serviría
para pretender la legitimación científica de una poderosa ideología social: la del Progreso.
Las intuiciones de la ilustración habrían de cobrar ahora una pretensión rigurosamente
científica y sería Spencer quien levantase la noción de progreso a la altura filosófica de una
irresistible ley universal. Ya no se trataba de deducir la perfectibilidad del hombre de una
psicología que afirmase la plasticidad de la naturaleza humana en las manos del legislador y del
educador, como en el siglo XVIII. Ahora, era la misma naturaleza humana la que estaba
ineludiblemente sujeta a leyes generales de cambio que la conducirían a una armonía final, en un
ineluctable proceso de adaptación inconsciente auxiliado por la legislación y la educación. El
progreso de la humanidad se manifestaba, pues, como un hecho necesario, como una lógica
secuela del desarrollo cósmico. Se explica así la fervorosa adhesión a esta suerte de religión
secular que se difundió desde la cima hasta la base del edificio social. Esta era la que
proporcionaba aquella seguridad interior que reclamaba Sarmiento en su homenaje póstumo a
Darwin, "a fin de acallar la duda, que es el tormento del alma".

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No por un mero prurito académico, don Nicolás Avellaneda, apenas dejada la presidencia
de la Nación, acoge favorablemente el pedido de Luis Jorge Fontana y favorece la edición de El
Gran Chaco, con una espléndida Introducción donde escribe: "Todos estos trabajos empiezan a dar
un nuevo aspecto a nuestro desarrollo intelectual. Valen por la utilidad directa que llevan consigo,
y porque bajo su actino se inicia ente nosotros la propagación del espíritu científico, que cuando se
halla difundido como una atmosfera, da elevación a la mente nacional, solidez a sus convicciones y
prosperidad a los pueblos. . . No hay civilización consistente sin espíritu científico. . . En el orden
físico no hay fenómeno que no se halle regido por una ley; y la rotación de la vida social se
compone también de causas y efectos, de tal manera que nada subsiste en el presente que no
deba ser explicado por el pasado. . . El espíritu científico ha suprimido lo arbitrario en el gobierno
del universo".
El progreso, pues, un progreso evolutivo articulado ideológicamente en la clave de una
matriz intensamente biologista, será la característica central de nuestro positivismo. Montada
sobre la biología evolucionista, la "burguesía conquistadora" del ochenta hallara, mediante ese
sucedáneo de la Providencia, una ideología legitimada por la ciencia moderna. Es precisamente
por ello que casi todo nuestro positivismo aparecerá "no como una conceptualización filosófica
erigida sobre las conclusiones de la física o de la matemática sino como la hip6stasis de los datos
de la biología", según señala Ricaurte Soler.
Carlos Octavio Bunge, por su parte, no vacilara en afirmar que "construyo mi concepto del
derecho y del Estado con los fundamentos biológicos de la adaptación, la herencia y la selección
natural o lucha por la vida. Aprovecho así para mi teoría jurídica las modernas investigaciones de
las ciencias naturales, siguiendo la tendencia positiva de nuestra época". Con todo, Bunge cree
que la exageración del principio de la selección natural "llega a doctrinas tan antisociales y falaces
como el inmoralismo de Nietzsche" ya que "lo que comúnmente se entiende por 'darwinismo
social' o nietzschjftmo no es más que hermosas fantasías literarias donde se menosprecian los más
importantes datos de la vida de hombres y pueblos".
Quizá sea, paradojalmente, en la obra de Juan Bautista Justo, Teoría y práctica de la
histona, prologada en agosto de 1909, donde se articula en una opositora versión socialista, la
noción más clara de un progresismo concebido a la 3uz de la evolución biológica. "Marchamos sin
descanso por el camino de la Historia. La Humanidad está siempre en vías de crecimiento y
transformación", escribe Justo. Esta profesión de fe en el progreso continuo solo es inteligible en
una clave biológica: "Desde que el hombre es bastante inteligente para considerarse un animal,
tiene que ver en la biología la base de su historia. Las leyes de la vida son las leyes más generales
de la Historia".
Esa filosofía espontanea de la vida, esa ideología social, o esa mentalidad -según se
prefiera- en cuyo seno se incubaron corrientes diversas y aún antagónicas, estuvo sin embargo
polarizada por la común creencia en el progreso como motor y ultima ratio de la historia. No en
vano esa ideología afirmo su identidad en el combate contra el Syllabus errorum en el que Pio IX
estigmatizo intransigentemente en 1864 "'el progreso', el liberalismo y la civilización moderna"
(Proposición LXXX). Era una nación a edificar y educar, un territorio a conquistar y poblar, una
nueva frontera material e intelectual a definir, el horizonte mental de la oligarquía liberal del 80.
Nunca tan cerrado como para impedir la ruptura interna de sus propios críticos y reformadores,
pero sondo y coherente en sus afirmaciones raigales. Atrayente horizonte, entusiasta Utopía del
futuro concebido como permanente progreso, que se extendió -como hemos visto- a hombres de
la naciente oposición socialista.

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Halperin Donghi, Un nuevo clima de ideas

¿Mil ochocientos ochenta marca en el dominio de las ideas una tan clara line a divisoria
como en el de la política? Nada menos evidente; aun así, un uso no totalmente injustificado ve en
esa fecha la del relevo de los hombres y las ideas que dominaron la etapa de organización
nacional, por la nueva generación que esa fecha designa.
Si en cuanto a los hombres esto es verdad más que a medias, respecto de las ideas lo es
sobre to do si se agrupa el primero de las vigentes antes de esa línea divisoria bajo el signo de la
ideología romántica acriollada que introdujo la generación de 1838, cuyos últimos ecos se
apagarían en 1880: ella marcaria entonces la transición final del romanticismo al positivismo.
Esa caracterización sin duda deja de lado la presencia cuantitativamente significativa,
antes y después de 1880, de un pensamiento espiritualista, cuyas manifestaciones Arturo Roig ha
venido inventariando con ejemplar prolijidad, Ello no es quizá demasiado grave: ese pensamiento,
pálida floración académica, nunca tuvo en la Argentina el eco que alcanzo por ejemplo en el
Uruguay.
Más grave es en cambio que no haga justicia a la heterogeneidad de orientaciones y
motivos que domina hasta 1880, a través de formulaciones —las de Sarmiento, Alberdi, Mitre o
Hernández— en que la impronta personal es más significativa- que la deuda común con el legado
ideológico, pasablemente ecléctico, de 1838. Esto no es válido para la etapa que sigue: falta en ella
la presencia dominante de personalidades igualmente vigorosas. Y ello nos lleva a considerar una
dimensión esencial en la vida de las ideas: el modo concreto de inserción de la elaboración y
debate ideológicos en la vida argentina.
Pero si la originalidad del pensamiento individual resalta menos no es solo porque los
nuevos pensadores son en efecto menos originales, sino porque su pensamiento halla más difícil
recortarse nítidamente sobre el trasfondo de un clima colectivo de ideas ahora más definido.
Pero esa explicación del cambio de tono del debate por la ampliación del público no es
totalmente satisfactoria; ya antes de que se hiciese evidente la presencia de una nueva opinión
publica que no podía sino transformar el debate de ideas, algunos miembros veteranos de la elite
intelectual argentina mostraban impaciencia creciente frente a la cortesía rica en reticencias que
desde 1838 se había practicado al considerar el lugar del catolicismo en la Argentina moderna.
Es que el debate en torno a las reformas laicas no podría ser el episodio más significativo
de la vida de las ideas en la etapa que se abre si no reflejase algo más que la ampliación de su base
social; traduce también un temple nuevo, que no se manifiesta necesariamente en el
enriquecimiento de los contenidos ideológicos vigentes, sino en la urgencia nueva con que
gravitan nociones que están lejos de ser totalmente novedosas. La trivialidad del debate laico no
se debe tan solo a la presencia de un público nuevo y ansioso de escuchar una vez más la
evocación de las etapas más penosas en la larga historia del pontificado. Se debe también a que
entre los contendientes solo los de parte católica parecen reconocer la trágica hondura del
conflicto, en que se delibera el repudio de un pasado inmemorial y aun cercano.
La lealtad a un pasado aún vivo no podía servir entonces –como había servido en Colombia
o Chile a mediados del siglo— para equilibrar los estímulos de signo contrario cada vez más
abundantes en el contexto mundial. Y estos arrecian en efecto con fuerza creciente; su expresión
más aguda la alcanzan en el conflicto entre la religión y la ciencia. Este se hace más difícil de eludir
gracias a los avances del evolucionismo biológico y la constitución de la prehistoria como disciplina
científica; ambos no solo hacen estragos en los primeros tramos del relato bíblico, sino parecen
socavar la base misma de la dialéctica cristiana de caída y redención. Sin duda, una interpretación
menos pedantescamente literal del pecado de Adán terminara por disolver el conflicto, pero la

13
reacción inmediata a esos avances científicos esta quizá mejor representada por la denuncia de
Menéndez y Pelayo contra esa fabula que los enemigos de la fe llaman prehistoria. Actitudes como
esta permiten entender mejor por qué los defensores de posiciones tradicionales afrontaban tan a
menudo la desdeñosa indiferencia de sus adversarios mejor informados, pero sería erróneo
atribuir la irreconciliabilidad del conflicto a una excesiva rigidez de la Iglesia o sus defensores. Por
el contrario, esta se manejó con cautela mayor que los defensores de posiciones análogas en el
mundo protestante (una cautela que iba a. abandonar en cambio frente a las tentativas de
introducir criterios científicos nuevos en la exegesis bíblica). Son en cambio los adversarios de las
posiciones católicas quienes martillan sobre la incompatibilidad entre estas y las comprobaciones
de las nuevas ciencias, en las que quieren ver la prueba definitiva de la incompatibilidad radical
entre la herencia católica y el mundo moderno.
El descubrimiento de que los países de tradición católica marchan rezagados y que ese
rezago tiene para los antes coloniales consecuencias potenciales tan peligrosas que amenazan su
supervivencia misma lo han hecho ya Semiento y Alberdi a mediados de siglo. Pero entonces el
ámbito en que habían examinado ese rezago creciente había sido más limitado; ellos preferían
oponer los países de catolicismo ibérico y la Inglaterra de la Revolución Industrial. Era más limitado
también en otro aspecto: la segunda aparecía como superior sobre todo en cuanto mejor
adaptada para sobrevivir en el clima económico nuevo que, tras de imponerse en la Isla, avanzaba
irrefrenablemente sobre el mundo; esa superioridad no argüía la global, de una versión de la
civilización occidental moderna sobre otra.
El debate se da ante to do entre dos maneras de ver el mundo; aunque el estado apoya la
que combate la Iglesia a través de medidas que ensanchan su propia jurisdicción en perjuicio de la
de esta, al hacerlo invoca, más bien que la necesidad política de ampliar la esfera de sus
potestades, la de poner a estas al servicio de un cierto ideal de civilización. Hay sin duda buenas
razones para que la dimensión propiamente política del conflicto reciba en la Argentina atención
más limitada aun que en otras partes, pese a los esfuerzos de los polemistas católicos por
colocarla en el centro de la controversia. El estado central acababa de obtener una victoria
abrumadora sobre enemigos más serios que una Iglesia que nunca había intentado desafiar su
supremacía: el conflicto en torno a la política secularizadora se tornó a la vez posible y oportuno
precisamente gracias a que esa victoria había cerrado para siempre un debate más urgente sobre
el ordenamiento interno del país

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Unidad 4: Lo político en la época del progreso argentino

Cornblit, oscar, La Generación del 80 y su proyecto: antecedentes y consecuencias


INTRODUCCION
El objeto del presente trabajo es analizar un período de la historia argentina, la década del
80, no sólo por considerarlo relevante para la comprensión del proceso posterior a él, sino por la
riqueza de hechos que presenta en su acontecer social, económico y político.
El centro de nuestra atención será la elite que tomó el poder legalizado a comienzos de
esa década, que con su proyecto específico de desarrollo simbolizó la etapa determinante, en gran
medida, del ritmo de crecimiento posterior de la Argentina. A partir de él trataremos de señalar el
margen de acción real a que dio lugar la estructura económica del país y las fuerzas sociales que
controlaron el poder político. Conjuntamente con este análisis procuraremos indicar que otras
combinaciones de poder pudieron haber sido factibles para promover proyectos antitéticos al que
desarrollaron los hombres del 80.

ALGUNAS VARIABLES DEL PROCESO ARGENTINO


TIERRA:

A comienzo de la década del ochenta la participación en el ingreso de los sectores


propietarios de la tierra habían alcanzado niveles tan altos, que unidos al prestigio social que
otorgaba su tenencia, la constituían en uno de los elementos básicos de la distribución –del poder
en la Argentina. A pesar de ello la situación difiere de provincia a provincia.
En la de Buenos Aires, se puede afirmar que al iniciarse la década del 80 casi toda la tierra
del Estado bonaerense había pasado de manos del mismo a la de los particulares. Según Mulhall,
en el año 1884, el 25% en extensión, y aproximadamente el 10% en valor, de las tierras de la
provincia de Buenos Aires estaban en manos oficiales, muchas de las cuales se hallaban en
arrendamiento (1, páginas 28 y 266).
Es de hacer notar, sin embargo, que, a excepción de Rosas, la mayoría de los gobernantes
argentinos se preocuparon por incorporar la tierra a la economía del país dentro de una legislación
que asegurara una cierta equidad en su distribución. En tal sentido pueden citarse, la ley de 1864;
Ley Avellaneda (1876), ley del 3 de noviembre de 1882 y ley del Hogar del 2 de octubre de 1884.
Sin embargo, en su aplicación práctica toda esta legislación provincial fue desnaturalizada,
sirviendo precisamente a los fines que se querían combatir. La resultante de todo este proceso
fue, paradójicamente, la concentración de la propiedad territorial en escasas manos.
Podrían apuntarse tres factores que condicionaron la estructuración latifundista de la
propiedad agraria en la provincia de Buenos Aires:
a) La entrega de la tierra se hizo, en la mayoría de las ocasiones, teniendo en cuenta
primordialmente la necesidad de enjugar déficits fiscales. Para satisfacer esta
necesidad, se entregó la tierra en forma masiva.
b) El mecanismo de implementación y control del gobierno era muy débil como para
atender eficientemente estas distribuciones masivas de tierras. En la práctica la
decisión efectiva en cuanto a la adjudicación queda en manos de jefes de fronteras,
caudillos y elementos muy vinculados a factores de poder ya establecidos.
c) A la oferta de tierra pública en las condiciones señaladas concurrieron sectores
sociales con peso muy desigual. En consecuencia, aquellos que habían sido
favorecidos en distribuciones anteriores tendían a mantener o acrecentar su situación
de predominio.

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En la provincia de Santa Fe el proceso se da en forma esencialmente distinta a Buenos
Aires. Allí las consecuencias de las medidas gubernamentales se acercan más a lo sucedido en
Estados Unidos. El pequeño propietario tuvo posibilidades de acceso a la tierra desde los
comienzos de la explotación de la misma.
La explotación de la tierra fue impulsada por el gobierno; cuyo poder no fue eclipsado por
sectores locales ya estatuidos (3, pág. 375). Este proceso desde sus comienzos recibió el apoyo no
sólo del gobierno local sino también del de la Confederación, que desde la separación del estado
de Buenos Aires se vio compelido a adoptar políticas desarrollistas que lo llevaran a un equilibrio
de poder con aquélla. Si bien el estado santafesino y los sectores sociales preponderantes podrían
haber optado quizás por una distribución menos equitativa, ésta no hubiera desarrollado la
producción de la tierra ni hubiera aumentado la población a corto plazo con el ritmo con que
ocurrió de hecho. Nicasio Oroño, gobernador de Santa Fe, dice al respecto:
“Las leyes que se han dictado en la provincia de Santa Fe son el resultado de una alianza
feliz de ambos sistemas (donación gratuita y ventas a bajos precios y largos plazos), combinación
afortunada que ha duplicado la riqueza pública en menos de cinco años, acrecentando la
población en una proporción del 10% anual”.

COLONIZACION:

La colonización de tierras estuvo íntimamente ligada a la producción agropecuaria y a la


distribución de aquélla. En cada una de las provincias su evolución, por responder a situaciones
diferentes, se encaminó en distinto sentido.
En 1865 las colonias existentes por provincia y su extensión, eran: (6, Pág. 85).
En 1895, sobre un total de 9.835.000 de Ha., se habían colonizado aproximadamente más
de 3.700.000 de Ha., o sea alrededor del 37% de la misma. Las colonias representaban en 1884 el
84% del área total bajo cultivo en explotación en la provincia de Santa Fe (1, pág. 33).
Algunos factores que promovieron el desarrollo de las colonias de santa Fe con la
intensidad ya señalada, fueron:
a) El buen sistema de comunicación, en sus orígenes fluvial a través del Río Paraná, y
luego ferroviario, en un proceso de interacción recíproca, dado que la presencia de las
colonias aseguraba buenas ganancias a las compañías ferroviarias. La no existencia de
un sistema de comunicaciones en Córdoba, por ejemplo, retrasa la fundación de
colonias hasta el establecimiento de las líneas férreas.
b) Los primeros intentos de colonización santafesina encontraron un alto grado de
protección estatal. Luego el efecto de demostración de las empresas exitosas
automatizaba la fundación de nuevas colonias. En el caso de la de Esperanza el
gobierno de la Confederación se hizo cargo de las deudas de los agricultores a la
agencia de colonización (4, pág. 44).
c) La ya mencionada fortaleza del gobierno provincial en lo que se refiere al control de la
distribución de tierras.
d) Aunque difícil de evaluar como factor, cabría tener en cuenta el hecho de que los
colonos que al principio eran muy débiles, hayan tenido que armarse y fortalecerse en
su lucha contra los indios, con lo cual acrecentaron su poder. Esta situación llegó al
extremo de que, en 1893, luego de haber participado en varias revoluciones, un grupo
de ellos entró en la ciudad de Santa Fe enarbolando banderas suizas (3, pág. 364).
e) Es interesante señalar que en el proceso de colonización de Santa Fe intervienen
compañías comerciales, en su gran mayoría dirigidas por extranjeros.

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INMIGRACION:

Veamos los marcos generales dentro de los cuales se desenvuelven las migraciones en el
mundo. En total, 65 millones de emigrantes dejaron Europa entre 1830 y 1950.
Es decir, que el 50,4% de los emigrantes provienen del noroeste de Europa y el 35% del
sudoeste del mismo continente, Esta clasificación tiene importancia por los rasgos culturales que
ella implicó. La emigración del noroeste de Europa proviene de países de transición hacia él
industrialismo con actitudes favorables hacia ese proceso con todos los componentes sociales;
políticos y educativos que esto representa. La que viene del suroeste, por el contrario tiene un
gran atraso cultural y sale de países de estructura predominantemente agraria y pastoril, con
preponderancia de formas absolutistas de decisión político-social.
De estas cifras puede deducirse que cuando la Argentina aparece en escena como país
receptor de inmigración masiva ya se había producido un vuelco en la relación Noroeste-Sudeste a
favor de esta última.
Puede observarse un paralelismo entre las tendencias migratorias generales de los EE. UU.
y de la Argentina, anotándose que a pesar de la curva descendente general de la migración N. U.,
los Estados Unidos retienen una proporción mayor de esta procedencia que la Argentina.
La explicación de esta diferencia puede ser la resultante de los siguientes factores:
a) Relación país colonizante-colonizado. Es decir, por ejemplo, tendencia inglesa a
dirigirse a EE. UU., española a Argentina y portuguesa a Brasil.
b) La existencia de núcleos inmigrantes exitosos en Estados Unidos provenientes de
países del N. O. Es de hacer notar que en este período (1830-1857) la Argentina, cerró
sus fronteras a la inmigración.
c) Afinidades lingüísticas-culturales más acentuadas entre los países del NO. y los EE. UU.
Al mismo tiempo la primera inmigración que fue a América del Norte contribuyó a la
formación de una estructura económico-política similar y a veces perfeccionada, a la
existente en los países de origen. Esto produjo un proceso de automatización circular
que influyó en el mantenimiento de una corriente más estable para la nación del
Norte.
d) Suelen mencionarse algunos factores de tipo político que no estamos en condiciones
de evaluar adecuadamente. Estos serían, por un lado, la propaganda inglesa destinada
a enviar a la Argentina mano de obra no calificada, que se integrase dentro de la
estructura exportadora del país; y por el otro, en cierta manera complementaria de la
anterior, el interés de sectores de ganaderos bonaerenses, empeñados en esa época
en el desarrollo de explotaciones agrícolas extensivas.
Una característica general visible y compartida por la mayoría de los autores es la poca
integración de la inmigración en las estructuras políticas, fenómeno este que recién se concretará
ya muy avanzado el siglo XX.
Las causas que operaron en esta dirección fueron:
a) El escaso interés de los extranjeros en asimilarse. En este sentido la preeminencia de
las nacionalidades del sudoeste europeo, con poca experiencia de participación
política en sus países de origen, conspiraba contra su integración.
b) La alta proporción de italianos en la emigración configura en ésta una fuerte tendencia
a retornar a su país de origen; esta característica de la inmigración italiana se
manifiesta también en Brasil y Estados Unidos (7, pág. 32; 6, pág. 92). No se descarta
la existencia de factores que acentuaron la mayor predisposición de la inmigración
italiana al retorno, como ser: las dificultades de afincamiento en el campo, debido a la
gran cantidad de tierras fiscales entregadas a particulares, por un lado, y por otro, las

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pocas posibilidades de trabajo urbano, debido al limitado desarrollo industrial.
Además, las situaciones de crisis producían fuertes alzas en las tasas de retorno.
c) La legislación argentina, ya sea la emanada de la Constitución Nacional o de la ley de
1876, no preveía ningún sistema de nacionalización, tal cual sucedía en EE. UU. Más
aún, nuestra legislación otorgaba en ciertas ocasiones primacía a los no
nacionalizados, a lo que se sumaba la protección que recibían de sus propios
gobiernos mientras continuaran con su nacionalidad de origen.
d) Por otra parte, el cerrado y arbitrario sistema política existente conspiraba contra la
participación electoral de los extranjeros, que, al igual que los nativos, seguían con
indiferencia el desarrollo de los comicios.

DISTRIBUCION DE LA RIQUEZA, LOS INGRESOS Y LA POBLACION:

El crecimiento de la riqueza en el período es intenso: de 1857 a 1884. el capital nacional se


quintuplicó. Su distribución no fue, empero de ningún modo uniforme. En tanto que en la
provincia de Buenos Aires (incluida la ciudad) el ritmo anual de acrecentamiento medio de la
riqueza fue en 1864-84 de 35 millones de Dls., o sea 54 Dls. por cápita, en el resto de las provincias
fue de sólo 24 millones de Dls., o sea 20 Dls.
Como puede observarse en los cuadros anteriores, la distribución entre las diferentes
provincias de la riqueza, no era pareja. En 1884 a la provincia de Buenos Aires le correspondía el
61% del capital nacional (excluida la ciudad de Buenos Aires -que participa con un 23%- le
correspondía el 38%), y aproximadamente 3/4 partes estaban ubicadas en las provincias de
Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos (corresponde 6% a Santa Fe).
En cuanto a la participación de los sectores de la producción, que puede ofrecernos
algunos indicios en cuanto al peso relativo de distintos grupos sociales, podemos reseñar las
siguientes cifras:
El sector ganadero de la provincia de Buenos Aires constituía el 27% de la riqueza nacional
y el 44% de la zona; si le agregamos los de Santa Fe y Entre Ríos su participación en el capital
nacional se eleva a 33%.
Los ingresos del sector comercial, bancario, de transportes y de construcción en Buenos
Aires (provincia y ciudad) eran, por otra parte, el 12% de los ingresos globales y el 24% de los de la
región; en esta misma la manufactura sólo representaba el 5% de los ingresos.
En cuanto a la distribución de la población por ocupaciones se puede estimar que en la
provincia de Buenos Aires la correspondiente a la ganadería era alrededor de 28%, la de la
agricultura 18% y el resto al sector urbano. (Para la construcción de estas cifras hemos recurrido a
las estadísticas de Mulhall (1) y al censo de 1881 para la provincia de Buenos Aires (19).
Estos guarismos nos sugieren las siguientes consideraciones:
1. - El predominio de Buenos Aires es evidente, sobre todo si se tiene en cuenta que la
segunda provincia en riqueza -la de Entre Ríos- sólo poseía un 10% de la de aquélla.
2. - El sector de Buenos Aires, ligado a la ganadería y que indudablemente poseía intereses
en otras actividades (agrícola, comercial, etc.) detentaba un poder económico sin rival; el peso del
sector urbano de la capital no era, sin embargo, desdeñable.
3. - Por otra parte, no era pequeña la participación estatal en los ingresos; en Buenos Aires
el monto de los sueldos y salarios pagados por el sector oficial era tan alto como los ingresos
totales generados en el sector comercio.

18
FACTORES EXTERNOS:

Dependencia comercial.
El comercio exterior argentino estaba altamente concentrado, tanto en lo referente a
productos como a países de intercambio; esta situación revela un primer elemento de
dependencia del exterior.
Como puede observarse, el grueso del intercambio comercial se realiza con Francia y el
Reino Unido, aunque ambos iban perdiendo terreno frente a Bélgica y Alemania; la diferencia
entre ellos es tan grande, sin embargo, que su posición no peligró fundamentalmente.
Como se puede observar, el papel que juega Bélgica obedece casi exclusivamente a su
importancia como cliente, la de Inglaterra, en cambio, no obedece a su situación de comprador de
los productos de exportación, sino al de abastecedor.
Es necesario señalar que, dada la limitada actividad manufacturera en el territorio del país,
el abastecimiento de productos elaborados estaba fundamentalmente a cargo del extranjero. La
Argentina configuraba algo así como un ejemplo de libro de texto de la especialización por medio
del comercio exterior.

El déficit del balance comercial.


Hasta 1890 la Argentina fue básicamente deficitaria en su comercio exterior; el monto
disponible de muchos artículos de consumo y de inversión dependió pues hasta entonces de la
posibilidad de atraer fondos del exterior ya sea por medio de las colocaciones de bonos públicos o
de las inversiones directas.
Esta dependencia del exterior desembocaría en una fuerte carga, en la forma de servicios
financieros, sobre las exportaciones y la capacidad de importar

El capital extranjero.
En la Argentina las inversiones extranjeras -fundamentalmente británicas- se vieron
alentadas, por el conocimiento de la plaza adquirido por medio de la vinculación comercial; pero,
por otra parte, es evidente que las inversiones en ferrocarriles, por ejemplo, estimularon una
intensificación sin precedentes de las exportaciones británicas, en este sentido, ver (17, pág. 428 y
ss.)
Hacia 1884 podemos calcular que el capital extranjero era propietario de un 10 a un 15%
de la riqueza nacional; por otra parte, el monto de los servicios financieros pagados en ese año al
exterior representaron alrededor del 8% de los ingresos totales. Pero más que su importancia en
general, él capital extranjero y sobre todo el británico, pasó a ocupar una situación estratégica por
su control sobre los ferrocarriles y posteriormente el comercio de carnes.

CENTRALIZACION DEL PODER:

No corresponde analizar aquí los pormenores de este enfrentamiento. Señalaremos


solamente que a partir de la derrota de la Confederación en Pavón Buenos Aires, paulatinamente,
mediante el afianzamiento del poder regional, concentrara en sus manos casi todas las decisiones
políticas de alcance nacional. Sus dos partidos, Autonomistas (alsinistas) y Nacionalistas (mitristas),
cuya razón de ser obedece a causas de carácter local, dirimirán a través de la consecución del
gobierno provincial, el manejo de la República. El poder de decisión del resto de las provincias
comienza a decrecer, lográndose al mismo tiempo la eliminación de los últimos focos de
resistencia con la derrota de los caudillos Peñaloza y López Jordán.

19
Es decir, la centralización del poder se logra en la Argentina, a partir de 1862, mediante el
fortalecimiento de una de sus provincias, que impone “geopolíticamente” su preeminencia en la
medida que refuerza su autonomía y en cuanto no transfiere a una superestructura nacional los
elementos en que basa su supremacía.
Tenemos entonces para el período que corre desde 1862 a 1880, globalmente, el siguiente
cuadro: a) un poder provincial fuerte, desde donde se toman las decisiones nacionales; b) poderes
regionales débiles, con escasa participación en el gobierno central, y c) un gobierno nacional que
carece de los elementos necesarios para imponer su soberanía.
La situación de subordinación del gobierno nacional se reflejó claramente en 1876, cuando
renunció a uno de los instrumentos básicos de su soberanía; cual era la de emitir billetes en todo
el territorio de la República. El Banco de la Provincia de Buenos Aires, acreedor del gobierno
nacional, logró imponer en ese año esta situación, posibilitada, en gran parte, por la debilidad
políticaeconómica del poder central (22, págs. 55 a 58).
Este estado de cosas encuentra su solución, por lo menos en el plano político institucional,
con la federalización de Buenos Aires en 1880.
En el último capítulo analizaremos el contenido de esta transferencia de poder, apuntando
aquí algunas de las causas que coadyuvaron a tal acontecimiento: a) el desarrollo de lo que
Rivarola (23, cap. XVII al XX) denominaba “los grandes factores unitarios” (el ferrocarril, p. ej.); b)
la necesidad de poner fin a la intranquilidad provincial, que entorpecía la puesta en marcha de una
política económica que basaba gran parte de su éxito en el logro de financiación desde el exterior,
y c) la presión de las provincias por una mayor participación en el poder, encontró eco esta vez en
parte del sector más influyente de la provincia de Buenos Aires.

LOS SECTORES POLITICOS Y LAS IDEOLOGIAS PREDOMINANTES:

El proceso de formación de los partidos políticos argentinos no escapa a la dinámica


general en que se desenvuelve el mundo. Es decir, su aparición, en el sentido técnico-organizativo,
estará condicionada al surgimiento de las grandes masas en la escena política. El principio
organizativo, que es su base de existencia; o sí se quiere, la toma de conciencia de la utilidad de
organizarse, surge, precisamente, de la necesidad de los nuevos grupos de proveerse de un
instrumento que equilibre el poder de los sectores tradicionales (26, págs. 21-22). Este hecho
recién se produce en el país en 1891, cuando la Unión Cívica, a través de la primera carta Orgánica
que se conoce en el país, comienza a proyectar en un sentido nacional y democrático la estructura
política basada en el comité electoral (27, pág. 347 y ss.). Luego de la Unión Cívica, la Unión Cívica
Radical, su sucedáneo, afianzará más este sistema, que se consolidará definitivamente a partir de
la Ley Sáenz Peña.
Desde 1862, la lucha política queda planteada entre sectores del liberalismo bonaerense
autonomistas y nacionalistas. No hay elementos objetivos que permitan una diferenciación
programática o de composición social entre ambos. El “leit-motiv” de la existencia de uno de ellos;
el autonomista; que era la oposición a la nacionalización de Buenos Aires, desaparece cuando años
más tarde es el Nacionalista quien se opone a tal medida. Es decir, cada partido es nacionalista en
el gobierno y autonomista en la oposición.
Cuando el nacionalismo y la plana mayor del alsinismo se coaligan, los jóvenes
autonomistas forman el Partido Republicano, dando por primera vez un acentuado matiz
ideológico a la controversia. El Partido Republicano, y luego el Autonomista Nacional de 1868 (no
confundir con el del mismo nombre de 1881), en cuanto a partidos programáticos, constituyen el
primer intento de modernización de las estructuras políticas, todavía muy incipiente.

20
Pero la falta de organización de los republicanos se daba en función directa a la
estructuración social del país. Los sectores a quienes se dirigía su mensaje, manufactureros y
agricultores, por ejemplo, eran demasiado incipientes como para tener algún peso en la decisión
política. Por otra parte, al estar integrados en su mayoría por extranjeros, se mantenían alejados, o
se les ponían trabas para su participación en la actividad política, y, cuando más, reducían sus
reclamaciones al plano local o regional, como hemos visto que sucedía con los colonos
santafesinos. La composición netamente bonaerense de los hombres del partido, lo privó al mismo
tiempo de base nacional como para coordinar una acción de envergadura con sectores
provinciales antagónicos a las clases dirigentes del primer Estado argentino. Las clases populares
nativas mostraban el mismo indiferentismo por la política, ya sea por estar subordinados en su
mayoría a las actividades de la sociedad tradicional, no alentadoras de actitudes democráticas, o
por riesgo y la inutilidad que significaba participar en elecciones donde la coacción física y la
violencia eran habituales. Las clases populares nativas mostraban el mismo indiferentismo por la
política, ya sea por estar subordinados en su mayoría a las actividades de la sociedad tradicional,
no alentadoras de actitudes democráticas, o por riesgo y la inutilidad que significaba participar en
elecciones donde la coacción física y la violencia eran habituales.
La escasa clientela electoral hacía, en consecuencia, innecesaria la organización.
La centralización institucional de 1880 introducirá una nueva variable que analizaremos a
posteriori la formación del PAN exteriorizará la nueva necesidad de organizar estructuras de
alcances nacionales, por más que este primer intento solo englobe “élites” provinciales ya
arraigadas en la estructura del poder.
Las variables ideológicas que se exteriorizan: en la época de la Organización Nacional, por
lo menos en el período 1862-1875, presentan un matiz preponderante: una fuerte tendencia a
dicotomizar en tomo a problemas planteados por ideologías importadas sin una previa
valorización de las estructuras objetivas y la práctica política-social que llevó a formularlas en los
países de origen. El liberalismo político y económico se presenta como el denominador común de
las facciones en pugna, y sus principales premisas son aceptadas por todos. La resultante fue, en
consecuencia, la no comprensión de la antítesis entre la ideología y la supervivencia de estructuras
características de las sociedades tradicionales; con lo cual se adoptaban políticas que daban por
supuesto premisas no cumplidas y que, puestas en práctica, chocaban con la realidad social
existente. Tal el caso, por ejemplo; de las leyes de tierra. En este sentí o cabe señalar que en la
Argentina nuestras “élites” adoptaron el liberalismo tal cual se data en Europa en ésa época; es
decir como ideología ya acabada que descansaba en un sistema socio-económico, el capitalismo,
que ya había logrado asentarse definitivamente.
El caso del gobierno de la Confederación (1853-1862) es distinto, y merecen destacarse
algunas de sus componentes:
a) El gobierno de la Confederación se estructura sobre la base de. una alianza entre los
caudillos del interior y las provincias del litoral, conduciendo estas últimas el proceso.
b) Este heterogéneo frente adquiere cohesión ideológica por la presencia de dos
elementos: la lucha común contra Buenos Aires y la presencia en los cuadros gubernativos de los
hombres de la “generación del 37” (Gutiérrez, Alberdi, Fragueiro, López, etc.), que le imprimieron
una dinámica más moderna a la coalición antibonaerense. El gobierno de la Confederación
introdujo nuevas variables en el comportamiento argentino, que es conveniente destacar:
1) La adecuada comprensión de Alberdi de las causal del caudillismo (32) se unió a las
reclamaciones provinciales para programar una distribución espacial más racional de la riqueza.
Esta actitud implicaba la nacionalización de ciertas estructuras del poder económico concentradas
y retenidas por la provincia de Buenos Aires, como la Aduana, facilitando además una más
adecuada política extensiva interior.

21
2) Como ya mencionáramos antes, la necesidad de equilibrar el peso de Buenos Aires
obligó a la adopción de medidas de promoción del desarrollo en las provincial, tales como la
colonización. Lo mismo puede decirse de la adopción de políticas evolucionistas en el sistema
crediticio, bajo la influencia del ministro de Hacienda, Mariano Fragueiro (33, págs. 174-75).
El fracaso del proyecto de la Confederación puede encontrarse en diversas causas:
a) La lucha con Buenos Aires en el campo económico se realizó en condiciones muy
desparejas, por la desigualdad de riqueza. El bloqueo económico de los porteños y el fracaso de
los medios para superar las tarifas diferenciales, unido al escollo que la política bancaria y
crediticia encontraba en la escasez de recursos de las provincias, colocaron a la Confederación en
situación muy angustiosa (33, pág. 88 y ss.).
b) La indecisión del comando militar de la Confederación posibilitó la recuperación de
Buenos Aires, vencida en Cepeda, y presumiblemente facilitó su posterior triunfo en Pavón. Una
hipótesis factible descansaría en el hecho de que la dirección confederacionista estuviese en
manos del Litoral que como región productora estaba mucho más ligada con Buenos Aires, sobre
todo a partir de la apertura de los ríos interiores y con el comercio de exportación.
c) La claudicación de Corrientes, por razones de dependencia económica con Buenos
Aires, debido a la comercialización de la madera (33, págs. 183-84).
La polémica alrededor de proteccionismo y librecambio quedó relegada al mundo político-
cultural, sin invadir: al político-organizativo, pues hombres de divergente posición en la materia,
convivían sin dificultades dentro del mismo partido, tal como sucede con el P.A.N. de 1878. La
lucha personalista seguía siendo el “leit motiv” de la existencia de las agrupaciones políticas.
Es interesante verificar como en los años formativos de la Argentina las tendencias
nacionalistas se manifiestan en una actitud hostil hacia los Estados Unidos, con lo cual el país
mantiene menor vinculación comercial o política (37, págs. 196 y 259), pasando desapercibida la
presencia de Inglaterra, con la cual los lazos eran mayores. Es probable que en esto hayan influido
algunos factores, tales como: a) el interés de fuertes sectores internos, ganaderos y comerciales,
estrechamente ligados a Gran Bretaña; b) el hecho de que Inglaterra coadyuvó en gran parte en el
logro de la independencia nacional, lo que la prestigió frente a nuestras clases dirigentes; c) la
importación de cultural paralela a la de productos manufacturados, que incidió en la adopción de
ideologías como la spenceriana, como asimismo, por parte de las “élites”, de pautas de
comportamiento social características de Gran Bretaña (los clubes, por ejemplo), y d) la política
exterior inglesa asumió en la Argentina formas más discretas que en otros países subdesarrollados
en la medida que alejaban toda posibilidad de tutela política, tal cual se vio al mencionar la actitud
del Reino Unido en lo referente a inmigración.

EL PROYECTO DE LA GENERACION DEL 80

El general Roca obtuvo su apoyo institucional de las diversas estructuras de poder


provinciales, que comenzaron por aquella época a organizarse en la llamada “Liga de los
gobernadores”. De esta manera logró un doble respaldo: el del ejército -la Guardia Nacionaly el
del Congreso, al estar la mayoría de las representaciones del interior subordinadas a sus
respectivos mandatarios. Conjuntamente con esto, su instrumento político, el Partido
Autonomista Nacional (P.A.N), creado en 1880, dio a su campaña un cierto matiz popular y
aglutinó al mismo tiempo a una importante facción del sector de presión más influyente de la
época. Lo primero lo logró a través de la adhesión que prestó a su candidatura la juventud
universitaria y profesional del país, imbuida de modernidad y hastiada de los personalismos que
engendraba la continuidad de las luchas interregionales. Lo segundo a través del apoyo a su
candidatura que exteriorizaron los más prominentes ganaderos de la provincia de Buenos Aires,

22
deseosos de lograr la paz interior para el buen éxito de una política económica que fijaba sus
objetivos en la integración definitiva del país dentro de los marcos del mercado ultramarino.
Cabría agregar que las situaciones provinciales se manifestaron a favor de Roca en función de su
lucha contra Buenos Aires, y en pos de una mayor participación en el manejo de los asuntos
nacionales.
El programa de los hombres de la generación del 80, si bien nunca enunciado
explícitamente en forma integral, se puede reseñar a través de discursos políticos y
parlamentarios, mensajes presidenciales; correspondencia, notas periodísticas, etc.
En principio, pueden distinguirse dos “momentos”: político y económico, íntimamente
relacionados, en la formulación programática y en su exteriorización concreta, en la acción
gubernamental. Al primero lo llamaremos “momento político”, y sus principales mojones lo
constituyen la federalización de Buenos Aires, la Conquista del Desierto y la serie de medidas
institucionales que tendieron a transferir poder de las regiones a la Nación. Roca lo simbolizó con
su conocido slogan de gobierno: “Paz y administración”. En este sentido, cabe señalar que el
programa del P.A.N. hace hincapié exclusivamente en la necesidad de legalizar el poder y pacificar
el país.
Hemos señalado ya la interacción recíproca de ambos “momentos” y, en este sentido, el
plan político consolidó, por primera vez, las instituciones indispensables para la puesta en marcha
del programa económico.
Ferns ha puesto el acento sobre este hecho: “El papel de las autoridades políticas
argentinas en la construcción de una base para la recuperación (de la crisis de 1875) no fue
precisamente pasivo. En realidad, la actividad en la esfera política fue un factor de importancia,
quizás decisiva. Entre 1878 y 1881 fueron conducidas a feliz término tres líneas políticas, y éstas
produjeron los mayores efectos en la esfera económica” (17, págs. 386-87).
Ya hemos analizado la trascendencia de la federalización de Buenos Aires, al tratar el
proceso de centralización del poder.
El éxito del gobierno nacional en la guerra con el indio y su consiguiente expulsión más allá
del Río Negro, constituye otro de los rasgos salientes de este “momento” político. Este evento
tuvo, como lo señala Estanislao Zeballos, una triple repercusión: económica, política y militar (39,
pág. 368). Al mismo tiempo que se reafirmaba la soberanía nacional sobre la Patagonia, en aquella
época en litigio con Chile, y se eliminaba uno de los últimos reductos de conflicto armado, se
rescataba para la Nación inmensas extensiones de tierra productiva, a la par que se eliminaba
definitivamente el pillaje y la destrucción causados por las constantes incursiones de los indios. En
este sentido se ha señalado que “entre 1820 y 1870 los indios habían robado 11 millones de
bovinos, 2 millones de caballos, 2 millones de ovejas, matado 50.000 personas, destruido 3.000
casas y robado bienes por el valor de 20.000.000 de pesos”... “en términos económicos, el control
indígena del sud de la provincia de Buenos Aires y del oeste y norte de Santa Fe, significaba la
preservación de una forma primitiva de producción y la absorción de excedentes de producción
primitivos hacia Chile” (17, pág. 387).
Logrados estos dos propósitos; la tarea posterior se facilitaba grandemente, restando
adecuar los restantes factores institucionales para la realización de los programas desarrollistas.
Surge a partir de aquí toda una legislación destinada a proveer al gobierno central de todos los
atributos inherentes a su soberanía. A este postulado responden leyes como la de organización de
la Municipalidad y los Tribunales de la Capital, Código de Procedimientos en lo Civil, ley 1.130 de la
moneda y la de inconversión, los bancos Hipotecario y Nacional, la de consolidación de la deuda
pública, organización de los territorios nacionales, las leyes de educación común y Registro Civil
(esta última bajo Juárez Celman) y la adecuación de la política internacional.

23
Las leyes laicas son en parte consecuencia del impacto sufrido por la asimilación global de
las corrientes de pensamiento liberal de la época; pero por otro lado se armonizan
coherentemente con la necesidad de aplicar políticas de atracción de capital y mano de obra
extranjeras, que no siempre proceden de países católicos.
La política internacional fue uno de los instrumentos claves para la realización del
programa económico, y desde este punto de vista se alcanzaron éxitos resonantes. Interesada la
clase dirigente en el afianzamiento de su relación con Europa, desechó toda tentativa que pudiese
encauzar al país por otras vías, tal como sucedió con la tentativa de integración económica
panamericana debatida en la Conferencia Interamericana de 1889, que fuera promovida por
Estados Unidos a tal efecto. La hábil gestión de Sáenz Peña y Quintana, representantes argentinos,
hundió a la Conferencia en el más rotundo de los fracasos. La posición del país fue claramente
expuesta en la ocasión por el gobierno.
“La formación de una liga aduanera americana involucra; a primera vista, el propósito de
excluir a Europa de las ventajas acordadas a su comercio... Tal pensamiento no puede ser
simpático al gobierno argentino... bajo ningún concepto querría ver debilitarse sus relaciones
comérciales con aquélla parte del mundo adonde enviamos nuestros productos y de donde
recibimos capitales y brazos” (37, pág. 196).
Antes del análisis del programa económico, nos parece prudente hacer alguna referencia
al entorno histórico que lo determinó. El punto de partida de todo este proceso ha sido señalado
con toda justeza por H. S. Ferns: “El hecho es que la inauguración de Mitre como presidente marca
la formulación de una decisión política fundamental en la sociedad entera. Habiéndose efectuado
la decisión política primaria en favor de la expansión económica y la integración en los mercados
mundiales de mercancías y capitales, ahora se presentaban como posibles una multiplicidad de
decisiones secundarias en el campo de la política económica... Legalmente, el sistema de libre
comercio fue establecido por la Constitución de 1853, pero el sistema sólo devino una realidad
operante bajo el régimen de Mitre (17, págs. 329-25-26).
La política económica que se formulará a partir de aquí, pondrá el acento en la atracción
del inmigrante europeo y del capital del mismo origen. Ambos elementos se constituirán en los
factores fundamentales de un proceso de transformación que tenderá a poner bajo explotación
las enormes extensiones de pradera cultivable, que hasta ese momento eran base de una
economía rudimentaria cuyos productos fundamentales eran el cuero, el sebo y la carne salada. Ya
es sabido que el rol del capital extranjero se exteriorizó, primordialmente, en la construcción o
financiación de líneas férreas bajo la protección de garantías estatales.
Como resultado de estas medidas, en la campaña se inició un proceso de innovación en las
técnicas de explotación, que tuvo por características salientes la mestización del ganado vacuno y
ovino, el incremento en la producción del lanar, de la agrícola en general y cereales en particular.
Sin embargo, la continuación de este proceso se veía sin duda amenazada por la debilidad
del gobierno nacional y su situación conflictual con la provincia más dinámica, con la consiguiente
ansiedad que esto provocaba en el resto del país. Por otra parte, la presencia del indio
determinaba una gran inseguridad en la explotación rural más allá de una reducida zona alrededor
de los centros urbanos. El gran mérito de la generación del 80 radicó en la toma de conciencia de
estos elementos institucionales que frenaban el desarrollo del país, y en la voluntad encaminada
hacia su supresión.
La facción llegada al poder guiada por un ideal de progreso material y ligada
ideológicamente a una corriente que no pone el acento sobre la interacción de estructura y
fenómeno en la economía, escoge como línea de política económica la que sugiere la realidad en
sus manifestaciones más obvias, a saber: la expansión y el perfeccionamiento de la explotación
agropecuaria y su integración en el mercado ultramarino.

24
¿Qué elementos exigía este plan? Primordialmente, mano de obra y capital para aplicarlos
a las labores rurales, y medios de transporte para el traslado de los productos de la tierra. En
consecuencia, inmigración, construcción de nuevas líneas férreas y atracción de capital extranjero
para financiar las anteriores y otras inversiones necesarias, constituyen sus coordenadas
fundamentales. Es decir, intensificación y aceleración lineales de la, política ya trazada de
antemano, lo que armonizaba perfectamente con la ideología del “progreso” spenceriana,
adoptada al pie de la letra por esta generación argentina. Antonio del Viso, ministro del Interior,
de Roca y organizador, de la Liga de los Gobernadores, le escribía a Juárez Celman: “Lucharemos y
venceremos; vamos a activar la continuación de los ferrocarriles y estimular la inmigración al
interior. Esa será nuestra primera divisa de trabajo” (24, pág. 229).
Ya en el año 1880, siendo candidato a la presidencia de la República, el general Roca
manifestaba a la prensa (22, págs. 151-52): “Mi opinión es que el comercio sabe mejor que el
gobierno lo que a él le conviene; la verdadera política consiste, pues, en dejarle la más amplia
libertad. El Estado debe limitarse a establecer las vías de comunicaciones, a unir las capitales por
vías férreas, a fomentar la navegación de las grandes vías fluviales... levantar bien alto, el crédito
público en el exterior... Respecto de la inmigración, debemos protegerla a todo trance...”. Su
sucesor en la presidencia va aún más lejos; en 1887 dice: “Por lo tanto, lo que conviene a la
Nación, según mi juicio, es entregar a la industria privada la construcción y explotación de las
obras públicas que por su índole no sean inherentes a la Soberanía...” (18, pág. 187).
Esta diferencia de actitudes se refleja claramente en el caso de los ferrocarriles, ya que
mientras que en 1885 el 45% del capital invertido en ellos era oficial, en 1890 éste solo constituía
el 10% (20, pág. 86).

CONCLUSION

Las consecuencias prácticas de la realización de este programa de gobierno fueron las


siguientes: “Desde 1885 hasta 1889 entraron al país 739.000 inmigrantes; la exportación, que en
1881 fue de 57.000.000 de pesos oro, se elevó a 100.000.000 en 1888; y el intercambio comercial
de 113.000.000 de pesos oro en 1881, ascendió a 254.000.000 en 1889. Las rentas nacionales en el
mismo tiempo, pasaron de 19.594.000 a 72.000.000, y los ferrocarriles, que en 1871 solamente
tenían una extensión de 852 kilómetros, capitales por 20.983.000 pesos oro y una entrada de
3.077.000 pesos oro, veinte años después poseen líneas que alcanzan a 12.475 kilómetros;
capitales por 379.000.000 e ingresos por 26.000.000 de pesos oro.
Un análisis desagregado por ramas de la actividad económica revela un retraso manifiesto
del sector manufacturero. Asociado en parte a este fenómeno, se agrava el estancamiento de las
provincias no pertenecientes a la zona del litoral, que quedan aún más rezagadas. Asimismo; y
pese a algunos intentos de colonización, la estructura de tenencia de la tierra permaneció
invariable. Otro elemento de desajuste lo constituyó el ingreso masivo de capital proveniente de
Inglaterra y de hombres de negocios del mismo origen.
En el primer caso, si bien bajo la protección de la Ley de Aduanas de 1876 la manufactura
tuvo un cierto desarrollo, éste se circunscribió a falta de una política coherente de promoción de
industrias básicas a una primera elaboración de los productos de la tierra y de los artículos de use
común y producción más simple. En 1892 menos del 9% de los ingresos totales en Buenos Aires
(ciudad y provincia) se generaban en la manufactura (42). De 427 establecimientos en 1887, 98
eran destilerías, 89 imprentas, 84 fábricas de carros, 36 aserraderos, 35 curtiembres; 31 fábricas
de calzado, 23 molinos harineros, 23 herrerías y fundiciones y 8 lavaderos (42, pág. 293). La
modificación continua y en gran parte arbitraria de las tarifas, no es ajena a esta situación;
oigamos a Carlos Pellegrini al respecto: “El mal nuestro es que las tarifas de aduana, ya sea con

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tendencias proteccionistas, ya con fines puramente fiscales, han sido votadas sin plan y sin
método, generalmente al azar de iniciativas parlamentarias, produciéndose así incongruencias y
exageraciones notorias: Ha faltado entre nosotros el estadista que someta esas leyes tan vitales a
un estudio prolijo y comparativo, determinando exactamente cuáles son las industrias que deben
ser fomentadas” (43, tomo III, pág. 415).
Faltó, al mismo tiempo, un mecanismo de crédito a largo plazo para las industrias, como el
que proveyeron en Francia y Alemania los bancos de inversión para este punto ver 44): El mismo
Carlos Pellegrini, al poner en funciones al primer Directorio del Banco de la Nación Argentina, lo
observa: “Si alguna recomendación pudiera hacernos, sería en favor de un gremio que no ha
merecido, hasta hoy, gran favor en los Establecimientos de Crédito, y que es, sin embargo, del
mayor interés.
Por otra parte, una lectura de los mensajes presidenciales no revela una preocupación por
la sustitución de importaciones en los renglones de bienes de producción (en una sola ocasión -
1889- Juárez Celman expresa su satisfacción por la sustitución operada en los sectores alimentos,
bebida, tabaco y madera).
En cuanto al problema de la tierra, al describir esta variable observábamos que la
legislación sobre la materia fue desvirtuada en la práctica, sobre todo en la provincia de Buenos
Aires. Al respecto, en 1901 Bernardo de Yrigoyen, ministro del Interior de Roca, decía en carta a
Eleodoro Lobos: “Usted recuerda la ley que se llamó del Hogar, en términos muy favorables, y que
aprecio mucho porque me tocó proyectarla. Pienso que fue excelente, como usted dice, y así se
califica dentro y fuera de la República. Sospecho que a pesar de la aprobación general con que fue
recibida, ni principio de ejecución tuvo hasta el año anterior, en que creo, se han hecho algunos
ensayos incompletos, según los diarios” (46, pág. 207). latifundista no fue superada, y pese a la
opinión emitida por un hombre de activa participación en el oficialismo de la época de Juárez
Celman “Con el llamado latifundio hemos llegado al progreso actual y a nuestras estupendas
capacidades económicas y de producción. El sistema de la gran propiedad nos hizo ricos, pues”
(46, pág. 161). Sobre el particular dice
Scobie: “Por un instante, en los primeros días de las colonias santafesinas, parecía que el
colono próspero e independiente emergía para poblar el desierto. Esta esperanza se desvaneció
en el momento en que el valor de la tierra empezó a subir, en que el propietario perdió interés en
venderla y en que los chacareros se veían obligados a tomar el camino de la agricultura extensiva.
La difusión sur del trigo y la formación de la clase arrendataria eran simples consecuencias de
estas posesiones” (9, pág. 406): El mismo autor explica coma se produjo este proceso en función lo
los intereses de los ganaderos de Buenos Aires: “En consecuencia (para la formación de praderas
cercanas a puertos), se necesitaban cultivadores de trigo en Buenos Aires para fraccionar la tierra
y alfalfarla, proposición cara e imposible para los ganaderos obrando solo con sus propios
recursos...” (9, pág. 404).
El tercer elemento de desajuste provino de la acentuación de un fenómeno ya
característico del país: “Gran Bretaña era entonces (18601880) el banco, el corredor de bolsa, el
constructor de ferrocarriles y el abastecedor de la República Argentina” (17, pág. 429). Si bien en
la nueva década la competencia de otros países (Francia, Estados Unidos, Alemania) se intensificó
en parte alentada por el mayor cosmopolitismo del país, la posición del Reino Unido no hizo sino
crecer en importancia: “La comunidad británica en el Río de la Plata puede ser que haya declinado
en su posición relativa en términos de números, pero los ciudadanos británicos allí residentes
estaban pasando a ocupar una posición estratégica mayor en la economía argentina. Este hecho
resultó de las inversiones de capital y de la organización de empresas...” (17, pág. 430).
Los aspectos de desequilibrio anotados confluyen, además, en la explicación de la falta de
surgimiento de una clase capitalista nativa que asegurara la dinámica autónoma del proceso. En

26
primer lugar, salvo durante un breve lapso, caracterizado por las transformaciones necesarias para
adoptar su operación al frigorífico, la actividad ganadera, al no estar regida por una lucha intensa
por el mercado, no estimula la aparición de actitudes innovadoras; además, la inflación
desencadenada por la política monetaria del gobierno sobre todo el de Juárez Celman y el sistema
de préstamos del Banco Hipotecario Nacional y el de la Provincia, permitió a los terratenientes
realizar fáciles ganancias en la especulación en tierras, y, por la devaluación cambiaría
consiguiente, fuertes beneficios en la explotación de sus posesiones, por lo que no aportaron
capitales a empresas de mayor envergadura como ferrocarriles, etc.
En el campo político, el sistema engendrado por la “élite” liberal, que limitaba la
participación popular en la elección de los gobernantes, entró en colapso. Las aspiraciones de
Juárez Celman, lúcidamente encuadradas en la ideología del grupo; en cuanto a la supresión
espontánea de la lucha partidaria, se desmoronaron cuando la crisis de 1890 posibilitó la irrupción
de vastos sectores hasta entonces alejados de las manifestaciones públicas. En este hecho se
mrevela el carácter fragmentario de las decisiones políticas tomadas por los gobiernos que
presidieron el país durante el período de la Organización Nacional. La Constitución de 1853, la
reforma de 1860 y la federalización de Buenos Aires en 1880 fueron considerados, cada uno en su
época, como etapas finales dentro del proceso institucional. Sin embargo, 50 años después de
Caseros, los sucesores de Roca y Juárez, que habían considerado definitivamente superada el
problema, vuelven a levantar como condición fundamental de su programa una reivindicación
netamente política: el voto secreto. En 1905, en efecto, lo que Sáenz Peña proclamaba: “He dicho
que el problema del presente se condensa todo en elm sufragio...”. (48, pág. 180).
Tales fueron, a grandes rasgos, las consecuencias más salientes del programa de los
hombres de la generación de 1880.

Bragoni y Miguez, De la Periferia al centro la formación de un sistema político nacional:


1852-1880

Introducción
Hasta hace poco tiempo, el proceso de unificación política argentino ha sido visualizado
preferentemente a partir de los instrumentos montados por una elite dirigente, que fue capaz de
utilizar el Estado nacional para someter o eliminar cualquier insurrección territorial o facciosa que
atentara contra el orden político y que demoraba la modernización del país. Ese proceso iba a ser
acompañado por el reemplazo de los perfiles políticos que habían fracasado en el intento de
asentar un principio de autoridad estable que se remontaba a la caída de, Juan Manuel de Rosas.
Ni la propuesta confederal liderada por Justo José de Urquiza, que atrajo al propio Juan Bautista
Alberdi, ni la fórmula liberal por la que Bartolomé Mitre pretendía pintar todo el país de un color,
ni tampoco la de Domingo Faustino Sarmiento -condensada en aquella frase porteño en el interior
y provinciano en Buenos Aires"- habían resultado efectivas para el logro de ese objetivo. La
solución, en cambio, vendría de la mano de un nuevo tipo de liderazgo político de alcance nacional
que aparecería representado en una coalición de gobernadores de provincias que instaló a Nicolás
Avellaneda en la primera magistratura del país en 1874. Aunque esta suerte de imagen
unidireccional que impregna buena parte de las versiones ofrecidas por los historiadores del
proceso de institucionalización argentino que cristaliza hacia 1880 no carece de fundamentos, al
desplazar el foco de atención del centro a la periferia y al modificar la escala de observación de la
dinámica del poder que dio origen .a ese resultado emergen imágenes mucho más complejas de
las formas, SI se qU1ere negociadas, que rigieron los vínculos entre poderes locales y poder
central en la edificación del orden político.

27
Aunque la formación del Estado argentino no es el eje de la temática del presente libro,
puede ser útil revisar algunos aspectos del problema en cuanto constituye el trasfondo o sustrato
del debate que proponemos en los trabajos aquí reunidos.
Para abordarlo creemos que aún vale la pena volver sobre una de las preguntas más
básicas y visitadas de las ciencias sociales: ¿qué es el Estado? Una respuesta obvia proviene de los
clásicos, especialmente dentro de la tradición marxista. El surgimiento del Estado está
directamente asociado a la división social del trabajo, al surgimiento de una clase "ociosa" que
establece una dominación material e ideológica sobre el conjunto social, se especializa en la
producción de ideología y del control social, y que vive gracias a su capacidad de extraer
"excedentes" mediante algún sistema tributario. Este sector ocupa un lugar preferencial en las
normas que regulan el orden social, controlando los sistemas de administración de derechos
económicos y de la Justicia. Para asegurar su dominación (su lugar preferencia}), este sector debe
tener control-se suele decir "monopolio"_ de los medios de coerción, lo que también requiere
bases organizacionales e ideológicas para hacer efectivo su dominio o hegemonía.
Mucho se podrá discutir sobre diversos aspectos de esta caracterización, pero, más allá de
cómo se los interpreta, creemos que resulta eficaz para distinguir algunos de los rasgos
característicos de las comunidades políticas que poseen estructuras estatales.
Esto podría ser irrelevante para nuestro tema si no fuera por tres argumentaciones
historiográficas que tienen gran relevancia para esta discusión. Una de ellas tiene un vínculo
directo: al prestar poca atención a las formas institucionales previas a la organización del Estado
nacional, alguna literatura pareciera suponer que la construcción del Estado se hace a partir
básicamente de la sociedad civil, descuidando el hecho de que el Estado nacional es una forma de
organización política que se edifica sobre otras formas de autoridad y de gobierno preexistentes.
Una segunda se vincula de manera más indirecta: análisis muy ricos y fecundos sobre el
funcionamiento de la sociedad colonial han mostrado la debilidad de los límites entre lo público y
lo privado, y la importancia de las configuraciones de relaciones interpersonales como base
operativa del orden social. Estas formulaciones historiográficas han conducido a los historiadores a
restar importancia a las instituciones estatales en la regulación social. Aunque esto es bien
justificado en su argumento, es menester retener que se trata de la caracterización de una forma
de sociedad y de Estado bien diferentes de la expresión burocrática de los modernos Estado-
nación, que sin embargo no deja de ser una forma estatal, lo que se hace evidente al confrontarla
con sociedades que realmente carecen de él.
La tercera reside concretamente en atender el proceso de unificación política no sólo
como producto de coacción/cooptación del poder central sobre los poderes locales les sino en
relación con dinámicas o procesos de negociación y conflicto entre centros y periferias. En las
últimas décadas la literatura latinoamericana ha insistido y mejorado la comprensión del
fenómeno para los casos de Colombia o Brasil.
Con estas advertencias en mente, podemos mirar el panorama político argentino previo a
1852. Un útil punto de partida pueden ser los trabajos de José Carlos Chiaramonte, quien ha
subrayado que, ante la disolución del poder central en 1820 (aun antes en varios casos), el
esquema de poder que le siguió estuvo caracterizado por una confederación de estados
(soberanías) independientes sujetos a pactos interprovinciales que no consiguieron hacer de ella
un Estado-nación. Desde luego, el uso que hace aquí Chiaramonte del término "Estado" es distinto
del que hemos hecho en los párrafos anteriores. Pero su misma caracterización como tal implica
suponer la existencia de formas institucionales propias de una dominación social estatal. Sin duda,
la evidencia aportada por el mismo Chlaramonte para Corrientes, como las ofrecidas para las
provincias de Buenos Aires Santa Fe y de Córdoba, sumada a las existentes sobre otros espacios
provinciales, ponen de manifiesto la conformación de ensayos institucionales con un cierto aire de

28
familia, pero con serias dificultades para institucionalizar órdenes políticos acordes a los ideales
republicanos que
inspiran sus propios discursos.
Los estudios sobre Buenos Aires justamente revelan algunas características de esas
limitaciones; el tejido institucional diseñado durante el momento rivadaviano no entró en
contradicciones, sino que fue utilizado como mecanismo de legitimación del régimen rosista que le
siguió. Sin embargo, la etapa que se inicia en 1829 tendió a mostrar la debilidad del gobierno
provincial para hacer efectiva su presencia en el amplio territorio de su jurisdicción y, en
consecuencia, su dependencia de otras formas de poder, en especial de liderazgos locales. Esta
debilidad provenía fundamentalmente de la escasez de recursos económicos y humanos y de la
dificultad para construir formas simbólicas impersonales de respeto a las instituciones, en
reemplazo de los sistemas de lealtades personales en el que descansaba el andamiaje político de
la Confederación. Esta realidad se prolonga luego de la caída de Rosas, cuando el intento de
restitución de la misma sociabilidad y civilidad en la ciudad de Buenos Aires acusa recibo de la
imposibilidad de hacer de ellos una experiencia política de mayor aliento que traspasara la
frontera de su propia jurisdicción.
No obstante, esa precariedad institucional no fue motivo para que ningún poder provincial
abandonara el estatus jurídi.co-político adquirido desde 1820 ni tampoco para que alguno de ellos
pudiera hacer efectivo su dominio sobre los restantes. Esta institucionalización formal-incluso con
legislaturas ad honorem que se reunían pocas veces en el año- cumplía un importante papel en la
legitimación de los poderes públicos provinciales. y en la medida en que cualquier forma de
dominación reside fundamentalmente en la aceptación de la subordinación por parte del conjunto
social la existencia, aunque más no fuere de un sistema institucional formal otorga al Estado una
cierta existencia efectiva.
Pero lo fundamental para el sostenimiento del orden era el prestigio personal del
"caudillo" local Por ello, los notables del lugar más ligados al centro urbano, con débiles raíces
locales, los "unitarios", tenían dificultades para sostenerse en funciones de poder sin un fuerte
apoyo externo. social de la región repercutía en la estabilidad del gobierno provincial. De esta
forma, en el caso de La Rioja, un poder local muy informal, que mal podríamos llamar una
estructura estatal-y mucho menos un aparato de Estado- tiene un peso decisivo en el orden social
de la provincia.
Debe sin embargo tenerse en consideración que aun la expresión más evidente de esa
autoridad informal, Ángel Vicente Peñaloza, el Chacha, siempre concibió su poder no sólo en el
marco institucional del estado provincial sino incluso en el contexto de un proyecto de nación. Sus
referencias, o las de Felipe Varela, al federalismo y a Justo José de Urquiza como su líder, son la
expresión de esta apelación a un orden superior, que hacen referencia a un orden político.
nacional que proviene de una socialización política de cara a una organización estatal moderna,
entendida en el territorio heredado de las Provincias Unidas. Así, aunque las expresiones
institucionales del Estado estuvieran casi totalmente ausentes, su presencia en el imaginario social
era por cierto muy real.
Así, cuando la Constitución de 1853 vio la luz, consistía en un programa para reunir en un
solo y nuevo Estado-nación al menos catorce estructuras de dominación social diferentes. Por
consiguiente, y en contraste con el modelo propuesto por Oszlak, no se trataría de la emergencia
de un nuevo actor -el Estado nacional- que se va imponiendo sobre la sociedad civil, sino de una
nueva forma de organización central que se creó a partir de la convergencia de al menos otras
catorce formas que lo precedieron.
En resumidas cuentas, creer que la nación debe legítimamente existir es el paso inicial y
fundamental para que realmente exista es la fe de Juana de Arco. Desde luego, la solución política

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al dilema de la nación adquirirá mayor relieve después de 1853, cuando el vector constitucional
arbitre un nuevo pacto, esta vez de carácter transaccional entre las provincias en beneficio de un
orden político superior. Tal como advierte Daría Roldán, el mismo Alberdi en las Bases había hecho
referencia al fenómeno dando cuenta de la necesaria transformación del esquema de poder
interprovincial en un gobierno central. "¿Qué es la unidad o consolidaci6n del gobierno? Es la
desaparición, es la absorción de todos los gobiernos locales en un solo gobierno nacional", para
luego agregar: "Si el poder local no se abdica hasta desaparecer, se delega, al menos en parte,
como medio de existir fuerte y mejor".
Sin embargo, para 1853 la nación como entidad política era todavía un proyecto, legítimo,
por cierto, pero proyecto al fin. Su transformación en realidad requería consolidar un diseño
institucional que articulara catorce formas sociales autónomas o más o menos autónomas
(recordemos que existe antes y después de 1853 una constante interferencia mutua en los
asuntos políticos de otros estados-provincias, Y no sólo desde Buenos Aires).
Además de instituciones formales, la nación requiere de personas reales que las encarnen,
con capacidad de brindar recursos y servicios que permitan ser identificados como expresiones
concretas de tales instituciones por parte de quienes en teoría están sujetos a prestar su
obediencia. Si esta diversidad de órdenes sociales se debían integrar en uno solo, o al menos
articularse en un orden político unificado, los actores que ocupaban los lugares de preeminencia
en esos órdenes debían resignar sus roles protagónicos, o bien integrarse en un nuevo actor
colectivo que ocuparía los papeles centrales en el también nuevo orden de cosas.
Las facciones o partidos, como se solía llamarlos, toman parte en una intensa danza
política, con revoluciones, golpes de Estado, guerras, movilizaciones, luchas electorales, alianzas
circunstanciales, que fueron definiendo el lugar que cada participante del poder local-o aspirante a
participar- podía alcanzar en la nueva constelación política nacional Podría argumentarse que, en
la medida en que los actores alcanzaban a entrever el lugar que les cabria en el nuevo orden,
definían sus actitudes frente a él, lo que no podía eludir de ningún modo el componente popular
de la cultura política posrevolucionaria.
Algunos podían luchar para obtener un lugar de mayor importancia que el de sus rivales,
reconociendo la conveniencia, o la inevitabilidad, de un sistema con mayor centralización. Un
ejemplo sería la confrontación entre facciones que adhirieron a la conducción de Bartolomé Mitre
y otras que se le opusieron, y que terminarían vinculadas al Partido Autonomista Nacional (PA.'Ü
después de 1870. En tanto, otro tipo de liderazgos, a los que ya hemos hecho referencia (Peñaloza,
Varela), intuían que el nuevo orden no les deparaba lugar alguno de significado, sucumbiendo en
un enfrentamiento frontal. En algún caso, como el de Ricardo López Jordán (en el Entre Ríos
estudiado por Roberto Schmit), esta confrontación radical seguramente poco tenía que ver con la
falta de alternativas personales, sino con la opción por representar un orden que estaba siendo
sometido a una transformación radical, no sólo por los efectos de la guerra contra el Paraguay,
sino a causa de cambios en las formas de producción, derechos de propiedad, estructura fiscal,
que en conjunto habrá de reconfigurar las posiciones y funciones entre quienes antes lo habían
arbitrado.
Vale decir, la redefinición del orden político alteró las reglas de las luchas políticas
provinciales y los sectores de las viejas elites provinciales que mejor se adaptaron a ellas
encontraron un lugar preeminente en las nuevas estructuras políticas, en tanto los restantes se
vieron desplazados del protagonismo político, aunque pocas veces de la preeminencia social.
Además, las prácticas políticas fueron cambiando en el período en consideración en una
serie de etapas que, si bien coinciden en líneas generales con las presidencias fundadoras, no es
evidente que guarden relación directa con ellas. Salvo quizá por el hecho de que los conflictos que,
ante la ausencia de un sistema de legitimación del poder, las sucesiones presidenciales hacen

30
eclosionar, establecen los ritmos de estos cambios. Estas etapas no necesariamente coinciden con
las que pueden observarse en cada una de las provincias, aunque, desde luego, su mutua
influencia las hace en líneas generales coincidentes. Parte de esta interrelación está marcada por
el hecho de que cada cambio importante del panorama en el centro del poder
supraprovincial ..-.el reemplazo de la supremacía de la Buenos Aires de Rosas por el de la
Confederación urquicista de base entrerriana, su caída y el auge mitrista, el reemplazo de éste por
la alianza del autonomismo con diversas facciones del interior- suele ser aprovechado por las
facciones provinciales desplazadas del poder para buscar reposicionarse, con el apoyo del nuevo
poder erigido desde el centro político, edificado en un proceso de marchas y contramarchas con el
gobierno nacional con sede primero en Paraná y más tarde en Buenos Aires. No obstante, no
faltan ocasiones en que los anteriores ocupantes del control de la provincia se reposicionan con
éxito en la nueva situación.
El federalismo después de 1862 sin duda apelaba a tradiciones y dibujaba contornos, pero
muy lejos estaba de definir contenidos concretos, programas específicos y liderazgos políticos con
capacidad de coaligar las variadas interpretaciones federales abroqueladas en bastiones
territoriales provinciales. Más aún, para sus dirigentes más próximos a las elites provinciales
establecidas (y muchos de los que participaron o fueron apelados, en algún momento de esta
etapa, por manifestaciones del federalismo las integraban), buena parte de las medidas que
consideraban convenientes escasamente diferían con la agenda liberal diseñada por los
promotores del "progreso" y la "civilización".
Sin duda, quienes enarbolaron las banderas del federalismo después de 1862
reactualizaron y pusieron en marcha tradiciones políticas que mantenían vigencia por su capacidad
de movilizar acciones políticas colectivas en amplios sectores sociales. No obstante, esa potente
pervivencia de componentes identitarios federales no parece haber reunido requisitos suficientes
para hacer de ellos programas o proyectos políticos capaces de competir por fuera de los
liderazgos personales que representaban.
Vale decir, estamos frente a formas políticas que buscaban reinstaurar orden político-
social que la formación del Estado nacional estaba condenado a la obsolescencia. Y si los
argumentos de David Rack en el sentido de estas manifestaciones mostraron un oeste -La Rioja,
San Luis y con mucha más ambigüedad Mendoza y sobre todo San Juan- más proclive a
federalismo radical que el norte, podría entonces interpretarse que en las provincias el caudillismo
popular basado en una estructura de sentimientos que podríamos llamar "federal" -siguiendo a De
la Fuente- juega un papel de mayor importancia en el orden político-social. La Mendoza de los 60
estudia por Bragoni podría verse como la combinación de una resistencia de esta naturaleza por
parte de caudillos locales, y la confrontación entre facciones interacción con el nuevo centro, y no
en rechazo frontal a su conformación. En cualquiera de estos casos, y como advierte Gelman, la
guerra de la triple Alianza se erige como laboratorio formidable de la construcción del tema
político nacional no sólo con relación a la movilización de recursos e hombres sino ante todo en
cuanto parece haber dotado de herramientas y experiencias a favor del poder central.
Por su parte Urquiza, expresión máxima de esas elites federales estableas en su provincia,
a la vez que posible encarnación de la identidad federal hasta 1870, seguramente había captado
muy bien las circunstancias y necesidad de incorporar a Buenos Aires y sus sectores dirigentes en
el proyecto de nación. Parece así haber aceptado el lugar que el nuevo orden reservaba como líder
provincial y eventual actor privilegiado en el emergente juego político nacional. Ello explicaría sus
decisiones en estos años, modificaron el sistema político entrerriano "caudillista" que lo había
erigido en principal asignador de recursos y servicios sobre la base de una aceitada pirámide de
poder sostenida por los comandantes militares al activaban los servicios de guerra. De cara a esa
arquitectura política, federalismo urquicista no representaba una reacción en contra de un sistema

31
político que él mismo había contribuido decididamente a crear en una medida mucho mayor de lo
que sus rivales porteños y de otras provincia desearían reconocer, sino un elenco alternativo (o
sólo en parte alternativo), para ir constituyendo ese mismo sistema político.
Una imagen frecuente consiste en ver la de Mitre como la etapa de hegemonía porteña, y
la llegada de Nicolás Avellaneda al poder como la colonización del Estado central por las elites del
interior agrupadas en la mentada Liga de Gobernadores. El gobierno de Sarmiento -sintetizado en
la citada frase de "porteño en el interior y provinciano en Buenos Aires" no encuentra un lugar
cómodo en este esquema, Si bien este argumento no carece de fundamentos la experiencia
parece más compleja. Ya desde la década de 1850 a los liberales de Buenos Aires no les faltaron
aliados en el litoral y el interior y Mitre construyó su poder con la activa colaboración de no pocas
facciones que lo apoyaron desde diversas provincias. Su vicepresidente –que como se sabe, ocupó
la primera magistratura durante buena parte del período- había sido hasta no mucho antes
gobernador de Tucumán en la Confederación urquicista, y el Supremo Tribunal de Justicia
organizado por Mitre previó la inclusión de personal político de la Confederación dirigida por su
antiguo rival. Por otro lado, si bien tanto Sarmiento como Avellaneda eran hombres de provincia,
ambos llevaban largo tiempo insertos en la clase política porteña, habiendo ocupado ministerios
en esa provincia, antes de su acceso a las más altas magistraturas nacionales. Con todo el
predominio mitrista en el interior -sostenido por la malograda política de pacificación- se vio
constreñido a una constelación demasiado inestable de sistemas de alianzas interprovinciales: si
Santa Fe resultó decisiva para la guerra contra el Paraguay --de ahí salieron contingentes
milicianos movilizados por el gobierno local, a diferencia de Entre Ríos-' también era la principal
base de operaciones que permitía influir en 'Córdoba entendida por el mismo Mitre como la "llave
de acceso al interior".
La llegada de Sarmiento al poder no fue, por lo tanto, el fin de la hegemonía porteña, ni
tampoco su continuidad, como la imaginó Mitre. Sí fue, en cambio, la primera vez en que una
alianza de facciones de diversas provincias que a la postre, incluyó a la de la propia provincia de
Buenos Aires opuesta a Mitre- "hizo" un presidente a través del mecanismo electoral con el
decisivo apoyo de los jefes militares involucrados en la guerra internacional y del elenco de
oficiales aliados a Mitre -los "procónsules- dispersos en la geografía nacional, quienes sostenían
los gobiernos electores en las provincias. También implicó un cambio de signo político (vale decir,
de sistema de alianzas) más profundo del que sería frecuente en lo sucesivo, aunque es justo dar
cabida al argumento de Paula Alonso en el sentido de que el carácter elector de los gobiernos aún
después de 1880, era mucho menos absoluto de lo que con frecuencia hemos supuesto: la
imposibilidad de Mitre de imponer a su candidato en las elecciones presidenciales de 1868 sería
un anticipo de ello. En todo caso la nueva situación traía novedades para los agrupamientos
políticos del interior.
En Mendoza el rompimiento definitivo entre facciones mitristas y favorables a Avellaneda
esperaría a 1873 y aquí sí la intervención federal volcaría las cosas a favor de los partidarios de
Francisco Civit (aliado de Avellaneda) y en contra del clan de los G.onzález, alineados por entonces
con Mitre, junto con viejos federales. La búsqueda de revancha al año siguiente, en ocasión del
intento revolucionario mitrista de 1874, no solo no correría con mejor fortuna, sino que sellaría
por largo tiempo el equilibrio de facciones en la provincia. Ello, desde luego, no excluiría que
miembros de las diversas facciones de las elites locales siguieran participando del juego del poder
en el marco de diversas alianzas y alineamientos, aunque en posiciones secundarias a la espera de
recuperar la primacía perdida, como lo atestigua la inclusión de los gonzalistas entre los
revolucionarios provinciales de 1889 que impugnaron el poder de los Civit bajo la égida del
juarismo.

32
La experiencia de Mendoza, en este punto, sirve para marcar Ciertos cambios en la
situación más general. Si la llegada de Avellaneda a la presidencia no constituyó un vuelco del
poder al interior, o sólo lo fue en parte la derrota de Mitre en su intento revolucionario sí marcó
en cierto sentido un cambio de etapa. Además de un triunfo de facción, las victorias de José
Inocencia Arias y Julio Argentino Roca -sobre todo la primera-, así como las sucesivas derrotas de
Ricardo López Jordán en Entre Ríos, señalan el peso del nuevo actor militar, el ejército nacional, en
la definición de la política siempre sobre la base de la capacidad de movilizar guardias nacionales
en las provincias y, unido a ello, por incidir de manera decisiva en el sostenimiento de los
gobiernos provinciales afines al gobierno nacional.
Así, más que un desembarco del interior, y además de una nueva vuelta de tuerca en la
lucha facciosa, el triunfo de Avellaneda marcó la consolidación de un sistema político en el que se
integraban las situaciones provinciales, no sometiéndose a un centro sino constituyéndolo. La
presencia de la Nación en las provincias, entonces, no aparece como la penetración de un actor
ajeno que las va conquistando o sometiendo, sea éste Buenos Aires o un abstracto centro
nacional, sino más bien como la construcción de un conjunto de acuerdos y de instituciones que
las propias elites provinciales establecieron sobre la base de un ejercicio político empírico de
ensayo y de error, en el cual prevalecieron intereses de naturaleza variada, aunque sujetos a
instrumentos y mecanismos simultáneos implementados por los poderes locales como por los
representantes o comisionados del poder central Desde luego, este nuevo actor por ellas
constituido no deja de ganar autonomía y, al hacerlo, se la va restando a los juegos provinciales. El
acto final de este proceso, sin dudas, es la federalización de la ciudad de Buenos Aires. La gran
provincia deberá resignarse desde entonces a ser una más en el concierto de sus pares,
disminuyendo la preeminencia de la que había gozado desde 1820.
De igual modo, la "muerte de Buenos Aires" coincidirá no casualmente con el declive de
una forma de imaginar la república y la ciudadanía en los términos propuestos por Sabato, como
también exhibiría realineamientos entre políticos nacionales y provinciales basados en
intercambios materiales y simbólicos, los que distinguen incluso el comportamiento del PAN entre
1880 y 1892. Esa evidencia, construida a partir de la restitución de la naturaleza de los vínculos
políticos mantenidos en el período entre dirigentes de las catorce provincias argentinas, permite a
Paula Alonso postular que la dinámica del PAN exhibe una correspondencia directa a un sistema
político de partido hegemónico y esa razón la invita a postular -a diferencia d Natalio Botana- que
se trataba de una "política sin régimen".

 Ingrid de Jong, Las Alianzas Políticas indígenas en el período de la Organización


Nacional: una visión desde la Política de tratados de Paz (Pampa y Patagonia
1852-1880)

Introducción
Las décadas centrales del siglo XIX fueron el escenario de profundos cambios en los
vínculos entre las poblaciones indígenas de Pampa, Patagonia y la Araucanía y los Estados
nacionales de Argentina y Chile. La inserción más definida en los mercados internacionales y la
consolidación institucional y territorial de estos países redefinieron la significación que los
territorios indígenas, a ambos lados de la cordillera de los Andes, tendrían para los proyectos de
desarrollo económico de las clases dirigentes. Mientras el espacio fronterizo que en los últimos
doscientos años había canalizado las relaciones interétnicas en la Araucanía perdía vigencia, en las
Pampas los planes de expansión ganadera entraban en contradicción con la presencia indígena en
estos territorios y aún más con la actividad maloquera de muchos de estos grupos.

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Desde el estado argentino, la ocupación efectiva de los territorios indígenas y el
sometimiento militar de estos grupos fue concibiéndose como la única alternativa viable para
controlar a una población indígena en la que se reforzaban los rasgos de “salvajismo” y amenaza a
la “civilización”. Paradójicamente, durante este período la actividad diplomática entre el gobierno
nacional y los grupos indígenas fue más extendida e intensa que en épocas precedentes. Los
tratados de paz –propiciados por el estado y buscados activamente por los caciques– canalizaron
gran parte de las relaciones de frontera en las últimas tres décadas previas a la ocupación.

Capítulo 4: Políticas indígenas y estatales en la frontera sur


1.La sociedad indígena en Pampa y Patagonia en el siglo XIX

La llamada “frontera sur” con el indígena en el actual territorio argentino –un amplio arco
que se desplegaba desde el sur de la actual provincia de Mendoza en la cordillera de los Andes,
pasando por las actuales provincias de San Luis, Córdoba y Santa Fe, atravesando de norte a sur la
provincia de Buenos Aires hasta desembocar en el Atlántico– constituyó un espacio de interacción,
confrontación e influencias recíprocas entre indígenas y blancos desde los primeros momentos de
ocupación colonial.
En este fenómeno de larga duración que fue el complejo fronterizo1 de la Araucanía y las
Pampas, la dinámica principal parece haberse vinculado especialmente a la participación de la
población indígena como intermediarios comerciales de ganado entre las Pampas y la Araucanía.
Estas redes comerciales indígenas se expandieron y redimensionaron a partir de los intercambios a
los que daban lugar los centros coloniales en Chile y el Río de la Plata, confluyendo y canalizando
las importantes transformaciones económicas, políticas y étnicas que involucraron a las
poblaciones indígenas y cristianas a lo largo de los siglos XVIII y XIX.
Hacia la segunda mitad del siglo XVIII, agotado el ganado libre o “cimarrón” que había
proliferado en las pampas durante gran parte de la etapa colonial, este circuito regional de
comercio de ganado comenzó a abastecerse de los animales criados en las estancias de frontera.
Los “malones” –invasiones dirigidas a saquear el ganado de estos establecimientos– devinieron en
una empresa económica que podía convocar la acción conjunta de diversos líderes indígenas y de
distintas parcialidades étnicas de ambos lados de los Andes. Estas redes comerciales, en las que se
intercambiaban animales y otros productos como sal y textiles a cambio de aguardiente, tabaco y
metales, impulsaron una creciente presencia araucana en las pampas e intensificaron sus
relaciones con los grupos y parcialidades de Pampa y Norpatagonia.
En las primeras décadas del siglo XIX este complejo fronterizo sufrió el impacto de los
procesos independentistas. El desarrollo de la “Guerra a Muerte” en Chile (1819-1821) influyó
profundamente en las relaciones que ligaban a la Araucanía con las Pampas. Los enfrentamientos
entre “patriotas” y “realistas” en territorio chileno involucraron a los distintos sectores indígenas y
se trasladaron al escenario pampeano, intensificando los saqueos en las fronteras y la migración
de contingentes de composición étnica y política heterogénea que, o bien respondían a las
facciones en pugna o aprovechaban la oportunidad de hacer sus propias incursiones comerciales.
Desde esta visión, la institución del cacicazgo en la frontera sur de mediados del siglo XIX
se caracterizaba por el ejercicio de una “autoridad” en la cual participaban altas dosis de
legitimidad. En este sentido, si bien la legitimidad –por oposición a la fuerza– forma parte en
mayor o menor grado de todo apoyo político, la diferencia en el caso de estas sociedades
segmentales está en el carácter obligatorio del consenso para poder llevar a la práctica una tarea
de gobierno. En una sociedad de este tipo no podía concebirse la obediencia a un líder sin mediar
compromisos previos de parentesco o reciprocidad, ya que éste no tenía ninguna posibilidad de
obtener por la fuerza el consentimiento de toda o una parte de su parcialidad. Las pautas de

34
legitimidad indígena para la toma de decisiones comprendían procedimientos específicos, tales
como los parlamentos, que mantenían la actividad deliberativa y decisional en el ámbito de la
comunidad, dejando al cacique la responsabilidad ejecutiva y organizacional. El cacique podía
influir en las decisiones pero mediante su capacidad de persuasión, por la práctica de la oratoria y
por el prestigio acumulado en base a sus actuaciones como líder guerrero o como negociador con
el estado; es decir, “el líder no podía obrar por cuenta propia o dar órdenes legislativas. Debía
convencer”. Puede postularse así una relación intrínseca entre estos liderazgos, en los que el
acatamiento y el reclutamiento tenían una base voluntaria, con las características segmentales de
estas sociedades, en tanto los “mocetones”, “conas” y “capitanejos” obedecían al cacique que más
bienes conseguía, pero nada impedía otorgar su obediencia a otro cacique si la diferencia era
significativa. Los liderazgos eran así susceptibles de dinámicas con tiempos fuertes y débiles por lo
que no podemos pensar en procesos unidireccionales de concentración del poder.
Delrio y Ramos, por ejemplo, han mostrado que el campo de la performance política
indígena fue bastante más complejo. Analizando el “parlamento” como mecanismo de articulación
política, los autores destacaron el funcionamiento de espacios sociales que impugnan “tanto los
límites de las fronteras bi-nacionales como aquellos impuestos por gran parte de la explicación
etnológica”. Los parlamentos daban lugar en ocasiones a reuniones multiétnicas que vinculaban
grupos de territorios distantes, configurando espacios donde se fortalecían circuitos de
información y alianzas entre grupos y caciques, en los que podían tomarse decisiones políticas con
performatividad sobre las relaciones entre los grupos originarios y con la sociedad criolla.
Ante estas posiciones, que tienden a presentarse como imágenes polarizadas, creemos
necesario enfocar este período atendiendo a las relaciones políticas, sus dinámicas, los
instrumentos e instituciones involucrados, e intentar una reconstrucción que esté dispuesta a
dejar de lado posturas o conductas monolíticas, tanto sobre la sociedad indígena como del estado
nacional.
En el marco pampeano patagónico el papel de la diplomacia comenzó a ser tratado por
trabajos de diversas características, entre los que rescatamos aquellos que insertan estas prácticas
diplomáticas en dinámicas de relación bélico-pacíficas que caracterizaron las relaciones con los
indígenas durante el período colonial. Para Lázaro Ávila, por ejemplo, los acuerdos pacíficos
viabilizaron la creación de “ámbitos de consenso”, en los que instituciones como el parlamento, la
junta y el tratado fueron instrumentos y espacios para la resolución de conflictos entre ambas
sociedades. Entre las sociedades indígenas, donde el poder político estaba fragmentado y no cabía
la imposición coercitiva, el parlamento constituía ya desde tiempos prehispánicos el recurso para
tomar decisiones ante problemas que afectaban a diversas unidades sociopolíticas.
Otros trabajos han tenido la virtud de enfatizar este vínculo entre el tratado –como la
instancia de la negociación– con el malón –como el momento de conflicto militar– poniendo en
relevancia que los objetivos de muchos de los malones o ataques a la frontera se dirigían a crear
las condiciones para la negociación o cambiar la estructura de las relaciones con el mundo colonial
(Crivelli Montero 1991). La lógica de “hacer la guerra para negociar” permite explicar el sentido de
algunos malones indígenas. Así, pueden diferenciarse los “malones políticos” –que buscaban crear
un efecto en el orden de las relaciones entre indígenas e hispanocriollos– de los “malones
económicos”, cuyo objetivo se restringía a la apropiación de ganado. En este camino, creemos que
los primeros deben considerarse una forma de acción política que complementó e interactuó con
las prácticas diplomáticas, prolongando así aspectos que ya eran propios de las prácticas sociales y
políticas indígenas en las Pampas y la Araucanía. El weichán, la guerra propiamente dicha, que
requería la confederación de varias unidades autónomas lograda bajo acuerdos ritualizados en
parlamentos, podría así asimilarse a lo que llamamos “malones políticos”, mientras que los
malones –en la que un grupo de aliados concertaba esfuerzos para llevar adelante una incursión,

35
sin que fuera necesario una instancia previa de legitimación– podrían considerarse como “malones
económicos”.
2. El negocio pacífico de indios

La dinámica de las relaciones interétnicas en las fronteras pampeanas cambia


notoriamente en las primeras décadas del siglo XIX, y esto tiene que ver con al menos dos
elementos novedosos de las fuerzas estatales criollas: en primer lugar, se definirá cada vez más
claramente la intención de avanzar sobre las tierras indígenas; en segundo lugar, se iniciará un
proceso de segmentación entre fuerzas políticas blancas que terminará involucrando a las fuerzas
indígenas. La captación de apoyos indígenas se tornará un factor estratégico de estas luchas
faccionales (Bechis 1998; Quijada 2002), y uno de los principales instrumentos utilizados para ese
fin serán los tratados de paz.
La influencia que esta participación ejerce en la configuración de unidades políticas
indígenas y sus relaciones internas puede rastrearse ya en la primera mitad del siglo XIX, bajo el
“negocio pacífico de indios” desarrollado por Juan Manuel de Rosas a lo largo de su prolongado
gobierno (1829-1832 y 1835-1852). La práctica de negociar con caciques, otorgar regalos y facilitar
intercambios comerciales, propia de las políticas borbónicas, fue sistematizada por Rosas bajo
acuerdos que fortalecieron a algunos grupos como “indios amigos” del gobierno. Estos acuerdos
permitieron disponer un nuevo orden de relaciones sobre el convulsionado campo político
indígena, alterado por la migración a las pampas de guerreros indígenas y no indígenas
enfrentados por la Guerra a Muerte, por una parte, y la ocupación de tierras indígenas más allá del
río Salado, por otra.
Tales tratos aseguraron las fronteras de las incursiones de grupos provenientes del oeste
cordillerano, desarticulando la configuración de alianzas indígenas que resultaba amenazante para
los habitantes fronterizos y que impedía el avance poblacional hacia el sur del Salado.
El “negocio pacífico de indios” desarrollado hasta 1852 tuvo como efectos indirectos la
expansión e intensificación de las alianzas indígenas, principalmente a través del aumento del
prestigio político de este jefe salinero, quien en función de sus tratos con el gobierno habría
ejercido un rol disuasorio de los ataques de otros grupos, canalizando al mismo tiempo el flujo de
los recursos recibidos en forma de raciones hacia otros mercados indígenas y no indígenas de las
pampas y la Araucanía. El control de abundantes recursos en sal para comerciar y una hábil
diplomacia que combinaba la recepción de raciones con excursiones de saqueo de ganado sostuvo
a Calfucurá en el comercio con distintos grupos chilenos al mismo tiempo que colaborando en el
mantenimiento de una relativa paz en las fronteras (Jong/Ratto 2008).

Capítulo 5: Conflicto y diplomacia en la Frontera durante la Organización nacional

1. El Estado en la frontera sur

Enmarcado por la caída del gobierno de Juan Manuel de Rosas en 1852 y el ascenso de
Julio Argentino Roca a la presidencia en 1880, el período de “organización nacional” o de
“consolidación del estado-nación argentino” refiere para muchos historiadores a una etapa de
unificación política que acompañó a la inserción definitiva del país en el mercado capitalista
moderno.
Sin embargo, la resistencia de las formas tradicionales de organización social y ejercicio del
poder persistió durante gran parte de este período. Las presidencias de Bartolomé Mitre (1862-
1868) y Domingo Sarmiento (1868-1874), pero también la de Nicolás Avellaneda (1874-1880)
debieron enfrentar numerosas rebeliones provinciales por la defensa de sus autonomías,

36
amenazadas por la creciente centralización del poder en un estado nacional que a sus ojos se
confundía con el propio estado de Buenos Aires (Oszlak 2004). Estas guerras de “montonera” y la
guerra contra el Paraguay, en la que Argentina participó junto a Brasil y Uruguay (1865- 1870)
constituyeron, junto con las fronteras “interiores” con los indígenas de las pampas y el Chaco, los
tres frentes de conflicto a los que tuvo que atender –sucesiva y a veces simultáneamente–, este
estado-nación en proceso de “consolidación”.
Sabemos que en el espacio de las relaciones de frontera no sólo se producían prácticas de
control sobre el indígena sino también sobre la población marginal subalterna. La violencia social y
la coerción estatal se vinculaban así a la resistencia que se desarrollaba desde sectores no
indígenas hacia el orden que el estado nacional buscaba imponer en estos ámbitos. Fue frecuente
que estas resistencias se expresaran en movimientos étnicos y políticamente mestizados, como lo
fue la activa participación de las fuerzas indígenas ranqueles en el apoyo a los movimientos de las
“montoneras” contra el estado central.
Las autoridades militares, dependientes del ejecutivo nacional, estaban representadas por
los jefes y comandantes de frontera, que durante el mandato de Bartolomé Mitre fueron oficiales
vinculados al partido liberal –o bien personajes locales adherentes a su política a los que se
confirió grados militares– que hallaron en estos espacios un amplio margen para consolidar su
poder personal y capitalizar a su favor la autoridad otorgada por el gobierno nacional.
La defensa contra el indio se organizaba bajo “una ineficacia calculada” (Halperín Donghi
2005: 128; Peña 1975; Jong 2008) para aumentar los lucros de quienes la controlaban. No fueron
pocas las denuncias sobre la corrupción en la administración de las partidas para la alimentación,
armamento y racionamiento de las tropas, guardias nacionales e indios amigos por parte de
proveedores y oficiales del ejército. Al controlar las condiciones de reclutamiento y obediencia de
la población rural y concentrar las relaciones con los indios amigos, los jefes de frontera disponían
de un amplio margen de manipulación política.
La negociación y los pactos diplomáticos adquirieron en la política estatal de fronteras el
peso estratégico que suplía el escaso número y formación del ejército nacional. Indudablemente,
al mismo tiempo, formaron parte de una estrategia indígena en las fronteras en la que la práctica
de los tratados había rendido buenos frutos.
La asimilación y el exterminio formaron parte de una amplia gama de posiciones sobre la
cuestión indígena, cruzadas por intereses regionales y pertenencias políticas. Los diversos
“diagnósticos” y “soluciones” del “problema de las fronteras” constituyeron materia susceptible
de manipulación, en los cuales encontraron espacio disputas y enfrentamientos nacidos en otras
arenas de conflicto. Una de aquellas se vinculó al uso futuro de la tierra y el perfil de la estructura
de propiedad que caracterizaría los territorios a ocuparse. Como bien lo muestra el debate por la
Ley de Tierras Públicas de 1875, los sectores que promovían la agricultura como base del
desarrollo productivo pampeano alentaban la subdivisión de la tierra para favorecer la pequeña
propiedad y la colonización, viendo en estas medidas un camino para la extensión progresiva de
las fronteras. También concebían para las poblaciones indígenas una inserción futura como
pequeños productores, pero era descartada por aquellos que defendían el desarrollo ganadero
con base en la gran propiedad, quienes, restando importancia a las acciones de colonización,
postulaban la necesidad de una solución militar al tema indígena.

2. “Entretener la paz para avanzar las fronteras”: la década e 1860

Los primeros pasos en la política de tratados de paz pos-rosista fueron dados por el
gobierno de la provincia de Buenos Aires, luego de las derrotas militares sufridas por el Ejército de
Operaciones del Sud a manos de las fuerzas aliadas de Calfucurá y Catriel en el año 1855. Se volvía

37
necesario reestablecer las relaciones pacíficas con aquellos sectores indígenas que
tradicionalmente habían acordado con Rosas en la frontera de Buenos Aires y restar así el apoyo
indígena a Calfucurá, cuya convocatoria estaba siendo capitalizada por la Confederación de
Provincias. Se comienza entonces por recuperar las relaciones con el principal referente de los
grupos amigos del sur de la provincia, Juan Catriel, a quien se le ofrece un tratado de paz que le
permitía retornar a sus tierras y que incluía su nombramiento como “Cacique Mayor y
Comandante General de las Pampas”, con sueldo mensual, grado de general y uso de charreteras
de coronel. Juan Catriel, cuyo padre –Catriel el Viejo– ya había entrado en tratos pacíficos con el
gobierno bonaerense en 1827, miraba con preferencia la opción de volver a vivir en la frontera. Su
retorno a las tierras cercanas a Azul es acompañado en los años inmediatos por otros grupos y
caciques emparentados que se ubican en las tierras cercanas de Tapalqué, engrosando así un
núcleo de población indígena que superaba ampliamente a los cristianos de estas localidades
Los esfuerzos de Buenos Aires se dirigieron asimismo a captar el apoyo de caciques
ranqueles más cercanos a las fronteras de San Luis y Córdoba, que se hallaban bajo tratados con
Urquiza. En 1858 se entrega una copia del tratado realizado con Yanquetruz al unitario Baigorria,
líder de los ranqueles, para invitarlo a entrar en tratos similares. Si bien no prosperan
inmediatamente, estas tratativas tienen sus resultados a largo plazo, cuando el cacique Ignacio
Coliqueo, hasta el momento seguidor de Urquiza, inclina su apoyo al Estado de Buenos Aires,
asentándose en la frontera oeste y constituyendo desde entonces uno de los principales caciques
“amigos” del período. Este cambio de alianzas de quien había sido cacique segundo de la
Confederación Indígena parece haber repercutido directamente en la conducta de Calfucurá,
quien a través de la intermediación de Catriel con el Comandante de Azul, acuerda en 1861 un
tratado de paz que lo compromete, nuevamente como “aliado”, a no atacar las fronteras de
Buenos Aires y a alertar sobre invasiones.
Estos cambios en el alineamiento de las alianzas intra e interétnicas resultantes del
retorno de la política de tratados no implican necesariamente una ruptura definitiva de relaciones
entre los sectores indígenas previamente confederados por Calfucurá.
La presidencia de Bartolomé Mitre (1862-1868) se inicia así bajo un panorama de
expansión de vínculos “pacíficos” con los principales sectores y caciques indígenas de la Pampa y
norte patagónico. Se había retomado una política que había dado pruebas de su efectividad en la
época de Rosas y que ya constituía un método de negociación política conocido por ambas partes.
Establecidos los tratados con lo principales representantes indígenas, el gobierno de Mitre
continúa esta política apuntando a extender la oferta de tratados a nuevos caciques de menor
jerarquía o situados en territorios más alejados de la frontera.
Las alianzas que estableció el emergente gobierno nacional fueron tomando así la forma
de una red, en la que algunos caciques destacados por estas relaciones funcionaron como
intermediarios para sumar a nuevos aliados, hasta cubrir gran parte del mapa político indígena.
Los principales caciques amigos en las fronteras serán actores fundamentales de las relaciones
entre el gobierno y los indios de “tierra adentro”. Juan Catriel y luego su hijo Cipriano, desde la
zona de Azul y Tapalqué; Ancalao desde Bahía Blanca, Coliqueo en las cercanías de Bragado, en el
oeste bonaerense, y Linares en Patagones ocuparon un espacio político ambiguo y fluctuante,
obteniendo compensaciones por su apoyo militar en defensa de las fronteras, constituyendo
emisarios imprescindibles en las negociaciones con los indios de tierra adentro. Estos caciques
fungieron como intermediarios diplomáticos, estrategia que demuestra que los agentes del
estado conocían las redes de afinidad y competencia entre los segmentos de la población
indígena, y que apuntaban a influir en las mismas. En este sentido, había por parte del gobierno
una intención clara de disminuir y fragmentar las fuerzas reunidas bajo los caciques más
poderosos. En palabras de Juan Cornell, teniente a cargo de las “tribus amigas”: Es de presumirse,

38
Sr. Ministro, que a estos caciques se seguirán otros con iguales demandas que a primera impresión
se tendrán en vista los gastos enormes que considerados serán nada en proporción de lo que se
gana entreteniendo la paz mientras se va conquistando la tierra, que se hace útil formando
pueblos y aumentando la riqueza del país. Por eso es que yo juzgo que está en los intereses
generales de la Nación y principalmente en los del Gobierno de la provincia de Buenos Aires el
admitir la separación e independencia de cada uno de los caciques del dominio de un Jefe
principal sea Calfucurá u otro para atraerlos a ser súbditos del Gobierno nacional aunque para ello
sea preciso hacer algunos gastos de más de los que se hacen.
De esta manera, mientras que en función de estos tratados algunos grupos fueron
perfilándose como sectores de población con una más clara demarcación territorial y con
representantes políticos más jerarquizados y estables, en el caso de Calfucurá registramos un
impacto diferente. El ingreso a los tratados de paz significó para este líder indígena un
desgranamiento de su jefatura, la separación de sus caciques más importantes y cercanos, que
independizaron de éste sus “negocios” con el gobierno. Probablemente porque las raciones
acordadas en el tratado con Calfucurá eran notablemente menores a las percibidas durante el
período rosista,24 los “tiempos de paz” parecen haber limitado su autoridad como líder en gran
escala y, hasta cierto punto, haberla condicionado en relación a sus caciques aliados más
inmediatos.
En forma paralela a esta oferta de tratados, que continuó activa durante el resto de la
década, fueron perfilándose desde el estado diversas acciones de avance fronterizo. Ya en 1864 el
general Wenceslao Paunero elabora a pedido del Ministerio de Guerra y Marina dos proyectos de
avance fronterizo que suponían la ocupación de las tierras de asentamientos de salineros y
ranqueles y su expulsión a la margen sur del río Negro.25 A mediados del mismo año se dispuso la
creación de un nuevo fuerte –el “9 de Julio”– en la frontera del oeste bonaerense y en 1865 la
expansión de la línea de fortines sobre diez nuevos distritos.
En los años siguientes se va definiendo en el ámbito legislativo el camino para la
ocupación definitiva del territorio indígena: en 1867 fue sancionada la Ley 215 de adelantamiento
de las fronteras hasta el río Negro.26 Sin embargo, los intentos de concretar este objetivo serán
parciales e intermitentes a lo largo de los siguientes diez años. Ello se vinculó, entre otros factores,
a los diversos frentes de conflicto, entre ellos las montoneras y levantamientos provinciales que se
sucedieron hasta 1876 y la Guerra del Paraguay (1865-1870), que implicaron el desplazamiento de
los recursos militares de las fronteras. Por ello, creemos que es posible entender la política de
tratos pacíficos mantenida por el estado nacional como una práctica que integró y sostuvo los
proyectos de avance fronterizo.
Volvemos así a la concepción expuesta por Cornell acerca del objetivo de “entretener la
paz” con los tratados, mientras “se va conquistando la tierra”. El uso de los tratados de paz como
medios diplomáticos no implicó necesariamente que estos representaran el horizonte a alcanzar
en la relación con los indígenas. De hecho, veremos que la negociación y firma de tratados se
prolongará hasta las vísperas mismas de la conquista militar del “desierto”, acompañando los
avances fronterizos qu precedieron esta campaña: entre ellos la fugaz ocupación de la isla de
Choele Choel en 1868, el avance de las fronteras de Buenos Aires a cargo del Ingeniero Czetz en
1869, la nueva expedición a Choele Choel en 1870, la expedición de Ignacio Rivas a Salinas
Grandes en 1874 y la ocupación de Carhué y la fundación de los fuertes de Puán, Guaminí y
Trenque Lauquen por el ministro de Guerra Adolfo Alsina en marzo de 1876. Estas medidas fueron
impuestas –en tanto no se derivaron de una negociación con los ocupantes de estas tierras– y
efectuadas en contra de los declarados intereses de los caciques y grupos indígenas con los que se
mantenían tratados.

39
De esta manera, hacia fines de la década de 1860 gran parte del mapa político indígena en
Pampa y Patagonia se hallaba bajo acuerdos pacíficos, manteniendo relaciones comerciales y
recibiendo raciones desde diversos puntos de la frontera. Una población cada vez más importante
de indios amigos facilitaba –no sin conflictos– el proceso de ocupación de nuevos territorios
realizados por pobladores y militares. Sólo algunos de estos sectores reaccionarían ante los
avances de frontera, pero su capacidad de resistir por la fuerza o la negociación de este proceso
de ocupación sería cada vez más limitada. Veamos qué dinámicas se producen a partir de este
proceso de ofensiva territorial del estado y de resistencia indígena.
En esta coyuntura se pone en evidencia las potencialidades de competencia y alianza que
se mantenían aún en latencia en el mapa político indígena. El conflicto provocado por la
suspensión de raciones y el apresamiento de los comisionados de Calfucurá parece haber sido
reorientado por los jefes indígenas y las autoridades militares de frontera hacia la continuidad de
los tratos pacíficos. Pero este acuerdo requirió la demostración de fuerza de Calfucurá y sus
principales aliados, los indios cordilleranos movilizados por Reuquecurá, algunos caciques
ranqueles y el apoyo implícito del cacique “amigo” Juan Catriel.
Pero la paz convenida con los caciques salineros y cordilleranos a fines de 1866 volverá a
entrar en crisis a mediados de 1868, cuando el presidente Mitre dispone la ocupación de la isla
Choele Choel –punto central en el recorrido de los ganados comercializados hacia Chile– con
fuerzas dirigidas por el comandante Julián Murga, de Carmen de Patagones. Esta medida preveía
la creación de una línea de ocupación que se extendería por el río Colorado hasta la Cordillera
(Raone 1969: 24). La reacción de los salineros fue inmediata: Barros transcribe algunas de las
cartas enviadas por Calfucurá y su sobrino Bernardo Namuncurá, anunciando que se había
mandado llamar nuevamente a las fuerzas de Reuquecurá en su apoyo, aclarando que “si se
retiran de Choele-Choel no habrá nada y estaremos bien, pero espero usted me conteste y me
diga de asuntos de los señores ricos y jefes y del señor gobierno” (Barros 1975: 79-80). En abril de
1869, Calfucurá reitera su amenaza, anunciando el inminente arribo de su hermano Reuquecurá
con 3.500 lanzas. El cacique también anuncia los éxitos militares de los caciques arribanos
Quilapán, Calfucoi, Marihual y Calfuén contra el ejército chileno, y los planes de éstos de cruzar la
Cordillera con 3.000 de sus guerreros. Estas no pasaron de ser amenazas de invasión, en parte
porque el recién electo presidente Sarmiento había decidido retirar las tropas de la isla.
La presidencia de Sarmiento (1868-1874) reforzará los objetivos de ocupación territorial y
alentará un uso más pragmático de la política de tratados. El ministro de guerra Martín de Gainza
elabora un nuevo plan de avance sobre los cuatro puntos centrales de abastecimiento de pastos y
aguadas en las pampas: Choele Choel, Salinas Grandes, Leuvucó y Poitahue, teniendo como
objetivos centrales el sometimiento de salineros y ranqueles. El plan incluía el avance de columnas
desde Mendoza y la frontera oeste bonarense, con el apoyo de las indiadas mansas de Ancalao en
Bahía Blanca. Contaba también con la presencia del cacique huilliche “chileno” Lemunao, que por
un tratado de paz firmado en 1869, se encontraba instalado en las cercanías de la isla. Este tratado
–que revela la intención del gobierno argentino de intervenir sobre las conexiones salineras con
los huilliches del sur de la Araucanía– adjudicaba al cacique Lemunao terrenos en “El Chichinal” –a
veinte leguas de la isla Choele Choel–, encargándole la vigilancia del paso y el aviso de cualquier
intento de invasión. Se lo condicionaba asimismo a no reconocer ningún dominio ni autoridad en
los caciques Calfucurá y Reuquecurá, ni en ningún otro cacique natural del país, o de Chile,
considerándolos en adelante “súbditos argentinos” (Levaggi 2000: 427-433).
A la vez que se intenta incorporar más caciques a los tratados, el cumplimiento de los
mantenidos con los salineros se debilita y las raciones comienzan a demorarse. Similares
restricciones alcanzan también a los indios amigos de Coliqueo y Catriel en la frontera oeste y sur
(Hux 1991). A mediados de este año se inicia un nuevo adelantamiento de la línea de fronteras con

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una nueva línea de fortines que unía el sur de Córdoba y Santa Fe con el oeste y sur de Buenos
Aires, privando a los indios de las principales aguadas que servían de puntos de apoyo en sus
invasiones. 37 Esta operación fue paralela al adelantamiento de la línea de fronteras realizada en
Córdoba, desde el río Cuarto al río Quinto, sobre territorio ranquel. Lucio V. Mansilla, comandante
de Río Cuarto, promueve en 1870 un tratado con los caciques Mariano Rosas y Baigorrita,
buscando obtener el consentimiento indígena sobre este avance territorial y evitar las posibles
represalias.

3. Éxitos y fracasos de una estrategia diplomática: la década de 1870

Una vez finalizada la guerra del Paraguay, las relaciones entre el estado y los distintos
sectores del campo indígena comenzaron a divergir notoriamente: hacia la confrontación en
algunos casos y hacia la consolidación de las relaciones basadas en acuerdos de paz, en otros. Ello
será más significativo en la medida en que en esta década el estado intenta concretar los objetivos
de expansión territorial dispuestos por la Ley 215 de 1867. Desde algunas jurisdicciones se
continuaron extendiendo con éxito las redes diplomáticas hacia nuevos sectores indígenas.
Mientras se consolidan los vínculos pacíficos con caciques cordilleranos y del sur del río
Negro, las relaciones con salineros y ranqueles bascularán entre procesos de negociación y
ataques a las fronteras. Aunque con demoras en la entrega de las raciones, el tratado firmado por
el cacique Baigorrita con el gobierno nacional en 1872 inicia un período de paz entre los ranqueles
y las jurisdicciones del sur de Córdoba hasta 1878 (Tamagnini/Pérez Zavala 2002). Sin embargo,
este período pacífico sería acompañado de importantes conquistas por parte del estado en la
ocupación de la frontera de Córdoba. De hecho, desde 1865 los sucesivos tratados de paz con los
ranqueles (1865, 1870, 1872 y 1878) favorecieron no sólo el aislamiento progresivo de los
principales caciques ranqueles de fuerzas provinciales opuestas al gobierno central y grupos
salineros, sino su fragmentación interna, expresada en la acción independiente de sus dos
principales caciques. En el caso de los ranqueles, el carácter de desigualdad que adquieren
progresivamente los tratados con los blancos se expresa en la consolidación de avances
territoriales paulatinos de la frontera, en el incremento de las rivalidades entre caciques
principales y capitanejos, y en el posterior debilitamiento que significó para el poder de los
principales caciques el tránsito de algunos capitanejos a reducciones de frontera.
En marzo de 1870 el comandante de la frontera de Bahía Blanca, José O. Llano, avanza
sobre los campos de Cañumil –cacique cercano a Calfucurá e instalado desde fines de 1865 en
Bahía Blanca–, acusándolo de robo de ganado. Más de setenta lanceros son muertos, el cacique y
la tribu apresados y el ganado saqueado. Calfucurá exige la liberación de Cañumil y el reemplazo
del comandante Llano, denunciando que este comandante de frontera impedía la entrega regular
de las raciones. Estas exigencias no son satisfechas sino hasta después que Tres Arroyos y Bahía
Blanca son atacados en sendos malones de los salineros con una fuerza de 2.000 lanceros (Rojas
Lagarde, en Hux 1991: 89).
Estas situaciones de confrontación muestran que la invasión en gran escala –como acción
o como amenaza– seguía formando parte de la estrategia de Calfucurá. Pero en el campo posible
de alianzas ya no se contaban todos los grupos que habían estado presentes en la Confederación
Indígena de 1855.
Luego de los golpes a Tres Arroyos y Bahía Blanca, Calfucurá intentará reestablecer el
diálogo diplomático para “estar de amigo con mi Gobierno que me sirve en muchas cosas para
sostener mi indiada”.46 El nuevo comandante de Bahía Blanca, Julián Murga, responderá a estas
propuestas apuntando a cambiar prisioneros hechos en las últimas invasiones, prometiendo la
próxima firma de un nuevo tratado de paz. Sin embargo, los partes militares revelan que el

41
objetivo era ganar tiempo hasta reunir recursos e información para avanzar sobre sus tolderías.47
Paralelamente, el senado nacional había votado ya a favor la adjudicación de dos millones de
pesos para el cumplimiento de la Ley 215 de avance de las fronteras (Hux 1991: 88).
A fines de 1871, los partes militares difundían el rumor acerca de que Calfucurá estaba
reuniendo 2.000 hombres, entre ellos a grupos provenientes de Chile, para atacar las fronteras. Al
mismo tiempo desde el ministerio de Guerra se impartía la orden de ocupar nuevamente el punto
de Choele Choel. Seguramente ambos acontecimientos motivaron, en marzo de 1872, el ataque de
3.500 lanceros en confederación, compuestos por caciques salineros, contingentes cordilleranos
de Reuquecurá, indios “chilenos”, ranqueles y hasta las tribus amigas de Raninqueo y Tripailao,
sobre las localidades de Alvear, 25 de mayo y 9 de Julio, en el que saquearon 200.000 cabezas de
ganado y cautivaron a 500 personas (Hux 1991: 91). Este fue el último y más terrible ataque
comandado por Calfucurá, que probó el alcance de su convocatoria en el espacio araucano y
pampeano.
También las líneas de fragmentación de sus alianzas se expresarían en esta coyuntura. Las
fuerzas del ejército nacional salieron al encuentro de las fuerzas indígenas, enfrentándolas en la
batalla de San Carlos. Las fuerzas del ejército nacional, notablemente inferiores en número,
lograron imponerse gracias al apoyo decisivo de las tropas de indios amigos que mantuvieron su
apoyo al ejército nacional, aún cuando a partir del giro ofensivo de la administración fronteriza,
habían comenzado a sentir no sólo la falta de raciones y el aumento de cargas militares, sino que
eran objeto de represiones bajo la sospecha de “rebelión”. En la batalla, junto a las tropas
nacionales, participaron activamente 250 indios de Coliqueo y 800 indios de Catriel, además de
lanceros de Chipitruz y Manuel Grande.
Desde el último tercio de 1874, con el inicio del gobierno de Nicolás Avellaneda y la
gestión de Adolfo Alsina como ministro de Guerra, se inicia un plan de avance de fronteras por
etapas, dando prioridad al equipamiento de los soldados y la consolidación de las líneas
fronterizas de avanzada mediante la construcción de potreros y alfalfares que aseguraran la
disposición de caballadas. El ministro proponía el avance sobre los puntos fronterizos de Italoo,
Trenque Lauquen, Guaminí y Puán, disminuyendo en 186 km la línea anterior de fronteras hasta
Bahía Blanca e integrando 56.000 kilómetros cuadrados a la producción agrícola. Esta nueva línea
de avanzada estaría protegida por una zanja defensiva que impediría el paso de los arreos en caso
de que los indígenas penetraran a invadir.
Respecto de los indios amigos, este plan implicaba integrar a los indios catrieleros como
miembros de la Guardia Nacional y enviarlos a realizar tareas de vigilancia en la nueva frontera. Un
nuevo tratado ofrecido a Juan José y Marcelino Catriel a fines de 1875 complementaba estas
medidas, proponiendo el abandono de sus asentamientos en Azul y el traslado de la tribu hasta la
avanzada de fortines, además de su incorporación formal a las fuerzas militares y el uso de
uniforme. Aunque este tratado fue firmado, el levantamiento de los catrieleros a los pocos días
demuestra el rechazo a estas medidas. El 26 de diciembre de 1875 los lanceros de Catriel,
abandonando para siempre sus tierras en Azul, se unen a las fuerzas de Namuncurá, Pincén,
Baigorrita y otros grupos provenientes de Neuquén y Chile. Esta invasión fue devastadora, con
gran cantidad de muertes y cautivos y el robo de cerca de 300.000 cabezas de ganado.
Se había mantenido una dinámica en la que los indígenas habían logrado, con su
capacidad de confrontación, obligar al gobierno nacional a seguir proponiendo condiciones
aceptables de negociación. Pero la capacidad de Namuncurá y sus aliados para condicionar al
gobierno a través de la relación de fuerza estaba debilitándose. La asimetría entre el poder bélico
indígena y el blanco se había acentuado rápidamente, por un conjunto de razones: entre ellas, las
mejoras tecnológicas vinculadas a la extensión del telégrafo hacia los puestos fronterizos y la
incorporación del fusil Remington, que permitían una mejor comunicación y defensa a las tropas.

42
Pero también incidía en la economía indígena el efecto de la disminución de las raciones provistas
por el gobierno y la ocupación de sus territorios de asentamiento, con la consiguiente falta de
acceso a las ricas pasturas y aguadas necesarias para sostener a las caballadas.56 Es por ello que el
avance de las tropas a las tierras de Carhué, y la construcción de la “zanja de Alsina” en 1876
constituiría un grave golpe para la estrategia de resistencia indígena.
A su vez, la ausencia de aliados clave en esta guerra declarada no sería un factor menor en
el acelerado desbalance de esta relación de fuerzas. De aquí en más, las alianzas entre salineros,
catrieleros y cordilleranos de Reuquecurá serían las más estables, y a ellos se le sumarían
intermitentemente grupos identificados en las fuentes como ranqueles y seguidores de Pincén.
Para inicios de 1877, cuando los últimos levantamientos provinciales son dominados por el
ejército nacional,58 Alsina permite la entrada tierra adentro de expediciones ligeras con el
objetivo de atacar los toldos de Catriel, Pincén y los salineros de Namuncurá, los principales focos
de resistencia. Estas excursiones punitivas sorprendieron a los indígenas en una situación de
debilidad, dada las dificultades de subsistencia por el desalojo de sus asentamientos tradicionales.
Esta política ofensiva sería profundizada luego por Julio A. Roca. El nuevo ministro, que desde
hacía unos años venía publicando sus opiniones sobre la cuestión fronteras en los medios de
prensa, planificaba una operación de “limpieza del desierto” en dos fases: desterrar primero a los
ranqueles con incursiones en sus guaridas, que los obligaran a someterse o a retirarse a las faldas
de la Cordillera, más allá del río Neuquén o al otro lado del río Negro, permitiendo entonces frenar
nuevas incursiones de araucanos que quisieran poblar el norte de la Pampa, y al mismo tiempo
impedir las comunicaciones de los indios de Salinas Grandes con Chile. En una segunda etapa, se
emprendería la misma clase de guerra con los salineros. Consideraba esencial disponer de un año
para preparar las bases fronterizas con caballadas y forrajes suficientes para el segundo año, en
que se harían las incursiones punitivas. Hasta entonces sería necesario guardar el más absoluto
secreto acerca de estos planes, “guardando mientras tanto la paz con los indios”.
El tratado renovado con los ranqueles en 1878 forma parte de este objetivo de
mantenerlos quietos y separarlos de los grupos que resistían. Se firman tratados con el cacique
ranquel Ramón y con los ranqueles Epugner Rosas y Baigorrita (Tamagnini/ Pérez Zavala 2002;
Pérez Zavala 2007). En estos últimos tratados no se especificaba nada acerca de los planes de
próximos avances de frontera; se establecía: la paz y obediencia entre los pueblos cristianos de la
República Argentina y las tribus ranquelinas, que por este convenio prometen fiel obediencia al
Gobierno y fidelidad a la Nación de que hacen parte y el Gobierno por su parte les concede
protección paternal”.

Capítulo 6: Los tratados de paz y el mapa político indígena

1. La política de tratados de paz: características

En este sentido, algunas de las primeras características de la política de tratados del


estado nacional fue la de su centralidad: aunque gestionados desde cada jurisdicción fronteriza
desde Mendoza hasta Carmen de Patagones, las decisiones eran tomadas por el Ministerio de
Guerra y ratificadas por el presidente. La gran distancia entre la letra de los tratados y la forma en
que éstos fueron o no cumplidos por las autoridades de las diversas jurisdicciones de frontera
requiere que tengamos en cuenta la diversidad de situaciones e intereses que mediaron la
aplicación de esta política. De esta manera, difícilmente esta política adquiriera igual coherencia y
unidad que la desarrollada por Rosas durante su gobierno. Sin embargo, es posible que durante la
organización nacional esta política se haya caracterizado por una mayor sistematicidad, en tanto

43
los tratados se ofrecen a lo largo de este período a un amplio número de caciques hasta
extenderse sobre las principales agrupaciones indígenas de Pampa y Patagonia.
En el despliegue de esta práctica diplomática fue central la figura del cacique, no sólo
como interlocutor en representación de su grupo sino como trasmisor de la voluntad estatal hacia
otros sectores aún no involucrados con el gobierno. Fue común que muchos de los caciques que
firmaban un tratado fueran encomendados como embajadores en la tarea de contactar y atraer a
nuevos caciques a las negociaciones, por lo que consideramos que la reticularidad, es decir, la
operación a través de las redes de alianzas indígenas fue otra característica de esta política. El
proceso de expansión de tratados no se limitaba a transitar estas redes sino a influir en las
mismas. Contribuía por ejemplo a fortalecer la autoridad, jerarquía y ascendencia de estos
“caciques embajadores” por sobre aquellos que se sumaban al sistema de tratados, colaborando a
delinear espacios territorial y políticamente diferenciados, representados ante el estado por este
cacique principal. Este fue el caso de Yanquetruz al ser nombrado “comandante en jefe del
territorio de la Pampa adyacente a Patagones”; el de Catriel al ser nombrado “general y cacique
superior de las tribus del sur”; el de Miguel Linares, reconocido en su ascendencia por los caciques
que negociaban con Patagones; el de los caciques Caepe y Purrán como representantes de los
pehuenches ubicados en la banda norte y la banda sur del río Neuquén, o el de Sayhueque al
devenir en cacique principal del “País de las Manzanas”, consolidación de un territorio y una
identidad que acompañaron la ascendencia de este líder como representante político ante el
estado nacional

4. Consideraciones finales

A partir de la reconstrucción realizada en los capítulos anteriores se deduce, en primer


lugar, que la acción política indígena asumió formas dinámicas y complejas, no siempre
coincidentes con demarcaciones étnicas o bajo liderazgos estables. Los rasgos plásticos propios de
la organización segmental se expresaban en la formación y fisión de confederaciones políticas de
corta duración, incluso con sectores de población no indígena. Percibimos, sin embargo, que las
prácticas diplomáticas empleadas por el estado en estas décadas apuntaron a intervenir sobre
esta flexibilidad, a diferenciar segmentos y a fijar un orden de relaciones entre ellos. El carácter
sistemático y ampliado que asume la política de tratados de paz y las relaciones de dependencia
política y económica favorecidas por ella pueden ser considerados entonces como factores
inherentes a la conformación de las unidades políticas indígenas que encontramos hacia el fin de
este período.
El análisis de los tratados de paz desplegados por el gobierno nacional entre 1856 y 1878
nos permitió caracterizar esta política por su centralidad, sistematicidad, reticularidad,
continuidad y selectividad, rasgos que colaboraron a reorganizar un mapa político indígena que en
los primeros años de la década de 1850 había dado pruebas de su capacidad de confederación
para confrontar con las fuerzas nacionales. La práctica de tratados diversificó los procesos de
negociación a partir de la creación de un vínculo con caciques de importancia, que se convirtieron
en representantes políticos más estables y reconocidos, tanto desde el estado como desde las
comunidades políticas a las que representaban. En la segunda mitad del siglo XIX, por tanto, el
fortalecimiento del rol del cacique tuvo que ver básicamente con su papel de articulador político
con el estado en el marco de las políticas de tratados de paz, más que con un proceso de
acumulación de riquezas y prestigio derivados de la actividad malonera.
La política de tratados estableció relaciones relativamente duraderas y pacíficas con
algunos grupos y bastante más inestables y conflictivas con otros. Puede reconocerse una cierta
estabilidad de las relaciones diplomáticas desarrolladas desde la jurisdicción de Carmen de

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Patagones con las poblaciones indígenas ubicadas en las márgenes del río Negro y la zona
cordillerana entre los ríos Limay y Barrancas, involucrando a los grupos y caciques que en las
fuentes aparecen clasificados como tehuelches, huilliches, manzaneros y pehuenches o picunches.
Estos grupos dejaron de participar o participaron mínimamente en los malones políticos de las
décadas de 1860 y 1880. Por el contrario, la inestabilidad diplomática se concentró con los grupos
ubicados al oeste de la provincia de Buenos Aires y el sur de Córdoba y San Luis, conocidos como
salineros y ranqueles y asociados a sus líderes principales: Calfucurá, Mariano Rosas y Baigorrita.
En contaste con el carácter central de la política de tratados de paz del estado, la acción
política indígena en estas décadas se produjo desde diversos centros, o instancias de negociación,
y fue cada vez más heterogénea, es decir, se fueron perfilando sectores con diferentes posturas
hacia el estado. La imagen del troquelado del campo d alianzas indígenas es la que se nos presenta
para ilustrar los cambios en la organización política de la sociedad indígena ante los intentos de
avance estatal sobre el territorio de Pampa y Patagonia. Este troquelado está asociado a la
limitación de los grandes liderazgos, especialmente el de Calfucurá, y al surgimiento de líneas de
fragmentación que recorren la delimitación de caciques-seguidoresterritorios favorecidos por los
tratados de paz.
Se trató de sociedades cuya resistencia se basó en la afirmación de su heterogeneidad, en
la individualidad de sus representantes (Pávez 2008). Los tratados alimentaron un tipo de
representación política –el cacique principal– que iría volviéndose más dependiente del prestigio y
bienes obtenidos a partir de la negociación con los blancos. Pero esta fue una práctica de
resistencia cuyo agotamiento quizás fue comprendido demasiado tarde. La práctica de tratados no
permitió a los indígenas transformar al otro en función de sus intereses, sino que incrementó la
dependencia de cada segmento hacia el estado central.
Esta fragmentación de las alianzas construidas por Calfucurá durante la primera mitad del
siglo XIX parece haberse compensado por el fortalecimiento de los vínculos con sus tradicionales
aliados de la Araucanía. La alianza entre los salineros y caciques arribanos, que durante parte del
período también integró a los ranqueles, continuó siendo el eje central de la capacidad de
confrontación indígena con el gobierno.
El papel de la asistencia económica y militar entre los grupos salineros y araucanos en
estas últimas décadas de existencia de la frontera ha sido destacado ya por algunos autores,
quienes han propuesto que de no mediar la “Conquista del Desierto” y la “Pacificación de la
Araucanía”, estos lazos se hubieran robustecido bajo la forma de una confederación permanente
(León Solis 1981; Zapater 1982). Aunque este es un tema que requiere mayor análisis, sí parece
claro que en el contexto de la fragmentación de alianzas en el espacio pampeano –que Calfucurá
intentó recomponer mediante constantes envíos de comisiones a distintos caciques– y el
desplazamiento de los focos de conflicto entre distintos sectores de la frontera, las alianzas
transcordilleranas cumplieron un rol fundamental en la resistencia al avance territorial de los
estados argentino y chileno. Resulta en este sentido significativo que ambos grupos fueran
progresivamente aislados de sus alianzas políticas regionales en base a las prácticas de la
diplomacia estatal.
La lógica de la ración, el malón y el comercio, como base del vínculo con los blancos a lo
largo de tres siglos, definía por sí misma un callejón sin salida para los intereses políticos indígenas,
en tanto sólo podían imponerse por la fuerza a una sociedad estatal orientada productivamente
hacia el Atlántico. El ciclo malóntratado- malón, cuya dinámica era impuesta por la sociedad
indígena, fue paulatinamente reemplazado por el de tratado-malón-tratado. La sociedad indígena
en tanto “comunidad política” fue perdiendo su capacidad de imponer sus términos de relación
con el Estado –es decir, fue siendo cada vez menos efectiva su estrategia de buscar el conflicto
para negociar en mejores términos–. El conflicto comenzó a ser provocado cada vez más por el

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estado –a través de avances territoriales, incumplimiento de los tratados, agresiones directas a los
indígenas– y los tratados fueron renovándose por sobre la aceptación del avance del estado por
parte de ranqueles (a través de los tratados de 1865, 1870, 1872, 1878) y salineros (1861, 1866,
1870).

CLAUDIA ELINA HERRERA, Élites y poder en Argentina y España en la segunda mitad del
siglo XIX

Capítulo 2. Clientelismo y elecciones en Argentina

Una larga tradición historiográfica en Latinoamérica y España ha explicado –a través de


factores exógenos- el problema del desarrollo de sistemas políticos liberales, durante la segunda
mitad del siglo XIX en sociedades con rasgos tradicionales, cuyo funcionamiento político se
fundaba -en gran medida- en relaciones clientelares.
Tanto en Argentina como en España, las relaciones entre la élite y la mayoría de la
población se basaban en mecanismos clientelares. Patronazgo y clientelismo son las dos caras de
una misma relación; la del patrono-cliente, que establecen una alianza caracterizada por la
bilateralidad, la reciprocidad y la desigualdad. Son relaciones personalizadas o institucionalizadas
entre desiguales, en la cual el intercambio de bienes y servicios es beneficioso para ambos.

El clientelismo en la historiografía latinoamericana

En los últimos años nuevas investigaciones señalan que en América Latina el Estado surgió
a comienzos del siglo XIX, entre otros factores, como un mecanismo legitimador del poder de las
nuevas élites. Si antes el principio de autoridad se estructuraba en la ecuación Dios-rey-vasallo,
desde la Constitución de Cádiz la articulación y legitimación del poder comenzó a hacerse, en
principio, por medio del sistema electoral. El poder ya no venía de arriba a abajo, sino de forma
ascendente (ciudadano-representante-gobernante). Si los vecinos no se convirtieron de forma
automática en ciudadanos, hay que subrayar que los “notables” tampoco se transformaron de
forma inmediata en “burguesías nacionales”.2 En principio, no hubo dificultad para señalar
constitucionalmente que la soberanía residía en el pueblo y que los comicios fueran el sistema de
selección de los gobernantes. El problema que se planteó fue que ello suponía la ruptura de las
lealtades de antiguo régimen.
Sin embargo, esto no sucedió. El concepto de pueblo se acotó; a comienzos del siglo XIX
en ningún momento adquirió las connotaciones de pueblo llano, clase social baja, o plebe.
Tampoco significó la suma de individuos de un conjunto social, sino que por pueblo se entendía a
las comunidades políticas estructuradas y más particularmente a los agentes colectivos, es decir,
los cuerpos intermedios legalmente constituidos de la sociedad: los cabildos, las corporaciones, las
juntas, las comunidades. El Estado liberal naciente necesitaba la disolución de los agentes
colectivos y los cuerpos privilegiados (Iglesia, Ejército3) para dar paso al nacimiento de ciudadanos
iguales ante la ley. Había que desmontar las comunidades, someter a los indios al Estado nacional,
proceder a la disolución de los fueros y erradicar la figura de los caudillos locales, en tanto que
intermediarios políticos.4 Esta es la historia que se desarrollaría en buena medida durante la
segunda mitad del siglo XIX, en la mayoría de los nacientes Estados latinoamericanos.
Los historiadores intentan explicar cuáles fueron los mecanismos que se establecieron
para que un grupo reducido de miembros de la élite pudiera controlar el poder en los escenarios
políticos postindependentistas, que -en principio- les desfavorecían según las nuevas
reglamentaciones electorales que establecían que los gobernantes debían ser elegidos por los

46
ciudadanos. Para unos historiadores la explicación residió en la existencia de un fabuloso e
inmenso fraude electoral. No obstante, se está comenzando a comprender que la solución no
debió de ser tan sencilla, ya que si la mecánica para legitimar el poder hubiera sido tan burda la
pregunta subsiguiente sería: ¿por qué el conjunto de la población aceptó una ficción tan evidente
que favorecía a una minoría en contra de los derechos de una gran mayoría? Los últimos estudios
no dejan de subrayar la necesidad de diferenciar, por un lado, fraude y manipulación (robo de
urnas, sobornos, cambios en los recuentos, votantes difuntos, etc.) y por el otro, las prácticas que
desnaturalizaban el principio de la representación popular y restringían la participación, como los
mecanismos de captación del voto a través del clientelismo y del patronazgo.
Precisamente son estos fenómenos los que ayudan a entender la dualidad, y no la
contradicción, de los sistemas de poder latinoamericanos. Simultáneamente, existían urnas y
mecanismos clientelares; era la esencia misma del sistema.
En primer lugar, se restringió en la práctica el concepto de ciudadanía. Todos los
ciudadanos tenían un voto, pero no todos los individuos poseían la categoría de ciudadano. En
general, en la primera mitad del siglo XIX, se consideraba ciudadano a todo hombre, vecino,
residente, propietario, mayor de edad, padre de familia, que supiera leer y escribir y tuviera un
modo honesto de vivir. Se excluían las mujeres (el 50 por ciento de la población, por lo menos), los
menores de edad, los servidores dependientes, los perseguidos por la ley y los esclavos. La
ciudadanía evolucionó a partir del concepto de “vecino”, que fue la antigua categoría política de la
tradición hispánica. Por ello, mantuvo siempre la base comunitaria y no individualista. La
definición de ciudadano-vecino legitimó las dos vertientes del voto: la tradicional y la moderna.
“Las leyes electorales ni dibujaron una ciudadanía verdaderamente individualista ni cortaron los
lazos con las tradiciones coloniales”.
En segundo lugar, la “ficción” se fortaleció con la introducción del sistema de elección
indirecto de tercer y hasta de cuarto grado (fueron los casos de México, Perú y Brasil; en el Río de
la Plata se adoptó la forma directa) Los ciudadanos activos votaban en asambleas primarias para
designar un número reducido de electores, quienes en comicios de segundo grado, elegían a los
diputados que, como representantes exclusivos de la nación, integrarían una asamblea nacional
legislativa.
Las elecciones servían así para legitimar el poder, pero también para sellar en sesión
pública los pactos de reciprocidad política establecidos. Las élites conseguían los votos necesarios
para legitimar una situación de hecho, pero sólo se lograban a cambio de ofrecer protección a sus
clientelas. Los resultados de los comicios representaban el mapa de las influencias de las clientelas
de los distintos grupos de poder, en vez de una radiografía de las preferencias políticas de los
ciudadanos por unos u otros gobernantes, pero ello no significa que hubiera una total desconexión
entre gobernantes y gobernados. La terminología de la época era clarificadora al respecto. Se
hablaba por lo general de “nombramientos” en vez de “elecciones”.
Además, la cantidad de votos obtenidos medía el grado de compromiso adquirido, la
reciprocidad entre la autoridad central y los intermediarios políticos regionales y los agentes
colectivos. Era un juego en el que todos se necesitaban: los caudillos locales ofrecían protección a
sus clientelas a cambio de apoyo político y lealtad al Estado (federal o centralista) a cambio de
asegurar la autonomía regional; las luchas intraelitarias servían de escenario para asegurar que
ninguno de los caudillos impusiera su voluntad sobre el resto, pero también para que ninguno
impusiera su voluntad sin ofrecer algo a cambio. La reciprocidad funcionaba tanto
horizontalmente (intraelitariamente) como en sentido vertical. La violencia existía, pero se
desarrollaba por mecanismos más complejos y efectivos que el de las armas. La guerra era causa y
consecuencia de estas relaciones. Los enfrentamientos entre caudillos regionales (conocidos como
guerras civiles y etiquetados de período de anarquía en la historiografía decimonónica) -además

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de estar motivados por la lucha contra el poder central o por la independencia (por ejemplo,
Felipe Varela)- también surgían para defender o ampliar sus clientelas.
En resumen, con la “ficción democrática” la élite pudo conservar los mecanismos de
acceso al poder. Se consiguió así combinar la estructura política liberal, basada en el individuo, con
la pervivencia de rasgos tradicionales de las relaciones sociales. Esta particular combinación de
códigos de comportamiento individuales y colectivos impregnó el campo de las relaciones políticas
en todo el espacio latinoamericano. Luego del período revolucionario las élites intentaron
instrumentar una serie de novedades ligadas al nuevo sistema político y de valores. El tránsito a
una sociedad moderna y a un sistema político liberal fue traumático y lleno de obstáculos; algunos
casos fracasaron, pero no el argentino.

La política “nacional”

Entre 1852 y 1880 en la Argentina tuvo lugar el proceso de formación y consolidación del
Estado nacional. Esos treinta años que separan la caída de Rosas y la presidencia de Roca se
caracterizaron por la guerra civil y la secesión (del Estado de Buenos Aires); el poder de las armas
prevaleció ante el derecho. Sin embargo, el poder central fue afianzándose progresivamente,
sometiendo a los particularismos.
La apertura hacia el exterior exigía crear las condiciones necesarias para desarrollar los
tres factores de producción sobre los que se diseñaría el “modelo agroexportador”: capital, tierra y
trabajo. Esto requería crear un Estado nacional fuerte que enfrentara los grandes desafíos:
pacificar el país con fin de atraer los capitales extranjeros necesarios para desarrollar la
infraestructura; extender la frontera interior -expulsando a los indios- para acrecentar la superficie
cultivable; y fomentar la inmigración para solucionar el problema de escasez de mano de obra,
sobre todo en el sector primario.
Luego de la independencia los centros de poder -debido a la distancia, la agreste geografía
o la amenaza constante de los indios- se integraron en torno a la figura de jefes o caudillos locales,
quienes intentaron reivindicar el marco provincial como ámbito natural de la vida y símbolo de la
resistencia frente a los intentos centralistas de Buenos Aires. Los intentos de centralización por
parte del Estado chocaban con el localismo y la tradición, por ejemplo, el registro de las personas,
el aparato educacional, las prácticas comerciales no uniformes, entre otras. Las provincias
continuaban manteniendo fuerzas regulares propias y sus aduanas interiores; emitían moneda, y
administraban justicia con una superposición de leyes.
En realidad, debajo de estos “sentimientos localistas” estaba presente el verdadero
conflicto: los contradictorios intereses materiales de los grupos de poder de las dos regiones
enfrentadas: las élites proteccionistas del interior frente a las élites agroganaderas, exportadoras y
librecambistas de Buenos Aires. En esa difícil conciliación de intereses radicaba el gran escollo para
el incipiente Estado y la causa del fracaso de la Confederación Argentina en cuanto a la
organización definitiva de la nación en los años ‘50.
La inserción en el comercio mundial creaba nuevas relaciones, nuevos intereses, nuevos
marcos de referencia, tanto para los sectores productores de bienes exportables como para las
interesadas en la conformación de un mercado interno. Al principio, el sector más beneficiado fue
el que estaba ligado a la actividad agroexportadora, lo que agudizó las diferencias ya existentes
entre Buenos Aires y las provincias del litoral cada vez más prósperas y el interior cada vez más
empobrecido. Estas exigían una política proteccionista para sus incipientes industrias y una
distribución más equitativa de los ingresos fiscales. Para Buenos Aires, ello implicaba limitar su
capacidad importadora y además abandonar el monopolio de la aduana. Como consecuencia,
Buenos Aires se separó del resto de la Confederación.

48
La secesión del Estado de Buenos Aires (entre 1854 y 1861) privó a las autoridades de la
Confederación de la única fuente de recursos fiscales en todo el territorio. A fines de los años ‘50
la Confederación se hallaba estrangulada económicamente, lo que esterilizó todo esfuerzo
organizativo.17 Si bien el gobierno nacional logró un reconocimiento formal de su soberanía fue
escasa su capacidad en cuanto a decisiones que afectaran al conjunto. La provincia siguió siendo el
ámbito de las relaciones sociopolíticas.
En comparación con la lucha de la primera mitad del XIX esta vez era más evidente el
carácter económico del conflicto. Además, el sector hegemónico porteño empezó a mostrar
diferencias en su seno. Frente al sector más radicalizado, que pretendía la autonomía del Estado
bonaerense se fue consolidando una fracción nacionalista liderada por Bartolomé Mitre, que al
mismo tiempo que defendía los intereses locales de la provincia, tenía como objetivo central crear
las bases para un proceso de organización nacional liderado -exclusivamente- desde Buenos Aires.
Mitre se convirtió en el intermediario más apropiado para negociar, primero como gobernador de
la provincia de Buenos Aires y luego como presidente de la nación.
El poder de Mitre contaba con el apoyo de algunos gobiernos del interior (Córdoba,
Santiago, Tucumán y Salta). Su fuerte liderazgo sobre esas élites, sumado a la victoria militar de las
fuerzas porteñas -en la batalla de Pavón (1861)- le permitió alcanzar la Presidencia (1862-1868).
Por lo tanto, más allá de la derrota militar para la Confederación, Pavón reflejaba la eficaz política
propiciada por Mitre, de alianzas y negociaciones -basadas en compromisos y reciprocidades-
entre las élites localistas porteñas y las del interior. Esto abrió una nueva etapa en las relaciones
intraelitarias, caracterizadas por la “verticalización de los conflictos”, o sea, la lucha política dejó
de ser “horizontal” -entre iguales, entre caudillos- para convertirse en una confrontación entre
desiguales. “Toda movilización de fuerzas contrarias sería calificada de allí en más como
‘levantamiento’ o rebelión interior”.
La adhesión de las élites del interior a la política de organización nacional auspiciada por
Mitre no fue un proceso lineal, ni homogéneo. El Estado central utilizó - a lo largo de veinte años
que llevó su definitiva consolidación- una serie de estrategias para lograr un nuevo pacto de
dominación entre las élites porteñas y los grupos de poder del interior. Unas veces usó la fuerza
(represión abierta) y los recursos de Buenos Aires; otras, se valió de negociaciones y coaliciones.
Sin embargo, las negociaciones no sólo se llevaron a cabo dentro del terreno militar. El
papel del Senado Nacional fue clave en la política de pactos pues era el lugar de encuentro entre el
poder central y los poderes provinciales, como lo señalaron J. Alvarez21 y N. Botana. La
representación igualitaria (dos senadores por provincia, independientemente del crecimiento
demográfico) permitía “nacionalizar a los gobernadores locales” y le otorgaba al interior un rol
protagónico en el ámbito institucional, frente al poderoso Estado bonaerense.22 El Senado era la
“verdadera llave maestra del sistema político” ya que las provincias del interior gozaban siempre
de mayoría y con sus dos tercios podían impedir la sanción de cualquier ley. Por lo tanto, el apoyo
de las élites del interior era condición indispensable para la hegemonía del gobierno central. La
Constitución había reservado un importante resorte de poder a las provincias y éstas lo hicieron
valer.
La subvención a las provincias fue uno de los mecanismos de cooptación utilizados, sobre
todo en los primeros años del gobierno de Mitre, cuando las provincias acusaban un descalabro
financiero a consecuencia de las guerras civiles. El manejo discrecional de los subsidios -su
suspensión a las provincias cuyo gobierno era de signo contrario al gobierno nacional, o el refuerzo
de partidas para los que le eran favorableera un instrumento de acción política, que hábilmente
manejado permitía consolidar las alianzas intraelitarias en el interior.
Similares efectos producía el reparto de cargos públicos como mecanismo de cooptación.
La declinación de las economías del interior a partir de la organización nacional convirtió al empleo

49
público en un mecanismo compensatorio y en un preciado instrumento para la captación de
apoyos al gobierno nacional: los profesores o maestros en colegios “nacionales”, o sea pagados
por el Estado y los miembros de las fuerzas armadas y del poder judicial se convirtieron en pilares
de la estabilidad política.
Elecciones y mecanismos clientelares.

Más cercano a la realidad sería pensar la propia práctica de los comicios -aunque a veces
viciada- y los mismos conflictos electorales como propiciadores de un clima de participación para
los distintos grupos hasta entonces excluidos de la política. Todo ello fue ayudando a expandir el
sentido de la representatividad, la soberanía popular y la nueva mecánica del juego político
democrático. El ejercicio del voto,30 si no fue garante del correcto desarrollo del régimen
representativo (ciudadanía), constituyó una de las vías de su aprendizaje y de asunción de su valor.
En este sentido, es importante destacar que antes de Caseros (1852) las elecciones
registraban más votos que en el período post-rosista, lo que demostraría que las relaciones
clientelares estaban más extendidas. Además, hubo gobernadores que repitieron su mandato por
más de tres períodos, lo que indicaría que el poder rotaba entre unos pocos miembros de la élite.
Luego de Caseros esta situación se revirtió. Entre 1853 y 1880 sólo dos gobernadores -López y
Helguera- fueron reelegidos por una única vez, lo que demostraría que el círculo de la élite, a
medida que se ampliaba, se volvía más caótico, con lo cual había más individuos entre quienes
repartir beneficios, cargos, subvenciones, etc.32 En definitiva, en la medida en que el sistema
político se modernizaba, las clientelas veían incrementar el número de seguidores.
En los procesos electorales se evidenciaba y agudizaba -más que en cualquier otro
aspecto- la mezcla de elementos de la nueva teoría política y de la antigua realidad social. De este
modo, un miembro de la élite tucumana, Marco Avellaneda percibía dicha combinación: Traiga U.
a su memoria el espectáculo que presentan los atrios de los templos en un día de elecciones, allí
no se ve sino una chusma medio salvaje que no sabe ni el nombre del ciudadano por quien va a
sufragar. Tome U. los registros electorales y encontrará para cada cien votantes uno cuyo nombre
le sea conocido o que sepa leer y escribir. Y bien estos son los ciudadanos que hacen la elección,
asistiendo a los comicios no por usar de sus derechos sino impulsados por el mandato del patrón o
del comandante o por lo menos interesados en la empanada y el aguardiente que se les propina”.
Con claridad meridiana su visión sintetiza el doble carácter de los sistemas políticos
latinoamericanos: un régimen representativo sobre una base social clientelar. Las elecciones
involucraban al ciudadano libre, racional e individual, pero éste estaba en construcción. La
referencia a los “ciudadanos” obedeciendo al patrón revela la influencia de las autoridades
tradicionales, pero a medida que las prácticas electorales fueron afianzando el sistema, la relación
de dominación patrón-peón se fue transformando y adquirió tintes de negociación. En otras
palabras, si la elección llevaba implícito el problema entre el poder y la autoridad, al principio la
élite tucumana controlaba a la población, pero como el voto legitimaba esa situación de hecho,
posiblemente, los sectores subalternos advirtieron el poder de ese instrumento para
intercambiarlo por beneficios. El poder social se manifestaba a través de la política.
M. Irurozqui señala que “bajo la premisa de su incapacidad para decidir adecuadamente
por quién votar al ser ingenuos, ignorantes, emocionales, tradicionales, sin experiencia política y,
por tanto, susceptibles al acarreo electoral por el caudillo populista y carismático, se privilegió
factores explicativos como el carisma de los contendientes políticos, la presunta ignorancia o
inmadurez política y falta de preparación de estas masas para ejercer el voto adecuadamente (...)
Así entendido, el clientelismo era una forma nociva, casi amoral, de comportamiento que el sujeto
debía abandonar o superar como si hacerlo fuese contingente a la voluntad del electorado antes

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que a la naturaleza y estructura de un sistema social y político sobre el cual los electores ejercían
un control limitado”.
Según F. Guerra, la incapacidad de los sectores subalternos para elegir gobernantes se
debía a la inexistencia de una larga práctica de adaptación de las sociedades tradicionales a un
sistema de representación política individual de tipo moderno, como fue el caso anglosajón. Por el
contrario, en el mundo hispánico se pasó bruscamente del absolutismo al régimen representativo.
En realidad, el clientelismo no era una práctica anómala, ni un vicio del sistema; estaba
propiciado por la élite con la lógica de su comportamiento y de él se beneficiaban tanto la misma
élite como los sectores marginados. La élite tucumana justificaba la manipulación de las elecciones
debido a la “incapacidad política de las sociedades tradicionales”. Sus miembros coincidían en que
los votantes eran influenciables y no actuaban con libertad en el momento de los comicios. Por lo
tanto, era responsabilidad del gobierno intervenir en los mismos, con el fin de preservar el orden:
“ Le aplaudo de todo corazón la resolución que ha tomado de ejercer su influencia en las
elecciones provinciales (…) Si bien la inmensa mayoría que hace la elección no obra con
independencia y conocimiento, sino por la influencia a que obedece, yo opino que la más legítima
es la del gobierno, que es el especialmente encargado de conservar el orden público, que es por
regla general el más imparcial como que debe estar arriba de las miserias y pasiones de los círculos
y que es por fin el que tiene más responsabilidad por cuanto es nula la de los círculos por la razón
de ser colectiva. ¿Cuál ha sido el resultado de las luchas electorales en que los gobiernos han sido
o querido ser prescindentes?”.
En la cita anterior, se puede observar cómo Marco Avellaneda no sólo revelaba la
injerencia del gobernador Helguera en las elecciones, sino que además compartía su proceder,
aunque en otro párrafo se declaraba contrario a la manipulación de los gobiernos electores: “He
sido opositor a ciertos gobiernos electores (…) he combatido y combatiré siempre el abuso de la
influencia oficial del gobierno que sin consultar más que sus caprichos haciendo triunfar contra
viento y marea los candidatos más antipáticos al pueblo (…) y siempre criticaré con severidad a los
gobiernos que no tengan presente las verdaderas conveniencias del pays (sic) y que no consulten
ante todo la honradez y la idoneidad para los puestos políticos…”.
Proponía una difícil conciliación: una mezcla de elecciones controladas, pero que al mismo
tiempo mantuvieran algo de transparencia, de tal modo que el gobierno no quedara manchado.
De este modo, se pretende demostrar lo que ya mencionáramos acerca de la diferencia
entre “fraude electoral” y “ficción democrática”. Ese conjunto de elementos que le permitía a la
élite manipular las elecciones se conocía como gobierno elector y no debe considerarse como
“fraude” o “farsa”, sino como uno de los mecanismos del clientelismo que las élites idearon para
adaptar la teoría liberal a la realidad sociopolítica, en este caso, tucumana.
¿De qué manera estas relaciones clientelares dominaban el sistema político, creando los
gobiernos electores para controlar la sucesión de las autoridades públicas? A continuación se
intentará responder a esta cuestión.
“Hacer la elección”

Las relaciones clientelares fueron decisivas a la hora de dar el triunfo a uno u otro
candidato, más allá de su reputación. Tal fue el caso de Alsina en las elecciones provinciales de
Buenos Aires en 1872, quien, a pesar de que la prensa hubiera condenado su candidatura y su
persona, aún tenía muchas posibilidades de vencer en las mismas ya que “Alsina tiene media
docena de agentes electorales que votan por duplicado y que traen a las urnas gentes
enganchadas en los corrales (... ) y ante la indiferencia pública y el desdén, no sería difícil su
triunfo”.43 En otra ocasión, Nicolás Avellaneda atribuía el triunfo de Alsina a la falta de
“verdaderos trabajos en la oposición. Se hizo una coalición en la que nadie tomó empeño serio”.

51
La cuestión de las lealtades políticas permite entender por qué un candidato podía ser
reemplazado por otro sin discusión en vísperas de elecciones. El diputado provincial José Posse
intervenía de esta manera:“ Estimado Muñoz [Salvigni]: dígale a [gobernador] Helguera que Mur
no acepta su candidatura de elector; que lo sustituya en la lista con otro a su elección; que yo
acepto lo que él ponga”.
Dentro de los mecanismos clientelares la cohesión y la continuidad del grupo que
detentaba el poder eran condiciones imprescindibles. Esta responsabilidad recaía sobre el
gobernador de turno que debía preparar el terreno político de modo que su sucesor perteneciera
a su misma facción.
Las redes clientelares traspasaban el marco provincial. Ejemplo de ello fue la relación
entre miembros de la élite catamarqueña y tucumana. Navarro, hombre fuerte de la política de
Catamarca estaba aliado con Taboada. Por lo tanto, tenía ciertos recelos a la élite tucumana y su
vinculación con el gobierno central. En una oportunidad confesó que no quería aceptar el
gobierno, pero “sí lo quería para algún amigo, pues los que se llaman liberales en Catamarca es la
peor canalla”.48 En cuanto a la candidatura para la Presidencia declaraba que su favorito era
Alberdi, pero sus trabajos estaban orientados a dar el triunfo de Elizalde, ya que se había
comprometido con Taboada.
En el mismo sentido, pero en cuestiones más trascendentes, la élite se valía de las redes
políticas incluso para designar el candidato a Presidente de la Nación. En 1879, año clave por la
proximidad de las elecciones presidenciales, Sarmiento se desempañaba como Ministro del
Interior de Avellaneda y José Posse como Ministro de Gobierno en la provincia bajo la
administración de Martínez Muñecas. Posse manejaba a su antojo al gobernador.51 Por lo tanto,
se invirtieron los términos de la relación entre ambos y en esta ocasión fue Sarmiento, quien
recurrió a Posse en devolución de “favores”: “ Esta carta es para decirte que te metas con mis
amigos Paz, Colombres, Elguera, (sic) Padilla y los Frías y trabajen por mi candidatura, allanando tu
desde el gobierno las dificultades que a ello se opongan”. Verás lo que a mi candidatura se refiere.
Es moral, es digna, es decente y popular. Soi (sic) la autoridad para todos, la Constitución
restaurada, la ley la fuerza. Roca es un general joven sin prestigio suficiente ni aún en las armas (…)
Sería pues el hombre de circunstancia ‘the right man in the right place!’”. Tratase pues de asegurar
en cada provincia el nombramiento de Electores que me sean favorables; que sean respetables;
que no sean hostiles; que no estén paniaguados con Roca, Rocha (…) Roca no es vínculo de unión y
soilo yo; como él no es hombre de pensamiento y yo pretendo serlo, creo que debe dejárseme el
camino espedito”.
Con esta personal visión de la realidad política, Sarmiento demostraba no haber
comprendido por dónde pasaban los hilos de la red que tejía el poder y que se fortalecía cada vez
más, desde hacía algunos años. La Liga de Gobernadores se gestó en 1871 como una estrategia de
inclusión y articulación de las provincias interiores al Estado nacional. Ya había demostrado su
peso en 1874 con la elección de Avellaneda y en 1880 su poder era mayor aún. También en
Mendoza fue evidente el desplazamiento de la candidatura de Sarmiento y los “arreglos” por la de
Roca.
En síntesis, se puede constatar de qué manera las elecciones sólo sancionaban u
oficializaban las redes de poder establecidas, en vez de crearlas, ya que el voto estaba controlado
y manipulado por los notables. Algunos autores han llegado a defender que el voto funcionaba al
revés, ya que las élites lograban el apoyo popular necesario para legitimar su acceso al poder. Por
lo tanto, las luchas políticas eran tensiones intraelitarias que respondían a la necesidad de poner
en juego las clientelas de las distintas facciones, con el objeto de medir fuerzas dentro del
conflicto intraelitario.56 A continuación se analizarán algunos ejemplos que reflejan dichas
tensiones y las relaciones conflictivas dentro del seno de la élite.

52
Los conflictos intraelitarios

En las elecciones de Diputados Provinciales de 1879 se puso en evidencia, más que nunca,
la política de Conciliación, o sea, los pactos previos, los “arreglos” entre las facciones, resultando,
por ello, muy controvertida, como lo refleja esta correspondencia familiar: “Después de los
preparativos para la elección de hoy se arreglaron ayer los dos partidos. Dicen que el gobierno los
busca a los otros [la oposición] porque estaba completamente perdido y los otros, para evitar
desgracias, porque les hacían mil amenazas, han consentido en el arreglo (…) El arreglo que han
hecho es que nombrarán a la mitad de los Diputados y los Electores de cada partido. Los que van a
salir en la ciudad son el Dr. Nougués y tú [Helguera] para Diputados y en Monteros L Aráoz y Juan
Terán. De los otros departamentos no sé quiénes serán (…) Parece también que Roca ha tenido la
mayor parte en este arreglo con sus empeños con unos y otros”.
La riqueza de este tipo de fuentes permite ver con claridad que los resultados de las
elecciones se pactaban entre la élite los días previos a la elección. Pero la conflictiva elección
estuvo lejos de ese desenlace armónico y “arreglado”: “el gobierno ha faltado a sus compromisos
con el otro partido y estos están furiosos. Dicen que empiezan a anular la elección en toda la
provincia porque no se ha hecho como habían convenido”.
La figura de Roca fue fundamental en este episodio. Se desempeñaba como Ministro de
Guerra de Avellaneda y como tal respondía al poder central, que había obligado a los
avellanedistas tucumanos a cooptar al enemigo, o sea, aceptar a la facción mitrista. Por lo tanto,
Roca no sólo se encontraba presionado por ambos poderes, sino que, además, estaba en juego su
propia candidatura presidencial. El triunfo de los mitristas en las elecciones de 1879 revestía un
significado de gran importancia, en tanto podía alterar la alineación de la provincia en el plano
nacional, pues la legislatura provincial funcionaba como colegio electoral hasta la reforma de
1884, como se ha dicho. Frente a este peligro, el gobernador vetó el ingreso de los diputados
electos. En respuesta, los mitristas reclamaron la intervención a la provincia. Avellaneda censuró al
gobernador Martínez Muñecas por el procedimiento inconstitucional y le aconsejó llegar a un
acuerdo con la Legislatura. El gobernador retiró el decreto y la cámara hizo lo propio con su pedido
de intervención.
En definitiva, los mitristas pensaron que el gobierno no había cumplido con su parte del
pacto al expulsar a los diputados electos y el gobierno justificaba su accionar escudándose en un
supuesto golpe que se gestaba dentro de la Legislatura para derribar a Muñecas. De cualquier
modo, las elecciones de 1879 reflejaron los conflictos dentro del seno de la élite gobernante local
al intentar seguir la política de Conciliación impulsada por gobierno nacional, máxime en un año
decisivo para las elecciones presidenciales de 1880.
Más allá del hecho, lo que interesa es confirmar que efectivamente existía una mezcla de
las esferas de poder oficiales y privadas, que las decisiones dentro de las instituciones no eran
imparciales. Más bien eso respondía sólo al discurso oficial, pero los círculos de poder se
manejaban por medio de las amenazas y de los arreglos entre las distintas facciones de un mismo
grupo de poder. La verdadera lucha tenía lugar antes de la elección. Todas las intrigas, todos los
compromisos que precedían al día del escrutinio, todo ese movimiento cesaba cuando comenzaba
la votación porque ya no tenía razón de ser. Una vez acordada la combinación entre candidatos,
facciones, partidos y gobierno, la elección se convertía en expediente resuelto.
En 1879 el gobierno provincial proclamó la candidatura de Roca, postura compartida por
la mayoría de las élites del interior, vinculadas entre sí por la Liga de Gobernadores. En Buenos
Aires tomaba fuerza la candidatura de Tejedor con el objeto de resistir al proceso irreversible de
eliminación de los privilegios de esa provincia, provocando un conflicto armado, si era necesario. E

53
definitiva, se acercaba la hora crucial para la federalización de la ciudad de Buenos Aires y la
consolidación del Estado central.
En 1880, ante el triunfo de Roca en 12 provincias, Buenos Aires y Corrientes que se
pronunciaron por Tejedor apelaron al recurso de la guerra. Roca, por su parte - como se ha
mencionado- enviaba armas a sus partidarios en las provincias. Aconsejaba a Padilla: “en nuestra
república, en épocas electorales el revólver es la primera razón y el rémington la última instancia
de toda elección. Por esto se arma Tejedor”.64 La guerra estalló, nuevamente, en un contexto
político profundamente alterado donde estaba en juego la existencia misma del Estado y de sus
preceptos constitucionales. Esa convicción era compartida por Roca y sus partidarios: “no hay tal
nación argentina, ni la ha habido nunca; lo que ha habido era una ficción, en que las dos partes,
Buenos Aires y las provincias se creían explotadas (…) Para mi la solución de las grandes cuestiones
se ha hecho necesaria y se acerca. Una nación que no tiene capital, ni moneda, no es nación”.
La derrota de Tejedor no sólo representó la supremacía definitiva del Estado sobre la
última expresión particularista recluida en la más poderosa provincia argentina; revelaba además,
el éxito de una laboriosa estrategia de inclusión de las élites políticas del interior articuladas con
segmentos bonaerenses y porteños que los predecesores de Roca habían practicado con decidida
constancia.
El sistema republicano argentino se caracterizaba por no ser un sistema de partidos (para
ello habrá que esperar al siglo XX). Los conflictos eran entre facciones, algo mucho más laxo que el
partido y era el propio gobernador, en cuanto encarnación del Estado, el que dirimía la lucha
facciosa, mientras permaneciese en el cargo. Una vez concluido su mandato también expiraba
dicha capacidad.
Por todo, se puede afirmar que los conflictos intraelitarios fueron coyunturales,
episódicos. En el caso que nos ocupa, duró poco más de un año y a la postre los protagonistas
volvieron a prestarse apoyo mutuo,75 lo que demuestra la laxitud del círculo y la imprescindible
cohesión dentro de las relaciones intraelitarias como elemento esencial para desempeñar su rol de
intermediación de poderes.

“Favores personales”
El favor y el perdón son elementos constitutivos el clientelismo político. El incumplimiento
de la ley se negocia; “se perdona”. En cuanto al favor, éste puede ser individual o colectivo; el
último -que se analizará más adelante- tiene consecuencias políticas mucho más tangibles e
importantes en término de voto que aquel vinculado a individuo. El análisis de ambos nos
permitirá tener una visión más completa del fenómeno clientelar en Tucumán.
Los antropólogos han contribuido a los estudios sobre el clientelismo incorporando la
figura del intermediario entre el patrón y el cliente que cumplía la función de bisagra entre ambos
y actuaba en su propio beneficio. Su existencia implicó una creciente influencia del Estado sobre
todo en las comunidades rurales, donde los viejos propietarios se convirtieron en nuevos
profesionales.
Los sociólogos han dedicado más atención al estudio de las relaciones de clientelas. Estas
se caracterizan por ser más informales, no reguladas por medio de contrato y diferentes del orden
institucional. No se deben confundir con relaciones económicas, ni feudales que son admitidas en
público y sancionadas legalmente. Por el contrario, las relaciones clientelares están basadas en el
favor y la arbitrariedad y no en el derecho; entran en el terreno de la corrupción, por el
aprovechamiento particular de bienes colectivos; a veces intervienen elementos emocionales y se
mezclan con relaciones de parentesco; la relación no es circunstancial, por ejemplo por la compra

54
de votos, sino que se consolida a lo largo del tiempo. El trato era personal, directo y voluntario, al
menos en teoría el vínculo podía disolverse en cualquier momento.
El “clientelismo político es una relación más o menos personalizada, afectiva y recíproca
entre agentes dotados de recursos desiguales, y que comprende transacciones mutuamente
ventajosas”. ¿Cómo interviene el poder en esta formulación? La frase clave es “dotados de
recursos desiguales”: en un sistema de clientelas el poder corresponde a aquellos que controlan
los recursos -materiales y/o políticos- y que -por lo tanto- están en condiciones de asignarlos. La
categoría de patrón o cliente la determina la disponibilidad de más o menos recursos y la
capacidad para distribuirlos. Por lo tanto, un miembro de la élite también forma parte de una
clientela, en tanto cuenta con un poder superior a quien recurrir en busca de favores. Los patronos
son poderosos porque pueden obtener y distribuir bienes tangibles -contratos gubernamentales,
empleos, préstamos, etc. La manera de crear y mantener su clientela personal es la inversión
inteligente de estos recursos.
En el caso de la élite tucumana también el poder estaba en función del control y
distribución de recursos: José Posse, ex gobernador y miembro de una familia tradicional y muy
poderosa de la élite local envió el siguiente telegrama al gobernador Federico Helguera: “ suplícole
se empeñe Sr. Dumesnil porque se nombre a mi sobrino Crisolo Ugarte, Jefe esta estación
reemplazo finado Calderón”. La respuesta fue: “ Dumesnil no se presta a hacer nombramiento que
U. (sic) solicita porque quiere hombres prácticos. Dumesnil tiene ya comprometido para nombrar
a otro Jefe estación en esa. Dumesnil no puede atender a su pedido por [tener] compromiso
anticipado (...) para nombrar otro administrador”.
Este ejemplo, demuestra que el poder se encuentra fragmentado entre varias clientelas
competidoras entre sí -además de reflejar el rasgo de reciprocidad que luego se analizará-. La
cohesión de este tipo de sistema nacional o regional es resultado del equilibrio de poder que
organiza en un sistema a grupos de otro modo fragmentados. Cada grupo de poder controla
recursos concretos y por lo tanto puede neutralizar o equilibrar el potencial de las demás
clientelas. Entre varios casos se han escogido dos ejemplos que constituyen una muestra en el
mismo sentido.
El primero tiene como protagonista al gobernador tucumano Federico Helguera, quien
solicitó a Paul Groussac, encargado de la Comisión Nacional de Enseñanza en el Norte, una de las
becas de educación del Ministerio para un “protegido” suyo. Groussac le respondió que disponía
de tres becas nacionales, es decir de las que proveía directamente el Ministerio de Instrucción
Pública -sin intervención del gobierno provincial-, pero que no podía otorgárselas porque,
precisamente, la habían solicitado unos recomendados del Ministro.81 Esto puso en un aprieto a
Groussac que se sentía comprometido personalmente con Helguera debido a una deuda de dinero
que había contraído con éste tiempo atrás y que aún no podía saldarla.82 La beca hubiera sido una
gran oportunidad para retribuir el favor. Sin embargo, pese a su propia necesidad, Groussac no
pudo responder a la solicitud del gobernador. ¿Cuál era el mayor obstáculo? La existencia de un
poder superior, un “patrón”, el Ministro de Instrucción, qu lógicamente disponía de más recursos y
que ya tenía comprometidas las mismas becas. En realidad, no era el Ministro, sino el Ministerio, o
sea la encarnación del Estado lo que primaba.
En el segundo caso, Pedro Alurralde solicitó a Helguera, si es que no estaba comprometido
de antemano, para que diera su poder a Wenceslao Posse a fin de que lo representara en una
asamblea de accionistas del Banco Nacional. Era necesario reunir un número suficiente de votos
para que los directores que se eligiesen fueran una garantía de los intereses del Banco. Al mismo
tiempo, Marco Avellaneda trataba también de conseguir los poderes de los accionistas de
Tucumán y otras provincias para trabajar por su candidatura.83 Como se puede ver, los grupos de
poder estaban fragmentados y competían en clientelas y disponibilidad de recursos. En palabras

55
de A. Weingrod: “son sistemas de equilibrio, y la fragmentación de los recursos y del poder es la
clave de este equilibrio”.
Un buen análisis antropológico del patronazgo fue realizado por Boissevain.Con dos
ejemplos explica la desigualdad y reciprocidad. En el primero, un estudiante busca un favor
especial de un profesor y para llegar hasta él recurre -en primer lugar- a un político de la localidad
que -a su vez- le debía un favor al estudiante. El estudiante consiguió lo que buscaba y a cambio
prometió hacer campaña por el profesor que se presentaba a elecciones. En el segundo, un
hombre deseoso de ser nombrado para un cargo en una municipalidad había conseguido ser
propuesto por el consejo municipal de localidad. Pero estaba preocupado porque el
nombramiento debía ser aprobado por una comisión provincial que revisaba y sancionaba todos
los nombramientos. En consecuencia se puso en contacto con dos prestigiosos conocidos suyos:
un antiguo jefe militar y un abogado a quienes pagó un estipendio y les pidió que intervinieran en
su favor. Ambos se pusieron discretamente en contacto con sus conocidos en la comisión
provincial y poco después era nombrado.
A modo de conclusión, hay que señalar que los protagonistas de los casos de Boissevan
son los clientes, más que los patronos; clientes en busca de conexiones que los lleven hasta otros
más poderosos, que son los que deciden. Se explica cómo traman y desarrollan sus planes los
clientes, pero se deja de lado el comportamiento y los cálculos de aquellos que deciden y otorgan
los favores. Contrariamente, en los estudios de política de clientelas el énfasis está en los
patrones. Por consiguiente, las clientelas políticas son agrupaciones de partidarios o de
dependientes en torno a un jefe patrono activamente comprometido en actividades políticas. En
los casos analizados para Tucumán, las fuentes han permitido ver las dos caras de la moneda -
patronos y clientes interactuando. En otras palabras: las clientelas son grupos, mientras que las
relaciones patrono-cliente son un asunto de redes o mallas
En todos los ejemplos se puede advertir cómo las redes sociales formales o informales se
convierten en vías por las cuales los individuos llegan a los puntos de decisión y pueden obtener
favores, según su particular situación dentro de las redes de poder. Los vínculos personales en los
casos mencionados -sobrino, tío, protegido- y las redes sociales -amigos, conocidos y “amigos de
los amigos”- son la esencia del clientelismo. En definitiva, por medio de estos ejemplos se puede
afirmar -como señala Beatriz Bragoni- que las élites de poder que construyeron el Estado nacional
se valieron de un conjunto de prácticas modernas combinadas con otras de herencia colonial,97
para producir esa especial mixtura de la estructura socio-política no sólo tucumana, sino también
latinoamericana y española.

Segovia, Juan Fernando, Los poderes públicos nacionales y su funcionamiento (1852-


1914)
Estado, constitución y poderes
La formación del Estado argentino está íntimamente entrelazada con la situación histórica
anterior a 1852, con los conflictos entre las partes integrantes de la nacionalidad y con ideas
políticas predominantes. En cuanto a lo primero, el nuevo Estado demandaba una
despersonalización y una desconcentración de la autoridad a través de la división de poderes y la
distribución de competencias. Con relación a los conflictos internos, la disputa entre el interior y
Buenos Aires no se arreglaría con la adopción de un formula federal sino con el dominio de uno de
los sectores. Finalmente, el liberalismo imperante no solo avalaba la separación de poderes y el
federalismo, sino que los ponía al servicio de la libertad y de los derechos individuales, exigiendo
su concreción en un texto escrito e inamovible.
Con la constitución nacía un nuevo orden político, base del Estado naciente, fundado en el
consentimiento de los pueblos, el seguimiento del modelo representativo republicano

56
estadounidense, el optimismo en las instituciones y en los poderes que se otorgaban al gobierno
central. La constitución y el Estado era prendas de paz y unión.
El Estado constitucional se organizó bajo el principio de la separación de los poderes.
Atendiendo al Ejecutivo, destacan la unidad y la concentración, pues fue el órgano de la energía, el
nervio del Estado, pura acción y dinamismo. Mirando al Legislativo, resaltan la pluralidad, la
diversidad de intereses y opiniones, porque el congreso era el mecanismo de discusión, de
representación, especialmente razonador y polemista. El judicial simboliza al guardián final de la
constitución, el órgano moderador, virtuoso, sereno, ajeno a la política menuda. Por eso el
Ejecutivo fue la voluntad y el rostro del Estado: era la decisión unitaria y también quien hacia
manifiesta la existencia del Estado; el Legislativo hizo las veces del cerebro estatal: fue el órgano
deliberativo, el que ordenaba sin ejecutar, que no estaba en marcha sino cuando discutía y
debatía; y el judicial interpretaba el papel de la conciencia moral: enderezaba a los demás por el
recto camino controlando sus excesos.
El presidente personifica al Poder Ejecutivo y al gobierno todo; representa la unidad de
acción del Estado.
El Poder Ejecutivo
La presidencia
De acuerdo con la teoría de Alberti, con nuestra historia, con la caracterización
constitucional y con la intención de los constituyentes, el Poder Ejecutivo fue concebido como un
órgano poderoso pero limitado, un monarca temporal contenido en un esquema de división
republicana del poder, con un amplio campo de acción propio, no obstante hallarse sujeto al
control de los otros órganos. La persona postulada al cardo presidencial era importante: sus
antecedentes y su valía reconocidas, su elevamiento por un acuerdo o la disposición de fuertes
recursos de poder constituían rasgos predominantes que lo llevaban desde el comienzo a la más
alta magistratura con elementos de dominio personales que se agregaban a las potestades
constitucionales. Es cierto que para evitar el exagerado personalismo se había instrumentado una
elección de segundo grado, por medio de un colegio electoral que permitiría, hipotéticamente, la
alianza de notable y el consenso del interior con Buenos Aires; empero, esta institución se
convirtió en una rémora, porque en los hechos tales electores iban con un mandato imperativo de
decidir sobre un tema ya resuelto.
Las jefaturas
¿De dónde venía tanta capacidad de mando? La respuesta institucional señala a las
jefaturas que la constitución acordaba al presidente: la dirección de las relaciones diplomáticas
como representante de la soberanía argentina en el exterior, el gobierno de la capital que es el
asiento de las autoridades nacionales, la jefatura de la administración publica en tanto principal
responsable de los asuntos de gobierno y el mando de las Fuerzas Armadas como encargado de la
defensa común. Agréguese a todo esto el ejercicio del patronato, las facultades de colegislador, la
potestad de nombrar jueces, embajadores, ministros plenipotenciarios, jefes de las Fuerzas
Armadas y se tendrá una visión consiente de su poderío institucional. Además, disputara con el
congreso el ejercicio de poderes excepcionales en situaciones de la misma naturaleza, como las
intervenciones federales y el estado de sitio.
La jefatura de la capital
Si bien el presidente optó por delegar el mando de la ciudad en un intendente, este fue
siempre nombrado por el Poder Ejecutivo con el acuerdo del Senado. Aunque la ley preveía el
funcionamiento de un consejo deliberante elegido por los vecinos, hubo épocas en las que se le
sustituyó por comisiones vecinales cuyos miembros designaba el Presidente.
El vicepresidente

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Jugo un papel importante en estos años. No solo porque acompañara al presidente en la
formula, prestigiando la candidatura, y presidiera naturalmente al Senado, lo que le confería una
presencia activa en el gobierno sino también porque las circunstancias lo elevaron en más de una
ocasión al ejercicio transitorio o definitivo de la presidencia. Finalmente, el vice jugo también un
papel importante de unidad y representación del país en su diversidad, ya que desde la elección
de Mitre se estableció la práctica de que a un presidente porteño lo acompañara un
vicepresidente provinciano y viceversa.
Factores legislativos que fueron determinando el predominio del ejecutivo
El engrandecimiento territorial producto de las campañas contra las tierras ocupadas por
aborígenes, produjo la necesidad de reglar el gobierno de los nuevos territorios, por lo que en
1884, a instancias del poder ejecutivo, de dicto la ley 1532 que establecía nueve gobernaciones a
cargo de un funcionario con el título de gobernador, designado por el presidente con acuerdo del
Senado, pero que dependía directamente del ministerio del interior.
En 1876 el presidente Avellaneda, elevó al congreso un proyecto de la ley general de
inmigración y colonización la que, entre otras disposiciones ponía en manos del ministerio del
interior un departamento general de inmigración con amplias potestades de policía.
En materia de ferrocarriles, las leyes sancionadas generalmente por iniciativa presidencial,
ponían en manos del Poder Ejecutivo los instrumentos administrativos para ejecutar una política
general y seguir cada caso en particular, aunque no es menos cierto que el control definitivo
siempre dependía del congreso, al que iban a parar los contratos de las nuevas concesiones o las
modificaciones de las ya acordadas.
El banco de la nación argentina establecido por ley en 1891 fue convertido en banco del
Estado y agente financiero del gobierno. De la misma manera, el banco hipotecario nacional fue
un medio de acción del poder ejecutivo que se aprovechó de el para extender su poder por todo el
territorio nacional mediante la generalización de los créditos hipotecarios. De esta forma, los
bancos serian un instrumento político para ganar los votos oficiales, era el dinero que se unía al
sable del ejército.
No debe olvidarse el impulso a la educación en todos sus ramos. En este orden de cosas,
la ley 1420 (1884) y su complementaria, la ley Laínez 4874 (1905) vinieron a redondear un cumulo
de competencias educativas en la órbita del poder ejecutivo, a través de la dirección y
administración de Escuelas, encargadas de hacer efectiva la educación común, obligatoria, gratuita
y gradual en la capital y los territorios nacionales y, más tarde, extendiéndola a las provincias.
La dinámica estatal y la preponderancia del Poder Ejecutivo
El control de las situaciones provinciales, en especial de Buenos Aires; la formación del
tesoro nacional de una manera estable; el desarrollo creciente de los medios de comunicación y el
transporte; la imposición de la soberanía estatal a otros poderes subestatales (las tropas armadas),
preestatales (las provincias) y paraestatales (la iglesia). Cuando todos estos factores se conjugaron,
el presidente pudo convertirse en jede supremo de la Nación, alcanzando un poder que, sin ser
despótico, se convertiría en decisivo y preponderante en el juego institucional.
Un ingrediente vino a colaborar con este proceso histórico político: la transformación del
PAN, en 1880, en un partido hegemónico que permitía al presidente reunir en un puño la jefatura
partidaria y los atributos presidenciales.
El estilo de Roca no solo fortaleció a la presidencia sino también al Estado, como
organización institucional y centralizada de la política. Con él se terminaría el ciclo de los políticos-
literarios y se vigorizaría el sistema del presidente elector.
La degeneración del Poder Ejecutivo: El Unicato
Jefe único de un único partido de incondicionales, eso era el unicato, absorción del poder
en torno a su persona y el circulo áulico de obsecuentes, evitando la rotación interna de la elite.

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Es que Juarez quería convertir al gobierno en administración y sustituir a los políticos por
una joven elite culta, que se dejaría llevar por los progresos espontáneos de la vida económica.
Bajo su presidencia se procedió a desmantelar buena parte del aparato estatal y él mismo asumió
la jefatura única de aquella elite, que no solo expulsó de su seno a los partidos rivales, sino que
aun dentro de sus filas rechazó a los afines que no resultaban gratos, guiándose por el ideal
político de una mansa unanimidad.
El Congreso
Representatividad de ambas cámaras
Los diputados, que representaban al pueblo de la nación como un todo, como si fueran
una verdadera asamblea del pueblo, eran elegidos en proporción al número de habitantes, razón
por la cual la composición de la cámara quedaba sujeta a circunstancias ajenas a ella, como la
evolución y el asentamiento de los contingentes inmigratorios.
En cuanto al senado, la teoría indicaba que era representante de las provincias y la capital,
la asamblea de todas las provincias, correspondiendo un número igual de dos a cada una.
Organización y funcionamiento del congreso
De acuerdo con la constitución, el congreso sesionaba en periodo ordinario entre el 1 de
mayo y el 30 de septiembre, plazos que era prorrogables, pudiendo el Poder Ejecutivo convocarlo
a sesiones extraordinarias, para lo cual le fijaba el temario a tratar. Un presidente con un congreso
adverso se servía de tal recurso y no lo convocaba para estas sesiones, quedando así con seis o
siete meses de plena libertad de acción.
El congreso manifestaba su trabajo a través de las comisiones de cada cámara que
regularmente se creaban para considerar las materias que el poder ejecutivo encargaba a sus
ministros.
Las comisiones producían dictámenes o despachos sobre la base de los cuales la cámara
en pleno comenzaba la discusión; no obstante, no se solía prohibir por el reglamento la
introducción nuevos artículos o proyectos durante los debates, dando por lo general amplitud a la
aptitud y opinión de los legisladores.
Intereses y personalidades
Si bien el congreso casi siempre a las diversas tendencias políticas de la Nación, no se
adoptaron medidas para acallar a la oposición ni se usó de la ley como arma de lucha contra las
fuerzas en pugna; al contrario, se puede afirmar que hubo una permanente atención a la situación
de los disidentes y una preocupación por atraerlos nuevamente a la regularidad institucional,
como lo prueban las numerosas leyes de amnistía política y las diferentes iniciativas conciliadoras.
Sin embargo, desde otro punto de vista, los legisladores se dejaron ganar diversos momentos por
intereses particulares, que se traducían en leyes especiales de pensiones, jubilaciones, créditos
extraordinarios, obras en las provincias, etc.
El Poder judicial
En orden a esa independencia, el mecanismo de designación de los jueces-por el poder
Ejecutivo con el acuerdo del Senado- no fue considerado un instrumento lesivo de ella. Los
ministros de la corte no eran ajenos a la elite política; estaban comprometidos con el sistema
institucional y gozaban del prestigio de publicistas, según Zorraquin Becu.
No es extraño por otra parte que ministros de la corte desempeñaran cargo de
responsabilidad política como complemento de su función judicial. Varios miembros fueron
comisionados en ocasiones diversas por el poder ejecutivo o legislativo para solucionar conflictos
provinciales. No faltaron tampoco jueces de la corte que dejaron temporariamente sus cargos
para ejercer como ministros del presidente, como los casos de Gorostiaga, convocado por
Sarmiento y de Lafinur, por Avellaneda.
El ministerio

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Su papel político institucional
Más allá de sus obligaciones constitucionales-atender el despacho, refrendar los actos del
presidente, presentar las memorias anuales, asistir al congreso- fue la predisposición de cada
ministro para someterse a los pedidos y reclamos de los legisladores un factor clave, porque se
tendía si un puente entra ambos poderes.

El control
Prohibición de reelección inmediata como control al poder ejecutivo
Con el tiempo esta limitación constitucional se constituiría en el último baluarte contra el
poderoso órgano presidencial; el respetarla no era solo cuestión de vigor de los principios
republicanos de alternancia del mando y periodicidad del poder. Mitre Sarmiento y Roca
intentaron su reelección, pero solo el ultimo la consiguió.
El control judicial
Sin embargo, en sentencia que hasta el presente se critica, la corte dejó fuera de su
examen a las denominadas cuestiones políticas. Si bien con esta interpretación judicial se liberaba
al congreso y al poder ejecutivo e la inspección de la justica, con el paso del tiempo el mayor
beneficiado fue el último de los poderes, habida cuenta de su continuidad y de las competencias
que venía concentrando. La misma corte y, posteriormente, las doctrinas especializadas
admitieron también por esta época que el poder ejecutivo pudiera dictar reglamentos invadiendo
las competencias legislativas en casos de urgencia, sometiendo siempre los decretos a la posterior
ratificación del congreso, consagrando la facultad ejecutiva de dictar decretos de necesidad y
urgencia.
Estabilidad y continuidad institucionales
Continuidad del sistema e inestabilidad del régimen
El sistema no cambio ni fue sustituido por otro y por eso puede hablarse de estabilidad
relativa, en tanto y en cuanto hubo permanentes movimientos revolucionarios que pueden
entenderse como una manifestación de oposición al orden de cosas y que generaron situaciones
por demás conflictivas.
Sin pretender agotar todos los casos, una tipología de las revoluciones debe partir de la
distinción entre las anteriores a 1890 y las que sucedieron a la de este año; las primeras fueron,
por lo general, explosiones del interior contra el régimen impuesto desde buenos aires, centro del
nuevo poder estatal; las segundas tuvieron un carácter más racional y se pueden interpretar como
sublevaciones contra la adulteración del sistema político constitucional por el régimen.
Representación, Participación y Poder electoral
Las bases sociales y políticas de las instituciones. La elite política
Si todo gobierno es, por definición, minoritario, en la argentina se constituyó una elite de
poder formada por hombres inteligentes que debían predominar- según el diputado lucero- sobre
los gozadores y los imbéciles; elite que monopolizó buena parte de este periodo el ejercicio de las
funciones públicas, más generando, mecanismos de apertura e incorporación a través de la
instrucción, la inmigración y el desarrollo económico. El despotismo se fue diluyendo
paulatinamente hasta desaparecer con la reforma de 1912.
Hasta ese momento la participación política era minoritaria y cerrada; minoritaria porque
solo operaba dentro de las entrañas de la misma elite, sujeta a controles y condiciones que ella
imponía a sus miembros, eliminando o comprimiendo la lucha electoral; cerrada, pues no existían
elites alternativas, aunque la clase dirigente creara condiciones para su futura sustitución.
El gran elector

60
Una de las expresiones del inmenso poder que podía ejercer el presidente era su
intervención en el proceso político electoral, ejerciendo presión, según los casos, a través de la
influencia o la imposición. Sin embargo, este poder electivo de hecho no era absoluto; por un lado,
requería del asentimiento y el aval de la elite gobernante; por el otro, demandaba del candidato el
poseer no solo cualidades políticas sino además atributos concretos de mando, como haber sido
ministro, gobernador, senador o destacado militar. Inclusive el acuerdo político de la elite era
clave al punto de que ella podía desplazar a candidatos naturales e imponer presidentes tapones,
como ocurrió con los ascensos inesperados de Sarmiento, Luis Sáenz Peña, y Quintana. Pero lo
normal fue que el presidente saliente consiguiera a menudo imponer a su sucesor.
Los presidentes podían carecer de partido propio o no ser necesariamente sus jefes, pero
no podían llegar al poder sin la anuencia del jefe y el acuerdo entre los poderosos, especialmente
si no eran señalados por el dedo presidencial.

Duncan, Tim, LA PRENSA POLÍTICA: SUD-AMÉRICA, 1884-1892

Resumen
Diarios representando diversos intereses políticos proliferaron en Argentina a fines del s.
XIX. Sud-América, el diario Juarista fundado por Carlos Pellegrini y Paul Groussac en 1884, fue uno
de casi una docena de periódicos, publicados en Buenos Aires en la década de 1880. Su buena
salud y desarrollo nos proveen una corrección a la visión de que los resultados políticos de la
época de alguna manera estaban fijos. Al contrario, nos ilustran cómo la opinión pública
gobernaba la arena política, donde la carrera era pareja y en muchos aspectos transparente
Abstract
Su colección constituye el único testimonio completo del surgimiento y la caída del
gobierno juarista narrado por sus principales actores.2 Su valor, por otra parte, no sólo reside en el
hecho de que el calibre de sus editores y colaboradores fue tan alto como parejo, sino en que, por
sobre todo, SudAmérica es la expresión más lograda de una versión optimista de su propia época.3
La década de 1880 nació buena y Sud-América cuidó de que así fuese apreciada.
Lo que sigue es un intento de explotar a Sud-América como fuente histórica desde tres
diferentes enfoques.
I
“La República tiene como peculiaridades sus grandes ríos, su inmensa pampa, su cielo
precioso, sus elevadas montañas y su general Mitre. Produce papas, maíz, toda clase de cereales,
vacas e historias de San Martín.”4 Este agudo sentido del absurdo no fue exclusivo de Sud-
América; también El Diario y más tarde La Nación publicaron ambos graciosas columnas tituladas
“Desde Córdoba” en las que Marcos Juárez fue diaria y mordazmente satirizado.5 El Nacional, por
su parte, describió en una ocasión al Presidente Juárez Celman recibiendo gozoso un busto de oro
con su propia imagen.
todas ellas se diferenciaban sustancialmente de los periódicos masivos del siglo XX y
tampoco eran, como sus predecesores, meros panfletos políticos. Eran, en todo caso, un híbrido
cuyas finanzas, personal, perspectivas de sobrevivencia e, incluso, estilo, estaban todos
estrechamente ligados al sistema político mismo. Se puede clasificar a los periódicos como prensa
política en razón de las cuatro características que mencionamos y que describiremos con más
detalle más abajo. Nadie que los haya leído puede estar en desacuerdo con la clasificación que les
otorga el censo municipal de 1887
Nos ocuparemos aquí de la prensa política porteña por la sola razón de que Sud-América
se publicaba en Buenos Aires, ya que cada capital provincial podía jactarse de contar con por lo

61
menos dos o tres diarios con finanzas, personal, posibilidades de vida y estilo similares a los de la
capital, determinadas todas estas características por orientaciones políticas.
En 1884 la avidez de noticias y el interés por la política eran abastecidos en Buenos Aires
por diez diarios por lo menos. La competencia por las ventas en la calle era, pues, tan cruenta
como la lucha por conseguir avisos.9 Si para los dos diarios de mayor circulación, La Nación y La
Prensa, la vida no era muy precaria, para la mayoría de los otros diarios políticos, que tiraban cada
mañana un promedio de 5.000 a 6.000 ejemplares, se hacia necesaria la obtención de un
sustancial subsidio externo.10 Era tan caro fundar un diario político como hacerlo funcionar. Por lo
común, como en el caso de Sud-América, se armaba una compañía y se conseguía financiación
mediante la venta de acciones. Pellegrini reunió los 50.000 $ m/n requeridos como capital inicial
de Sud-América por medio de la venta de cincuenta acciones.11 El número de estas últimas era en
general pequeño, con el objeto de obtener una distribución limitada del derecho a voto. Otra
forma de mantener reducido el derecho a voto en la decisión editorial, era la obtención de
préstamos bancarios. De esta última manera es como Roca consiguió fundar La Tribuna
Nacional.12 Pero la mayor parte de la prensa política no podía acceder a este lujo; los costos eran
tan altos que sin aumentos permanentes en la circulación o subsidios directos y continuos, los
diarios no podían subsistir.
Siendo la fuente de subsidios la que generalmente proveía la línea política por seguir, los
diarios no desaparecían hasta que la facción que los sostenía no lo hiciese primero. El caso de La
Tribuna Nacional ilustra claramente esta dependencia financiera. En febrero y marzo de 1889 el
diario de Roca fustigó a Juárez Celman a raíz de su intervención a la provincia de Mendoza y del
cierre de la Bolsa. Juárez se vengó suspendiendo la suscripción ministerial a La Tribuna Nacional,
de lo que resulto la liquidación inmediata del diario. Sudamerica. El costo por unidad era muy alto,
pero la influencia política de Juárez aseguraba su existencia.
Aunque los diarios políticos existían antes que nada para participar del debate político y
para darlo a conocer, aparecían también en ellos otras especies en la forma de novelas en serie,
cuentos, noticias sobre duelos y chismes sociales. Si bien estas incursiones sociales y literarias no
estaban abiertamente subordinadas a la política editorial cotidiana, la renuncia a SudAmérica del
editor literario más talentoso de la República, a menos de un año de su aparición, muestra que
tampoco eran indispensables. Ser periodista entonces, no consistía solamente en tener un
empleo como tal: todavía no era aceptable que alguien se prostituyera por una causa a la que se
oponía.
Trabajar en favor de los propios principios era, en parte, una consecuencia de lo que
podría llamarse un mercado de vendedores de trabajo.
De los once diarios políticos que competían con Sud-América en ese año, más de la mitad
habían aparecido durante la presidencia de Roca.19 La expansión, por otra parte, hizo posible la
entrada de recién llegados a posiciones claves dentro de los diarios y una consecuencia de esta
tendencia llegó a convertirse en centro de atención cuando los vecinos de Sud-América en la calle
Bolívar se volvieron contra Juárez en 1890.
El empleo en los diarios políticos era impredecible e inestable, sobre todo porque los
periódicos mismos eran la expresión de la naturaleza inquieta de la política argentina. Un vuelco
en el complejo nudo de alianzas y enemistades personales que comprendía a todo el elenco de la
política argentina, requería generalmente un ajuste paralelo en la composición de la escena
periodística. Los ajustes podían realizarse por medio de la liquidación de un diario, la creación de
otros o la renuncia del personal. En este respecto, el impacto que tuvo la ruptura entre Roca y
Juárez es ilustrativo. Juárez llegó al poder con tres diarios firmemente a su favor: La Prensa, La
Tribuna Nacional y Sud-América. La desaparición de La Tribuna Nacional y la deserción de La
Prensa de las filas juaristas en 1889, dejó a SudAmérica sola y con gran necesidad de apoyo.

62
En el caso de la publicación de periódicos, una alta tasa de natalidad parece más bien
indicar salud: diversidad, experimentación, cambio. Como los diarios políticos de los que estamos
hablando eran generalmente publicaciones de calidad, respaldadas por hombres acostumbrados a
perder dinero en la empresa, resulta extraño que de los 12 diarios políticos de 1887 sólo tres
hayan sobrevivido hasta 1895. Los problemas de inexperiencia, finanzas inadecuadas o altos
costos de producción que afectaban a las publicaciones en general, no parecen ser los
responsables, en cambio, del ciclo vital de los diarios políticos. Es probable que los problemas
financieros afectaran la publicación de los diarios hasta cierto punto, dando cuenta, quizá, del
hecho de que tantas publicaciones periódicas registradas en 1895 no se llegasen a convertir en
diarios. Pero no son ciertamente las finanzas las que explican por qué Sud-América tuvo que
cerrar, como no explican tampoco la desaparición de La Tribuna Nacional primero y luego su
reaparición en 1891 durante uno de los momentos económicos más oscuros. Sud-América muere
por Julio Costa, gobernador de Buenos Aires en 1891, deja de apoyarla y pasa a apoyar a El
Nacional y a El Censor. Gil, director de Sud-América entonces, no estaba de acuerdo con la
complicidad de Costa en el pacto entre Mitre y Roca a principios de 1891, y este desacuerdo le
cuesta finalmente la pérdida de su diario.25 El Nacional y El Censor tuvieron un momento de
vacilación primero y finalmente cayeron poco después de que Costa fuera sacado de la
gobernación de la provincia en 1893. Otro de los diarios, La Patria, se hundió junto con la suerte
del general Lucio V. Mansilla, cuyo apoyo incondicional a Juárez lo había desacreditado ante los
ojos de los militares de quienes había estado consiguiendo los subsidios para mantener el diario.
Estos ejemplos confirman la idea de que, si bien es cierto que las restricciones financieras
dificultaban el establecimiento de sustitutos de pareja calidad, la suerte de los diarios políticos
dependía sobre todo de las vicisitudes de las facciones políticas que los publicaban.
Si las finanzas, el personal y, sobre todo, la esperanza de vida de los diarios políticos
derivaban efectivamente de su dependencia de los círculos políticos que los controlaban, el estilo
también derivaba de este mismo control. Las tareas que cumplían como portavoces de esos
círculos políticos podrían dividirse entre permanentes e incidentales. Entre estas últimas estaba la
de proveer lugares de reunión y centros de discusión convenientes. En diarios como Sud-América
un joven escritor con ambiciones políticas encontraba exactamente su medio. Su tarea consistía
en perfeccionar el arte del cabildeo político, leer toda la prensa matutina de la Capital, estar
atento al chismerío sobre los grandes personajes y escribir agresivamente en una prosa de tono
paternal.
El diario no sólo el portavoz sino también el foro de su facción política. Un artículo
requería la aprobación de los varios comités editoriales antes de su publicación; si una idea era
considerada suficientemente buena, se la repetía hasta que llegase a ser un punto central de una
nueva línea política. Sud-América se desempeñó así respecto de los juaristas cuando los
seguidores del presidente evaluaban las implicancias del continuo alejamiento entre éste y Roca,
su mentor. Interpretaciones claras y razonables de las ideas juaristas sobre la República y sobre su
propio lugar en el destino de aquélla, empezaron a aparecer regularmente durante 1888. El estilo
del diario cambió radicalmente. Sutileza, persuasión, esperanza y razón llenaron columnas que
habían tenido poco tiempo atrás un cariz totalmente diferente. Sud-América nunca logró, sin
embargo, reconciliar totalmente estos dos caracteres; el guerrero y el pensador podían muchas
veces surgir de una misma pluma, pero uno al lado del otro en la misma página del diario
provocaba la sensación de que el pensador era deshonesto y el guerrero un farsante.
II
Sud-América imprimía orgullosa una oda a la moderna Buenos Aires: “vivir en la planta
baja de una casa, antes lo más común, hoy no es chic. Ud. vive en el primer piso”.28 Si este era un
reflejo de París, las noticias que llenaban una buena parte del espacio de Sud-América venían

63
directamente de Paris; cuando estas últimas no alcanzaban y quedaba espacio libre, se podía
siempre volver a insistir con la adoración a Sarah Bernhardt o con la descripción meticulosa de los
horrendos crímenes de Jack el Destripador.
Lo que, en cambio, realmente da a la década de 1880 en la Argentina su carácter
distintivo, es la seguridad de que la civilización argentina era factible y de que, si se actuaba
sabiamente, la historia argentina se convertiría en el simple relato del establecimiento progresivo
de las condiciones morales y materiales necesarias en una república.
Todos los diarios políticos estaban llenos de fervor por esta década extraordinaria, pero
pocos se aproximaron a la chochera con que la trataba Sud-América. Porque Sud-América era
como el perro de un dueño hambriento para quien “actuar sabiamente” era actuar con ambición y
audacia. Si esto era glotonería, entonces los juaristas eran glotones de progreso.
La historia de Juárez Celman es la historia de un fracaso. Sud-América la refiere en sus
artículos de fondo –a veces publicados como editoriales y otras como contribuciones- en una
versión que podría titularse simplemente “audacia”. Los constructores de esta versión, que
apareció generalmente en artículos sin firma, fueron sin duda el jefe de redacción, J. V. Lalanne, y
Rufino Varela Ortiz, este último llamado especialmente desde Córdoba (donde había reemplazado
a Ramón Cárcano como secretario del gobernador) para ocupar la dirección del diario. Carlos
Pellegrini era el vicepresidente de la República, Roque Sáenz Peña estaba preparándose para las
conferencias sudamericanas, Lucio V. Mansilla era el líder juarista en el Congreso, Estanislao
Zeballos estaba editando los anales de la Sociedad Rural. Algunos como Mansilla y Eduardo Wilde,
continuaban colaborando con Sud-América.
Para 1891, era evidente, sin embargo, que un cambio se había gestado. José S. Gil, director
del diario, trató de librarse de la responsabilidad del mismo buscándole una fecha de comienzo y
concluyó que el “incondicionalismo”, tal el cambio, fue inventado en el banquete de la juventud
juarista de 1889.33 Es probable que Gil estuviese en lo cierto, pero su afirmación podía también
inducir a error. “Incondicionalismo” fue un termino acuñado por los partidarios juaristas para
reforzar lazos de lealtad en un momento en que los ataques al presidente y su gobierno se
multiplicaban. No había dudas: los juaristas habían cambiado. Todo comenzó a fines de 1887 como
un intento consciente y deliberado de controlar el brazo político del gobierno nacional: el partido
Autonomista Nacional. En Sud-América el control estaba en manos de esa segunda generación que
durante los dos años y medio siguientes discutió y propagó lo que hoy se conoce como el
“unicato”.
Lo que fundamentalmente diferenció al nuevo grupo en control de SudAmérica fue su
intensa simpatía hacia las provincias, y esto se tradujo en que desparramase sobre Buenos Aires
un aire liberal firmemente soplado desde Córdoba. El liberalismo de la Argentina moderna tenía
sus raíces profundas dentro del puerto, y por esta sencilla razón, el diario explicaba, sólo un
hombre de origen provincial que profesara los principios liberales más avanzados estaba calificado
para representar a todos los argentinos. El hombre era, por supuesto, Juárez Celman. Pero para
Sud-América también podía llegar a serlo Ramón Cárcano. Joven y cordobés, había desatado en
Córdoba, junto a Juárez Celman, el ataque nacional contra la Iglesia y llegó, justo en 1887, para
hacerse cargo del Correo Central.
Sud-América procedió a vender el juarismo en tres formas. Primero creó lo que
efectivamente resultó un generador de entusiasmo y que tomó la forma de un foro solidario. Esto
se debió más que nada al trabajo de Cárcano, a quien parece que se le hubiera dado el cargo en el
Correo específicamente para ese fin. El trabajo consistía en la coordinación de células, repartidas
por toda la república, que incluían a individuos localmente importantes y cuya misión consistía en
reunirse como en un club, imprimir menús en francés, comer tantos platos como pudiesen, llenar
sus copas con champagne, beber por la gloria eterna de Juárez Celman, el jefe único, y transmitir

64
los discursos, resoluciones y listas de socios a Sud-América para la edición del día siguiente por el
servicio telegráfico especial. En segundo lugar, Sud-América desarrolló lo que podría llamarse la
“teoría juarista del gobierno”, basada en dos principios complementarios. El primero consistía en
la explicitación de una interpretación muy pragmática de la Constitución. “La Constitución
argentina ha señalado bien terminantemente cuáles son las relaciones entre los Gobernadores y el
Presidente de la República, estableciendo queellos son los agentes del Gobierno Federal…”37 En
otras palabras, los gobernadores debían ser considerados como miembros menores del Poder
Ejecutivo; si no estaban de acuerdo con la línea de este último, perdían su protección y,
evidentemente, también su legitimidad constitucional. Este principio era complementado por
otro, igualmente pragmático.
Sostenía que el candidato presidencial de un partido es lógica y naturalmente su jefe en
cada elección y que, al llegar al poder, no pierde este carácter.38 Siendo el presidente el jefe de su
partido y los gobernadores sus agentes oficiales, en la Argentina el gobierno sólo puede funcionar
si los gobernadores son los aliados políticos del presidente. En función de un buen gobierno y una
administración adecuada, parecía crucial entonces que los disidentes abandonaran sus puestos en
favor de la unida y gran familia juarista. Conocida generalmente como el “unicato”, esta teoría fue
creada para justificar el hecho político más importante desde la federalizacion de Buenos Aires: la
ruptura entre Juárez Celman y Roca. La tercera versión del juarismo en Sud-América fue una audaz
aplicación de su teoría sobre el gobierno al problema de un ex presidente joven, ambicioso y
desocupado.
Los partidos, entendidos como instituciones cuya identidad trasciende las sumas de sus
miembros no existían, según Sud-América, en la Argentina. Un partido político argentino era, más
bien, nada más que los elementos que lo formaban.
Roca estaba ahora fuera del gobierno. Su máquina política, tanto en las provincias como
en la Capital, había sido, de acuerdo con la teoría del unicazo, la máquina del gobierno y en la
misma medida el partido de Roca. Al ser reemplazado por Juárez, esta máquina se volvió no sólo
redundante sino también un obstáculo potencial para el desarrollo de un buen gobierno. Juárez
estaba entonces justificado al desmantelar lo que Roca había montado y, para hacerlo, era
esencial que reemplazase también a Roca como jefe de partido.
En 1890, por el contrario, Sud-América declinó tanto en la calidad como en su tono
general. Esto se debió, en parte, a la confusión creciente dentro de las filas del gobierno
provocada por la suba de precio del oro y la preocupación por el futuro económico del Estado.
Sud-América sufrió también por la aparición de un nuevo diario juarista, La Argentina, que
comenzó a competir por los escritores, los chismes y el dinero. Se acomodó a la nueva situación
especializándose en fragmentar a la oposición (ahora la Unión Cívica) y cediéndole al nuevo diario
su antigua misión de formar la línea juarista. El resultado fue un declinamiento gradual de su
estilo, su alcance y la calidad de sus contribuciones. Para julio de 1890, Sud-América tenía poco
que ver con lo que había sido sólo un año antes cuando las causeries del jueves de Mansilla
estaban en boca de toda la ciudad y cuando los círculos políticos quedaban boquiabiertos ante
cualquier movimiento juarista.42 Se podría decir que poco se perdió cuando la revolución de 1890
obligó a los ahora humildes “incondicionales” a vender. Pero en octubre de ese año, cuando José
S. Gil compró el diario a Rufino Varela Ortiz, por un breve período volvió a retomar su energía.
Detrás de Gil estaba el dinero de La Plata, el rincón sobreviviente más fuerte entre los
simpatizantes juaristas.43 Allí, Julio Costa estaba fortificando su vulnerable posición de
gobernador juarista dentro de lo que era ahora una escena política acentuadamente antijuarista.
Su Partido Provincial se formó a fines de 1890 para minimizar la influencia de Roca en el litoral. El
Nacional, El Censor y Sud-América apoyaron a Costa desde principios de 1891, apoyo que
demuestra la rapidez con que Costa fue capaz de organizar los recursos.44 Sin embargo, se vio

65
obligado a apoyar, aunque sea formalmente, el nuevo acuerdo entre Roca y Mitre. A fines de
1891, el éxito de Costa en reagrupar los elementos juaristas del litoral bajo la bandera modernista
fue suficiente para romper el acuerdo; pero pareciera que para Gil una alianza con Roca era
indispensable, aunque fuese formal.
Gil rompió con Costa a principios de 1891. Desde entonces, Sud-América, ahora
firmemente en las manos de la Unión Cívica Radical, comenzó a trastabillar. Su impresión se volvió
descuidada y difícil de leer; aquello que resultaba legible sonaba a panfleto revolucionario, muy
chillón y muy paranoico. Gil, quien fue reemplazado por Guillermo J. Suffern, uno de los
editorialistas de la época temeraria de 1887. Suffern, sin embargo, no demostró tener mayor
inclinación por el duelo ni por la discreción. Inmediatamente publicó un ataque personal en contra
del juez Angel Pizarro; un error, se diría, ya que después del 3 de setiembre de 1892 Sud-América
nunca reapareció para explicar por qué.
III
Roca, Mitre, Juárez, Costa, Roque Sáenz Peña y Del Valle, difícilmente hubiesen
derrochado dinero, tiempo y reflexión en sus respectivos diarios políticos, si no hubiesen
respetado los resultados a conseguir por este medio. La naturalidad con que un político se
dedicaba a la publicación de diarios, parece indicar que estos hombres basaban sus acciones y
creencias en intereses más amplios que los puramente personales, económicos o de clase.
También sugiere que los políticos valoraban tanto a la opinión pública como para voluntariamente
someterse a su juicio. Más aún, esta ligazón entre la política y la prensa hacían de la política un
asunto mucho más público que el que generalmente se sugiere.
La Argentina en 1880 era una creación muy reciente. La independencia política se había
ganado en la primera parte del siglo a un costo que vino a resultar en el colapso institucional. A lo
largo de un período de sesenta años, que terminó alrededor del principio de la década de 1870,
nada funcionó correctamente en la joven república.46 Las constituciones eran proclamadas e
inmediatamente ignoradas. El dinero, emitido y recelado. Los presupuestos propuestos y
sacrificados. Las rutas coloniales se deterioraban y las fronteras se acercaban. Se puede celebrar la
relativa estabilidad de 1880, pero esto no debe hacer olvidar los casi setenta años que necesitó la
Argentina para fijar exitosamente sus límites. No había mucho más de que estar orgulloso.
El sentimiento de que un pasado profundamente temido estaba agazapado tras la última
curva, yacía en la base de otro rasgo distintivo de la joven república: el acuerdo sobre los objetivos
a alcanzar que caracterizó tanto el pensamiento como la política argentinos. La ausencia de debate
ideológico en la política fue señalada, como hemos visto, por contemporáneos tales como los
escritores de Sud-América. Sería pretencioso asegurar dónde está la verdad, pero sí podemos
señalar aquello sobre lo que sí estaba de acuerdo todo el mundo. Es casi indudable que los
argentinos a fines del siglo XIX estaban básicamente de acuerdo sobre la relevancia de las pautas
liberales para la sociedad. dominaba todas las áreas de la civilización occidental en el mismo
período.49 El liberalismo no constituía simplemente una de las filosofías en pugna con otras
alternativas igualmente válidas. Para los hombres de 1880 era el pensamiento de la civilización, el
demiurgo del mundo moderno, y era todo lo que existía. En sus formas de 1880, el socialismo y el
anarquismo eran más un reflejo de lo que pensaban ciertos inmigrantes llegados a la Argentina
que respuestas a las condiciones a la vida en este país.
Lo que confiere originalidad al acuerdo de la política argentina de este período, es que sus
hombres compartieron una visión dinámica de la sociedad argentina, mientras que en el resto del
mundo liberal se limitó solamente a un plano más mecánico. La república fue el fin creativo de
1880, tanto como lo había sido en 1852. La política no fue una simple escaramuza por el poder:
fue sobre todo el camino hacia la realización de la idea republicana. Asociándola con la educación
(en sí misma una institución política dinámica), a la política se le asignó el rol de la creación

66
eventual de una civilización sudamericana y, sobre este objetivo, no existe ninguna evidencia de
que hubiese mucha discrepancia.
La velocidad del cambio, el énfasis en el progreso, la importación de capital y trabajo, la
esperanza de una mejora racial y la alta prioridad conferida a la educación, son todos elementos
de la vida argentina posterior a 1880 que confirman el carácter dinámico de la política
mencionada. Lo que generalmente se olvida, sin embargo, es la cualidad idealista de este rasgo
que se basaba en la creencia de que la creación del hombre republicano era esencial y posible.
Esta era la verdadera tarea: la formación del hombre republicano argentino responsable y
civilizado. Se requerían para esta tarea dos pares de herramientas: doctrina y práctica, educación y
estrategias. Dada la ausencia de una división ideológica entre los argentinos de 1880, se podía
esperar que una prensa libre supliera ambos tipos de herramientas. Por esta razón, y con la
excepción de algunos períodos preelectorales cortos, se la dejó generalmente actuar en libertad.
El Segundo Censo Nacional de 1895 es revelador con respecto al lugar que ocupaba la
prensa. Según esta fuente, el periodismo encabeza la lista de los rubros reunidos bajo el título
“Instrucción Pública”.54 En el Censo Municipal inmediatamente anterior es aún más explícito:
“Existe en Buenos Aires verdadero periodismo, libre e independiente, con escritores bien
preparados que lo dirigen. Aquí, lo mismo que en Inglaterra puede sostenerse que la prensa
periódica, por la influencia que ejerce en las costumbres y en el gobierno, es el cuarto poder del
Estado”.55 Las referencias a Inglaterra aquí y a los Estados Unidos más arriba no son accidentales,
ni tampoco fue la Argentina el único país que tomó a estos dos países como modelos, porque,
acertados o no, los hombres de 1880 consideraron a la fuerza civilizadora que veían en estas dos
sociedades del Norte como sinónimo de una conducta y una opinión ciudadana responsable,
nacional e informada.56 La opinión pública era la cuarta fuerza del Estado; sin ella y sin su vocero,
la prensa, el gobierno era posible pero la república democrática no lo era.57 La prensa tenía un
doble rol que jugar: por un lado, el efecto acumulativo que con el tiempo debía formar una
ciudadanía activa; por el otro, constituir un foro en el cual la opinión pública encontrase su
genuino representante.
Es difícil imaginar a Roca trabajando exitosamente para conseguir la renuncia de Juárez
sin el trasfondo de opinión que preparó la prensa porteña en los meses anteriores. Es igualmente
difícil ver a esa preparación como otra cosa que la expresión de la humillación porteña ante lo que
se consideraba en Buenos Aires como el manipuleo cordobés del poder.58 Del mismo modo, es
difícil explicar el resultado de las elecciones de 1892 sin tener en cuenta el papel crítico que jugo la
opinión pública. Esta puede haber sido una voz tan selecta como se quiera, pero fue el público
políticamente educado el que impuso sobre Roca y Mitre la humillante solución de Luis Sáenz
Peña.
Podría tener quizá sentido componer la imagen de la política argentina en este período
según otro tipo de enfoques. Nosotros insistiremos aquí sobre los siguientes puntos: 1880 no fue
para los hombres que vivieron esa década más que un comienzo; la construcción de la civilización
argentina fue para ellos inspirada por una inseguridad real proveniente del pasado; “civilización”
significaba la incorporación dentro de la Argentina de un cuerpo de opinión pública necesaria para
asegurar su sobrevivencia; la idea de una prensa libre fue considerada sacrosanta por su valor
simbólico; la existencia de una prensa libre protegida así, aseguró la práctica cotidiana de la
opinión pública; la prensa fue tan exitosa en articular una expresión política amplia, que puede ser
considerada, al menos en este período, como un componente clave de un ideal democrático en
funcionamiento.

Alonso, Paula, En la primavera de la historia: el discurso político del roquismo de la


década del ochenta a través de su prensa

67
En octubre de 1880 Julio A. Roca asumió la presidencia luego de haber vencido al
gobernador de Buenos Aires, Carlos Tejedor, en elecciones primero (abril de 1880), y en la guerra
después (junio 1880). El nuevo presidente inauguraba sin saberlo lo que se convertiría en mas de
tres décadas de predominio en la Argentina de su organización política, el Partido Autonomista
Nacional.
Es indudable que fueron años de grandes cambios y transformaciones, pero quizás lo que
ha sido menos percibido es la intencionalidad de los principales políticos en definirlo (y
defenderlo) como tal. La principal arma de la campaña fue su periódico, titulado “La Tribuna
Nacional” (LTN) durante la década del ochenta y rebautizado “Tribuna” en 1891. Como veremos
en las próximas páginas, la función del periódico roquista no se reducía al rol estrecho de construir
una deseada imagen de cambio. Él también estaba encargado de instruir al público sobre la
naturaleza de la nueva era comenzada y de sus amplias implicancias.
Este trabajo se propone reconstruir el contenido del mensaje que el roquismo difundía a
través de su periódico. El objetivo es de otra naturaleza; se trata de un intento de reconstrucción
ideológica, entendiéndose por ideología a una vaga asociación de ideas destinadas a generar
apoyo, a promover entendimiento y, en algunos casos, a inspirar acción.
La prensa política y la prensa roquista
“Y ud sabe que este pueblo se gobierna y tiraniza con los diarios”, eran las palabras con
que Julio A. Roca se refería a la prensa política porteña, uno de sus principales componentes en la
vida política argentina del fin del siglo XIX y principios de XX. Los diarios políticos eran el principal
medio a través del cual cada facción o partido político de relevancia lanzaba sus ideas, combatía al
adversario y se defendía de los ataques de la oposición.
¿En qué consistía la prensa política? Estaba compuesta por un pequeño número del
enorme caudal de periódicos que circulaban en el Buenos Aires del fin de siglo, estaba
geográficamente concentrada en Buenos Aires y, por sus objetivos, estilo y contenido, era un
hibrido en transición entre el panfleto político y el diario de las capitales europeas y las grandes
ciudades norteamericanas, o en comparación con la actual prensa moderna. Cada una de estas
características de la prensa política requiere, sin embargo, de una mayor calificación. El adjetivo de
pequeño número solo es aplicable si se tiene en cuenta que el Buenos Aires de las últimas décadas
del siglo XIX poseía, a nivel mundial, una de las mayores circulaciones de periódicos por habitante.
En 1885, los 25 diarios que se imprimían cada dia en Buenos Aires, sumaban una circulación total
de 17.000 ejemplares, constituyendo un promedio de 23 ejemplares por cada 100 habitantes. En
1896 el número de diarios en la ciudad de Buenos Aires llegaba a 28, y como explica el compilador
de estos diarios, este era un numero fiable, contabilizado dos años antes de la elección
presidencial, ya que “es un hecho bien conocido que el movimiento periodístico aumenta en
proximidad de las contiendas electorales dando siempre origen, los partidos que en ella actuaban,
a nuevos órganos de publicidad. Es necesario aclarar que de estos 25 o 28 diarios que circulaban
entre 1885 y 1896, no todos correspondían a la categoría de prensa política. Solo 18 cumplieron
los requisitos, y solo algunos existieron de forma continua.
Si Buenos Aires era el centro de la prensa política, esto se debía a una serie de razones: era
de hecho la capital del país desde 1862; disfrutaba de una mayor concentración de población
alfabeta y, siendo el hogar de los partidos políticos porteños y de las autoridades nacionales, era
un centro de constante agitación de la vida pública. De todas formas, la prensa política que se
imprimia en la Capital se distribuía a las demás provincias. En el caso de los periódicos oficiales se
realizaba mediante la suscripción de los gobernadores leales al partido, mientras que, en el caso
de los partidos de la oposición y gobernadores no pertenecientes al partido del presidente, la

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distribución se realizaba a través de suscripciones hechas por lo miembros provinciales de cada
partido.
El objetivo de este tipo de prensa distaba de ser el de informar al lector sobre los eventos
del día, locales e internacionales. Reclamando mantener cierta independencia u objetividad.
Tampoco era este el caso de una prensa semiindependiente que en periodos electorales se
inclinaba abiertamente por uno u otro partido. Por el contrario, LTN explicaba sobre si misma: “No
somos simples espectadores que, en el teatro del mundo político, juzguemos tranquilamente los
hechos que pasan, como el sabio los fenómenos sometidos a su observación”. Era el partido
político el que les daba origen, los financiaba, los proveía con el personal de redacción y les
impartía las directivas sobre la materia y el tono de los editoriales. En su nacimiento,
supervivencia y muerte, el diario político estaba atado al partido que le había dado origen.
Durante las décadas del sesenta y del setenta, la parte central de cada periódico estaba
compuesta por las tres o cuatro largas columnas de su editorial. Según Navarro Viola, fuera de
ellas el lector solo podía satisfacer su deseo de novedad en unos breves recuentos sobre lo
ocurrido en la ciudad durante el día, en resumidas noticias sobre los hechos culminantes en las
provincias y en escasos telegramas del exterior mayormente provenientes de Montevideo.
Durante las décadas del ochenta y el noventa se produjo un gran crecimiento de la revista
especializada sobre temas científicos, morales, deportivos, filatélicos, fotográficos, sociales, de
gremios y asociaciones. En consecuencia, la prensa especializada le había robado lectores a los
grandes diarios, y en los años noventa, el número de estos últimos se había visto incluso
disminuido en comparación con la década anterior. Navarro Viola también resaltaba que en la
última década del siglo “los diarios no se escriben ya para agradar a un hombre o a un grupo, sino
para satisfacer las exigencias de información que reclama el público. Con este fin, cada gran diario
había incorporado o expandido dos nuevos elementos: la correspondencia y la notica grafica
extranjera, y el aviso comercial.
“La Prensa” fundada en 1869 por Jose C Paz era probablemente el mejor ejemplo de un
periódico político que lideraba la transición a la modernidad, y por lo tanto, únicamente entraría
dentro de nuestra concepción de prensa política si se flexibilizan un tanto los parámetros.
Propiedad de su fundador el periódico manifestaba tener por objetivo “consultar
concienzudamente la opinion publica antes de invocarla, se propone seguirla y apoyarla en vez de
conducirla violentamente”. Si bien no disimulaba sus preferencias políticas, el contenido del diario
distaba de agotarse en apoyar una causa partidaria.
El segundo diario en importancia era “La Nación”, propiedad de Bartolomé Mitre. Si bien
en este caso también se había operado una transformación hacia la modernidad, por sus
características exhibidas durante las décadas del ochenta y del noventa, se lo podría definir como
un diario político moderno, con mayor acentuación en político que en moderno. Nacido en 1862
como “La Nación Argentina” y rebautizado “La Nación “en 1870. Junto con “La Prensa” se vendia
por la mañana y si bien el tono de sus editoriales no dejaba lugar a ambivalencias en cuanto a sus
preferencias policías, el diario aspiraba a ofrecer información además de un punto de vista.
¿Cuáles eran entonces los mejores ejemplares de la más pura prensa política? Durante las
décadas del ochenta y del noventa ellos fueron: “La Tribuna Nacional”, Sud-américa, La Unión. El
Nacional, El Argentino, El tiempo, La Nación (con los atenuantes mencionados), y hacia el final de
la década se les sumaron los diarios socialistas liderados por “La Vanguardia”. Eran financiados a
través de acción que se compraban entre los dirigentes partidarios y, como se ha mencionado, en
el caso del partido oficial a través de abultadas suscripciones del gobierno nacional o provincial.
Mientras que “La Prensa” y “La Nación” se vendían por la mañana, el resto de los
miembros de la Prensa política salían por la tarde. La mayoría de estos periódicos contaban entre
dos y cuatro páginas, la mitad de ellas destinadas a avisas publicitarios de tipografía simple y

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similar, sin iconografía ni grandes titulares. En el caso de los diarios del partido oficial, como LTN o
Sud-américa, gozaban del acceso al servicio telegráfico nacional, por lo que ofrecían información
fresca sobre política provincial.
Con excepción de los dos meses que llevaban las campañas electorales, el contenido de
estos periódicos estaba destinado a la opinión pública entendida como la opinión de los hombres
públicos. Más que exhortar al hombre privado a abrazar la causa partidaria, sus editoriales se
dirigían a los redactores de la oposición y los simpatizantes partidarios más que a un vasto público
ya que, por lo general, “nadie leía sino el periódico destinado a la defensa de sus propias ideas
políticas”. Naturalmente esto cambiaba durante las campañas electorales, cuando se intentaba
convencer a un electorado mayormente indiferente de que abandone la apatía y vote por el
partido.
Sin embargo, como se ha argumentado, la opinión pública es un concepto político más que
sociológico. A lo que se apunta con el nombre más genérico de opinión publica es, ante todo, a un
concepto abstracto que invocan las distintas fuerzas políticas para atribuirse legitimidad; el
termino se refiere a una construcción ideológica de “tribunal público” cuya representatividad es
disputada por todos los contendientes del aspecto político, es el hueso de pelea entre los distintos
pretendientes al poder y el gobierno. La importancia de la prensa política más pura, por lo tanto,
reside en ser la herramienta a través de la cual cada partido político competía por la legitimidad.
El diario político forjaba la identidad del partido unificando las distintas miras en una sola
pluma. Ofrecía además a los partidarios activos un foro de reunión, un lugar donde socializar,
intercambiar ideas, ejercitar la pluma y estar al día en los chimentos y rumores.
En primer lugar, como veremos específicamente en el caso de LTN, el discurso público que
ofrecían estos diarios estaba destinado a crear una imagen diseñada tanto sobre la situación
general del país como sobre los aspectos más específicos de la política. Ellos recreaban sus propias
versiones de la historia argentina, de su presente, su futuro, amoldándola a objetivos partidarios.
Librados de las conversaciones que limitaban a los diarios modernos, sus discursos recreaban
situaciones, defendían políticas, fomentaban rumores, ridiculizaban al contrincante. En segundo
lugar, en el ejercicio de estas construcciones verbales, de la difusión del chimento y el anuncio de
reuniones, el diario político republicanizaba a la política, convirtiéndola en una cosa más pública.
¿Cuál era el lugar que ocupaba LTN dentro del espectro de la prensa política? Era un
periódico nuevo, lanzado en octubre de 1880, unos días antes de la asunción presidencial de Roca.
Su primer director fue Olegario Andrade, y a su muerte en 1882 la redacción pasó a manos de
Agustín de Vedia y su hijo Mariano. La publicación era solventada por créditos en el Banco
Nacional, por el sistema habitual de accionistas entre simpatizantes y amigos de confianza, y por
las suscripciones de los gobiernos nacional y provinciales. Juárez Celman le infringe una muerte
temporal en 1889, en el clímax de la lucha política contra su concuñado, pero el periódico roquista
reaparece en 191 como “Tribuna”. Si tirada diaria era de 5.000 ejemplares, 500 por debajo de
Sud-américa, y muy por debajo de los 18.000 de “La Nación” y “La Prensa”.
Declarándose autónomo en su relación con el gobierno, el diario roquista proclamaba que
representaba al PAN y que, si bien el hecho de que el PAN fuese el partido oficial le otorgaba
ciertas ventajas, era independiente del gobierno nacional. En primer lugar, este no se hacía
responsable ni del contenido del periódico ni del tono de su lenguaje. En segundo lugar, LTN
ofrecía a los miembros del gobierno un ámbito donde defender sus políticas y un arma con que
salvar al gobierno del desprestigio que pueden traerle las opiniones inconsistentes, apasionadas o
alarmantes de la prensa opositora. Por lo tanto, independiente de las definiciones que LTN
establecía sobre sí misma, el ser el diario del partido oficial la colocaba en una situación ambigua.
En lo referente a la opinión publica insistía en que el gobierno de Roca era su mejor representante,
el que mejor había interpretado sus ansias de paz, progreso y trabajo. Pero al mismo tiempo se

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apresuraba a establecer que el gobierno nacional no podía quedar sometido a la opinión publica
ya que ello implicaría cerrar los ojos a los extravíos de las muchedumbres.
El PAN, el progreso y la política
Lo que marcaba la novedad de la nueva situación, según el gobierno, era la llegada del
progreso. Las señales de que el progreso había llegado eran abundantes e inequívocas: buenas
cosechas, nuevas industrias, vías férreas, colonias, expediciones para cruzar el desierto. El
periódico también aclaraba que, si bien el arribo del progreso era motivo de celebración, su
llegada en 1880 no era fruto de la casualidad. La federalización de Buenos Aires le había borrado
definitivamente el adjetivo de huésped al gobierno nacional y la resolución del último gran
conflicto institucional había abierto las compuertas del progreso. La victoria inauguraba, decían, la
nueva época de esplendor que se hacía sentir en toda la república; el progreso afirmaba LTN,
avanzaba ahora a raudales.
La razón principal por la cual el progreso no podía ser entendido en un sentido
exclusivamente material, insistía el periódico, se debía a que el desarrollo material produce una
serie de efectos que van más allá de los beneficios estrechamente materiales. El desarrollo
económico fomenta el amor al trabajo, el respeto a la ley y el amor por la paz, proclamaba LTN. El
perfeccionamiento de las cualidades morales de la persona que resulta del desarrollo económico,
decían, se ve a su vez reflejado en el tipo de instituciones que estos individuos eligen para
gobernarse. Los pueblos modernos, proclamaba el periódico, desarrollan la aptitud para
establecer leyes sabias y fecundas, distinguiéndose así de los antiguos por su carácter reflexivo,
por la conciencia que tienen de sus propios actos y por el dominio de sí mismos.
LTN repetía una y otra vez en sus editoriales que si el país había comenzado una nueva
etapa en 1880 era, justamente, porque el nuevo gobierno había comprendido mejor que nadie
que las pasiones destructivas de la política solo podían ser reducidas por el desarrollo de los
intereses conservadores asociados con la industria y el progreso material. Es el progreso material
que lleva al progreso moral y no viceversa, insistía el periódico; es a través del desarrollo
económico que se construye la civilización.
Más aun, anunciaba LTN, también perfecciona a la democracia. El periodo estimaba que,
en 1885, cerca de la mitad de la población carecía de instrucción elemental y que había 400.000
ciudadanos habilitados para votar, de los cuales no menos de 300.000 estaban desprovistos de la
menor instrucción. Pero lo que era indudable, según el periódico, era que el gobierno de Roca
había comprendido que el mayor problema de la democracia argentina era social y económico, y
que estos serían solo salvados a través de la inmigración, la extensión de los ferrocarriles y
telégrafos, y la proclamación de la educación.
La necesidad de construir un discurso de grandeza, honor y triunfo para la administración
roquista y contrastarlo con un pasado opuesto demuestra, primordialmente, la urgencia con la
que el periódico fabricaba una reputación donde el nuevo gobierno pudiera basar su legitimidad.
Como ya hemos mencionado, el relato roquista de la historia nacional cumplía además la doble
función de garantir la paternidad del pan como único gestador de la nueva era y de crear la
identidad del nuevo gobierno, la del partido oficial y la de la oposición.
LTN insistía en que los partidos de oposición se equivocaban al acusar al gobierno nacional
de abusar del poder. Según el periódico, ellos no comprendían que la fuente de los mayores
peligros no provenía de un exceso de poder sino de soplar sobre las cenizas de la pasión política de
la forma en que lo hacían los políticos irresponsables.
La nueva era comenzada en el país exigía, por lo tanto, humanizar las luchas políticas y la
impaciencia de los partidos y difundir nociones más racionales y practicas sobre nuestra situación.
El rol de la política ya no podía consistir en obstaculizar el avance del progreso levantando
banderas y fabricando especulaciones teóricas con poco contacto con la realidad. Ahora el país

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necesitaba una política práctica, de tolerancia y unificación de las opiniones, como la que había
ejercido el presidente Roca quien, luego de una cruenta revuelta, había abierto los brazos de su
gobierno a todos los hombros de bien. Una concepción pragmática de la política, continuaba LTN,
exigía a su vez que los viejos partidos políticos abandonen viejos hábitos, se acomoden a la
modernidad y asuman el rol que esta les destina.
También la prensa política, un subproducto de los partidos, era retratado por LTN como
otro vicio anacrónico, sobreviviente de la antigüedad. El tiempo de las conspiraciones y
revoluciones había pasado, sostenía LTN, pero la prensa, que, en manos de los partidarios,
contribuía a exaltar las pasiones y a encender las luchas en uno u otro campo, se ha formado en
una escuela que ha sobrevivido a las causas que la hicieron nacer.
Un tercer elemento negativo de la sociedad moderna, remanente de épocas pasadas, era
la corrupción electoral. La oposición insistía en arrojar las culpas de su existencia al gobierno,
como si la corrupción electoral, se mofaba el periódico roquista, fuese un invento de los ochenta.
Según LTN, la mejor solución era la práctica por el gobierno actual quien, entendido las verdaderas
causas del problema, era que el que más ha hecho para modificarlas. Únicamente el progreso
puede lenta pero resueltamente vencer las leyes del desierto.
Reflexiones e implicancias
Las ideas sostenidas por el periódico roquista se convirtieron en la ideología dominante
del periodo y por lo tanto, en muchos aspectos, dejo de ser la ideología particular y propia de un
periódico, de un partido político o de una administración, para envolver, con distintos matices, a
toda una era. Es difícil precisar cuánto contribuyó LTN a esta difusión, pero como órgano oficial del
roquismo fue uno de los principales voceros, constructores y defensores de estos principios.
Aunque en su correspondencia privada Roca expresaba su malestar y furia hacia su
concuñado, LTN seguía en sus columnas apoyando al presidente. Por ejemplo, cuando en su
discurso inaugural al Congreso en 188 Juárez Celman torpemente celebraba el fin de los partidos
políticos y de la política en la Argentina, LTN se ocupaba de defender al presidente de los embates
de la prensa opositora. El periódico también había aguantado con solemne silencio las caídas de
las provincias roquistas de Tucumán y Córdoba, las proclamaciones de Juárez Celman como jefe
único del partido y el rebautizo del Partido Autonomista Nacional por Partido Autonomista. Sin
embargo, LTN va a unirse abiertamente a la oposición contra el presidente a partir de enero de
1889, cuando el presidente hace caer indecorosamente al gobernador de Mendoza, en momentos
en que también ya se sentían los síntomas de la crisis financiera.

OZLAK, oscar, La formación del Estado Argentino


La conquista del orden y la institucionalización del Estado
Introducción
Mantener y extender el movimiento iniciado desde Buenos Aires-la revolución liberal-
requería la centralización e institucionalización del poder estatal en el nuevo gobierno nacional
surgido después de Pavón.
Convengamos al menos que el centro de la escena política fue ocupado por una coalición
de fracciones de una burguesía en formación, implantada fundamentalmente en las actividades
mercantiles y agroexportadoras que conformaban la todavía rustica aunque pujante economía
bonaerense, a las que se vinculaban 1) por origen social, un nutrido y heterogéneo grupo de
intelectuales y guerreros que por su control del aparato institucional- burocrático y militar- de la
provincia porteña, constituía una autentica clase política; 2) por lazos comerciales, diversas
fracciones burguesas del litoral fluvial y el interior, cuyos intereses resultaban crecientemente
promovidos a través de esta asociación.
Ámbitos de actuación y formas de penetración del Estado

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Al disolverse la Confederación Argentina, se retornó de hecho al arreglo institucional
vigente antes de su creación. Con excepción de las relaciones exteriores, confiadas al gobierno
provisional de Mitre, la resolución de los asuntos públicos siguió en manos de los gobiernos
provinciales y de algunas instituciones civiles como la iglesia o ciertas asociaciones voluntarias.
La existencia del Estado nacional exigía replantear los arreglos institucionales
preexistentes desplazando el marco de referencia de la actividad social de un ámbito local-privado
a un ámbito nacional-publico. Pero al mismo tiempo, esa misma existencia del Estado implicaba
una concentración de recursos materiales y de poder a partir de los cuales resultaba posible
resolver- mediante novedosas formas de intervención- algunos de los desafíos que planteaba el
incipiente proceso de desarrollo capitalista que tenía lugar paralelamente.
Quiero detenerme aquí en las diferentes formas que asumió este proceso de apropiación
y/o creación de los ámbitos de actuación que constituirían su jurisdicción funcional. Sin duda, la
transferencia- forzada o no- de funciones ejercidas de hecho por las provincias, concentró los
mayores esfuerzos del gobierno nacional, que fueron dirigidos especialmente a la formación de un
ejército y un aparato recaudador verdaderamente nacionales.
Disuelta la Confederación Argentina, las fuerzas militares de Buenos Aires pasaron a
constituirse en el núcleo del nuevo ejército nacional. Mitre organizó un ejército regular en 1864,
creando cuerpos de línea que se distribuyeron estratégicamente por el interior del país.
Como en el caso del ejército, aunque por razones mucho más obvias, la reorganización del
sistema rentístico y su aparato recaudador se llevó a cabo a partir de los recursos y organismos
correspondientes de la provincia de Buenos Aires. Implicó desplegar diversas actividades, tales
como adquirir el control de las aduanas interiores que aún se hallaban en manos de las provincias,
deslindar de hecho las jurisdicciones impositivas de la nación y las provincias, asegurar la viabilidad
presupuestaria de los gobiernos provinciales, organizar y uniformar los organismos de recaudación
y control, y activar la búsqueda de recursos alternativos dada la insuficiencia de los ingresos
corrientes.
Se trataba de que las provincias consintieran en transferir a la nación algunas de sus
prerrogativas, tales como la emisión de la moneda o la administración de justicia de última
instancia.
A menudo el gobierno nacional utilizó la fórmula de concesión-con o sin-garantía para la
ejecución de las obras o la prestación de los servicios, contribuyendo a la formación de una clase
social de contratistas y socios del estado frecuentemente implantada además en otros sectores de
la producción y la intermediación.
Finalmente, el mismo desarrollo de las actividades productivas, la mayor complejidad de
las relaciones sociales, el rápido adelanto tecnológico, entre otros factores, fueron creando nuevas
necesidades regulatorias y servicios que el gobierno nacional comenzó a promover y tomar a su
cargo. En esta categoría se inscriben actividades tan variadas como la organización del servicio de
correros y telégrafos, la promoción de la inmigración, la delimitación y destino de las tierras
públicas, la exploración geológica y minería, el control sanitario, la formación de docentes y el
registro estadístico del comercio y la navegación.
Por eso, la legitimidad del estado asumía ahora un carácter diferente. Si la represión- su
faz coercitiva- aparecía como condición necesaria para lograr el monopolio de la violencia y el
control territorial, la creación de bases consensuales de dominación aparecía también como
atributo esencial de estatidad. Ello suponía no solamente la constitución de una alianza política
estable, sino además una presencia articuladora-material e ideológica- que soldara relaciones
sociales y afianzara los vínculos de la nacionalidad.
A pesar de ser aspectos de un proceso único, las diversas modalidades con que se
manifestó esta penetración podrían ser objeto de una categorización analítica. Una primera

73
modalidad que llamaré represiva, supuso la organización de una fuerza militar unificada y
distribuida territorialmente, con el objeto de prevenir y sofocar todo intento de alteración del
orden impuesto por el Estado nacional. Una segunda, que denominaré cooptativa, incluyó la
captación de apoyos entre los sectores dominantes y gobiernos del interior, a través de la
formación de alianzas y coaliciones basadas en compromisos y prestaciones reciprocas. Una
tercera, que designaré como material, presupuso diversas formas de avance del estado nacional, a
través de la localización en territorio provincial de obras, servicios y regulaciones indispensables
para su progreso económico. Una cuarta y última, que llamaré ideológica, consistió en la creciente
capacidad de creación y difusión de valores, conocimientos, y símbolos reforzadores de
sentimientos de nacionalidad que tendían a legitimar el sistema de dominación establecido.
Penetración represiva
Esta modalidad implica la aplicación de violencia física o amenaza de coerción, tendientes
a lograr el acatamiento a la voluntad de quien la ejerce y a suprimir toda eventual resistencia a su
autoridad.
Hasta 1862, y a todo lo largo del extenso periodo de guerras civiles, la conducción del
aparato represivo fue un atributo compartido por el gobierno nacional y las provincias.
Al comienzo, los problemas más acuciantes a resolver fueron: 1) la simultaneidad o
sucesiva alternancia de los frentes de lucha, que obligaban a un permanente desplazamiento de
tropas siempre insuficientes; y 2) la falta de profesionalización, derivada de las dificultades de
reclutamiento ausencia de reglamentos, etc. El gobierno también debió afrontar el problema de la
homogenización de los cuadros militares, ya que: 1) no se contaba con una fuerza integrada con el
aporte de todas las provincias; y 2) no existía una adecuada distribución jerárquica entre los
diversos rangos.
La prospera situación económica del país durante el gobierno de Sarmiento había
permitido normalizar el aprovisionamiento, vestuario, armamiento y puesta al día de los sueldos.
Nuevos institutos militares apoyaban la formación y perfeccionamiento de los cuadros. Y el avance
tecnológico-sobre todo el acceso al ferrocarril, al telégrafo y al nuevo armamento adquirido en la
década del 70- multiplicaba la capacidad ofensiva del poder militar nacional.
Como vemos enseguida, el pretendido apoliticismo de las fuerzas armadas y su estratégica
distribución y empleo significaron un invalorable recurso político. Seria precisamente la conciencia
de este nuevo poder del Estado, la tardía comprobación de que con el auxilio de esa fuerza militar
el gobierno nacional había diferenciado su base social de apoyo de la poderosa burguesía porteña,
lo que lanzaría a Buenos Aires a intentar detener el avance del vástago cuyo desarrollo siempre
creyó controlar. Entonces ya sería tarde.
Penetración cooptativa
La penetración cooptativa se refiere a la captación de apoyos entre los sectores
dominantes locales y gobiernos provinciales, a través de alianzas y coaliciones basadas en
compromisos y prestaciones reciprocas tendientes a preservar y consolidar el sistema de
dominación impuesto en el orden nacional. Sin embargo, su aparente simplicidad no debe ocultar
dos importantes consideraciones: 1) la estrecha relación entre cooptación y otras formas de
penetración estatal, que en experiencias históricas concretas se reforzaban o cancelaban
mutuamente; y 2) la variedad de táctica y recursos puestos en juego, cuyo examen puede iluminar
algunos aspectos todavía no suficientemente aclarados del proceso de constitución de la
dominación estatal.
Desde el punto de vista de la modalidad que aquí nos preocupa, se trataba de incorporar a
los sectores dominantes del interior, no tanto como representantes de intereses regionales o
locales son más bien como componentes de un nuevo pacto de dominación a nivel nacional. En
medio de gobiernos locales recelosos y a menudo alzados, por un lado, y la poderosa provincia

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porteña no resignaba a perder sus privilegios, por otro, el estado nacional jugó sus cartas a dos
puntas: a veces, usando la fuerza y los recursos de Buenos Aires para sostener a las provincias
interiores; otras, valiéndose de pactos de coaliciones con las burguesías provinciales, para
contrarrestar la influencia ejercida sobre el gobierno nacional por la burguesía porteña.
Uno de los mecanismos de cooptación fue el otorgamiento de subvenciones a las
provincias. Por lo tanto, la súbita suspensión de las subvenciones a provincias cuyas situaciones no
eran favorables, o el refuerzo de prácticas a aquellas otras en que los sectores dominantes eran
adictos al gobierno nacional, constituía un instrumento de acción política que, hábilmente
manejado, permitía consolidar las posiciones de sus aliados en el interior.
Similares efectos producían la utilización de cargos públicos como mecanismo de
cooptación. La declinación de las económicas del interior, acentuada con escasas excepciones a
partir de la organización nacional, convirtió al empleo público en un importante factor
compensador, pero a la vez en un preciado instrumento para la captación de apoyos al gobierno
nacional.
Un último mecanismo, quizás el más evidente y el que más atención recibiera por parte de
la literatura especializada, fue el de la intervención federal. Acordado constitucionalmente por las
provincias al Poder Ejecutivo Nacional, este recurso le permitía intervenir en los asuntos
provinciales a fin de restablecer la forma republicana de gobierno cuando ésta se hallare
amenazada.
Penetración material
Bajo esta denominación incluiré aquellas formas de avance del estado nacional sobre el
interior, expresadas en obras, servicios, regulaciones y recompensas destinados
fundamentalmente a incorporar las actividades productivas desarrolladas a lo largo del territorio
nacional al circuito dinámico de la economía pampeana. Esta incorporación producía dos tipos de
consecuencias: 1) ampliaba el mercado nacional, multiplicando así las oportunidades y el volumen
de los negocios; y 2) extendía la base social de la alianza que sustentaba al nuevo Estado, al
suscitar el apoyo de los sectores económicos del interior beneficiados por dicha incorporación. La
penetración del Estado se hacía efectiva en la medida en que los recursos movilizados permitían la
articulación de actividades e intereses conformando nuevas modalidades de relación social.
No olvidemos, sin embargo, que la penetración material fue solo una de las formas en que
el estado intento extender su control sobre la sociedad. Por eso quizás convenga marcar algunos
de sus rasgos distintivos. Al referirme a esta forma de penetración sugiero una modalidad de
control social basada en la capacidad exclusiva de crear, atraer, transformar, promover y, en
última instancia, ensamblar, los diferentes factores de la producción, regulando sus relaciones. En
este sentido, la penetración material comparte con la cooptativa y la ideológica un común
fundamento consensual, aun cuando este consenso tiene en cada caso referentes distintos: el
interés material, el afán de poder o la convicción ideológica.
Desde el punto de vista de la acción estatal, esto supuso echar mano a diversos
mecanismos: 1) la provisión de medios financieros y técnicos para la ejecución de obras o el
suministro de servicios; 2) el dictado de reglamentos que introdujeran regularidad y previsibilidad
en las relaciones de producción e intercambio; 3) la concesión de beneficios y privilegios para el
desarrollo de actividades lucrativas por parte de empresarios privados; y 4) el acuerdo de
garantías sobre la rentabilidad de los negocios emprendidos con el patrocinio estatal, la ejecución
de las obras y la efectiva prestación de los servicios. En la realidad, estos diversos mecanismos se
confundían muchas veces en un mismo caso, tal como ocurriera por ejemplo con la construcción y
explotación de ferrocarriles.
Cuando los recursos financieros y técnicos de que podía disponer el estado resultaban
insuficientes para encarar ciertos proyectos; o cuando la iniciativa privada descubría nuevas

75
aéreas de actividad económica potencialmente lucrativas, se apelaba habitualmente al mecanismo
de la concesión estatal para la disposición de bienes o la explotación de servicios.
Cristalizaciones institucionales
La descentralización del control, condición inseparable de la centralización del poder,
implicaba diferenciar organismos, especializar funciones, desagregar y operacionalizar definiciones
normativas abstractas, sin perder de vista la necesidad de coordinar e integrar la actividad
desplegada por un sistema institucional crecientemente complejo. Estas cristalizaciones de la
penetración estatal no eran más que momentos en el proceso de adquisición de uno de os
atributos esenciales de la estatidad: la emergencia de un conjunto funcionalmente diferenciado de
instituciones públicas relativamente autónomas respecto de la sociedad civil, con cierto grado de
profesionalización de sus funcionarios y de control centralizado sobre sus actividades.
El aparato institucional que surgía en esos primeros años era, esencialmente, un aparato
militar. La burocracia estatal estaba constituida principalmente por los organismos castrenses, que
empleaban alrededor de tres cuartas partes del total de personal a cargo del Estado nacional.
Fuera de un reducido conjunto de organismos centralizados en Buenos Aires, el gobierno solo
contaba con un ramillete de pequeñas unidades administrativas esparcidas a lo largo de las
fronteras y en las principales poblaciones del interior, heredadas en su mayoría de la
confederación.
Tres ministerios se constituyeron en los instrumentos de las distintas formas de
penetración ya discutidas. En primer lugar, el ministerio de Guerra y Marina, organismo dentro del
cual se fueron creando e integrando las diferentes unidades que asumieron la conducción del
aparato represivo del estado. En segundo lugar, el Ministerio del Interior, articulador de los
distintos mecanismos de penetración cooptativa, su misión: establecer un modus vivendi entre el
Estado nacional y las provincias, delimitar sus respectivas jurisdicciones, ganar aliados entre los
sectores dominantes locales. Pero algo más: movilizar los recursos e instituciones disponibles para
producir adelantos materiales que, a la par de afianzar la labor de cooptación, permitiera un
mayor control sobre las situaciones locales. En tercer lugar, el Ministerio de Justicia, culto e
instrucción pública, órgano fundamental de penetración ideológica en sus diversas expresiones: el
derecho, la religión y la cultura.
Estos tres ministerios y sus diversas unidades se vieron apoyados por el Ministerio de
Relaciones exteriores y el de Hacienda, cuya misión consistía, respectivamente, en: 1) la gestión
diplomática tendiente a afirmar la soberanía del Estado nacional y consolidar los vínculos que
permitieran la integración de la economía argentina a los mercados mundiales; 2) la organización y
administración de un eficaz aparato de extracción y captación de recursos internos y externos
sobre cuya base pudiera asegurarse la normal gestión del conjunto de las unidades estatales.
Nueva división social del trabajo
Quedaría reservado al gobierno nacional un ancho abanico de funciones: desde enfrentar
al indio extendiendo el control territorial hasta atraer la inmigración y asegurar el empleo
productivo de la fuerza de trabajo, conducir las relaciones exteriores, atraer capitales y orientar su
inversión productiva, o regularizar las relaciones económicas introduciendo reglas de previsibilidad
y sanción.
El cuadro resultante podría resumirse así: 1) un estado nacional que crecía
espasmódicamente, invadiendo nuevos ámbitos funcionales sujetos a alta incertidumbre, que
comprometían su viabilidad política y económica, pero que al mismo tiempo le exigían desarrollar
una capacidad de extracción y asignación de recursos que robustecía su presencia institucional y
legitimación social; 2) Buenos Aires, y en menor medida los demás estados provinciales de la
pampa húmeda, prácticamente relevados de aquellas actividades altamente riesgosas- como la
guerra o las grande sobras de infraestructura-pero con capacidad de generar ingresos tributarios

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suficientes para asegurar la reproducción del nuevo patrón de relaciones sociales: servicios
básicos, capacitación de la fuerza de trabajo, mantenimiento del orden interno, etc.; y 3) las
restantes provincias, con economías declinantes debido a su desvinculación de los mercados
externos y al auge del comercio importador de Buenos Aires que gradualmente sustituía la
producción local, cuya precaria situación financiera se vio muchas veces agravada por alzamientos
armados.
Relación Nación-provincias
La relación nación-provincias sufrió así diversas vicisitudes en función de las resistencias y
apoyos que el proyecto liberal, encarnado en el Estado, halló tanto en las provincias que habían
pertenecido a la confederación como en la propia Buenos Aires. Si bien el Estado nació con el
decidido auspicio de los sectores dominantes porteños, también nació expuesto a sus intenciones
u contradicciones. Buenos Aires apoyó toda iniciativa dirigida a penetrar en territorio nacional y
afianzar la hegemonía porteña. Pero resistió todo intento del gobierno nacional de coartar su
autonomía y atribuciones, en tanto su perdida suponía reducir o poner en peligro los recursos que
sus sectores dominantes podían manejar en su exclusivo beneficio desde el gobierno provincial.
La elección de avellaneda y el inmediato levantamiento de Mitre fueron la primera
manifestación elocuente de que se había producido un cambio de sentido en la relación nación-
provincias, y la ciada de Buenos Aires, en 1880, su más dramática expresión. Por eso es posible
afirmar que el estado nacional interiorizó en si seno el conflicto que durante décadas había
dividido a Buenos Aires y el interior.

BOTANA, Natalio, El orden conservador


Introducción
Hacia 1880, tres batallas sangrientas conmovieron a Buenos Aires. En aquellos días se
resolvió un viejo conflicto: Buenos Aires fue capital de la Republica. Poco después Julio Argentino
Roca asumía la presidencia.
El régimen del ochenta asumió esta dimensión que apuntaba hacia lo deseable, pero se
encarnó a través de hechos y práctica activa; una acción publica, en suma, que definió mediante
cambiantes estrategias, la relación de amigo y de enemigo y arrinconó a los fundadores en el
papel crítico o el testigo dispuesto a remediar la corrupción incitando la evolución hacia formas de
convivencia congruentes con la libertad política.
Sin embargo, quien procura establecer un vínculo significativo entre una teoría del
régimen deseable y la práctica política, ambas presentes en un período histórico, debe tomar
distancia frente a ciertos riesgos, fuente de inconsistencias o de unilaterales interpretaciones. Por
ejemplo, la ingenua actitud del historiador de las ideas, o del politólogo deslumbrado por el
impacto de una teoría política, que simula la relación de causalidad entre ideas y acción, como si
los protagonistas hubieran abrevado, cual dóciles discípulos, en la teoría que se pretende
ponderar.
La cuestión es más ardua. Exige, por lo menos para desbrozar camino, un modo de
comprensión que incorpore al campo de la historia las experiencias vividas o las significaciones
suscitadas por esas experiencias que trascienden las conciencias individuales.
Un modelo de aproximación semejante parece adecuado al entendimiento político del
régimen del ochenta y no pretende penetrar en otros territorios librados al análisis de la historia
económica o social.
Como señala Romero: “el liberalismo fue para ellos un sistema de convivencia, pero
pareció aquí compatible con una actitud resueltamente conservadora….había que transformar el
país pero desde arriba, sin tolerar que el alud inmigratorio arrancara de las manos patricias el

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poder…Su propósito fue desde entonces deslindar lo político de lo económico, acentuando en este
último campo el espíritu renovador en tanto se contenía, en el primero, todo intento de
evolución”.
La combinación de conservadurismo y liberalismo generó actitudes a veces
contradictorias. La elite transformadora no aprobó la existencia de un orden social sancionado por
una religión establecida, pero estaba convencida, pese a todo, de la imperfecta naturaleza del
hombre y de la desigualdad que imperaba en la sociedad; no se dejó deslumbrar por la
arquitectura jerárquica y corporativa del antiguo régimen, pero defendió con método criollos el
control del poder político en manos de una clase social que se confundía con el patriciado y la
aristocracia gobernante; creyó en la propiedad, nunca dudó del progreso y de su virtud para
erradicar la sociedad tradicional; y confió siempre en la educción publica, común y gratuita.
El desgaste del régimen político del ochenta obedeció a la acción de fuerzas sociales y
movimientos ideológicos que se localizaron en diferentes puntos del espacio político. La oposición
intransigente, que no aceptó incorporarse al juego normal de los cambiantes acuerdos y
coaliciones, constituía una amenaza frente a la cual no reaccionaba una clase política unificada.
Las facciones que actuaban dentro de las fronteras del régimen se dividieron y enfrentaron en
sucesivas querellas. Estos conflictos aunaron el desarrollo de la oposición interior, convergencia de
políticos y publicistas que, al amparo de una vigorosa libertad de opinión, plantaron en medio de
las disputas la palabra síntesis del mal que aquejaba la política argentina. El régimen fue desde
entonces oligárquico.
Había pasado el momento alberdiano cristalizado en la autoridad de Julio Argentino Roca.
Ahora ocupaban el primer plano de la escena reformadores: Roque Sáenz Peña, Indalecio Gómez,
Joaquín V. González y Carlos Pellegrini.
Los orígenes del Régimen del ochenta
Siete décadas no habían bastado para construir una unidad política, ni mucho menos para
legitimar un centro de poder que hiciera efectiva su capacidad de control en el territorio nacional.
Esto es lo que se planteaba en 1880. La solución a tal problema habrá de alcanzarse por medio de
la fuerza.
Tras estos hechos de sangre se escondía un enfrentamiento entre dos regiones que
reivindicaban intereses contrapuestos: Buenos Aires y el Interior.
El monopolio de la violencia, el hecho por el cual un centro de poder localizado en un
espacio reivindica con éxito su pretensión legítima para reclamar obediencia es la característica
más significativa de la unidad política. Siguiendo a R. Brown, de un modo u otro por la vía de la
coacción o por el camino del acuerdo, un determinado sector de poder, de los múltiples que
actúan en un territorio, adquiere control imperativo sobre el resto y lo reduce a ser parte de una
unidad más amplia, proceso denominado reducción a la unidad.
Cuando Justo José de Urquiza derrotó a Juan Manuel de Rosas en la batalla de Caseros vio
su fin una forma de gobierno caracterizada por una descentralización autonomista según la cual
las provincias, de lo que constituía la Confederación Argentina, se reservaban el máximo de
capacidad de decisión. El sistema benefició a las provincias más fuertes y no contempló, en los
hechos, la posibilidad de transferir mayor capacidad de decisión a un poder político que fuera
centro de una unidad más amplia. Tal era el objetivo de Urquiza, para ello combinó la fuerza- la
victoria conquista en el campo de batalla- con la eficacia de un acuerdo pactado por los mismos
gobernadores.
Los gobernadores se reunieron en San Nicolás de los arroyos y celebraron un pacto que los
comprometía a celebrar un congreso constituyente para organizar políticamente a las catorce
provincias.

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El consenso se quebró el 11 de septiembre de 1852: Buenos Aires no aceptó transferir el
poder que se reservaba, sobre todo en lo concerniente a la igualdad de representación en el
Congreso y la nacionalización de la aduana.
Después de Pavón y Cepeda, el papel del presidente careció de los medios necesarios para
hacer efectivo el poder político debido a la coexistencia obligada con el gobernador de Buenos
Aires en la ciudad capital de la provincia más poderosa. Tres presidencias protagonizaron este
período: Mitre (1862-19868), Sarmiento (1868-1874) y Avellaneda (1874-1880).
En el transcurso de estas tres presidencias se manifestaron tres problemas básicos: El
primero referido a la unidad territorial, el segundo sobre si los pueblos dispersos en el territorio
estaban dispuestos a integrar una comunidad más amplia (cuestión de la identidad nacional), el
tercero la necedad de implantar un modo estable de elegir a los gobernantes.
La primera cuestión se relaciona con la fuerza coercitiva del que dispone el poder para
hacer frente a los sectores que impugnan su pretensión de monopolizar la violencia. La segunda se
refiere a los mecanismos de comunicación entre actores localizados en regiones diferentes. Y el
tercer problema plantea la necesidad de desarrollar sentimientos de legitimidad.
La estrategia de Mitre, decidido a nacionalizar Buenos Aires para subordinarla al poder
central como el resto de las provincias se enfrentó con la exitosa oposición de Alsina, quien, para
conservar las tradiciones autonomistas, no vaciló en aliarse con los grupos federales del interior
para imponer la candidatura de Sarmiento y Avellaneda, contra el mitrismo. Adolfo Alsina fue
vicepresidente de Sarmiento.
Las provincias interiores, en alguna medida integrados en un espacio territorial más
amplio y subordinados de modo coercitivo al poder central, advirtieron que el camino para
adquirir mayor peso político consistía en acelerar el proceso de nacionalización de Buenos Aires y
no en retardarlo. Los ejecutores naturales de ese interés común serían los gobernadores
vinculados a Roca a través del ministerio de Guerra y cobijados por Avellaneda. Los gobernadores
de Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos, Tucumán, Salta, La rioja, Jujuy y Santiago del Estero impulsaron a
Roca a la presidencia.
El poder de Buenos Aires se dividiría entre quienes apoyaban la candidatura presidencial
del gobernador Carlos tejedor y los porteños nacionales antiguos autonomistas y republicanos
(Pellegrini, Rocha, Del Valle, Cané, etc.). La liga de gobernadores impuso a su candidato en el
colegio electoral el 11 de abril de 1880 mientras Buenos Aires preparaba la resistencia armada.
Dos meses después Avellaneda instalaba el gobierno nacional en Belgrano y convocaba a las
milicias. Roca desde Rosario, organizaba la marcha sobre Buenos Aires. Durante cuatro días-del 17
al 21 de junio-tres sangrientos enfrentamientos en Barracas, Puente Alsina y Los corrales,
decidieron la victoria a favor de los nacionales. Buenos Aires se subordinaba al poder político
central.
El resultado de estos acontecimientos se tradujo en dos leyes nacionales: la federalización
de Buenos Aires y la prohibición a las provincias de la formación de cuerpos militares.
La republica posible
Un régimen político puede ser entendido como una estructura institucional de posiciones
de poder, dispuestas en un orden jerárquico, desde donde se formulan decisiones autoritativas
que comprometen a toda la población perteneciente a una unidad política.
La primera cuestión en la que se hace hincapié en un régimen político es en la
organización y distribución del poder; la segunda es el modo de elección de los gobernantes y en
los límites que se trazaron entre estos y los gobernados.
La fórmula que algunos llamaban republicana y otros demócratas, hacia residir el origen
del poder en una entidad más vasta que las antiguas aristocracias, al mismo tiempo que proponía

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una operación mucho más complicada para elegir a los gobernantes, que aquella definida por las
viejas reglas hereditarias y burocráticas.
La búsqueda de fórmulas prescriptivas que conciliaran la desigualdad del antiguo régimen
con los principios igualitarios emergentes, estuvo jalonada de errores y fracasos, pero fue dejando
sedimentos que el observador pertinaz puede devolver hacia el futuro en nuevos proyectos
institucionales.
Juan B. Alberdi fue el autor de una fórmula prescriptiva que gozó del beneficio de alcanzar
por el Congreso constituyente de 1853.
Alberdi sostuvo que los argentinos debían darse una constitución para realizar un
determinado proyecto, “para tener población, para tener caminos de hierro, para hacer
navegables nuestros ríos, para ver opulentos y ricos nuestros Estados”. Los campos específicos
sobre los cuales se proyecta son: la inmigración, la construcción de ferrocarriles y canales
navegables, la colonización de tierras de propiedad nacional, la introducción de establecimientos
de nuevas industrias, la importación de capitales extranjeros y la exploración de los ríos interiores.
Alberdi rechaza una cultura tradicional, la cultura hispánica que impide el cambio y la
innovación, y opta por otro modelo: el de los países europeos en trance de edificar una sociedad
industrial.
La cuestión que preocupa a Alberdi era la de organizar un poder central, necesariamente
fuerte para controlar los poderes locales y suficientemente flexible para incorporar a los antiguos
gobernadores de provincia a una unidad política más vasta.
Federación evoca un medio adaptado a nuestra circunstancia histórica para alcanzar una
unidad de régimen. No es el único, pero es, sin duda el instrumento más eficaz. De aquí deriva el
carácter mixto del gobierno, consolidable en la unidad de un régimen nacional; pero no indivisible
como quería el congreso de 1826, sino divisible y dividido en gobiernos provinciales, limitados,
como el gobierno central por la ley federal de la República.
Impedir la tiranía es la finalidad básica del gobierno republicano y de esa finalidad se
deduce la teoría narrativa de las limitaciones del poder: si el poder puede degenerarse en
despotismo, es preciso prevenir esa tendencia a la corrupción y para prevenir es necesario
encuadrar el ejercicio gubernamental dentro de los límites temporales precisos, otorgando a
magistrados diferentes la tarea de legislar, ejecutar y sancionar la no re-elección del presidente y
la distribución de la actividad legislativa y judicial en cámaras y tribunales donde el poder central u
el de las provincias estén debidamente incorporadas, serán, entonces dos limitaciones
fundamentales concordantes con el argumento republicano. En este punto la fórmula alberdiana
no se aparta de las pautas fijadas por el modelo norteamericano: un senado, una cámara de
diputados, representarán a las provincias y a la nación en el proceso legislativo, en tanto tribunales
de provincias y federales adjudicarán sanciones; todo ello ordenado por la Corte Suprema.
La representación, vista como una serie de actos mediante los cuales un actor político
autoriza a otro a obrar en su nombre o le impone el deber de dar cuenta de su acción, arrastra
consigo, nuevos riesgos y por consiguiente nuevas prevenciones.
Los riesgos pueden emerger de los conflictos entre facciones adversas o de la demagogia
del actor con vocación de representante. Para evitar esto, siguiendo con el modelo
norteamericano, Alberdi propone que el diputado sea elegido por el pueblo mientras que el
Senador y el Presidente detentarán su título de una elección de segundo grado realizada en las
legislaturas provinciales o en el colegio electoral.
La cuestión reside en saber cuáles son las fronteras que encuadran al llamado pueblo,
opinión dividida en pueblo chico o pueblo grande.
El punto de vista alberdiano es francamente restrictivo: “…depende de la calidad de los
electores. Elegir es discernir y deliberar. La ignorancia no discierne, busca un tributo y un tirano. La

80
miseria no delibera, se vende. Alejar del sufragio la ignorancia y la indigencia es asegurar su
pureza”.
Hay dos tipos de República Federativa: la república abierta y la restrictiva. La republica
abierta estará regida por la libertad civil, en ella tienen cabida todos los ciudadanos nacionales y
extranjeros, garantizada por la constitución.
Pero la republica restrictiva es, en sí misma una contradicción en los términos, pues no
controla sus actos de gobierno. Esta es la republica restrictiva construida sobre el ejercicio de la
libertad política: un ámbito donde la participación en el gobierno se circunscribe a un reducido
número de ciudadanos.
Alberdi adoptó todas las precauciones de la representación indirecta, pero los robusteció
mediante una tajante distinción entre el habitante y el ciudadano. Otros pensadores que también
venían del tronco conservador se percataron de que todo el edificio republicano podía temblar en
sus cimientos a medida que un aumento histórico de la igualdad social diera por tierra con las
antiguas distinciones entre ciudadanos u habitantes. Esta realidad emergente fue la que
deslumbró a Alexis Toqueville.
Este es el motivo principal que induce a Tocqueville a sostener que la democracia equivale
a la igualdad, no significando como tal, un régimen político sino un estado de naturaleza social que
anuncia el ocaso de la dominación aristocrática.
En la perspectiva de una sociedad no igualitaria de señores y súbditos, la libertad aparece
como una realidad negativa: algo protegido por un estamento poderoso ante el cual el Estado se
detiene. En la circunstancia de una sociedad igualitaria, en cambio, la libertad corre grave riesgo
de desaparecer pues la realidad que se impone es la de un Estado que tiene que lidiar con
individuos o grupos pocos resistentes y de más en más uniformes. ¿Dónde queda pues la libertad?
No ovante el pesimismo implícito en esta pregunta, la observación de la democracia
norteamericana de principios del siglo pasado permite a Toqueville descubrir tres medidas de la
acción política que correctamente practicados puede preservar la libertad en una sociedad
igualitaria que se expresa en la formula federal; lo segundo es una medida de asociación que se
manifiesta mediante las organizaciones voluntarias; la tercera en fin es un medida de moderación
electoral que se expresa a través del voto indirecto.
El escenario Tocquevilliano es distinto del que nos presenta Alberdi. Mientras para este la
obra del legislador consiste en discriminar quienes pertenecen al pueblo soberano y quienes están
excluidos de la ciudadanía política, para el otro la tarea del sociólogo se circunscribe a comprobar
el hecho igualitario que hace de los habitantes una nueva nación sujetos aptos para constituir un
pueblo, el cual, por lo demás manifiesta sus preferencias mediante el sufragio universal. Para
Alberdi el acto discriminatorio tiene como propósito asegurar la calidad del acto electoral.
La conclusión de Toqueville es terminante y él mismo confiesa sus preferencias: “veo en el
doble grado electoral el único medio de poner el uso de la libertad política al alcance del pueblo”.
Este será el gran papel reservado a las leyes electorales: el de constituirse en los nuevos
mediadores de la razón. Para Alberdi, en cambio los mediadores de la razón en la vida política eran
las leyes y los notables porque la desigualdad en el sufragio aparecía como la condición necesaria
que haría efectiva la igualdad en la república. Alberdi admitía como premisa indiscutible que los
papeles de elector y elegido debían ser intercambiables; entonces la ley debía operar una rígida
distinción entre ciudadano y habitante, entre pueblo político y pueblo civil porque unos y otros
eran cualitativamente diferentes para ejercer la máxima obligación republicana que consiste en
elegir y ser elegido.
La fórmula alberdiana culmina consagrando la contradicción entre desigualdad social e
igualdad política porque quien elige también puede gobernar y quien gobierno debe gozar de la
autoridad de interpretar y decidir razonablemente.

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Alberdi permanece aferrado a esta concepción de las cosas; Tocqueville traspone el
umbral de la republica restrictiva; los notables ya no están protegidos por un derecho de
ciudadanía exclusiva, pero todavía las leyes e instituciones podrán gestar el milagro de mediar con
éxito entre la cantidad de electores y la calidad de los elegidos. Tocqueville descubre que las
instituciones políticas y la sociedad igualitaria permanecerán una frente a otra, en crítica
confrontación. Alberdi no niega la bondad de las instituciones; hasta incorpora en su proyecto
todos los recaudos que estas proponen, pero las instala sobre un suelo en cuya superficie reinará
una severa distinción de rangos. Votarán los de arriba: los educados y los ricos, no podrán elegir
los ignorantes y los pobres.
La oligarquía política
Mientras recibe la publica adhesión de Roca, presidente en ejercicio, Alberdi escribe su
última obra: “La República Argentina consolidada en 1880 con la ciudad de Buenos Aires por
capital”; allí anotó las siguientes observaciones:
“…la causa productora de todas las crisis de disolución con motivo de las elecciones
presidenciales reside en la constitución actual, que instituye y establece dos gobiernos nacionales,
los únicos dos grandes electores y los únicos dos candidatos serios, por razón del poder electoral
de que disponen de hecho. De un lado es el gobernador-presidente (se refiere al gobernador de la
Provincia de Buenos Aires), cuya candidatura forzosa es una verdadera reelección; y del otro es el
presidente cesante, que para asegurar su reelección en el periodo venidero, promueve para
sucederlo en el periodo intermedio a uno de sus subalternos, bajo un pacto subentendido de
devolverle la presidencia a su vez”.
La subordinación de Buenos Aires al poder político nacional, lejos de atenuar esta
tendencia, la confirma y la unifica en un centro de decisión privilegiado:
“No hay más que elecciones oficiales en el país, es decir, nombramientos, promociones
que hacen los gobiernos, de los funcionarios que los han de continuar en sus funciones. Si los dos
gobiernos fueran uno solo, la elección oficial no cesaría de existir por eso. Ese gobierno único sería
su propio elector o reelector, y candidato más o menos indirecto; pero el país no estaría expuesto
al peligro de dividirse en dos países”.
Habrá siempre electores, poder central, elecciones y control, pero los electores serán los
gobernantes, no los gobernados, el poder central residirá en los recursos coercitivos o económicos
de los gobiernos y no en el soberano que lo delega de abajo hacia arriba, las elecciones consistían
en la designación del sucesor por el funcionario saliente y el control lo ejercerá el gobernante
sobre los gobernados antes que el ciudadano sobre el magistrado.
Alberdi establece una escala de prioridades: no le preocupa asegurar, en primer término,
un régimen normal de delegación del poder, sino alcanzar un gobierno efectivo que centralice la
capacidad electoral en toda la nación.
Por consiguiente, la fórmula operativa del régimen inaugurado en el 80 adquiere, según
Alberdi, un significado particular, si se la entiende como un sistema de hegemonía gubernamental
que se mantiene gracias al control de la sucesión. Este control constituye el punto central del cual
depende la persistencia de un sistema hegemónico. La sucesión o transferencia de poder de una
persona a otra permite comprobar si las estructuras institucionales de un régimen prevalecen
sobre la trayectoria personal del gobernante. Hacer un régimen consiste entre otras cosas, en
edificar un sistema institucional que trascienda la incertidumbre que trae aparejada el ejercicio
personal del gobierno.
A partir del 80 el extraordinario incremento de la riqueza consolidó el poder económico de
un grupo social cuyos miembros fueron naturalmente aptos para ser designados gobernantes. El
poder económico se confundía con el poder político; esta coincidencia justificó el desarrollo de

82
una palabra, que, para muchos, fue bandera de lucha, y para otros, motivos de explicación: la
oligarquía.
Tres puntos de vista que se entrecruzan cuando se emprende de un análisis del fenómeno
oligárquico en la argentina: la oligarquía es una clase social determinada por su capacidad de
control económico; la oligarquía es un grupo político, en su origen representativo, que se
corrompe por motivos diversos; la oligarquía es una clase gobernante con espíritu de cuerpo y con
conciencia de pertenecer a un estrato político superior, integrada por un tipo específico de
hombre político: el notable.
Dado el carácter crítico del concepto de oligarquía, la cuestión que ocupará nuestro
interés consistirá en desentrañar la dimensión política del fenómeno oligárquico en la argentina de
ese entonces, admitiendo, como supuesto dos cosas sobre las cuales parece derivarse un acuerdo:
A) que hay oligarquía cuando un pequeño número de actores se apropia de los resortes
fundamentales del poder; B) que ese grupo está localizado en una posición privilegiada en la
escala de la estratificación social. Ambos supuestos sin embargo no explican del todo la dimensión
política del fenómeno oligárquico. Suponga el lector el análisis de una sociedad donde se ha
verificado los supuestos A y B. A grandes rasgos se podría plantear esta alternativa con respecto al
comportamiento político de sus miembros: o bien ese pequeño número de actores, calificado por
su riqueza y prestigio se pone de acuerdo con respecto a un conjunto de reglas que garantizan el
derecho de la oposición a suceder pacíficamente a los gobernantes o, de lo contrario, dichas reglas
no existen (y si existen don letra muerta) y en su reemplazo se instaura la supremacía del grupo
gobernante sobre la oposición.
Si aceptamos como hipótesis plausible la relación de poder anotada en la segunda
posibilidad, la oligarquía puede ser entendida como un concepto que califica un sistema de
hegemonía gubernamental, cuyo imperio en la Argentina observaba Alberdi antes y después de
1880. La escala de subordinación que imaginaba Alberdi alcanzaría la cúspide de un papel
dominante, el de presidente, para descender en orden de importancia hacia el gobernador el cual
a su vez intervendría en la designación de los diputados y senadores nacionales y en los
nombramientos de las legislaturas provinciales.
Electores, gobernadores y Senadores
Alberdi y los constituyentes del 53 permanecieron fieles a la fórmula norteamericana en lo
que se refiere a la elección del presidente. El artículo 81 de la constitución señalaba, en efecto,
que, para elegir presidente y vicepresidente, “La capital y cada una de las provincias nombrarán
por votación directa una junta de electores igual al duplo del total de diputados y senadores que
envíen al congreso, con las mismas calidades y con las mismas formas prescriptivas para la
elección de diputados. No pueden ser electores los diputados, senadores, ni los empleados a
sueldo del gobierno nacional. Reunidos los electores en la capital de la nación y en la de sus
provincias respectivas cuatro meses antes que concluya el término del presidente cesante,
procederán a elegir presidente y vicepresidente”. Por su parte, los artículos 82 y 83 establecían el
procedimiento electoral: en presencia de las dos cámaras los candidatos “que reúnan en ambos
casos la mayoría absoluta de todos los votos, serán proclamados inmediatamente presidente y
vicepresidente “y “en caso de que por dividirse la votación no hubiere mayoría absoluta, elegirá el
congreso entre las dos personas que hubiesen obtenido mayor número de sufragios”.
Entre 1880 y 1910, el colegio electoral estuvo compuesto por 228, 232 y 300 electores
designados mediante el sistema de lista completa sin representación de las minorías. En cada
distrito (las provincias y la capital) los ciudadanos votaban por una lista de electores y a la que
obtenía mayor número de votos- no la mayoría- se le asignaba la totalidad de los electores
correspondientes al distrito. Hay una excepción en este lapso de tiempo: las elecciones de 1904

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que estuvieron regidas por la ley 4161, concebida por Joaquín V. Gonzales, ministro del interior
durante la segunda presidencia de Roca. La ley establecía la división de cada distrito en tantas
circunscripciones como legisladores correspondía elegir; desde esa unidad electoral cada
ciudadano votaba por dos electores y, en conjunto con las demás circunscripciones del distrito,
por cuatro más.
El comportamiento de las juntas electorales
En 1880 Roca obtuvo el 69% de los electores, Buenos Aires y Corrientes, provincias
opositoras volcaron sus bloques a favor de Carlos Tejedor. De allí en más la situación cambiaria
sustancialmente. En 1886 Juárez Celman alcanzó el 79%; en 1892 Luis Sáenz Peña el 95%.
Ausencia evidente, pues, de oposiciones efectivas que se recorta sobre una coalición de
provincias que, invariablemente, prestaron apoyo a la formula victoriosa. La coalición la
constituyeron los bloques de electores de nueve provincias: Catamarca, Córdoba, Jujuy, La Rioja,
Salta, San Juan, San Luis, Santa Fe y Santiago del Estero, las que, en total, reunieron 116 electores
hasta 1895 y 126 entre ese año y 1910. En las seis elecciones analizadas, estas provincias volcaron
la totalidad de sus electores presentes o, en su defecto, una mayoría compuesta por todos los
electores menos uno, a favor de los candidatos ganadores.
En la primera categoría, provincias de oposición circunstancial, se inscribieron Mendoza en
las elecciones de 1892 y Entre Ríos en las de 1904. En la segunda categoría, provincias de
oposición repetida, se situaron Buenos Aires en 1880, 1886, 1898; Tucumán en 1886, 1892 y 1904;
la capital federal en 1898 y 1904; y Corrientes en 1880 y 1898. A diferencia de los ocurrido con las
provincias de apoyo permanente, las de oposición circunstancial y repetida no siempre expresaron
su voluntad opositora con la totalidad de los electores que componían cada uno de sus bloques.
Mendoza, en 1892, dividió los suyos entre oficialistas fieles a Luis Sáenz Peña y opositores leales a
Bernardo de Irigoyen. Buenos Aires en dos oportunidades- 1880 y 1886- enfrentó con todos sus
electores a Roca y Juárez Celman y en la otra -1898- desvió 18 electores a favor de Bartolomé
Mitre.
Las juntas electorales tradujeron, pues, un propósito de control que se engarzaba con
negociaciones que tenían lugar fuera de su recinto. Pero la peculiaridad del método electoral
adoptado otorgaba a las provincias y a los gobernadores un peso político que sería ilusorio
desconocer: a través de los bloques de electores las provincias protagonizaban el momento
decisivo en el que se juagaba el destino del poder presidencial.
El senado Nacional
En una primera perspectiva, de carácter formal, el Senado constituía un recinto adecuado
para preservar la igualdad de los estados intervinientes en el pacto federal cualquiera fuese su
dimensión geográfica o demográfica: “…la igualdad de votos concedida a cada Estado es, a la vez,
el reconocimiento constitucional de la parte de soberanía que conservan los Estados individuales y
un instrumento para protegerla”.
Si se desciende hacia un umbral de análisis más profundo pocas dudas caben de que el
Senado estaba pensado como un eficaz vehículo de comunicación, cuyo propósito básico consistía
en nacionalizar a los gobernantes locales. La designación de los senadores por las legislaturas de
los Estados era considerada, en este sentido, como un método útil y positivo: “….lo recomienda la
doble ventaja de favorecer que los nombramientos recaigan en personas escogidas y de hacer que
los gobiernos de los Estados colaboren en la formación del gobierno federal de una manera que ha
de afirmar la autoridad de aquellos y es posible que resulte un lazo muy conveniente entre ambos
sistemas”.

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Por fin, en un tercer umbral el Senado podía ser entendido como un original instrumento
de control al servicio de una prudente élite, amparada por la edad y la distancia electoral sobre
tumultuosas o esquivas multitudes y “..así como la opinión fría y sensata de la comunidad debe
prevalecer en todos los gobiernos libres sobre las opiniones de sus gobernantes, así también hay
momentos especiales en los asuntos públicos en que, estimulado el pueblo por alguna pasión
desordenada o por alguna ganancia ilícita, o extraviado por las artes y exageraciones de hombres
interesados, reclama medida que el mismo será el primero en lamentar y condenar más tarde. En
estos momentos críticos ¡que saludable será la intervención de un cuerpo tranquilo y respetable
de ciudadanos!
En el régimen presidencial la fragmentación de la soberanía, propuesta por el sistema
federal, se combinaba con una rígida separación de poderes por la cual el presidente no podía
disolver el congreso ni éste podía, según métodos ordinarios, hacer obligatoria la renuncia del
primer magistrado y de su gabinete.
Como el predominio presidencial era fuerte y robusto como en el caso argentino ¿podría
ser prenda de mayor seguridad y de menor riesgo la soledad de un presidente que carecía de
primer ministro y de gabinete responsable? La fórmula alberdiana salvaba la dificultad: el
presidente era un notable designado merced a una severa jerarquía electoral; los senadores
también y el origen de ambos, edad y elección indirecta, los hacia naturalmente aptos para
integrar una colegialidad conservadora.
Visto en esta perspectiva el Senado era un auténtico Consejo Ejecutivo dotado de las
atribuciones para ejercer control sobre el poder judicial, el religioso y los niveles más altos del
entonces embrionario sistema burocrático: según la constitución el presidente necesitaba del
acuerdo del senado para nombrar los magistrados de la Corte Suprema y de los tribunales
inferiores; para designar y remover los ministros plenipotenciarios y los encargados de negocios;
declarar el estado de sitio, etc. Veamos ahora como se integró en la practica la colegialidad
conservadora a la que aludíamos hace un instante.
Las relaciones entre los gobernadores y el Senado
El gobernador ejercía control electoral sobre el personal político de su provincia:
intervenía en la designación de los legisladores provinciales y nacionales, reservaba para si una
banca en el Senado Nacional y prestaba particular empeño en la confección de la lista de electores
para presidente y vice de la nación. Tanta influencia habría afectado la jerarquía del régimen si no
se hubiese instalado bajo el amparo presidencial. Desde esta perspectiva se explica el intercambio
de protecciones reciprocas entre Nación y Provincias, porque sin el apoyo de los gobernadores el
poder presidencial carecía de sustento, pero sin el resguardo presidencial los gobernadores
permanecían huérfanos de la autoridad indispensable para mandar en su ámbito particular.
El tramo de 3 o 4 años que cubría el ejercicio efectivo de la gobernación era, pues,
estrecho comparado con la duración y la consecuente estabilidad que otorgaba el desempeño de
otros cargos nacionales. Para muchos, la gobernación podía ser el mojón institucional que
señalaba la culminación de una carrera acotada por las fronteras de la provincia natal y sin más
horizonte que el que podían trazar las alianzas y las querellas locales. Para otros, en cambio, la
gobernación se constituía en el punto de partida de una carrera nacional que habría de llevar al ex
gobernador a intervenir en el sistema de decisiones nacionales.
Los caminos para alcanzar este propósito seguían el trazado de los poderes nacionales que
prescribía la Constitución: la presidencia, el gabinete nacional y ambas cámaras legislativas. Pocos
gobernadores lograron ejercer el poder presidencial. Roca y Pellegrini, los Sáenz Peña, José E.
Uriburu, Quintana y Victorino de la Plaza, habían llegado a la cumbre de la jerarquía
gubernamental transitando por otros carriles como los ministerios, las bancas legislativas y las

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misiones diplomáticas. Los gobernadores que alcanzaron el poder presidencial no constituyeron el
núcleo mayoritario de ese elenco de notables. Solo dos ex gobernadores cordobeses, marcaron la
excepción Miguel Juárez Celman y José Figueroa Alcorta, que accedió a esa responsabilidad por l
atajo de la vicepresidencia.
El Senado comunicaba oligarquías, las hacia participes en el manejo de los asuntos
nacionales y las cobijaba con la garantía de un mandato extenso y renovable. El mandato duraba
nueve años; una reelección los llevaba a 18 años; y una tercera designación por la legislatura le
hacía rondar el umbral del cuarto.
El sistema federal
¿Cómo resolver, en efecto, la coexistencia efectiva entre dos poderes: el nacional y el
local? La pregunta ya mereció, de parte nuestra, un atisbo de respuesta histórica. Pero alguna
exploración sobre el concepto de dualismo federal se puede desbrozar el camino para situar la
cuestión concreta del federalismo ante el poder político consolidado en 1880. En este sentido, el
federalismo clásico se expresaría mediante un equilibrio entre ambas tendencias: la periferia
controlaría a centro y viceversa.

La intervención federal
¿Qué camino recorrieron los argentinos para fracturar el dualismo federal, sobre todo
después de 1880?
En el proyecto de constitución que acompañaba a las bases, Alberdi otorgaba a la
confederación el deber de garantizar a las provincias el sistema republicano, la integridad de su
territorio, su soberanía, y su paz interior. A continuación, introducía, por primera vez el derecho de
intervención: la confederación, decía, “interviene sin requisición en su territorio al sol efecto de
restablecer el orden perturbado por la sedición”.
El Congreso de 1853 complicó esta redacción y dejó escrito el artículo 6 de la Constitución
como sigue: “el gobierno federal interviene con requisición de las legislaturas o gobernadores
provinciales, o sin ella, en el territorio de cualquiera de las provincias, al solo efecto de restablecer
el orden público perturbado por la sedición o de atender a la seguridad nacional amenazadas por
un ataque o peligro exterior”.
Sarmiento no entendía el acto de intervención si no mediaba, previamente, el
requerimiento del gobernador o de la legislatura provincial. Alberdi no estaba de acuerdo con esta
interpretación y se mantenía en la tesitura de su proyecto original. La convención de Buenos Aires
propuso una redacción equidistante. El articulo 6 quedó escrito de este modo y fue aceptado por
la convención reformadora: “El gobierno federal interviene en el territorio de las provincias para
garantir la forma republicana de gobierno, o repeler invasiones exteriores, y a requisición de sus
autoridades constituidas para sostenerlas o restablecerlas, si hubieran sido depuestas por la
decisión, o por la invasión de otra provincia”.
Posada advertía la quiebra del dualismo federal en la Argentina y para otorgar
fundamento a su aserto, no comparaba nuestra experiencia con la práctica federal en Suiza o en
los Estados Unidos; volvía su mirada hacia el imperio alemán que se había erigido en el modelo
más representativo de un sistema federal antidualista organizado en torno de un poder unificador
y hegemónico. Un Estado federal, escribía posada, requiere “cierto equilibrio de fuerzas, que, si se
rompe, ha de ser en la proporción en que Prusia rompe el equilibrio alemán, no en la proporción
en que la Capital Buenos Aires rompe, por el momento, el equilibrio argentino”. Severa conclusión:
la Capital que en el ochenta aparecía como prenda de conquista para el interior, revertía su

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control sobre el resto del país. La apuesta de Aristóbulo del Valle terminaba con la victoria de
Buenos Aires: para muchos observadores el centro dominaba irresistiblemente a la periferia.
Un notable del interior hacia también balance de lo acontecido. En el juicio del siglo,
Joaquín V. Gonzales se aferraba a la esperanza de “que el proceso de centralización no puede ser
eterno” luego de emprender una implacable requisitoria contra la intervención Federal. No se
recurre a ella, decía, “con un fin constitucional propiamente dicho, pues en muchos casos se
interviene para sostener, reponer o reconstruir autoridades ejecutivas, legislativas o judiciales
depuestas, amenazadas o disueltas por la sedición armada o la astucia política, y en la mayoría, en
la época contemporánea, la intervención se ha convertido en un recurso ordinario de unificación
electoral de todos los grandes resortes efectivos, localizados en los gobiernos.
La práctica de la intervención
A partir de 1880, la intervención federal representará un papel diferente. Persistirá como
instrumento de control, pero cambiará la naturaleza de su objeto; antes se engarzaba con
conflictos territoriales que volcaban sobre el escenario una recurrente crisis de identidad; ahora
asentada sobre el poder político nacional, la intervención federal obrará con más parsimonia y
seguirá los dictados de gobiernos que buscaban controlar las oposiciones emergentes dentro y
fuera del régimen institucional. Por un lado, la lucha para fundar una unidad política; por el otro,
la tarea más rutinaria para conservar un régimen.
Desde Roca hasta Victorino de la Plaza, todos los presidentes, sin excepción, hicieron uso
de la intervención federal. Hay, por supuesto, variaciones entre unos y otros sumados ambos tipos
de intervención (por ley y por decreto), lo que permite registrar una medida aproximativa de
intensidad intervencionista.
Trece, de las catorce provincias, fueron intervenidas por lo menos en una oportunidad. Las
provincias más protegidas fueron Salta, Córdoba, Jujuy y San Juan. Salta fue la única provincia no
intervenida y las otras lo fueron una sola vez. A este primer grupo le siguen Entre Ríos, Mendoza,
Santa Fe, La Rioja y Tucumán que fueron intervenidas en dos o tres oportunidades. Un tercer
grupo, en fin, reúne provincias que fueron intervenidas entre cuatro y seis veces: Buenos Aires,
Santiago del Estero, Corrientes, Catamarca y San Luis.
La iniciativa de la intervención estaba vinculada con una situación de conflicto cuya
gravedad la misma Constitución calificada mediante los términos de garantía a la forma
republicana de gobierno, invasión externa o interna y sedición. Si dejamos de lado la circunstancia
de la invasión interna o externa, menos significativa en este periodo que en el anterior entre 1854
y 1880, la sedición y garantía de la forma republicana de gobierno resulta ser los criterios básicos
para orientar una adecuada comprensión de los procesos intervencionistas. Sin embargo, la
realidad de las cosas no sugiere una simplificación tan drástica. La intervención federal se desplegó
sobre un amplio territorio conflictivo. Hubo momentos en los cuales la sedición motivó la acción
del gobierno federal. En muchas circunstancias, como bien advierte Sommariva, las intervenciones
lidiaron con situaciones provocadas por divergencias entre las autoridades locales, con conflictos
de poderes (entre legislatura y el gobernador que podían culminar en juicio político) o con vicios
imputados a loa actos electorales. En otras, el gobierno federal buscó pretextos o alentó
movimientos opositores en las provincias que luego protegería mediante la intervención.
Las acciones intervencionistas generaron consecuencias políticas que permiten explorar
un propósito de control del poder central sobre las provincias. A riesgo de generalizar, las
intervenciones acaecidas a partir de 1880 tuvieron tres tipos de consecuencias: apoyaron a las
autoridades constituidas, favorecieron a los grupos opositores comprometidos en el conflicto e
instalaron nuevas autoridades a propósito de un conflicto en donde la intervención no satisfizo al
gobierno provincial ni a los adversarios “que principalmente lo combatían”. En el primer caso el

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Gobierno Federal actuó inspirado por un criterio conservador: repuso o apoyó a los gobernantes
en ejercicio; en el segundo tomó parte en un conflicto a favor de los actores que se enfrentaron
con las autoridades provinciales; en el tercero, en fin, buscó la distancia de un arbitraje.
De los 9 presidentes que se sucedieron entre 1880 y 1916, cuatro tuvieron origen
bonaerense (nacidos en la Capital o la Provincia de Buenos Aires): Carlos Pellegrini, Luis Sáenz
Peña, Manuel Quintana y Roque Sáenz Peña, y cinco provinieron del interior: Julio Argentino Roca,
Miguel Juárez Celman, José E. Uriburu, José Figueroa Alcorta y Victorino de la Plaza. Los doce años
que sumaron las dos presidencias de Roca junto con las otras acentuaron, todavía más, el
predominio del interior.
Todas las provincias estuvieron representadas en los gabinetes nacionales, con la
excepción de Jujuy y Santiago del Estero. La provincia que reunió más ministros fue salta: entre
ella y sus seguidoras más cercanas se trazaron diferencias de 3 a 5 ministros. El hecho es
importante si recordamos que Salta fue la única provincia no intervenida. ¿estabilidad oligárquica
del sistema político salteño, un distrito de apoyo permanente que no sufrió el impacto de la
intervención y que, además, acarreó recursos para el poder nacional en las figuras de dos
presidentes y once ministros? La hipótesis es sugestiva.
Junto con esta provincia, hicieron punta Santa Fe, Córdoba, Mendoza y Tucumán. Tres de
ellas formaron parte de la coalición oficialista (Salta, Córdoba y Santa Fe); las dos restantes
integraron el núcleo de las provincias de oposición repetida (Tucumán) y de oposición
circunstancial (Mendoza). Si además se toma en cuenta el impacto intervencionista, observamos
que Córdoba, Mendoza y Santa Fe lo sufrieron con poca intensidad en una y dos oportunidades.
En cambio, Tucumán se situó en un nivel superior con tres intervenciones.
Las provincias marcaron su porcentaje de participación más alto en el ministerio del
interior; luego lo hicieron en el de Justicia, culto e instrucción pública. En el extremo opuesto,
Buenos Aires trazó las diferencias más fuertes a su favor en Relaciones exteriores y en obras
públicas.
El ochenta despuntó con una baja participación de ministros bonaerenses durante la
primera presidencia de Roca y Juárez Celman, que concuerda con la intensidad intervencionista
más débil de cuantas analizamos. A partir del noventa la presencia de Buenos Aires trepó
vigorosamente cuando Pellegrini ocupó la escena presidencial, análogo repunte se advierte en el
número de intervenciones por año de gobierno. El ascenso bonaerense culminó con la presidencia
de Luis Sáenz Peña hasta alcanzar el pico más alto; desde allí el presidente recibirá las palmas por
ocupar el primer puesto en el rango intervencionista. El descenso no es menos significativo. José E.
Uriburu redujo en su gabinete el número de ministros bonaerenses, también amortiguó la
intensidad intervencionista. Cuando Roca asumió su segundo mandato, el interior colocó de nuevo
en equilibrio la balanza de la participación ministerial en el curso de una presidencia que recurrió a
la intervención federal con menos frecuencia que la anterior.
La clase gobernante frente a la impugnación revolucionaria
El régimen del ochenta se propuso unificar el ámbito político en un sistema nacional de
decisiones. En este sentido produjo consecuencias inéditas: reivindicó con éxito la posibilidad de
controlar un espacio concebido como un campo de fuerzas sujeto a una autoridad común; e hizo
participes a las clases gobernantes locales en un conjunto de instituciones estables y hasta de
reconocido prestigio, como por ejemplo el Senado Nacional. Nacionalización de los grupos
dirigentes y control del espacio nacional: entre estos dos carriles se desplazó la actividad y se
localizó el origen de la clase gobernante que tuvo acceso al ejercicio de la libertad política.
Orden y espacio: la clase gobernante

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La fórmula alberdiana prestaba prioritaria atención a la cuestión del orden político pero el
orden se implantaba sobre un espacio dentro de cuyos confines habría de crecer, más adelante,
una nueva sociedad. Entonces el orden político debía resultar de un proyecto histórico que
conjugara lo existente, como prenda de rescate, con la nacionalización jurídica proveniente de la
vertiente liberal. Lo rescatable no era otra cosa que la autoridad afincada en las provincias; lo
nuevo: las instituciones, solucionada la cuestión capital, bajo la égida del poder presidencial.
Durante el periodo de las guerras civiles las provincias tuvieron ejércitos; más tarde los
gobernantes perdieron ese típico atributo de la soberanía externa y, en su lugar, dispusieron de
cuerpos policiales para mantener el orden. De todos modos, los gobernadores mantuvieron en
reserva una capacidad suficiente para mandar sobre las comunas (o municipalidades) o sobre
segmentos regionales dentro de su mismo territorio.
El régimen del ochenta ejerció controles efectivos sobre otros sistemas de autoridad
tradicional de carácter funcional. La iglesia católica, por ejemplo, perdió dos atributos: la
educación y la competencia civil del matrimonio religioso. En el origen de la querella acerca de la
enseñanza pública, estaba presente este problema que produjo una escisión parcial en el
congreso, de carácter ideológico ¿Cuál sería el límite de la intervención del Estado en materias
cuyo ejercicio incumbía, desde la Colonia, a instituciones no específicamente políticas? En aquel
momento, el gobierno respondió con un argumento anti conservador y enfrentó a otro sistema de
autoridad.
Nunca, sin embargo, sufrieron mella los grupos que luego recibirían el mote peyorativo de
oligarquías provincianas. Y pese al complicado papel que le cupo a la intervención federal como
mecanismo de control nacional, ésta no obró, por lo general, como un agente substitutivo de las
clases gobernantes allí afincadas. Antes bien la intervención federal introdujo cambios o reajustes
en los grupos locales. Conflicto, pues, dentro del régimen de las clases gobernantes y no contra el
fundamento sobre el cual reposaba la autoridad.
La clase gobernante cobra, de este modo, un perfil más preciso. Como hipótesis
sostendremos que este término comprende el conjunto de actores que desempeñaron cargos
institucionales decisivos y se jerarquizaron, unos con respecto a otros, mediante la acumulación de
esos papeles durante el periodo que transcurrió entre 1880 y 1916. El cargo institucional, por
excelencia decisivo, fue la presidencia. Quienes lo integraron constituyeron el estrato más alto de
la clase gobernante. Subordinados a ellos se situaron los cargos de gobernador, ministros del
poder ejecutivo nacional, senador nacional y diputado nacional.
Se ha dicho con razón que los hombres del ochenta no solo acumularon cargos políticos;
desempeñaron también otros papeles sociales y fueron a la vez, en muchos casos, políticos,
propietarios, militares, escritores, historiadores y poetas. Recién cuan el paso de los años haya
conjugado otros cambios, la argentina habrá de atravesar épocas más proclives a la especialización
de actividades.
Es cierto que el régimen del ochenta comprendido entre 1880 y 1916 parece proclive a ser
entendido a través de una lente elitista, aunque más no fuera por el pequeño número de actores
que participó en los procesos de control y de distribución del poder. También es verdad a primera
vista, que durante esos años los gobernantes obraron sobre un suelo de convicciones arraigadas,
quizás convincentes en lo que hace a los fines últimos. Pero de allí a canonizar la paz intra
oligárquica, como una hipótesis indiscutible, hay un largo trecho; el tramo, en efecto, de una
historia donde los cambios políticos bruscos y los intentos revolucionarios pusieron en tela de
juicio aquello que la teoría elitista juzgaba deseable: los valores políticos comunes y la ausencia de
conflictos violentos entre los miembros de la clase gobernante.
El noventa significó un cambio cualitativo en el modo de comprender y hacer la política. A
partir de aquella fecha el impacto de una impugnación persistente, que se prolongó hasta

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promediar la década, reorientó las expectativas de un sector de la clase gobernante y puso en
movimiento otra fórmula política: un principio de legitimidad emergente que contradecía el que
reivindicaron, y luego mantendrían, los fundadores del régimen del ochenta. La unión cívica se
desplegó, al principio, como una organización de nuevo tipo que cubrió de comités la provincia de
Buenos Aires.
De modo simultaneo, la Unión Cívica abrió tras su propósito una red de diarios de alcance
nacional, lo cual suponía poner en marcha nuevas formas de comunicación para crear condiciones
que favorecieran el desarrollo de partidos no necesariamente tutelados por los gobiernos.
Después de la revolución del parque, la Unión Cívica se fragmentó en dos líneas opuestas:
la Unión Cívica Nacional conducida por Bartolomé Mitre y la Unión Cívica Radical bajo el liderazgo
de Leandro N. Alem y Bernardo de Irigoyen. Los cívicos radicales conservaron parte de la red de
comités que se había formado y emprendieron el camino de la resistencia, negando la legitimidad
del acuerdo y de los comicios que los legalizaron.
Más tarde, la revolución se trasladó a las provincias. En 1891 los cívicos se alzaron en
armas en Córdoba. Dos años después se impuso en San Luis una junta revolucionaria luego de una
refriega que causó 4 muertos. El 30 de julio de 1893 el radicalismo organizó la primera revolución
en Santa Fe y alcanzó una victoria provisoria. Simultáneamente los radicales bonaerenses
levantaron en su provincia un ejército de más de ocho mil voluntarios que constituyó un gobierno
provisorio en La Plata. Dos meses después, la provincia de Tucumán cayó en manos del
radicalismo y la revolución volvió otra vez a Santa Fe encabezada por Leandro N. Alem.
El ochenta fue el último episodio con el cual culminaron procesos históricos tendientes a
constituir una unidad política; el ciclo revolucionario abierto en el noventa, en cambio fue el
primer acontecimiento con la fuerza suficiente para impugnar la legitimidad del régimen político
que había dado forma e insuflado contenidos concretos al orden impuesto luego de las luchas por
la federalización.
El sufragio: fraude y control electoral
En la década del noventa, la oposición externa al régimen levantó la bandera de la moral
electoral frente a lo que ellos llamaban el fraude y la corrupción del comicio. El régimen del
ochenta practicaba elecciones en el orden nacional, en las provincias y en los municipios. Se
respetaban los periodos de renovación de las autoridades con cuidado y hasta con prolijidad. Pero
todos sabían, gobernantes y opositores, que tras las formas jurídicas se escondía una realidad
harto diferente.
Hecho curioso, las sucesivas leyes electorales sancionadas desde los orígenes de la
organización nacional, nunca establecieron un tipo de sufragio, que calificara al elector según su
capacidad económica o cultural. Alberdi había reconocido las virtudes del voto censitario que
practicaba la mayoría de las naciones europeas; tiempo después se inclinaría ante la evidencia y
admitiría la bondad pragmática de un sistema ordenado en torno de gobiernos electores que
controlaban la sucesión de las autoridades públicas. Esta noción central puede ser entendida como
el principio ordenador de un complicado mecanismo que tenía por propósito producir elecciones y
asegurar la victoria de determinados candidatos en desmedro de otros.
Conviene tener presente tres características básicas del régimen electoral previo a 1912: el
carácter voluntario del voto, la ausencia del secreto en la expresión del mismo o sufragio de lista.
Votaban, entonces, quienes querían mediante procedimientos que bloqueaban la competencia
entre listas cerradas de candidatos, sin prestar prolija atención a las garantías de intimidad
exigibles en esa manifestación de la voluntad.
Para votar era necesario empadronarse e integrar un registro electoral. En rigor, las leyes
electorales autorizaban a las comisiones empadronadoras para levantar el registro electoral. Estas

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comisiones inscribían a los ciudadanos hábiles para ser electores que estuvieran en el distrito al
tiempo de la elección. Como señala E. Rivarola “como la ley deja a las comisiones empadronadoras
la facultad de juzgar de quienes reúnen o no las condiciones requeridas para ser inscriptos, el
fraude electoral empieza ordinariamente por la inscripción indebida y por la omisión de nombres
en el registro”.
En los distritos se votaba para autoridades nacionales, es decir, diputados y electores de
presidente y vicepresidente. En cada distrito las constituciones provinciales o las leyes electorales
nacionales subdividían su territorio en secciones, departamentos y parroquias internas que, por lo
general coincidían con las municipalidades.
En el día del comicio se instalaban las mesas receptoras de votos: las presidian, por lo
general, pequeñas juntas escrutadoras que se distribuían en distintos lugares públicos. Se votaba
en atrios de iglesia, la casa municipal y los portales de los juzgados de paz. La designación de los
escrutadores era otra decisión crucial.
Por lo general los electores habilitados para votar marchaban por grupos en las ciudades y
en la campaña. Los comités electorales concentraban en lugares estratégicos a sus adherentes o,
en el campo, los paisanos concurrían desde las estaciones o desde las estancias hacia el lugar del
comicio donde votaban al mismo tiempo, y de ahí que sus votos aparecieran en serie. Las boletas,
si existían, o las listas de candidatos se entregaban pocas horas antes o aun en el momento de
votar.
Esta marcha colectiva sobre las mesas electorales podía traer como contrapartida una
dispersión de las oposiciones que desertaban del lugar indicado para votar, anticipándose a la
coacción presumible: “la casa municipal, los portales del juzgado de paz, el frente de la escuela,
sirven de refugio a los descontentos…la consecuencia inmediata de esta diversidad de comicios es
la de que resulte sufragando un número de inscriptos mayor del contenido en el padrón: porque,
como en el deseo de superar en número al adversario, cada partido echa en mano de nombre
ausentes, y de muertos y de vivos, la suma de los votantes de los dos o tres comicios organizados
para el mismo acto, excede el total de la inscripción…esta facilidad de dar a cada opinión un
comicio, conduce, además, a inesperadas sorpresas. Al juez de la elección corresponde establecer
cuál de los comicios ofrece mayores apariencias de legalidad, y esa decisión depende, no de las
cualidades intrínsecas o extrínsecas de las actas, sino del criterio de conveniencia política que
domine en la mayoría de los sentimientos amistosos que dentro de un mismo partido favorezcan
esta o aquella tendencia de este o aquel personaje”. Esta diáspora electoral recibió el nombre de
comicios dobles.
Volcar un padrón o vaciar un registro tenían, pues, un mismo significado. Se trataba, lisa y
llanamente, de asignar un voto a un ciudadano ausente, o presente si se rompían boletas, de
acuerdo con una decisión previa adoptada por la junta escrutadora. El sistema podía ser reforzado,
según las circunstancias con la repetición del voto realizada por electores volantes o golondrinas
que sufragaban varias veces en una misma mesa o, en su defecto, en mesas de un mismo distrito.
Entrado ya el siglo, en las postrimerías del régimen, los procedimientos tradicionales
fueron reemplazados por el comercio de libretas de inscripción y la compra directa de votos.
A este propósito, era necesario vincular los fiscales de mesas con los comités parroquiales.
“El sufragante recibía después de haber depositado su voto, un vale o tarjera del fiscal del partido
oficial y con el cobraba en el comité, diez, quien o veinte pesos según lo tratado”. Los comités de
parroquia llevaban la cuenta exacta de los votos venales, que era retransmitida a los comités
centrales, con lo que se favorecía la regulación del mercado electoral según las necesidades de
cada comicio.
El balurdo electoral eran las actas con las que se clausuraba el comicio. Así existieran actas
de votantes o urnas para depositar la papeleta del sufragio, una vez terminada la elección las

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autoridades que presidian las mesas escrutadoras hacían “el recuento de votos y votantes,
certificaban la cantidad al pie del acta y por último proclamaban en forma pública a los candidatos
triunfantes”. Estos documentos se enviaban a las Legislaturas o a las Juntas Escrutadoras
Provinciales que hacían el escrutinio definitivo, consignaban las denuncias y protestas acerca de
las irregularidades y elevaban los resultados a la cámara de diputados o al congreso nacional si el
comicio tenía por objeto designar electores para Presidente y vicepresidente.
Tras estos recaudos de carácter normativo, la acción de control electoral en las legislaturas
podía hacer uso de métodos más prácticos. En las provincias norteñas, por ejemplo, cuando se
daba el caso de una súbita victoria opositora, reflejada en un acta electoral, se ponía en
movimiento el prolijo trabajo de funcionarios que oficiaban de raspadores, los cuales, con
paciencia no exenta de discreción, suplantaban el nombre del electo por el del favorecido. A estos
legisladores, se los llamaba diputados por raspadura.
Los gobernantes electores no actuaron solos. El sistema de control exigía algo más. Entre
el hipotético pueblo elector y los cargos institucionales que producía el voto, se localizaba, en una
franja intermedia, un actor político, respetado con esmero por los que ocupaban posiciones de
poder y acerbamente criticado por quienes emprendían el camino de la oposición o de la crítica
moral: el caudillo electoral.
El caudillo electoral desplegaba su acción ofreciendo servicios, pactando acuerdos
cambiantes, haciendo presente su disconformidad mediante la sustracción de sufragios de una
lista cuando sobrevenían arreglos previos no del todo satisfactorios.
La participación electoral
Los inmigrantes no se naturalizaban; pero tampoco cesaba una corriente de población
extranjera que se volcaba sobre nuestros puertos y cambiaba la composición demográfica del país.
Así, mientras la sociedad civil se transformaba, el mercado electoral no sufría cambios análogos.
Entre 1880 y 1916 registramos en Capital Federal 15 elecciones. En 1880, para elegir
electores de presidente y vice, votaron 6.505 ciudadanos; esta será la cifra más baja del periodo.
Dos años después en las elecciones de diputados nacionales el número de sufragios aumentó a
8.930. En 1886 se votó nuevamente para integrar la cámara baja: en total 9.771 electores. El pico
más alto fue en las elecciones de 1906 donde participaron 31.957 electores.
Del orden oligárquico a la democratización
La contradicción de una formula política
La oligarquía decimos tenia raíces económicas y sociales y una traducción política que se
expresaba mediante el control institucional. Una oligarquía, por cierto, en gran medida inédita,
que poco tenía que ver con imágenes estereotipadas o aun con modelos de interpretación
derivados de otras experiencias históricas. En el universo de principios deseables que hizo suyos
estas oligarquías coexistieron, en efecto, valores contradictorios.
Por un lado, una república conservadora, celosa del rango y del poder de las clases nativas
superiores; por el otro, el vertiginoso proceso de la población nueva, de una economía que
permitiera la acumulación del capital en el ámbito de la sociedad civil. Orden y disciplina en el
Estado; promesa de igualdad, de enriquecimiento y de acceso social en la sociedad civil.
Los hombres del régimen del ochenta marcharon por este camino. Conservaron las
instituciones de la república restrictiva; abrieron con pasión las puertas a la inmigración, al capital
y a la cultura universal. Defendieron un orden político conservador; alentaron el desarrollo de una
sociedad más igualitaria.
Nuevos conflictos en la clase gobernante

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Reelecto en 1898, Roca retomó el control de la presidencia. El defensor público del
candidato y eficaz colaborador desde el congreso durante los primeros años de la presidencia fue
Carlos Pellegrini. La prueba de la alianza sobrevino cuando Roca solicitó el concurso de Pellegrini
para gestionar en Londres un plan de unificación de la deuda pública. Pellegrini afrontó una
gestión que despertaría reacciones inesperadas y asumió su defensa en el Senado. Roca, para
remedia una súbita crisis, retiró el proyecto. Pellegrini quedó aislado y trocó su papel por el de
opositor que no abandonará hasta su muerte.
Las querellas entre los notables arrecieron cuando, el mismo día en que Quintana era
proclamado por la convención, Pellegrini denunciaba ante sus amigos el sistema vigente que había
suprimido los órganos representativos, “sustituyéndolos por una sola cabeza que piensa, un a
voluntad con resuelve, una voz que ordena, un elector que elige”. Y añadía “el pueblo, desde el
intelectual al analfabeto, desde el grande al pequeño ha desaparecido y queda solo el presidente y
el gobernador”. Roque Sáenz Peña, que a continuación expuso sus ideas, fue más lejos y dio acta
de fundación al Partido Autonomista: “…seamos autonomistas de verdad defendiendo la
autonomía de los estados, y articulando lealmente nuestro régimen republicano federal;
autonomía en los poderes cuya división se ha confundido bajo la mano centralizadora del jefe de
Estado; autonomía en el sufragio, para que la voluntad nacional designe sus gobernantes y no
sean los gobernantes quienes se designen sucesor”.
Pellegrini presentó batalla en las elecciones legislativas de 1906. Los votos opositores en la
Capital estaban dispersos entre republicanos (mitristas) y autonomistas. Pellegrini pacto un
acuerdo con Emilio Mitre, se puso al frente de una lista conjunta integrada con los republicanos-
coalición popular-hizo pública su impugnación al régimen. Cuando se conoció el escrutinio, el
triunfo correspondió a la Coalición. El presidente Quintana moría el mismo día de la victoria
opositora.
De inmediato sobrevino un brusco cambio de orientación. Los Pellegrinistas volvieron a la
presidencia y prestaron concurso al ministerio de Figueroa Alcorta. Pellegrini no alcanzó a
conducir este súbito realineamiento de fuerzas. Murió en ese invierno de 1906.
Según el nuevo presidente, había caído el más fuerte. Pero el vacío que dejaba Pellegrini
pronto sería ocupado por una coalición cambiante que haría uso del control institucional para
desmantelar las posiciones roquistas. Figueroa Alcorta no titubeó en ejercer el dominio
presidencial sobre el parlamento, al mismo tiempo que impuso la intervención federal sobre las
provincias díscolas. Los mismos métodos con diferentes propósitos.
El presidente convocó a sesiones extraordinarias en 1907 para aprobar el presupuesto del
próximo ejercicio. Roca había retornado al país luego de una prolongada estadía en Europa. El
conflicto institucional estaba planteado. Tres meses después, el 25 de enero de 1908, Figueroa
Alcorta respondió con una decisión inédita, de cuya audacia y rapidez parecía depender el destino
de la fuerza política que procuraba reemplazar al roquismo. Por decreto se clausuraron las
sesiones extraordinarias, se declaró en vigencia el presupuesto de 1907 y se procedió a ocupar el
congreso por efectivos comandados por la Policía Federal.
Producido “el golpe de estado”, le estaba a Figueroa Alcorta afrontar las elecciones
legislativas de 1908. El presidente logró neutralizar la provincia de Buenos Aires, colocando a su
favor al sucesor de Ugarte, el gobernador I. Irigoyen.
Figueroa Alcorta controlaba la sede del poder presidencial. Antes, ya había hecho valer su
influencia sobre las provincias, interviniendo a San Juan, San Luis y Corrientes, pero le faltaba
llevar a cabo la operación definitiva: Córdoba, su provincia que mantuvo incólume la filiación
roquista; allí donde el presidente ejerció la gobernación para marchar después hacia el Senado,
fue intervenida en agosto de 1909.

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El centenario: optimismo y amenazas
De algún modo, el centenario representó el ascenso de una creencia política que venía
erosionando las viejas convicciones y que, a la postre, terminaría encarnada en una fórmula de
carácter reformista. La vieja fórmula había puesto en movimiento a la sociedad civil, en tanto el
orden político permanecía condicionado por los vicios de una oligarquizarían cada vez menos
consentida.
En medio siglo las exportaciones habían crecido más de diez veces, la población se había
duplicado en veinte años, la red ferroviaria alcanzaba una extensión de 33.478 kilómetros. A todo
ello se sumaba el formidable esfuerzo para educar a una población, que crecía vertiginosamente,
mediante la instrucción pública, lo cual trajo como consecuencia que la tasa de analfabetismo se
redujera del 77% en 1869 a 35% en 1914.
Ante la sucesión de huelgas y hechos de violencia el gobierno nacional reaccionó con
decisiones tradicionales- el estado de sitio- y robusteció su aparato de control con la sanción de la
ley llamada de residencia, calificada en 1903 por el presidente Roca como una legislación “de
seguridad y defensa de la sociedad argentina que no está obligada a aceptar en su seno elementos
de desorden que repudian las demás naciones”.
Las luchas sociales no eran, por cierto, la única fuente de amenazas. Derrotados en 1905,
los radicales mantenían una peligrosidad que no decrecía. La estrategia del partido abstencionista
combinaba la reivindicación política- el fiel cumplimiento de la constitución- con un estilo
conspirativo no desmentido, por lo menos a través de actos aparentes que cubrieron con un
manto de incertidumbre la transmisión del mando en el mes de octubre de 1910.
Entre el optimismo y las amenazas, fue tomando cuerpo la respuesta reformista. La clase
gobernante del centenario conservó una tenaz fidelidad hacia los aspectos programático de la
vieja fórmula y la combinó con una doctrina de reparación moral que procuraba redimir el vicio de
la oligarquía.
Roque Sáenz Peña en la presidencia
Y habíamos subrayado el papel de Sáenz Peña en el autonomismo pellegrinista. Pero su
anti roquismo venia de antigua data. Se había formado en su juventud en el viejo alsinismo;
defensor de Avellaneda, luego juarista, Sáenz Peña encabezó el movimiento modernista,
impulsado desde la provincia de Buenos Aires por el gobernador Julio Costa, que lo hizo candidato
firme en las elecciones presidenciales de 1892 y que solo pudo desbaratar Roca, logrando la
adhesión del P.A.N y del mitrismo a la candidatura de su padre.
Sáenz Peña programó su candidatura desde Europa. Allí se puso de acuerdo con Indalecio
Gómez, viejo colega en el movimiento modernista del 91, acerca de la estrategia del próximo
gobierno. Gómez era también un consecuente antiroquista. Una fiel amistad con J.M Estrada
motivó su incorporación a la Unión Católica.
La campaña electoral se organizó en torno de la Unión Nacional, un movimiento que en
poco tiempo cubrió todo el país sin sufrir fisura alguna. Frente a esta coalición de origen
bonaerense, bien apoyada, de inmediato, por los gobiernos de provincia, apenas despuntó la
simbólica oposición de los republicanos-mitristas que levantaron la candidatura de E. Udaondo.
Como el P.A.N, la Unión Nacional constituía un eficaz vehículo para comunicar oligarquías
locales y gobiernos provinciales bajo la protección de una presidencia que no escatimaba recursos-
la intervención federal, la clausura del Congreso, el estado de sitio-para hacer efectivo su poder y
su influencia electoral.
Sáenz Peña regresó de Europa desde donde impuso la candidatura de Victorino de la Plaza
para la vicepresidencia. Tres meses después, en abril de 1910, las listas de la Unión Nacional se
impusieron en todo el país sin atisbo alguno de resistencia electoral, pese a la participación del

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Partido Socialista (en la capital) y de la facción cívica-republicana. Los radicales permanecieron en
la abstención.
El temor de una conspiración radical, presentida por los gobernantes, acompañó el
regreso de Roque Sáenz Peña, ya electo presidente. Desembarcó en Buenos Aires de noche, sin
publica acogida y fuertemente custodiado. De inmediato rompió la incomunicación y buscó
entrevistarse con Hipólito Yrigoyen.
Yrigoyen rechazó la propuesta de integrar un gabinete de coalición en el próximo gobierno
y mantuvo invariable su exigencia acerca de la modificación del registro y de la ley electoral,
decisiones, ambas, que debían implementarse con intervenciones federales en todas las provincias
para garantizar los nuevos comicios. Sáenz Peña no aceptó el temperamento intervencionista,
pero ambos coincidieron en la necesidad impostergable de una reforma electoral.
Las leyes electorales: dialogo entre dos reformadores
La reforma política que preconizó Sáenz Peña se cristalizó en una ley electoral sancionada
el 10 de febrero de 1912. Indalecio Gómez, ministro del interior, defendió la filosofía pública que
impregnaba la reforma y la tradujo en un instrumento jurídico.
Diez años atrás, sin embargo, la clase gobernante prestaba temprano atención a estos
problemas. Joaquín V. Gonzales, en aquella circunstancia ministro del interior de Roca presentó en
el congreso un proyecto de ley electoral cuyo propósito general era similar al que sostenían
Gómez y Sáenz Peña. Pero esta ley, sancionada el 19 de diciembre de 1902, tuvo corta vida:
apenas reguló una elección nacional en 1904 y algunos comicios parciales.

Joaquín V. Gonzales: el sufragio uninominal por circunscripciones


Se ofrece a si mismo ante el Congreso como testigo de una experiencia política
universitaria porque el país todo esta sacudido por una contradicción entre el sistema social y el
orden político. He aquí la piedra de toque que sostiene su filosofía política: “Las fuerzas sociales
que dan existencia real a nuestra cultura presente, no tienen una representación formal en la ley,
en cuya virtud debe hacerse práctica, o deba traducirse en forma práctica por medio del mandato
del legislador”.
Un régimen oligárquico fundado en el fraude ha generado, sin embargo, cambios
profundos en la sociedad argentina: “cuarenta y cinco años, señor presidente, llevamos de
educación y de enseñanza popular, y no es posible suponer, aun con el criterio más pesimista, que
ellos no hayan producido ningún resultado…el pueblo en general ha aumentado la suma general
de su cultura en la proporción que suponen cuarenta y cinco años de enseñanza, y la ley electoral,
que es la que mide la capacidad activa del pueblo argentino para el ejercicio de la vida cívica,
permanece exactamente igual”.
Lo que exige Gonzales, es un cambio de orientación del centro de interés de la clase
dirigente. La apertura hacia las ideologías más avanzadas de la época tiene en vista el resguardo
de las instituciones; éstas, en definitiva, serán más sólidas incorporando los movimientos
presentes en el mundo exterior al régimen que rechazando sus nuevas expresiones. Para afirmar
este propósito, Gonzales diseña el trazado de un plan que se articula en torno de la racionalización
del registro electoral, el sufragio voluntario y secreto y, por fin, el sistema uninominal.
El ciudadano que tiene acceso al registro y al comicio lo hace mediante un acto voluntario.
Según Gonzales, el voto obligatorio se perfila en el horizonte deseable pero las condiciones
sociales, la extensión del territorio y la dispersión de la población constituyen aun una valla
infranqueable que hace inefectiva la sanción penal. Sobre lo que no hay que aguardar, en cambio,

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es con respecto al secreto “es la única forma de asegurar la independencia del sufragante, la
manifestación personal, íntima y exclusiva del ciudadano respecto del electo, y en cuyo instante
rompe todo linaje de servidumbre o de dependencia para ser el intérprete primario de la voluntad
popular”.
El sistema uninominal es, para Gonzales, un retorno a la fuente misma del sufragio:
fomenta la formación de centros regionales, distribuye el ejercicio de las fuerzas sociales, realiza
en la forma más practica la tendencia federativa, condensa la representación de los gremios por su
acumulación espontanea en determinadas localidades, asegura la presencia de las minorías
merced a los triunfos parciales en distintas circunscripciones de mayorías locales, favorece la
formación de verdaderos hombres políticos y permite al ciudadano sin fortuna afrontar una
campaña electoral, gracias al ámbito estrecha en que esta se desenvuelve.
Desde este punto de vista el destino de la reforma electoral de 1902, estuvo signada por
una radical ambigüedad, porque en el senado nacional se hizo cuerpo una modificación que dio
por tierra con el sufragio secreto e instauró el voto oral. Quien propuso este brusco rumbo fue
Carlos Pellegrini, a la sazón senador por Buenos Aires y miembro informante del proyecto. Aun se
aferra a muchos mecanismos de control típicos del régimen roquista.
Indalecio Gómez: la lista incompleta
Los argentinos votaron en 1904 mediante la ley propiciada por Gonzales; también lo
hicieron seis años después con un sistema electoral modificado en 1905 por Manuel Quintana que
retrotraía las cosas al cause tradicional de la lista completa. Electo Sáenz Peña, entre los meses de
diciembre de 1910 y agosto de 1911, el Congreso recibía dos proyectos de ley, uno sobre padrón
electoral y otro sobre reforma del régimen electoral, que retomaban el hilo de los argumentos
provisoriamente clausurados en 1902.
Las elecciones de 1904, sostendrá, no produjeron ningún cambio significativo. El sistema
no alentó la participación electoral; mantuvo inalterable el control sobre la oposición; excluyó, por
consiguiente, a las minorías; no impidió que los gobiernos electores en las provincias hicieran valer
su influencia predominante y, lejos de ello, la concentró en el nivel local; trazó en el territorio
nacional una división artificial, propia de sociedades urbanas o más pequeñas, sin mucho que ver
con la extensión y la distancia del espacio argentino.
Para Gómez el problema político básico que debía afrontar la reforma se resumen en un
juicio de reprobación moral:” hay tres grandes males en el país desde el punto de vista electoral: la
abstención de los ciudadanos, la maniobra fraudulenta en el comicio, la venalidad que hace perder
la conciencia de ciudadano al elector. Y una cuarta dolencia constitucional, que es fuente, origen
de todas las otras: que el pueblo no elige; quien elige es ese estado de cosas, ese mecanismo, esa
máquina de que ya se ha hablado”.
El voto obligatorio previsto en el artículo 6 del proyecto está directamente vinculado con
el padrón electoral elaborado sobre la base del Registro de Enrolamiento. Esta propuesta combina
dos cosas: la sanción penal para quien no votase, salvo excepciones, y la presencia de un control
externo sobre el tradicional registro. Este control lo realiza el ministerio que convoca a los
ciudadanos para el servicio militar obligatorio. Es, pues, el Ministerio de Guerra el que empadrona
e imprime las listas de electores.
Si a ello se le añaden las meticulosas previsiones que registra el artículo 41 del proyecto
para asegurar el secreto del sufragio (una cartilla para cerrar puertas, tapiar ventanas), el plan
legislativo propuesto por Gómez parece como si quisiera arrinconar a los viejos pervertidores de la
sinceridad del voto.
La ley Sáenz Peña está adosada, en la tradición popular, al procedimiento de la lista
incompleta. Combina dos principios, la pluralidad y la proporcionalidad, con un mecanismo

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plurinominal estableciendo a priori la representación que le corresponde a la minoría. Se resumen
en un procedimiento básico: el ciudadano puede elegir varios candidatos de acuerdo con la regla
plurinominal del sufragio de lista; este nunca puede votar a todos los que hayan de ser elegidos,
con lo cual se otorga desde el vamos una distribución proporcional para las minorías, y ganan
aquellos candidatos que han alcanzado más número de votos en función del principio de la
pluralidad.
Gómez arriba al mismo punto terminal de González. La ley electoral traza márgenes
institucionales. Si dentro de sus límites no se generan nuevas fórmulas de organización política, el
andamiaje jurídico, carecerá de sentido.
No se percibe la intención de privilegiar alguna forma concreta de estructura partidaria
que vaya más allá de los parámetros que él mismo se ha fijado: la organización nacional y el apoyo
popular nacido de la reforma electoral.
Plan estratégico o salto al vacío
La ley de reforma electoral fue finalmente sancionada. El largo debate, pleno de
perplejidades, no logró perfilar una real autonomía del Congreso, frente al Poder Ejecutivo. Sáenz
Peña e Indalecio Gómez presionaron sobre los legisladores de acuerdo con una pauta tradicional
de predominio presidencial que se mantuvo pese a las eventuales oposiciones.
Nada torció la voluntad reformadora. No obstante, tras el convencimiento de la victoria,
es posible diseñar el esbozo de un plan estratégico basado en el uso de todos los resguardos
institucionales que el ordenamiento constitucional ponía a disposición de los reformistas.
Resguardos institucionales, a los cuales Gómez ya había hecho referencia, que adquieren un
significado más preciso a la luz del sistema de renovaciones parciales establecido por la Carta de
1853.

Los resguardos institucionales


Lo primero a tener presente es que la ley regulaba exclusivamente las elecciones de
diputados nacionales, electores de presidencia y vice, y electores de senadores para el distrito de
la Capital. El Senado nacional, que recogía a la representación igualitaria de las 14 provincias
quedaba, pues, fuera del circuito reformista; la Constitución, lo sabemos, imponía la elección
indirecta por medio de las legislaturas provinciales. Este fue, a ciencia cierta, el resguardo más
efectivo porque las nuevas oposiciones solo hicieron valer su peso electoral en el Senado, durante
el periodo que transcurre entre 1912 y 1916, precisamente en aquel distrito donde no había
legislatura y si designación de electores de acuerdo con la ley nacional de electores. La Capital
Federal eligió en 1912 a José C. Crotto por la Unión Cívica Radical y en 1913 a Enrique del Valle
Iberlucea por el Partido Socialista. El resto del Senado hasta 1916 permaneció bajo control
tradicional.
Habíamos visto que en el proyecto de ley se establecía el sistema de la lista incompleta en
el artículo 44; pero lo curioso del caso es que allí el Poder Ejecutivo discriminaba el modo de
elección para diputados del procedimiento aplicable para designar los electores de presidente y
vice. Mientras para los primeros se consagraba el principio de los dos tercios, la elección de
electores conservaba el método tradicional, es decir, la lista completa. El texto del proyecto es
claro al respecto, y dice así: “en las elecciones de senadores por la capital y de presidente y
vicepresidente de la Nación cada elector primerio votará por el número de electores calificados
que corresponda al distrito”.

97
Los distritos donde se la aplicaba reunían en total 47 diputados en 1912 (33 para la
mayoría y 14 para la minoría); 54 en 1914 (39 y 15) y 50 en 1916 (35 y 15). Pero quedaba siempre
un número de diputados de reserva, que oscilaba entre doce y nueve, por los cuales se sufragaba
de acuerdo con los métodos tradicionales en provincias que luego manifestarán una notable
estabilidad con respecto al apoyo hacia las agrupaciones conservadoras.
Las minorías tenían ya nombre y apellido: eran los nuevos partidos; nunca los grupos
instalados en el poder. Los defensores del proyecto y sus opositores coincidieron en este punto.
La prueba electoral
En abril de 1912 tuvieron lugar las primeras elecciones legislativas, reguladas por la nueva
ley, con la participación de radicales y socialistas. Sáenz Peña había celebrado un año atrás el
retorno a la legalidad del Partido Radical que “desde hace muchos años, nadie lo ignora, se ha
conservado alejado de las urnas en actitud de protesta”.
En la capital federal, los partidos tradicionales buscaron adaptarse a la nueva ley electoral
organizando lo que bien podrían denominarse “listas de apoyo”. La clásica división histórica se
expresó en las listas de la Unión Nacional y de la Unión Cívica; junto con ellas se presentaron 13
listas más, aparte de las correspondientes a la U.C.R y al Partido Socialista; su función consistía en
apoyar candidatos que figuraban en primer término, tanto en las listas de la Unión Cívica como en
las de la Unión Nacional, a fin de acumular para ellos un contingente de votos suplementarios.
La noche de los comicios, antes de que se conocieran los resultados, los partidos
tradicionales festejaron anticipadamente la victoria. Habían perdido. Pero apenas en dos distritos
(La capital y Santa Fe), aquellos, precisamente donde de modo directo el presidente ejerció su
autoridad. En el resto de las provincias los medios para garantizar el sufragio se limitaron al
momento electoral, “y eso es muy poca cosa como seguridad del voto libre de toda presión o
influencia oficialista”. Los nuevos partidos que se presentaron fueron tres: la U.C.R, el Partido
Socialista y la Liga del Sur. Se incorporaron 15 diputados nuevos, una cifra que no se constituía en
vigoroso desafío ante los 43 pertenecientes a las agrupaciones tradicionales.
Algo, sin embargo, había cambiado. El sistema de la compra de votos perdía su razón de
ser en algunos distritos claves; la autonomía electoral del ciudadano, protegido por el secreto del
cuarto oscuro, se abría camino y apoyaba a los recién llegados.
Mientras tanto los resultados en provincias, para elegir gobernadores y representantes en
las legislaturas, no modificaron la tendencia favorable al conservadurismo. En 1912 el radicalismo
disputó la batalla electoral en Salta, Córdoba y Tucumán. En las tres provincias fue derrotado por
los candidatos conservadores.
Al año siguiente los signos de preocupación no decrecieron. Las complicaciones se
concentraron, una vez más, en la capital federal, donde en el mes de marzo tuvieron lugar dos
elecciones complementarias para elegir un senador y tres diputados nacionales. Esta vez la victoria
correspondió al Partido Socialista.
Una enfermedad lo fue destruyendo desde el comienzo de su presidencia. Hacia el mes de
septiembre de 1913 Sáenz Peña solicitó dos meses de licencia, la que se prorrogó hasta su muerte.
Los sucesivos gabinetes acompañaron a un hombre que no pretendió ser el conductor de un
gobierno, dispuesto a dar batalla para conservar el poder, sino el fundador de un nuevo régimen
político.
Los pedidos de licencia se repitieron ante un Senado que no le dispensó benevolencia ni
comprensión. Muchos de sus viejos colegas lo observaron con acritud, como una figura macilenta
incapacitada para afrontar la carga de la presidencia. Ente debates que poco evocaban el rigor de
los que habían solicitado su atención dos años atrás, el Congreso rechazaba los pedidos de licencia
y modificaba de inmediato su decisión. Murió el 9 de agosto de 1914.

98
Tras las elecciones de 1914 el congreso incorporaba nuevos diputados. Treinta diputados
para los partidos nuevos; treinta y tres para las agrupaciones tradicionales. La brecha se acortaba
peligrosamente. La oposición comenzaba a desplegarse desde el centro capitalino y santafecino
hacia la periferia de las provincias.
El partido político ausente
Así, en 1914, el viejo orden no encontraba su rumbo tradicional, quizá porque faltaba el
timonel. Sáenz Peña había quebrado el ordenamiento en su nervio más sensible, ¿Qué hacer sin
un presidente a quien repugnaba el papel consagrado de gran elector? Antes de su muerte el
presidente había insistido en sus ideas básicas: el cambio era inevitable y convenía organizar
partidos. Sáenz Peña había sido definitivamente reemplazado por Victorino de la Plaza, Indalecio
Gómez dejaba el ministerio del interior, los gobernadores y los senadores permanecían en sus
puestos, aferrados a la forma de comportamiento que desde siempre abría las puertas a nuevos
liderazgos que, sin pertenecer al radicalismo o al socialismo, tampoco hacían causa común con la
tradición oligárquica.
Hacia fines de 1914 se constituyó en Buenos Aires el Partido Demócrata Progresista. El
partido nacía como una respuesta. Para unos significaba un acto negativo que intentaba bloquear
el camino de la victoria de la Unión Cívica Radical. Para otros, la Democracia Progresista tenía un
propósito más ambicioso: reunir en torno suyo los trozos dispersos del antiguo régimen para
reorientarlos de manera drástica hacia un reformismo cuyos orígenes había que rastrearlos más
allá de las fronteras de clase gobernante tradicional. Esta fue la idea fuerza de un hombre como
Lisandro de La Torre y aun, habría que añadir la ilusión presentida por Gómez y Gonzales, que
formaron parte de la Junta Directiva Provisional del P.D.P.
De la Torre carecía de apoyos tradicionales; era diputado por la minoría de la provincia de
Santa Fe; no controlaba ninguna situación provincial, y menos estaba en condiciones para manejar
un bloque de electores. Desde este sitio, en sí mismo poco poderoso, sostenía que la política debía
canalizarse a través de una nueva estructura de mediación, de un partido autónomo con órganos
propios, dispuesto a obtener el consenso popular.
Frente a este proyecto, la provincia de Buenos Aires representaba la contrapartida más
clara. Allí también residía una pretensión de liderazgo: la de Marcelino Ugarte. Ocupará una banca
en el senado durante casi ocho años, para retornar al cargo de gobernados de la provincia en
1914, pese a la opinión contraria de Sáenz Peña y Gómez, quienes sin embargo no intervinieron en
el acto electoral. Competiría en la elección por el partido conservador, contra el radicalismo y el
partido demócrata progresista.
La derrota
El 1° de enero de 1916, La prensa sostenía en su página editorial que el P.D.P había
perturbado las fuerzas conservadoras y recordaba, de modo sugestivo, que como en el noventa “el
partido situacioncita defiende su posición contra la protesta cívica del parque, pero no con las
armas sino en los comicios en donde mide sus fuerzas la revolución representada por el
radicalismo pacífico”.
Quebrado el acuerdo que hubo de sostener al P.D.P, los grupos conservadores hicieron
acto de reserva, confiando que las elecciones primarias no decidirían por si mismas la victoria o la
derrota. Quedaba una segunda instancia que postergaba el último acto hasta el 12 de junio,
momento en el cual debía constituirse el colegio electoral.
Los resultados iniciales no fueron nada desalentadores. El radicalismo ganaba en la Cpital
Federal, Entre Ríos, Córdoba, Tucumán y Mendoza, y obtenía minoría en Buenos Aires, Corrientes,
Santiago del Estero, San Juan, La rioja, Catamarca, Salta y Jujuy, juntando un total de 127

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electores. Bajo el rotulo de conservadores se registraron 76 electores correspondientes a la
mayoría a Buenos Aires, Santiago del Estero, San Juan, La rioja y Jujuy, y por la minoría a Mendoza
y San Luis. Y 64 electores para el P.D.P. Los raciales disidentes juntaban 19 electores y los
socialistas los 14 de la capital.
El radicalismo no había alcanzado la mayoría de 151 electoras, hasta que una sorpresa de
último momento le permitió aumentar la distancia con respecto a sus seguidores. Diez y ocho días
después de las elecciones del 2 de abril, la Junta Electoral de Santiago del Estero comunicaba al
Ministro del Interior, que contrariamente a los registrado por los primeros cómputos, el
radicalismo había superado a la Unión Democrática. Este cambio de último momento elevó el
número de electores radicales a 133.
Las expectativas perduraron hasta la noche del 9 de junio, cuando la convención de los
radicales disidentes de Santa Fe resolvió cortar de cuajo los cabildeos al pronunciarse, casi por
unanimidad, a favor de la formula Hipólito Yrigoyen-Pelagio Luna, aportando sus 19 electores. La
fórmula fue elegida por una mayoría de 152 electores.
Todo régimen político tiene una lógica implícita. La clave del sistema oligárquico residía en
el control, subordinado a la presidencia, de los cargos ejecutivos en las provincias. Sáenz Peña
alentó la reforma desde arriba. Sáenz Peña pudo legar nuevas reglas de juego, pero no tuvo
tiempo para favorecer el desarrollo de un nuevo programa conservador. De la Plaza se encontró
ante una situación inédita que escapaba de su control. Cuando quiso reconstruir el nervio central
del régimen, personificado en su esfuerzo para recrear la figura del gran elector, llegó tarde,
porque poco valían las imposiciones presidenciales en un espacio de fuerza acotado por nuevos
partidos y por líderes presentes en el campo conservador gracias a la ley electoral. La lucha entre
facciones conservadoras tenía sentido cuando no se perdía el control de la sucesión global, sin
adversarios externos que compitieran por el poder presidencial. Ahora en cambio el espacio
estaba inevitablemente recortado, pues la competencia se planteaba entre fuerzas organizadas y
no entre individuos que encabezaban facciones cambiantes.
Halperin Donghi, Una nación para el desierto argentino.

Una nación para el desierto argentino

La excepcionalidad de la argentina: colegios, universidades, letras, leyes, ferrocarriles,


telégrafos, libre pensar, prensa, etc; solo en 30 años. Esta experiencia conservaba para la
Argentina un lugar excepcional entre los países hispanoamericanos. He aquí a la Argentina
ofreciendo aún un derrotero histórico ejemplar en el marco hispanoamericano.
La excepcionalidad argentina radica en que sólo allí iba a parecer realizada una aspiración
muy compartida y muy constantemente frustrada en el resto de Hispanoamérica: el progreso
argentino es la encarnación en el cuerpo de la nación de lo que comenzó por ser un proyecto
formulado en los escritos de algunos argentinos cuya única arma política era su superior
clarividencia.
Si se abre con la conquista de Buenos Aires como desenlace de una guerra civil, se cierra
casi treinta años después con otra conquista de Buenos Aires; en ese breve espacio de tiempo
caben otros dos choques armados entre el país y su primera provincia, dos alzamientos de
importancia en el interior, algunos esbozos adicionales de guerra civil y la más larga y costosa
guerra internacional nunca afrontada por el país.
Ya en 1880 la etapa de creación de una realidad nueva puede considerarse cerrada, no
porque sea evidente a todos que la nueva nación ha sido edificada, o que la tentativa de

100
construirla ha fracasado irremisiblemente, sino porque ha culminado la instauración de ese Estado
nacional que se suponía preexistente.

· Las transformaciones de la realidad argentina.

A juicio de Alberdi (1847) la estabilidad política alcanzada gracias a la victoria de


Rosas no sólo ha hecho posible una prosperidad que desmiente los pronósticos sombríos
adelantados por sus enemigos, sino ha puesto finalmente las bases indispensables para cualquier
institucionalización del orden político.
Domingo F. Sarmiento en la tercera parte de su Facundo (1845) proyecta un cuadro de
futuro: como Alberdi (1847), comienza a percibir a advertir que la Argentina surgida del triunfo
rosista de 1838-1842 es ya irrevocablemente distinta. Si Sarmiento excluye la posibilidad de que
Rosas tome a su cargo la instauración de un orden institucional basado precisamente en los
cambios que ha sufrido el país, aún más explícitamente que Alberdi, convoca a colaborar en esa
tarea a quienes han crecido en prosperidad e influencia gracias a la paz de Rosas.
La diferencia capital entre el Sarmiento del 45 y el Alberdi del 47 debe buscarse en la
imagen que uno y otro se forma de la etapa rosista. Para Sarmiento, ésta debe aportar algo más
que la institucionalización del orden existente, capaz de cobijar progresos muy reales pero no tan
rápidos como juzga necesario.
El hastío de la guerra civil y su secuela de sangre y penuria permitirán a la Argentina
posrosista vivir en paz sin necesidad de contar con un régimen político que conserve celosamente,
envuelta en decorosa cobertura constitucional, la formidable concentración de poder alcanzada
por Rosas en un cuarto de siglo de lucha tenaz. Rosas representa el último obstáculo para el
definitivo advenimiento de esa etapa de paz y progreso, nacido de la revolución, su supervivencia
puede darse únicamente en el marco de tensiones que morirían solas si el dictador no se viera
obligado a alimentarlas para sobrevivir.
En Sarmiento, también en Alberdi, Ascasubi y Varela, se va dibujado una imagen más
precisa de la Argentina que la alcanzada por la generación del 37. Ello no se debe tan sólo a su
superior sagacidad; es sobre todo trasunto de los cambios que el país ha vivido en la etapa de
madurez del rosismo, y en cuya línea deben darse los que en el futuro harían de la Argentina un
país distinto y MEJOR.

· La Argentina es un mundo que se transforma.

Los cambios cada vez más acelerados de la economía mundial no ofrecen sólo
oportunidades nuevas para la Argentina; suponen también riesgos más agudos que en el pasado.
Sarmiento observa que las zonas templadas de Hispanoamérica tienen razones adicionales
para temer las consecuencias del rápido desarrollo de Europa y EEUU, que son necesariamente
competidoras en el mercado mundial. Hay dos alternativas igualmente temibles: si se permite que
continué el estancamiento que se que hallan, deberán afrontar una decadencia económica
constantemente agravada; si se introduce en ellas un ritmo de progreso más acelerado mediante
la mera apertura de su territorio al juego de fuerzas económicas exteriores, el estilo de desarrollo
así hecho posible concentrará sus beneficios entre los INMIGRANTES –cuya presencia es de todos
modos indispensable- en perjuicio de la población nativa, en un país de rápido progreso, seguirá
sufriendo las consecuencias de esa degradación económica que se trataba precisamente de evitar.
Sólo un ESTADO más activo puede esquivar ambos peligros. En los años finales de la
década del 40, el área de actividad por excelencia que Sarmiento le asigna es la EDUCACACIÓN

101
POPULAR: sólo mediante ella podrá la masa de hijos del país salvarse de una paulatina
marginación económica y social en su propia tierra.
En Sarmiento se buscará en vano cualquier recusación a la teoría de la división
internacional del trabajo, es indudable que sus alarmas no tendrían sentido si creyese en efecto
que ella garantiza el triunfo de la solución económica más favorable para todas y cada una de las
áreas en proceso de plena incorporación al mercado mercantil.

· Un proyecto nacional en el período posrosista

La caída de Rosas, cuando finalmente se produjo en febrero de 1852, no introdujo


ninguna modificación sustancial en la reflexión en curso sobre el presente y futuro de la Argentina:
hasta tal punto había sido anticipada y sus consecuencias exploradas en al etapa final del rosismo.
EN BUSCA DE UNA ALTERNATIVA NUEVA: AUTORITARISMO PROGRESISTA. Alberdi había
visto como principal mérito de Rosas, su reconstrucción de la autoridad política, y a futuro, la
institucionalización de ese poder.
Para Alberdi la creación de una sociedad más compleja que la moldeada por siglos de
atraso colonial, deberá ser el punto de llegada del proceso de creación de una nueva economía.
Está será forjada bajo la férrea dirección de una edite política y económica consolidada por la paz
de Rosas y heredera de los medios de coerción por él perfeccionados; esa edite contará con la guía
de una edite letrada, dispuesta a aceptar su nuevo y mas modesto papel de definidora y
formuladota de programas capaces de asegurar la permanente hegemonía y creciente
prosperidad de quienes tienen ya el poder.

Crecimiento económico significa para Alberdi crecimiento acelerado de la producción, sin


ningún elemento redistributivo. Que el avance de la nueva economía no podría tener sino
consecuencias benéficas, es algo, que para Alberdi no admite duda, y esta convicción es correlato
teórico de su decisión de unir el destino de la edite letrada, al que confiesa pertenecer, con el de
una edite económica-política cuya figura representativa es el vencedor de Rosas, ese
todopoderoso gobernador de Entre Ríos, gran hacendado y exportador, Urquiza. Alberdi dictamina
que por el momento Hispanoamérica necesita monarquías que puedan pasar por repúblicas.
El país necesita población, su vida económica necesita también protagonistas dispuestos
de antemano a guiar su conducta en los modos que la nueva economía exige. Como corresponde a
un momento en que la inversión no ha adoptado aún por completo las formas societarias que al
dominarán bien pronto, Alberdi no separa del todo a la inmigración de trabajo de la de capital, que
ve fundamentalmente como la de capitalistas. Para esa inmigración, destinada a traer al país todos
los factores de producción se prepara sobre todo el aparato político que Alberdi urgirá al nuevo
régimen a hacer de su apertura al extranjero tema de compromisos internacionales: de este modo
asegurará, aun contra sus sucesores, lo esencial del programa alberdiano.
No es necesaria, asegura Alberdi, una instrucción formal muy completa para poder
participar como fuerza de trabajo en la nueva economía; la mejor instrucción la ofrece el ejemplo
de destreza y diligencia que aportarán los inmigrantes europeos. Y por otra parte, la difusión
excesiva de la instrucción corre el riesgo de propagar en los pobres nuevas aspiraciones, al darles a
conocer la existencia de un horizonte de bienes y comodidades que su experiencia inmediata no
podría haberles revelado; puede ser mas directamente peligrosa si al enseñarles a leer pone a su
alcance toda una literatura que trata de persuadirlos que tienen, también ellos, derecho a

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participar más plenamente del goce de esos bienes. Un exceso de instrucción formal atenta contra
la disciplina necesaria de los pobres.
La superioridad de los letrados, supuestamente derivada de su apertura a las novedades
ideológicas que los transforma en inspiradores de las necesarias renovaciones de la realidad local,
vista más sobriamente, es legado de la etapa, más arcaica del pasado hispanoamericano: se nutre
del desprecio premoderno de España.

PROGRESO SOCIO-CULTURAL COMO REQUISITO DEL PROGRESO ECONÓMICO.

Aunque París no le proporciona a Sarmiento una experiencia directa del orden


industrial, le permitía percibir la presencia de tensiones latente y constante demasido patentes.
Así proclamará, ante la crisis político-social del 48, la insuficiencia del modelo francés y la
necesidad de un modelo alternativo. Para entonces creyó encontrarlo en EEUU.
La sección de los Viajes dedicada a ese país, si mantiene el equilibrio entre el
análisis de una sociedad y crónica de viaje que caracteriza a toda la obra, incluye una tentativa
más sistemática de lo que parece a primera vista por descubrir la clave de la originalidad
norteamericana. Más sistemática y también más original.
La importancia de la palabra escrita en una sociedad que se organiza en torno a un
mercado nacional se aparece de inmediato como decisiva: ese mercado sólo podría estructurarse
mediante la comunicación escrita con un público potencial muy vasto y disperso, el aviso
comercial aparece ahora no solo como indispensable en esa articulación, sino como confirmación
de su énfasis en al educación popular.
El ve que si la sociedad de EEUU requiere una masa letrada, es porque requiere una vasta
masa de consumidores; para crearla no basta la difusión del alfabeto, es necesaria la del bienestar
y de las aspiraciones a la mejora económica a partes de cada vez más amplias de la población
nacional. Para esa distribución del bienestar es necesaria la distribución de la tierra. No obstante
variará según la coyuntura su crítica a la posesión latifundista de la tierra en Argentina y Chile
El ejemplo de EEUU persuadió a Sarmiento de que la pobreza del pobre no tenía nada de
necesario. Lo persuadió también de algo más: que la capacidad de distribuir bienestar a sectores
cada vez más amplios no era tan solo una consecuencia socialmente positiva del orden económico
que surgía en los EEUU, sino una condición necesaria para la viabilidad económica.
Alberdi había arrojado sobre esta cuestión una claridad cruel: la Argentina sería renovada
por la fuerza creadora y destructora del capitalismo en avance; había en el país grupos dotados ya
de poderío político y económico, que estaban destinados a recoger los provechos mayores de esa
renovación; el servicio supremo de la edite letrada sería revelarles dónde estaban sus propios
intereses.
Sarmiento no cree, con la misma fe seguros, que las consecuencias del avance de la nueva
economía sobre las áreas marginales sean siempre benéficas; postula un poder político con
suficiente independencia de ese grupo dominante para imponer por sí rumbos y límites a ese
aluvión de nuevas energías económicas que habrá contribuido a desencadenar sobre el país.
Sarmiento no descubre ningún sector habilitado para sumir la tarea política, y se resigna a
que su carrera política se transforme en una aventura estrictamente individual; sólo puede contar
sobre sí mismo para realizar cierta idea de la Argentina, y puede aproximarse a realizarla a través
de una disposición constante a explorar todas las opciones para él abiertas en un panorama de
fuerzas sociales y políticas cuyo complejo abigarramiento contrasta con ese orden de líneas
simples y austeras que había postulado Alberdi.

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La ALFABETIZACIÓN enseñará a las clases populares a desempeñar un nuevo papel en ella,
pero ese papel habrá sido preestablecido por quienes han tomado a su cargo dirigir el complejo
esfuerzo de transformación a la vez económica, social y cultural, de la realidad nacional.

EL CONSENSO DESPUÉS DE LA DISCORDIA.

Lo que había separado a Alberdi de Sarmiento no era, en efecto, una diferencia de


opinión sobre la necesidad de acudir a la inmigración o la inversión extranjera, o la de fomentar los
avances del transporte y los de la educación, sino precisamente sobre el modo en que esos
factores debían ser integrados en proyectos de transformación global.
LA EDUCACION. Aún Sarmiento, que se había identificado con él como ninguno, no
le presta mucha atención entre 1862 y 1880, como lo había hecho antes y como consagraría sus
años finales. Su gobierno impone sin duda una reorientación seria del esfuerzo del Estado hacia la
educación primaria y popular.
La INMIGRACIÓN despierta reacciones más matizadas, que sin embargo tampoco
alcanzan a poner en duda la validez de esa meta, ni aun a someter el proceso inmigratorio, tal
como se desenvuelve, al juicio severo que Sarmiento sólo emprenderá a partir de 1882.
Sólo ocasional y tardíamente se discutirá entonces la APERTURA sistemática al
CAPITAL y la iniciativa económica EXTRANJEROS, con mayor frecuencia se oirán protestas ante la
supuesta timidez con la que se implementan. En 1857 Sarmiento ha subrayado que el único modo
de acelerar la creación de la red ferroviaria es dejarla a cargo de la iniciativa extranjera, que debe
ser atraída mediante generosas concesiones de esa riqueza que el país posee en abundancia y no
puede por el momento utilizar: la tierra, condenada a permanecer insuficientemente explotada
mientras falten medios de comunicación.
Para Sarmiento el ejemplo de Chivilcoy es una prueba viviente de la justeza de su
punto de vista; algunos gauchos antes vagos, junto con una masa heterogénea de inmigrantes,
han creado una réplica austral de la democracia rural norteamericana.
Alberdi había recomendado, en efecto, una transformación de la relación del
Estado y la economía y las sociedades rurales que no debía ser menos radical que la propuesta de
Sarmiento. Si quienes tomaban a su cargo planear el futuro de la nación debían, según Alberdi,
ponerse sin reticencias al servicio de las clases propietarias, su servicio específico sería revelar a
esas clases qué les convenía.

· Balances de una Época.

En 1879 fue conquistado el territorio indio, esa presencia que había acompañado la
entera historia española e independiente de las comarcas platenses se desvanecía por fin. Al año
siguiente el conquistador del desierto era presidente de la nación, tras doblegar la suprema
resistencia armada de Buenos Aires, que veía así perdido el último resto de su pasada primacía
entre las provincias argentinas. La victoria de las armas nacionales hizo posible separar de la
provincia a su capital, cuyo territorio era federalizado.
La moraleja era propuesta por un Avellaneda que concluía sobre ese trasfondo marcial
una presidencia colocada bajo el signo de la conciliación: nada quedaba en efecto en la nación que
fuese superior a la nación misma. La trayectoria de su sucesor iluminaba mejor sobre el sentido
que en tal contexto era rotundo, el triunfo de Roca era el del Estado Central, que desde tan pronto
se habían revelado difícilmente controlable, sea por las facciones políticas que lo habían

104
fortificado para mejor utilizarlo, sea por quienes dominaban la sociedad civil. Su emergencia en el
puesto más alto del sistema político argentino había sido lenta y sabiamente preparada a lo largo
de una carrera que lo había revelado servidor eficacísimo de este Estado en los campos de la
guerra externa y la lucha civil, y a la vez agente igualmente eficaz de los sucesivos presidentes en
el laberinto de una política provinciana cada vez más afectada por su progresivo entrelazamiento
con la nacional.
La Argentina es al fin una, porque ese Estado nacional, lanzado desde Buenos Aires a la
conquista del país, en dicinueve años ha coronado esa conquista con la de Buenos Aires.
No obstante Sarmiento observa que ciertos progresos alcanzan también a África e India. O
sea Sarmiento de alguna manera reconoce que Alberdi tenía razón: los cambios vividos en la
Argentina no son más que el resultado de las sabias decisiones de sus gobernantes posrosistas, el
del avance ciego y avasallador de un orden capitalista que se apresta a dominar todo el planeta.
Y ese progreso material necesariamente marcado por desigualdades y contradicciones, en
que nada se siente estable y seguro, es menos problemático que la situación política. Es ésta la
que verdaderamente “da que pensar”.
Pero si Sarmiento lleva luto por el gran esfuerzo frustrado de autorregeneración de un
país, la mayor parte de los testigos del surgimiento del régimen roquista parecen hasta haber
olvidado que alguna vez se lo afrontó. No es sorprendente que ninguna evocación enfadosa de las
desaforadas esperanzas de treinta años antes turbe la serenidad de Roca al tomar posesión de la
presidencia. Con su triunfo se han resulto para siempre “los problemas que venían retardando
hasta el presente la definitiva organización nacional, el imperium de la Nación establecido sobre el
imperium de la provincia, después de sesenta años de lucha.” Lo que queda atrás es mas que una
etapa de construcción cuyas obras requieren ser justipreciadas aunque Roca no deja de evocar los
“rápidos progresos y las conquistas en medio siglo de vida nacional”.
Mientras la Argentina parece haber encontrado finalmente el camino que le había
señalado Alberdi, y haberse constituido en república posible, hay un aspecto de la previsión
alberdiana que se cumple mal: el Estado no ha resultado ser el instrumento pasivo de una edite
económica cuyos objetivos de largo plazo sin duda comparte, pero con la cual no ha alcanzado
ninguna coincidencia puntual de intereses e inspiraciones.
El sistema representativo tal como funciona en la Argentina, ha permitido la emergencia
de una clase política integrada por “aspirantes que principian la vida, bajo los escozores de la
pobreza, buscado abrirse camino por donde se pueda, en cambio de los suspirados representantes
de la riqueza y saber de las provincias. El resultado es la mala administración y el derroche.
Si los extranjeros se integraran en la ciudadanía, contribuirán a formar “una mayoría de
votantes respetables y respetada”, capaz de imponer “ideas de orden, honradez y economía”.
La Argentina de 1880 no se parece a ninguna de las naciones que debían construirse,
nuevas desde sus cimientos, en el desierto pampeano; al preocuparse por ello, Sarmiento se
muestra de nuevo escasamente representativo del ánimo que domina ese momento argentino.
Pero tampoco se parece a la que asistió a la derrota y fuga de Rosas, es a su modo una nación
moderna.

BERTONI, Lilia Ana, Acerca de la Nación y la ciudadanía en la argentina: concepciones en


conflicto a fines del siglo XIX
Nación y ciudadanía
Las concepciones de la nación y la ciudadanía fueron cuestiones centrales de la política del
siglo XIX. Definieron no solo las reglas de participación y representación sino también los valores y

105
sentidos que teñían la práctica política y las legitimaban. En la argentina de fines del siglo XIX
asuntos específicos, como las fiestas públicas, la lengua y la literatura, la gimnasia y los deportes,
se consideraron en estrecha relación con la construcción de la nacionalidad, y sobre ellos se
abrieron polémicas y discusiones en las que se manifestó la existencia de distintas concepciones
de la nación. Estas diferencias suscitaron también en torno a la ciudadanía, con u interés especial
en relación con la forma en que las instituciones educativas asumían y guiaban la formación de los
futuros ciudadanos.
¿Qué idea de nación se enseña en las escuelas?
Durante la década de 1890 estos debates se hicieron evidentes en las instituciones
educativas, escuelas y colegios, donde tenía vigencia una tradición que remitía en primer lugar a la
constitución y a aquellas leyes, como las de ciudadanía e inmigración, que convocaban a todos los
extranjeros de buena voluntad y establecían para ellos amplias libertades y garantías. Por ejemplo,
el de Norberto Piñeiro para los colegios nacionales publicado en 1894, enseñaba a los alumnos
que “la nación es una asociación independiente de individuos, que habitan un territorio, se hallan
unidos bajo un mismo gobierno y se rigen por un conjunto de leyes comunes”. Para precisar esta
definición agregaba a continuación que rasgos no formaban parte de ella: “No es necesario para
que la nación exista que su territorio sea continuo y se ha circunscripto por limites naturales, ni
que los diversos grupos de sus habitantes hablen la misma lengua, profesen la misma religión,
tengan iguales costumbres y pertenezcan a idéntica raza. Tales exigencias no se comprenden, y
basta observar la composición de las naciones modernas para convencerse de que no tienen razón
los escritores que las enumeran entre los elementos constitutivos de las naciones”.
Pero en los años noventa del siglo XIX fue puesta en discusión. La crítica destacó la
ausencia de rasgos espirituales-aquellas exigencias indicadas por Piñeiro sobre la unidad de origen
y la unidad de lengua- y se señaló especialmente su insuficiencia para formar “el alma” de los
jóvenes ciudadanos y lograron ellos una adhesión más plena a la nación. La presencia de esos
elementos extraños se volvía perturbadora para quienes identificaban la nación con la existencia
de una cultura homogénea, singular y propia, una personalidad histórica con rasgos que podían
tornarse híbridos y ser debilitados por elementos extraños a su ser. Para quienes compartían estas
ideas, el fantasma de la heterogeneidad cultural no solo amenazaba con impedir la realización
plena de la nación, que dependencia del vigor y el desenvolvimiento de esta personalidad cultural,
sino también con propiciar la fragmentación interior.
En el debate del proyecto de ley de organización de un Consejo Superior de Enseñanza
Secundaria, Especial y Normal en agosto de 1894. Identificando nación y patria, Gómez sostuvo:
“Hay dos conceptos de patria: la patria de los intereses de las comodidades, de los negocios, la
patria comercial que se toma y se abandona como un traje de viaje; y otra patria: la de origen, la
del lenguaje, la de las creencias, alma mater de nuestros conocimientos, que imprimen el sello
peculiar de la inteligencia y del carácter; donde descansan los antepasados, de los cuales, quizá,
alguno fue santo o héroe o sabio; la patria que no se olvida, la patria que no se renuncia, que no se
debe renunciar jamás”.
En consonancia con estas ideas, pocos días más tarde, en septiembre de 1894 Gómez y un
grupo de diputados, entre quienes se encontraban Lucas Ayarragaray, Marco Avellaneda y José M.
Guastavino, presentaron un proyecto para establecer la obligatoriedad del uso del idioma español
en la enseñanza en las escuelas primarias tanto públicas como privadas.
La verdadera ciudadanía es el patriotismo
La defensa de los rasgos culturales de la nación marcó la noción de ciudadanía. La idea del
ciudadano vertebrado por el patriotismo se superponía a la del ciudadano miembro del cuerpo

106
político. La adquisición de la ciudadanía se consideraba deseable para la incorporación plena de
los extranjeros a la sociedad, el mejoramiento de la calidad y la ampliación de la participación
electoral, y una mayor legitimidad del sistema político en su conjunto. Sin embargo, quienes
sostenían una concepción cultural de la nación establecieron una distinción entre una ciudadanía
formal o exterior, aquella ciudadanía nacionalidad que se adquiría por la naturalización, y la
verdadera, la que expresaba patriotismo supremo. La adquisición de la ciudadanía-nacionalidad
era desvalorizada. Más aún, se afirmó que la naturalización era, en realidad, la acción de un
compatriota que traicionaba su patria de origen.
Patriotismo verdadero y falso patriotismo
Joaquín V. Gonzales, quien consideraba a la lengua inseparable de la singularidad cultural
que constituía la nación: “entre el idioma y la raza hay un vínculo tan estrecho, hasta el punto de
ser difícil separar ambos conceptos. El lenguaje está unido al alma de la nación y se vincula con la
historia, la tradición y los efectos domésticos. Es la sustancia del propio ser humano y nacional,
indivisible, inseparable.”
En opinión de Gonzales la insoslayable educación patriótica tenía que responder a esta
orientación: el patriotismo en el que habían de ser educados los jóvenes era un principio
espiritual, “principio eterno”, que es “anterior a toda doctrina, superior toda convención o interés
y más poderoso que las voluntades. Por eso es germen de perfección moral, móvil eterno de
heroísmos individuales y colectivos y una inextinguible fuente de verdadera gloria”.
La escuela ha extraviado su rumbo
El Presidente Roca, al iniciar su segundo periodo de gobierno, afirmó en su mensaje
inaugural que era necesario encontrar “las causas del desastre”. Se proponía hacer una
“corrección exacta de la orientación” de la educación primaria. Esta debería corresponder a la
“realidad” argentina, ahorrar recursos al Estado y ofrecer el fruto de una población industriosa.
Estas promesas de grandeza nacional vinculadas con la educación practica despertaron mucho
interés y dieron lugar a proyectos de reformas educativas en muchas partes.
Pablo Pizzurno objetó en los nuevos programas aplicados en las escuelas de la Capital
Federal, el “exceso” de contenidos; en particular consideró inadecuados los programas de historia
e instrucción cívica. Consideraba como una prueba contundente del fracaso educativo la vigencia
de la convicción de la utilidad de la enseñanza de las leyes; esto, en su opinión, llevaba al error de
creer que si el niño conocía sus deberes estaba en condiciones de cumplirlos. La verdadera
formación debía surgir del maestro, quien mediante el ejemplo debía conducir al niño a la
formación de un criterio moral aplicable a las cuestiones prácticas de todos los días. En sus
consideraciones, la información era vista en oposición a la formación y los contenidos cívicos
quedaban desplazados por los morales. Creía que la educación vigente dedicaba demasiado
tiempo al trabajo intelectual- según Pizzurno, plagado de rutina y memorístico- y muy poco al
ejercicio corporal necesario para robustecer el cuerpo y el carácter. Sus críticas se mezclaban con
propuestas de innovación didáctica y un fuerte alegato por la moralización.
Las ideas educadoras no son separables de las ideas sobre la nación y la patria
Joaquín V. Gonzales criticó el carácter general de la educación primaria que pretendía
abarcar todas las áreas de enseñanza primaria pues pretende enseñar demasiado y si mucha
ciencia vuelve modestos a los espíritus superiores, “un poco de ciencia vuelve orgullosos a los
espíritus medianos”; la enseñanza debe ser “más moral que pedagógica” y no “una instrucción
enciclopédica que el filósofo censura y considera irrealizable”.

107
Además, los contenidos de la enseñanza debían ser seleccionados de acuerdo con la
cultura nacional y con el propósito de no afectarla; el Estado debía cuidar que “no vayan
mezclados con los rudimentos de las ciencias gérmenes corruptores, desordenados o anárquicos o
de tal modo extraños a la índole de la nación o del pueblo, que se convierten en el porvenir en
causa de disolución, de debilidad moral o cívica y engendren el exclusivo humanitarismo, contrario
por tanto a todo concepto de individualidad nacional”.
La discusión sobre la lengua o sobre el rumbo de la educación en las escuelas comunes
polarizada las opiniones y en esos momentos se ponían de manifiesto profundas diferencias
acerca del carácter de la nación y de los rasgos que la definían y le daban legitimidad. Se
enfrentaban dos concepciones: una nación entendida fundamentalmente como una asociación
política y una nación entendida como una unidad étnica, cultural o religiosa.
Estas discusiones pusieron de manifiesto la ausencia a fines del siglo XIX de un consenso
liberal sobre la nación y sobre los principios que la regían; así mismo mostraron relevancia
alcanzada por la cuestión nacional, que concitó el interés y la preocupación no solo de los sectores
dirigentes sino también de grupos más amplios de la sociedad. Además, evidenciaron la vigorosa
emergencia de una concepción cultural de la nación que postulaba como idea la unicidad de la
lengua, la tradición, las costumbres, la raza, la religión. En las voces de quienes sostuvieron esta
posición unas estaban presentes todos los temas del repertorio nacionalista cuya emergencia se
atribuye a la época del centenario, el momento habitualmente considerado como de formación de
un primer nacionalismo.

ALONSO, Paula, “Jardines Secreto, legitimaciones públicas”


Optar por el partido autonomista nacional como panóptico supone proponer una
particular versión sobre la política nacional entre 1880 y 1892. Desde este enfoque, el partido
consistió en una serie de coaliciones internas construidas mediante pactos secretos destinados a
controlar la política nacional y la sucesión presidencial. El PAN, ese ámbito de interrelación entre
líderes provinciales, le presidente y los aspirantes a sucederlo, conformó un partido hegemónico
cuya competitividad interna tuvo una serie de impactos significativos sobre la forma en que se
definió la sucesión presidencial, afectó el ejercicio del poder del presidente tensionó el sistema
federal, y puso bajo cuestión el principio de la representación política.
Jardines secretos
En un trabajo fundamental, Natalio Botana despojó a la oligarquía de connotaciones
sociales para definirla estrictamente en términos de hegemonía gubernamental, en la que un
reducido número lograría excluir a la oposición considerada peligrosa y cooperar a la moderada,
garantizando la longevidad del régimen. Sobre el diseño constitucional, Botana dibujó la esquela
de un régimen político basado en el control de los cargos electivos por medio de un sistema de
dominación apoyado en recursos institucionales e informales que el presidente dispondrá para
doblegar el dualismo federal y controlar la política nacional-en particular, la sucesión presidencial-
mediante un sistema jerárquico de premios y castigos.
Es en la lucha por la presidencia que tuvo lugar dentro del PAN donde se ubicaba el locus
de la política nacional. Para comprenderla y sopesar sus implicancias, debemos atender tanto las
intenciones y los poderes del presidente como los de los aspirantes a sucederlo. Lo primero exige
fijar la mirada en los “mecanismos de control”, en manos del ejecutivo nacional para influir en
dicho proceso; lo segundo nos remite a analizar las situaciones provinciales. Y mientras que el
primer aspecto fija la mirada en los rasgos más centralistas y jerárquicos del sistema político
institucional, el segundo nos lleva a analizar sus atributos más federales y horizontales.

108
El punto de partida para el análisis de la dinámica política entre 1880 y 1892 lo constituye
el clásico concepto de “gobiernos electores”. Como ha señalado Botana, el sistema de gobiernos
electores se fue gestando en las presidencias anteriores para consolidarse a partir de la llegada de
Julio A. Roca al poder. Consistió en un sistema de representación invertida en el cual el poder de la
elección se asentaba en los gobiernos y no en el pueblo. Un arsenal de recursos coercitivos y de
incentivos materiales, juntamente con factores derivados del diseño institucional, ponía en manos
de los gobernantes el ejercicio soberano de la elección. Nuestro análisis se articula sobre la base
de que los gobernadores, con mayor o menor dificultad según el caso, podían disponer de los
votos locales para las elecciones a la presidencia y al Congreso.
La cláusula de no reelección en periodos consecutivos significaba una herida mortal para
el presidente en ejercicio, ya que la carrera presidencial para la siguiente elección comenzaba
apenas el nuevo presidente iniciaba su mandato, y a veces, como veremos, incluso antes. Los
líderes provinciales fomentaban relaciones cordiales con el presidente de turno, pero, al mismo
tiempo, también apostaban a asegurarse que apoyarían al candidato victorioso en la siguiente
elección presidencial.
Sin formalidades que satisfacer, sin una historia que brindara reglas consuetudinariamente
adquiridas y sin reglas informales acordadas (hasta 1891), la selección del candidato a presidente
quedó librada a la victoria entre fuerzas cruzadas: de un lado, el presidente saliente, que utilizaba
los recursos a su alcance para intentar imponer a su sucesor y, del otro, los aspirantes a la
presidencia, que apelaban a los diversos centros geográficos en cuyas manos se encontraba la
llave de la elección: las provincias. Por un lado, las fuerzas centralizadoras del presidente, que
aspiraba a controlar el partido; del otro, las fuerzas “descentralizadoras” propias de una república
federal y de un partido en el que el poder se encontraba aun geográficamente disperso.
La dinámica política estuvo motorizada por las negociaciones privadas en el ámbito
nacional. Aunque los rumores y las suposiciones de su existencia representaban el corpus de la
correspondencia entre los participantes activos en la política nacional y provincial, el secreto entre
sus miembros era una de las fuentes de su poder. Los acuerdos que forjaban las ligas tenían como
base cálculos numéricos de suma de poder, es decir, con cuantas provincias (y por lo tanto con
cuantos electores), con cuantas bancas en el Congreso, con cuantos y cuales recursos para aunar
voluntades contaba el líder de cada liga, y por lo tanto, cuáles eran sus chances de convertirse en
el próximo presidente. Alianzas políticas tradicionales, lazos de familia, ideología y religión, tenían
por lo general, escasa relevancia en el momento de sumar puntos. Así en un sistema político
basado en la disponibilidad de votos (real o potencial) en manos de líderes provinciales, la política
se caracterizaba por transacciones inestables. La ausencia de mecanismos consensuados para la
selección de candidatos agudizó la existencia y la rivalidad de las ligas internas dentro del PAN, ya
que la definición de la carrera presidencial quedaba librada, sin mediaciones, a los resultados de la
misma. A su vez, esta competencia alimentó el carácter faccioso y personalista de la política
argentina, ya que las ligas no se forjaban alrededor de programas o políticas a seguir sino de
liderazgos, lo que contribuía a su fragilidad e inestabilidad.
La debilidad del mitrismo y su política de abstención llevaron a que la competencia por la
presidencia se limitara, en principio, a las fuerzas dentro del PAN. Y aunque sea obvio señalarlo, en
un sistema de coaliciones que se forjaban y quebraban con gran fluidez, fue fundamental que los
dirigentes de las catorce provincias pudieran comunicarse con rapidez, para lo cual la extensión
del telégrafo y de las vías férreas resultó fundamental al acelerar y otorgar una nueva dinámica a
las tradicionales negociaciones entre los representantes provinciales en el congreso nacional.
A partir de los ochenta, la violencia y la lucha facciosa dentro de cada provincia fueron
dando lugar a otras formas de disputa. Por un lado, le fue cada vez más difícil a los opositores
pelearle el poder a la facción en el gobierno por medio de mecanismos electorales, y por lo tanto,

109
el gobernador de turno y su círculo íntimo se posicionaban gradualmente como los grandes
electores de su provincia, y al final de su periodo, se aseguraban de dejar en su puesto a un
sucesor amigo mientras pasaban a ocupar una banca en el Senado nacional, desde la cual tejían las
conexiones entre la política nacional y la provincial. En parte por esta dificultad en disputar
violenta o electoralmente el poder a los situacioncitas, cada vez más facciones opositoras
intentaron vincularse y formar alianzas extra provinciales, ya sea con el presidente o con otros
liderazgos nacionales, acelerándose una práctica ya existente en años previos. Dicha
oligarquización no significa reducir la política a “gobiernos de familia” o circunscribirla a un
determinado grupo social. Sugiere que la formación de colaciones gubernamentales, forjadas de
distinta forma según los diversos contextos, logró mediante una serie de recursos, entronizar a sus
miembros en el poder.
La constitución le permitía al gobierno nacional intervenir a requerimiento de las
provincias “para garantir la forma republicana de gobierno, o repeler invasiones exteriores, y a
requisición de sus autoridades constituidas para sostenerlas o restablecerlas si hubieran sido
depuestas por la sedición o por la invasión de otra provincia”. Aprobada la intervención federal, el
presidente gozaba de la ventaja de elegir al interventor destinado a resolver las discordias
provinciales. Las instrucciones oficiales dadas al interventor por el gobierno nacional eran
generalmente acompañadas por las instrucciones privadas que le impartía el presidente, cuyos
deseos el interventor designado se esmeraba por satisfacer.
Si bien el esquema clásico sobre el periodo la intervención federal fue presentada como
una de las principales herramientas de disciplinamiento y control del presidente sobre los
gobernadores, en los años ochenta se trató de un recurso extremo. Sol durante el momento de
mayor crisis en los dos años del gobierno de Pellegrini comenzó a perfilarse un uso más directo de
la intervención para proteger a los aliados del gobierno nacional con tres intervenciones: dos en
Catamarca y una en Mendoza.
Cabe señalar que el clientelismo era un aspecto central tanto de la política en las
provincias como de la política nacional, propio de un proceso de construcción institucional, en el
cual el bajo grado de institucionalización era “compensado” por un sistema de relaciones. El
acceso al gobierno representaba la posibilidad de distribución de recursos, como créditos,
protección policial o empleos en la administración pública. En la medida en que los aparatos
administrativos provinciales se consolidaban como resultado del impulso en sus presupuestos
durante la década de 1880, mayor fue su rol en forjar alianzas y construir clientelas.
Dado que el clientelismo era el componente que mantenía aceitada la política, los líderes
de las facciones vieron incentivada la búsqueda de alianzas fuera de los límites geográficos de sus
provincias para garantizar el acceso a los recursos e influencias, provenientes del gobierno
nacional, de otros líderes nacionales con capacidad distributiva y del candidato presidencial con
mayor posibilidad de alcanzar la victoria.
La propuesta de estas páginas implica cuestionar tres temas recurrentes en la
historiografía del periodo: i) la relación del Estado Nacional-Buenos Aires-Interior, ii) nepotismos o
gobiernos de familia y iii) la relación entre clase social y política.
i) En parte, el poder de la provincia de Buenos Aires se sostenía en su capacidad de gozar
de elementos clave para hacer política, principalmente, el poder distributivo de su banco y un
liderazgo político que vería su canto del cisne en manos del proyecto modernista en 1892.
Insistimos durante la década de 1880, cuando los medios fundamentales para hacer política eran
las armas y las finanzas, los recursos con que contaba el presidente competían con los que podían
ofrecer otros líderes, en particular, con los de la provincia de Buenos Aires.
Por su parte hay quienes han analizado la construcción del Estado nacional como la
redefinición de la relación Buenos Aires-interior. En esta línea, 1880 significa la victoria de las

110
provincias pobres sobre la provincia económicamente líder e interpreta al Estado nacional como el
instrumento utilizado por esta coalición de provincias del interior para crear un determinado tipo
de pacto federal que llevara la riqueza a estas, balanceando el desequilibrio hasta entonces
existente entre Buenos Aires y el resto.
Roca objetaría la candidatura de Rocha con el argumento de que su liderazgo bonaerense
pondría en peligro la unidad misma de la nación. Pero las distintas provincias no tuvieron ese tipo
de miramientos (o miramiento alguno) a la hora de decidir su participación en una coalición
liderada por la provincia de Buenos Aires.
ii) Naturalmente, en un país geográfica y comunicacionalmente esparcido como la
Argentina de fines del siglo XIX, las conexiones que proveían la familia, el ejército, la educación o el
congreso nacional eran fundamentales momento de fortalecer contactos y, eventualmente, tejer
alianzas. Estos vínculos se vuelven aún más relevantes en una interpretación como la presente, en
la que se privilegian los acuerdos y las negociaciones sobre la coacción y el control estatal que,
aunque sin desplazarlos, los coloca dentro de un contexto más amplio. Nuevamente, la
construcción de una elite política-uno de los temas clásicos de la historiografía del siglo XIX-no es
el objeto de nuestra investigación, la cual se centra en la dinámica generada entre elites políticas
en el amito nacional.
iii) En algunas provincias, el poder político de sus líderes derivaba claramente de su poder
económico (fue el caso, por ejemplo, de las familias Navarro o Molina, en Catamarca); en otras, la
política era el canal que proveía poder económico (como el caso de los Rojas en Santiago del
Estero), o brindaba el acceso a créditos indispensables para ciertas industrias (como la azucarera
en Tucumán o la vitivinícola en Mendoza). En el caso de la provincia de Buenos Aires, las familias
más pudientes del agro y la ganadería no mostraron mayor interés o éxito en la política partidaria.
A los propósitos de esta investigación, no es indistinto el origen social o la profesión de
quienes detentaron el poder en las provincias, salvo como forma de comprender los lazos
existentes entre los líderes, particularmente, aquellos vínculos que traspasaban los límites
geográficos provinciales. No son los intereses de clase los mejores ejes de avance para nuestro
objeto de estudio. Al contrario, la política se nos ofrece como un mejor panóptico desde el cual
comprender, si se quiere, otras dinámicas.
Legitimaciones publicas
El rol predominante de la prensa política era el de legitimar las políticas de sus dueños. En
el caso del PAN, sus principales diarios- La tribuna nacional (LTN), Sud-América y Tribuna-formaron
parte esencial de su proceso de legitimación, es decir, de aquella actividad desarrollada por el
gobierno para asentar su autoridad, las acciones que emprenden los líderes para cultivar su
reclamo a ser obedecidos, la inversión que realizan en darse a sí mismos una identidad que los
distinga y que a su vez le de validez a su acción de gobernar. Lo que nos interesa analizar aquí es
que LTN y Sudamérica fueron componentes esenciales de las estrategias empleadas por Roca y
Juárez Celman para crear una identidad durante sus respectivas administraciones, que justificara
su reclamo a gobernar y diera sentido a sus políticas.
El proceso de legitimación por medio de los diarios partidarios, aunque distinto, no fue
menos relevante para los partidos opositores. Para el mitrismo, La Nación resultó fundamental
cuando, a partir de 1880, adoptó la estrategia de abstención partidaria que sostuvo, con algunas
excepciones, a lo largo de la década.
La prensa política tuvo un efecto particular a fines del siglo XIX. Librada de las
convenciones que limitan a los diarios modernos, recreaba situaciones, defendía políticas,
fomentaba rumores y ridiculizaba al contrincante. En su ejercicio de la difusión del chimento y el
anuncio de reuniones, los diarios políticos “republicanizaban” la política, convirtiéndola en una

111
cosa “más” pública. La política era así, en gran medida, arrebatada de los confines de la intimidad
del salón, del comité, del banquete y, a veces incluso, de la correspondencia privada, para ser
lanzada a la vida pública mediante los periódicos.
La prensa política estaba compuesta por un pequeño número del enorme caudal de
periódicos que circulaban en el Buenos Aires de fin de siglo, geográficamente se concentraba en
Buenos Aires y, por sus objetivos, estilo y contenido, era un hibrido en transición entre el panfleto
político y el diario moderno. Cada una de estas características de la prensa política requiere una
mayor calificación. El adjetivo de pequeño número solo es aplicable si se tiene en cuenta que el
Buenos Aires de las últimas décadas decimonónicas poseía, a nivel mundial, una de las mayores
circulaciones de periódicos por habitante.
En primer lugar, se debe tener en cuenta el objetivo de los diarios. Este distaba de ser el
de informar al lector sobre los eventos del día, locales e internacionales, reclamando mantener
cierta independencia u objetividad. Tampoco era este el caso de una prensa semiindependiente
que en periodos electorales se inclinaba abiertamente por uno u otro partido. Por el contrario,
LTN explicaba sobre si misma:” No somos simples espectadores que, en el teatro del mundo
político, juzguemos tranquilamente los hechos que pasan, como el sabio los fenómenos sometidos
a su observación”. Los miembros de la prensa política eran actores importantes del mundo político
y por lo tanto la parcialidad en los juicios y la arbitrariedad en los comentarios constituían un
aspecto esencial de su naturaleza. Esto se debe a que el partido político les daba vida con el único
fin de ser su portavoz en el batallar de la vida pública.
Durante las décadas del sesenta y setenta, la parte central de cada periódico estaba
compuesta por las tres o cuatro largas columnas de su editorial. Según Navarro Viola, fuera de
ellas, el lector solo podía satisfacer su deseo de novedad en unos breves recuentos sobre lo
ocurrido en la ciudad durante el día, en resumidas cuentas, noticias sobre los hechos culminantes
en las provincias y en escasos telegramas del exterior, en su mayoría provenientes de Montevideo.
Durante las décadas del ochenta y el noventa se operaron, según Navarro Viola, grandes cambios.
Uno de ellos fue el gran crecimiento de la revista especializada sobre temas científicos, morales,
deportivos, filatélicos, fotográficos, sociales, de gremios y asociaciones: “relojeros, panaderos,
empleados de tramways, cocheros, peluqueros, hasta los aburridos tienen cada cual su periódico”.
Como consecuencia, la prensa especializada le había robado lectores a los grandes diarios y, en los
años noventa, el número de estos últimos se había visto incluso disminuido en comparación con la
década anterior.
El segundo diario en importancia era La Nación, propiedad de Bartolomé Mitre. Si bien en
este caso también se había operado una transformación hacia la modernidad, por sus
características durante la década del ochenta y el noventa se lo podría definir como un diario
político moderno, con mayor acento en “político” que en moderno. Como órgano partidario de
Mitre, era un miembro importante de la prensa política; sin embargo, a diferencia de la prensa
política más pura, no se agotaba en ser un órgano partidario. Junto con La Prensa, La Nación se
vendía por la mañana y si bien el tono de sus editoriales no dejaba lugar a ambivalencias en
cuanto sus preferencias políticas, el diario aspiraba a ofrecer información además de un punto de
vista. La Nación, por lo tanto, competía con La Prensa en el número de ventas, en cantidad y
calidad de los corresponsales extranjeros, utilizaba regularmente el servicio telegráfico
internacional y ofrecía además una de las más prestigiosas secciones literarias.
Con excepción de los dos meses que llevaban las campañas electorales, el contenido de
estos periódicos estaba destinado a la opinión publica entendida como “la opinión de los hombres
públicos”. Sus editoriales se dirigían a los redactores de la oposición y a los simpatizantes
partidarios más que aun vasto público, ya que, por lo general “nadie leía sino el periódico
destinado a la defensa de sus propias ideas políticas”. Naturalmente, esto cambiaba durante las

112
campañas electorales cuando se intentaba convencer a un electorado indiferente de que
abandonara la apatía y votara por el partido. Por lo general, emergían para las campañas y, al
mismo tiempo, cuando se acercaban las elecciones, los diarios no pertenecientes al círculo de la
prensa política pura manifestaban con más claridad sus preferencias o apoyaban abiertamente a
un partido.
Con el nombre genérico de opinión pública se apunta, ante todo, a un concepto abstracto
que invocan las distintas fuerzas políticas para atribuirse legitimidad; el termino refiere a una
construcción ideológica de “tribunal público” cuya representatividad es disputada por todos los
contendientes del espectro político, es el hueso de pelea entre los distintos pretendientes al poder
y el gobierno. Todos dicen hablar en su nombre y, como argumentaba LTN, la opinión publica es
“esa reina sin cetro del mundo moderno, que invocamos tantas veces sin darnos cuenta de los
resortes misteriosos de su poder”. Cada miembro de la prensa política porteña se autodefinía
como representante de la opinión publica.
El diario político forjaba la identidad del partido unificando las distintas miras en una sola
pluma, uniendo la diversidad en una sola voz. Cada integrante de la prensa política construía
imágenes de homogeneidad en organizaciones que distaban de poseerla. El diario político, además
ofrecía a los partidarios activos un fórum de reunión, un lugar donde sociabilizar, intercambiar
ideas, ejercitar la pluma y estar al día con los chimentos y rumores.

BERTONI, Lilia Ana, Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas,


Conclusiones
La construcción de la nacionalidad en la Argentina estuvo condicionada simultáneamente
por las circunstancias creadas por la sociedad local, las de una nación nueva, aun no
completamente formada, y por las que originaba el proceso de formación y expansión de las
naciones europeas, de las que provenía gran parte de su población.
Uno de los fenómenos que más preocupó a la elite local fue advertir que, en estas
circunstancias, algunas elites extranjeras intentaban construir, a partir de los vastos y crecientes
conjuntos inmigratorios, otras identidades nacionales, y descubrir al mismo tiempo la endeblez de
los rasgos que conformaban la propia nacionalidad. La sensación perturbadora de disgregación
social que acarreaba la rápida trasformación de la sociedad apareció a sus ojos también como una
disolución nacional, sobre todo porque se observó en algunos grupos de las elites extranjeras la
aparición de nuevas políticas culturales, destinadas a conservar los rasgos nacionales de origen
como la lengua, la tradición, la historia , y a fomentar lazos afectivos de adhesión a las viejas
patrias, como parte del movimiento de afirmación de la nación que se desarrollaba por entonces
en aquellas.
Estas inquietudes se agravaron cuando se entrevió la relación que tenían con los nuevos
rumbos expansionistas que asumía la política de las potencias europeas. Desde este punto de
vista, podía entenderse que los grandes conjuntos inmigratorios que se mantenían extranjeros, y
en los que se procuraba conservar los rasgos culturales que definían la nacionalidad, constituían
otras naciones en germen dentro de la nación.
La existencia de enclaves de otras nacionalidades podría respaldar las pretensiones de
intervención de las potencias con el pretexto de defender los derechos de sus connacionales
avasallados por los gobiernos locales.
Como respuesta a esta delicada situación, en los últimos años de la década de 1880 se
tomaron algunas medidas que apuntaban a la construcción de la nacionalidad. Se afirmó
internacionalmente el criterio de ciudadanía y jurisdicción por el principio de ley territorial, al que

113
respaldaron los países sudamericanos en la Conferencia de Derecho internacional privado de
Montevideo de 1888.
Mientras el principio de ley territorial aseguraba que fueran legalmente argentinos los
hijos de los extranjeros nacidos en el país, se procuró también que lo fueran por la lengua, las
costumbres, la historia, y la adhesión manifiesta a la patria.
Fueron las propias escuelas italianas las que pusieron de manifiesto, por primera vez, la
función que la escuela podía cumplir en la formación de la nacionalidad.
Esto puso en evidencia la importancia de la escuela pública argentina en la formación de la
nacionalidad. Tan significativa como la ley que estableció la obligatoriedad de la enseñanza
primaria (1884), resultó la vigorosa campaña que se emprendió desde 1886 para lograr “una
educación que labre pacientemente el cimiento de nuestra nacionalidad”. Este propósito se
persiguió con nuevos planes, programas y libros con contenidos nacionales (1888), y en particular
con un nuevo interés en la enseñanza de la lengua y la historia nacional. Diversos medios
periodísticos coincidieron en reclamar que el gobierno asumiera la tarea de controlar la
orientación nacional de la enseñanza en todas las escuelas, como lo disponía la ley 1.420.
Estas y otras opiniones eran reveladoras de la ruptura en torno al de lo que había sido
desde Caseros la concepción liberal y cosmopolita de la nación, expresada en la constitución de
1853 y en leyes como la de inmigración de 1876 y la de ciudadanía de 1869. Ellas armonizaban con
la idea de nación entendida como un cuerpo político basado en el contrato, de incorporación
voluntaria, que garantizaba amplias libertades a los extranjeros y ofrecía tolerancia para el
desenvolvimiento de sus actividades, tanto económicas como culturales.
Por un lado, circulaba la idea de la nacionalidad concebida como el producto de la mezcla,
del crisol de razas, cuya resultante futura incluiría rasgos de los diferentes pueblos y de las
distintas culturas que iban formando: se trataba de singularidad aún no definida, una virtualidad
que solo con el tiempo y la convivencia sobraría su propia forma. Otros creían que la nacionalidad
residía en lo local, en lo criollo, en la transformación de lo español en contacto con lo indígena,
formas locales a las que atribuía originalidad cultural. Por otro lado, circulaba la idea de una
nacionalidad ya existente, establecida en el pasado, de rasgos definidos y permanentes: la raza
española. Según esta concepción, lo local no era una verdadera raza sino una simple variante de la
raza española. Este núcleo de nacionalidad podía absorber la variedad de aportes culturales de los
grupos inmigratorios sin perder su esencia, pero esto requería una acción definida, una política:
había que mantener puro su núcleo originario, neutralizando los contaminantes extranjeros.
A mediados de la década de 1890, la política de confraternidad con las colectividades
extranjeras pareció a punto de cuestionar la vigencia de las concepciones de la nacionalidad
basada en la homogeneidad cultural. Como consecuencia de los conflictos limítrofes no resueltos
con Chile creció la posibilidad de una guerra. Se consideró prioritaria por algunos la necesidad de
consolidar el frente interior y necesario asegurar la lealtad de los residentes extranjeros.
A lo largo de la primera mitad del siglo XX puede advertirse la progresiva consolidación de
la concepción cultural de la nación y de la idea de una nacionalidad fundada en rasgos culturales
propios, históricos e inequívocos. El año 1910 fue un momento consagratorio por la euforia y el
entusiasmo patriótico que envolvieron los festejos del centenario, a pesar de que, más que nunca,
la fuerza de esta formulación ideológica contrastaba con la heterogeneidad poblacional y cultural
de la sociedad argentina.

DE LA FUENTE, Ariel, “Los hijos de Facundo”

Caudillos, elites provinciales y la formación del Estado

114
Para comprender la naturaleza del Estado provincial de La Rioja es esencial estudiar las
finanzas de la década del 50 a través de sus presupuestos. Su estudio demuestra la pobreza del
tesoro provincial y parte de sus limitados recursos provenían de los impuestos a la propiedad, y las
licencias comerciales. La Rioja era la más pobre de las 14 provincias.
La mayor parte del presupuesto provincial, 69%, se destinaba al pago de salarios. El resto
iba al mantenimiento y funcionamiento del Estado.
El 29,7% del presupuesto se destinaba al departamento de policía (compuesto por cuatro
agentes en la capital y dos en la campaña) y a la guarnición en la ciudad capital (de 22 hombre).
Para los federales la pobreza del interior era causada por el monopolio de los ingresos de
la aduana que ostentaba Buenos Aires. Aunque este argumento tenia mayor peso para las
provincias del litoral y Córdoba conectados al mercado mundial.
Para los unitarios la pobreza del interior se debía a la escaza recaudación fiscal. Además,
las provincias solo debían hacerse cargo de los objetivos municipales y la instrucción pública,
mientras el Estado nacional se ocupaba de la justicia, la policía y las instituciones militares. Esto
implicaba el desmantelamiento de la soberanía provincial.
La falta de presupuesto impidió a La Rioja ejercer el monopolio legitimo sobre la violencia.
El ejercicio de la violencia privada era la única manera de garantizar los derechos políticos y la
participación. Esto convirtió a los federales y al Chacho en árbitros de la política.
El factor decisivo en la vida política de la provincia era la clientela, que permitió al Chacho
deponer e instalar gobernadores a voluntad. Ante la carencia de apoyo de las masas los unitarios
dependían de los ejércitos enviados por Buenos Aires.
Había dos grupos de unitarios en el interior, los tradicionales pedían la abolición de la
soberanía provincial y la centralización del gobierno; y los liberales que pedían la presencia de
ciertas instituciones nacionales en las provincias, el ejército a la centralización de la administración
de justicia, pero sin eliminar totalmente la soberanía provincial.
La falta de presupuesto también afectaba la administración de justicia, fallando la justicia
local, usualmente, a favor de Peñalosa. Así también este influía en los procesos que involucraban a
sus gauchos que componían su red clientelar. Todo ello demostraba la debilidad de los Estados
provinciales y la falta de independencia de la justicia.
Otro problema para la administración de la justicia era la escasez de recursos humanos,
consecuencia de la pobreza y la baja población.
El poder legislativo carecía de recursos para pagar salarios por lo que los miembros de la
cámara cumplían su labor de forma voluntaria y se convirtiera en una carga para aquellos que
debían dejar sus negocios.
Los federales tenían a sus partidarios en la campaña y los unitarios en las clases sociales
altas de la capital provincial.

115
Unidad 5: Economía y progreso
Hora, Roy, Los terratenientes de la Pampa Argentina
El relato toma por punto de partida el inicio de la segunda parte del siglo XIX, momento en
el cual la economía ganadera comenzó a transformarse a un ritmo cada vez más acelerado. Pero fue
la veloz expansión de la producción lana, que alcanzó su momento de auge pasada la mitad de ese
siglo, la que le dio un particular ímpetu a este proceso. Al mismo tiempo que la producción se
transformaba, la organización y la gestión de una empresa rural se volvía una actividad más
sofisticada, que demandaba no solo mayores inversiones de capital, sino también nuevas destrezas y
mayor atención a los problemas técnicos. Este fenómeno generó condiciones que hicieron posible la
emergencia de una identidad terrateniente entre los miembros de un grupo de grandes propietarios
que estaban a la vanguardia de la mejora de la producción rural. Por primera vez en la historia
argentina, comenzaron a hacerse visibles claros signos de diferenciación funcional entre los
miembros de una elite económica, que hasta entonces, se había caracterizado por un patrón de
inversiones diversificado. El indicador más evidente de ellos fue la creación de la Sociedad Rural
Argentina en 1866.
Pronto se volvió sede de una amplia gama de actividades, entre las que se encontraban sus
funciones de asesoramiento al estado (nacional y provincial) en construcción. La sociedad rural se
propuso representar los intereses del conjunto de los propietarios rurales y la elite política. La
sociedad rural se propuso educar a los empresarios en la mejora de los métodos de cultivo y de cría.
El proyecto de dar vida a una institución fundada sobre una amplia base de clase, capaz de
impulsar un programa de reforma de los estancieros y de su mundo, pronto se reveló demasiado
ambicioso. En las décadas de 1860 y 1870, la falta de compromiso de la inmensa mayoría de los
estancieros con la institución era ampliamente reconocida (y lamentada). La campaña pampeana no
albergaba a una sociedad jerárquica y diferencial dispuesta a encolumnarse tras los principales
propietarios.
En la campaña la ausencia de grandes tensiones sociales que amenizaran la expansión de la
gran propiedad tornó a los estancieros poco propensos a involucrarse en la vida local.
La inestabilidad del Rio de la Plata en el medio siglo que sucedió a la independencia
explica los motivos por los cuales los capitalistas invirtieron en el campo, pero también
diversificaron sus inversiones. En rigor, el sector económicamente dominante de aquella sociedad
puede describirse mejor como una elite diversificada que como una clase terrateniente.
Desde las décadas centrales del siglo, la actividad rural comenzó a ocupar un ligar cada vez
más decisivo en el patrimonio y las fuentes de ingreso de la clase propietaria. Este proceso, sin
embargo, fue lento y no se completó hasta el último cuarto del siglo XIX.
En el último cuarto del siglo XIX este cuadro se alteró. En 1880 el PAN alcanzó el control
de todo el país, imponiendo una larga década de estabilidad política.
Algunos rasgos de este nuevo orden se advirtieron incluso antes de la llegada de Roca a la
presidencia. A la conquista del desierto le siguió el traspaso al dominio privado de las tierras
apropiadas a los indígenas, que reforzaron el peso de los grandes propietarios.
La derrota indígena y la política de desarrollo de infraestructura a la que el gobierno prestó
atención preferente ayudaron a una rápida transformación del mundo rural. En los años ochenta,
nuevas líneas de ferrocarriles y telégrafos comenzaron a adentrarse en la pampa a un ritmo sin
precedentes. El capital comenzaba a moverse al área rural. Se favoreció la incorporación de
reproductores de raza, la expansión del alambrado, la mejora en las construcciones.
Los cambios materiales y simbólicos que hablaban de la trasformación de la estancia y la
ganadería beneficiaron en primer lugar a los grandes propietarios. El dinámico capitalismo agrario
finisecular hizo posible que los magnates territoriales alcanzaran fortunas espectaculares,
considerablemente más grandes que las de mediados de siglo. Al mismo tiempo contribuyó a darle a
la elite propietaria una legitimidad de la que antes carecía. En tanto aparecía como la fuerza más
visible y poderosa que impulsaba el proceso de reforma rural, la figura del estanciero progresista
comenzó a asociarse con la modernidad económica y la distinción social.
En esas décadas, las visiones que retrataban a los terratenientes como sujetos reacios a todo
progreso perdieron entidad. Repetidamente, los grandes propietarios modernizadores fueron
caracterizados como figuras que encarnaban valores que gozaban de gran prestigio- esfuerzo,

116
determinación, modernidad, capacidad de innovación- y como empresarios que sabían sacar
provecho de los recursos y las oportunidades que ofrecía una economía en expansión.
Cuando los empresarios comenzaron a percibir que la economía argentina por fin alcanzaba
estabilidad y buenas perspectivas de crecimiento a largo plazo, la tierra se afirmó como una fuente
de rentas y ganancias extremadamente segura, que se incrementaban con el tiempo, y que además
podía complementar otros emprendimientos en el comercio, la industria, las finanzas o las
profesiones liberales. Ello contribuyó a expandir la base de los grupos que tenían interés en el sector
rural, y hasta cierto punto, a recrear la imagen de los grupos propietarios. Los capitalistas con
fuertes intereses rurales profundizaron su especialización, con centrándose en negocios dentro del
sector. Los frutos que esta estrategia reportaba no eran pocos, como lo testimonia el hecho de que
la cúspide de la elite socioeconómica del cambio de siglo estaba mayoritariamente poblada por
aquellos que perseveraron en este camino.
Los gobernantes de la década del ochenta consolidaron un estado capaz de favorecer el
proceso de acumulación de capital, y que prestaba especial atención a las necesidades de la
economía agraria. Sin embargo, la relación entre elite socioeconómica y elite política no puede
describirse sin más como armoniosa. En rigor, esa unidad era antes que nada una unidad de
objetivos, hecha posible gracias a la calidad del estado de imponer un orden y promover unas
políticas que contaban con la firme aprobación del empresariado rural.
En distintas ocasiones en la década de 1880, voceros terratenientes denunciaron la
ilegitimidad del orden político. Las tensiones implícitas en dicha relación salieron a la luz cuando la
expansiva década se cerró en medio de una profunda crisis económica, que a su vez abrió el camino
para un severo cuestionamiento a la autoridad del estado. La depresión económica incentivó a los
grandes propietarios a adoptar una actitud más comprometida en la vida de la república, a la vez que
el derrumbe de la fuerza política dominante en la década anterior dio argumentos a aquellos
estancieros que insistían en que los actores económicos más poderosos y prestigiosos de la
argentina no podían permanecer indiferentes frente a ese descalabro; por otra parte, este parecía
abrirles inéditas posibilidades de acceso al poder.
Este programa fracasó. La historia de la Unión Provincial ofrece indicaciones precisas tanto
sobre el nuevo estatus económica y social adquirido por los terratenientes, que impulsaba su
proyecto de conquistar el estado provincial, como sobre las debilidades de su base política. Las
características estructurales de la sociedad rural no favorecían el proyecto terrateniente. Ella siguió
siendo demasiado compleja y móvil como para que sobre ella pudiera erigirse el reinado político de
la gran propiedad. Las grandes estancias solo alojaban a una parte muy minoritaria de la población
de la campaña.
El interés que movió a los terratenientes a ocuparse de los asuntos públicos en la primera
parte de la década de 1890 es comprensible. Durante esos años el mundo terrateniente se sumió en
un estado de inquietud que obligó a sus integrantes, aún a desgano, a considerar que alternativas se
ofrecían para reconstruir el poder del estado. Para mediados de la década, la situación política
perdió dramatismo y la crisis económica y el pesimismo dieron lugar al renacimiento de la
prosperidad y del optimismo. Ello conspiró contra los propósitos de aquellos estancieros que
todavía instaban a sus pares a hacer realidad el proyecto de crear una poderosa fuerza terrateniente.
A pesar de sus temores iniciales, muy evidentes en la década de 1890, a mediano plazo los
terratenientes advirtieron que la emergencia de un sector industrial más moderno y la aparición de
nuevos grupos empresarios con intereses específicos, distintos a los del sector rural, y con cierta
incidencia sobre el estado, no implicaba mayor desafío a su posición privilegiada. Cuando las
amenazas de una guerra de tarifas que podía afectar a las exportaciones rurales comenzaron a perder
peso hacia el cambio de siglo, el proteccionismo se reveló menos peligroso de lo que algunos
terratenientes gustaban afirmar.
Más habitual, aunque menos visible, fue sin duda el discreto reclamo canalizado a través de
relaciones personales con figuras ubicadas en la cúspide del estado. Ello puso a los grandes
propietarios en relación con las altas esferas del poder sin necesidad de trajinar los vericuetos de un
mundo político que muchos de ellos percibían como en gran medida ajeno, y frente al cual siempre
exhibieron desconfianza.
La fragilidad de los lazos entre la elite propietaria y el orden oligárquico se puso de
manifiesto en 1912, cuando el sistema electoral fue reformado. La mayoría de los propietarios

117
rurales no mostró mayor inquietud frente al curso que tomaban los acontecimientos, y ni rechazó ni
resistió la creación de un orden más representativo.
Sería erróneo concluir, sin más, que los terratenientes formaban parte activa de una
constelación de fuerzas prodemocráticas. En rigor, las clases propietarias rurales consideraban que
su preeminencia económica y social estaba mejor enraizada en la sociedad que en el estado, y que
por tanto esta era independiente de la suerte de la elite gobernante y del orden oligárquico.
En vísperas de la primera guerra mundial los panegiristas que alababan el papel progresista
desempeñado por los grandes propietarios desaparecieron del escenario. Los relatos que habían sido
corrientes algunas décadas atrás, y que describían a los grandes estancieros como un dinámico
empresariado rural, cedieron posiciones frente a nuevas visiones que ponían de manifiesto que la
fortuna de los dueños del suelo no se debía a su propio esfuerzo, sino al azar y al privilegio de la
herencia. Se describía a la clase propietaria como improductiva y parasitaria, más propensa a
derrochar riqueza.
Luego de 1912, ganó fuerza en la argentina la denuncia de los efectos nocivos de la gran
propiedad, como también de la falta de espíritu empresarial de los dueños del suelo pampeano.

Sesto, Carmen, La Vanguardia ganadera bonaerense

Introducción

La inserción argentina en el mercado mundial de alimentos- cereales y carnes de alta


competitividad- convirtió a la producción agropecuaria en el motor del crecimiento económico y
social entre 1870 y 1914. Las carnes vacunas desempeñaron un papel de gran relevancia en este
proceso, no solo por la envergadura de la operatoria, sino por el salto en materia de productividad.
En este modelo los ganaderos y terratenientes bonaerenses han sido sindicados por ciertas
interpretaciones como el sector social beneficiario por excelencia, que capturó una porción
desmesurada de ganancias con mínimas inversiones y bajo nivel de tecnología.
Sin embargo, los alcances de esta argumentación hegemónica quedan limitados por lo
menos en dos puntos, a la luz de los resultados que arroja el accionar de una vanguardia ganadera y
terrateniente bonaerense en el proceso de implantación y adaptación de una genética en carnes de
alta productividad entre 1856 y 1900, entre cuyos múltiples objetivos productivos priorizó la
adecuación de las carnes vacunas a los parámetros selectivos internacionales, ya que era
incuestionable que las exportaciones cárnicas eran el medio más idóneo para apuntalar este proceso
y agregar valor a toda la cadena genética.
Perspectiva tradicional: terratenientes rentistas y parasitarios
Esta línea interpretativa encuentra la clave explicativa de la alta competitividad productiva
de estos ganaderos en su condición de grandes propietarios. Por tanto, ocupa básicamente de
explorar la conformación del patrimonio territorial, de los mecanismos de acceso, transmisión y
reproducción del patrimonio, y, desde estas dimensiones, se prefigura el arquetipo terrateniente con
categorías extraeconómicas: rentista y parasitarios aludiendo al aprovechamiento rentístico de sus
extensos predios y a la negativa incidencia de esta clase social en el curso de la economía en
general.
En los casos mencionados, el acceso diferencial y privilegiado al medio de producción por
excelencia no garantizó la prosperidad ni el prestigio social.
A pesar de que el sustento empírico no permite ir más allá de estas conclusiones, sin
embargo, el autor (Oddone) arriesga osadas evaluaciones e interpretaciones respecto de esta clase
social definida como antagónica de los arrendatarios, buscando la clave explicativa en la
monopolización de las mejores tierras y en la apropiación de superficies enormes que no trabajaban
de forma directa. El arquetipo rentista y parasitario de esta clase social deviene del
aprovechamiento y la explotación de los arrendatarios, que pagaban un canon y además debían
efectuar considerables inversiones para poner en producción dichos latifundios. Esta puesta en
producción agregaba valor al predio que redundaba en beneficios rentísticos a los terratenientes,
porque se traducía en el alzo de los cánones de arrendamiento. Pero exigía unas constantes
agregado de tierras, por compras o herencias. Oddone plantea que para ello se efectuó la

118
transmisión de los títulos originarios durante tres o cuatro generaciones a través de una red
endogámica de alianzas matrimoniales.
Por lo contrario, la información presentada solo muestra la generalización y legalización del
latifundio y un régimen de tenencia signado por la gran propiedad, que no destruye una propiedad
privada anterior basada en el trabajo personal Aún más, los datos concretos hablan de la obtención
de un derecho jurídico que no genera renta en sí; entonces la forma en que ese derecho se
transformó en rento no se muestra fehacientemente.
Sin embargo, entre la vanguardia ganadera y otros miembros de la misma capa social,
aparecen importantes diferencias que cuestionan definitivamente la homogeneidad de clase y tornan
más pertinente reconocer la existencia de un sector o fracción vinculado a procesos productivos de
alta competitividad. Sostener esta especialización productiva a largo plazo implicó la capitalización
de estos excedentes de manera permanente, agregando además obras de irrigación y desagüe que se
hicieron en esos años y que son aportes hechos por los propietarios y no por los arrendatarios.
Una perspectiva estructural: terratenientes-invernadores vinculados a la exportación
Esta perspectiva enfatiza el arquetipo rentista y parasitario de los hacendados/terratenientes-
configurado por Oddone- entre 1954 y 1970, introduciendo como clave explicativa su actividad
como invernadores, cuya exclusividad y monopolización derivaba de la condición de propietarios
latifundistas. Este abordaje está comprometido con debates de alto impacto sobre el frustrado
desarrollo económico, y atribuyó toda la responsabilidad a estos invernadores como socios locales
del imperialismo británico.
En cuanto a la demora en el mejoramiento del vacuno criollo, es atribuida a la preeminencia
del sector retardatario, interpretando dicha demora como una estrategia deliberada de los
terratenientes opuestos a cualquier transformación o innovación que atentara contra las ventajas
derivadas de monopolizar el comercio saladeril y las tierras más fértiles de la provincia de Buenos
Aires. Con el fin de salvaguardar estos privilegios arcaicos, según Ortiz, este sector habría
provocado un alza artificial de los precios obligando a los criadores de ovinos a desplazarse hacia la
provincia de Santa Fe.
En verdad este correlato responde a la indiscutida fuerza del arquetipo terrateniente rentista
y parasitario de Oddone, alejado de cualquier compromiso productivo de envergadura, y además de
considerar que el patrimonio se concentra en una sola área de la provincia, norte, que corresponde a
las tierras adquiridas en 1836. Esta suposición queda completamente erosionada desde ambos
ángulos. Por un lado, Jorge Sabato, con el empleo de fuentes de primera calidad, como duplicados
de mensura, encuentra suficientes elementos para establecer que esas propiedades se encontraban
dispersas en toda la provincia. Por otro, la existencia de animales vacunos mestizos, puros de cruza
y pedigrí detectados en zonas alejadas, en forma mayoritaria, son propiedad de esta vanguardia
ganadera terrateniente, como lo demuestra otra fuente de excelencia, la cedulas censales, con la
cuales se estableció fehacientemente el acceso diferencial a dichos planteles.
Se trata entonces, de una vanguardia que encaró simultáneamente el refinamiento en lanares
y vacunos, es decir, que no existía un antagonismo entre una y otra especialización; por el contrario,
se potenciaban una y otra. Por otra parte, esa vanguardia abarcaba todas las actividades de manera
complementaria y subsidiaria: cabaña, cría y engorde, algo destinado a abaratar y a financiar su
propio proceso de refinamiento.
Esta lectura de los terratenientes devenidos en invernadores que se apropian de ganancias
extraordinarias- con mínimas inversiones y bajo nivel tecnológico- fue el punto de referencia de una
seria de prospecciones teóricas en la década de 1960 para explicar las deficiencias del desarrollo
económico argentino.
Entre los mayores méritos de estas aproximaciones se encuentra la comprensión de la
especificidad de los empresarios rurales en países nuevos, entendiendo que la peculiar asignación de
recursos era la más óptima y la más conveniente en un país cuyo bien más abundante y barato era la
tierra.
Una perspectiva renovadora: la dinámica empresarial terrateniente
El rasgo más destacado de los estudios considerados renovadores, publicados en las dos
últimas décadas del siglo XX, fue encontrar la racionalidad empresarial en el arquetipo invernador-
terrateniente, encuadrando en parámetros estrictamente económicos lo que antes se consideraban
rasgos parasitarios y rentistas, como la baja tasa de capitalización y la pervivencia de enormes

119
unidades productivas. Esta lógica centrada en la maximización de la renta en las tierras de distinta
calidad y minimización de riesgos buscaba en la combinación invernada y agricultura el veloz
desplazamiento entre actividades de similar rentabilidad con el fin de contrarrestar crisis cíclicas y
variaciones de la demanda mundial, además de paliar diversas contingencias climáticas. Este
modelo se sigue colocando como el principio explicativo para desentrañar los problemas de
crecimiento económico a partir de la crisis de 1930.
En primer lugar, esta racionalidad empresarial centra la maximización de las ganancias
exclusivamente en el uso de la tierra, ya que existía un fuerte prejuicio acerca de la capacidad
empresarial para introducir y adaptar innovaciones tecnológicas, lo que llevó a relegar y postergar
esta problemática en el debate académico. En segundo lugar, se trata de dar respuesta a la
permanencia del sistema extensivo de producción y a la coincidencia de la agricultura y ganadería
en las mismas tierras. Para ello, se utilizan como variables discriminatorias del universo de análisis
el tamaño, la localización y la distribución de los predios. Estas variables se complementan con
otras referidas al uso de las tierras y a las variaciones de precios relativos en invernada y cultivos.
Sin embargo, la mejora en la competitividad del vacuno originada en la implantación de una
tecnología pecuaria en la provincia de Buenos Aires entre 1856 y 1900 provocó ruptura y
discontinuidad en la manera de producir: alta especialización y compromiso productivo, métodos de
producción modernizados, fuertes inversiones, rasgos específicos de las empresas capitalistas. Este
caso nos lleva a tocar cuestiones vinculadas a las elites locales que implantan tecnologías
intensivas.
Una perspectiva diferente: vanguardia ganadera e implantación tecnológica
Este trabajo recorta un espacio propio y diferenciado de las perspectivas analizadas en las
páginas precedentes, cuyo recorrido ameritan los motivos y ubicación de este, centrándose en una
vanguardia ganadera- simultáneamente cabañeros, criadores e invernadores- que ocupó un papel
protagónico en la implantación y adaptación de una genética en carnes de alta productividad, con un
contexto fundamental constituido por los mercados selectivos interno y externo, donde confluyeron
las ganancias de uno y otro tipo de demanda.
En este punto queremos ser precisos y explícitos: no existe evidencia alguna de que la
obtención de vacunos mejorados ni el incremento alcanzado en materia de productividad tuviera
como sustento el agregado de más y más tierras, como se viene argumentando desde tiempos
inmemoriales, argumentación que habría quedado descartada de plan si se hubieran tomado en
cuenta las modestas existencias refinadas que se manejaban. Pero el quid de la cuestión que socava
esta argumentación es que los requerimientos específicos del refinamiento y del incremento en
materia de productividad exigieron una infraestructura de alta complejidad que obligó a una
utilización más eficiente de las tierras disponibles: estabilizando y ampliando la oferta forrajera con
nuevas combinaciones y técnicas conservacionistas, construyendo cabañas, potreros e instalaciones
fijas, y proveyendo agua permanente y de primera calidad.
Lo que resulta evidente es que la vanguardia implementó una formula productiva exitosa,
pero que le exigió ir en contra de lo establecido, asumir grandes riesgos, incrementar la dotación de
capital fijo, capacitarse técnicamente, transformar constantemente los métodos de producción y
tomar el desafío de realizar adaptaciones creativas necesarias con el fin de reducir la brecha
tecnológica entre un país de avanzada y uno nuevo.
No obstante, reconocemos la importación de la apropiación diferencial de tierras y la previa
orientación de los vacunos criollos. Esta acumulación previa fue un paso necesario y fundamental
que adquirió un peso decisivo cuando se trató de la sustentabilidad de esta tecnología pecuaria en
el largo plazo.
Conclusiones Generales
En este trabajo hemos procurado demostrar la presencia de una vanguardia ganadera
terrateniente cuyo diseño empresarial resulta indisociable del proceso de implantación de una
genética en carnes de alta productividad: el refinamiento del vacuno en la provincia de Buenos
Aires entre 1856 y 1900. Ciertamente esta elite ganadera logró con sus carnes vacunas ingresar en
el circulo virtuoso de proveedores confiables del mercado mundial, mostrando pragmatismo,
capacidad de gestión y liderazgo para llevar adelante la genética de alta productividad, modificar el
régimen de manutención y engorde “a campo”, y abrir nuevos mercados de gran selectividad. Esta
tecnología pecuaria implicó dos beneficios adicionales: asegurarse altos niveles de productividad en

120
forma sostenida bajando costos para mantener la competitividad y apuntando a sostener la
rentabilidad a largo plazo. El liderazgo de este grupo viene más allá de su condición de gran
propietario, de la capacidad innovadora en tanto lógica instrumental que coexiste con otras y
expresada en términos de minimización de riesgos y maximización de la renta de tierras de
diferentes calidades.
En virtud de este recorte, todavía cuenta con un amplio consenso el arquetipo de
invernador/terrateniente, cuyo comportamiento productivo se caracterizaría por la baja tasa de
inversión, escasa utilización de mano de obra y la explotación de grandes unidades productivas.
Aún subsiste la fuerte carga negativa impuesta desde perspectivas jurídicas institucionales que
categorizan a este sector como rentista, parasitario y dilapidador del bien común por excelencia: la
tierra.
La racionalidad empresarial introducida en la historiografía rural pampeana en las dos
últimas décadas de 1980 buscó explicitar en términos económicos las constantes del
comportamiento productivo de la elite invernador/terrateniente y representa un significativo avance
en relación con el arquetipo rentista/parasitario que utiliza la valorización ética o moral. Esta
racionalidad centrada en la combinación de invernada y agricultura en extensas unidades
productivas atendía a minimizar los riesgos productivos y de mercado, y a maximizar la renta de
tierras de distinta calidad y localización.
Esta vanguardia ganadera surgió de entre los grandes terratenientes bonaerenses y se fue
diferenciando de esta capa social por la capacidad de adaptación e innovación tecnológica,
planificación y seguimiento en la gestión productiva y apropiación de conocimientos de última
generación.
Fue un sector dedicado de lleno a una producción pecuaria de máxima especialización,
capaz de realizar inversiones a largo plazo y alto riesgo orientadas a incrementar la productividad
del vacuno mejorado. En el terreno empresarial tuvo una actitud plenamente abierta a la
capacitación teórico-práctica, apropiándose de conocimientos zootécnicos, de economía rural y
agrarios de última generación.
El proceso de especialización y compromiso productivo se fue dando paulatinamente, entre
mediados de la década de 1870 y 1890, e incluso en el comienzo no se advierten mayores cambios
con respecto de la modalidad tradicional.

Djenderedjian, La colonización agrícola en argentina, 1850-1900: problemas y desafíos de


un complejo proceso de cambio productivo en Santa Fe y Entre Ríos

Introducción

Uno de los fen6menos más destacados en la historia rural argentina de la segunda mitad del
siglo XIX es el proceso de expansión de la agricultura moderna. Sorprendiendo a propios y extraños
por la rapidez y magnitud del proceso, Argentina pasó de ser un importador neto de cereales y
harina a constituirse en uno de los mayores exportadores mundiales de esos productos en algo
menos de tres décadas. Hacia mediados de la década de 1850 comenzaron a arraigar los primeras
emprendimientos que lograrían permanecer.2 Las colonias fueron surgiendo en cantidad creciente,
cubriendo vastas áreas anteriormente dedicadas a la ganadería extensiva o arrebatadas a tribus
indígena independientes mediante un consistente y continuo avance sobre las fronteras. Hacia 1895,
la superficie cultivada con trigo en las cuatro provincias que la componían (Buenos Aires, Santa Fe,
Entre Ros y Córdoba) habrá aumentado al menos 39 veces con respecta a su situación de cuatro
décadas atras.3 Si bien con posterioridad a 1890 el derrame de la actividad agrícola hacia fuera de
las colonias les fue quitando a este protagonismo, por largas décadas todavía las palabras
"agricultor" y "colono" serán prácticamente sinónimos en el mundo rural pampeano.
Aquí trataremos de plantear nuevos elementos a tener en cuenta para comprenderlo mejor,
desde una perspectiva de análisis conjunto de las dos provincias donde el mismo se inició, Santa Fe
y Entre Ríos. Ambos casos son paradigmáticos: el primera, por ser aquel en el cual la colonización
tuvo mayor éxito; y el segundo porque, contando en la punta de partida incluso con un aparente
cúmulo de elementos a favor, para el contrario el proceso colonizador sufrió allí constantes retrasos
y problemas.

121
SANTA FE Y ENTRE RIOS HACIA MEDIADOS DEL Siglo XIX

Sólo en la década de 1840 la conflictividad comenz6 a ser menor, las fronteras pudieron en
parte consolidarse y las áreas rurales retomaron la actividad con algo más de certidumbre. Las
exportaciones se incrementan y diversifican, destacándose los cueros vacunos y ovinos, la lana y
una amplia variedad de maderas. El renovado papel de Santa Fe como centra articulador de un vasto
espacio mercantil entre Buenos Aires y el interior, a través del ascendente puerto de Rosario, fue al
respecto un invalorable motor económico
Hacia 1850 la economía provincial enfrentaba duras restricciones: la conflictividad política
continuaba, las fronteras se encontraban en el mismo punto que medio siglo atrás, la campana rural
se veía amenazada no solo por los indígenas, sino también por un heterogéneo conjunto de
bandoleros rurales. Pero pronto el cambio comenz6 a hacerse más evidente. Los gobiernos
provinciales hicieron esfuerzos denodados para expandir la frontera, logrando resultados ya en
1858; hacia fines de la década siguiente el territorio provincial contaba con alrededor de 57 000
kilometras cuadrados, o más de cuatro veces la superficie de diez años atrás. La aparición de las
primeras colonias agrícolas, también en estos años, se ubica así en. un contexto económico
expansivo.
En Entre Ríos, en tanta, los indígenas locales había sida dominados en 1750; Los
productores intentaron continuar generando negocias en media del caos, lográndolo con importante
éxito, sobre toda en las décadas de 1830 y 1840 El cual es tanta más sorprendente cuanto que el
gran problema de esa economía, la escasez de mano de obra, se vio incluso acentuado por el ocaso
de la esclavitud y el reclutamiento de buena parte de los varones para servir en los ejércitos en
marcha. Esta situación fue resuelta. sobre toda, mediante un cuidadoso y complejo sistema de
disposición de la mano de obra, la cual fue férreamente disciplinada desde el Estado por la acción
del caudillo Justa José de Urquiza, quien gobernaría sin oposición hasta 1870, logrando una
estabilidad política que diferenciaba netamente a la provincia de su vecina Santa Fe.
Sin embargo, las características que le habían permitido crecer parecen haber estado luego
entre los escollos que retrasaron la puesta a punta de esa economía a los dictados de la nueva época.
Esa extensividad pecuaria no posibilitaba un gran desarrollo agrícola ni facilitaba las necesarias
inversiones en animales refinados.

LA COLONIZACION ESTRATÉGICA Y MILITAR (1850-1856)

Gracias a los medios provistos par una previa etapa de crecimiento y menor conflictividad,
los líderes de la época comenzaron a pensar en proyectos de colonización. Existían para ella
motivas válidas y modelas muy cercanos: las colonias del sur brasileño, que desde hacía unos 20
años constituían en áreas de frontera apoyos estratégicos a las comunicaciones y consolidaban el
dominio territorial, a la vez que formaban núcleos de evidente progreso material.
En todos los proyectos discutidos y llevados a cabo en esta etapa, los gobiernos
provinciales entregarían la tierra gratuitamente, y habrían de construir la infraestructura de la
colonia. Para los empresarios, el negocia consista en la valorización de la tierra recibida, que
siempre era mucha más que la necesaria para poner en marcha los emprendimientos; y en el pago
estipulado par contrato de una parte de las cosechas, a fin de redimir los gastos adelantados a los
colonos en concepto de pasajes y manutención inicial. Los proyectos hacen incluso expresa
referencia a las ventajas de orden político, estratégico y militar que tendrá la colonización: tanta
para el resguardo de los puntos fronterizos como para el aumento poblacional, clave en la visión de
los caudillos de la época como base a largo plazo para el mantenimiento de ejércitos respetables.
Así, esas ventajas estratégicas no guardaban relación con las de orden práctico. Aisladas
entre vastos desiertos, las colonias agrícolas constituían un absurdo desperdicio de recursos: la
abundancia de mano de obra provista por las familias de los colonos, que era clave en la diferencia
de productividad con el entorno ganadero criollo, se perdía. irremediablemente por falta de
consumidores a quienes vender el amplio abanico de productos que era capaz de elaborar. Por otro
lado, se había creído ingenuamente que bastaría con instalar a los inmigrantes en esas tierras
vírgenes, y que estos obtendrían resultados solo con ponerse a trabajar tal como lo hacían en

122
Europa. En un contexto de aguda escasez de mano de obra, cualquier hombre más o menos apto
podía conseguir por su trabajo condiciones muy ventajosas, por lo que esas colonias aisladas y esas
pesadas deudas a redimir eran una fortísima tentación a la huida. Aun cuando la tierra se entregará
gratuitan1ente, era posible con poco dinero adquirir porciones similares mucha mejor situadas; la
escuálida demanda de un piquete de soldados, cuya paga llegaba muy tarde y a veces nunca, no
constituía, por otro lado, precisamente una media para lograr hacer fortuna.
De ese modo, no se trataba solo de la dificultad en las comunicaciones o la posibilidad de
invasiones indígenas; esa colonización, así planteada, era sencillamente inviable.
Mal que bien, los colonos formaban conjuntos de personas que, en sus pueblos de Europa,
contaban con un complejo y amplio abanico de bienes, instituciones y servidos, que iban desde
iglesia, escuela, club social, hospital, mercado, biblioteca, hasta un comité que organizara las fiestas
de carnaval o vigilara el cumplimiento de las normas de higiene. Trasladarlos a cuatro chozas
perdidas en media de un desierto equivalía a quitarles de improviso cosas que para ellos eran
fundamentales para el desempeño de la vida cotidiana, y que, por otra parte, constituían, si se
quiere, una porción necesaria de esos elementos de "civilizaci6n" que los pensadores de la época
querían difuminar par las pampas.

LA COLONIZACION AUTOCENTRADA (1857-1864)

La fundación de San Carlos, en Santa Fe, en 1858, con inmigrantes alemanes y suizos, y la
de San José, el año anterior en Entre Ríos, marcaron puntos de inflexión en el proceso. San Carlos
constituyó, por primera vez, un emprendimiento encarado por una empresa s6lidamente constituida,
con buen respaldo de capital, objetivos específicos limitados a la acci6n colonizadora y un muy alto
grado de compromiso en la gestión. El gobierno provincial fue liberado de tareas que era
improbable esperar que cumpliera; las cuales pasaron a formar parte de las correspondientes a la
empresa, mejor capacitada operativa y financieramente para llevarlas a cabo. Las obligaciones del
gobierno se limitaron entonces a entregar la tierra; la misma solo habría de ser destinada al proyecto
colonizador, no buscándose compensar los gastos del empresario con extensiones mayores.
Tampoco se la entregaría ya gratis a los colonos, lo cual marca que los costos y beneficias habían
sido medidos con más exactitud que antes, a fin de confirmar que el emprendimiento debía y podía
ser rentable por sí mismo, sin recursos adicionales para disminuir riesgos. Se eligió también un lote
en las cercanías relativas de la capital provincial, lo que culminaba de alejar el emprendimiento de
la colonizaci6n estratégica de áreas fronterizas.
Pero el cambio más importante estuvo en las formas de organización y gestión concretas del
proyecto: par vez primera, todos los preparativos necesarios se hicieron antes de la llegada de los
colonos; la administración se ocup6 de dirigir rígida y escrupulosamente los trabajos, llevando
diarios de los mismos, siguiendo la situaci6n familia por familia, elaborando censos peri6dicos e
intentando resolver los problemas que se presentaban. No solo se limita a distribuir semillas,
instrumentas de labranza y animales para esperar luego el resultado; par el contrario, se prestó
atenci6n a importantes aspectos sociales, coma el culto religioso, el establecimiento de escuelas o el
arden policial.
Sin embargo, aun cuando luego de las lógicas dificultades iniciales San Carlos logro
prosperar, la empresa de Beek y Herzog debió ser liquidada. Y, probablemente, San José hubiera
provocado también la quiebra de su desarrollador, si este no hubiera poseído la inmensa fortuna de
Justa José de Urquiza. Uno de los problemas principales al respecta fue que estas colonias había
sida pensadas todavía ante toda como núcleos de producción autocentrados, a fin de cubrir
principalmente las necesidades de subsistencia de cada grupo familiar. Las concesiones seguían
planificándose como granjas de estilo europeo, dedicadas a un abanico muy amplio de actividades
en una superficie relativamente pequefia.26 El mismo aislamiento tendía a reforzar ese esquema; a
tal punta, que incluso la circulación de dinero en efectivo fue en algunas colonias muy limitada en
este periodo, lo que a su vez resultaba potenciado porque aun las cuotas por la tierra debían
satisfacerse en especies. Solo en segundo lugar las colonias se orientaban a generar excedentes
comercializables, los cuales, por otra parte, apenas tenían como destina los exiguos mercados del
área.

123
Pronto resultó evidente que hacían falta áreas de pastaje para el ganado de los colonos, que
resultaba siempre una importante alterativa productiva, menas riesgosa y capaz de ofrecer ingresas
más regulares que la agricultura, necesaria, por lo tanto, para sostener las explotaciones hasta lograr
cosechas exitosas, y en toda casa, hasta afianzarlas. Esta retrasó el desarrollo de una agricultura a
mayor escala, desaprovechando algunas oportunidades comerciales.

EL COMIENZO DE LOS RECORRIDOS DIVERGENTES (1865-1871)

Hacia 1865 se abre una nueva etapa en el proceso de colonización. A partir de entonces
Santa Fe comenzara un recorrido cada vez más veloz que su vecina; aun cuando soportando
momentos de crisis, y con varias colonias fracasadas, el saldo de cada año siempre fue positivo,
agregando más y más hectáreas al inventario correspondiente. Entre Ríos, por el contrario, sufrió un
largo estancamiento.
Uno de los primeros indicios de esos movimientos divergentes lo marco la guerra del
Paraguay (1865-1870). La creación, de improviso, de una importante demanda de alimentas para los
ejércitos en marcha significo para las colonias no solo el afianzamiento, sino aun una vigorosa
prosperidad: pero mientras al inicio de la contienda el foco del conflicto se encontraba sobre el rio
Uruguay, a medida que los ejércitos aliados invadían el territorio paraguayo el eje del Paraná fue
convirtiéndose en la vía principal de tránsito, lo que beneficio en mayor medida a las colonias
santafesinas.

Santa Fe: vuelco hacia mercados ampliados

Esa rápida progresi6n santafesina fue ante todo una respuesta a la coyuntura. La
oportunidad ofrecida por la guerra del Paraguay mostr6 a colonos y empresarios las ventajas de
operar con mercados más grandes, aunque más lejanos. Constituyo a la vez una oportunidad de
acumular ganancias y desarrollar mecanismos de comercialización eficaces, los cuales serían luego
empleados en el ataque al principal mercado regional de alimentas, la ciudad de Buenos Aires. Allí,
no era menester tratar de diversificar los rubros producidos sino, por el contrario, apuntar a los que
ofrecieran mejor relación de casto/beneficia: los cereales, en ese aspecto, eran sin duda los mejor
posicionados.
En la gran ciudad de Buenos Aires, única plaza regional de importancia y paso previa al
mercado mundial, la demanda era mucha más selectiva que en los mercados provinciales; allí
convivían granos y harinas de ultramar, a menudo de alta calidad, con productos de la vieja
agricultura periurbana, largamente adaptados a las pautas del consuma de la urbe. Así, para las
colonias era imprescindible la generación de un capital la suficientemente significativo como para
encarar varias reformas en los procesos productivos, e incluso para hacer frente a los costos del
necesario periodo de ensayos, en el cual las ganancias no podrán estar aseguradas. En esos
transcurrirá casi toda la década de 1870-1880.

Entre Ríos: estancamiento y crisis

Esa poco brillante evolución se corresponde con un largo estancamiento en la fundación de


colonias: salvo las dos iniciales de Villa Urquiza y San José, no hubo hasta 1871 ninguna otra en
todo el territorio provincial. En esa evolución merecen destacarse algunos factores. El primera, el
escaso desarrollo entrerriano de los transportes modernos y las obras de infraestructura; el segundo,
el acusado proceso de valorización de la tierra debido al rápido aumento poblacional, al proceso de
regularización de títulos y a la inexistencia de una frontera a conquistar; el tercero, la alta
conflictividad del periodo. Entre 1870 y 1873 la provincia sufrió una dura guerra civil en la que sus
autoridades desaparecieron, el servicio público se vio completamente desquiciado y la percepción
de las contribuciones fue prácticamente abandonada.
Las consecuencias de esos procesos fueron un rápido aumento en los precios de la tierra,
que llegaron a triplicar a los santafesinos; y una acrecida presión fiscal, combinada con intentas de
cobrar arrendamiento a los ocupantes de tierras públicas, quienes se consideraban con pleno

124
derecho a ellas en función de los servicios militares prestados. Ello resultaba aún más antipático
ante las franquicias y exenciones de que gozaban los colonos extranjeros.

LA BUSQUEDA DE UN NUEVO EQUIUBRIO (1872-1879)

Hacia finales de la década de 1860 el modela de colonización encarado a mediados de la


anterior se había entonces largamente agotado, tanta en Santa Fe coma en Entre Ríos. Era evidente
la necesidad de una flexibilidad mayor en el otorgamiento de superficies, y se debía terminar con
las parcelas alargadas y sucesivas, una para cada familia.
Se pasó así a planificar colonias con parcelas de mayor tamaño, organizadas en grupos de
dos o de cuatro concesiones, con la posibilidad de que el colono que adquiriera una de ellas tuviera
reservadas por un tiempo las restantes del grupo, a fin de permitirle ampliar su escala productiva sin
exigirle una inversión inicial tan grande coma la que le hubiera significado el pago de las cuotas
correspondientes a la superficie completa.

Santa Fe: avances sobre tierras nuevas

En Santa Fe, por el contrario, el mismo recorrido expansivo del fenómeno fue mostrando
que el apoyo estatal podía limitarse a inocuas exenciones impositivas, sin necesidad de proveer
gratuitamente la tierra ni de embarcarse en complicadas garantías a la instalación de migrantes.
Estos ya no debían ser reclutados en Europa por el empresario colonizador; cada fundador de
colonias solo necesitaba anunciar su proyecto por los periódicos, y pronto obtenía respuestas de
interesados en instalarse allí. Para 1870, el flujo de inmigrantes espontáneos hacia áreas rurales
había adquirido en Argentina un volumen suficiente como para absorber la oferta de lotes, que
comenzó a crecer en forma exponencial.
Si bien el Estado nacional y los provinciales comienzan desde ahora a intentar organizar
parte del proceso, sobre todo fomentándolo en áreas marginales, a partir de inicios de la década de
1870 ya no se discute que el impulso fundamental de la colonización ha de provenir del capital
privado. La clave de la expansión, en este esquema, empezó a gravitar cada vez más sobre la oferta
de tierras, por lo que Santa Fe, que contaba aun con frontera abierta, busco expandir cada vez más
sobre ella la ola de la colonización. Esta circunstancia establecería diferencias fundamentales a la
hora de evaluar el proceso en la vecina Entre Ríos: allí, donde la frontera indígena había
desaparecido hacía mucho tiempo, y donde una población en acelerado crecimiento presionaba cada
vez más intensamente sobre la superficie disponible, solo se podía avanzar sobre tierras de
productividad decreciente, situadas al interior provincial, cada vez más lejos de las vías de
comunicación. Comenzó a producirse así un desplazamiento del eje de las inversiones hada Santa
Fe, en tanto allí el dinero rendía más.
No era rara la quiebra de grandes empresarios colonizadores, o que las colonias fundadas en
tierras demasiado alejadas o poco aptas para el cultiva debieran ser abandonadas. Así, es razonable
admitir que faltaría todavía bastante para que la rentabilidad esperada de esos negocias pudiera
aproximarse a la realidad. Pero de todos modos, para varias empresarios correr el riesgo por si solos
valía ahora evidentemente la pena: lo cual fue sin dudas parte fundamental del impulsa que
posteriormente habría de adquirir el fenómeno, y es una muestra de un cambio de actitud notable,
ligado a la confianza de haber resuelto por fin, con el acceso al mercado mundial y la expansión
sobre tierras nuevas, los problemas fundamentales de la economía de las colonias agrícolas: la baja
elasticidad de la demanda local o regional, y la relación de costa/ beneficia existente. Pero estas
comprobaciones llevaron a otra, también extremadamente importante: la colonización de áreas
periféricas nunca sería capaz de extenderse con rapidez si no se proveían medios de comunicación
mordernos. Esta se fue logrando, principalmente, con la expansión de las líneas férreas, y en parte
también con la mejora de caminos y puentes; pero, en los puntos concentradores, esta
infraestructura no hada sino aumentar aún más los precios de la tierra, que debían así ser
compensados con una competitividad creciente.

Entre Ríos: la construcción de puntos de apoyo

125
Y donde ese cambio cualitativo no había sida precedido por una inversión de capital
suficiente como para poner en marcha formas productivas más competitivas, las explotaciones
quedaban lógicamente fuera de mercarlo ante la concurrencia de la producción de las áreas de
frontera recientemente incorporadas. Eso es lo que ocurrió en Entre Ríos, donde en algunas zonas
nucleares el incrementa del precio de la tierra ofreci6 un porvenir más que frágil a una ganadería
todavía en buena parte tradicional, de rentabilidad decreciente y en manas de productores con
limitada capacidad de acumulación, que no podían encarar las inversiones necesarias para
modernizarla.
De este modo, mientras en Santa Fe los ferrocarriles se extendían por las áreas nuevas
recientemente conquistadas al indígena y reemplazaban las viejas rutas de tráfico con el interior, en
Entre Ríos la elite política provincial intentaba, mediante una intensa acci6n estatal encamada en los
municipios, ampliar e intensificar la producción agrícola en las áreas que circundaban antiguos
núcleos poblados.
De todos modos, aún no estaban dadas las condiciones para un despegue de la producción
agrícola especializada. Los motivas no solo se encontraban en el todavía incipiente avance del
proceso colonizador: la inseguridad de vida y bienes en el medio rural era aún muy alta, y los
extranjeros parecen haber sido blancos bastante frecuentes de la misma. Por la demás, la grave
crisis econ6mica de 1873-1876 afect6 la disponibilidad de capital y el nivel de consumo,
complicando asimismo la situaci6n política y fiscal.

LA GRAN EXPANSION Y EL ACCESO AL MERCADO MUNDIAL (1880-1888)

Durante la década de 1880 la expansión agrícola se volvió vertiginosa. La superficie


cultivada se multiplico y la fundación de pueblos y colonias pudo contarse por cientos. En esta
época adquirieron cada vez mayor visibilidad las grandes compañías de colonización, concentrando
a menudo una misma empresa la creación y organización de varias colonias.
Fue también durante este periodo que la producción agrícola moderna comenzó a
derramarse fuera del ámbito de las colonias. Luego de desalojar las importaciones de harinas en la
principal punta de consumo, la ciudad de Buenos Aires, la producción agrícola pampeana se orientó
cada vez más intensamente por los ritmos del mercado exterior. Perdió así, par primera vez en su
historia, su centra de gravedad local: ahora nacían y se ampliaban con rapidez enormes áreas
dedicadas a cultivas extensivos, crecientemente especializadas en torno a productos destinados en
su totalidad a la exportación.
Mientras la producción agrícola tradicional podía realizarse en pequeñas superficies dentro
de unidades mayores orientadas hacia una ganadería extensiva, en momentos en que el valor de la
tierra estaba determinado por la baja productividad de ambas actividades, las nuevas pautas de la
agricultura extensiva exigían superficies mayores dentro de unidades especializadas, en las cuales
pudieran amortizarse mejor los altos costos de la mano de obra y el usa de maquinarias, además de
que la misma demanda ampliada· por las posibilidades del mercado mundial autorizaban a extender
la escala productiva hasta donde los recursos, las fuerzas o el crédito del agricultor pudieran
desarrollarse.
Las pautas de la agricultura extensiva implicaban, como hemos dicho, un ahorro mayor, y
costos más competitivos, en la medida en que lograra aumentarse la escala operativa; para lo cual,
la compra de tierras aparecía como un factor poco racional en tanto podía invertirse más
productivamente el dinero arrendando una superficie mayor que la que hubiera podido comprarse
con el mismo.
Así se explican en buena parte varios de los fenómenos de la época, comunes además a
otras economías similares: por ejemplo, el aumento en la proporci6n de arrendatarios agrícolas, a
fin de aprovechar coyunturas de mercado favorables ampliando elásticamente la escala productiva
mediante el arriendo, y evitando al mismo tiempo la compra de tierras a fin de no distraer del
proceso productivo los ingentes capitales que este necesitaba; y no es casualidad que ocurriera
entonces algo muy similar en otras regiones de agricultura extensiva tan distantes como las praderas
australianas o las del oeste americano. O la difusión de técnicas predatorias del suelo ( wildcat), por

126
las que se reducían costos operativos y se intentaba aprovechar la demanda internacional y los
ciclos de buenos precios cultivando varios años seguidos el mismo cereal sobre la misma tierra, sin
atenci6n a formas más conservacionistas de explotación
Pero en Entre Ríos estas formas de tenencia más versátiles solo pudieron expandirse
limitadamente. Las consecuencias eran, primera, que la tierra era cedida en condiciones más
gravosas, y, segundo, que no existían grandes extensiones disponibles para el arriendo, redundando
en límites a la capacidad de los agricultores para ampliar su escala productiva, o incluso para
acumular capital.50 Por lo cual, los colonos trataban de arrendar o comprar tierras cercanas a las
que ya poseían, lo cual presionaba sobre la demanda en las áreas proporcionalmente más
colonizadas, aumentando aún más los precios.

UN BALANCE: EL PROCESO COLONIZADOR EN PERSPECTIVA

Los comerciantes de la dinámica ciudad de Rosario habían tenido un destacado papel en la


formación de colonias santafesinas; en Entre Ríos, a la inversa, solo existían centras urbanos de
importancia local, y no una gran urbe cosmopolita coma aquella. Se creaba así un circula vicioso,
donde la inversión resultaba insuficiente como para dinamizar la economía, y a su vez esta no
generaba las oportunidades necesarias para acumular recursos, ni podía atraerlos ofreciendo un más
competitivo precio de sus factores. El papel del impulsa estatal solo en parte logro mitigar esta
situación: hacia fines del siglo XIX, la provincia poseía una cantidad de colonias similar a la
santafesina, pero mucha menos dinámicas y mucha más pobres.
En este aspecto, y contra los postulados de la visión tradicional, los resultados aquí
expuestos sugieren que la innovación y la inversión en las explotaciones agrícolas no
necesariamente son funciones de una extensión menor ni de la tenencia de la tierra en propiedad,
pudiendo, por el contrario, presentar una relación inversa con ambos factores. Por otro lado, mas
allá de las limitaciones establecidas en Entre Ríos por una poco competitiva relación productividad
precios de la tierra, las etapas del proceso podrán incluir un periodo de arrendamiento coma parte de
estrategias de aprendizaje y acumulación de capital. También hemos mostrado cuan discutible ha
sido el papel asignado al Estado: coma hemos vista, este actuó en forma mucha más concreta y
especializada recién a partir de 1870 y no antes, y a fin de compensar las falencias de la acción
privada, pero sin poder reemplazarla. Es significativo que, en el proceso mismo de expansión
agrícola, ciertas regiones generaran condiciones de inversión más atractivas, lo cual, en un contexto
de carestía del capital, derivo en dificultades crecientes para otras que no podían ofrecer costos
similares.
En todo caso, esas distintas dinámicas se orientaban en una misma dirección, y no tengan
retorno posible. Puede decirse así que, hacia el ultimo lustra del siglo XIX, el clásico proceso de
colonización iniciado media centuria atrás había en buena parte concluido: las nuevas pautas del
desarrollo agrícola abarcaban ahora una variada gama de recursos, de las cuales la fundación de
colonias con el fin de entregar a plazos la tierra en propiedad era sin dudas una más. Más
importante aún, el derrame de la actividad hacia fuera de las colonias se había convertido ahora en
un hecho irreversible: si bien la colonización continuará teniendo parte significativa en el proceso
de expansión subsiguiente, el rubro agrícola poseía ya una dinámica propia, que iba mucha más allá
del ámbito de la colonización tradicional. No se trataba solo del reemplazo ocasional de la venta de
tierras por su arrendamiento: lo realmente notable era la incorporación creciente de agricultura en
establecimientos mixtos, y más aún su desarrollo autónomo en grandes explotaciones.

Cortes Conde, Problemas del crecimiento industrial de la argentina (1870-1914)

UN CICLO DE EXPANSION
Con la organización nacional empezó un ciclo que se caracterizó por la rápida expansión de
la economía y que -salvo las crisis de 1874 y 1890- continuo hasta la primera guerra mundial.
Cuando se produjo la estructuración de un mercado a través del Atlántico la Argentina era
una de las regiones nuevas en mejores condiciones de convertirse en País receptor.

127
Y lo era porque, de algún modo, ya se habían dado ciertas condiciones para hacerlo
especialmente apto a la nueva estructura del comercio internacional.
Entre otras, anotamos las siguientes:
1° Una organización política más o menos estable y la existencia de un sistema jurídico que
ofreciera seguridad y garantías a las vidas e inversiones de los extranjeros.5 Con Mitre se dieron las
bases de un estado nacional que quedaría definitivamente organizado durante la época de Roca. Por
otra parte, los ferrocarriles tuvieron una activa participación en la estructuración de un mercado que
correspondiera a un estado nacional. Más que el ejército de línea fueron las locomotoras que
cruzaron el desierto las que terminaron con los últimos caudillos y barreras provinciales. Finalmente
se creó un Poder Judicial Nacional y una legislación para todo el país.
2° Facilidad para las inversiones, no limitación a las remesas, alta rentabilidad del capital.
Los inversores extranjeros encontraron una seria disposición en los círculos gobernantes
nativos para dar las seguridades necesarias a sus capitales.
Los capitales extranjeros -los británicos a principio de siglo constituyeron el 81 % del total
de estos- se colocaron preferentemente en créditos para el sector gubernamental, en empresas
ferroviarias o en negocios de tierras francamente especulativos, obteniendo beneficios considerables
3° Tuvo al mismo tiempo abundantes recursos naturales y se caracterizó por ser una región
excepcionalmente apta para la explotación agropecuaria. Durante ainos los cónsules y viajeros
ingleses se ocuparon de advertir a sus connacionales de ello.
A estas tierras llegan importantes corrientes de capital y mano de obra extranjera mientras
que el intercambio se aceleró en proporciones que guardan una curiosa correlacion.11 Los capitales
llegaron principalmente del Reino Unido mientras que de Europa meridional y luego oriental
arribaron poderosas masas de población.
A este aumento de las inversiones extranjeras correspondió también un aumento de la
actividad económica.
Contemporáneamente y en la medida en que se dieron las circunstancias señaladas, se
desarrollaron también nuevas actividades industriales.
En la Capital Federal, en los años que van de 1855 al segundo Censo Nacional de 1895, se
multiplicaron siete veces los establecimientos industriales, aumentando considerablemente sus
capitales y su fuerza motriz.
Sin embargo, en la medida en que el crecimiento fue inducido, las posibilidades de su
desarrollo estuvieron limitadas:
1) Porque al tratarse de una coyuntura industrial importada (impulsada por las corrientes de
capital de los países acreedores y la intensificación del intercambio sobre la base de la
especialización agropecuaria) estuvo condicionada:
a) Por los movimientos de capital que respondieron a las fluctuaciones cíclicas del país
acreedor o a las relaciones internacionales de precios.
b) Porque la demanda de los productos alimenticios, tras un primer periodo de rápido
incremento de la población y elevación de los ingresos desde niveles muy bajos, no aument6 en la
misma proporción que la de los productos manufacturados.
2) Por otra parte el esquema, en tanto sostenía la especializaci6n
agropecuaria, determino la falta de una asignación suficiente al sector de las industrias. La
oferta de capitales fue sustancialmente al sector de las exportaciones (agropecuario) cuando no a
créditos al estado o a inversiones en ferrocarriles o, finalmente, a la especulación con tierras.
En realidad, la industria apareció, en cierto modo, como una prolongación de la actividad
agropecuaria principal. Y, precisamente, fue este tipo de actividad (saladeros, frigoríficos, molinos
de harina, fábricas de vino) el que tuvo fuertes capitales. En cambio, la mayor parte de los
establecimientos censados fueron pequeños talleres que sufrían una aguda escasez de capitales.
En consecuencia, el estado tampoco ayudó al crecimiento de las manufacturas con una
adecuada política bancaria.
Los industriales que reclamaron de las autoridades una política crediticia más favorable,
más de una vez y con no muy alentadores resultados, trataron de fundar un Banco de promoción
industrial.
Los Bancos privados, en su mayoría extranjeros, aparecen tempranamente en el país. El
Banco de Londres y América del Sud fue fundado en 1862, el Banco de Italia y Rio de la Plata en

128
1872, el Nuevo Banco Italiano en 1887. Se dedicaron principalmente a las inversiones de sus
connacionales cuando no a financiar las importaciones o se ocuparon del envió de fondos de los
inmigrantes a sus países de origen que por aquellos años adquirieron importantes proporciones.
La subsistencia de patrones de prestigio y poder basados en la propiedad de la tierra influyo
también:
1. Sobre las decisiones de inversión
2. Sobre la dependencia del comercio exterior aumentando la presión importadora
en cuanto nuestros exportadores tenían conciencia clara de que era necesario
comprar para poder vender.
3. Sobre la distribución del excedente generado por la expansión, que quedo en su
mayor parte en manos de los sectores agropecuarios. Los propietarios de tierras
resultaron altamente beneficiados con el auge económico en la medida en que
sus campos y haciendas multiplicaron su valor.
La estructura agropecuaria presiono entonces de modo de:
1. Mantener bajos los niveles de importación de bienes de capital para la producción de
manufacturas en el país.
2. Sostener una elevada importación de bienes de consumo que, en el caso de existir en el
país industrias con capacidad para producirlos, competían de modo desfavorable.
De ese modo la industria vio trabadas las posibilidades de su desarrollo. A todo ello se
agregaron:
1. Las liberalidades aduaneras: La política oficial en materia de aduanas cuando
no fue puramente fiscalista sostuvo un "proteccionismo al rev6s" gravando más
a la importacion de materia prima necesaria para fabricar el producto en el país,
que al artículo terminado.
2. El apoyo oficial: el "proteccionismo al revés" no solo se manifestó en el
notorio disfavor de las instituciones oficiales de crédito. Cuando el estado fue
consumidor también dio preferencia al producto importado.
3. Las pautas de consumo de la enorme masa de inmigrantes de origen europeo:
No solamente la "elite" tradicional, por razones de prestigio, puso su mirada en
Europa.
4. Un sistema de comercialización y créditos que facilitaba la introducción de las
importaciones que la produccion local, por su misma escasez de capitales,
estaba en la imposibilidad de suministrar.
5. La falta de un grupo dinámico, con suficiente poder, que tomara en sus manos
la direcci6n del proceso industrial. Salvo casos aislados de algunas personas
que tuvieron activa participación en el desarrollo de la Unión Industrial
Argentina como el de Cambaceres, Segui y otros, en su mayoría no percibieron
las dimensiones del problema de la industrialización -que finalmente era un
problema de cambio de estructuras- sino que se limitaron a reclamar alguna
ayuda aislada al gobierno.
Esto tiene que ver sin duda con:
1. El hecho de que las actividades industriales más importantes estuvieran
vinculadas a las explotaciones tradicionales agropecuarias. En esa medida
los intereses de ambos grupos, en vez de contraponerse, se confundían.
2. El que en las otras industrias se tratase de numerosos establecimientos,
pero de muy escasos capitales, prácticamente pequeños talleres donde
trabajaba el patrón, cuando no solo con uno o dos operarios. Esto
condicionaba su aislamiento y la percepción real de su falta de poder.
3. La gran cantidad de extranjeros entre los industriales: que al determinar su
no participación en la vida política del país los mantenía alejados de l.as
esferas del poder.

EL SURGIMIENTO DE LAS MANUFACTURAS

129
La existencia de una demanda suficiente, es decir la ampliaci6n de los mercados de un nivel
local o regional a un nivel nacional, es una condición necesaria para el desarrollo de las industrias.
Las manufacturas surgieron en la Argentina con la ampliación del mercado resultante de:
1. La organizaci6n del estado nacional que al concluir con las múltiples barreras. tasas y
derechos provinciales, rompió un secular aislamiento geográfico y político y permiti6 la
estructuración de un mercado nacional que reemplazo a los limitados mercados locales
o regionales.
2. El crecimiento demográfico: resultado, en gran medida, de los grandes saldos
inmigratorios. Cuando empezó el periodo que estudiamos, la Argentina no era un país
de alto potencial demográfico. Las características de la explotación ganadera
determinaron, especialmente en el litoral, una sociedad pastoril con un notable vacío
demográfico.
3. El desarrollo urbano: el crecimiento urbano alcanzo su máxima intensidad entre los
años 1895 y 1914.
4. La extensi6n de la red ferroviaria: que al reducir el costo del transporte permiti6 la
formaci6n del mercado al nivel nacional. En algunos casos, sin embargo, el desarrollo
de algunas industrias del interior, estuvo prácticamente determinado por la llegada del
ferrocarril (azúcar en Tucumán y vino en Mendoza).
5. La apertura de un mercado de ultramar para las industrias de alguna. elaboración de los
productos de exportaci6n: especialmente en el caso de los frigoríficos y, en alguna
medida, en los molinos de harina. Las cifras de comercio exterior dan un índice más
que evidente de su importancia.
La mayor cantidad de establecimientos se encuentran en los rubros vestido y tocador,
mientras que la mayor cantidad de capitales estaban invertidos en alimentación, construcción,
vestido y tocador, y metalurgia y anexos. Pero el Censo no incluyo en estas categorías otras muy
importantes que fueron relevadas en boletines especiales: molinos e industrias harineras, fábricas de
vino de uva, ingenios azucareros, destilerías y fábricas de alcoholes, fábricas de cerveza, saladeros,
fábricas de gas, usinas de luz eléctrica.
Los establecimientos destinados a proveer el vestido y tocador son todavía tributarios en
gran parte de las industrias europeas: cierto es que se fabrican ya casi todos los objetos necesarios
para el vestido, pero también lo es, que las telas y demás accesorios son por lo general importados."
41 Señalo luego que no ocurrió lo mismo con el calzado que utilizaba la materia prima nacional.
Refiriéndose a algunas debilidades del proceso afirma que no hay en explotación minas de carbón,
hierro, cobre y demás metales industriales "aunque teniendo mil leguas de montañas colosales, se
sabe que todo eso abunda en el país". "El descubrimiento y la explotación en gran escala -decía-
será la tarea del porvenir." Refiriéndose a las industrias metalúrgicas indicaba que se reducían
solamente a la existencia de establecimientos en que funden y transforman los metales que vienen
del extranjero. "Así las tres cuartas partes de los establecimientos de este ramo que aparecen en el
Censo son herrerías y hojalaterías distribuidas en todo el país para llenar las necesidades de la vida
diaria pero que no pueden contarse como productoras de valores exportables."
Los productos químicos se encontraban en condiciones similares siendo las más
importantes las fábricas en que se utilizaban productos del país: jabones, grasas, bujías. Finalmente
–anoto Carrasco- las artes gráficas entre las que se encuentran las tipografías, litografías, y
establecimientos fotográficos estaban muy adelantadas. En 1914 la situación de las industrias
evidencio notorios progresos. "El Tercer Censo Nacional -dijo el Ing. Eusebio García puso de
manifiesto que, en el periodo de 20 años transcurridos desde el anterior Censo de 1895, la
Republica entro con éxito a desarrollar sus industrias extractivas y manufactureras.
"El Tercer Censo Nacional -dijo Eusebio E. García- ensena que las industrias que se habían
aglomerado hasta el 81 % en el litoral del país, han empezado a difundirse en el interior, el que
posee ahora el 30 % de los establecimientos industriales existentes".
Utilizando como indicadores la proporci6n de capitales en establecimientos extractivos,
manufactureros, no fabriles y servicios públicos en cada uno de los grupos hemos construido las
siguientes categorías:
1. Industrias que se caracterizan por ser fundamentalmente
extractivas:

130
% establecimientos. % del rubro s/tot cap. indust
1. Alimentaci6n ............................. 85 % 42,7 %
1. Alimentación ............................. 55 % 12,1 %
2. Industrias que se caracterizan por ser fundamentalmente
manufactureras:
1. Muebles, rodados y anexos ............... 98,3 % 3,5 %
2. Productos químicos ..................... 96,2 % 2,2 %
3. Fibras, hilados, tejidos ........ ............ 89,3 % 2,2 %
4. metalurgia .............................. 71,8 % 6 %
3. Industrias que se caracterizan por ser fundamentalmente no
fabriles:
1. Artes gráficas ........... .. 95 % 1,8 %
2. Artisticas y de ornato .................... 71,5 % 0,8 %
3. Vestido y tocador ........................ 56,5 % 5,6 %
4. Industrias que se caracterizan por dedicarse fundamentalmente
a servicios públicos:
1. Varias industrias (usinas de gas, alumbrado,
elevadores y depósitos de gas) .............. 77 % 23,4%

Localización de las industrias: Las industrias se radicaron principalmente en la zona litoral


y, salvo algunos casos, tendieron a disminuir en proporci6n inversa a su distancia del puerto de
Buenos Aires. Este fenómeno está directamente relacionado con las necesidades de combustible. La
dependencia del carbón significa también -cuando dicho material no se extrae en el mismo país la
dependencia del puerto de importacion.44 Por otra parte, mientras las industrias de la zona litoral se
abastecían principalmente de carbón, las del interior usaban aun, en gran medida, lefia

RESUMEN

En este trabajo el autor considera algunas de las características del proceso de crecimiento
industrial en el ciclo que empieza con la organización nacional y concluye con la primera guerra.
Lo vincula especialmente a las características de la coyuntura que estuvieron fuertemente marcadas
por la expansión del comercio internacional requerido por las necesidades de desarrollo de los
países ya industrializados. A ello atribuye una de las debilidades del proceso, ya que si fueron la
misma expansi6n, las nuevas corrientes de poblaci6n, la urbanización y la formaciones un mercado
nacional (en el que tuvo papel principal el desarrollo de la red ferroviaria) los requisitos del
establecimiento de las nuevas industrias, esas características de la coyuntura en la medida en que
fomentaron la especializaci6n y la divisi6n internacional del trabajo fueron, por diversas
circunstancias, un serio obstáculo en el proceso de industrializaci6n en la Argentina, país que se
entendía debía especializarse. en la producci6n de artículos para la alimentación. A trav6s del
artículo el autor suministra una serie de datos que, de algún modo, tratan de verificar su hipótesis.

CORTES CONDE, Roberto, Dinero, deuda y crisis


Capítulo VI: la crisis de 1890
La expansión monetaria de la década de 1880
Entre los tantos hechos sorprendentes de la década, se cuenta el aumento descomunal de la
emisión, atribuibles, según los contemporáneos, a los desmedidos gastos de una administración
irresponsable.
Los resultados de nuestra investigación confirman que efectivamente hubo una expansión
enorme de dinero. La oferta monetaria alcanzó un 27% anual, ritmo mayor al del crecimiento de la
economía, que podría haber alcanzado un 10% anual.

131
De la investigación que realizamos se concluye que el crecimiento del dinero no fue
seguido por uno similar de los precios, lo que parecería contradecir el que fuesen años de gran
inflación.

Los estudios sobre el tema


En la memoria presentada por el ministro de hacienda al Congreso en 1891, Vicente Fidel
López, dijo que los problemas que debía afrontar la administración eran dos: 1) la falta de rentas del
gobierno, 2) la insolvencia del Banco nacional. López que se opuso a recurrir a la emisión dijo que
la crisis era triple producida por: a) las faltas de encaje en el banco nacional y en el banco
hipotecario, b) la insolvencia de la municipalidad de Buenos Aires, c) el peso de la deuda externa.
Un año después, otro ministro de hacienda, Emilio Hansen decía que el estallido de la crisis
se debía a 1) el fracaso de las medidas tendientes a evitar la depreciación del peso, 2) la necesitas de
empréstitos cuando había caído el crédito argentino en el exterior, y 3) la salida de capitales.
En este trabajo llegamos a la conclusión de que la depreciación, y su inversa alza de
precios, y las circunstancias que llevaron a la crisis de 1890 tuvieron sus causas en factores
monetarios.
Como la Argentina mantuvo desde 1885 un régimen de incoversion, uno debiera esperar
que fenómenos monetarios como el aumento de la emisión provocaran una depreciación del cambio
y el aumento de los precios.
La intervención en el mercado de cambios mantuvo sobrevaluado el peso y evitó el alza de
precios. Se trabajó, en cambio, en la pérdida de reservas, salida de oro.
La enorme expansión de la Base monetaria (emisión) y el voluminoso déficit fiscal crearon
expectativas de que el gobierno no podría sostener indefinidamente un tipo de cambio bajo. Ello
llevó al público a cambiar a activos monetarios domésticos por otros externos.
Fue la salida del oro lo que produjo el saldo negativo en la cuenta de capital. En esas
condiciones cualquier entrada de capitales (nuevos préstamos de exterior) hubiera vuelto a salir para
la compra de activos externos.
El régimen fiscal: los ingresos y el tipo de cambio
En 1881 se estableció, por primera vez, una unidad monetaria nacional, el peso moneda
nacional oro.
El artículo 8 de la ley dispuso que las oficinas públicas solo aceptarían pagos expresados en
moneda nacional. Cuando en 1885 se suspendió la convertibilidad, los billetes en pesos moneda
nacional comenzaron a despreciarse, pero el gobierno continuó aceptándolos por su valor escrito.
La ley de creación de Bancos Garantidos de 1887 dispuso que los billetes, que no eran convertibles,
tendrían curso legal y debían aceptarse por su valor escrito. Para compensar la pérdida de ingresos
debida a la depreciación se estableció un impuesto adicional a las importaciones, que, sin embargo,
no fue suficiente. La erosión de los ingresos fue el factor de mayor peso en los desequilibrios
fiscales en los últimos años de la década.
El intento de sostener el tipo de cambio tuvo un efecto ruinoso en las reservas del Banco
Nacional. Mientras, trataba de mantener el tipo de cambio vendiendo oro, el público advertía que se
agotaban las reservas. Ante ello optaba por sustituir sus activos monetarios domésticos por externos
y depositaban en el exterior.
Los bancos garantidos tuvieron como objetivo reunir en la tesorería nacional el oro de todos
los bancos.
El disponerse en 1885 el curso forzoso, los servicios de deuda interna de los fondos
públicos de 1863 y 1876 se continuaron pagando con moneda despreciada, lo que produjo una
airada y enérgica reacción de sus tenedores. Como el gobierno buscaba obtener oro en el mercado
finalmente convirtió la mayor parte de la deuda interna en externa.
Mientras el gobierno trató de sostener el tipo de cambio no hizo nada por detener el gasto
público ni la emisión monetario que había alcanzado magnitudes enormes. Esta situación solo podía
durar el tiempo que tardasen en agotarse las reservas, que es lo que, en 1890, efectivamente ocurrió.

132
La proporción mayor del consumo de manufacturas se importaba; la demanda argentina era
muy pequeña en relación a la oferta mundial de manufacturas, la que era totalmente elásticas a su
demanda. Luego tampoco las variaciones en el dinero y en el gasto doméstico tenían efecto sobre
los precios. Había otros bienes no comerciales, particularmente la tierra urbana y rural. Allí todo
aumento del dinero y del gasto afectaba los precios.

CORTES CONDE, Roberto, “La economía argentina en el largo plazo”


Capítulo VI: las razones del fracaso del gold standars en argentina, 1867-1899
Si la cantidad de dinero dependía de los saldos con las transacciones con el exterior, y estos
de la evolución de la demanda mundial de mercancías y de flujos de capital, en los periodos del
Boom la oferta monetaria se sobre expandía mientras que cuando bajaban los precios de las
exportaciones se producía una contracción monetaria, con los consiguientes efectos negativos sobre
el ingreso y el empleo. Se puntualizaba que las reglas del Gold Standard no permitían a los
gobiernos implementar políticas anti cíclicas.
Afectados por una supuesta tendencia secular desfavorable los países exportadores
primarios se verían obligados a aceptar medidas deflacionistas para bajar los costos (salarios) y
poder competir en los mercados internacionales.
Mientras que, en países como Gran Bretaña, el Banco de Inglaterra podía subir el tipo de
interés cuando se producía una salida de reservas; en el caso de los países periféricos, la suba de la
tasa de interés no tenía el mismo efecto para atraer capitales.
A esta altura debemos aclarar que aquí no nos referimos al patrón oro moneda, sino a un
patrón mixto en que circulan monedas metálicas (oro y plata) y moneda fiduciaria (billetes)
convertibles a una relación fija con el oro.
También sostuvo que los países periféricos, por razones estructurales, tuvieron
habitualmente balances de pago negativos. Ello se reflejó en una fuerte demanda de oro (divisas) e
hizo que les fuera imposible sostener la convertibilidad.
Un desequilibrio podía ser compensando con un aumento de las exportaciones o por la
redacción de importaciones.
II. ¿Cuáles eran entonces las ventajas del patrón oro? En principio, la estabilidad de los
precios. Con precios domésticos alineados con el mundo se favorecía la especialización
internacional y no se ponían barreras al comercio, lo que se aplicaba también a los flujos de
capitales.
No cabe duda de que la aplicación de las reglas de cambio fijo importaba aceptar costos
como los de la deflación, y deja a los gobiernos sin poder gravar los activos monetarios (impuesto
inflacionario). También es cierto, no ofrecen garantías de que los gobiernos o la autoridad
monetaria, no apelen al recurso de la emisión inflacionaria. Así mismo los gobiernos que defraudan
al público, se verán luego obligados a pagar tasas de interés mucho más altas, cuando necesiten
crédito.
En 1883 se puso en vigencia la disposición de la ley de 1881 que obligaba a los bancos de
emisión a cambiar la denominación de sus billetes en la nueva unidad, pesos oro, los que serían
convertibles. La ley sin embargo no estableció ninguna disposición acerca del monto de reservas
que los bancos debían tener para emitir.
En 1885 volvió a suspenderse la convertibilidad, que se mantuvo hasta 1899. Por esto se
habla del fracaso del patrón oro.
III. Los puntos del debate sobre las desventajas del patrón oro en la argentina:
1. Se sostuvo que, en una economía muy pendiente del sector, cualquier reversión de los
saldos positivos en el balance de pagos se reflejaría en una salida de reservas y por ello
en una presión sobre el mercado de cambios que haría insostenible y la convertibilidad.
En uno casos son obligaciones liquidas y exigibles en oro (o en moneda extranjera), la
deuda pública y quizás alguna deuda financiera privada a las garantías ferroviarias. En
definitiva, la deuda que importa por su incidencia en el mercado de cambios es la deuda
financiera.

133
2. Se dice que el balance de pagos fue también negativo debido a la fuga de capitales. Sin
embargo, no se tuvo en cuenta que era salida se compensaría con créditos que los
residentes adquirieron en el exterior.
3. Para países exportadores primarios supuestamente afectados por una tendencia secular
negativa de los términos de intercambio, la adhesión a un tipo de cambio fijo les
impediría devaluar y los forzaría a una reducción de costos (deflación). Aquí hay un
error. La entrada a los mercados de la producción de un país con abundantes recursos
naturales resultó en una baja de sus precios, pero debido a la alta relación recursos
naturales/trabajo fue compensada por una mayor productividad. Así una baja de precios
no necesariamente resultó en una baja de ingresos.
4. Los mecanismos de ajuste. Aunque el aumento del precio del oro influye en el de las
exportaciones, y la depreciación y la caída del ingreso en la reducción de las
importaciones; el ajuste del balance de pagos que se produjo con la crisis del 90 fue el
resultado principalmente de la restauración del equilibrio en el mercado del dinero. No
solo por la depreciación real del dinero, sino porque al producirse la cesación de pagos,
en la mayoría de los bancos los deposito no pudieran utilizarse como medio de pago y
se produjo una enorme contracción de la oferta monetaria.
5. Las explicaciones institucionales. Es cierto que en la argentina del sistema institucional
era bastante precario en las primeras décadas de la organización nacional. Ello podría
explicar algunos de las razones de las dificultades por mantenerse dentro del gold
standard, no de las ventajas de un sistema discrecional alternativo que precisamente,
conspiraba contra la existencia de un sistema financiero eficiente y lo hacía todavía más
precaria.
6. El argumento de mayor peso sobre las desventajas del patrón oro fue el de su excesiva
rigidez frente a condiciones externas desfavorables en economías muy abiertas y con
estructuras poco diversificadas. A ello debe agregarse actividades domésticas como el
gobierno, las obras publicas y las industrias dependencia en gran medida de las
importaciones.
El problema, entonces, no es su al someterse a reglas fijas un país queda expuesto a
socks externos, sino si el uso de la discrecionalidad, en el largo plazo, puede tener
efectos más negativos sobre los precios, la tasa de interés, la inversión y el crecimiento.
7. Se ha sostenido que baja el gold estándard los precios domésticos convergen con los
internacionales. Hemos comprobado que, en la argentina, bajo un sistema de flotación
(inconvertibilidad), las tasas de variaciones de precios en la argentina diferían
notablemente de las internacionales y que, en cambio, bajo un régimen de patrón oro
las variaciones de precios domésticos convergían con los internacionales.
8. En relación con los efectos expansivos o contractivos de los periódicos de aumento o
disminución de exportaciones debe advertirse que una expansión inusual de las
exportaciones no necesariamente debe reflejarse en otra de dinero y por consiguiente,
en el alza de los precios domésticos. En una economía abierta, si la oferta domestica de
bienes es inelástica el excedente de dinero se dirigiría a importaciones.

134
Unidad 6: secularización y progreso
Auza, Nestor, católicos y liberales en la generación del ochenta

Capítulo I: Las Fuerzas en juego

La denominación de generación del ochenta, hoy unánimemente admitida y que nosotros


usamos, comprende aquel conjunto de hombres que se iniciaron en la vida pública a partir del año
1870 y que al producirse la capitalización de Buenos Aires actuaban como autores y actores de tan
magno acontecimiento nacional. Todos se hallaban en la madurez de sus vidas y ocupaban altas
posiciones en la política, en la catedra y en el periodismo.
La generación del ochenta se caracterizó por dos orientaciones, dos corrientes distintas y
dispares: la liberal, por un lado, y la católica por otro. Los distintos planteamientos que ambas
postularon concluyeron por poner frente a frente a los hombres de esa generación. Ese
enfrentamiento sería una pequeña acción en la gran batalla que simultáneamente libraban en el
mundo las fuerzas católicas y liberales. Piénsese que la cultura europea de esos años se hallaba
hondamente trabajada por las tendencias racionalistas, empiristas, positivistas y evolucionistas, en
franca lucha con la concepción cristiana del hombre y del mundo. Sin embargo, no hay que creer
que la batalla se dio por razones exclusivamente religiosas y que los católicos de esa generación
fueron reaccionarios a planteos que sólo innovaban objetivos de tipo religioso. Esos católicos de la
generación del ochenta fueron auténticos demócratas republicanos que combatieron las
defraudaciones del oficialismo dominante, propusieron una orientación principista en política, en
tanto enfrentaban al liberalismo que, adueñándose de los resortes del poder, imponía su
programa desde el gobierno.
Por sobre las diferencias ideológicas, los hombres que militaban en cualquiera de dos
corrientes de esa generación, tenían una similitud. Ambos constituían una elite selecta y escogida
formada a la sombra de las universidades y animada de una probada vocación patriótica. Ambas,
en cierta manera, se hallaban distanciadas de las grandes masas de población, que apenas
percibían sus inquietudes. Había aquí en cambio una esencial diferencia: mientras los
planteamientos de los católicos respondían a la realidad mental y social del país, los
planteamientos liberales se hallaban fundados en premisas alejadas de esa realidad.
Ante todo, hay que destacar que el catolicismo tenia, ciertamente, características
aristocráticas y conservadoras en las clases altas, inclinadas naturalmente hacia las grandes
ceremonias y funciones vistosas, mientras las masas de los fieles solo poseían un sentimiento
católico, sincero, pero carente de ilustración. La falta de clero era grave; constituía la verdadera
causa, por un lado, de la ausencia de una positiva tarea evangelizadora sobre el pueblo, y por otro,
de la omisión de formar un laicado serio, solido e ilustrado. Más aún no existía, prácticamente,
una labor de laicos católicos, los cuales se reducían a vivir los principios de su fe en el refugio del
hogar, proyectándolos exclusivamente sobre su conducta particular.
Volviendo al clero hay que destacar que las vocaciones sacerdotales eran escasas, y
provenían, en su mayor parte, de las clases pobres y poco ilustradas, contrariamente a lo que
ocurría en la época colonial, cuando las vocaciones religiosas eran consideradas como un honor y
un mérito exclusivo de las clases pudientes y aristocráticas. Otros factores obraban en contra de
la tarea docente de la iglesia, tales como las distancias, la desproporción de los núcleos poblados,
las labores misionales y aun las responsabilidades civiles que asumía (registros parroquiales con
valor civil).
Con referencia a la influencia cultural del clero es oportuno citar un juicio formulado por
un católico eminente, que no puede ser tachado de tendencioso. Se trata de la opinión del Dr.
Pedro Goyena: “La política militante absorbe la atención de nuestros escritores; y el clero además,

135
no descuella en la actualidad por las altas dotes de la ilustración a que debió mucha parte de su
influencia en épocas anteriores. Su vida se deslizó en los claustros y en los templos, sin
manifestaciones que despierten la curiosidad y atrigan la mirada de las gentes envueltas en la
oleada de los negocios del mundo”.
Hay otro aspecto del catolicismo que merece mencionarse, pues recibirá un duro golpe en
el decenio que va de 1880 a 1890. Nos referimos a las relaciones entre la iglesia y el Estado.
Respondían estas al clásico modus vivendi, ya que las tentativas para celebrar un concordato
habían fracasado, sin que al respecto se hubiera cumplido la expresa disposición de la
constitución. De tal modo que se hallaban libradas a la mutua y leal convivencia de las partes. Un
indicio de la delicada situación al respecto la tenemos mencionada en la mencionada memoria del
Ministro de Culto del año 1877, Dr. Onésimo Leguizamón: “Para deslindar bien ambos hechos
(patronato y los beneficios eclesiásticos) y muchos otros de análogo carácter es indudable que
convendría celebrar un concordato con la Santa sede o dictar leyes calcadas sobre bases claras. Sin
esto los términos de separación entre la iglesia y el gobierno civil quedan siempre oscuros,
viviendo en una calma, más aparente que real, solo porque hay sobrada prudencia, tanto por
parte del gobierno como de parte de los prelados.
La descripción del medio religioso quedaría incompleta si no hiciéramos algunas rápidas
referencias al clima anticristiano que se vivía en los años precedentes a 1880. Se hallaba
favorecido por ciertos cenáculos reducidos o periódicos informativos e ilustrados, que explotaban
sus intenciones con relativo éxito.
Otra manifestación de ese espíritu se hallaba en el uso de los trajes religiosos en las fiestas
carnavalescas, la animosidad de los cenáculos intelectuales contra las órdenes religiosas, las
tentativas de los gobiernos provinciales de apropiación o expropiación de bienes eclesiásticos. Con
respecto a esto último el ejemplo del gobernador de Santa Fe, don Nicasio Oroño, con su
programa de secularización de cementerios, ley de matrimonio civil y tentativa de supresión del
convento de San Lorenzo para crear una escuela de agronomía.
Del seno del catolicismo surgieron un conjunto de figuras que integraron el núcleo católico
de la generación del ochenta. Ese núcleo estaba formado por hombres de Buenos Aires y del
interior. Casi todos ocuparían altas posiciones en la política y la literatura.
Los hombres que comenzaron su acción pública antes de 1880 venían hondamente
trabajados por el doctrinamiento liberal europeo, ya ampliamente difundido en el país. Ese
liberalismo carecía de ideas originales y propias; vivía de las ideas exportadas y maduradas en
otros países. Buscando las características del llamado liberalismo argentino, a lo sumo se podría
identificar como tal un movimiento de alejamiento de la iglesia, que se fue realizando lentamente
desde el periodo colonial, ayudado día a día por la difusión de las nuevas ideas filosóficas y
políticas europeas.
La preeminencia del liberalismo argentino se inició a partir de 1880, favorecido por la
nueva situación existente en el país.
Los representantes liberales de esa generación sufrieron el mismo fenómeno de
fragmentación mental que los católicos, como que eran hijos del mismo clima. No todos eran
descreídos, salvo alguno como Wilde. Muchos poseían un deísmo difuso como se puede
comprobar leyendo las páginas de Mansilla y Cané. Casi todos habían recibido cierta instrucción
católica, que no logró penetrar en sus vidas. El liberalismo tuvo en sus filas a la mayoría de los
hombres públicos que rigieron el país, formados en la escuela positivista y práctica de la política.
Ese afán de labrar el país los llevó a soñar con el mito de poblar y mirar a Europa con ojos
deslumbrados.

136
Desde caseros en adelante, la masonería venia actuando con eficacia logrando orientar
personas y acontecimientos y obteniendo, lentamente, el apoyo de algunas figuras conocidas
como Derqui y Urquiza.
Durante la presidencia de Roca las logias porteñas tuvieron una actuación vasta y activa.
Sus trabajos estaban dirigidos a sostener y apoyar al gobierno y a los elementos liberales del
mismo. Cuando se produjo el distanciamiento de los católicos de la política del Presidente, se
inició inmediatamente una labor de acercamiento al gobierno de los hombres de la masonería.
Una vez que el doctor Wilde se instaló en el Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción pública, se
desató la lucha que estudiaremos.
El liberalismo argentino, como se ha visto, no poseía una organización y ni siquiera
consistía en un conjunto de ideas que contaran con el calor popular. Las logias, en tal
eventualidad, ofrecían al liberalismo una base rígida y organizada de sustentación.
La inmigración fue un factor importante en los sucesos que estudiamos, pero hay que
distinguir entre la inmigración que se radicó en la campaña o en las colonias y la que se instaló en
la ciudad Capital y en alginas ciudades del interior. La primera no jugó ningún rol importante en los
acontecimientos ya que sus integrantes vivieron dedicados a su trabajo y alejados de las
atracciones y solicitación que sufrían los que vivían en Buenos Aires. Los de la segunda, en
cambio, fueron incorporados a la lucha partidista o ideológica despertándoles sentimientos
radicales o telúricos adormecidos. Sacados de vez en cuando de sus tareas habituales eran
llevados a formar manifestaciones públicas a favor del gobierno, de un gobierno que apelaba a
ellos en ausencia de verdadera opinión nacional. Hay pues una visible concomitancia entre las
logias y los núcleos inmigrantes. Estos prolongaban aquí su antigua militancia masónica,
constituyendo núcleos básicos para cualquier tipo de movilización a favor de iniciativas liberales.
Una prueba de su actividad y su pujanza se tiene en que el primer templo masónico existente en el
país fue levantado por los masones italianos.
Una de las fuerzas actuantes que desempeñó un papel decisivo como factor político y
administrativo fue el ejército. Desde la revolución de 1880 se convirtió en un instrumento eficaz
de dominación ante cualquier posible intento de sublevación. Pero lo realmente lamentable fue
que se convirtiera en un medio de dominación política.
A la disciplina del ejército nacional hay que agregarle la estratégica distribución de los
regimientos a lo largo del país, según las necesidades del gobierno nacional de sostener ésta o
aquella situación provincial, “vigilar el orden” en alguna elección o, más propiamente, “vigilar
fronteras”.
Si al cuadro que hemos bosquejado agregamos un factor importante como el ferrocarril y
el telégrafo, se tiene una síntesis del poder con que pudo contar el Presidente frente a los
gobiernos provinciales empobrecidos y sin milicia, único recurso que habían tenido para rebelarse.
El fenómeno del gobierno central actuando indirectamente a través de sus empleados de
correos, telégrafos, aduanas, ferrocarriles, sirvió exitosamente a la política de contralor de las
situaciones provinciales.
Con estos elementos de poder, de dominio, o de presión, no resultaba difícil al Presidente,
Roca o Juárez Celman, imponerse en todo el país, defraudando el sistema electoral y por tanto la
opinión popular. Goyena y Estrada venían denunciando desde años antes del 80, en estudios
medulosos, esa viciosa deformación del sistema republicano y a poco de iniciar el General Roca su
gobierno, fue éste uno de los puntos más criticados del mismo. También lo fustigarían Achával
Rodríguez, quien afirmaría ante pleno congreso, que el único votante que cumplía con el rito
sagrado de sufragar era el oficialismo.
Otro elemento poderoso que merece contemplarse es el periodismo, si bien como la
fuerza incontrastable, no es de esa época solamente. Sin embargo, adquirió en ella un valor

137
especial desde que fue un arma de la cual tuvo plena conciencia, tanto el oficialismo como la
oposición. Los diarios respondían generalmente a intereses políticos y el que no los tenía no podía
subsistir. Ni Mitre, ni Sarmiento, ni Avellaneda, ni Roca, pudieron prescindir de ella o gobernar sin
ella.
En las luchas que se desencadenaron entre liberales y católicos, casi todos los diarios, aun
los escasos que actuaban en la oposición, apoyaron al gobierno en las medidas de persecución
religiosa. Algo semejante ocurrió con los diarios extranjeros, que apoyaron la política gubernista,
en especial, al general Roca.
Para completar una introducción a la actuación de católicos y liberales es necesario aclarar
la acepción de dos términos de uso frecuente, de significado impreciso y que, por lo mismo, puede
ocasionar algunas confusiones. Nos referimos a las denominaciones de Partido Clerical y Partido
Liberal, usadas a partir del Congreso Pedagógico, que adquirieron vigencia publica en las crónicas
periodísticas y parlamentarias, como designación de dos fuerzas políticas que agrupaban a
hombres de conocida actuación pública. Al decir Partido Clerical, se referían al núcleo de católicos
que actuaban en la política, el periodismo y la catedra, haciendo publica confesión y defensa de
sus creencias religiosas. Por el contrario, Partido Liberal se aplicaba a quienes sostenían un
conjunto de principios autodenominados liberales cuya orientación filosófica los hacia oponerse a
todo lo que estuviera vinculado a lo religioso.
Es importante destacar que los grupos denominados de clericales y liberales no
constituían en si partidos existentes ni en gestación, ni siquiera combinaciones electorales o
parlamentarias de ningún tipo. Solo a partir de la fundación del diario La Unión se iniciará la acción
organizada de los católicos. El partido propiamente católico nacerá en 1884 y se llamará Unión
católica. Ese intento de clasificar a ambas tendencias en dos partidos, ese propósito de crear
bandos no fue obra de los católicos, sino, precisamente de la prensa y círculos liberales.

Capitulo XII: El primer congreso católico argentino


Al iniciarse el año 1884, el general Roca llevaba cuatro años de gobierno, suficientes para
que no existieras dudas en torno a los lineamientos futuros de su política. A su vez, los católicos,
durante ese lapso, habían pasado por todas las etapas de la experiencia política, desde la simple
amonestación u observación a los actos errados del oficialismo, a la oposición inflexible y
tesonera. Sin embargo, no poseían los católicos del país un acuerdo sobre la conducta a seguir. La
oposición política que venían realizando, especialmente en el congreso nacional y en los
periódicos de la capital y del interior, no bastaba a los fines que los guiaban a los objetivos de
oposición al oficialismo. Y en el orden religioso, ¿continuaría o no el programa de persecución
iniciado y defendido por el Poder Ejecutivo? Enfrentados con esta realidad los católicos advertían
que la organización del pueblo en sociedades de tipo religioso y social resultaba ineficaz para
resistir con éxito la hostilidad gubernativa e insuficiente para postular una política distinta. Se
imponía una resistencia al gobierno en el mismo terreno en que lo planteaba: el político. De esa
manera se veían obligados a descender a campo electoral para disputar a los partidos el legítimo
dominio de los órganos de gobierno.
La reflexión que algunos se impusieron los convenció de la necesidad de realizar un
encuentro de los católicos argentinos a fin de estudiar en común el estado de la república y,
simultáneamente, planear la defensa de sus derechos políticos y sociales. Nació así la idea de
convocar a un congreso nacional que, por el número de congresales, la calidad de sus hombres, la
representatividad de sus mandatos, diera los estudios y conclusiones el prestigio y la autoridad
que requería un plan nacional de trabajos.

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La divisa de católicos no significaba que les preocuparan exclusivamente los intereses
religiosos del país. Estos se hallaban estrechamente vinculados al problema político, desde que el
gobierno era quien realizaba una acción que atentaba doblemente contra los derechos cívicos y
constitucionales y contra los derechos religiosos de los ciudadanos.
La política de partido se presentaba a los católicos como el terreno último en que la lucha
se libraría y a la que se sentían obligados a ingresar, después de haber comprobado la ineficacia de
la simple denuncia de los males, de la simple protesta por la subrogación de los derechos.
Una prueba de los fines eminentemente políticos del congreso de halla en una carta
enviada por el señor Estrada al doctor Alejo Nevares, directos de La Unión. En ella se expresaba
claramente una de las intenciones políticas más remotas que animaban al principal organizador,
cuando en uno de sus párrafos confesando que se sentía enfermo, afirmaba Estrada: “Si ello no
me impidiera trabajar activamente, quería volver a mi puesto en La Unión, para batir ese nuevo
foco del liberalismo y de indiferencia, que llaman Rochismo: querría volver al club católico para
adelantar y poner por obra la idea de reunir en el invierno en una grande asamblea a los católicos
argentinos, que principie un concierto para los grandes trabajos políticos que demanda la elección
de presidente en 1886”.
Los organizadores seguían la trayectoria de los católicos europeos fueran franceses o
alemanes, belgas o italianos y españoles, quienes en diversos congresos había planeado su labor.
Como era necesario movilizar a los católicos del interior, del 3 de julio, desde la estación
central, en una salida un poco sigilosa ya que la unión solo fundaba el viaje en motivos de salud
partía el señor Estrada con destino al interior.
El congreso comenzó sus sesiones el 15 de agosto con la presencia de más de ciento
cuarenta delegados de asociaciones. El programa de los asuntos a tratar se puede resumir en los
siguientes enunciados:
1. Organización nacional de las asociaciones católicas. Su difusión y desarrollo en las
provincias.
2. Convocatoria periódica de asambleas católicas nacionales
3. Fomento de la prensa católica; su sostenimiento; lucha contra la prensa irreligiosa.
4. Propaganda por el cumplimiento de los preceptos divinos y particularmente la
santificación de los días de fiesta. Difusión de las verdades religiosas.
5. Conveniencia y aun necesidad de organizar en la republica la alianza de católicos.
6. Inscripción de todos los católicos en los registros cívicos nacionales, provinciales y
municipalidades.
7. Participación directa, concurriendo a los comicios públicos sin más norte que el de
cooperar a la composición de los poderes públicos con elementos católicos.
8. Creación de escuelas católicas, protección a las existentes, combatiendo las
llamadas laicas y ateas.
9. Establecimiento de talleres para obreros, de escuela de artes y oficios, de oficinas
de colocación y de círculos de obreros.
Fueron aprobadas las siguientes conclusiones: 1) Es un deber de conciencia del católico
habilitarse en forma legal para ejercer el derecho electoral en manera política y administrativa,
inscribiéndose en los registros cívicos nacionales, provinciales y municipales. 2) Las asociaciones
establecidas en todo el territorio de la republica deben mirar como una de sus funciones
primordiales la de fomentar dicha inscripción, incitando a ella a todos los católicos y organizando
los medios de hacer efectivas las garantías de la ley a favor de derecho de los ciudadanos y de la
ley a favor del derecho de los ciudadanos y de la legitimidad y pureza de los registros cívicos.

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Tristán Achával Rodríguez tuvo a su cargo el desarrollo de la siguiente proposición:
“Participación directa en la política, concurriendo a los comicios son más norte que el de cooperar
a la composición de los poderes públicos con elementos católicos”.
Entrando de lleno al tema afirmaba: “Pero la participación de los católicos en la vida
pública, el cumplimiento de sus deberes cívicos, en esa parte, puede desenvolverse y cumplirse de
dos maneras diferentes. Aquellos pueden obrar aislada y separadamente unos de otros,
enrolándose en diferentes fracciones políticas, y concurriendo así por diferentes caminos, al
movimiento de opinión, al servicio del gobierno de su país y al mantenimiento de los principios
cristianos en este; y pueden, a la inversa, vincularse y unirse bajo la fe común para formar un solo
partido político, a fin de no discrepar en los medios y poder mejor llevar a la realización del fin”.
El arzobispo de Buenos Aires quien apoyaba la acción política de los católicos. En el
discurso inaugural del congreso había expresado: “Es nuestro gran deseo, y nuestro mayor
compromiso, trabajar cuanto nos sea posible por todos los medios legales para conseguir el más
feliz resultado de las elecciones populares, y este es deber de conciencia y de publica moral
cristiana a que no podríamos renunciar sin grande responsabilidad”. La resolución final cotada fue
la siguiente: “La asamblea declara que el estado actual de la Republica exige la unión política de
los católicos argentinos y su intervención colectiva en la vida pública, con el propósito de
mantener el imperio de los principios cristianos en el orden social y el gobierno de la nación.
Lamarca recomendaba al congreso la creación de centros de carácter político y religioso,
donde los católicos pudieran reunirse, alentarse recíprocamente y preparar para actuar con
decisión y acierto. “Sin unirse, sin coaligarse, sin reforzar a los que están en la brecha, sin trabajar
todos con el mismo empuje, podrán nuestros tibios amigos continuar sacudiendo la cabeza,
departir con admirable cordura sobre los abusos reinantes y lamentarlos con sobrado
fundamento; pero el mal no detendrá en su carrera. Se requiere algo más que graves
conversaciones para evitar la ruina”. Terminaba Lamarca diciendo que cada uno actuara “…dentro
de su esfera y según sus alcances acudiendo a la inscripción a la inscripción y a las urnas, dando
prueba de virtud cívica y de fe vigorosa y fecunda en actos de abnegación; en una palabra, no
retirándose a sus casas, que son las cuevas modernas del desierto político argentino”.
Uno de los temas tratados fue el de la educación técnica de la juventud y estuvo a cargo
del delegado entrerriano, doctor Esteban Moreno. La conclusión sancionada fue la siguiente: “Los
centros católicos está en el deber en la esfera de su posibilidad a la creación de escuelas de arte y
oficios, unidas o separadas de las de primera enseñanza. La creación de círculos de trabajadores
fue otro de los tópicos enfocados. A estos círculos se le asignaba el papel de nuclear a los
trabajadores con fines de edificación, propaganda y socorro mutuo.
En orden a la educación quedo establecido que se debía combatir la escuela laica,
favorecer las escuelas religiosas, así como la creación de escuelas cristianas, constituyendo a tal
efecto un fondo especial. También se dispuso la defensa de la libertad de enseñanza secundaria y
superior; en este último orden se aspiraba a fundar una Universidad católica, investida con el
poder de conferir graos académicos en todas las facultades.
Luego, el partido católico era una consecuencia de los acontecimientos, una imposición de
las circunstancias. El liberalismo hacia su ideología antirreligiosa una cuestión de gobierno, una
cuestión política, de manera que no existía otro camino para combatirlo que el de oponerle una
política cristiana realizada por un partido católico. No se podía realizar una política cristiana en las
filas de los partidos o núcleos liberales.
Capitulo XIII: La resistencia católica en Córdoba
El doctor Wilde enunciaba puntos cuyo planteamiento y resolución, por cuenta exclusiva
del Estado, eran capaces de suscitar conflictos y provocar pasiones, más que adormecidas,

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inexistentes. Así, el ministro sostenía que el nombramiento de los curas de las parroquias no
podía hacerse sin intervención del gobierno. Para ellos buscó el apoyo en idénticas ideas
anteriormente expuestas por el doctor Leguizamón en su memoria ministerial de 1875.
Evidentemente se trataba de un postulado de neta filiación liberal ya que entendía que el poder
administrativo del gobierno se extendía a la vida jerárquica de la iglesia y, también, a la
jurisdicción docente; según estos principios, la iglesia solo tenía libertad en la esfera de la
conciencia y en la dogmática, pero aun esto estaba limitado por las funciones superiores de la
soberanía, es decir, del absolutismo superior del Estado.
A juicio del ministro el problema residía en hallar solución al choque inevitable a
producirse, tarde o temprano entre los dos poderes. El gobierno había tomado su partido; la
solución estaba en la primacía del Estado, de la soberanía. Y esa primacía necesitaba, como otras
tantas cuestiones del país, el respectivo ordenamiento legal, que evitara las “ficciones más o
menos encubiertas”.
En ese año 1884, dos activos liberales adquieren por compra la imprenta oficial para editar
el diario El interior, vocero de esa tendencia en la provincia de Córdoba. Se trataba de José del
Viso y Ramón J. Cárcano. Este último presentó en abril una tesis sobre los hijos adulterinos,
incestuosos y sacrílegos, siendo padrino de la misma el doctor Juárez Celman. La tesis atacaba el
derecho canónico. La tesis sostenía las siguientes proposiciones: la igualdad absoluta de los hijos
adulterinos, incestuosos y sacrílegos; se calificaba el matrimonio de simple voto o ceremonia; se
impugnaba el impedimento dirimente del matrimonio proveniente del voto de castidad; se
combatía el celibato eclesiástico y se proclamaba la separación de la iglesia y el Estado. Días
después el 25 de abril el Vicario Capitular de la ciudad, doctor Gerónimo Clara se dirigió al clero y
al pueblo mediante una carta pastoral, que versaba sobre tres puntos de gravísima trascendencia.
El primero se refería a la escuela normal de niñas, que, regenteada por maestras protestantes,
había de iniciar clases en breve; al respecto declaraba: “En virtud de las precedentes decisiones,
declaramos que si la nueva escuela normal, dirigida por maestras protestantes, se llevara a
efectos, a ningún padre católico le es lícito enviar sus hijos a semejante escuela”. En el segundo
punto se refería a la tesis del doctor Cárcano, cuyo contenido condenaba en tanto pedía a los
profesores de la facultad de derecho: “…que en adelante se inspiren siempre en el desempeño de
sus funciones en los deberes que les impone su gloriosa profesión de católicos.
El gobernador de la provincia remitió la carta pastoral al ministro de culto; éste a su vez en
respuesta envió al cabildo de Córdoba, con fecha 2 de mayo, una protesta. Al final de la nota, el
ministro reforzaba el tono y de manera intimidatoria concluía: “En consecuencia el señor
Presidente de la República me encarga dirigirme al venerable Cabildo, a fin de que se adopte las
medidas correspondientes en la órbita de sus atribuciones, para que la pastoral aludida no
produzca los perniciosos efectos que son de prever, y se evite, en adelante, la repetición de actos
que, como el que censuro, obligarían al gobierno a dictar resoluciones represivas que el caso
aconseja”.
El cabildo eclesiástico aconsejó: “Ante todo, desde el cabildo manifestar a S.E, que no
puede dictar disposición alguna al objeto indicado en la referida nota porque carece de
jurisdicción y tiene el deber como todo fiel de acatar los actos legítimos emanados de la autoridad
del Prelado Diocesano (…) S.E para fundamentar su reclamo entró en extrañas consideraciones, y
emite doctrinas que el cabildo no puede aceptar por hallarse, a su juicio, en diametral oposición
con la constitución y enseñanzas de la iglesia católica.”
La pastoral y la respuesta del cabildo fueron pasadas al Procurador General de la Nación,
doctor Eduardo Costa, quien produjo dictamen el 3 de junio, aconsejando la destitución del vicario
Clara. En su argumento propiciaba la separación de iglesia y Estado, elogiaba la reforma
protestante y el matrimonio civil y aplaudía el progreso irresistible de las ideas liberales. Por

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ultimo solicitaba se pasaron los antecedentes al Procurador fiscal de Córdoba “...para que deduzca
la acción que haya lugar contra el señor vicario con arreglo a la ley federal, separando, mientras
tanto, a este funcionario en el gobierno de la Diócesis y suspendiéndolo de oficio y beneficio en el
coro de su iglesia”. Tres días más tarde el Poder Ejecutivo Expedia el decreto de suspensión.
El 7 de junio la marea subió los peldaños del congreso y en el senado fue escuchada la
palabra del senador por Santa Fe doctor Manuel Pizarro. Volvía el congreso a ser escenario de un
debate en torno al patronato nacional, vieja cuestión espinosa que el país venia debatiendo desde
hacía treinta años. “Las cuestiones de carácter religioso, señor Presidente, son las más propias
para agitar y dividir hondamente a la sociedad y las familias. Obra es del patriotismo alejarlas. Los
poderes públicos de la nación no pueden mostrarse despreocupados en esta materia, encargados
como están de conservar la paz pública y de garantir a todos la libertad y la tranquilidad de la
propia conciencia en la profesión de su fe religiosa. Agitaciones de este género son funestas para
los pueblos”.
Para terminar, Pizarro reclama para el congreso la parte que le correspondía en el
conflicto por el derecho legítimo en la conducción de los asuntos públicos que se relacionaban con
la paz y el orden interno. “El Congreso no puede permanecer frio espectador de estos hechos y de
esta alarmante situación en toda la República. La autoridad del Presidente se presenta en todas
partes y hasta en el santuario, hasta en la conciencia, y no se ve la nación en parte alguna; y es
bueno que aquella autoridad desaparezca encerrada en la Constitución y en las leyes y que la
nación reaparezca en la plenitud de sus libertades y de su soberanía constitucional (…) Hay
momentos en la vida de las naciones en que toda iniciativa parlamentaria desaparece; en que las
leyes se sancionan en silencio, y en que las resoluciones del Poder Legislativo se adoptan con
timidez. Yo creo que ese día no ha llegado a la República Argentina, y pido a Dios que no llegue
jamás, y esperando que el honorable Senado ha de elevarse a la altura de la situación y de su
acción conservadora, me permito rogarle me preste su apoyo para que ambos proyectos pasen a
comisión”.
La primera de los minutos presentadas tenía por objeto solicitar al Poder Ejecutivo el
conocimiento de la situación porque atravesaba la Republica y las causas que la habían producido,
para dedicarse el Congreso, en la medida de su capacidad constitucional, a su remoción. La
segunda minuta estaba dirigida a solicitar la suspensión de los efectos del decreto de destitución
del Vicario Clara.
Ambas minutas, debidamente apoyadas, pasaron a la Comisión de Legislación, la cual los
estudió y se pronunció. Esto ocurrió dos semanas después. El apoyo del Senado significaba, en
principio, una severa censura al Ejecutivo y también, un triunfo personal del senador que la
postulaba.
El mismo día que El Nacional solicitaba la destitución del ministro Wilde, la Asociación
Católica de Buenos Aires celebraba una asamblea General Extraordinaria para considerar la actitud
del gobierno y las medidas de fuerza decretadas, La asamblea, al finalizar sus deliberaciones,
emitía una declaración enérgica, dando a entender que todo el poder del gobierno no le arredraba
y que por ello no disminuiría la resistencia de los católicos a lo que consideraban un
avasallamiento político. La declaración estaba firmada por Estrada, Apolinario Casabal y Santiago
O Farrel.
Pocos días después, el Gobierno daba a conocer el decreto de destitución de Estrada de su
cargo de catedrático de derecho constitucional y administrativo en la Facultad de derecho de
Buenos Aires.
El día veintiocho hubo al respecto un gran debate. En nombre de la mayoría de la
Comisión informó el senador mendocino José Zapata. Para la comisión, el Poder Ejecutivo había
obrado dentro de sus poderes, no correspondiendo al Congreso intervenir en ello, y menos a una

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de sus ramas. De ahí que solo apoyara una de las minutas, en la cual se pedía los antecedentes del
conflicto social. El otro integrante de la mayoría, senador Miguel Nougues, se vio en la necesidad
de fundamentar su voto. Sostenía que la destitución del vicario era, un acto en el cual el Poder
Ejecutivo había extralimitado la facultad que poseía en virtud de la constitución y de las leyes. No
obstante, creía no ser procedente que el Poder Legislativo tuviera facultades para intervenir en los
actos del poder Ejecutivo. De ahí su voto en favor de una sola de las minutas.
Al decreto de destitución, el vicario Clara respondió con una pastoral de fecha 16 de junio.
Fue éste un documento de mayor profundidad doctrinaria que el primero.
El vicario Clara no rehusó la responsabilidad de ese procedimiento y la segunda carta es el
testimonio de ello. La Pastoral abarcaba cinco capítulos, a saber: 1) La libertad de la iglesia, como
derecho divino; 2) Los bienes derivados de la libertad de la Iglesia; 3) Análisis de los errores
regalistas del decreto de destitución; 4) Explicación de la doctrina de patronato; 5) Exhortación
dirigida a los católicos que lo acompañaron en su conducta personal.
Como había ocurrido con la primera, esta segunda Pastoral fue sometida al criterio del
Procurador General, doctor Eduardo Costa. Aconsejaba se diera pronta resolución al recurso de
represión contra el vicario. El juicio no encontró juez competente pues a su turno el juez y
conjueces se fueron excusando por haber sido firmantes de la adhesión a la Pastoral.
El 17 de julio, en el Senado, Pizarro jugó su última carta. Se había recibido el informe del
señor Presidente, en respuesta a la minuta cursada por el Senado. El Presidente no contestaba a
las preguntas que se le solicitaban, simplemente remitió copias de los documentos que contienen
los antecedentes. “Si el Senado acepta en silencio este tratamiento, me parece que la autoridad
moral de la cámara, y del Congreso todo, desaparece bajo la prepotencia y, diré, si la palabra es
parlamentaria, bajo el desprecio del Poder Ejecutivo”.
El senador Pizarro no defendía su minuta, pues ésta pertenecía, desde que fue aceptada,
al Senado. Entendía el senador “…que el Senado, velando por su decoro y dignidad, debe proceder
a nombrar una comisión Especial, a la que pase estos antecedentes, para que se abra un juicio
sobre esta emergencia y la conducta del Poder Ejecutivo en este incidente”. Si la minuta fue al
principio un triunfo, la respuesta, que ofendía al Senado por su forma y por su fondo constituía un
fracaso. Vana resultó la moción del senador.
En el mes de octubre de ese año el Congreso votaría otra ley, que si bien no atentaba
específicamente contra los principios católicos, envolvía esta intención. Se trataba del proyecto de
Registro del Estado Civil de las personas. Hasta entonces los registros de nacimiento, bautismo,
matrimonio y defunción eran llevados por la iglesia.
El proyecto remitido por el Poder Ejecutivo con la firma del Presidente y su ministro Wilde,
tenía fecha del 10 de mayo de 1883. Sostenía el Presidente que los registros parroquiales, no
obstante, los importantes servicios que habían prestado, adolecían de fallas y no registraban los
movimientos de población. La comisión entendía que solo debía regir en la capital y territorios
nacionales, pues el Congreso no tenía facultad para legislar en toda la nación. No contaba con
ninguna oposición y fue aprobado en general y particular.
En la cámara de diputados el proyecto fue depositado durante más de un año en carpeta,
pues no tuvo entrada hasta las sesiones del mes de octubre de 1884. La única oposición fue la del
diputado Argento.

Capitulo XIV: se agrava la situación de la República

Uno de los acontecimientos que reiniciaron las medidas atentatorias contra el catolicismo
se produjo al discutirse en el congreso el presupuesto de armas. Al considerarse las partidas
correspondientes al departamento de culto, el oficialista Emilio Civit propuso se votarán en

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particular los ítems destinados a dotar de partidas a los seminarios que figuraban en el
presupuesto elaborado por el poder ejecutivo. Con evidente claridad se veía que la intención era
lograr su eliminación mediante el voto de las cámaras. El diputado Civit, al sostener que la
educación que se otorgaba en los seminarios no era científica desde que la “…ciencia estaba en
pugna con muchos de los dogmas o creencias que tiene la iglesia”. El resultado final del debate en
diputados fue favorable al gobierno, por tan solo cinco votos de diferencia: 34 contra 29.
Días después, la cámara de Senadores discutió la decisión de Diputados. El senado
finalmente aprobó la moción votada por la Cámara de Diputados, por solo un voto de diferencia a
favor del gobierno.
Sin embargo, siete meses después volvió la cámara de diputados a tratar la ley de
presupuesto. Cuando llegó la discusión de las partidas destinadas al culto, el diputado Funes pidió
se restableciera la subvención a los seminarios y el diputado Argento lo apoyó. El diputado
Ocampo, ese año, también se manifestó de acuerdo, no obstante, su oposición del año anterior,
pero siempre que la reposición de las partidas tuviera el carácter de subvención. Puesta a
votación, resultó aprobada. Con posterioridad el Senado ratificó la medida.
En junio de ese año (1884) monseñor Fray Capistrano Tissera fue designado, por bula de
León XIII, obispo de Córdoba. El consagrante fue monseñor Matera, quien a tal efecto se trasladó a
la ciudad cordobesa.
A la sazón, la ciudad sufría el conflicto suscitado en torno a la Escuela Normal, que
regenteaba como directora la señorita Francisca Armstrong. Aprovechó la estadía del delegado
apostólico para efectuarle una consulta referente al anatema que pesaba sobre la escuela.
Si nos atenemos a la propia confesión de la señorita Armstrong, vemos que las
indicaciones precisas de aquel fueron las siguientes: 1) declarar en una nota particular para que
ella pudiera ser presentada al señor obispo, que al honrarlas con los puestos que poseían la
intención el gobierno no era la de propagar la religión protestante; 2) permitir que se enseñara en
las escuelas el catecismo y se facilitara al obispo constatar que esa instrucción era impartida.
Armstrong remitió una nota al ministro de Culto referente a este encuentro.
La respuesta telegráfica del ministro a la señorita Armstrong fue inmediata, pero también
violenta. “Ha hecho usted mal en acercarse al señor Matera en solicitud de cosa alguna. El señor
Matera nada tiene que ver con las escuelas de la República”. Wilde Quería negar la realidad: “Hace
usted igualmente mal en admitir que pesa anatema alguno sobre esa escuela”.
El ministro de exteriores, doctor Francisco J. Ortiz, pasó nota oficial al monseñor Matera,
acompañando la copia de la Carta de la señorita Armstrong y la respectiva contestación del
ministro Wilde. La intención del oficio ministerial era pedir una “...explicación satisfactoria
respecto al alcance y propósitos” de las proposiciones atribuidas a monseñor por la señorita
Armstrong. Por último, el ministro expresaba que se colocaba fuera de la ley quien ejerciera actos
contrarios a las disposiciones del gobierno ante quien está acreditado, y ejecutara actos de
desobediencia a las leyes o se alzara con los que pretendían perturbar su cumplimiento.
El gobierno atribuía a la conversación privada el carácter de acto diplomático, deduciendo
de ella una incitación a la desobediencia a las leyes y más aún, hasta la intención de controlar el
sistema educativo.
Este, con fecha 12 de octubre pasó nota al ministro de Relaciones Exteriores. La nota
estaba redactada en tono enérgico, altivo y solicitaba al señor ministro explicaciones explicitas y
urgentes. Por lo mismo, la nota le era devuelta inmediatamente. En ese instante, las relaciones
quedaban prácticamente cortadas. Llegadas las cosas a este extremo, monseñor Matera “…con el
fin de quitar al gobierno todo pretexto de hacer caer con mayor evidencia sobre él toda la
odiosidad de una ruptura que era inevitable, pues, se deseaba a toda costa…” se dirigió por carta
particular al Presidente de la República, dándole como un amigo amplias explicaciones sobre lo

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ocurrido en Córdoba y que oficialmente se había negado a dar al señor ministro. “Informado poco
después, de que ya estaba pronto el decreto de expulsión y de que el Presidente había prestado
también su consentimiento”, monseñor Matera resolvió entregar a la publicidad la carta
mencionada, decisión que ejecutó poco antes de que le fueran entregados los pasaportes.
Efectivamente el día 14 recibía los pasaportes y en un plazo perentorio de veinticuatro horas debía
abandonar el país.
El Diario, por su parte, consideraba imposible la permanencia del Nuncio, después de su
carta al ministro. Condenaba el lenguaje y la actitud del Nuncio, viendo en ello ultrajada la
dignidad de la República.
La Unión, como respuesta al gobierno que creía terminada la lucha, le replicaba:
“luchamos, es cierto contra el liberalismo; y como el liberalismo se encarna en el gobierno,
luchamos contra el gobierno; lo cual es para nosotros un derecho del punto de vista de las
instituciones argentinas, y un deber del punto de vista de la conciencia cristiana”.
Como cada triunfo del gobierno sobre la resistencia católica, en este no le faltaron voces
de felicitación. El diario oficial La Tribuna Nacional, en su sección de telegramas transcribía estos
mensajes. Entre ellos procedentes de las logias masónicas.
El día 13 de septiembre, poco antes de la consagración de monseñor Tissera, el obispo de
Salta, monseñor Buenaventura Risso Patron, emitió una pastoral dirigida a los fieles de su
jurisdicción. También allí habían llegado las profesoras protestantes que les enviaba el ministro.
La pastoral reproducía las ideas que anteriormente había expuesto Clara, pues entendía que
obligaba a los católicos de todo el país, de todo el mundo, por ser doctrina universal de la iglesia.
El dictamen del Procurador General de la Nación, doctor Costa, sobre la pastoral
comenzaba calificándola como “…más injustificable y agresiva que la del ex vicario Clara” ya que
emanaba de una autoridad más altamente colocada en la jerarquía de la iglesia, siendo ella más
perniciosa en sus efectos y más digna de censura.
Obtenido el dictamen, el 3 de noviembre el gobierno, por acuerdo general de ministros,
decretó la suspensión del obispo “…de la administración y jurisdicción que ejercía en el territorio
de la Diócesis, conferida por el Estado al presentarlo a Su Santidad.”
La perspicacia del General Roca le hizo ver, sin duda, las graves consecuencias de las
resoluciones tomadas con la persona del nuncio, que afectaban a toda la iglesia y, de manera muy
viva a los católicos del país. Esto lo condujo a buscar una medida que permitiera al gobierno, sin
reconocer sus errores, suavizar lo sucedido y reanudar relaciones oficiales con la Santa Sede. Con
esta finalidad el Presidente confió la gestión a la persona del ministro plenipotenciario en París,
don Mariano Balcarce.
El señor Balcarce estimó que el plazo de quince días, estipulado por el señor ministro para
que diera cumplimiento de su misión, era escaso. Temiendo que el apresuramiento expusiera su
misión al fracaso, resolvió solicitar los servicios de monseñor Rende, Nuncio apostólico de la Santa
Sede en Paris, para hacer llegar la documentación del gobierno argentino a la secretaria vaticana.
Ocupaba ese cargo el cardenal Jacobini.
En respuesta a la nota del gobierno, el cardenal fue analizando una a una las disculpas
expuestas por nuestro canciller. “La santa sede que puso siempre mucho interés en la
conservación de las buenas relaciones con el gobierno de la República Argentina, desearía
ciertamente poder entrar en tal orden de ideas; pero por el conjunto de las circunstancias que
precedieron, acompañaron y siguieron a ese hecho disgustosos, se ve obligada en mal grado, a
abstenerse de concurrir a ello, por todos los múltiples caracteres que vienen a consumar la grave
ofensa que la citada nota tiende a excluir”. “El conjunto de hechos que luego precedieron y
acompañaron la expulsión del representante Pontificio del territorio de la República Argentina, no
es seguramente tal como para hacer aceptable la inteligencia expresada en la nota que V.E ha

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dirigido. Está bien lejos de querer con esto, poner en duda la sinceridad de los sentimientos, de
que conforme me lo asegura V.E está animado hacia la santa sede el Excelentísimo Presidente;
pero duéleme decirlo no encuentro en los hechos una confirmación de esos sentimientos, en
tanto que los actos del gobierno aparecen hostiles a la iglesia”. “Su santidad, por lo demás, estaría
contentísimo si viera restablecidas aquellas relaciones amistosas que existían hasta hace pocos
meses; pero como comprenderá V.E esto no podrá realizarse si antes no se remueven las causas
de las graves y justas preocupaciones de la Santa Sede”.
El diario que en ese sentido mejor expresaba el pensamiento de la jerarquía era La voz de
la Iglesia. En oportunidad de transcribir la carta que León XIII envió al obispo de Perigueux, que
versaba sobre la unidad de los católicos, en base a la adhesión a las enseñanzas Pontificias, el
diario comentaba: “Todos los esfuerzos de los católicos en los cuales los críticos momentos para la
religión y los que se ciernen ya en la atmosfera como amenazadora nube, deben convergir en
establecer ante todo la unidad de doctrina y de pensamiento, depurando las inteligencias, y hasta
de los errores admitidos inconscientemente en el trato continuo con los secuaces del liberalismo”.

Capitulo XV: Las elecciones de 1886


En el año 1886 finalizaba su periodo el General Roca. A los seis años de gobierno, la
política del presidente había operado una revolución inesperada. En el ochenta representó una
verdadera aspiración nacional, todo un movimiento de opinión que nucleó a los hombres jóvenes
de su generación junto a hombres maduros de la generación de los proscriptos, unidos por el afán
de dar culminación al proceso iniciado por el presidente Avellaneda.
En febrero del ochenticinco quedó organizado el comité nacional de la Unión Católica y
con él se puso en marcha el plan elaborado por la asamblea del año anterior. La primera circular
que emitió ratificaba la tarea política de la Unión Católica, diciendo que defraudaría las esperanzas
en ella depositadas, si no tomaba una participación en la próxima campaña electoral. Pero lo más
importante de la circular consistía en la promesa de convocar una convención electoral de
católicos para designar al ciudadano cuya candidatura propondrá al país y sostendrá la Unión
Católica en los comicios de abril de 1886.
La intención de la Unión Católica era la de inaugurar una política doctrinaria, orgánica,
fundada en principios y movida por el deseo de renovar los hábitos malsanos de los cuerpos
políticos. El diario La Unión publicaba: “El gobierno político es un medio de bien común. Pero
nada más. Será más eficaz y poderoso que cada uno de los demás establecimientos que, por otra
senda, conducen a idénticos fin; pero negamos que tenga la virtud de sobrepasarlos a todos,
considerados en su conjunto”. Este mismo diario, fundado en tales premisas, denotaba dos
actitudes prácticas que debían ser rechazadas por igual por los católicos: 1) La de quienes
consideraban temerario el llevar el terreno político las cuestiones religiosas; 2) La de quienes
creían innecesario todo esfuerzo, inútil toda lucha, cuyo fin inmediato no fuera apoderarse del
gobierno.
El primer aspirante a la presidencia, cuya candidatura tomó fuerza pública fue la del
doctor Dardo Rocha. Su nombre fue lanzado por el doctor Aristóbulo del Valle, en marzo de 1885.
Su proclamación rompió la uniformidad del partido oficial, el Partido Autonomista Nacional, pues
Rocha representaba el oficialismo de la provincia de Buenos Aires, que entraba en lucha con el
oficialismo nacional.

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Para los católicos su candidatura no significaba ninguna garantía. No era por cierto el del
doctor Rocha un programa que los católicos pudieran aceptar, ya que no prometía reparar los
intereses religiosos que el roquismo había combatido. Aquellos creían, en suma, que seguiría los
pasos de Roca. Rocha había prometido garantías para los comicios libres, y dos de los candidatos
que obtuvieron un número suficiente de votantes para ingresar como diputados, los doctores
Alejo Nevares y Apolinario Casabal, apoyados por asociaciones católicas, fueron sustituidos por
adictos rochistas, a través de maniobras dolorosas, contrariando la voluntad popular.
El otro candidato estaba encarnado en una figura de enorme envergadura, el doctor
Bernardo de Irigoyen, que también venía preparando su campaña, aunque con cierto disimulo y
cuidado, desde su posición de ministro.
Seis meses después de infructuosa espera, de vano auscultar las intenciones del elector
mayor, tuvo la certeza de que su nombre no sería pronunciado por el oráculo presidencial. Se
dedicó pues, a abandonar el estribo del coche oficial y a forjar su candidatura en la calle. Con
anterioridad, el General Roca en persona le pidió uniera sus fuerzas a las de Juárez, ofreciéndole la
vicepresidencia, pero Irigoyen no estaba resignado a ocupar un papel secundario y no aceptó el
ofrecimiento. Sin embargo, no significaba una ruptura total con el presidente. Buscaba el favor
oficial.
Para la Unión Católica esto era reducir los términos de la contienda, achicar las
perspectivas. Para ella el problema no solo como cuestión entre partidos políticos, sino como
lucha abierta entre todos los partidos en que se dividía la opinión y el oficialismo. Es lo que hacía
constar el diario La Unión: “La lucha que se prepara no es entre hombres de diferente color
político en bandos con sus respectivas insignias o distintivos. Son, de una parte, los que quieren el
predominio de los principios cristianos, el imperio de la constitución, la eficacia y el ejercicio de las
garantías y libertades constitucionales, el orden administrativo y económico, el triunfo de la
justicia, el respeto a la ley; son estos, cualquiera que sea la fracción política en que hayan estado
enrolados y que como tales han sido inhabilitados y tenidos bajo la acción del oficialismo; son
estos, y el pueblo, los que tienen que librar la batalla contra los elementos de una conducción
opuesta, que forma el cuerpo de agentes del oficialismo”.
Los católicos exigían imperiosamente abandonar los intereses de círculos personales, y
reclamaba una coalición sobre la base de los grupos que militaban en la oposición y de todos los
ciudadanos independientes capaces de trabajar por los principios sociales y políticos de la
constitución.
Un mes después de que la Unión Católica hiciera pública su iniciativa de coalición, se vio
que no encontraba eco en las restantes fracciones políticas; ni Rocha ni Irigoyen la aceptaban. Con
esto La Unión vio cómo se frustraba la única posibilidad de enfrentar con éxito al gobierno.
Si la Unión Católica no quería claudicar a pesar de todo, no le quedaba otro camino que el
de presentar su propia candidatura. El diario La Unión fue el primero en lanzar a la publicidad el
nombre del posible candidato: el doctor José Benjamín Gorostiaga. Eso ocurria el dia 7 de junio de
1885 y era la primera vez que la opinión lo señalaba como candidato. El nombre del doctor
Gorostiaga era ampliamente conocido en la Republica, pues había sido constituyente en 1853 y en
esos momentos se desempeñaba como presidente de la Corte Suprema.
El comité nacional de la Unión Católica Tardó días en considerar el nombre de su
candidato, siendo, finalmente aceptado el 30 de junio. Fue proclamado el 6 de julio.
La candidatura de Irigoyen, a pesar de ser un reconocido católico, fue vetada por el comité
de la Unión Católica por varias razones. La principal razón se hallaba en la firma colocada por el
mismo en la destitución por decreto del obispo de Salta. Esa actitud lo hizo responsable y solidario
en un atentado contra la iglesia por parte del gobierno. Si ello no bastaba, los católicos recordaban

147
las débiles actitudes del doctor Irigoyen en el seno del gobierno, cuando los incidentes con
monseñor Matera y, anteriormente, en ocasión del debate de la ley de educación común.
Por ultimo Irigoyen representaba una candidatura oficial; una candidatura que
demostraba confiar demasiado en el aporte del partido gobernante. Es aquí también, donde la
figura de Irigoyen no satisfacía plenamente el programa político de los católicos.
La existencia de la candidatura del doctor Irigoyen produjo derivaciones inesperadas en las
filas católicas. Efectivamente, la decisión del comité Nacional de la Unión Católica, al levantar la
candidatura del doctor Gorostiaga, no fue apoyada unánimemente destacándose en especial el
desacuerdo de algunas de las más destacadas figuras católicas en el plano político. Entre los más
conocidos: Miguel Navarro Viola, Manuel Pizarro, Luis Sáenz Peña, Joaquín Cullen, etc.
Algunos de los discrepantes, tras celebrar entre ellos reuniones en las que se hallaba
presente el propio Irigoyen, sumamente interesado en canalizar el electorado católico hacia su
sector, decidieron visitar al señor arzobispo monseñor Aneiros, para expresar sus razones por las
cuales no adherían a la decisión del comité nacional de la Unión Católica.
No se puede desconocer que tras una cuestión de procedimientos se ocultaba todo un
planteamiento de táctica política, y aún más, de concepción política. Los irigoyenistas, como lo
tenemos dicho, no hacían del latente problema religioso una cuestión de gobierno y por lo tanto,
la elección para ellos se basaba en razones de carácter estrictamente político. Eran, además,
hombres de partido que sabían cuál era el grado de influencia del poder y su adquisición
subordinaban muchas cosas. La toma del poder era así su objetivo primordial. Los estradianos
pertenecían a otra concepción política. Ellos eran principistas por, sobre todo; ponían el acento en
la neta clarificación de los principios rectores de la acción y aspiraban a que estos fueran
patrimonio del pueblo.
Simultáneamente y mientras sucedían los acontecimientos que llevamos expuestos, el
Presidente iba cumpliendo etapa tras etapa, un vasto y flexible plan político.
En esos momentos el Presidente intentaba ofrecer la vicepresidencia a uno de los más
conspicuos representantes del Partido Nacionalista que encabezaba Mitre. Nos referimos al doctor
Eduardo Costa, su entonces procurador general, pero no aceptó el ofrecimiento. Un mes después,
en mayo de 1885, se la ofrecía al doctor Irigoyen que tampoco lo aceptó. Roca intentaba de esta
manera lograr tres objetivos: dar mayor renombre a la formula con la inclusión de Irigoyen;
satisfacer el tradicional orgullo porteño, ya que Irigoyen podía ser considerado como su mejor
representante y, por ultima, restarle votos a Rocha en la provincia.
Juárez Celman fue proclamado candidato en noviembre de 1885. Hasta entonces le había
resultado difícil formar comités partidarios.
En la candente cuestión religiosa prometía: “Las luchas o contiendas religiosas que
perturban el desarrollo del progreso y debilitan los vínculos sociales, debo, como gobernante
poner los medios para evitarlas, y jamás asumiré el carácter de perseguidor, sin que por esto deje
de cumplir los deberes que la constitución prescribe, ejerciendo el patronato son herir el justo
sentimiento religioso ni menoscabar la soberanía nacional”.
Meses después, cercana la elección, el elector mayor levantó la mano para designar al
compañero de fórmula del candidato, y el agraciado fue el doctor Carlos Pellegrini.
Hecha pública la candidatura de Gorostiaga, el General Mitre, diez días después, en
nombre de su partido y previa consulta a los órganos legítimos del mismo, declaraba que al no
serle posible levantar una candidatura propia y aspirar al predominio de su bandera, no había
inconveniente en que elementos de su partido cooperaran activamente al triunfo del candidato de
la Unión Católica. Con ello se reiniciaba la fallida política de coalición de este último partido.
La alianza o coalición que nacía no implicaba un programa común, sino un acuerdo de
partidos o de grupos políticos para luchar por la reconquista de la libertad electoral y el logro del

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sufragio popular. No tenía más bandera que la resistencia popular en el terreno legal a la
imposición oficial. La coalición en última instancia, llevaría candidatos en lista común, que una vez
en el congreso tendrían libertad de acción.
Según Estrada: “Era tarde para triunfar; pero siempre es hora de cumplir un deber. La
Unión Católica entendió que no le era licito excusarse de cooperar a resistir la usurpación del
gobierno, que es el mayor de los crímenes contra la soberanía nacional y el principio de
autoridad”.
En nombre del comité nacional de la Unión Católica, el señor Estrada inició gestiones ante
los representantes de los restantes candidatos opositores (Rocha e Irigoyen). Se llegó a un
acuerdo el 14 de enero de 1886. En el mismo se resolvió: 1) combinar las fuerzas contra la
candidatura oficial; 2) ir unidos en las elecciones a diputados y senadores al congreso de nacional,
llevando los partidos la representación común y parcial; 3) aplazar hasta después de febrero la
cuestión de las candidaturas presidenciales y resolverlas posteriormente de común acuerdo; 4)
constituir una comisión que presidiera los trabajos electorales; 5) comunicar estos acuerdos a los
comités del interior y pedir su patriótico apoyo. El 7 de febrero quedó constituida la junta
ejecutiva electoral de los Partidos Unidos.
La convención de delegados tuvo lugar el 15 de marzo en casa del doctor Luis Sáenz Peña,
siendo designado como candidato el señor don Manuel Ocampo. Se trataba de una persona
ampliamente conocida en la provincia de Buenos Aires. Fue diputado y senador provincial,
llegando finalmente a gobernador de la provincia. En esos años se encontraba alejado de la
política y dedicado a sus labores comerciales y ganaderas, lo que le otorgaba, en cierta manera, la
calidad de candidato sin vinculación con ninguno de los partidos integrantes de la coalición.
La designación del vicepresidente fue planteada en la convención de delegados de los
Partidos Unidos. En esa ocasión hubo acuerdo unánime en torno a la figura del doctor Luis Sáenz
Peña, pero no se llegó a una solución definitiva en virtud de que los delegados irigoyenistas
carecían del mandato correspondiente. Quedó, entonces, que la designación seria atribución de
los electores a Presidente. En junio de ese año, días antes de que se reuniera la junta electoral, los
electores de la provincia de Buenos Aires, que constituían la mayoría del conjunto de los votos de
los Partidos Unidos, deliberaron y eligieron al doctor Rafael García.
Al final, la mayoría oficialista pudo obtener la aprobación de los diplomas pertenecientes a
los representantes surgidos en los discutibles comicios. Juárez Celman fue electo presidente con
168 votos del colegio electoral.
La nueva liga cumplía de esta manera su plan nepótico contra los intereses del país, al
imponer el candidato oficial. Solo las provincias de Buenos Aires, Tucumán y Salta permanecerían
independientes: allí triunfaron los candidatos de los Partidos Unidos.

Capitulo XIX: El matrimonio civil


Al terminar en 1885 las sesiones del congreso, el proyecto se hallaba elaborado, más se
decidió aplazarlo para el año entrante. En el mes de julio de 1886, el proyecto era tema de
estudio en una reunión de ministros. El doctor Wilde fue su defensor y se opusieron los doctores
Ortiz y Pacheco. No obstante, esa disidencia se llegó a un acuerdo en principio acordándose que
pasaría a las cámaras en el curso del año.
Se podía asegurar desde el comienzo que el proyecto contaría seguramente con la
oposición católica y conservadora. Para estos, el debate tenía una doble faz. Ni era exclusivamente
una cuestión religiosa ni era únicamente un proyecto político. La ley de matrimonio civil alteraba
las bases de la constitución de la familia, ya que reemplazaba a la religión por la ley y al sacerdote
por el funcionario público.

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La faz jurídica iba íntimamente unida a la cuestión religiosa desde que se trataba de
abrogar el derecho cristiano del matrimonio que legislaba el código civil y que había presidido
desde sus orígenes la organización de la familia argentina y confirmaba la tradición moral de la
misma. Esta concepción no significaba que los católicos negaran al Estado la función propia que le
correspondía en el orden de los efectos civiles del contrato natural del matrimonio, pero si
implicaba negarle la absorción total y absoluta del matrimonio. Sostenedores de una teoría que se
fundaba en una idea absoluta de la soberanía del Estado, debía naturalmente el matrimonio caer
bajo la exclusiva legislación de aquel. Así concebido, el matrimonio, toda intervención religiosa
tenía tan solo el valor de una convicción personal, sacramento o rito, que la ley, creyendo ser
generosa, no prohibía y únicamente postergaba para luego del casamiento civil. Pero el Estado
mediante su representante oficial, era quien casaba o impedía el casamiento.
Los católicos, por su parte, formaron un movimiento de opinión en el pueblo y sus
representantes políticos se aprestaron a impugnar el proyecto en las cámaras. La Unión Católica
se impuso la tarea de recolectar firmas que representaran una autentica opinión nacional,
contraria a la ley en trámite. No sabemos el numero recogido. Fue en esta aérea donde tomó
contacto con la Unión Católica el doctor Indalecio Gómez, que hasta entonces había residido en
Salta y que, desde ese momento, radicado en Buenos Aires, colaboraría estrechamente con la
labor política de los católicos.
El poder ejecutivo remitió el proyecto de ley al Senado en el mes de septiembre de 1887 y
desde entonces se hallaba a estudio de la comisión respectiva. Al abrir sesiones el congreso en
mayo de 1888 el presidente Juárez Celman solicito a las cámaras le prestara preferente atención
“para no demorar por más tiempo la realización de tan notable progreso de nuestra legislación”.
El proyecto fue estudiado por el Senado el día primero de septiembre de 1888. El senador
por San Luis, Carlos Rodríguez, fue el miembro designado por la comisión de legislación para
defenderlo. Este senador en su breve exposición, se cuidó de adelantar que el proyecto estaba en
perfecto acuerdo con las clausulas constitucionales, siendo, al mismo tiempo una formula nueva
que “…honra altamente al ministro de culto que lo ha concebido y proyectado, es la expresión más
respetuosa y sincera de la libertad de cultos sancionada por nuestra constitución”. En síntesis, el
proyecto de matrimonio civil implicaba la reforma de la legislación sobre matrimonio vigente en el
código civil. Esa reforma suponía rechazar como válido el matrimonio religioso que aquel
autorizaba, para ser legislado por la ley civil y celebrado mediante solemnidades que tendrían
lugar frente a los magistrados civiles. En consecuencia, el matrimonio debía formalizarse “ante el
oficial publico encargado del registro civil”, una vez verificado, los contrayentes podrían celebrar
su matrimonio religioso.
La opinión católica en el senado fue sostenida por el senador santafesino Manuel D.
Pizarro, quien expresó de manera clara y precisa el sentido de la oposición católica. Sus ideas
coincidían con la opinión expuesta en la cámara de diputados por los representantes la Unión
Católica, al ubicarse en la escuela principista y espiritualista de la constitución, en oposición a la
escuela positivista y materialista que encarnaba el Poder ejecutivo y la comisión que sostenía el
proyecto.
Un proyecto que tendía a eliminar el fundamento religioso del matrimonio para
convertirlo en mera institución jurídica, tenia, naturalmente que hallarse en oposición con otros
principios espirituales que informaban las leyes en vigencia. Tanto es así que el mismo autor del
proyecto, no pudiendo ignorarlo, intentó una conciliación, sin forzar, lo esencial de ambas
escuelas, resultando de un ecletismo constitucional y jurídico imposible. Pizarro descubría lo
contradictorio de tal empresa “…porque no es posible modificar la naturaleza de los seres,
desnaturalizar el matrimonio, desnaturalizar la sociedad y el hombre en sí mismo”.

150
“Una de estas dos políticas tiene que estar en contra de la constitución: o las leyes que
fomentan el culto católico y que tratan de desarrollar esta influencia en el país, investir
verdaderamente carácter constitucional y demostrar que el de la nación es esencialmente
católico y que aquellos sirven eficazmente su sociabilidad y su carácter religioso, no menos que los
propósitos y altos fines de la constitución desarrollar la influencia católica en nuestras
poblaciones; o se tiene forzosamente que declarar la inconstitucionalidad del proyecto en
discusión como contrario a los principios fundamentales de la constitución, y a sus altos fines
morales, políticos y sociales”. El senador Pizarro encarnaba así, no solo el pensamiento doctrinario
de los católicos, sino el pensamiento político de oposición a la ley.
El primero de los ministros que hizo uso de la palabra en nombre del Poder Ejecutivo fue
el doctor Filemón Posse, quien concurrió acompañado por el ministro del interior. Los diarios
oficiales le asignaban la paternidad de la ley y anunciaban el proyecto como una feliz combinación
hallada por él, que sorteaba los aspectos religiosos dentro del respeto más estricto a los principios
católicos.
El ministro había calificado de oposición política al gobierno la actitud asumida por el
doctor Pizarro. Éste en uso de la palabra aclaraba: “señor presidente: dos días he hablado en esta
cámara, y no he hablado ni de la política, ni del telégrafo, ni del correo; no he hablado de las obras
de salubridad, de la revolución en Tucumán, de la deposición del gobernador de Córdoba; no he
hablado de ninguna de estas cosas; no he hecho política; no he hecho lo que pudiera llamarse
oposición al gobierno; no he hecho sino impugnar el proyecto en discusión. ¿impugnar el proyecto
es hacer oposición al gobierno? Por supuesto que si, y confieso que lo hago, no con espíritu de
parcialidad, de hostilidad política a la situación actual, sino al acto malo de la administración
actual; a este acto que viene a romper entre nosotros el principio de unidad religiosa que es uno
de los principios fundamentales de la unidad nacional”. Para el doctor Pizarro, como para los
católicos, hacer desaparecer en la ley, en las costumbres públicas, en la familia, la sociedad, el
carácter cristiano, el vínculo más fuerte de la unidad nacional, era romper la unión nacional,
suprimir el esencial elemento de cohesión espiritual.
Sea por apoyar a su colega del culto, sea porque el proyecto era caro a sus intereses, la
palabra del doctor Wilde se hizo escuchar también en dos largas sesiones.
Hasta ese momento, la oposición al proyecto no se hacía en nombre del dogma católico,
que Pizarro no había tocado. El hecho de replicar al criterio ateo y materialista del doctor Wilde lo
obligaría, solo entonces, a recurrir a un planteamiento doble. El doctor Wilde había expresado
que la ley debería haberse dictado mucho antes, desde el gobierno de Rivadavia, y Pizarro
respondió: Si era así y pudo darse por razón de sus hombres ¿por qué no se dio? “Porque
respetaban la opinión pública, el sentimiento religioso del país, la voluntad nacional (…) ellos se
creían en el deber de respetar al país y no pretendieron tener derecho a imponerle sus ideas
contra la ley”.
Puesta a votación la aprobación en general, resultó favorable a los liberales por 16 votos
contra 9.
Refiriéndose al resultado final el diario La Unión comentaba: “El liberalismo puede
felicitarse como quiera del triunfo obtenido en el Senado por el proyecto de ley de matrimonio
civil. El hecho es que el gobierno solo lo ha sostenido en la discusión, y una mayoría parlamentaria,
con dos o tres excepciones, esclava y hechura del mismo gobierno, lo ha votado. No es entonces
un triunfo liberal; es una imposición gubernativa, ni más ni menos que el enajenamiento de las
obras de salubridad de la Capital, ni más ni menos que la imposición de las fraudulentas elecciones
de 1886, etc.”.
Aprobado el proyecto en general y antes de entrar a su discusión particular, los senadores
Derqui, Del Valle, Zapata introdujeron un nuevo proyecto de modificaciones. A efectos de

151
estudiarlas, el Senado se constituyó en comisión haciendo uso de la palabra los dos primeros
senadores nombrados. Las reformas propiciadas eran de fondo y modificaban sustancialmente el
proyecto del ministro. Ahora el matrimonio civil se convertía en la secularización del matrimonio.
¿En qué consistía la política para el doctor Del Valle? Ya en el desarrollo de su discurso decía el
senador: “...el proyecto del poder ejecutivo adolece del defecto de querer satisfacer a los católicos
y liberales, y no haber satisfecho ni a los liberales ni a los católicos”.
El propio diario Sud-américa confesaba: “Es imposible desconocer que el proyecto del
doctor Posse implicaba una concesión muy grande a la exigencia de la Iglesia y tan asi lo
comprendió el ministro de Culto, que él mismo se apresuró, en su discurso, a ponerse del lado de
los que querían una ley y no un feto de ley”. Este mismo diario agregaba: “Ahora bien, el proyecto
que ha sido adoptado y sancionado ayer es el proyecto del doctor Wilde, ese proyecto que el
ministro del interior tenía preparado de tiempo atrás y que representa lo mejor que se ha podido
elaborar en este orden de cosas.” La derrota del doctor Posse no podía ser más evidente y la tutela
del doctor Wilde más probada. El proyecto de los tres senadores resultó aprobado finalmente.
Poco antes de iniciarse el debate en Senadores el diputado correntino Juan Balestra
redactó apresuradamente un proyecto de matrimonio civil y divorcio. El diario situacioncita Sud-
américa tenía a su cargo la tarea de favorecerlo con su propaganda, intentando convencer a sus
lectores de que ese proyecto tenia resonancia en todo el país. Realmente, si es que la tenía, lo era
por lo extraño y exótico de su iniciativa. Lo esencial del mismo estaba calcado de la ley francesa de
Naquet, adaptado a la índole de nuestro medio social, y consistía en sustituir el matrimonio
religioso por el matrimonio civil y la separación de los conyugues sin disolución del vínculo
matrimonial por el divorcio completo y absoluto.
Para muchos, este nuevo proyecto parecía tener la finalidad de sacudir la inercia del
congreso y decidirlo a ocuparse del proyecto de matrimonio civil remitido por el Poder Ejecutivo,
que de hecho provocaba menor resistencia. Si bien esto era una táctica velada, no dejaba, en el
fondo, de señalar un fenómeno subterráneo de distanciamiento entre ambos exponentes del
pensamiento directivo del Partido Nacional.
A mediados de octubre, el proyecto sancionado pasó a diputados. La comisión de
legislación que lo estudiaba introdujo algunas modificaciones que acentuaron su carácter liberal.
Obraban en poder de esta comisión dos proyectos, a saber: el que venía con sanción favorable del
Senado y el introducido en Diputados por el doctor Balestra. Al defender el despacho de la
comisión el miembro informante, que era el diputado Zorrilla, expresó que se había tomado como
base la sanción del Senado, “..prescindiendo del proyecto del diputado por Corrientes, que tiene
otro pensamiento y del que la comisión no ha querido ocuparse, dejándolo solo como un
antecedente, por si acaso en la discusión en particular se hablase de él”.
La exposición de réplica del diputado Estrada puede dividirse en tres partes: 1) la filosofía
cristiana de la sociedad; 2) la concepción espiritualista de la constitución; 3) La concepción
cristiana del matrimonio. En la primera parte, resumió sus ideas de filosofía política en torno al
esquema de la sociedad familiar y civil, y demostró que la forma primordial de la sociedad es la
familia y que el Estado no es más que un medio de ayuda a los fines de la familia. “El Estado no
puede constituir el núcleo fundamental de la familia legislando sobre el vínculo conyugal”.
Entrando luego al estudio del texto constitucional, señalaba que la invocación a Dios
escrita en el preámbulo tenía un alto sentido político. “Y cuando una constitución se dicta en
nombre de Dios todopoderoso, esa constitución confiesa que los poderes públicos que crea, están
subordinados a ese poder supremo”.
En la tercera parte de su discurso, resumía la idea cristiana del matrimonio. Para Estrada,
el proyecto venía a propiciar una política que conducía a la perdida de los caracteres esenciales de

152
la familia argentina, que era el último elemento capaz de contener el materialismo que invadía el
país.
Otra de las voces representativas del pensamiento cristiano católico fue la del doctor
Goyena. El orador comenzó afirmando que no había visto preceder, a la presentación de ese
proyecto, uno de esos movimientos populares que exigen del legislador un cambio en las
instituciones. “Este proyecto-expresó- ha salido de la cabeza de algunos hombres públicos, no ha
brotado, de las entrañas de la sociedad”. Legislar como hombres de estado era para Goyena
estudiar desapasionadamente la sociedad, conocerla como era, darse cuenta de su carácter e
interpretando sus tendencias, expresarlas en la ley, abriles camino y hacer así más prospera la vida
nacional.
La votación fue solicitadas por el diputado Olmedo pues consideraba que el debate había
llegado a su límite, resultando sancionado el proyecto por 48 votos contra 4. Con fecha 2 de
noviembre de 1888 quedaba sancionada la ley.

Garcia Basalo, Javier, Garcia Zavaleta, Secularización, desacralización, imágenes y poder

Introducción
Nos proponemos presentar sumariamente algunos rasgos característicos del tratamiento
que un conocido periódico satírico de caricaturas editado en Buenos Aires- El Mosquito- dispenso
a las cuestiones religiosas que se agitaron durante la década de 1880. Dado que este tratamiento
resultaba ser una variable dependiente de los vínculos coyunturales que el director de la
publicación, Henry Stein, establecía con el poder político, su estudio remite a las formas en que
ese poder procuraba modelar una opinión pública que legitimara sus decisiones. En los últimos
lustros estas han sido explicadas preferentemente-retomando el argumento entonces oficial-en
términos de secularización y afirmación del Estado-nación, aceptándose en consecuencia para la
voz anticlericalismo una acepción funcional a esa mirada. La posibilidad de leer en esos hechos
también una dimensión propiamente religiosa-es por cierto la experiencia de los fieles de la
época- es ahora generalmente descartada, en ocasiones por razones militantes u objetivos
apologéticos.
El instrumento y la melodía
Ni el género que Stein cultiva-el periodismo satírico que hace de la caricatura su
procedimiento principal-ni los recursos puestos en juego para dar forma a sus composiciones, ni
los contenidos que nutren sus mensajes, pueden considerarse originales. A Hispanoamérica la
prensa satírica y burlesca ilustrada llega, junto con las innovaciones técnicas del arte gráfico que
hacen posible su mayor difusión, por mediación tanto francesa como española. Para México por
ejemplo Bonilla Reyna ha señalado la pionera figura del español Joaquín Giménez y la temprana
influencia del francés Alfredo Bablot, así como las dificultades que para hallar dibujantes idóneos
enfrentan los primeros difusores del recurso sistemático a la caricatura puesta al servicio de la
propaganda política. Para el caso chileno Zaldivar ha postulado el carácter periférico pero
integrado en un espacio curoamericano del medio que estudia, como un modo de explicar esa
fascinante (…) reproducción casi exacta de caricaturas europeas en las que se mantiene el dibujo
cambiando solo la cara de los protagonistas, sin tener por ello que rotular el fenómeno como un
plagio. El Mosquito, por cierto, ha comenzado su trayectoria declarado, como era habitual, su
admiración por Le Charivari y Punch, arquetipos del género. Hacia 1880 su título, la viñeta que

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agrupa en torno al mismo reconocidos personajes de actualidad o el encabezamiento de algunas
de sus columnas, son elementos que comparte con hojas semejantes de ese espacio cultural al
que remite Zaldivar. Sin embargo, si en la obra de Stein, incorporado al periódico en 1868, no es
difícil hallar un considerable número de aquellos topoi que pueden tenerse por clásicos tanto
como adaptaciones de motivos legendarios, históricos, teatrales, etc, recursos ya ensayados por
los maestros europeos un ágil dominio del arte le permite poner su lápiz al servicio de nuevas
escenas que con frecuencia, como lo prueban las notas conservadas en su archivo personal, han
sido sugeridas por oficiosos colaboradores o por el momentáneo comprador de su talento.
El mundo de ideas al que ese arte va a servir con singular eficacia tendrá en Stein un
asalariado más o menos convencido según los casos, pero no, naturalmente, un pensador o
ideólogo, eventualidad inverosímil en un medio periodístico en el que hasta sus más brillantes
publicistas no dejan de tematizar incansablemente ideas recibidas y-si debiera aceptarse la
sugestión de La Unión-no enteramente comprendidas.
Los vínculos con el poder político
Durante la segunda mitad del siglo XIX los estrechos vínculos entre prensa y política en
Argentina se articulan relaciones jerárquicas de variado tipo entre líderes, clientelas, editores y
periodistas. En un extremo poco frecuentado el líder es editor, columnista y aun copropietario de la
publicación; en otro muy común, un periodista logra sostener su diario enfeudando a sus sucesivos
señores sus columnas y su pluma a cambio de un apoyo económico que puede revestir formas
diversas, desde la suscripción y los favores próximos a la prebenda hasta el pago efectivo. Stein no
fue ajeno a estas prácticas, y acaso el secreto de la larga vida de su hoja este cerca de ellas. En todo
caso la línea editorial del semanario a lo largo de los años 80 resultaría incomprensible omitiéndose
este aspecto. En efecto, el 16 de mayo de 1882 stein vende la empresa de El Mosquito tanto en su
parte ilustrada como igualmente en la literaria, para que ella sea puesta al servicio del Partido
Autonomista Nacional de la provincia, a cuyo frente se encuentra el Sr. Dr. Don Dardo Rocha, por
el término de dos años. Aleccionados por la anterior conducta de Stein- en los 70, mientras serbia
con El Mosquito al Partido Autonomista bonaerense no se consideró inhibido para trabajar a sueldo
del mitrismo, bajo el seudónimo, en otra hoja-los compradores incluyeron una cláusula que lo
comprometía de la manera más formal y caballeresca a no prestar su lápiz y talento para
publicaciones análogas.
En todo este tiempo, cuanto se acerca al tema religioso en las páginas del semanario
confirma la tradicional inquina de la hoja hacia personas, creencias e instituciones católicas.
En manos de Rocha El Mosquito refleja periódicamente los extremos del librepensamiento
sin enredar decididamente las cuestiones religiosas con la política local, en coherencia con la
estrategia que sigue el gobernador, quien procura aparecer en la mejor sintonía posible con el
gobierno nacional. Todo cambia hacia el final del mandato de Rocha, en coincidencia con la
expiración del contrato de Stein, que abre también para roca una nueva etapa cuyo norte es impedir
el acceso del porteño a la presidencia. Las cuestiones religiosas son en esa estrategia un recurso
esencial para fracturar un frente político que pudo resultarle fatal. Mientras El mosquito sirve a
Rocha, el gobierno de roca mantuvo cordiales relaciones con Stein facilitadas sin duda por la
antigua amistad del dibujante francés con Wilde y robustecidas por un procedimiento al que
frecuentemente el presidente recurre en aquel tiempo para atraer a figuras de la ciudad federalizada
que hacia 1881 estaban más cerca de la provincia: el presupuesto nacional.
Los motivos y las variaciones
El otro como objeto de discusión
A la hora de descifrar el mensaje que Stein modela y difunde a propósito de la cuestión
religiosa, la primera impresión que el observador percibe, como era de esperar en un caso de
propaganda política, es la presentación del conflicto en términos de polarización: una lucha entre
héroes y villanos.
Precisamente el grueso del ataque de Stein se dirige sobre el arzobispo de Buenos Aires,
Monseñor Aneiros. Aneiros (presente en el 30% de las publicaciones relevadas) y Estrada (28%),
pero alcanza también a los curas religiosos en general, a los laicos, al Papa y a la misma Iglesia

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Católica, tanto en su carácter temporal como divino. Monseñor Matera también fue blanco
principal, especialmente en el año de su expulsión, 1884. Aquella polarización entre católicos y
liberales- y aun entre lo católico y lo liberal – tiene un correlato necesario en la descalificación
sistemática que apunta tanto a la moralidad como a sus capacidades intelectuales. En cuanto a lo
primero, se atribuye a laicos y religiosos, entre otras ruindades, ambición de dinero y poder,
falsedad e hipocresía, ira y envidia, así como la inclinación a los vicios del alcohol, el juego, las
mujeres y la comida.
Abundan los ejemplos en que se asocia la iglesia con opresión y despotismo, o se ilustra al
católico apoyando regímenes tiránicos y violentos, o conspirando contra las autoridades violando la
ley e incitando al pueblo a la rebelión contra el poder legítimo. En contraposición, desde mediados
de 1884 los miembros del gobierno son ensalzados en su múltiple papel de constructores,
protectores y salvadores de los intereses de la Republica y del Pueblo.
El otro como objeto de persecución
En esa guerra las armas del adversario son tan despreciable como el mismo sus malignos
propósitos se corresponden con los desleales procedimientos que emplea para alcanzarlos. La
manipulación de conciencias- tópico que permite presentar a las víctimas como objeto de una
posible redención y focaliza al enemigo, en última instancia, en el mediador de los sagrado- tiene
como escenarios la predicación y el confesionario, y a las mujeres e inocentes como destinatarios
preferentes. Tal es el mensaje, por ejemplo, de “Los clericales en campaña. Campo estratégico”,
que ilustra a un sacerdote enseñando a una mujer que se confiesa la protesta contra la ley de
matrimonio civil y la induce-según sugiere el segundo cuadro de la composición- a extorsionar a su
marido en el lecho conyugal a fin de que adhiera a esa protesta.
Sin embargo, no importa cuán deshonestos sean los medios utilizados por los clericales en
esta batalla: sus esfuerzos están predestinados a una derrota inevitable. Se asigna a Wilde la
representación de Apolo. Cubierto por una ligera túnica y llevando en su mano una antorche- la luz
del progreso- la simbología clásica aparece drásticamente alterada con el agregado de una serpiente
con sombrero clerical que el dios pisa para desplazar la reminiscencia desde Apolo-Wilde a Wilde-
María. También a los novísimo remite el Roca Arcángel Miguel que vence al dragón-Matera.
La evidencia que imponen los materiales de El Mosquito confirma, ante todo, un carácter
coyuntural y político en esa predica. Es manifiesto el propósito de crear, transformar o confirmar
opiniones en favor de la secularización del Estado y de la adhesión a las medidas impulsadas por el
gobierno. Ambos objetivos obedecen por un lado al ideario liberal de Stein y, por otro, a las
indicaciones concretas ordenadas por hombres del poder político.
La producción de El Mosquito más bien confirma que sus mensajes implican
necesariamente valores, creencias, vigencias sociales, cuyo lugar de definición excede el ámbito de
los estrictamente político. De hecho, más allá de objetivos en ese campo, textos e imágenes remiten
con cierta frecuencia al núcleo de la fe. Supuesto denominador común que descalifica a la fe
católica, los argumentos constituyen una gradación temática: en ocasiones se defiende un
cristianismo depurado, y por cierto sometido al poder estatal. “Despojemos la religión fundada por
Cristo, de las imposturas clericales, limpiémosla de todos los falsos dogmas, sacramentos y
practicas tontas agregadas a ella por los sectarios y jesuitas pérfidos, cuyo fin no ha sido jamás otro
que el de dominar y avasallar los pueblos.
Sin embargo, Stein suele atravesar esta barrera para cuestionar a Dios en su poder y en su
bondad, para negar la divinidad de Cristo, para calificar a la oración de ridícula e ineficaz o rotular
la creencia en la vida después de la muerte como un producto de la imaginación, etc.
Recursos icónicos
Entre los pares opuestos que Stein utiliza con mayor frecuencia se cuentan estos: Bondad-
maldad, belleza-fealdad, sabiduría ignorancia, luz-oscuridad, progreso-retraso, republica-tiranía,
verdad-mentira, masculino-femenino, victoria-derrota, fuerte-débil, y calificativos afines a estas
ideas.
Es habitual por ejemplo que acompañen a los católicos, con frecuencia en ambientes
ensombrecidos, todo tipo de alimañas, delincuentes o muebles vetustos, que asocian a su imagen a
lo oscuro, obsoleto o criminal. Por el contrario, rodean a los miembros del gobierno ambientes

155
elegantes o de trabajo y símbolos republicanos que trasuntan la idea del liberal radiante, activo,
progresista y respetuoso de la ley.
Como se ha insinuado, el vestido tiene un papel fundamental en el logro de la impresión
deseada. No es casual que con frecuencia se vista al católico con prendas harapientas y andrajosas,
que acentúan su condición de inferior y perdedor. Por el contrario, los liberales llevan atuendos
elegantes y a la moda, túnicas romanas o ropas del trabajo, que destacan su superioridad y su
espíritu progresista y republicano.
Este es el caso del sombrero clerical, el cual no solo distingue a los miembros del grupo
católico, sino que también remite a los defectos que los caracterizan. El botín ha sido elegido por
Stein para simbolizar corrupción que atribuye a las acciones de Rocha y, en adelante denota una
personalidad que recurre a métodos poco honestos para enriquecerse. En contraste, los liberales
suelen llevar galeras y gorros frigios, sugiriendo así su condición de republicanos y de hombres
serios, tanto en sus objetos como en su proceder.
Los objetos accesorios que a menudo acompañan a los personajes cumplen también la
finalidad de transmitir mensajes por sí mismos, así como de identificar facciones o ideologías. Los
católicos llevan muchas veces flagelo y apagadores. En cuanto al apagador, remite a la idea de un
catolicismo antiprogesista y militante, que intenta apagar las luces del entendimiento y defiende el
oscurantismo y la ignorancia. Los personajes del gobierno, por el contrario, suelen ser acompañados
por alegorías de la Republica, escudos patrios y gorros frigios.
La deformación física. El caso de Aneiros es particularmente ilustrativo en este aspecto:
mediante la exageración de su gordura y el agregado de labios gruesos y carnosos quiere sugerirse
una personalidad libidinosa y propensa a la gula. Otra forma mu habitual de deformación es la
animalización del rostro y/o del cuerpo.
Los gestos o disposiciones físicas. A modo de ejemplo Estrada dibujado, por un lado, de
rodillas, encogido u orando con gesto de compungido, sugiere un hombre mojigato, sumiso y
obsecuente.
Consideraciones finales
De los límites de esta aproximación se desprenden varias posibilidades para profundizar en
el estudio de los contenidos de la publicación. En cuanto a lo figurativo esto podría rehacerse
concentrando la atención en un corpus representativo que permita una consideración
circunstanciada y detallada de cada composición. En segundo lugar, los textos fueron aquí
considerados como auxiliares para la comprensión de lo figurativo (como anclaje o enlaces), Sin
embargo, las diversas columnas del semanario-editorial, biografías, picotones y epigrafías,
actualidad, crítica teatral, narraciones satíricas o costumbristas, etc.-tienen interés por si mismas en
orden a particularizar tanto el análisis del mensaje como el de los recursos lingüísticos empleados
para transmitirlo. En tercer lugar, hemos indicado que en sus formas de representación queda
manifiesta la fidelidad de El Mosquito a los canones de genero de la caricatura y a las reglas de la
propaganda. Sobre esto último, como se ha insinuado en diversas notas, confrontar
sistemáticamente los hechos del periódico con las composiciones y los textos que sobre ellos
publica El Mosquito, permitirá desentrañar la complejidad que encierra la relación entre realidad
acontecida y realidad representada.
Subordinado a típicos compromisos de prensa partidaria, El Mosquito modula, sujetándose
a ellos, un mensaje siempre fiel a la dogmática del librepensamiento decimonónico pero adaptado y
ordenado a los fines facciosos que debe servir en primer término. Si la oportunidad y los límites de
la predica depende de aquella subordinación, los mensajes de El Mosquito no se limitan a defender
un Estado laico o neutro que excluya de su ámbito de poder la esfera religiosa de la sociedad. Más
aun la neutralidad religiosa del Estado puede quebrarse razonablemente en un sentido negativo; esto
es, el Estado tendría un papel religioso que cumplir no ya en orden a imponer una religión, sino a
contribuir a marginarla de la vida social. Tras este propósito, naturalmente, late una idea de Estado
cuyos límites tienden a confundirse con los de aquella: según esa predica secularización del Estado
y secularización de la sociedad parecen identificarse en una misma causa. En cuanto a la tópica del
mensaje, el relevamiento es elocuente en tanto en lo que se refiere a la construcción de un nosotros-
ellos que trace el límite de la exclusión, como a la sujeción reiteradamente propuesta y a la ruina
gozosamente anunciada del excluido.

156
LEVAGGI, Abelardo, La iglesia y sus relaciones con el Estado
Incomunicación con Roma a partir de la revolución de mayo
Por el patronato que el rey de España ejercía sobre la iglesia indiana, el sumo pontífice no
tenia comunicación directa con esta sino solo a través de aquel. El monarca era el intermediario
obligado en esa relación y, sin él, no había comunicación posible.
El papa siguió considerando a Hispanoamérica como parte de la monarquía española y todo
intento americano por salir del aislamiento fue inútil. Si la Santa Sede aceptaba abrir un camino de
comunicación directa era como negar sus derechos tradicionales.
El rey español, por medio de su embajador en Roma, vetó todo conato de aproximación
hispanoamericana a la corte pontificia, que se redujo a mantenerse a la espera de los
acontecimientos.
Los primeros gobiernos patrios y el derecho de patronato
La primera junta estableció en su reglamento del 28 de mayo que los asuntos de patronato
se dirigirán a ella en los mismos términos que a los virreyes, sin perjuicio de las extensiones a que
legalmente condujera el sucesivo estado de la península. Desde entonces se atribuyó el
vicepresidente que le correspondía al representante del rey, pero sin dejar de prever el ejercicio
futuro del propio patronato que permanecía en el monarca, si los sucesos españoles así lo exigían.
La constitución de 1819 se encargaría de despejar las dudas que podían subsistir. Atribuyó
al Poder Ejecutivo el nombramiento de los arzobispos y obispos a propuesta en terna del senado
(art.86), después de haber dicho que la religión católica apostólica romana era la religión del
Estado, que el gobierno le debía la más eficaz y poderosa protección, y los habitantes todo respeto,
y que la infracción a esa norma seria mirada como una violación de las leyes fundamentales
(art.11).
La reforma eclesiástica bonaerense y su extensión a las provincias cuyanas
Los principios sustentados eran la primacía del poder civil sobre el religioso, la exaltación
de las atribuciones de los obispos en desmedro de las pontificas, y la preferencia por el clero secular
frente a las órdenes religiosas.
Objetivo de las medidas adoptadas fueron la constitución de la iglesia y, sobre todo, sus
inmunidades fiscal y judicial y su patrimonio verdadero botín codiciado y repartido por los
reformadores. El plan fue crear una clase numerosa de compradores de los bienes eclesiásticos,
quienes, en defensa de sus intereses, se solidarizarían con la reforma y se opondrían a toda
restauración del orden de cosas anterior. El programa se dirigió a debilitar las bases de sustentación
económica de la iglesia, coartar su independencia y anularía como factor de poder frente al Estado.
La ley fundamental del programa fue la llamada de “reforma del clero” dictada el 21 de
diciembre de 1822. Declaró abolido el fuero eclesiástico y los diezmos. En su afán intervencionista,
cambio el nombre del Seminario conciliar por el colegio nacional de estudios eclesiásticos, y el de
cabildo por el senado del clero. Fijo requisitos para hacer profesión religiosa y reguló el
funcionamiento de los conventos y monasterios Confisco los bienes de las casas suprimidas y
reglamento la administración de los bienes de las subsistentes.
Viaje de Pedro Luis Pacheco A roma en 1821
Desde los primeros años fue evidente el deseo de entrar en relaciones con la Silla apostólica
para buscar una solución a los problemas que aquejaban a la iglesia, entre los que ocupaba el primer

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lugar la vacancia de diócesis. Haciéndose eco de esta inquietud, el Congreso de Tucumán invitó al
poder ejecutivo, el mismo día que proclamó la independencia, a enviar diputados a Roma con ese
fin.
A fines de 1819, el provincial de Santo Domingo, Mariano Suarez, planteó, al director
supremo Rondeau la necesidad que tenían de ocurrir al maestro general de la orden residente en
Roma por estar cortada la comunicación con el vicario general de Madrid. El director no consideró
conveniente, en esa circunstancia, un acercamiento a la corte pontificia, que continuaba sometida a
las presiones españolas, pero anunció que estaría a la mira de la primera coyuntura favorable que se
presentase, sin exponer a grandes riesgos los intereses políticos y religiosos del Estado.
Descartada por la historiografía una supuesta misión de Valentín Gómez en 1816 o 1817, la
primera que se llevó a cabo fue la de un antiguo profesor de cánones en la Universidad de Córdoba,
el franciscano Pedro Luis Pacheco, quien fue conocido en la ciudad eterna como “Fray Pedro el
americano”.
Una vez resueltos los problemas de la orden, acometió la segunda parte de su empresa ante
la secretaría de Estado vaticana. Presentó varios memoriales, en los que expuso la situación ruinosa
en que se encontraban las provincias del Plata y trató de convencer a la curia romana del envió de
un vicario apostólico, nombramiento de obispos y publicación de una bula contra los errores
corrientes. Fue la suya la primera noticia cierta que se tuvo en Roma del estado de la iglesia
rioplatense. El interés que despertó en la corte pontificia se tradujo poco después en el envío del
arzobispo Juan Muzi.
Misión de Juan Muzi al plata en 1824
Al mismo tiempo que Pacheco, el arcediano José Ignacio Cienfuegos, ministro
plenipotenciario de Chile en Roma, intentaba que fuese a su nación un vicario apostólico con
amplias facultades. Adquirida conciencia de la gravedad de la situación, la Santa Sede se resolvió,
finalmente, a despachar la primera misión a América, al solo efecto de llevar alivio espiritual a los
católicos de esas naciones. En abril de 1823 designó a Muzi para presidirla con el título de Vicario
apostólico de Chile.
Las instrucciones era que el vicario debía dedicarse a ordenar los asuntos eclesiásticos
alternados o confusos por la injuria de los tiempos. Aunque la designación hecha a Muzi era para
Chile, sus facultades incluían Buenos Aires donde podría administrar la confirmación, legitimar los
nombramientos irregulares que se habían hecho desde la revolución y resolver los problemas de
conciencia planteados.
Llegó a esta ciudad el 4 de enero de 1824, en un mal momento para dialogar con las
autoridades civiles. Estaba fresco el recuerdo de la reforma eclesiástica y temía el gobierno que el
emisario la desaprobara e intentara abolirla. Por su parte, no estaba dispuesto a hacerse ninguna
concesión.
Permaneció en Buenos Aires únicamente doce días. En viaje a Chile pasó por Mendoza,
donde el gobierno y el clero le tributaron una cálida acogida, que contrastó con la frialdad que había
encontrado en aquella ciudad. De regreso informó desde Montevideo a sus superiores que por
doquiera predominaba el liberalismo irreligioso y que eran nulas las posibilidades de hacer el bien
en esas tierras.
El “memorial ajustado de 1834”. Doctrina de Vélez Sarfield
Gregorio XVI dio un paso adelante y promovió a Medrano (Vicario apostólico de la
diócesis de Buenos Aires), el 2 de julio de 1832, a obispo propietario. Simultáneamente, designó a
Mariano José de Escalada obispo de Aulon con la idea de que sucediera a aquel, llegada la
oportunidad.
El 4 de diciembre de 1833, pidió autorización al ministro Manuel José García para publicar
un “memorial ajustado” de los expedientes que se habían seguido sobre la provisión de la diócesis.
Autorizada la publicación, convocó a varios teólogos, canonistas y juristas para que
opinasen de catorce proposiciones que contenían las bases y los principios del procedimiento del
gobierno. Las mismas se pueden reducir a la que declaraba que, entre los derechos y regalías de la
soberanía, era la “más preciosa y principal” el supremo patronato. Las otras le atribuían el derecho
de nominación, división de territorios, erección de iglesias, obediencia bajo juramento, y declaraban

158
subsistente la incomunicación con Roma mientras no se firmase concordato. El memorial fue citado
en adelante para fundamentar la tesis del patronato nacional y como fuente doctrinal de la clausulas
respectivas de la constitución de 1853.
La opinión en esa oportunidad por Vélez Sarfield se destaca por su independencia de juicio
y sanos propósitos, pero también por algunas contradicciones. Según él, el real patronato nación
para compensar el inmenso poder que los monarcas habían depositado en la iglesia. No lo considera
un atributo esencial en la construcción de los gobiernos y dice que, tal vez, por el bien mismo de las
iglesias, no se debió dar causa a su creación, expresión ésta de deseos que no se compadece con las
circunstancias históricas de aquellos siglos lejanos.
Reconoce el principio de la retroversión de la soberanía del rey a la nación, incluido el de
derecho de patronato que la integra, pero le parece indispensable negociarlos con el sumo pontífice,
es decir, someterlo a un concordato, porque se refería a sus facultades.
En 1854 Veléz Sarfield publicó su único libro de doctrina, que tituló relaciones del estado
con la iglesia en la antigua américa española. Consideró absolutamente necesario reformar la
legislación vigente, que subordinaba la iglesia al Estado y destruía la independencia que debían
guardar ambas potestades. Una nueva ley de patronato debía fijar las nuevas relaciones, partiendo
de la premisa de que el interés de la iglesia era tan sagrado como el fin y el interés de los gobiernos
y los pueblos. El Estado le debía más amplia protección para la propagación de su doctrina,
conservación de sus instituciones, sostenimiento de sus autoridades y obediencia de sus mandatos.
La iglesia, por su parte, le había concedido derechos especiales que convenía preservar.
La administración de los sacramentos, entre estos el matrimonio, seria del resorte exclusivo
de la iglesia, y se le reconocería el derecho de adquirir bienes, bajo algunas condiciones. Dejarla en
la incapacidad de hacerlo era condenarla a la más degradante e injusta tutela y privar al pueblo
católico de uno de sus primeros derechos.
La iglesia ante la constitución y el código civil
Las constituciones y proyectos de constitución anteriores a 1853 habían declarado religión
oficial a la católica. Por primera vez no lo hizo la constitución de ese año, que se limitó a decir-
separándose, además, del proyecto de Alberdi-que el gobierno federal “sostiene el culto católico
apostólico romano”:
La constitución ratificó, por otra parte, el régimen del patronato nacional, cuyo arreglo
confió al poder legislativo. Atribuyó a la justicia federal el conocimiento en los recursos de fuerza-
clausula derogada en la reforma de 1860- y al Congreso la aprobación de los concordatos, así como
promover la conversión de los indios al catolicismo. Entre los requisitos para ser electo presidente o
vicepresidente incluyó la pertenencia a la religión católica. Además, proclamó la libertad de culto.
El código civil sancionado en 1869, obra de Velez Sarfield, reconoció a la iglesia un lugar
destacado en el ordenamiento jurídico. Llego a considerar al catolicismo “religión de Estado”;
calificó a la iglesia de persona jurídica de existencia necesaria, que, por ende, no requiere de
autorización alguna de los poderes públicos para actuar, y a los establecimientos y comunidades
religiosas, de existencia posible, sujetos a poseer un patrimonio propio y ser aptos para adquirir
derechos y contraer obligaciones. Reguló el matrimonio según el derecho canónico.
Mariano Marini, primer representante diplomático pontificio en la argentina
Pio IX instituyó al arzobispo de Palmira, Mariano Marini, primer delegado apostólico con
rango diplomático en la Confederación Argentina, Estado de Buenos Aires, Bolivia, Chile,
Paraguay y Uruguay. Una vez en Paraná, presentó sus cartas credenciales y fue reconocido por
decreto el 12 de febrero de 1858. Urquiza lo recibió con efusivas muestras de complacencia.
El decreto del 20 de septiembre de1863 rezaba en sus considerandos, que el carácter de
delgado apostólico era desconocido por el derecho público eclesiástico que importaba una tendencia
constituir autoridades superiores a las de los obispos, y que el gobierno solo podía reconocer a los
representantes de la Santa Sede como agentes diplomáticos, sin permitirles el ejercicio de sus
facultades que menoscabasen la jurisdicción de los ordinarios.
La drástica reacción de la Santa Sede causó impacto en el gobierno, que no había medido
las consecuencias de sus actos. Cambió el tono altanero usado hasta entonces por uno más
diplomático. Se lamentó de la determinación y protesto no haber pretendido en manera alguna

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menoscabar las prerrogativas del delegado sino conciliarlas con las del Estado en cuanto era
posible.
Marini dilató su partida porque interpretó que la nueva actitud del gobierno reparaba la
ofensa anterior y porque pensó que un alejamiento precipitado en esas circunstancias podía ser
dañoso para la iglesia. Transcurrido un tiempo prudencial, dejó el plata.
Expulsión del delegado apostólico Luis Matera en 1884
El gobierno argentino tomó la iniciativa en el negocio del concordato y solicitó al sumo
pontífice que a tal fin diera poderes especiales e instrucciones a su delegado. Respondió León XIII
el 30 de agosto de 1882 con una conceptuosa carta en la que observó que la práctica era tratar esos
asuntos en Roma, por lo que esperaba el despacho de un enviado extraordinario con plenos poderes.
No obstante, esto, para complacer al presidente en cuanto era posible, aceptó que iniciara las
conversaciones con Matera, quien obraría en ese caso como intermediario.
Desde que el conspicuo masón Eduardo Wilde reemplazó a Pizarro al frente del ministerio,
en abril de 1882, poco a poco cambió el tenor de las relaciones entre las dos potestades.
El incidente con la Santa Sede comenzó en Córdoba. Obedeció a la contratación en los
Estados Unidos de maestras protestantes para enseñar en la escuela normal de niñas, que estaba por
abrirse en esa ciudad. El vicario capitular de la diócesis cordobesa en sede vacante, jerónimo
Emiliano Clara suscribió, el 25 de abril de 1884 una carta pastoral, reprobando esa decisión e
indicando que a ningún padre católico le era licito enviar sus hijas a dicha escuela.
El gobierno dio intervención al procurador general, que por entonces era Eduardo Costa.
Fundado en su opinión, suspendió a Clara en sus funciones y lo separó del gobierno del obispado e
instruyó al fiscal federal en Córdoba para que lo acusara criminalmente.
Había sido nombrado el nuevo obispo de Córdova, fray Juan Capistrano Tissera, y con
motivo de su consagración, Matera viajó a esa ciudad. Una vez allí le fue solicitada una entrevista,
que él supuso de cortesía, con algunas damas católicas. Al hacerse presente se sorprendió de ver
muchas señoras y señoritas, entre ellas la directora de la escuela de niñas. Francisca Armonstrog, y
algunas profesoras. Le hablaron de la intranquilidad en que estaban sus conciencias y le pidieron
consejo. Él le explicó que la iglesia no aprobaba que niñas católicas fueran a escuelas dirigidas por
directoras y maestras no católicas, por el peligro que había de que se corrompiera su fe, y que
exhortaba, por lo tanto, a los padres a abstenerse cuanto era posible de enviarlas. Para sosegarlas,
les sugirió que se dirigieran al gobierno y le solicitaran una declaración en el sentido de que no
intentaba hacer proselitismo protestante con semejantes escuelas y que no se oponía a que el obispo
mandase a enseñar historia sagrada y catecismo, no a que visitase a las niñas de tiempo en tiempo
para comprobar su grado de instrucción en esas materias.
La directora escribió a Wilde en los términos sugeridos y provocó la reacción totalmente
desproporcionada de este. Sin guardar un elemental estilo diplomático, se valió del periódico oficial
La tribuna nacional para acusar a la silla apostólica de revolver estos países por medio de sus
delegados, y a Matera decirle claramente que se fuera a la mayor brevedad posible. Por su parte, el
ministro de exteriores Francisco J. Ortiz, le pidió explicaciones.
Éste recordando la buena relación personal que tenía con Roca, le solicitó por carta privada,
desde Córdoba, que desaprobase la campaña de agravios y se ofreció a darle, en la misma forma
privada, las explicaciones necesarias. En vez de mantener el dialogo en el nivel de discreción y
prudencia en que lo situaba Matera, el presidente hizo pública su nota.
El 13 de octubre, el gobierno lo emplazó a abandonar el territorio nacional en veinticuatro
horas. Antes de que hubieran transcurrido, Matera viajó a Montevideo.

Misiones a la Santa Sede de Milciades Echague y Vicente Quesada


El primer acercamiento concreto se intentó en noviembre de 1887. El ministro de exteriores
confió a Milciades Echague una misión ante la curia romana para arreglar la división del

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arquidiócesis de Buenos Aires. La misión de Echague fracasó porque se excedió de sus
atribuciones. Pretendió construir una legación en Roma y fue desautorizado.
La segunda misión la protagonizó Vicente Quesada. Las instrucciones que recibió aclaraban
que el objetivo principal era defender el derecho de patronato inherente a la soberanía nacional, y
facilitar los procedimientos regulares para su ejercicio. El 3 de octubre de1892 llegó a la ciudad
eterna. Tuvo una excelente recepción y en pocos días logró la aceptación del candidato del Poder
ejecutivo para la diócesis de Salta. No se esperaban otros resultados de la misión y no los produjo.
Restablecimiento de las relaciones amistosas en 1900
En 1895 el presidente José Evaristo Uriburu comisionó a Carlos Calvo, embajador en
Berlín, a fin de que hiciese la presentación de Iladislao Castellano para el cargo de arzobispo de
Buenos Aires. Al recibirlo con tal motivo, León XIII, le entregó una memoria acerca de la
normalización de las relaciones con la argentina, que el embajador envió al poder ejecutivo.
En octubre de 1898, al iniciar Julio A. Roca su segundo periodo como presidente, el obispo
de La Plata, Mariano Antonio Espinosa, advirtió al secretario de Estado pontificio, cardenal
Rampolla, que aquel estaba arrepentido de los errores cometidos en el pasado y que la disposición
de su ánimo se había vuelto favorable a las buenas relaciones con la Santa Sede.
La nueva actitud del presidente fue confirmada por el vicario apostólico de la Patagonia.
Autorizado por Roca, le transmitió que éste vería de buen agrado la existencia en Buenos Aires de
un representante papal y que estaba resuelto, por su parte, a acreditar uno suyo en Roma. El elegido
para la misión fue nuevamente Carlos Calvo, a la sazón embajador en Francia.
El 15 de enero de 1900, le respondió Rampolla que el papa quería mostrar una particular
deferencia hacia el gobierno argentino por la reanudación de las relaciones diplomáticas estables.
Había resuelto, por lo tanto, hacer una excepcional concesión y acreditar en Buenos Aires el
internuncio apostólico solicitado.
En efecto, envió con este carácter al arzobispo Arsinoe, Antonio Sabatucci. El 16 de mayo
arribó a Buenos Aires y una semana después fue reconocido por el gobierno. Con ese objeto había
acreditado al ministro en Francia con igual carácter ante la santa sede y esta había correspondido,
acreditando en la Argentina un internuncio, designación que había recaído en un sacerdote digno de
toda consideración.
En Roma, el secretario de la representación argentina, Alberto Blancas, reemplazó a Calvo
en enero de 1906, con el rango de encargado de negocios, y un año después con el de enviado
extraordinario y ministro plenipotenciario.

161
Unidad 7: Progreso, inmigración y cuestión social
MOYA, Jose, Primos y extranjeros. La inmigración española en Buenos Aires 1850-1930
Capítulo I: Cinco revoluciones globales
Dimensiones macro estructurales de la emigración en España
Hacia fines de 1882 el vicecónsul argentino en Mataró, España, envió un despacho al
ministro de relaciones exteriores de Buenos Aires con la siguiente información: “Las huelgas y el
malestar laboral que enviaron a 5.000 trabajadores a la caridad publica han empujado a cientos de
ellos a través del océano atraídos por la economía floreciente del Rio de la Plata”.
Podríamos encontrar miles de lugares donde la crisis, el hambre, la guerra, la desnutrición
y toda una gama de factores de expulsión jamás fomentaron la emigración, y otros en los cuales
tierras fértiles y desocupadas, economías florecientes, salarios altos y otros factores de atracción
nunca tentaron a nadie a inmigrar.
En termino generales, cinco tendencias concurrentes e interrelacionadas, a las que se
suele denominar revoluciones, pueden explicar por qué se produjo un desplazamiento masivo de
personas entre mediados del siglo XIX y la Gran depresión.
La revolución demográfica
La revolución demográfica implicó altas tasas de crecimiento, así como, y por primera vez
en la historia del continente, una expansión continua e ininterrumpida, prácticamente libre de
plagas asoladoras o de guerras devastadoras. La emigración masiva y el descenso de la natalidad
reemplazaron a las plagas y las guerras como formas de control de este sistema emergente.
Hacia mediados del siglo XIX, cuando se reanudó la emigración desde España, la tendencia
ya se había afirmado. Mi análisis de todos los padrones inéditos del censo de Buenos Aires de
1855 demuestra que en esa fecha más del 80% de los españoles en la ciudad provenían de zonas
costeras del atlántico norte, cantábricas y mediterráneas.
La Galicia superpoblada proporcionó por si sola cuatro decimos de los recién llegados;
proporción que crecía hasta un 54% en las décadas siguientes.
Los vascos, muchos de los cuales huían de la devastación provocada por las guerras
carlistas, ocuparon el segundo lugar en importancia numérica y representaron casi un cuarto de
los españoles establecidos en la ciudad, proporción que declinaría hacia finales de siglo. Durante
estos primeros años, los vascos se sintieron atraídos por las oportunidades que ofrecían la
flamante industria ovina y los saladeros.
No obstante, la emigración española alcanzó su pico en fecha relativamente tardía. De
hecho, en el caso de la Argentina, la inmigración española solo alcanzó proporciones masivas en la
primera década del siglo XX, después que la inmigración italiana.
La expansión demográfica por sí misma no conduce a una migración masiva. El hecho de
que después de la interrupción del movimiento transatlántico del siglo XVIII provocado por las
Guerras Napoleónicas, Gran Bretaña y Alemania volvieron a sumarse al flujo con mayor vigor
mientras España y Portugal no hicieron otro tanto, sugiere que el desarrollo tardío de las otras
cuatro revoluciones en la península ibérica puede explicar la paradoja por la cual los primeros
europeos en migrar hacia el Nuevo Mundo también se encontraron entre los últimos en unirse de
manera masiva al éxodo del siglo XIX.
La revolución liberal
Según la visión de los economistas clásicos pesimistas, la población aumentaba con mayor
celeridad que los medios de subsistencia, y este desequilibrio llegaría a producir efectos
catastróficos. El mensaje encontró oídos particularmente receptivos en una enorme cantidad de

162
administradores municipales que habían experimentado las amenazas del exceso de población. La
primera defensa de la emigración libre no tuvo su origen en altos dignatarios reales sino en estos
funcionarios locales de menor importancia.
Los economistas clásicos optimistas a pesar de que dedicaron mucha más tinta al libre
tránsito de mercaderías, el apoyo al libre movimiento de personas era un tema implícito en sus
escritos. La mano invisible que movía con naturalidad y eficiencia mercaderías y capital
lógicamente podría hacer otro tanto con la mano de obra.
La revolución agrícola
En algunos países de Europa, la transición de una agricultura de subsistencia a una
agricultura comercial dio como resultado un crecimiento notable en eficiencia y productividad. El
aumento de la productividad significó que menos granjeros podían alimentar a más personas, y la
desaparición de las tierras comunales arruinó a aquellos campesinos que no pudieron convertirse
en empresario agrícolas. En España a diferencia de lo que sucedió en Francia, la desaparición del
sistema de agricultura señorial se produjo relativamente tarde, y a través de una revolución desde
arriba.
Resulta más exacto adjudicar la emigración a una relativa prosperidad que achacarla a
males y adversidades reales o supuestos. Tal como he demostrado, cualquiera que sea el método
y nivel de análisis-nacional, regional, provincial, municipal, parroquial-los datos indican
consistentemente que el éxodo no se inició en las zonas más empobrecidas y carentes de equidad
sino en aquellas relativamente mejor ubicadas y más democráticas en el plano económico, y
dentro de esas zonas, quienes emigraron no fueron los campesinos más pobres sino sus vecinos
más afortunados. Mi propósito no consiste en demostrar que la revolución agrícola liberal no
engendró pobreza sino indicar que el lazo entre la transición a la agricultura capitalista y la
emigración debe buscarse en otra parte porque las comunidades y las personas que quedaron
empobrecidas por dicho proceso casi nunca emigraron.
No obstante, aunque sea por comparación, la agricultura más autárquica del ancien
regime ofrecia un nivel de seguridad espartana, interrumpido únicamente por hambrunas
ocasionales y una ausencia de oportunidades para todos con la excepción de un puñado de
terratenientes. La agricultura comercial fue minando la base de ambos. Quebró la tranquilidad de
la campiña al introducir los derechos de propiedad absolutos (que convirtieron a la tierra en una
mercancía y socavaron la seguridad de la tenencia tradicional y la enfiteusis del pasado señorial);
la fluctuación (en el valor de la tierra, la demanda, los precios y el mercado nacional e
internacional); la codicia propietaria (por parte de una burguesía rural cada vez más ambiciosa y
deseosa de las tierras de sus vecinos menos emprendedores, o menos rapaces); y la competencia
(en todas partes, desde la originada por el vecino de al lado hasta la de las tierras lejanas a las
cuales emigrarían muchos de ellos).
La revolución industrial
A medida que avanzaba el siglo XIX, el uso creciente de carbón, hierro y maquinaria más
pesada pusieron en evidencia sus repercusiones. Hacia finales de siglo, el acero y la electricidad
propulsaron la producción a mayores alturas.
La industrialización se alimentaba del exceso de mano de obra rural producido por el
crecimiento demográfico y la agricultura comercial y, a su vez, alentaba un mayor movimiento
poblacional al desplazar y, al mismo tiempo, atraer a los artesanos rurales. Su relación con la
urbanización y la migración interna resulta evidente.
Mis datos sobre los españoles en Buenos Aires alrededor de mediados del siglo XIX indican
que inclusive en aquellos casos en los cuales los primeros flujos se originaron en áreas no

163
industrializadas, como Galicia y Andalucía, la mayoría de los inmigrantes partió de ciudades más
grandes en las cuales ya se estaba produciendo un proceso de protoindustrializacion.
Al no encontrar el obstáculo de las aduanas internas, las mercaderías de sus fábricas
desplazaron a muchas de las industrias artesanales y caseras de toda la península. El desarrollo
acelerado de una industria de la lana en Cataluña a mediados del siglo XIX, por ejemplo, significó
un golpe mortal para miles de pequeños telares en toda España.
Algunos de mis datos también muestran que: 1) las áreas industrializadas que atraían
migrantes internos también enviaban a sus hijos a través del océano; 2) estas zonas solían servir
como lugar de paso en una migración en etapas; es decir, muchos inmigrantes de las zonas rurales
de Buenos Aires habían residido antes en ciudades industriales; y 3) también existió una especie
de migración en etapas dilatada; es decir, los miembros de una generación migraban desde la
campiña hacia el centro industrial y los hijos nacidos allí, ya adultos, emigraban a la argentina.
La revolución del transporte
Las mejoras en el transporte por lo general apuntaban a movilizar mercancías en vez de
personas. A mediados del siglo XIX, los emigrantes hacia américa del norte se habían convertido
en un artículo de flete más, que se aprovechaba para llenar barcos a medio con cargar con
mercancías. A partir del siglo XIX, los barcos de vapor fueron reemplazando cada vez más a las
naves a vela, la hélice suplantó a la incómoda rueda de paletas y los cascos de hierro se
impusieron sobre los de madera. Las mejoras en la tecnología y la aparición de la competencia
produjeron una rebaja fuerte de los precios a niveles inferiores a los de la década de 1850.
El tren amplió la base de posibles emigrantes, pues facilitó la participación de las regiones
del interior. A principios de 1880, los puertos de emigración de La Coruña y Vigo ya estaban
conectados con el resto de Galicia, León y el norte en general. Junto con la seguridad, el bajo
costo y la celeridad, el ferrocarril ofrecía a los emigrantes más opciones en cuanto a los puntos de
embarque y la posibilidad de eludir las prácticas monopólicas de las firmas navieras.
Conclusión
En algunos momentos y lugares sin duda hubo alguna relación entre malas cosechas,
inundaciones, malestar laboral, impuestos altos y demás y el aumento de la emigración. Pero la
inmensa mayoría de los fracasos en las cosechas, inundaciones, huelgas, aumento de los
impuestos y otras desgracias de la existencia humana jamás desembocaron en la emigración. En
realidad como se ha demostrado, la emigración no se relacionaba con la falta de industrias, sino
con los efectos desestabilizadores de las primeras épocas de la industrialización; no con la
paralización socioeconómica sino con el cambio, la transición y el desplazamiento y el flujo fue
menor en las áreas más pobres y entre las personas más necesitadas.

Capitulo II: La Argentina se convierte en un país de inmigrantes

La revolución demográfica europea afectó el crecimiento económico de la argentina y la


inmigración en sentidos fundamentales. La proliferación de la población en el viejo mundo, en
especial el incremento en la proporción de áreas urbanas que no cultivaban sus propios alimentos,
generó una demanda de productos de zonas templadas que facilitó la integración de la Argentina
en el sistema de comercio del atlántico. Y este mercado, con una demanda creciente de alimentos
de un lado del atlántico, generó sincrónicamente un mercado de trabajo en la otra orilla, pues si
bien la argentina poseía las tres mejores zonas agro ganaderas del planeta, carecía de agricultores
y ganaderos.

164
La necesidad de poblar el país mediante la inmigración se convirtió en un elemento central
del programa liberal de los nuevos líderes de la Republica, necesidad que alcanzó su mejor
expresión en la famosa frase de Juan Bautista Alberdi: “gobernar es poblar”.
La constitución de 1853 otorgó a todos los extranjeros los derechos civiles de la ciudadanía
y dio al gobierno federal el mandato de fomentar la inmigración europea. A fin de cumplir con esta
directiva constitucional el gobierno financió una comisión de inmigración fundada en 1856 por un
grupo de empresarios de Buenos Aires; la comisión fue nacionalizada en 1862 y llegó a convertirse
en un departamento dependiente de distintos ministerios. Entre 1864 y 1889, este departamento
nombró docenas de agentes encargados de la inmigración y la propaganda en varias ciudades
europeas y mantuvo el Hotel de inmigrantes en Buenos Aires.

Capitulo IV: La radicación en la ciudad

Dos nociones elementales, la famosa dicotomía rural-urbano de Ferdinand Toennies y la


noción de sucesión ecológica proporcionaron el esquema central de los dos conceptos básicos de
los estudios étnico-urbanos de la escuela de chicago. El gueto fue el primero de esos dos
conceptos. En su dimensión espacial, el gueto representaba un área segregada, compacta y
relativamente cerrada de primer asentamiento en los distritos centrales, industriales, con
alquileres bajos y decadentes de la ciudad.
El segundo concepto fue el de descentralización o movimiento hacia afuera. En su
dimensión espacial, esto significaba que los miembros del grupo inmigrante, especialmente la
segunda y tercera generación, se trasladaban, inevitablemente desde el enclave original en el
centro hacia zonas de asentamiento secundario en la semiperiferia de la ciudad, y más tarde a los
suburbios, y en cada etapa eran reemplazados por los recién llegados.
El concepto de cadena migratorio ofrece un enfoque diferente, aunque no opuesto, de la
cuestión del asentamiento de los inmigrantes. Pone el acento sobre la influencia de la aldea, el
parentesco y los lazos sociales de los inmigrantes en la elección del sitio de residencia en la ciudad
anfitriona. Este enfoque, usado sobre todo por los historiadores, nunca se presentó como una
alternativa al modelo de la Escuela de Chicago por dos razones básicas. En primer lugar, a
diferencia del paradigma sociológico de Chicago no ofrece un modelo de ecología urbana
comprehensivo, y la percepción sobre la evolución de las ciudades que proporcionaba es escasa o
nula. En segundo lugar, y también a diferencia del modelo de Chicago es ciego a las clases. Supone
que los inmigrantes pertenecían a una sola clase: el campesinado del viejo mundo o su
equivalente en el nuevo mundo: la clase baja urbana. El modelo sociológico de Chicago y el
concepto de cadena migratoria simplemente ofrecen la posibilidad teórica de integrar la ecología
urbana y las redes de inmigrantes, la clase socioeconómica y la cultura étnica, variables macro
estructurales y micro sociales, en el análisis de las pautas de asentamiento de Buenos Aires.

Asentamiento español en la gran aldea


La guerra de independencia argentina y la posterior lucha civil cortaron todas las
relaciones formales entre la nueva república y la antigua metrópoli, pero no afectaron los lazos de
parentesco y los paisajes entre los españoles de Buenos Aires y sus lugares de origen. A medida
que la situación se calmó, despertaron las cadenas migratorias adormecidas y comenzaron a
transportar una vez más información, ayuda y personas (en ese orden) a través del atlántico.
Estos patrones de emigración también ayudaron a configurar pautas de asentamiento.
Muchos de los inmigrantes españoles de fines del siglo XVIII, ligados, como vimos antes, a las
reformas imperiales y los decretos de libre comercio de los borbones, se habían instalado en lo
que en ese momento era el núcleo comercial y administrativo de la ciudad: la plaza central y el

165
área ubicada inmediatamente hacia el sur. En consecuencia, las cadenas renovadas tendieron a
llevar a los recién llegados al mismo lugar a pesar de que la administración imperial ya no existía,
la burocracia posterior no representaba una fuente de empleo y el eje comercial de la ciudad ya se
estaba desplazando hacia el extremo norte de la plaza central.
Sin embargo, a diferencia de la situación imperante en el pasado colonial, ahora los
españoles se encontraron con una legión de vecinos no ibéricos. Compartían la parte oeste de esta
zona con los franceses, la parte sur con los italianos y la del norte con los ingleses. Buenos Aires
era uno de las ciudades de inmigrantes con menor segregación étnica del mundo en aquel
momento.
Si se agrega la ocupación y los salarios a la alfabetización como medidas de posición social,
los resultados confirman la centralización habitacional de los grupos más acomodados. Entre los
nacidos en España, los empleados ganaban dos veces más que los obreros no calificados, sus tasas
de alfabetización eran nueve veces mayores y era cinco veces más probable que vivieran en la
zona céntrica de la ciudad. Los empleados domésticos, que por lo general Vivian en las casas de
quienes podían darse el lujo de pagarles, eran los únicos trabajadores de la clase baja que se
concentraban en los barrios del centro.

Patrones de asentamiento de los grupos regionales españoles


Andalucía, por ejemplo, era un de las regiones más atrasadas de la península ibérica,
caracterizada por latifundios improductivos y un campesinado sin tierra, pauperizado. Sin
embargo, los andaluces de Buenos Aires era el grupo con mayor nivel de alfabetización entre los
grupos regionales españoles, exhibían la menor concentración en tareas no calificadas y la mayor
concentración en trabajos especializados, no manuales alto y profesionales. El 47% vivía en los
cuatro cuarteles del centro de la ciudad.
Con escasas nociones sobre las tierras que yacían del otro lado del mar y con aun menos
información acerca de cómo llegar hasta ellas, el campesinado andaluz permaneció en su casa
durante buena parte del siglo XIX. Por lo tanto, la mayoría de los andaluces que llegaron a Buenos
Aires procedían de áreas ubicadas a lo largo de los principales canales de información con sólidos
contactos en américa: ciudades con puertos de ultramar o en sus adyacencias, particularmente
Cádiz, el puerto de Santa María, Gibraltar y Málaga.
El éxodo tardío y escaso del campesinado y el consiguiente trasfondo urbano de los recién
llegados condujo a un nivel ocupacional relativamente alto que, a su vez, provocó su centralización
habitacional. También influyó el hecho de que llegaron a través de cadenas que volvieron a
despertar después de yacer dormidas durante el caos posterior a la independencia, pero que se
remontaban a fines del siglo XVIII, cuando Cádiz era el principal eslabón comercial entre la
metrópoli y el virreinato del Rio de la Plata. Esta elite mercantil ex colonial se había establecido en
lo que había sido el centro comercial de la época, las aéreas al sur de la plaza central, y,
naturalmente, los sobrinos y sobrinas recién llegados siguieron su ejemplo.

De gran aldea a gran metrópoli


Al despuntar 1890 la capital argentina tenía más habitaciones que todas las otras ciudades
de américa latina. En 1914 solo Nueva York la superaba.
El agua y las cloacas municipales cambiaron la ciudad en muchos sentidos. Pozos, cisternas
y aguateros no tardaron en convertirse en recuerdos. Otro tanto sucedió con las lavanderas a la
orilla del rio. El agua corriente no fue el único elemento que mejoró la situación sanitaria
municipal. La desaparición del tranvía a caballos en 1910 ayudó a los barrenderos de otra forma, y
sucedió otro tanto con el progresivo reemplazo de sus calles de tierra por sendas con adoquines,

166
granito, cemento o asfalto. La introducción del foso séptico en 1902 significó una bendición
antiséptica para los retretes de los alrededores de la ciudad. La recolección de basura por parte de
la municipalidad se extendió sin cesar desde 1870. A partir de su introducción en 1881, la
electricidad empezó a reemplazar sistemáticamente al gas en el alumbrado de las calles, tal como
el gas había desplazado antes al aceite y las velas de sebo.

Patrones habitacionales de los españoles en la gran metrópoli


La comunidad española superó, en términos relativos, el crecimiento demográfico de
Buenos Aires. De seis mil integrantes, en 1855 saltó a 105.000 medio siglo después, y la proporción
en relación con la población total de la ciudad aumento del 6% al 11%. En la década siguiente, las
corrientes inmigratorias triplicaron el volumen hasta alcanzar 307.000 en 1914, cifra que
representaba uno de cada cinco porteños y la mayor concentración de españoles en el mundo
fuera de Madrid o Barcelona.
A medida que ascendía el número de españoles en Buenos Aires, su distribución espacial
permaneció notoriamente estable. Entre 1887 y 1930 la zona sur y al oeste de la plaza central
siempre tuvo la mayor concentración de españoles en toda la ciudad. La concentración de
instituciones y comercios de inmigrantes españoles reforzaban el ambiente ibérico de la zona.
Según vimos antes, en la pequeña ciudad de mediados del siglo XIX la centralización
geográfica se relacionaba directamente con un nivel social superior. Hacia la primera década del
siglo XX, sin embargo, Buenos Aires había desarrollado muchas de las condiciones necesarias para
responder al modelo de Burgess de pobreza en el centro de la ciudad y traslado a los suburbios:
una población heterogénea en términos de clase, etnia y composición familiar; inmigración
continua; suburbios en expansión con servicios públicos; un sistema eficiente de transporte que
conectaba la periferia con el centro; fabricas peligrosas o contaminantes, y diferenciación espacial
creciente (dentro de y entre las zonas residenciales y comerciales).
En 1887 la tasa de alfabetización de los distritos de la ciudad seguía disminuyendo a
medida que se alejaban del centro, tal como en 1855. Los mismo pasaba en 1895. Una vez más,
igual que a mediados del siglo XIX, los grupos nacionales alfabetizados estaban más centralizados
y, dentro de cada grupo, los individuos alfabetizados se concentraban más en el centro que sus
compatriotas menos educados.
Durante la primera década del siglo XX, la reubicación en la periferia representaba con
mayor frecuencia una señal de fracaso y no huida desde el gueto hacia el suburbio. En la década
siguiente, gracias a la mejora del transporte, los servicios municipales y las posibilidades de
adquirir una vivienda en las circunscripciones alejadas del centro, el desplazamiento resultó más
neutral. Sin embargo, todavía no existía una correlación positiva entre el éxito económico y la
movilidad hacia la periferia.
Varios factores explican en la persistencia del elevado prestigio del centro de la ciudad. La
ubicación constante de la capital argentina como un centro fundamentalmente comercial y
administrativo facilitaba la conservación en el núcleo urbano de una base económica limpia
sustentada por el sector terciario. El hecho de que las mejoras y los servicios infraestructurales
mencionados en la sección anterior se iniciaban en el centro y solían ser supriores allí, aportaba
una razón más para la conservación de su prestigio. Y la continuidad del proceso inmigratorio
argentina no incitaba a los grupos más antiguos a abandonar sus barrios ante la incursión de
recién llegados muy distintos en los aspectos étnico y social. En consecuencia, lo que se dio en
Buenos Aires, al igual que en la mayoría de las ciudades europeas, fue un movimiento poblacional
hacia afuera, continuo pero moderado y normal a medida que la ciudad se extendía en esa
dirección.

167
No obstante, la mayoría de la clase trabajadora del Buenos Aires de fin del siglo XIX no
vivía en las pequeñas habitaciones de los conventillos con cinco niños, basura, excrementos, gatos,
perros y ratas que solían describir los reformadores sociales, sino en pequeñas casas poco
atractivas, con dos o tres habitaciones, ubicadas en la periferia.
Segregación
En la argentina la inmigración no solamente empezó más tarde y fue menos masiva que en
los Estados Unidos sino tampoco se produjo una división tan tajante entre oleadas tempranas y
tardías. Los altos índices de segregación en las ciudades de los Estados Unidos alrededor de 1910
obedecían, en cierta medida, al carácter repentino y abrupto de la inmigración proveniente del sur
y este de Europa, así como a la consiguiente distancia socioeconómica (no solo socio-cultural) que
los separaba de los nativos del lugar y de los inmigrantes más antiguos oriundos del norte de
Europa. Por otro lado, la mayor homogeneidad en la fecha de llegada de los inmigrantes a la
argentina impidió que se generaran abismos socioeconómicos entre ellos, con la consiguiente
separación espacial. El mayor grado de continuidad en la composición de la corriente (con un
predominio ítalo-hispano en todo el periodo) desalentó aún más la deserción de los lugares de
residencia.
La alta segregación de los rusos y los inmigrantes del medio oriente en Buenos Aires, muy
parecidos a los nuevos inmigrantes de América del Norte en el sentido de que llegaron tarde y de
pocos los habían precedido en la ciudad durante el siglo XIX, confirma la importancia de las
comunidades de largo arraigo en la adaptación habitacional de aquellos que llegaban más tarde.
La brecha cultural, lingüística y religiosa entre estos dos últimos grupos y la ciudad
anfitriona sin duda pesó en su aislamiento residencial, pero aquí también, la hipótesis de la
distancia social tiene sus límites. Después de todo, los españoles siempre estuvieron mas
segregados que los italianos, tanto del resto de la población como de los argentinos. Desde el
comienzo, e independientemente del momento cuando se produjo la llegada, lo italianos
demostraron mayor capacidad o disposición para mezclarse con la población local.

Zimmerman, Eduardo, Los liberales reformistas

El Trasfondo ideológico del reformismo liberal


Los fundamentos de un orden liberal conservador
Una de las características del orden político del periodo que ha sido frecuentemente
destacada es el alto grado de acuerdo existente entre los principales actores sobre los
fundamentos políticos y económicos de la sociedad argentina. El liberalismo y el conservadurismo,
influencias presentes en alguna forma u otra en prácticamente todas las fuerzas políticas
organizadas, sirvieron como un piso ideológico común sobre el cual la diversidad y el disenso se
levantaron con frecuencia.
El liberalismo latinoamericano del siglo diecinueve abarcaba una variedad de temas que
excedían la identificación con el laissez faire económico; temas que iban desde la preocupación
por el establecimiento de garantías constitucionales protectoras de los derechos individuales hasta
el apoyo a un proceso de secularización social que redujera o eliminara la influencia de la religión
católica. Por otra parte, los liberales latinoamericanos debieron conciliar su preocupación por los
límites del poder estatal con la exigencia del proceso de construcción de las naciones-estados
respectivas, lo que no siempre produjo posiciones doctrinarias o políticas totalmente coherentes.
En este sentido, se ha argumentado que en la américa latina del siglo diecinueve, conservador y
liberal fueron muchas veces interpretados como características complementarias más que

168
opuestas de un sistema político, dado el dilema que planteaban a las nuevas naciones la dicotomía
entre orden y libertad.
La constitución nacional de 1853 había sancionado esa fórmula al seguir la receta de
progreso imaginada por Alberdi: la extensión de amplias libertades civiles y económicas junto a
una estructura de poder político centralizada y concentrada en el Ejecutivo. Tanto Roca como
Pellegrini, por, ejemplo, argumentaron en favor de un enfoque gradualista y prudente de los
cambios políticos, anteponiendo la necesidad de un proceso de mejora de hábitos y costumbres a
cualquier reforma institucional drástica. Aun entre quienes fueron ardientes promotores de la
reforma electoral de 1912 hubo quienes rescataban el valor de una aproximación conservadora a
la política. Indalecio Gómez, ministro del interior y diseñador de la reforma, reconoció durante los
debates parlamentarios de la nueva ley electoral que el sistema que estaba por ser transformado
había al menos tenido éxito en conformar una clase conservadora de una voluntad y energía
capaces de resistir la anarquía, la revolución y el desorden.
En el plano doctrinario los católicos basaron su oposición al liberalismo en las negativas
consecuencias que el proceso de secularización tendría en términos de concentración del poder en
el Estado y la consecuente eliminación de instituciones sociales intermedias. Esta crítica se
extendía al debate sobre la cuestión social: el Estado liberal era responsable tanto por el
predominio del laissez faire económico que abandonaba a su suerte a los más necesitados, como
por el ataque a instituciones intermedias como la iglesia que tradicionalmente había servido como
refugio para tales emergencias.
Liberalismo e intervencionismo económico
Una de las áreas en las que la intervención o abstención del Estado provocó mayores
discusiones fue la de la protección arancelaria a la industria argentina. En 1899 el presidente Roca
reconocía a dirigentes industriales que la protección moderada resultaba una herramienta
necesaria para el desarrollo de la industria nacional, y Felipe Yofre, destacado dirigente roquista,
confirmaba la consolidación de Pellegrini como líder de una corriente proteccionista dentro del
Partido Autonomista Nacional.
En 1887 el presidente Juárez Celman afirmaba en su mensaje anual al congreso que era
conveniente para la nacion el entregar a la industria privada la construcción y la explotación de las
obras publicas que por su índole no sean inherentes a la soberanía. Por una parte, Eduardo Wilde,
reasentando al gobierno y a favor del proyecto, como Aristóbulo del Valle, que se oponía al
mismo. Coincidían en que los gobiernos son malos administradores.
El radicalismo
Hasta 1916 la Unión Cívica radical no difería demasiado del oficialismo en cuanto a la
visión del papel que le correspondía jugar al Estado dentro del prevaleciente clima de liberalismo
económicos.
Que tras la sanción de la ley Sáenz peña los radicales estaban ansiosos por aparecer como
una alternativa a los socialistas para el voto obrero quedó demostrado por algunos de sus
representantes en el Congreso. Proyectos de legislación social como la regulación de las
condiciones laborales para mujeres y niños, o el establecimiento de seguros obligatorios contra
accidentes de trabajo, fueron promovidos y/o apoyados entusiastamente por los diputados
radicales.
El movimiento social católico
Círculos obreros católicos creados en la década de 1880 y que apuntaban a la difusión y
defensa de los principios católicos entre los trabajadores, y luego a contrarrestar la creciente
influencia del socialismo en el movimiento obrero. La encíclica rerum novarum de Leon XIII(1891)
dio gran impulso a la formación de estas asociaciones, y en 1895 el padre Federico Grote fundó en

169
Buenos Aires la federación de círculos obreros católicos que contaba al año siguiente con
representaciones a lo largo del país.
En 1909 siguiendo una recomendación del tercer congreso nacional católico de 1908, se
fundó la Liga Social Argentina, que tenía como propósitos alentar la organización social bajo los
principios cristianos, la lucha contra las tendencias subversivas en la sociedad, y el elevamiento
moral e intelectual en todas las profesiones y clases sociales.
En cuanto a las propuestas institucionales concretas, algunas vertientes dentro del
movimiento católico enfatizaban la necesidad de atemperar los excesos y errores implícitos en el
capitalismo y la democracia liberal a través del establecimiento de un sistema que reconociera el
valor de las corporaciones y el principio de la representación funcional. En 1914 se reproducía un
detallado programa de acción elaborado por la Unión democrática cristiana que incluía entre sus
propuestas de política social el reconocimiento legal de los sindicatos, el cumplimiento de la
legislación laboral existente, la jornada laboral de ocho horas, un salario mínimo legal, la
responsabilidad de los empleadores por los accidentes de trabajo, la organización de fondos de
pensiones y bolsas de empleo, y la creación de un ministerio del trabajo y de consejos
profesionales que facilitarían la gestión.
El socialismo y la burguesía inteligente
Con la fundación del Partido Socialista Obrero en 1895 se consagró en el país la línea
reformista del socialismo europeo basada en el reconocimiento de la política parlamentaria y el
impulso al cooperativismo, principios que Juan B. Justo había absorbido del partido socialista belga
con el que mantuvo contactos en su viaje de 1895.
Los socialistas enfrentaban una dura competencia en las asociaciones obreras al chocar
con la rotunda negativa de los anarquistas a participar en la política partidaria o a luchar por
reformas parciales. Los socialistas favorecían una aproximación gradualista a la reforma social,
rechazando lo que consideraban el revolucionismo extremo postulado por los anarquistas.
La dirigencia partidaria socialista estaba compuesta por dos grupos profesionales:
médicos, abogados. El partido había atraído además algunos de los más brillantes intelectuales y
escritores de la época.
Por una parte, las posturas en favor del librecambio y del patrón oro que mantuvo el
socialismo lo acercaban frecuentemente a las posiciones de los liberales ortodoxos en materia
económica. Por otra parte, el anticlericalismo operó como un factor de acercamiento: alarmado
por la creciente influencia del movimiento social católico en las organizaciones obreras, el
socialista Alfredo Palacios propuso la creación de los círculos obreros liberales como un posible
mecanismo para contrarrestar el rebote del clericalismo.
Respuesta a la cuestión obrera
Miguel Cane y Carlos Pellegrini
Como ya se ha mencionado, la represión del anarquismo fue solamente una cara de la
actitud hacia la cuestión obrera de parte de los grupos gobernantes liberales. La contrapartida a
esta política de exclusión fue el acercamiento al reformismo del Partido Socialista, y las diversas
propuestas de solución a la cuestión obrera que partieron de los grupos reformistas liberales,
propuestas que apuntaban a la sanción de un programa moderado de reforma social. Miguel Cané
ilustró en sus opiniones sobre esta materia esa estrategia selectiva de los grupos liberales.
En 1899, ahora como senador nacional, Cané volvió al tema de la cuestión social con su ya
mencionado proyecto de ley de expulsión de extranjeros, antecedente de la ley de residencia de
1902, que se centraba más en la necesidad de reprimir el fenómeno anarquista que en soluciones
de tipo general a la cuestión obrera. El mismo Cané afirmaría en 1904 que la ley de residencia era
una ley concebida y sancionada contra el crimen y no contra el derecho, y que de ningún modo

170
debía aplicarse esta ley como solución a las huelgas y las reivindicaciones sociales legitimas.
Advertía que la única solución a los nuevos problemas radicaba en abaratar la vida del obrero, y la
responsabilidad máxima en este sentido le cabía al gobierno, a través de la supresión de los
impuestos excesivos sobre los artículos de consumo, consecuencia de los excesos presupuestarios.
El proyecto de ley nacional del trabajo de 1904
El proyecto de código penal de 1904 representó el punto más alto de acercamiento entre
el liberalismo entre el liberalismo reformista de algunas figuras del gobierno, principalmente
Joaquín V. Gonzales, inspirador del proyecto, y el socialismo moderado del Partido Socialista, o al
menos de algunos de sus integrantes y adherentes.
Gonzales, autor de la redacción del código y del mensaje de envió al congreso, compuso
una vasta obra de 465 artículos, divididos en 14 artículos, que trataban sobre los extranjeros, el
contrato de trabajo, agentes intermediarios, accidentes de trabajo, duración de la jornada, trabajo
a domicilio, trabajo de menores y mujeres, contrato de aprendizaje, trabajo de los indios,
condiciones de seguridad e higiene en las industrias, asociaciones industriales y obreras,
autoridades administrativas y tribunales de conciliación y arbitraje.
El proyecto, si bien con una serie de excepciones para casos especiales, establecía la
jornada máxima de trabajo de 8 horas (jornada semanal de 48 hs para adultos y de 44 hs para
menores entre 16 y 18 años), uno de los puntos que, dado su carácter avanzado en términos de
legislación comparada, produjo más oposición por parte de los grupos industriales; fijaba el
descanso dominical; regulaba estrictamente las condiciones de trabajo de mujeres y menores, y de
higiene y seguridad en los lugares de trabajo.
Se regulaba la organización de asociaciones profesionales industriales y obreras, se creaba
una junta nacional del trabajo como autoridad administrativa en el campo de las relaciones
laborales, y se establecían tribunales de conciliación y arbitraje para solucionar las disputas
laborales.
Los beneficios concedidos a las asociaciones legales, consistían en la facultad de concertar
contratos colectivos de trabajo, de confederarse con otras asociaciones, y el derecho al fuero de
conciliación y arbitraje.
Por último, se establecía la creación de tribunales de conciliación y arbitraje para dirimir
las controversias derivadas del contrato de trabajo, inspirados en similares mecanismos
establecidos en Australia y los Estados Unidos.
A pesar de las muchas concesiones que el proyecto hacia a las demandas sociales de los
grupos obreros, las restricciones que imponía a las prácticas de los sindicatos finalmente
decidieron la oposición de los mismos. Como excepción, los círculos católicos obreros apoyaron el
proyecto, felicitando a Gonzales por su intento de estimular al verdadero trabajador, encauzando
sus tendencias hacia el orden.
Los industriales agrupados en la Unión Industrial Argentina (UIA) reconocieron también la
importancia del proyecto, aunque haciendo notar que precisamente lo ambicioso del mismo hacia
desaconsejable su sanción.
Respuesta a la cuestión obrera
La nueva legislación
Este desarrollo de la nueva legislación se vio impulsado desde sus comienzos por la
presencia en la cámara de diputados del socialista Alfredo Palacios, quien se incorporó a la misma
en forma casi simultánea a la presentación del proyecto Gonzales. En 1905, a un año de su
incorporación, se sancionó la ley de descanso dominical, tras una propuesta de Palacios para
reglamentarlo en el proyecto Gonzales sobre la materia se sancionará como ley aparte. En otra ley

171
se dictaminó de que los menores de 16 años no trabajarían más de 8 horas por día, ni más de 48
horas semanales.
Dada la impopularidad del nombramiento del jefe policial como árbitro y mediador
impuesto durante la presidencia de Quintana, Matienzo propuso en 1908 la reforma de dicho
decreto, sustituyendo al jefe policial por una comisión de gremios obreros y capitalistas, aunque
sin mayores resultados y durante los años siguientes el arbitraje fue más frecuentemente el
producto de una imposición gubernamental que al resultado de mecanismos institucionales
formados por empleadores y empleados. En las huelgas ferroviarias de fines de 1910 y 1911, el
ministro del interior, Indalecio Gómez, intervino en forma directa como mediador, fallando a favor
de las demandas de los trabajadores, lo que fue visto con poco agrado por los directivos de las
empresas.
El departamento nacional el trabajo
En marzo de 1907 el Poder Ejecutivo dictó sendos decretos instalando el Departamentos
Nacional del trabajo bajo la presidencia de José Nicolás Matienzo. Se limitaban las funciones del
nuevo organismo a aquellas de índole técnica e informativa, excluyéndose funciones de policía
industrial y comercial. Renunció y fue sustituido por Marco M. Avellaneda, hijo del ministro del
interior.
En septiembre de 1912, tras la presentación de varios proyectos, la comisión de legislación
de la cámara de diputados se expidió un proyecto que, tras varias modificaciones fue sancionado
en octubre como ley de organización del DNT. La ley sancionó la creación de tres secciones:
Legislación, Estadística e inspección y vigilancia, además de la creación de un registro de
colocaciones con el objeto de coordinar la oferta y la demanda del trabajo, al igual que vigilar a las
agencias particulares de colocaciones. Se autorizaba también a la DNT a convocar consejos de
trabajo, compuestos por igual número de obreros y patrones como mecanismos de conciliación y
arbitraje.

AUZA, Néstor, “Los católicos argentinos”


Los círculos obreros (1892-1950)
A partir de 1883 se intentan formar círculos obreros, pero sin resultados favorables. Sin
embargo, se forman asociaciones de socorros mutuos. Esto demostraba que los católicos tenían
cierta conciencia de la cuestión social, y que sus intentos no prosperan debido a los acontecimientos
políticos.
Recién en 1892 comenzarán a formarse los círculos obreros por iniciativa del padre
Federico Grote, a pesar de la falta de medios y capacidad de organización de los católicos. Para
1912 habría 77 círculos en todo el país.
El Padre Grote fundó los círculos con el fin de atraer a los obreros al influjo de la iglesia
para promover su bienestar temporal y moral, y alejados de los antros de perdición y de las predicas
liberales y socialistas.
Los círculos tendrían a obreros de diferentes profesiones, edades y orígenes para ejercer
sobre ellos una formación moral, religiosa y social (colaboración de las clases sociales). Esta obra
reclamaba obreros de convicciones morales arraigados y capacitados para la acción social en la
plena conciencia de sus derechos, obligaciones y responsabilidades. Los círculos no estaban
limitados solo a los obreros, sino que también admitía a personas de distintas categorías sociales y
profesiones.
La realidad social de los obreros era penosa, con bajos salarios y extensas jornadas
laborales. Las conglomeraciones obreras tendían a la lucha de clases. El sindicalismo anarquista
tenía como fin la agremiación con fines de lucha y no el mejoramiento de la clase obrera.
El segundo congreso nacional católico estableció las siguientes resoluciones; secundar y
propiciar la creación de círculos obreros; creación de sociedades de protección de la familia obrera;

172
trabajar por una legislación social que reglamentara el contrato de trabajo de mujeres y menores, el
descanso dominical, los accidentes de trabajo, el segundo obrero, el arbitraje en la solución de
conflictos laborales; creación de sociedades de socorros mutuos; construcción de casas económicas
para obreros; creación de un secretariado del trabajo.
En 1895 se organizó la federación de los círculos obreros y el año siguiente la obra estaba
extendida en toda la República. Contando con 17 círculos, cuatro mil afiliados y diez escuelas
diurnas y nocturnas. A ello hay que sumar atención médica, farmacéutica y jurídica; cooperativas,
agencias de trabajo, bibliotecas, veladas recreativas y musicales, etc.
El esfuerzo católico se comprende haciendo recuento de sus periódicos: La defensa (1895-
1898), La Voz del obrero (1899-1902), El Pueblo (1901).
Los congresos de los círculos obreros:
I. Congreso de Buenos Aires de 1898: En materia social se pronunció en favor de una ley
que reglamentaba el trabajo de los menores y mujeres en las fábricas; y dirigió al Congreso de la
Nacion para pedir la ley de descanso dominical y la edificación de casas económicas para los
obreros.
III. Congreso de Córdoba de 1906: En orientación social propone la creación de círculos de
estudios sociales que, logran la formación doctrinaria y social de los socios, y la creación de
agencias de trabajo para evitar la dictadura patronal y sindical de los obreros.
En junio de 1912 tras el alejamiento de Grote, asumió la presidencia de La confederación
de los círculos, Alejandro Bunge. Una de sus propuestas era la formación de gremios; idea que
pertenecía a Grote pero que su alejamiento le impidió llevar adelante. En abril de 1913 se crea el
gremio de carpinteros y en septiembre el sindicato de estibadores del puerto.
La Democracia Cristiana
El padre Grote entendió la necesidad de una organización que actuara directamente en
función de la sindicalización obrera surgiendo asi la “La liga democrática cristiana” en 1902. Su
programa establecía: 1) procurar la formación de corporaciones gremiales y profesionales, 2)
obtener una legislación protectora del trabajo y el obrero, 3) promoverá la confraternidad entre los
círculos obreros. Para lograr esto la liga realizará: A) conferencias y discusiones sobre temas
sociales, b) fundará bibliotecas de ciencias sociales gratuitas para socios, c) procurará difundir en la
juventud el amor al estudio de la cuestión social.
Las propuestas de la Liga dasocrática cristiana:
 Aspiraba al acceso de todos a la propiedad privada
 Supresión del trabajo de la mujer en la fábrica y protección de la familia
 Descanso dominical obligatorio
 Fijación de salario mínimo
 Jornada diaria de 8 horas y condiciones seguras e higiénicas en el trabajo
La labor gremial fue dura por la resistencia de sectores católicos conservadores y la
oposición de socialistas y anarquistas. Esto obligó a la liga a trabajar por fuera de los círculos
logrando en 1902 la Sociedad de carboníferos unidos y en 1903 el gremio de tipográficos.
En 1909 se crea la Liga Social Argentina. En el artículo primero de sus bases establecía:
“El objeto de la liga es sustentar la organización cristiana de la sociedad, combatir todo error o
tendencia subversiva en el terreno social e instruir al pueblo sobre los problemas que surgen en el
desarrollo moderno, a fin de cooperar en forma práctica o levantar intelectual o socialmente todos
las profesiones y clases sociales”. Los medios de lo que se valdría serian: propaganda oral y escrita,
oficinas de información, oradores, bibliotecas, publicaciones.
La obra legislativa de los social-cristiano (del diputado O Farrell)
 1905 ley de descanso dominical
 1907 ley de reglamento del trabajo de la mujeres y menores
El clima intelectual
La empresa de formar escuelas y colegios, a partir de 1884 fue incompleta debido, en parte,
a la ausencia de una universidad católica. Las cátedras universitarias eran ocupadas por liberales.
Para suplir esta deficiencia se insistió en los círculos, como en la democracia cristiana y la liga

173
social, por crear y mantener los círculos de estudios sociales. Recién en 1910 se inauguró la
universidad católica, que funcionaria hasta 1920.
Las preocupaciones principales hasta 1920 fueron el liberalismo anti-cristiano, el
marxismo, el naturalismo, el socialismo y el anarquismo, y la lucha contra los vicios como el
alcoholismo.
Política y católicos (1892-1916)
 La unión católica se disgrega en 1892 por la desaparición de las principales figuras
y disminución de la agresividad liberal. Apagaron la candidatura de Luis Sáenz
Peña.
 En 1902 con la discusión del proyecto de divorcio del diputado olivera se volvió a
pesar en la organización de un partido católico pero dificultado por la dispersión
católica en el terreno político.
 En 1904 sectores católicos trabajan por la candidatura de Santiago O Farrell que
también apoyada por el partido republicano, siendo electo diputado.
 En 1907 se constituyó la Unión Patriótica que actuó como liga electoral destinada a
favorecer candidaturas de cualquier partido que fueran idóneos y buscaran el bien
común, si bien no tenía carácter confesional, había nacido inspirada y constituida
por elementos provenientes de la asociación católica de Buenos Aires.
 En 1913 se forma el partido constitucional donde destacaban personalidades
conocidas del catolicismo.

174
Unidad 8: Progreso y vida intelectual

BERTONI, Liliana Ana, Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas


La escuela y la formación de la nacionalidad 1884-1890
Maestros indiferentes y alumnos que ignoran el idioma
En diciembre de 1887 Estanislao Zeballos, presidente del Consejo Escolar del XI distrito de
la Ciudad de Buenos Aires, alertó en su informe al Consejo Nacional de Educación (CNE) sobre una
inquietante realidad de las escuelas. A su juicio allí se descuidaba el cultivo de adhesión a la patria
y no se atendía la formación de la nacionalidad. Según su diagnóstico, el problema estaba en la
escasa importancia asignada a ciertas enseñanzas, y en que los maestros no suscitaban en los
niños sentimientos patrióticos.
Desde su creación en 1880 la CNE solo tuvo jurisdicción sobre las escuelas de la capital
federal y de los territorios nacionales, pues la constitución nacional estableció que la educación
primaria era competencia de las provincias. Las escuelas de la ciudad de Buenos Aires que pasaron
a la nación tenían condiciones muy diversas. En todas ellas- y más tarde con dificultad, en los
territorios nacionales- el CNE se concentró desde los años iniciales en mejorar la calidad en su
enseñanza, actualizarla y organizar la institución escolar, tarea que supuso un esfuerzo conjunto
de maestros, inspectores y miembros de consejo.
La formación se centraba en la capacitación y aunque incluía conocimientos de lengua,
historia, leyes u organización política, no se los consideraba como instrumentos específicos para la
formación de la nacionalidad.
La orientación nacional de la educación fue expresamente establecida en la Ley Nacional
de Educación (1420) de 1884, ésta debía responder a: “un principio nacional en armonía con las
instituciones del país, prefiriendo la enseñanza en materias como la historia nacional, la geografía
nacional, el idioma nacional y la instrucción cívica de acuerdo con el régimen político del país”.
Una educación de carácter nacional
En 1887 se advierten los frutos de un movimiento renovador en el CNE, que coincide con
el auge de la preocupación por la nacionalidad y la manifestación del entusiasmo patriótico.
Con nuevos planes y programas se buscó mejorar contenidos y métodos y, a la vez
acentuar su carácter nacional. Para ello se destacaron los contenidos nacionales en los nuevos
planes y programas y se estableció la selección y autorización periódica de los libros de texto; se
otorgó mayor importancia a la enseñanza de la historia patria y a la realización de actos escolares,
y se procuró que las actividades escolares trascendieran hacia la sociedad en ocasión de las fiestas
patrias.
Un problema fundamental, del que dependencia el éxito de la empresa, era la plena
vigencia de la escolaridad primaria obligatoria. A pesar de los esfuerzos realizados-orgullosamente
exhibidos, como la inauguración en 1885 de los nuevos y magníficos edificios-aún faltaban aulas y
también faltaban buenos maestros.
Una cierta uniformidad en los libros seria también ventajosa para las familias: la diversidad
de textos pedidos creaba gastos adicionales cuando los niños cambiaban de escuela, cosa común
por las frecuentes mudanzas de las familias modestas.
Esta reforma fue pronto seguida por nuevos planes y programas para las escuelas
normales y colegios nacionales. En conjunto, configuraron un ambicioso plan de reorganización de
la educación pública, dirigido por el ministro Filemón Posse: los niveles primario y secundario se
articularon en un sistema único al establecerse, por primera vez, la obligatoriedad del ciclo

175
primario completo para ingresar a los colegios secundarios; también se proyectaba lograr la
armonización con nivel universitario.
En las escuelas normales, el propósito fue fijar límites a los estudios y reducir el número de
años para obtener el título de maestro normal. Se ampliaron sin embargo el estudio de la historia
y geografía nacional, y otros conocimientos análogos como deberos y derechos constitucionales.
La falta de maestros bien formados, más allá del grupo de excelencia de los normalistas,
determinó que la mayoría de los grados estuvieran en manos de ayudantes muy mal preparados.
La campaña por la obligatoriedad escolar
El número de inscriptos dependía de la propia capacidad de recepción de las escuelas-
edificios e instalaciones, amplitud del cuerpo docente y técnico, estructura administrativa-. Factor
que condicionaba estructuralmente la obligatoriedad, y que debía crecer paralelamente con el
crecimiento poblacional.
Lo cierto es que también se necesitaba aumentar la capacidad de atracción de la escuela.
Aun no se había formado, ni en los padres ni en los sectores amplios de la sociedad, un sólido
consenso acerca de la importancia de la asistencia a la escuela ni la obligatoriedad establecida por
la ley. Además, muchos niños solían trabajar desde los diez años pues sus familias necesitaban su
aporte. La escolaridad demandaba algunos gastos, aunque mínimos, que creaban dificultades a las
familias más modestas. La situación de despoblación se agravó con las epidemias de difteria y
viruela de 1887.
La escuela, la enfermedad y la vacuna
Lo primero fue establecer y publicar las excelentes condiciones higiénicas de las escuelas.
El medico escolar Carlos L. Villar sugería: “No siendo posible clausurar las escuelas en las cuales no
existe peligro alguno, es de todo punto urgente que la municipalidad intervenga por medio de la
asistencia pública (…) para evitar en lo posible la propagación (…) el Director de cada escuela anota
el domicilio del niño que sale enfermo sospechado de difteria, esta nota servirá para transmitirla al
médico municipal de la sección al inspector para que inspeccione el domicilio, si es casa de
inquilino, aísle al enfermo, pida su desalojo si se encuentra en malas condiciones higiénicas,
desinfecte el local e impida la concurrencia de los demás niños de la misma casa a las escuelas”.
Esta campaña podía tener resultados contrarios a los buscados y alejar aún más a los niños
de la escuela. Debido a este seguimiento y control, que podía culminar con el desalojo de la
familia, los niños y padres prefirieron eludir la escuela. El miedo al contagio ahuyentaba a los niños
y a los padres de las escuelas tanto como el miedo a la vacuna, ya que la idea de sus efectos
perniciosos o de secuelas más o menos graves estaba bastante difundida.
Los niños se encontraron también en medio de una disputa jurisdiccional. A principios de
1887 el CNE había dispuesto visitar las escuelas de la Capital para vacunar a los niños que aún no
lo estuviesen, expedir un certificado y elaborar informes sanitarios sobre las escuelas. En julio de
1887, el administrador municipal de la vacuna comunicó al CNE que, por orden del doctor Ramos
Mejía, serían los médicos y practicantes de esa repartición los que realizaran en adelante la
vacunación y revacunación en las escuelas.
Estas disidencias, que reflejaban un conflicto de poderes, habían sido allanadas en el más
alto nivel, en una reunión entre el ministro de instrucción pública, Posse, el presidente del CNE, y
el director de asistencia pública, Ramos Mejía. El CNE exigiría a todos los alumnos la presentación
de certificados de vacunación, cumpliendo lo estipulado por la ley, y en los casos dudosos se podía
exigir la exhibición de la prueba material. Si no se presentaba el certificado, el alumno debía ser
vacunado inmediatamente y si se negaba podía ser separado de la escuela, a la que solo volvería
presentando el certificado.
Entre la atracción y la coerción

176
Una de las viejas costumbres conservadas a pesar de reiteradas indicaciones en contra,
era la promoción según criterios subjetivos, combinada con una fuerte tendencia de los maestros
a hacer repetir el grado a los alumnos. Con este viejo sistema, los niños podían permanecer
durante varios años en el mismo grado y ésta era una de las causas de que la escuela fuera poco
atractiva.
Se procuró modificar esta curiosa situación con el nuevo reglamento de exámenes para las
escuelas públicas nacionales que se dictó en noviembre de 1887. Los exámenes debían ser
evaluaciones más eficaces y objetivas sobre el trabajo anual. Con la idea de afirmar un criterio más
objetivo de promoción, la reforma del reglamento de exámenes creo también el certificado de
promoción, que se debía otorgar obligatoriamente a partir de la calificación de “bueno” obtenida
en el examen de fin de año. Este aseguraba la promoción al grado inmediato superior en cualquier
escuela pública y evitara que se hiciera repetir el grado arbitrariamente al niño que cambiaba de
escuela.
Desde enero de 1888, la campaña por la obligatoriedad se intensificó. La matrícula,
imprescindible para cursar los estudios en cualquier escuela, debía sacarse cada año en el distrito
escolar de residencia; el CNE recordó a todos los consejos escolares la obligatoriedad de llevar un
libro de registro de las matrículas y rendir mensualmente cuentas de estos ingresos al consejo.
La cuestión de las escuelas para extranjeros
El ministro Crispi impulsó en Italia una política de gran potencia, fortaleciendo la
italianidad en el exterior, para la cual la conservación de la lengua era el instrumento principal. El
aparato escolar y paraescolar puesto bajo la dirección del Estado debía realizar no solo la
instrucción y la elevación de los trabajadores, sino la propaganda de la cultura como medio de
penetración política e influencia comercial.
La instalación del conflicto en el campo educacional se enmarcaba en el problema más
amplio de la formación de la nacionalidad: las cuestiones educacionales especificas solo se
tornaron significativas cuando se descubrió la necesidad de que la escuela tuviera una función en
la formación de la nacionalidad.
Desde entonces, cada nueva propuesta de reforma de las escuelas societarias dio lugar a
nuevas fricciones entre las distintas tendencias que se disputaban la dirección de los italianos.
La cuestión estuvo a punto de suscitar un conflicto internacional. Adolfo Saldias publicó en
Paris, en 1889, un trabajo destinado a denunciar y refutar las teorías italianas sobre el Rio de la
Plata, pues las intenciones coloniales de la política italiana fueron recogidas en los diarios
europeos.

NEWLAND, CARLOS, «Enseñanza elemental y superior. 1810-1862»

Domingo Faustino sarmiento continuaría con el planteo ilustrado de una barbarie


predominante que producía un individuo ocioso y violento. La solución era, como para los
ilustrados, la educación. La educación debía ser una rama de la administración pública,
encabezada por un ministerio o departamento comandado por funcionarios especializados. Este
organismo debía controlar escuelas. Las escuelas se sostendrían con impuestos locales y a esto se
sumarian aportes voluntarios de familiares.
En cambio, Juan Bautista Alberdi sostenía que la educación era un instrumento impotente
de mejoramiento social, comparado por ejemplo con el aprendizaje fruto del ejemplo de
inmigrantes de países civilizados, cuyos hábitos de orden, disciplina e industria serian
comunicados en corto tiempo a la población local.

177
En Buenos Aires las escuelas públicas cerraron entre 1838 y 1852. Los gobiernos que se
establecieron después de la caída de Rosas buscaron abolir sus medidas educativas, instalando
una oferta de educación pública.
Para 1860 existían 317 establecimientos de educación pública, con una concentración en
el litoral similar a los años anteriores, pero se notaba una marcada expansión de las instituciones
estatales en Buenos Aires. La iniciativa pública se concentró en aquellas provincias que
participaron más activamente del crecimiento de las exportaciones ganaderas. Dado que los
recursos fiscales se originaban fundamentalmente en imposiciones a las exportaciones, no puede
sorprender que sean estas las provincias que contaran con mayores recursos fiscales.
El sector privado estuvo dominado en todo el periodo por escuelas en manos de laicos y
en unos pocos casos de sacerdotes seculares.
Las mejores escuelas se denominaban colegios o liceos, eran para varones y cubrían no
solo la escuela primaria sino también la medida. Las comunidades de inmigrantes también
abrieron sus propias escuelas para enseñar su religión y su idioma, como en el caso de los
anglicanos o los protestantes alemanes.
Finalmente, fue bastante común, en las familias de mayores ingresos, obviar las escuelas y
contratar maestros particulares, en muchos casos extranjeros.
La evolución de la alfabetización es difícil de evaluar en el ámbito nacional, pues solo se
cuenta con los datos generales del censo de 1869. En ese año el 23% de la población estaba
alfabetizada; la proporción era de 25% en los hombres y 18% en las mujeres.
El censo de 1869 muestra que la mayoría de los graduados universitarios en argentina
estaba formada por médicos y abogados.

178
Unidad 9: Los acontecimientos

Castro, el ocaso de la republica oligárquica, cap 6

Reforma electoral y fragmentación de la elite política


En 1910 poco o nada quedaba del formidable entramado político levantando en torno al
PAN, y las escisiones internas contribuían a la inestabilidad política y asumían la forma a una
persistente fragmentación de la clase gobernante. En un escenario político caracterizado por una
gran fluidez y volatilidad de los alineamientos políticos, la candidatura saenzpeñista lograra
congregar a un vasto abanico de facciones que competían en sus críticas al ordenamiento político
del país encarnado en la figura del general roca.

Reformismo, católicos y la Unión Nacional


En 1910 las elites gobernantes subrayaban las transformaciones positivas aportadas por el
crecimiento económico basado en la fertilidad de las pampas. Como Natalio Botana advierte, la
celebración del centenario de la revolución de mayo fue también la ocasión ideal para mostrar los
logros de una clase política que había jugado un rol decisivo en la realización de la unidad política
argentina y de su relativa estabilidad política.
Incluso la huelga de arrendatarios del sur de santa fe de 1912, pese a la preocupación que
genero entre sectores de la elite terrateniente, no conmovería los cimientos del optimismo en una
sociedad que se esperaba encontraría las respuestas a las tensiones sociales.
La participación de las elites provinciales en el senado le permitía mantener posiciones de
influencia y forjar vínculos con los otros grupos dirigentes provinciales. La complejidad de la elite
política y el hecho de que los estancieros de la provincia de Buenos Aires en riesgo el control del
estado, por parte de políticas profesionales creo una situación en la cual los gobiernos nacionales
desde la década de 1880 adoptaban políticas económicas que favorecían en general los intereses
terratenientes, sin por eso renunciar a su relativa autonomía. Por otra parte, la posición
predominante de los grandes propietarios rurales en la sociedad, no dependía de su relación con
el Estado, lo que los distanciaba de la política electoral. Además, tampoco podían usufructuar en
los esporádicos conflictos con la elite política su posición en la cumbre de la pirámide social, dado
que la sociedad en las pampas nunca había constituido una sociedad diferencial.
Para algunos miembros de la elite política, la reforma electoral podía jugar un papel
central en el proceso de “nacionalización” de las masas, el cual procuraría constituir una
conciencia nacional que brindara coherencia a una sociedad fragmentada. Una bibliografía profusa
ha advertido sobre el carácter dual del centenario, un escenario que daría lugar a una mentalidad
de balance entre las elites políticas y sociales que combinaba un clima de euforia por los logros del
proceso de modernización con los temores frente a los efectos de la inmigración masiva, el
denominado cosmopolitismo y una percepción de amenazada de desintegración social. Sin
embargo, la reforma política Saenzpeñista no parecía diseñada como una respuesta al conflicto
social sino más bien como una forma de responder a una sociedad profundamente transformada
por la inmigración masiva y como parte de un programa más amplio que incluía educación
patriótica y la conscripción militar.
Por otra parte, los saenzpeñistas buscaban principalmente construir una relación más
transparente entre sociedad y estado. Por otra parte, la reforma política también buscaba
terminar con la regresión oligárquica representada en el régimen político establecido en 1890, en
el cual el Estado parecía ser más un parasito que un instrumento político de la sociedad.

179
En 1905 Carlos Pellegrini ya había señalado que las prácticas y las instituciones debían
adecuarse al progreso material alcanzado por la sociedad argentina. De manera similar, en 1907
Sáenz Peña sostenía que el país debía ser reconocido no solo por sus impresionantes
transformaciones económicas, sino también por el establecimiento de verdaderas prácticas
democráticas y republicanas, a alcanzarse por medio de la reforma política y la supresión de la
política personalista.

Sin embargo, el sentido de esta transformación no era el mismo para todos aquellos que
apoyan la candidatura de Sáenz Peña a la presidencia. Existía si un consenso en que cualquier
transformación futura en el sistema político debía provocar el fin de la llamada Política del
Acuerdo, dado que este enfoque conciliatorio había favorecido la formación de un sistema de
partidos virtualmente inexistente y exacerbado las practicas personalistas. De acuerdo con
Zeballos, había dado origen a los gobiernos electores (con el consecuente deterioro del sistema
federal) y restringido la competencia electoral, mientras que la política de tipo personalista
limitaba la formación de partidos políticos basados en programas ideológicos definidos. En otras
palabras, políticos e intelectuales reformistas creían que el principio del gobierno representativo
se encontraba en riesgo y que un sufragio universal tenía que ser ejercitado, como se desprendía
de las palabras de Joaquín V. Gonzales: “Las fuerzas sociales que dan existencia real a nuestra
cultura pendiente, no tienen una representación formal en la ley, en cuya virtud deba hacerse
práctica o deba traducirse en forma en forma práctica por medio del mandato del legislador”.
La necesidad de la reforma electoral había sido subrayada en el manifiesto político de
Sáenz Peña de agosto de 1909, publicado durante su campaña para las elecciones presidenciales.
En este manifiesto, Sáenz Peña sostenía que la mayor deficiencia de la política argentina era su
recurrente personalismo y proponía, por lo tanto, la formación de partidos políticos ideológicos
que expandieran sus redes organizativas como el más importante remedio contra esa falta:
“dejadme creer que soy pretexto para la fundación del partido orgánico y doctrinario que exige la
grandeza argentina; dejadme la confianza de que acabaron los personalismos y volvemos a darnos
a las ideas”. Curiosamente, sin embargo, Roque Sáenz Peña demostraba tener una marcada
antipatía hacia la política partidaria. Él mismo, en su correspondencia con sus amigos políticos
reconocía no estar inclinado a la política partidaria y electoral que consideraba basada en las
ambiciones personales y en interminables negociaciones entre facciones políticas.
Pese a las reflexiones de Sáenz Peña sobre la necesidad de conformar partidos políticos
orgánicos e impersonales, la naturaleza y estructura de la Unión Nacional, la coalición formada
para apoyar la candidatura de Sáenz Peña, se encontraba claramente emparentada con las
tradicionales articulaciones políticas del orden conservador. En efecto, la Unión Nacional era una
heterogénea coalición que comprendía a notables de la ciudad y la provincia de Buenos Aires,
partidos políticos provinciales oficiales y de oposición, y caudillos políticos porteños. La coalición
sanezpeñista se conformaba como una alianza de una variedad de grupos antiroquistas y en parte
representaba el regreso a la vida política de dirigentes que habían quedado marginados durante la
era del predominio roquista.
Si bien en la concepción de Sáenz Peña, la formación de partidos políticos orgánicos
aparecía como fundamental, el diplomático argentino argumentaba de manera contradictoria que
lo diversos partidos provinciales y faccionales que apoyaban su candidatura debían adoptar una,
paradójicamente, estructura no partidista: “Desde luego el movimiento debe ser impartidista y
sobre el punto no debe haber vacilaciones porque en él me atribuyo voz y voto; pero si no son los
partidos ¿Quiénes serán? Se me habló (…) de una reunión independiente a la que se convocarían
personales respetables”.

180
Este tipo de intercambios epistolares dejaban ver la decisión de Sáenz Peña de evitar
depender de los partidos establecidos como su principal sostén para la campaña electoral.
Las características de este lanzamiento reflejaban la idea de Sáenz Peña de establecer un
movimiento político diferente de los partidos políticos tradicionales, basado en la acción de
aquellos a quienes consideraba parte de la elite social y de un electorado independiente. En
efecto la coalición estaba encabezada por Ricardo Lavalle, sobrino del General Juan Lavalle y rico
estanciero de la provincia de Buenos Aires. En 1893 junto a otros estancieros había participado en
la organización de la Unión Provincial, un partido político con base en los terratenientes de la
provincia de Buenos Aires.
Los antiguos juaristas no constituían la única facción que había permanecido en los
márgenes del escenario político, victimas del predominio político roquista. Entre quienes había
debido experimentar dificultades del ostracismo político se encontraban los notables católicos.
Entre los grupos que Sáenz Peña creyó debían ser incorporados a una amplia coalición
antiroquista se encontraban los políticos católicos, junto a otros grupos como los estudiantes
universitarios y los representantes de la industria y el comercio nacional. Como se sugiere aquí,
será esta apertura saenzpeñista hacia sectores no tradicionales del juego político conservador y la
conformación de la Unión Nacional en 1909, las que brindarían a los notables católicos la
oportunidad de acceder a una cierta influencia política, y posteriormente, a posiciones de
relevancia durante el breve periodo de Sáenz Peña al frente de la presidencia.
La inclusión de los políticos católicos era justificada en tanto que estos se mostraban como
“hombres de probidad” que participaban en política, no como una asociación religiosa, sino a
partir de su trayectoria en el antiroquismo. En abril de 1909, el comité de la Unión Patriótica había
decidido apoyar la candidatura de Sáenz Peña y contribuir con el apoyo de los católicos a sus
planes de llegar a la primera magistratura. La incorporación de dos delegados católicos –junto con
dos autonomistas y un presidencial- a la inicial junta nacional saenzpeñista conformada por un
grupo de notables encabezado por Ricardo Lavalle daría un carácter más formal a esta
participación. De manera similar, políticos católicos de la provincia de Córdoba, que habían
ingresado en la coalición antiroquista Union Provincial, decidirían también apoyar a la coalición
saenzpeñista siguiendo las indicaciones de los principales católicos como el Dr. Lamarca, Dr.
Indalecio Gomez, Dr. Casabal.
Esta decisión era, sin embargo, criticada por aquellos amigos políticos, como Belin
Sarmiento, que señalaban cuanto podría sufrir la candidatura de Sáenz Peña si roquistas y
republicanos insistían en sacar ventaja del supuesto clericalismo saenzpeñista.
La decisión de Saenz Peña de incorporar a Victorino de la Plaza en la fórmula presidencial
generaría resistencias en un arco diverso de actores, no solo entre las elites del interior
preocupadas por mantener políticas proteccionistas (este es el caso de Tucumán) o políticos
bonaerenses que postulaban al político católico Manuel de Iriondo como candidato a
vicepresidente, sino también entre los notables católicos preocupados por las credenciales
liberales de De la Plaza, considerado por el diario católico El pueblo como un enemigo sistemático
de los católicos.
Aunque algunos católicos se habían opuesto a la reforma electoral basados en el
argumento de que una más amplia ley electoral conduciría a una aceleración del proceso hacia la
igualdad democrática y el fin de la predominancia de una cierta elite social, como hemos visto
existía entre la dirigencia y prensa católica la visión de que una reforma electoral podía significar la
reducción del margen de acción del elemento politiquero y un ambiente más favorable a una
cierta agenda católica. Además, coincidían con algunas líneas fundamentales del programa
saenzpeñista y con el particular acento puesto en la denominada cuestión nacional. En octubre de
1910, El pueblo recibiría con agrado el discurso presidencial de asunción y su particular

181
articulación entre la enseñanza pública, servicio militar y reforma política: “La patria necesita ser
fuerte para afrontar cualquier peligro que amenace su honor y su integridad…Venga pues, el voto
obligatorio, como tenemos servicio militar obligatorio y la enseñanza obligatoria”.
Indalecio Gómez, a quien Sáenz Peña nombraría ministro del interior, fue quizás el más
importante político católico del gobierno saenzpeñista. Ambos políticos compartían una visión
escéptica de la política argentina y buscaban establecer, en palabras de Gómez, “la vida pública
argentina en la dignidad, en la justicia, en la verdadera libertad”. Participante de la Union católica
en la década de 1880m, sería un decidido propulsor del catolicismo social y de la participación de
los católicos en política.

Intelectuales, la cuestión nacional y el programa saenzpeñistas

En la concepción de Sáenz Peña el establecimiento del voto obligatorio- considerado como


una escuela de ciudadanía- debía darse como parte de un único programa, el cual también
incluiría la educación pública y el servicio militar obligatorio, que argentinizaría la sociedad.
En este sentido, puede argumentarse que la centralidad de la cuestión nacional en el
programa político saenzpeñista y el interés de Sáenz Peña en la política exterior argentina se
encontraban, en su concepción, estrechamente vinculados. En efecto, no parece una simple
casualidad que Sáenz Peña dedicara la primera parte de su programa de 1909 a desarrollar sus
ideas sobre la política exterior y a señalar la importancia de la modernización de las fuerzas
armadas como forma de garantizar la defensa nacional.
Sin embargo, aunque Sáenz Peña rechazaba una política exterior nacionalista, belicosa y
extrema, todavía se manifestaba a favor de una política de defensa nacional y expresaba su
preocupación por la debilidad interna que las compañías extranjeras y la inmigración masiva
podían provocar en la situación relativa argentina: “Los gobiernos europeos están mostrando
tendencias de protección a lo que ellos denominan sus colonias en américa. Yo señalé este peligro
y lo combatí enérgicamente”. Se percibe entonces como en la concepción de Sáenz Peña tanto la
política exterior como una política dirigida a formar ciudadanos argentinos podían contribuir a
fortalecer el estado argentino.
Lejos de ser componentes originales del programa saenzpeñista, los dos primeros
elementos, escuelas y barracas militares, habían formado parte de otros ejemplos de procesos de
construcción del estado-nación. El rol del ejército argentino como hacedor de ciudadanos había
sido ya discutido a comienzos de la década durante el debate sobre el servicio militar obligatorio.
Quizás la originalidad de Sáenz Peña descansará en su insistencia de que estos tres medios debían
integrarse en un único programa.

El realineamiento de las fuerzas conservadoras y la sanción de la nueva ley electoral

Las celebraciones del centenario se dieron en el contexto de una creciente movilización


obrera que enfrentaba la adopción de una estrategia represiva por parte del gobierno de Figueroa
Alcorta que hacia el final de su periodo buscaba reaccionar frente a la cuestión social. En mayo de
1910, los anarquistas decidirían convocara una huelga general contra la Ley de residencia, en
coincidencia con las celebraciones del centenario. El gobierno de José Figueroa Alcorta rechazaría
las demandas anarquistas, y argumentando que la huelga ponía en riesgo el éxito de las
celebraciones, declararía el estado de sitio.

182
Las celebraciones representaron también un espejo en el cual se reflejaron algunos de los
principales aspectos de la lucha facciosa. Roca dejó el país a fin de evitar participar en unas
celebraciones que serían presididas por Figueroa Alcorta.
En ausencia de un fuerte liderazgo ejercido por el presidente y ante la dispersión de la
estructura del PAN que había dado alguna forma y organización a los diferentes partidos
provinciales, entre 1910 y 1912 el universo de facciones y grupos políticos apreció aún más
fragmentado. En efecto Sáenz Peña rehusaría organizar un partido político que apoyara su
gobierno, abandonando así el tradicional rol presidencial de conducir y fusionar una variedad de
facciones políticas bajo la estructura flexible de un partido nacional. Por otra parte, el
compromiso del gobierno nacional con la reforma electoral introdujo un nuevo clivaje en la
política nacional, de manera que las facciones en el congreso y en la política nacional, de manera
que las facciones en el congreso y la política provincial establecerían alianzas alrededor del apoyo
o rechazo a cambios en la legislación electoral. Puede argumentarse que una actividad política de
rasgos facciosos y la existencia de una desorganizada oposición a la reforma electoral permitieran
a un gobierno nacional débil avanzar con su proyecto de reforma electoral. Los historiadores han
descripto generalmente a las presidencias de Quintana, Alcorta y Saenz Peña como parte de un
proceso progresivo y gradual hacia la reforma electoral. Sin embargo como ya hemos visto, la
lucha facciosa durante el llamado régimen roquista no respondía a clivajes ideológicos, e incluso
miembros de las facciones que estaban a favor del desmantelamiento del roquismo, podían no
necesariamente apoyar la reforma electoral. Por el contrario, es mejor adoptar una interpretación
más matizada y considerar que, aunque algunas facciones afirmaban apoyar un programa político
reformista, estas estaban también conformadas por jefes políticos cuya preocupación inmediata
se dirigía a cuidar la existencia de sus propias maquinas políticas. En este sentido, es posible
argumentar que el alineamiento de figurinistas y algunos miembros del ex autonomismo durante
la presidencia de Sáenz Peña se comprende mejor a la luz de la defensa de sus recursos y
herramientas políticas en el contexto de un orden político en declinación.
Sáenz Peña anunció su decisión de evitar cualquier involucramiento en la política
partidaria fundamentando esta posición esta posición en el principio de que la oficina presidencial
debía estar por encima de la política partidaria. Esta resolución ocasionó diferentes consecuencias:
primero provocó una profunda crisis en la Unión Nacional, cuyos políticos tenían la esperanza de
transformar esta coalición en el nuevo partido oficial; segundo, implicaba una completa ruptura
con la política tradicional basada en los acuerdos entre maquinas políticas provinciales y el
presidente; y tercero, el rechazo presidencial de confiar en el tradicional apoyo de las maquinas
políticas potenció una inicial debilidad del gobierno nacional en su relación con la oposición en el
congreso y con los gobiernos provinciales adversos. Paradójicamente, la ruptura de Sáenz Peña
con la llamada política criolla y la tradición Pellegrinista, lejos de renovar las practicas políticas de
las facciones conservadoras, estimuló la fragmentación dado que, sin ninguna influencia
presidencial que aglutinara a las facciones, los antiguos autonomistas se demostrarían incapaces
de superar sus disputas facciosas o regionales y formar un partido nacional unificado.
Para finales de 1910, solamente el Partido Radical había establecido una estructura
nacional y una red de comités a nivel local en cada provincia. La mayoría de los partidos
provinciales carecían de una red extendida de comités a nivel municipal y una buena parte de ellos
solamente organizaban sus estructuras durante los periodos electorales. Todas las facciones
provinciales en control de los ejecutivos provinciales que habían sido tradicionalmente miembros
del PAN afirmaban ser ahora presidenciales y apoyaban al presidente electo Sáenz Peña.
La actitud de prescindencia de Sáenz Peña tuvo sus consecuencias no solo para la Unión
Nacional, sino también para las otras facciones políticas que constituían los restos del roquista
PAN. Como había observador el gobernador de La Rioja en 1910, el sistema tradicional de partidos

183
había colapsado. Para el ministro británico en Buenos Aires, 1909 había sido el año de la
desaparición del partido roquista y, según observaba, los partidos políticos habían convergido en
tres estructuras partidarias: la Unión Cívica, la Unión Nacional y la UCR. El meticuloso
desmantelamiento al que Figueroa Alcorta había sometido a la maquinaria política roquista
contribuyó a acelerar el retiro político de Roca.
Inmediatamente antes de que Sáenz Peña asumiera la presidencia, persistentes rumores
de una rebelión radical llevaría a Sáenz Peña a acordar una urgente reunión con Hipólito Irigoyen.
Sin embargo, iba a fracasar en persuadirlo de que abandonara la estrategia radical de abstención
electoral y amenaza de rebelión. Unos pocos días después, Sáenz Peña publicaría su programa
político basado en el voto obligatorio, la representación de las minorías y un nuevo censo
electoral.
La decisión del presidente de mantenerse por encima de la lucha partidaria había
provocado conflictos dentro de la Unión Nacional, cuyos políticos estaban listos para construir un
partido gubernamental basado en acuerdos con los gobernadores provinciales, y había erosionado
la fortaleza política del gobierno. Dado que una de las funciones de un partido oficial había sido la
de arbitrar en las disputas a nivel local, la carencia de un partido gubernamental parecía estimular
la inestabilidad política a nivel provincial. En el interior del país circulaban rumores que
presagiaban posibles rebeliones locales.
Sáenz Peña había prometido poner fin al predominio de los políticos profesionales y
permitir el regreso de miembros de la elite social a la política electoral. Por lo tanto, el proyecto de
promover una reforma política radical, contribuiría a crear conflictos entre el gobierno nacional,
algunos políticos autonomistas y figueroistas, y gobernadores provinciales, aunque estos conflictos
nunca asumieron las proporciones de una lucha abierta.
Por otra parte, Figueroa Alcorta no iba a expresar un claro respaldo a la reforma electoral
saenzpeñista al finalizar su periodo presidencial. Como hemos señalado en el capítulo anterior, el
político cordobés no había dejado de proponer proyectos de reforma electoral al congreso.
Además, había contribuido de manera decisiva a terminar con la influencia de Roca, y había
impuesto la candidatura de Sáenz Peña, un político que podía exhibirse, de acuerdo con Halperin
Donghi, como “aún más decididamente identificado con el programa reformista. Sin embargo, la
correspondencia política de este último con sus amigos políticos revela una aproximación más
cautelosa hacia la renovación del sistema político argentino, al menos hacia aquellas reformas
expresadas en el programa saenzpeñista: “…estamos atravesando la zona un tanto nebulosa de
una política nueva, excelente como inspiración teórica, aunque la implantación laboriosa en un
medio ambiente como el nuestro todavía refractario a las innovaciones que contrarían
radicalmente lo establecido..”.
De cualquier manera, esto no impedía que Figueroa Alcorta mantuviera una considerable
influencia en la política nacional gracias a su alianza con grupos conservadores de la provincia de
Buenos Aires y su control sobre un número de diputados y senadores. Esta influencia jugaría un rol
en la oposición a la reforma electoral, especialmente en el congreso, con la resistencia liderada
por Eliseo Cantón, presidente de la cámara baja, si bien las dimensiones del núcleo figueroista
encontraban sus límites en la presión impuesta por el Ejecutivo Nacional sobre los legisladores. Así
para 1911 aquella presión ejercida sobre las diferentes facciones en el congreso provocaría el
realineamiento de varios políticos figueroistas, como el mismo Figueroa Alcorta notaba: “…en el
año transcurrido he tenido muchas oportunidades de anotar defecciones y deslealtades”.
Por otra parte, la decisión de Sáenz Peña de gobernar sin un partido oficial ampliaba las
posibilidades de la existencia de disputas en el congreso. Esta situación implicaba que el gobierno
nacional, a fin de obtener la aprobación del proyecto de reforma electoral, no podía exigir
disciplina partidaria de un número de legisladores, y en consecuencia se encontraba en la

184
necesidad de recurrir al poder de la persuasión de las atribuciones presidenciales, ejerciendo la
amenaza de una intervención federal o presionando a los parlamentarios.
Sáenz Peña haría públicas las intenciones del gobierno central de no tolerar prácticas
políticas fraudulentas en la política provincial al tiempo que urgía a los gobernadores a que
garantizaran el ejercicio del sufragio. De acuerdo con Rodolfo Rivarola editor de la Revista
argentina de ciencias Políticas, había poco reformismo en las estrategias políticas de los
gobernadores provinciales y mucho de búsqueda de favores presidenciales, ya que la necesidad de
conservar el apoyo del presidente les haces reformistas. Parecía no haber una alternativa realista
para las elites provinciales: “ adaptarse o morir tal es el dilema”, si bien en algunos casos como el
de Jujuy la reforma de la ley electoral provincial podría ser retrasada, aunque eventualmente
sancionada.
En contradicción con los deseos radicales, el gobierno central iba a decidir la intervención
federal únicamente en el caso de la provincia de Santa Fe, en donde un conflicto institucional
entre el gobernador y la legislatura había paralizado la administración de la provincia. Se percibe
aquí como, pese a las presiones de algunos sectores de la oposición al régimen y de la actitud
favorable de algunos exponentes de la prensa nacional como el diario La Prensa hacia una política
activa de intervenciones federales, el gobierno nacional simplemente no acumula la suficiente
fortaleza política como para concretar esta política de alcances más amplios. La decisión de no
avanzar con una estrategia generalizada de intervenciones federales se relacionaba, por otra
parte, con los temores del gobierno central hacia las posibles consecuencias no deseadas que una
intervención activa en la política provincial podría provocar, en particular la posibilidad de que
ésta condujera a la formación de ligas de gobernadores contra el programa saenzpeñista.
En diciembre de 1910, envió un proyecto que proponía el establecimiento de un nuevo
registro electoral basado en listados de la conscripción militar. Una vez aprobado este primer
proyecto en julio de 1911, el nuevo registro seria establecido. Simultáneamente el gobierno llevo
adelante negociaciones con el Partido Radical a fin de asegurar su participación en las elecciones
santafesinas de 1912. En la segunda mitad de 1911, el Ejecutivo Nacional elevaría al congreso otro
proyecto que buscaba la instauración del voto secreto y obligatorio, acompañado por otro que
proponía establecer la lista incompleta como sistema electoral que asegura la representación de
los grupos políticos minoritarios. De esta manera de acuerdo a la ley 8871 (posteriormente Sáenz
peña), el partido que ganaba una elección se llevaba los dos tercios de las bancas en tanto que el
segundo partido más votado se quedaba con el tercio restante.
No existiría una oposición explicita y organizada a la reforma electoral entre los
legisladores, aunque ocasionalmente la prensa nacional iba a identificar la presencia de opositores
al proyecto, especialmente entre aquellos miembros del congreso que terminaban su periodo
parlamentario. Incluso varios oradores parlamentarios, pese a expresarse en contra de la nueva
ley electoral darían su voto a favor. Por otra parte, como ha argumentado Fernando Devoto, el
hecho de que legisladores anti reformistas nunca dieran forma a una oposición abierta, deja
entrever la popularidad de la reforma electoral entre la opinión pública. De manera poco
sorpresiva, la oposición al roquismo, que había servido de elemento aglutinante a una amplia
alianza de facciones en contra de la predominancia política de Roca, perdería su significación, por
cuanto la defensa decidida de Sáenz Peña a su proyecto de reforma electoral introduciría una
nueva división que asumirá la forma de un enfrentamiento entre el congreso y el poder Ejecutivo.
De acuerdo con el jefe político Zolio Canton, la decisión del gobierno central de enviar una
intervención federal a Santa Fe, así como las negociaciones llevadas adelante entre el Ejecutivo
Nacional y el Partido Radical a fin de que este confirmara su reentrada en la política, provocarían
la aparición de un sentimiento conservador entre los legisladores y los políticos locales
amenazados por la política de Sáenz Peña.

185
Por otra parte, los legisladores que componían la oposición figueroista y autonomista en el
Congreso buscarían hacer descarrilar el programa político reformista a través de la
implementación de dos estrategias diferentes. Primero diputados y senadores opositores al
proyecto procurarían impedir la sanción de la reforma electoral, o al menos intentarían retrasar su
sanción a fin de que las elecciones nacionales de marzo de 1912 se llevaran adelante bajo la
antigua legislación electoral. En segundo lugar, buscarían sancionar la ley que regulara la autoridad
del Poder Ejecutivo Nacional de decretar intervenciones federales, cuando el congreso se
encontrara en receso, como forma de impedir la caída de gobernadores provinciales y la elección
de gobiernos saenzpeñistas. Los contactos entre los hermanos Cantón, legisladores figueroistas y
el vicepresidente Victorino de la Plaza dejaban claramente entrever hasta qué punto en el interior
del gobierno nacional no existía una posición única con respecto a los probables beneficios que
una reforma electoral podría acercar. No era secreto para los periódicos que la relación entre
Sáenz Peña y Victorino de la Plaza se había deteriorado a partir de las discrepancias en torno a la
decisión presidencial de colocarse por encima de la política partidaria. No sorprenderían entonces
las criticas posteriores de Victorino de la Plaza en las que delineaba los efectos perniciosos que, a
su entender, la ley Sáenz Peña había provocado en el sistema de partidos en general, y en la
cohesión de las facciones conservadoras en particular. De manera significativa la participación del
ministro del interior en los debates parlamentarios y la propia presión de Sáenz Peña sobre los
legisladores serian decisivas para la sanción del proyecto de ley electoral, en un proceso
enrarecido por la decisión de la Cámara de Diputados de rechazar la cláusula que establecía el
voto obligatorio.
Con todo, la Ley Sáenz Peña solamente iba a regular las elecciones de diputados
nacionales, la elección de miembros de los colegios electorales encargados de elegir presidente y
vicepresidente, y la de electores de senadores en la capital federal. En la Ciudad de Buenos Aires
las primeras elecciones llevadas a cabo bajo la nueva legislación electoral darían una imagen
acabada de la transformación radical que la ley Sáenz Peña implicaba para las maquinas políticas
conservadoras en el distrito. Solo dos candidatos provenientes de los partidos tradicionales
(Zeballos de la Unión Nacional y Luis María Drago de la Unión Cívica) sobrevivirían a la catástrofe
electoral. Sería el mismo Zeballos, quien consiente de la excepcionalidad de su situación en un
escenario electoral en el cual antiguos roquistas habían encontrado dificultad para movilizar
votantes en apoyo a sus candidaturas, describieron con abrumadora claridad: “Estoy en la
condición de un náufrago que se salva cuando se hunde la nave con todos los otros tripulantes”.
Con todo como Natalio Botana ha señalado, las elecciones provinciales para gobernador y
legisladores provinciales mostrarían un escenario político diferente evidenciado en la victoria
conservadora conseguida sobre la UCR en Salta, Córdoba y Tucumán. Estas elecciones también
ilustraban sobre la presencia de nuevas prácticas políticas, en particular la evidencia concreta de
como la presencia de un liderazgo nacional del partido radical había contribuido a auxiliar a las
ramas provinciales del partido durante las campañas. Por el contrario, los diferentes partidos
conservadores no encontrarían la forma de superar su fragmentación endémica ni recurrir a la
asistencia de una organización nacional conservadora como potencial mecanismo correctivo.
Tanto el gobierno nacional como la prensa porteña eran conscientes de como los conflictos entre
partidos y facciones conservadoras podían conspirar contra su desempeño electoral. Las
elecciones de 1913 y 1914 que confirmaban una tendencia a favor de los nuevos partidos políticos
como el socialista y el radical, no hicieron más que incrementar los temores y la incertidumbre
entre las facciones conservadoras.
Sáenz Peña con todo no creía que lo radicales y socialistas encarnan versiones de partidos
políticos revolucionarios sino que, por el contrario parecían involucrarse decididamente en el
escenario electoral diseñador por la nueva legislación: “No todos los conservadores participan de

186
las mismas aprensiones y yo debo deciros que tampoco las comparto…Desde antes de ocupar la
presidencia yo vengo recomendando la formación de los partidos orgánicos e impersonales: han
triunfado los primeros que han acertado con la disciplina partidaria”.
Si bien Zeballos había apoyado la candidatura de Sáenz Peña, la política exterior adoptada
por este último (sobre todo en lo que tenía que ver en una política más amistosa y cooperativa con
Brasil) introduciría una disrupción clara en la relación entre ambos políticos y entre Sáenz Peña y el
cálculo que giraba en torno al diario La Prensa. Sin embargo, las diferencias entre ambos no se
reducían a las decisiones del gobierno en política exterior, sino que reflejaban diferentes posturas
en relación al proceso de reforma electoral. Aun cuando Zeballos había apoyado la inclusión del
voto secreto, permanecerá escéptico acerca de la preparación política que podía observarse en el
electorado, y en este sentido se mostraba más favorable a la introducción gradual de cambios en
la legislación electoral. Con todo y a pesar de su escepticismo hacia el resultado de la reforma
electoral, las dudas de Zeballos no le impedirían aconsejar a La prensa que apoye al gobierno de
Sáenz Peña sobre la base de temores de una posible recuperación política roquista. De manera
similar a otros intelectuales, no creía que la ciudadanía argentina se encontrara preparada para
jugar su rol en una democracia representativa, por lo que no resulta sorpresivo que, a pesar de su
decidido apoyo al desmantelamiento de la maquinaria roquista, no mostrara un entusiasmo por el
programa político saenzpeñista.
La salud de Sáenz Peña se deterioró rápidamente, situación que llevó a que Victorino de la
Plaza ocupara la presidencia de manera permanente a partir de octubre de 1913. Sáenz Peña
moriría menos de un año más tarde. No resulta sorprendente que Victorino de la Plaza expresara
una opinión diversa a la manifestada por Sáenz Peña en relación a los beneficios producidos por el
programa de reforma electoral y prefiriera subrayar lo que consideraba eran efectos negativos de
la reciente ley electoral entre los partidos tradicionales, abriendo las puertas a un debate sobre
una posible revisión de la ley electoral. Estudios recientes han sugerido que la sanción de la nueva
ley electoral profundizó el realineamiento de las facciones conservadoras en torno a dos
tendencias enfrentadas: un bloque reformista formado por políticos que buscaban constituir un
partido reformista con una estructura e ideología definidas; un segundo bloque constituido por
aquellos que preferían un partido nacional construido sobre a influencia de gobernadores y jefes
políticos locales. Estos bloques-liderados respectivamente por Lisandro de la Torre y Marcelino
Ugarte- se enfrentarían durante el proceso de constitución del Partido Demócrata Progresista
entre 1914 y las elecciones presidenciales de 1916. La denominada ley Sáenz Peña había
contribuido de manera decisiva a la destrucción de un sistema político basado en la existencia de
un partido dominante que incorporaba a partidos provinciales en un partido provincial, gracias en
parte a la influencia del patronazgo ejercido por el gobierno central.
En el periodo previo a las elecciones de 1916, los partidos conservadores provinciales
pusieron en riesgo la sucesión presidencial al fracasar en las diferentes tentativas por conformar
un partido conservador unificado en el nivel nacional, que fuera capaz de derrotar al radicalismo.
Las facciones conservadoras que ya no contaban con el paraguas protector de un presidente que
se negaba a desempeñar el rol de gran elector demostraron manifiestas dificultades para dar
forma a un partido centralizado.

García Basalo, Javier, Agonías del federalismo argentino

Introducción
Van a considerarse aquí las relaciones entre la provincia de Buenos Aires y el Estado nacional en el
período de máxima figuración de Dardo Rocha, que se extiende desde su elevación al gobierno
bonaerense en mayo de 1881 hasta que Nicolás Achával, su candidato en la renovación

187
gubernamental de diciembre de 1886, resulta derrotado por otro que sostiene Roca.! Ese lapso
coincide, aproximadamente, con el de la primera presidencia del general tucumano (octubre de
1880-octubre de 1886) con la cual, más allá de la mera simultaneidad cronológica, aquél se vincula
sustancialmente. El marco general en el que se establecen esas relaciones surge de las leyes-
contrato sancionadas por el Congreso Nacional y la Legislatura provincial en septiembre-
noviembre de 1880, por las cuales y bajo ciertas condiciones, la provincia entrega el municipio de
Buenos Aires -un espacio reducido, considerablemente menor que la actual ciudad federaP- para
que sirva de capital de la república. La aplicación de esas leyes, instrumentada en primera
instancia a través de una serie de acuerdos entre ambos gobiernos, diferia la concreta realización
de algunos puntos negociados y comprometfa al gobierno nacional a verificar pagos
compensatorios por los bienes que recibía.
Este estudio de las relaciones entre provincia y Nación dentro del marco de las leyes de
capitalización no atiende todas esas cuestiones. Centra la atención en unos pocos y fundamentales
asuntos vinculados con dos artículos de la ley nacional de capitalización, sin perjuicio de la
eventual mención de algunos otros. En ellos se legisla sobre Bancos y Montepío bonaerenses (art.
3°) Y sobre ferrocarriles y telégrafos (art 4"). Entre esas instituciones y empresas involucradas, se
tratará de los dos Bancos provinciales y del Ferrocarril del Oeste. El Banco de la Provincia de
Buenos Aires es, en cierta forma, la institución-madre de los dos restantes. El Banco Hipotecario
surge como una sección suya, mientras que el Ferrocarril estatal nace de una decisión de los
poderes públicos provinciales que asumen su control, recurriendo al financiamiento que pueden
ofrecerle a través del Banco.
La atención conferida al Banco de la Provincia y al Ferrocarril del Oeste se justifica por varias
razones, dada la natural centralidad que ocupan en el entramado institucional del que forman
parte:
a) El Banco y el Ferrocarril, desde sus respectivos orígenes, tendieron a simbolizar
la singularidad y la pujanza bonaerense. Junto a los poderes constituidos
del Estado, Banco y Ferrocarril fueron estructuras vertebrales de la organización
provincial, conducidas por cuerpos colegiados cuyos miembros permanentemente se
reclutaron entre las figuras principales de la política o fueron influyentes representantes
de circulas económicos. En la carrera de los honores bonaerense el ejercicio
del poder ejecutivo y el cumplimiento de un mandato legislativo estuvieron asociados
con frecuencia al desempeño del cargo de director del Banco de la Provincia o
del Ferrocarril del Oeste, ya antes, ya después de alcanzar las cumbres más altas del
poder.
b) Al iniciarse la década de los ochenta ambas instituciones, Banco y Ferrocarril,
parecen destinadas a alcanzar una nueva fase de desarrollo, favorecidas por las
circunstancias derivadas de la federalización en lo que se refiere a la consolidación
de la paz interior y el ingreso del país en un período de progresivo aumento de la producción
y el comercio, actividades con las que estaban íntimamente relacionadas.
c) Tanto el Banco como el Ferrocarril, con funciones específicas y concurrentes
y asociados a otros factores, forman parte de un concertado plan de gobierno que
Rocha se propone cumplir en esos años. Ese plan de desarrollo provincial topará en
su ejecución con las políticas nacionales, y de ese conflicto surge una parte sustancial
de las relaciones que van a estudiarse entre provincia y Nación.
d) Por último, al final del ciclo, el Banco y el Ferrocarril se precipitan en la ruina
casi al mismo tiempo. Muy razonablemente la institución-madre pierde primero sus
frutos hasta caer ella misma junto con la propia provincia de la que había sido a la vez
que un símbolo, su sostén real más firme.

188
Las relaciones entre la provincia de Buenos Aires y el gobierno nacional, o entre aquélla y el resto
de las provincias argentinas, han reclamado tradicionalmente la atención de los estudiosos, en
especial en lo que se refiere al período comprendido entre la revolución de 1810 ---con menor
frecuencia desde la creación del virreinato del Río de la Plata o el descubrimiento y la
federalización de Buenos Aires. Aunque no siempre con la expresión «(Buenos Aires) se alude
también al territorio provincial luego separado de la ciudad del mismo nombre, algunos identifican
con el término «porteño)~ esas dos realidades --ciudad y Campania- que otros juzgan conveniente
separar. Es frecuente, además, que el estudio de este tema aparezca asociado al del federalismo
argentino, sin duda concomitante, y, más recientemente, enfocado desde la perspectiva de la
construcción y consolidación del Estado nacional. La importancia de esa fecha queda fuera de
duda y aquí no será discutida.
Es muy frecuente, sin embargo, identificar la evidente derrota provincial de ese año con la última
manifestación del federalismo bonaerense. Así J. V. González, al evaluar la trayectoria patria en su
primer siglo, explica que «los tradicionales sentimientos de la hegemonía de Buenos Aires»
quedan derrotados en «las grandes jornadas definitivas de 1880~).y Rivarola, en Ciclo de ideas-
fuerza en la historia argentina, cuando traza sus cortes treintenales ubica en 1880~81 uno de ellos,
por razones que en otro de sus estudios históricos explica con mayor detenimiento: la fecha
señala el «Fin del localismo federalista porteño- Idea muy conocida y reiterada en autores
posteriores: 1880 es un corte que «marca nítidamente la inauguración de una fase histórica
nacional) a consecuencia del triunfo militar que «liquida la última tentativa de Buenos Aires de
mantener un predominio formal sobre el resto del país~) (Florit)IO; la «provincia de Buenos Aires
[u.] se presentaba por última vez, campeona de un federalismo defensivo~) (Botana)l1; ~<el
enfrentamiento seria definitivo» (Luna)12; la «victoria había cerrado para siempre» el debate
«sobre el ordenamiento interno del pais>~, pues el «estado central acababa de obtener una
victoria abrumadora». Roca es presidente edras doblegar la suprema resistencia armada de
Buenos Aires, que veía así perdido el resto de su pasada supremacía entre las provincias
argentinas) ~ «Buenos Aires se subordinaba al poder político central» y los sucesos del ochenta
«remataron el proceso de formación del Estado nacional» (Botana)IB. «La consolidación definitiva
sobrevino, precisamente, cuando el Estado consiguió "desportefiizarse", purificando en el fuego
de las armas el estigma de una tutela ya inadmisible» (Ozlak).
Gallo, Cornblit y O'Connell toman de Alberdi la idea de los dos gobiernos anteriores a 1880 -
gobierno nacional de nombre (el federal) y gobierno nacional de hecho (el bonaerense) ~ viendo
en la federalización de Buenos Aires y la derrota militar de aquel año el fin de aquella dicotomía.
Aunque advierten que «el programa,») de los hombres de la generación del 80 nunca fue
enunciado, lo juzgan (uno de los [no] más coherentes que se llevaron a la práctica en el transcurso
de nuestra historia»), y distinguen en él (dos ''momentos'': político y económico). El primero
(federalización, conquista del desierto y «(serie de medidas institucionales que tendieron a
transferir poder de las regiones a la Nación) queda concluido «con la ascensión del general Roca a
la presidencia. Siguiendo a Ferns dan por terminadas las disputas entre Nación y provincia con la
federalización: (este acuerdo, más o menos dictado a la provincia por la fuerza, terminó con el
conflicto entre la provincia y la Nación [...] En adelante el Gobierno nacional fiscalizó los recursos
financieros de toda la República)...21 Es el fin del conflicto -junto a la conquista del desierto- lo
que facilita la «tarea posterior")) de «adecuar los restantes factores institucionales») mediante
una «legislación destinada a proveer el gobierno central de todos los atributos inherentes a su
soberanía).
Esta manera de apreciar la década de los años 80 proyecta su influencia, a su vez, sobre la
siguiente. Alonso ve también en la primera «un período crucial en la historia argentina, que
presenciaría la consolidación de las instituciones»; a la federalización de Buenos Aires sigue «un

189
marcado proceso de consolidación del Estado a través del cual se centralizó el poder en manos del
gobierno nacional>.27 La «consolidaci6n», una vez más, parece surgir de la potestad legislativa
nacional que se limita a establecer el marco jurídico en el cual se despliegan luego, sin obstáculos,
las decisiones ahora incontestadas del ejecutivo, y remite, nuevamente, al tríptico ya evocado: la
federalización, el monopolio de la violencia por la supresión de las milicias provinciales y la ley de
moneda (1881), a la que añade la ley de Bancos garantidos (1887), las políticas educativas y la
organización de territorios nacionales y registro civil.
La figura de Rocha no ha sido aún estudiada como sería deseable.31 Falta incluso una biografía
general de envergadura de este político cuya trayectoria vital ha quedado oscurecida tras la
equivoca etiqueta de «colaborador de Roca» y fundador de La Plata. Incluso en estudios
especializados se deslizan errores de hecho sobre su actuación pública, que no ha suscitado una
detenida atención en el análisis de los sucesos en que tuvo tan decisiva participación.
No se intentará aquí suplir aquella omisión. Sin embargo, precisar su participación en los sucesos
del '80 y, sobre todo, atender a los principales propósitos que intentó concretar durante su
mandato gubernamental, tiene importancia primordial para el estudio de las relaciones entre la
provincia y la Nación.
Una última observación debe hacerse sobre el estado de los conocimientos respecto del
desempeño y significación de la candidatura presidencial de Rocha en 1886. En general ha
predominado la imagen construida a partir de las descalificadoras afirmaciones de Mitre en su
<<pastoral», las interesadas expresiones del oficialismo sobre la irrelevancia del rochismo y los
escritos en que D'Amico procura defender su propia actuación en los hechos. Tampoco esta
cuestión podrá ocupar el centro de atención en este estudio en el que, sin embargo, y lamentando
la falta de trabajos monográficos suficientes, será inexcusable presentar la trama propiamente
política de esos años.
La crisis de la provincia de Buenos Aires ha sido tradicionalmente atribuida a los errores cometidos
por sus autoridades en el manejo de los recursos públicos y los fondos de los Bancos bonaerenses.
Esas fallas, en rigor, no habrían sido puramente técnicas, administrativas o de alta política
económica, sino también consecuencia de un uso indebido de los caudales públicos o confiados a
las instituciones financieras estatales, malversados o desaprensivamente empleados con fines
electorales, y en ese contexto se inscribe la fundación de La Plata.
Más abiertamente que Balestra, Yofrc asocia la ruina bonaerense con el propósito político
empeñado en la fundación de La Plata, que el ex ministro de Roca identifica con la pretensión de
permutar capitales con el Estado nacional una vez que Rocha accediera a la presidencia. La obra
era, en si misma, un elemento de campaña electoral y el propósito de nacionalizarla justificarla la
hostilidad de Roca hacia el gobernador bonaerense.
Desde otros ángulos también ha merecido criticas la administración de Rocha. En materia de
política ferroviaria, Scalabrini Ortiz cree que los empréstitos destinados a la expansión de la red del
Ferrocarril del Oeste contratados por la provincia durante su gestión, tenían en mira forzar un
endeudamiento que posteriormente justificase su enajenaci6n.49 Desde otra perspectiva, también
L6pez censura las políticas bonaerenses. Atribuye el traslado de la cabecera de la empresa a La
Plata Y el trazado de líneas hacia ella al «concepto hispánico de "capital"», que «produjo un
desajuste del cual aquél [el FCO} no se recuperó)" y aunque censura el planteo de Scalabrini Ortiz,
admite, en un marco más amplio, la relaci6n entre endeudamiento y venta; tanto el Estado como
el ferrocarril bonaerense habían superado su capacidad de pago.
En conclusión, el estado de los conocimientos sobre la materia que va a estudiarse puede
resumirse del siguiente modo. La federalización de Buenos Aires puso fin a los conflictos entre la
provincia y el Estado nacional. En los años inmediatamente posteriores el proceso legislativo que
conforma progresivamente los atributos del poder central se desprende como corolario de los

190
sucesos de 1880, como resultado de la afirmación de ese poder en aquellas jornadas, sin que
nuevas fricciones significativas condicionen esta labor parlamentaria ni contribuyan a determinar
sus características. La capacidad de la provincia de Buenos Aires de influir decisivamente en el
curso del proceso histórico concluyó en 1880, y durante la década crucial que siguió a aquel año
fue sólo la más importante entre las provincias enteramente subordinadas a un poder central ya
completamente «formado» y omnipotente. Dada esa subordinación, la cuestión de la vigencia del
federalismo habría dejado de discutirse en esos años.
En este escenario, Rocha aparece compartiendo tareas con la figura rectora de Roca, del que 10
separará únicamente su ambición presidencial. Ésta no pasó de un anhelo inviable al que faltaban
apoyos reales. Por último, en el balance de la década dedicado a explicar la crisis en que caen
envueltas las instituciones bonaerenses, su primer lustro es visto como preparatorio de esa ruina,
pues entonces se contrajeron compromisos externos que luego no pudieron cubrirse a causa de
una equivocada política de inversión y también por el dispendio asociado a la corrupción. Esa
crisis, además, se explica fundamentalmente como parte de un proceso más amplio que involucra
a toda la república.
El presente trabajo cuestiona parcialmente -o más exactamente procura precisar- la atribución de
significado que reciben el año 1880 y la primera presidencia del general Roca, a partir de la
reconstrucción y ponderación de las tensiones que se registran en el periodo entre la provincia
bonaerense y el Estado nacional. Se trata aquí de indagar la consistencia de las relaciones entre la
provincia de Buenos Aires y el Estado nacional luego de la sanción de las leyes-contrato de
federalización, y considerar qué curso siguió la aplicación de esas leyes en los aspectos referidos a
las condiciones o garantías bajo las cuales la provincia se desprendió de su histórica ciudad. La
formulación afirmativa de estos interrogantes puede resumirse en una hipótesis desagregada en
tres postulados:
1) Luego de la federalizaci6n de la ciudad de Buenos Aires la lucha entre el
poder central y la provincia bonaerense no finaliza; ingresa en una nueva fase caracterizada
por el recurso a otros escenarios de confrontaci6n adecuados al momento,
y por los sucesivos reveses que sufre la posición provincial al violarse las garantías
establecidas no sólo en las leyes-contrato de 1880 sino también en la Constitución
Nacional reformada de 1860.
2) Sin fuerzas para sostener su posición a consecuencia de la situación creada
por la derrota militar de 1880, la provincia, sin embargo, conserva en esos años suficiente
capacidad de acción como para tomar o compartir la iniciativa en materias
sensibles (moneda, finanzas, trazado de vías férreas, construcciones portuarias), así
como para forzar al gobierno nacional a actuar por reacción o en prevención de las
poéticas bonaerenses. De aquí se desprende que el curso del proceso histórico en
esas cuestiones siguen siendo la resultante del enfrentamiento entre poder central y
gobierno provincial. Más allá de la supremacía del primero, sus acciones son frecuentemente
determinadas en función del sometimiento bonaerense, no concluido
en 1880. Sin duda es éste un año decisivo, como lo es la labor legislativa subsiguiente
que concentra progresivamente el poder en el Estado nacional. Pero su curso es menos
lineal, está menos libre de peligros, y es en sí mismo más decisivo que lo usualmente
admitido. Más aun, parece preferible reconocer en el escenario que surge de la
crisis de 1890 los rasgos político-institucionales de aquel Estado cuya ~(consolidación
definitiva» prematuramente se presupone ya fijada una década antes.
3) Sin perjuicio de los casos de corrupción, del empleo de dineros públicos o
confiados a instituciones de crédito públicas para fines políticos que cubren un amplio
espectro -desde la compra clandestina de armas basta el crédito bancario otorgado

191
por razones partidarias a un insolvente, hasta la «movilización de electores))
a jornal y las remuneraciones a la prensa-, o de la errónea administración, la crisis
final de las instituciones económicas bonaerenses aparece estrechamente vinculada
al resultado de aquel enfrentamiento entre provincia y Nación.
La unidad del objeto de estudio de este trabajo -las relaciones entre la provincia de Buenos Aires y
el Estado nacional durante el período señalado, entendidas en su realidad bifronte como agonías
del federalismo bonaerense (esto es, lucha por el mantenimiento del «lugar constitucional»
creado en 1860) y como sometimiento de esa misma provincia al poder central, podría parecer a
primera vista desmentida por la estructura y la extensión del texto. Sin duda el tema es complejo,
pero constituye una unidad sobre cuyos límites conviene ahora formular alguna precisión
mediante la descripción de su contenido.

Raíces y Contextos
l. SITUACIÓN INSTITUCIONAL DE BUENOS AIRES EN LA CONSTITUCIÓN NACIONAL REFORMADA EN
1860
1. Constitución y papel moneda
Pérez Guilhou presta atención a discursos destinados a justificar no sólo el talante vigente durante
una década en la facción que Alberdi llama «circulo parásito) sino también las alteraciones que
entonces se introducen al texto de 1853 en razón de una opción táctica de ese mismo partido. Así,
con razón ocupan el centro de su atención Mitre y Sarmiento. Nuestra Constitución, escribe
Alcorta todavía en 1880, <No ha sido el resultado de una combinación uniforme teniendo sólo en
cuenta los verdaderos principios que debían lógicamente presidir su formación: elaboración de
muchos años de hechos civiles, y fruto de concesiones recíprocas reclamadas por circunstancias
especiales, y teniendo siempre en vista al hacerlo la gran aspiración de la unidad de la patria, ella
quizá se resiente de algunos inconvenientes, pero que no está en el poder de las autoridades
nacionales el hacerlos desaparecer sin producir un grave conflicto»
El proceso de reintegración del Estado de Buenos Aires y la Confederación Argentina registra tres
instancias principales: la firma del Pacto de San José de Flores, el 11 de noviembre de 1859,
seguida del convenio complementario de unión del 6 de junio de 1860; los trabajos de la
Convención del Estado de Buenos Aires, reunida en enero de 1860, cuya Comisión examinadora de
la Constitución Federal sesiona entre febrero y abril, discutiéndose su informe en abril y mayo; y
las deliberaciones de la Convención Nacional ad hoc congregada en Santa Fe, en septiembre
siguiente, para examinar las reformas propuestas por Buenos Aires. El Pacto de Unión de San José
de Flores hace expresa referencia al Banco provincial en su artículo 7°; «Todas las propiedades de
la Provincia que le dan sus leyes particulares, como sus establecimientos públicos de cualquier
clase y género que sean, seguirán correspondiendo a la Provincia de Buenos Aires y serán
gobernados y legislados por la autoridad de la Provincia).
El medio encontrado es la conocida adición que se introduce en el artículo 101 (que las reformas
convertirán en 104). Donde el texto dice «Las Provincias conservan todo el Poder no delegado por
esta Constitución al Gobierno federal» se agrega «(y el que expresamente se hayan reservado por
pactos especiales al tiempo de su incorporación». Se tiene conciencia plena de que esa inclusión
del Pacto de Unión en la reserva de poderes que formaliza la provincia de Buenos Aires viene a
modificar disposiciones constitucionales, haciéndolas ineficaces para ella.
En el curso de los debates Rufino de Elizalde señala expresamente la cuestión del Banco entre
aquéllas que introducen modificaciones a la Constitución sancionada en 1853: «Quedó establecido
[en el Pacto de Unión] que el Banco, el Crédito Público, las Escuelas, serian de su exclusiva
competencia y legislados por su legislatura. Más tarde Riestra propone al respecto la solución

192
finalmente aceptada: que los derechos de exportación e importación se pagarán en la moneda
corriente en las respectivas provincias. Así, una vez más, se emplea una forma genérica destinada
a cobijar el concreto caso bonaerense, u Piensa Elizalde que sobrevendrá un grave perjuicio (el día
en que nuestro papel moneda pierda el uso» que se le da al recibirse en la Aduana.
De hecho, cuando en junio de 1860 el gobierno nacional y Buenos Aires acuerden los pasos a
seguir para la reunión de la Convención ad-hoc y establezcan un conjunto de medidas transitorias
en espera de la futura incorporación de los representantes bonaerenses al poder legislativo
nacional, incluirán entre ellas la entrega de roSc 1,5m. a la autoridad central. En contrapartida ésta
«ofrece dictar [..•] reglamentos y disposiciones» a fin de «admitir el papel moneda de Buenos
Aires en las Aduanas de la ConfederaciÓn».

2.Alcances del articulo 104


A principios de 1860 Mitre defiende, en polémica con Juan Francisco Seguí, las mismas ideas
expuestas en el Informe. Distingue «una Nación preexistente a toda Constitución y cuyo pacto
social es la declaración de Independencia», Nación que «hasta el presente no se ha constituido
nunca», que no se identifica con (da Confederación argentina que surgió del Congreso de Santa
Fe». La incorporación de Buenos Aires a esa confederación es obra del Pacto de San José de Flores:
«Es en virtud del Pacto del!! de Noviembre que nosotros nos confederamos a la Confederación,
asociación política a la que jamás perteneció Buenos Aires. [...] Aunque el centro de la discusión lo
ocupa entonces con preferencia la «(cuestión capital», Mitre subraya expresamente que el Pacto
del 11 de noviembre ha reconocido a Buenos Aires «d poder de legislar sobre establecimientos
que por Constitución son de resorte del Congreso».
el senador José Mármol. quien se opone al proyecto en discusión temiendo que abra la puerta a la
residencia definitiva del Congreso en la ciudad de Buenos Aires y prepare su federalización: El
articulo 7G del pacto del 1l de noviembre, acta inviolable de nuestra incorporación, consagra la
individualidad de la Provincia, su ser político y el ejercicio de sus leyes propias en lo relativo a los
objetos de provincia que allí se explican; nadie tendría el derecho de violar la condición de la
Unión, sin dejar rota desde ese momento, la unión misma, ni otro cuerpo político que aquel que
sancionó el convenio, tendrá el derecho de volver sobre él para modificarlo o anularlo.

3. La «doctrina Mitre» sobre el Pacto de Unión y el progresivo deterioro del consenso


Después de Pavón22, Mitre, en febrero de 1862, manifiesta a la Legislatura de Buenos Aires el
propósito de «proceder desde luego a la organización de los Poderes públicos de la Nación, con
arreglo a la Constitución Nacional reformada y a los pactos preexistentes)). Sin embargo, cuando
en junio se dirige al Congreso Nacional reunido en Buenos Aires desde el 25 de mayo, su tono es
otro. Ahora encarece a los legisladores que determinen (<10 que corresponde con relación a los
tratados de 11 de noviembre de 1859 y 6 de junio de 1860» agregando un periodo ambiguo y
polémico: (con arreglo a las facultades que esos mismos tratados dieron al Congreso, una vez
integrado con los DD. de la Provincia de Buenos Aires». Mientras no se resuelva este asunto, dice
el mensaje, (es imposible el establecimiento de un gobierno verdaderamente regular»; es preciso
definir (do que debe corresponderle y pertenecerle en todo el territorio argentino, y la jurisdicción
que ha de ejercer en toda la extensión sobre las cosas que por su naturaleza pertenezcan a la
Nación, incluso en el de Buenos Aires»
La posición de Mitre, atenuada por su rol opositor durante la presidencia de Sarmiento -por
ejemplo, en la cuestión portuaria es partidario de confiar las obras a la provincia- y por su falta de
gravitación en los años posteriores a la fallida revolución de 1874, retoma vigor con la política de
conciliación. Al discutirse en septiembre de 1878 el proyecto de ley sobre establecimiento de la

193
línea de fronteras, le cabe una intervención decisiva en favor de su aprobación, cuando median
objeciones de carácter constitucional.l7 El gobernador bonaerense Carlos Tejedor se dirige al
cuerpo legislativo; sin objetar el fondo del proyecto en discusión, pide que los procedimientos
respeten los derechos que la provincia conserva en virtud del Pacto de Unión y el arto 104 de la
Constitución Nacional, antecedentes también invocados durante el debate por el diputado Vicente
G. Quesada.
La opinión de Mitre pronto es blasonada por Victorino de la Plaza, ministro de Avellaneda. El 15 de
febrero de 1879 Plaza dirige al gobernador Tejedor una extensa «exposición~ sobre la cuestión
monetaria. Se advierte en ella que el propósito del gobierno nacional es avanzar progresivamente
hacia una situación en la que puedan revisarse las garantías establecidas en resguardo de Buenos
Aires por el Pacto de Unión.
Si en 1877 aún considera que el circulo que orienta podrá aumentar su influencia apoyando la
candidatura de Carlos Tejedor, el mejor conocimiento de la situación y las personas le conducen a
definir en ese gobernador, que tan admirablemente va a prestarse a jugar su papel, un enemigo
antitético y espectral del progreso (cuya representación Roca va a atribuirse enfáticamente): el
localismo porteño. Es ése el marco en que se instala la (doctrina Mitre» sobre el Pacto de Unión, y
en él la voz tradicional para aludir a la presencia de los poderes nacionales en la ciudad de Buenos
Aires - «huésped»- cobra resonancias insurreccionales
II. ROCHA y EL '80
1.En la cuestión electoral y la guerra
Hacia 1876 Roca y Rocha -cuyo mutuo conocimiento, sin consecuencias políticas remonta a 1871 y
se debe a los oficios de Eduardo Wilde, correligionario de segundo y condiscípulo del primero-
comienzan a cultivar una relación más estrecha en el fértil terreno político del enemigo común,
Aun cuando al morir Alsina ambos acarician íntimas esperanzas presidenciables, actúan juntos en
la renovación de 1880. En 1879, año de definición de candidaturas, Rocha acepta lo prematuro d
su intento y trabaja decididamente por Roca, sin duda persuadido de poner así lo fundamentos de
una posible sucesión.
Así, cuando se procura alejar la guerra por medio de transacciones -Rocha también alienta esta
posibilidad- reafirma aquellas ideas: «Es tan tentadora mi posición como General}) –vuelve a
escribir a Rocha- «teniendo la razón, la legalidad, el número y una confianza ciega en la victoria,
que no sin esfuerzo he de hacer el sacrificio, no por la Presidencia, sino por perder la oportunidad
de salvar, con las armas, esta nuestra efímera nacionalidad, que hasta un atolondrado puede
ponerla en peligro}). y al considerar un eventual compromiso sobre la base de la federalización de
la ciudad de Rosario y la elección de Sarmiento como presidente, supone como condición que
Avellaneda ponga en mis manos el poder militar de la República»
Durante los meses que preceden a la guerra civil Rocha ocupa un lugar central entre los referentes
políticos del general tucumano en Buenos Aires Él mismo interviene activamente en el más arduo
asunto que Roca maneja a la distancia, cuya materia es la aceptación de los diplomas de los
diputados electos en los comicios del}" de febrero. Las negociaciones en Buenos Aires son
confiadas a Victorino de la Plaza y se llevan a cabo ante Mitre.6 Sea por presiones de Avellaneda y
Sarmiento --como cree Sanucci-, por la habilidad del jefe porteño, o porque el propio Plaza
personalmente asume que es mejor lograr una transacción que haga presidente a Sarmiento y no
insistir con la candidatura de Roca, lo cierto es que acepta un resultado -contra el que Rocha
realizó (esfuerzos sobrehumanos»7- que deja al roquismo sin control del escrutinio de las
elecciones presidenciales. Por un momento, apenas, Roca dice vacilar . De inmediato, sin embargo,
se repone. Ante las presiones de una Comisión de comercio, hace saber que confía su destino
político a las decisiones que adopte un consejo partidario, al que por cuerda reservada instruye

194
sobre el modo en que debe rechazar terminantemente toda posible renuncia a su candidatura.
Una vez más, en el centro de esta maniobra -destinada a que «los amigos de Buenos Aires y los del
Congreso [m] compartan con su candidato las glorias y las responsabilidades~)-, está Rocha. La
ruptura precisa un casus belli, que ocurre el 2 de junio cuando fuerzas nacionales intentan
infructuosamente impedir un desembarco de armas compradas por el gobierno de Buenos Aires,
que se efectúa en el Riachuelo. Una parte de los poderes públicos abandona la ciudad de Buenos
Aires (Rocha está entre los legisladores que la dejan a bordo del Villarino). Esto y la movilización de
fuerzas conduce -a pesar de las renovadas misiones de paz ante Roca, entre las que se destacan las
gestiones de la Corte Suprema de Justicia- a la ruptura de hostilidades, que demora sin embargo
para dar lugar a la reunión de los Colegíos electorales, prevista para el 13 de junio. Cumplido este
paso que deja pendiente sólo la última y decisiva instancia del proceso electoral-el escrutinio y
proclamación en la Asamblea Legislativa-, se inician, el 16, las operaciones militares destinadas a
asegurar su resultado.
Mientras el día 23 se abren las conversaciones entre el gobierno nacional y un enviado
bonaerense -Félix Frías, quien hasta entonces ha trabajado inútilmente por la paz-, Roca apura por
el telégrafo a Rocha para que los diputados residentes en Belgrano declaren cesantes a sus
miembros «rebeldes» -es decir a la mayoría de la cámara que permanece en Buenos Aires- e
incorporen a los electos por la provincia de Córdoba en los comicios pasados. Al día siguiente se
cumple la primera de esas órdenes --que de hecho significa que Roca será presidente-, aunque el
manifiesto que la cámara dirige al pueblo será publicado sólo el 30.18 Para entonces culminan las
conversaciones que desde el 25 celebran primero Mitre con los ministros del ejecutivo nacional y
luego José Maria Moreno con Avellaneda. Esas negociaciones comienzan, por parte de Avellaneda,
exigiendo la renuncia de Tejedor. El gobierno nacional sólo puede negociar con una autoridad no
comprometida con la rebelión, para lo cual se acepta la asunción del mando provincial por el
vicegobernador José María Moreno. Será éste una reliquia transitoria de la anterior situación,
pues las exigencias del presidente incluyen además la desaparición de los poderes públicos de la
provincia y su nueva organización bajo control de la intervención; y la conservación de las
autoridades designadas por el interventor en la campaña. Estas propuestas significan, en resumen,
el traspaso de la situación provincial a los autonomistas aliados de Roca, mediante una renovación
de los poderes bonaerenses en elecciones «hechas~) en la Campania por las autoridades
impuestas por Bustillo. Naturalmente, el mitrismo no puede convenir en esta solución. Más allá de
la sincera y tenaz negociación en torno a las formas del desarme provincial, juzgadas decisivas por
cuestión de honor, las contrapropuestas apuntan a mantener la Legislatura –en la cual el
autonomismo ha quedado en minoría después de las elecciones del 28 de marzo de 1880
controladas por Tejedor- y dar por concluida la intervención inmediatamente después que
Moreno declare el acatamiento bonaerense a las autoridades nacionales. Así el mitrismo
conservará el control de la provincia. Acerca de 10 finalmente acordado entre Avellaneda y
Moreno y del carácter mismo del acuerdo -(~pacto)} o no- se dan diversas interesadas y
parcialmente contradictorias versiones. En cuanto al punto que aquí interesa, luego de la renuncia
de Tejedor no se disuelve la Legislatura ni cesa la intervención.
2. En la cuestión capital
Con la renuncia de Tejedor, el compromiso porteño de entregar las armas, la expulsión de los
adversarios de la candidatura de Roca en la cámara de diputados y la incorporación de los electos
por Córdoba, concluye la guerra que da solución al conflicto suscitado.
Más allá de conjeturas, una vez asegurada la presidencia, los voceros de Roca plantean la
necesidad de federalizar Buenos Aires. Pizarro -quien en relación con el nuevo objetivo mantiene
con aquél un vínculo equivalente al que le cupo a Rocha mientras el proceso electoral fue la

195
preocupación central- presenta el problema resignificando de un modo preciso los recientes
sucesos: «Se trata de averiguar las causas que han producido este gran trastorno nacional,
creando la actual situación de guerra, y se pretende encerrarla en una cuestión meramente
electoral. [IJ No obstante, si se estudia con madurez los sucesos que se han producido durante año
y medio, ha de comprenderse que hay una causa latente de mayor importancia [...] luchan los
pueblos en este instante para dar al Gobierno General una residencia propia que haga efectiva su
autoridad, y lo convierta en un gobierno fuerte (u.] Preciso es no engallarnos; Buenos Aires es la
Capital de hecho y de derecho de la República).
El 6 de julio Pizarro presenta a la cámara tres proyectos. Uno de ellos autoriza al PE a gestionar
ante las autoridades constitucionales de la provincia de Buenos Aires la cesión de la ciudad de ese
nombre para Capital Federal. Asumiendo que una solución permanente tomará algún tiempo, otro
proyecto autoriza al PE a fijar la capital provisoria en cualquier punto del territorio nacional, con
jurisdicción exclusiva. Si opta por una ciudad capital de provincia, deberá firmar acuerdos de
coexistencia de poderes previa aprobación de sus términos por el Congreso. Entretanto la capital
provisoria seguirá siendo Belgrano.
Para afirmarse en ese contexto, Avellaneda intenta sostener la contraparte mitrista. De a1li
provienen esos acuerdos que los roquistas repudian: el mantenimiento de un gobernador
bonaerense mitrista, la subsistencia de la administración y la Legislatura <<rebeldes»; la inocua
acción de la intervención nacional más allá de la Campania. Sin embargo, los líderes roquistas del
Congreso actúan con recia determinación. Cuando la cámara de diputados comunica su
reinstalación al PEN Y al Senado, en la cámara alta Luis Vélez pone en duda la legalidad de su
constitución. Finalmente, votan en ambas cámaras el proyecto que no indica expresamente como
objetivo de la intervención en Buenos Aires la disolución de su Legislatura. Para ello reinterpretan
el decreto de intervención de Avellaneda que se refiere a la «completa supresión de la rebelión»,
declarando que su cumplimiento obliga a disolver aquel cuerpo y convocar a nuevas elecciones
para reintegrarlo.31 Asociada as! la subsistencia de la Legislatura por una parte a la de un partido
y por otra a la sanción de la ley de capital, la semana siguiente se convierte en una febril carrera de
negociaciones llevadas adelante tanto por el gobierno nacional como por los referentes roquistas
con interlocutores mitristas y autonomistas, que compiten por retener el control de la provincia a
cambio de entregar la ciudad para resolver el problema capital. Avellaneda se inclina a negociar
con Mitre a través de Moreno para dar al futuro presidente, dice, una base porteña sin la cual no
podría sostenerse; base que los autonomistas no pueden garantizar por sus divisiones internas. De
hecho, con motivo de tales reyertas, en esos días se reclama a Roca su presencia en Belgrano:
«Ud. debe venir para evitar que la cuestión gobernadora de Buenos Aires produzca la anarquía de
nuestro partido, pues son muchos los aspirantes». Si algunos amigos de Roca acompañan a
Avellaneda en sus intentos, otros, como del Viso, prefieren la alianza con los autonomistas, y entre
ellos con Rocha, a quien se juzga «mejor, por cuanto está más comprometido y necesita ganarse al
fin bajo la sombra de usted).
El sábado 31 se cierra el círculo, cuando las gestiones de Avellaneda tocan el límite de sus
posibilidades. Moreno, en reunión con el presidente y con Zorrilla, Pellegrini, Plaza, Achával, Serú y
Rojas, insiste en no reconocer vacantes los puestos de los diputados declarados ~<rebeldes». Esa
cuestión no es negociable para los vencedores. Tampoco para los mitristas, pues su derrota en los
eventuales comicios para renovar esa representación es segura en toda la Campania. Avellaneda
procura aún, apelando a Roca, que la federalización se realice «con todos los partidos;) e intenta,
sin éxito, que Moreno telegrafie al respecto al presidente electo. Entretanto las reuniones de los
autonomistas se prolongan en conciliábulos con hombres del interior; se discute el nombre del
partido que servirá de sustento la presidencia de Roca. Este llega por fin a Belgrano el 7 de agosto
y asume el control de la situación. Rocha presenta un proyecto de ley ordenando al interventor de

196
Buenos Aires que disuelva la Legislatura.46 Aprobado sobre tablas, pasa a diputados donde sigue
idéntico trámite. Se inicia asila secuencia de hechos que conduce a la (solución» del problema
provincial con la elección de Rocha.47 A fines de mes puede escribir un partidario: «Roca es, se
puede decir, presidente de la República. Rocha será gobernador de Buenos Aires)).
3. En la sanción de las leyes-contrato de federalización
La disolución de la Legislatura porteña significa, a un mismo tiempo, la decisión de resolver la
((cuestión capital> -y resolverla fijando la capital definitiva en Buenos Aires, sin nuevas leyes de
convivencia n otras equivalentes- y la consolidación de la alianza entre Roca y Rocha, ungido por
aquél como referente privilegiado entre los aliados autonomistas de Buenos Aires.
La decisión de postergar para más adelante los «prolijos- detalles» -que en el círculo de Roca
esconde el propósito callado de ir (desplumando poco a poco» a la provincia- dará origen a
tensiones y conflictos durante un lustro. Acaso previéndolos enseguida Rocha subraya el carácter
de ley contrato del proyecto que se discute -«~i esta ley fuese aceptada por la legislatura de
Buenos Aires, a la que tiene que ser sometida dc acuerdo con la constitución»- y sugiere la
necesidad de encontrar nuevos consensos en los períodos de gobierno que pronto se iniciarán
tanto en la Nación como en la provincia. Sigue la mención de «los detalles» que se dejan por
resolver casi todos destinados a producir crisis políticas en el futuro inmediato-, comenzando por
el establecimiento del régimen municipal en la nueva capital, garantía de la pervivencia de
<<nuestras instituciones federativas». Roca impuso más tarde un sistema de organización
municipal que sustrajo de la elección popular la designación del jefe de gobierno, argumentando
ante sus propios partidarios que era ese un camino forzoso para evitar que la ciudad quedase bajo
control de Rocha.
Otro aspecto que Rocha procura establecer es el carácter mismo de la federalización, insistiendo
en que nace del acuerdo y la concordia, del convencimiento de todos sobre su necesidad y no,
absolutamente, de un acto de violencia o imposición resultado de la guerra.
Sienta también su personal disidencia con la única modificación que introduce la comisión especial
respecto del proyecto remitido por el PE, que se refiere sensible asunto de las instituciones
financieras de la provincia. En el proyecto federalización de Buenos Aires que Avellaneda envía al
Congreso el art. 2" que todos los establecimientos y edificios públicos situados en el municipio
quedan bajo jurisdicción de la Nación. El 3" dispone: ~~Exceptúense el Banco de la provincia, el
Banco Hipotecario y el Monte~Pío, que permanecerán bajo la propiedad y dirección de la
Provincia, sin alteración en su constitución actual.» La Comisión que estudia el proyecto en el
Senado juzga inconveniente esa expresión, eliminándola. La disposición queda redactada en esta
forma: «El Banco de la Provincia, el Hipotecario y el Monte-Pio permanecerán bajo la dirección y
propiedad de la Provincia, sin alteración en los derechos que a esta correspondan.»
En consecuencia, Pizarra -que vota contra la ley de federalización por considerar inadecuadas las
formas que establece- se extiende sobre los inconvenientes constitucionales y económicos que esa
situación supone. «Cuando el Congreso, en virtud de las facultades que le están conferidas por la
Constitución, trate de legislar sobre estas materias podrán oponérsele los inconvenientes de esta
misma ley, que viene a reconocer cierta jurisdicción a la provincia sobre sus bancos, sobre sus
instituciones de crédito, según su constitución actual con sus privilegios, sin que pueda en tal caso,
el Congreso proveer al establecimiento de un Banco Nacional, a las modificaciones del mismo
Banco de la Provincia dado que haya de continuar establecido en la Capital [m] Yo estoy
decididamente en contra de este artículo, Sé que hoy no prevalecerán mis observaciones, pero
quiero dejar huellas de estas opiniones en las actas [...] lo que se trata de establecer aquí por
medio de este artículo es reconocer y autorizar un convenio, que tal es esta ley, por el cual se

197
acepte el ejercicio de la jurisdicción de la Provincia en el territorio de la Capital sobre las
instituciones bancarias que la Provincia tiene al presente en la ciudad de Buenos Aires».
Paz recuerda, como era de esperarse, el art 104 de la Constitución y Su origen histórico: «La
Provincia de Buenos Aires [...] se incorporó a la Nación bajo un pacto que le asegura el ejercicio de
ciertos derechos, y la Constitución Nacional, en el artículo 104, dice que las provincias, no solo
conservan el poder no delegado, sino también el que expresamente se hubiese reservado por
pactos especiales al tiempo de su incorporación. [1] El Congreso en virtud de sus facultades
meramente legislativas, limitadas por su. carta de personería, no puede por sí alterar las
facultades constitucionales de que deben estar investidos los poderes nacionales o provinciales, y
la Comisión, obedeciendo a esa teoría, y desde que no se babia de pedir a Buenos Aires la cesión
de sus instituciones el de crédito, creyó que era conveniente dejar a estas en la misma situación en
que están; reconociendo simplemente el derecho existente. ¿Hasta dónde van las facultades de la
Provincia de Buenos Aires respecto a estas instituciones? pregunta el señor Senador por Santa Fe.
Es precisamente la cuestión que no ha querido abordar la Comisión).
La estrecha relación que se establece entre el proceso de fijación de la capital definitiva y el
desconocimiento del Pacto de Uni6n de 1859, que se hará evidente los años siguientes, pudo
haberse manifestado mucho antes y bajo formas jurídicas eventualmente más apropiadas, a raíz
de la ley sancionada conjuntamente con de federalización de Buenos Aires. Ella dispone la reunión
de una Convenci6n Constituyente en enero de 1881 si hasta el 30 de noviembre de 1880 la cesión
no aprobada por la Legislatura provincial.
Es evidente que Rocha no juzga oportuna la ocasión para abrir un debate al respecto. El artículo
104 en la parte que se quiere reformar había incorporado el Pacto de Unión convirtiéndolo en
materia constitucional. En la medida en que ese pacto garantiza a la provincia su integridad
territorial es necesario, en efecto, que la Convención se ocupe de aquella reforma para poder
restablecer el antiguo artículo 3" de 1853, o para conceder al Congreso una facultad
incondicionada que le permita mediante una ley designar a la ciudad de Buenos Aires como capital
permanente. Pero una reforma Constitucional que consistiese en eliminar completamente esa
segunda parte del articulo 104 haría caer simultáneamente todas las reservas ~no sólo la referida
a la cuestión capital- con las que Buenos Aires se incorporó a la Nación. La cuestión del Banco, por
ejemplo, tendría alli su más sencilla solución. Los problemas que suscitaría la Convención, como se
advierte, no son menores. La convocatoria para reformar el arto 104 implica cuestiones de
principios que en el clima de 1880 difícilmente pueden salvarse para Buenos Aires.
En todo caso la amenaza de la Convención resulta eficaz. Juan Manuel Ortiz de Rozas, miembro de
la comisión especial del Senado provincial que estudia el proyecto de ley por el cual la Legislatura
de Buenos Aires cede el municipio de la ciudad a los efectos del artículo 3° de la Constitución
Nacional, dice el 23 de octubre de 1880, durante la discusión en particular: «La Comisión […]
Habría deseado consignar en este proyecto una serie de disposiciones relativas a las varias y
complicadas cuestiones que nacen de la ley de capital [...] pero desistió, porque toda alteración o
agregado que se hiciese a la ley del Congreso, baria indispensable [hacer] saber el asunto a ese
cuerpo para que lo tomase en consideración, dando lugar, entretanto, a que el Poder Ejecutivo, en
cumplimiento de otra ley del Congreso, se viese en la necesidad de convocar la Convención
Nacional [...] lo que, a mi juicio, pudiera ser de fatales consecuencias para la República»). y más
adelante: (El artículo 30 de la ley resuelve indudablemente la cuestión más grave Ion] salvando
ileso el derecho de la Provincia y sin afectar en lo más mínimo las prescripciones de la Constitución
Nacional: el Banco de la Provincia, en su régimen interno y en sus relaciones de derecho, como
tercero, continúo en el territorio federalizado regido por las leyes vigentes de la provincia».
El 26 de noviembre concluye el trámite parlamentario provincial. Sólo el lunes 4 de diciembre -días
después dc vencido el plazo fijado por el Congreso para proceder a la convocatoria de la

198
Convención Nacional reformadora- el gobernador interino de Buenos Aires, Juan José Romero, se
dirige al PEN a través del ministerio del Interior para comunicar oficialmente la ley-contrato de
cesión; manifiesta también su disposición a iniciar cuanto antes los arreglos correspondientes al
traspaso. El siguiente lunes, al pie del texto de la ley provincial, Roca tira un decreto que ordena
ejecutar las disposiciones de la ley nacional respectiva. También mediante una proclama invita a
celebrar con regocijos públicos y en los templos el día en que «empezarla a regir la Autoridad de la
Nación en esta ciudad», para lo cual señala el 8 de diciembre, festividad de la Inmaculada
Concepción.
Concluye así el ciclo de la federalización en coincidencia cronológica con la proclamación de Rocha
como candidato a gobernador provincial -este acto tiene lugar el domingo 28 de noviembre en el
Teatro Variedades- y con los inmediatos comicios para nominar electores, celebrados en la
provincia una semana más tarde, el domingo 5 de diciembre. Cuando en febrero de 1881 el
colegio electoral proclama la fórmula Rocha-González Chávez, el contexto es otro. Los antiguos
vínculos con dirigentes del interior han llevado a Rocha en el último bienio a apoyar una campaña
presidencial por la que concluye, imprevistamente convirtiéndose en la figura porteña líder de la
cesión de la ciudad Capital. La aceptación de ese rollo ubica en el centro de un proceso de
cualquier modo inevitable después de la aplastante conjunción de poder militar y decisión política
que Roca revela. También lo hace gobernador bonaerense. Para Rocha, al contrario, la
federalización de Buenos Aires representa un último desprendimiento más allá del cual nada
puede pedirse a la provincia. Más aún, esa entrega se verifica bajo las condiciones que la han
hecho posible. Queda así delimitada la «marca fronteriza», escenario de los enfrentamientos en
los siguientes años: condiciones permanentes, para unos; «plumas») que aún deben arrancarse al
«dorado pavo real», para otros.
La respuesta que una parte del autonomismo porteño reagrupado en torno a la figura de Rocha
elabora para enfrentar el imprevisto problema de gobernar una provincia «viuda de su capital» -
según la ironía de Roca- puede cifrarse en la expresión «plan La Plata). Su punto de partida es un
diagnóstico fundado en dos supuestos: que la coyuntura es excepcionalmente favorable para el
desarrollo económico del territorio bonaerense; y que la irrelevancia política espera a la provincia
si no logra reemplazar la antigua sede de sus autoridades con otra ciudad capital de rango
semejante: (Sin ella, la Capital de la República continuará en su antiguo rol, respecto de la
provincia [m] La Provincia será una especie de colonia buena para explotar sus tierras [...] pero su
verdadero centro dirigente estará en la ciudad de Buenos Aires). Los primeros años se presentan
excepcionalmente propicios: los mercados financieros de Europa atraviesan un momento de
singular sensibilidad para las inversiones en la pampa argentina. El plan La Plata cuenta con ello en
orden a la emisión de deuda pública, y también con las muy significativas disponibilidades liquidas
que debe producir la entrega del municipio de Buenos Aires al Estado nacional. Súmase, además,
la liberación de una parte importante del servicio de la deuda externa provincial anterior,
transferida junto con las obras que le dieron origen, al gobierno central. Todo ello, según se cree,
permitirá disponer de fuertes sumas a invertir en un corto plazo. El saneamiento de la cartera del
Banco de la Provincia mediante la liquidación de las deudas que mantienen con él los gobiernos
permitirá sostener tanto la moneda, mediante prudentes intervenciones directas o indirectas en el
mercado del oro, como la política de créditos de la institución, en parte reorientada a la
producción agrícola a través del Banco Hipotecario, cuyo capital depende en buena medida de la
habilitación que recibe de aquél. Pero lo esencial del plan consiste en articular, bajo control
provincial, una amplia red ferroviaria con un sistema portuario estructurado esencialmente en
tomo al que se juzga según una larga tradición que la posteridad insistirá en confirmar- el mejor
puerto rioplatense: la Ensenada. Por esta razón ése será el municipio a capitalizar, para establecer
allí la «gran ciudad> sucedánea de Buenos Aires.

199
Los capitales tomados en préstamo se invertirían en obras reproductivas y los gastos de
construcción de la nueva ciudad preveían como contrapartida ingresos genuinos. Es preciso
subrayar este punto: los elementos del plan estaban destinados a retroalimentarse, de modo que
el éxito económico de uno fundaba la prosperidad o la consistencia de otro. Si el fomento de las
actividades agrícolas, incluida la expansión de la red ferroviaria, conducía a la rentabilidad de ésta,
el empleo de los puertos provinciales y el aumento de los ingresos fiscales a causa del incremento
general de la riqueza permitirían atender los compromisos contraídos y recuperar los créditos
otorgados por los Bancos públicos. La alternativa era un colapso: «una crisis de fatales
consecuencias en tiempo no lejano».
Desde un primer momento, el plan -de hecho, una completa vindicación de la derrota en la
reciente guerra civil- será objetado por aquellos que lo creen inaceptable, precisamente, para los
vencedores en esa lucha. Algunos vaticinios resultaron exactos -que Buenos Aires se defendería
acelerando las obras de su propio puerto; que el gobierno nacional no honraría sus deudas con la
provincia-, otras fueron amenazas más o menos tangibles -la nacionalización del Banco de la
Provincia, la expropiación del Ferrocarril del Oeste, la federalización de toda la provincia o su
división en dos nuevos Estados, etc. En rigor, las respuestas nacionales al plan La Plata no podían
ser anticipadas en sus detalles, pero en general resultó atinada la predicción de una actitud
sumamente hostil. Por otra parte, los planes ferroviarios bonaerenses, esenciales para el plan La
Plata, otorgaban una centralidad decisiva a las líneas esta tales, afectando así de un modo muy
directo los intereses de la comunidad británica de inversores en el Río de la Plata. Esto vale no sólo
en relación con la frustrada expropiación del Ferrocarril del Sud, sino al general deseo de ésa y
otras empresas de aumentar la inversión directa en la pampa húmeda -incluso comprando las
líneas del Estado-, para lo cual las políticas activas de los gobiernos bonaerenses resultan un
estorbo: con sus vías, la provincia ocupa espacios físicos ambicionados por el sector privado y,
además, funge como un molesto caso testigo en cuanto a la administración y prestación de
servicios. La estrecha relación entre estos círculos y los que compran deuda pública argentina en
Londres -que considerando los actores con capacidad de decisión casi puede describirse como
identidad- facilitará su influencia creciente en medidas que afectarán al desarrollo del plan La
Plata, en el que la conducción bonaerense se verá forzada a introducir cambios esenciales.
También deberá contemplar impotente la injerencia del Estado nacional en el territorio provincial
mediante la concesión de obras ferroviarias y portuarias que arruinan su plan. Para fines de 1886
el «verdadero centro dirigente» bonaerense, también en lo político, está en su antigua capital
Pocos años más tarde, cuando «económicamente exhausta» --conforme a una profecía de Ortiz de
Rozas-la provincia venda o liquide sus instituciones económicas, se buscará justificar o explicar
esas ruinas señalando como causa aquel grandioso plan La Plata.

A lo largo de medio año de coexistencia entre Roca y Rocha la tensión aumento lo suficiente como
para hacer posible un estallido. Este se produce, al fin en los primeros días de enero, dando origen
a la primera crisis ministerial de aquella presidencia. No faltan elementos de fricción en todas las
áreas, y dados los antecedentes el ministerio de Pizarro es el ámbito apropiado para el conflicto. El
ministro está decidido a defender la jurisdicción nacional en las cuestiones más mínimas. Piensa- y
resulta cierto- que Rocha demorará todo lo posible su salida de la capital federal; también que los
derrotados no se resignan a considerar definitiva esa solución. El cenit viene a coincidir en el
ánimo de Pizarro con otro fracaso suyo en el terreno al que da la máxima importancia- el de la
afirmación simbólica de la jurisdicción nacional sobre la provincial-, debido a las gestiones directas
de Rocha ante el Presidente: su terminante orden para que la justicia provincial desaloje las

200
instalaciones del cabildo debe reemplazarse por la coexistencia de oficinas nacionales y
provinciales.
Tal estado de los ánimos cuando Sarmiento se empeña en continuar desde El Nacional la campaña
periodística contra el ministro. Pizarro contesta. En la carta del 21 de enero describe a Sarmiento
como un “Babieca, conducido de las narices por Del Valle” a resistir “la evolución política que el
país realiza para terminar su organización”, “Metido en la pelleja de Rocha y en la confabulación
con Del Valle, y demás aristarcos de El Nacional para evitar que se cumplan las leyes fatales de la
historia”. Naturalmente esta tercera carta no solo rozó las susceptibilidades de Rocha.
Roca, por su parte sale del ojo de la tormenta a prudente distancia para manejar el caso: su quinta
en Ramos Mejía. El lunes 23 sigue el agitado clima político. El rumor es la dimisión de Pizarro. Se
dice –y se niega- que Romero e Irigoyen “han declarado oficialmente que si el Dr. Pizarro no sale
del gabinete, ellos saldrán”. Roca y Rocha vuelven a conferenciar. El Presidente dice no atribuirle
carácter oficial a las del aclaraciones de Pizarro, que en su quinta y última carta como ministro
insiste en que la cuestión de fondo consiste en que Buenos Aires tenga su capital y se ponga en
condiciones constitucionales. El gobernador conversó el punto con el presidente: ni el gabinete ni
el gobierno nacional vieron “inconveniente de ningún género en que el de la Provincia
permaneciera aquel tiempo que requiriera su traslación e instalación en la capital que eligiese”.
En la jornada del 23 se encuentran Roca y Pizarro, “reinando franca cordialidad entre ambos”. Más
tarde se acercaron a la quinta suburbana Bernardo de Irigoyen y Benjamín Victoria. El 24, al
regresar a Buenos Aires, recibe la renuncia del ministro Cordobés, sin duda acordado en la víspera.
Convocados los ministros a la casa particular de Roca, allí se resuelve aceptar la dimisión de
Pizarro.
Sobre la calma superficie alcanzada, la fractura preexistente no ha de soldarse. Pero, Así como
Roca debe cuidar los humores, Rocha conoce las dificultades inherentes a su condición de tal en
relación con sus aspiraciones presidenciales, que exigen no aparecer como reaccionario de los
sucesos de 1880.
Pero la crisis también obliga al gobierno bonaerense a encarar de inmediato la designación de la
nueva capital provincial para acallar la oposición que denuncia la coexistencia de los poderes
nacionales y provinciales. El 14 de marzo de 1882 Rocha envía al Senado el proyecto de ley que
declara capital de la provincia el municipio de Ensenada.
Con la salida de Pizarro del gabinete nacional la atención política gira hacia el nombramiento de su
reemplazante. Roca puesta en la necesidad de una reorganización del ministerio, decide sustituir
junto con Pizarro al vapuleado Del Viso. El sábado 11 de febrero Roca forma el decreto que
reorganiza profundamente su gabinete. Bernardo de Irigoyen pasa a ocupar el ministerio del
interior y se incorporan Eduardo Wilde en justicia, culto e instrucción pública, y Victorino de la
Plaza en Relaciones Exteriores. Al igual que en 1880, Rocha expresa conformidad con el nuevo
gabinete, y ante sus correligionarios exhibe el desenlace como un triunfo. Sin embargo, es difícil
creer que no haya experimentado honda preocupación ante la designación de De la Plaza,
reconocido experto en cuestiones económicas y financieras. Es el diputado que enfrento
exitosamente las políticas de acuerdo con la provincia que intento impulsar Romero. Pero no es
esa la única pieza que juega el Presidente contra Rocha. Si la llegada de Bernardo de Irigoyen al
ministerio del interior no puede ser objetada abiertamente por el gobernador Bonaerense- he ahí
un correligionario, un amigo político- no es difícil imaginar la íntima contrariedad con que debe
aplaudir el envidiable posicionamiento que Roca da a conciencia a ese temible rival en la carrera
presidencial.
1. Evolución de las alianzas
Buenos Aires, límite de Roca

201
En el caso de Rocha otra circunstancia conspira contra la unidad de los hábiles círculos que
integran un “Partido”: su aspiración presidencial, dadas las formas vigentes de producción de
sufragio, le obliga a contar con un sucesor de fidelidad segura que ejerza el poder provincial
cuando tengan lugar las elecciones.
La Prensa (según) el juez de paz de Lobos lanza a fin de marzo de 1882 la candidatura de D Amico.
En Julio se da por segura esa candidatura para la cual “los elementos oficiales, sin limitación
alguna, serán puestos a disposición”. En consecuencia, a fin del mes siguiente la resistencia a D
Amico toma forma más definida.
El Roquismo como antirochismo
Después de intentar en 1881 el antiroquismo y de competir en 1882 sin éxito por la gobernación
bonaerense, Carlos Pellegrini, concluido su periodo senatorial, viaja en 1883-1884 por américa del
norte y Europa. A su regreso vuelve a lanzarse a la actividad cuyo norte es el antirochismo.
Enseguida funda el periódico Sud-america “con un programa negativo o sea de simple
antagonismo al gobierno de la provincia.
En junio de 1884 Roca comunica a los círculos partidarios más íntimos su terminante oposición a la
candidatura rochista: “Porque no conviene que un porteño gobierne la nación, para la seguridad
misma y el afianzamiento de su organización y autonomía conquistadas a costa de tantos
sacrificios”.
Hay entre los partidarios del exgobernador figuras católicas de las que no podía desprenderse sin
perjuicio-Demaria, Vidal, Achaval- y sobre todo, no pocos de sus imprescindibles aliados en el
interior. Y comienza lo que será durante dos años una continua reiteración temática: con el dinero
del banco provincia compra adhesiones, busca la ruina del banco nacional, maniobra en la bolsa
contra su estabilidad, etc.
El Rochismo
El plan La Plata persigue también ese objetivo político – la elección presidencial de Rocha-
referencia fundamental para comprender las reacciones del rochismo. Llamaremos rochismo
abstrayendo la trayectoria anterior del gobernador bonaerense en lo que pudo tener de líder de
círculos y clubes políticos, al movimiento de adhesión a Dardo Rocha con el propósito de hacer de
él el sucesor de Roca.
Rocha gobierna desde la misma Buenos Aires en que construyo su carrera política. El municipio en
el que la administración provincial ya no ejerce jurisdicción concluye por entonces poco más de
treinta cuadras de la plaza de mayo. Por otra parte, si las arcas provinciales han perdido muy
significativos ingresos, quedan también desembarazados de sus principales deudas, y los acuerdos
pactados ponen en el corto y mediano plazo fuertes transferencias desde el tesoro nacional al
bonaerense. que no se cumplirán. El acceso al crédito externo permite sanear la situación
financiera del gobierno y su banco, y lanzar el más ambicioso plan de obras públicas, concebido
hasta entonces, cuya medula es un sistema de comunicaciones destinado a impulsar la producción
y el comercio bajo control provincial.
A lo largo de su carrera política Rocha ha buscado potenciar su figura de caudillo popular. Después
de 1880 dos nuevas y poderosas razones le impulsan a reforzar la vigencia de esa imagen. En
primer lugar, el flanco abierto a su popularidad porteña por su rol en los sucesos que concluyen
con la entrega de la ciudad al gobierno nacional.
Pero sobre todo levantar una opinión incontrastable es condición de su estrategia para acceder a
la futura presidencia. En ella se conjuga un deseo temprano y abiertamente proclamado con la
pretensión de coronarlo, sino contra la voluntad presidencial, si con independencia de su gravoso
apoyo. Rocha espera que su candidatura en 1886 se le imponga a Roca como necesaria a partir de
sus éxitos y del caudal propio de opinión que se esfuerza en construir.

202
En todo caso, durante su gobierno, el predominio de Rocha en la provincia de Buenos Aires no
tiene sombras. Se ha visto como pudo, sin mayores sobresaltos, imponer su sucesor en el gobierno
Bonaerense. En efecto, la candidatura de Rocha llego a despertar fuertes temores en Roca y sus
colaboradores. El 27 de septiembre de 1885, en ocasión de proclamarse su candidatura
presidencial, la manifestación popular resulta significativa al respecto.
Las causas de la desavenencia
Muchos antes que la campaña por la sucesión presidencial llegue a su momento crítico, Roca mira
con desconfianza al candidato. Una conocida carta de Roca a Juárez Celman en 1881 se queja de:
“Apresuramiento y anticipación de Rocha”. Su voluntad de independencia quiere se paralela, pero
no opuesta al gobierno nacional. Desde un comienzo se insinúa así el corolario que sería reiterado
incansablemente y crecientemente en 1884-1886: el sucesor de Roca debe garantizar la obra de
1880; obra frágil aun y expuesta a retrocesos si un porteño alcanza el poder.
La consolidación de la nacionalidad no es para Roca según Rocha, sino localismo: el fantasma de
Tejedor. La del Presidente, a su vez, es para el gobernador una reacción contra la constitución:
entender que “la soberanía nacional es una especie de soberanía de derecho divino que absorbe
todos los derechos”. A la hora de definir aquella consolidación en el campo de la doctrina, Rocha
actualiza los fundamentos de la tradicional defensa del federalismo Bonaerense, el único contra
peso posible de un poder absorbente y opresor.
Puñaladas bajo el poncho
Las interferencias de Rocha en el interior obligan a una ganancia permanente para frustrar la
consolidación de la influencia del localismo.
Según el diario de Mitre, La Nación, “toda conciencia patriótica se inclinaría por la preponderancia
de las influencias antagónicas. Al menos ella representa, a pesar de todo, un interés general, un
orden nacional, un principio de vida común, no obstante, los abusos y sus medios corruptores”. El
propio Mitre facilita esa evolución, aun cuando acabe censurándola, al seguir su relación con Roca
un movimiento pendular. El Presidente sabe adularlo: su retrato se encuentra en los billetes de
veinte centavos en circulación en 1883; en agosto de ese año lo reincorpora al ejercito con grado
de Teniente General, lo nombra también miembro de la comisión que debe gestionar la entrega
de la biblioteca, archivo y museo público de la provincia de Buenos Aires.
En los días que siguen a la crisis económica de enero de 1885 tiene lugar un sigiloso encuentro
entre el Presidente y el viejo patricio, quien por entonces cree posible un acuerdo entre ambos
para la sucesión de 1886.
En otro punto, se dice, coincidieron los líderes. Se trata precisamente de la solución al problema
político que supone el rochismo, cuya naturaleza vuelve a encontrarse con el malsano localismo de
la provincia de Buenos Aires.
El pequeño acuerdo de 1885, sin embargo, se revela inviable y efímero. Ni el Mitrismo alcanza a
Roca para contener a Rocha en Buenos Aires, ni las expectativas de Mitre de cara a la renovación
presidencial poder ser satisfechas.
El ocaso
El nuevo gobernador, D Amico, queda pronto entre dos fuegos. Rocha además de regresar al
Senado, ocupa un puesto en el directorio del Banco Provincia. Más que el manejo de fondos con
fines políticos que denuncian sus adversarios, se propone intervenir en todo cuando afecte jurídica
y económicamente a dicha institución. Ha logrado designar a un sucesor en el gobierno, pero no
puede evitar que actué en orden a su propia supervivencia política. Entre Roca y Rocha el
gobernador ha elegido la sumisión al presidente.

203
La campaña electoral, cuyas candidaturas se lanzan entre mayo y noviembre de 1885, se
desarrolla en ese clima de tensión. Más tarde el trabajado y frágil acuerdo entre Mitre, Irigoyen,
Gorostiaga, Rocha conduce a la formación de los Partidos Unidos cuyas listas, salvo excepciones,
fueron derrotadas tanto en las elecciones legislativas de febrero como en las que nominaron a
electores para presidente y vice.
El desenlace de las elecciones nacionales de 1886 tuvo inmediatas consecuencias en la provincia
de Buenos Aires. Unos días antes el gobernador D Amico logra la sanción de la nueva ley de
municipalidades. La renovación de autoridades debía ser el último domingo de noviembre. Sin
embargo, en la reglamentación que el gobernador dicta de inmediato dispone, por excepción
convocar elección para el 10 de junio. De este modo las cruciales elecciones para gobernador que
deber realizarse en diciembre, tendrán lugar bajo nuevas y consolidadas autoridades, dando así al
Poder Ejecutivo oportunidad para designar intendentes o comisiones municipales en la mayor
parte de la provincia.
En mayo de 1886 se perfilan con nitidez las dos candidaturas que dividen al partido: Máximo Paz
tiene el respaldo del círculo íntimo del gobernador; Nicolás Achával cuenta con el respaldo de
Rocha. El Presidente compromete su apoyo, que equivale a un triunfo, mientras Paz garantiza que
su gobierno se alineara con el nacional.
El 27 de julio Achával renuncia al ministerio del gobierno. Debe entonces luchar por su
candidatura desde afuera del aparato del gobierno. En los meses siguientes el achavalismo se
queja sobre las designaciones que hace el poder ejecutivo en puestos como comisarias e
intendencias. (Triunfo de Paz en las elecciones)
Roy Hora, Autonomistas, Radicales y Mitristas: el orden oligárquico en la provincia de Buenos
Aires (1880-1912)

Este artículo analiza algunos rasgos de la vida política en la provincia de Buenos Aires
entre 1880 y 1912, y para ello presenta una visión general sobre su dinámica y sus actores
principales. Se aboca a una tarea todavía incompleta: el análisis de las principales alternativas de la
evolución política bonaerense del período.
Este artículo se coloca en este movimiento de renovación de la imagen de unidad del
orden político, pues enfatiza los cambios experimentados por la política en la provincia de Buenos
Aires a lo largo del período 1880-1912. En particular, sostiene que es posible reconocer tres
momentos sucesivos, cada uno dotado de características propias, que corresponden globalmente
a las décadas de 1880, 1890 y 1900. Analiza con mayor detenimiento el segundo de estos
períodos, pues en él se verifica un proceso de fuerte competencia entre agrupaciones partidarias
que le otorgó a la década de 1890 una fluidez y un dramatismo del que otros momentos
carecieron. El trabajo sostiene que la dinámica gobiernooposición, centrada en la competencia
entre el PAN y la UCR, no provee un punto de mira adecuado para entender aspectos significativos
de ese mundo político. En este sentido, sugiere que tanta o más atención debe prestarse al
mitrismo, pues salvo en la primera mitad de la década de 1890, ésta fue la principal fuerza que
rivalizó con el PAN. Si bien esta competencia no siempre tomó la forma de una oposición abierta,
de todos modos la presencia del mitrismo, o Unión Cívica, resulta fundamental para entender el
orden político del período.3 Finalmente, este articulo se interroga por la relación entre elites
políticas y clases propietarias. Este tema ha recibido escasa atención en las últimas décadas, en
parte como resultado del giro que ha tomado la historia política, en tanto ha perdido alguna
relevancia la pregunta por las conexiones entre sociedad y sistema de poder. En particular, este
trabajo se propone considerar ciertos aspectos de la relación entre las elites políticas y las clases
propietarias los principales actores de la vida pública finisecular- que permiten entender mejor
tanto las transformaciones como el fin de la república oligárquica.

204
I. La década del ochenta

En el invierno de 1880, las milicias porteñas y el ejército federal chocaron en los


alrededores de Buenos Aires. En esas batallas se decidió la supremacía definitiva del estado
central sobre la principal provincia argentina. La victoria de las tropas federales marcó el punto de
llegada del proceso de centralización del poder que signó la historia política de la década de 1870,
y al mismo tiempo abrió el camino para una serie de cambios políticos e institucionales que
afectaron profundamente la vida pública del país. En particular, la derrota del gobernador Carlos
Tejedor aceleró una profunda redefinición del lugar de los grupos gobernantes de Buenos Aires en
la política nacional. La federalización de la ciudad de Buenos Aires, rechazada por décadas, fue
rápidamente aprobada sin mayor oposición. La ley de federalización sometió a la ciudad de
Buenos Aires la órbita del poder central, y con ello se angostó la base política de las fuerzas
porteñas. En el nuevo territorio de la provincia de Buenos Aires también se verificó la erosión de
las redes políticas que por dos décadas sostuvieron la competencia de alsinistas y mitristas,
aunque aquí ello resultó del desplazamiento de las autoridades por figuras dispuestas a secundar
los planes de los vendedores del Ochenta: intervenida la provincia, los jueces de paz y los
comandantes de campaña, así como los comisarios y oficiales de policía -de quienes dependía el
resultado de toda elección de una provincia ruralizada de golpe por la pérdida de su ciudad
capital- fueron reemplazados por subordinados políticos del nuevo gobierno federal.
Desde entonces, el control de Buenos Aires quedó firmemente en manos de los
seguidores locales del PAN. Durante toda la década de 1880, los hombres que se sucedieron en el
gobierno de La Plata, la nueva ciudad que la provincia se dio por capital, surgieron, uno tras otro,
de las filas del partido gobernante. Dardo Rocha, Carlos D’Amico, Máximo Paz y Julio Costa se
alternaron en el gobierno de Buenos Aires sin otra competencia que la que cada uno de ellos
debió enfrentar dentro del propio autonomismo provincial. Fenómeno típico de la política
argentina de la década de 1880, la oposición desapareció también del escenario bonaerense.
Como señalaba La Prensa en 1887, “nunca se ha visto en el país una conformidad más pasiva con
los hechos ni una disciplina electoral más sólida.”
En diversas oportunidades, distintos voceros de las clases propietarias, entre los que se
contaba Anales de la Sociedad Rural Argentina, también manifestaron su disconformidad con la
imposición oficial. Sin embargo, las quejas de los que entonces eran los principales, si no los únicos
interlocutores de las elites políticas, nunca se tradujeron en un desafío a la autoridad. Las razones
de esta pasividad son comprensibles. La década del ochenta se caracterizó tanto por la expansión
económica como por la consolidación estatal. Durante esos años, un estado más atento a las
necesidades de los principales grupos propietarios se constituyó en un formidable agente de
transformación económica. La Conquista del Desierto, la veloz extensión de la red ferroviaria, la
mejora de puertos y caminos, el fin de la leva, contribuyeron a crear un ambiente favorable para la
acumulación de capital, dentro y fuera del sector rural. En ese contexto de optimismo y
prosperidad generalizados, las denuncias de corrupción política y los reclamos de mayor
honestidad electoral, que no faltaron, encontraron escaso eco.
Las reformas institucionales de la provincia de Buenos Aires en la década del ochenta
corresponden a otro momento histórico. Paradójicamente, tras el Ochenta la ausencia de todo
desafío a los designios del nuevo gobierno parece haber favorecido el diseño de un sistema
institucional más acorde con los postulados del liberalismo clásico. De hecho, el férreo control que
el nuevo elenco gobernante ejerció sobre todos los aspectos de la vida bonaerense lo predispuso
favorablemente a impulsar el proceso de descentralización política, y a otorgarle un papel más
central al parlamento sin temor alguno de que debiera pagar un alto precio por ello. Los años de
paz política que se sucedieron desde 1880 también parecen haber contribuido a acallar los

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temores que en pasado había suscitado una sociedad civil demasiado propensa a aceptar, incluso
a invitar, el conflicto político y el desafío a la autoridad.

II. La crisis del autonomismo

La Revolución del Parque es habitualmente considerada como el punto inicial de un ciclo


de cambio político de vastas consecuencias. Sin embargo, los efectos del alzamiento de 1890
parecen haber sido más complejos de lo que habitualmente se supone. La caída del presidente
Juárez Celman sólo afectó de modo significativo a la ciudad de Buenos Aires. La lucha armada y la
movilización política que la precedió se concentraron en la capital de la república.
La formación de la Unión Cívica Radical en junio de 1891, que congregó a buena parte de
la oposición más irreductible, manifestó algunos límites de la estrategia del Acuerdo. El ruidoso
lanzamiento del Partido Modernista a fines de ese año creó problemas mayores. El gobernador de
Buenos Aires, el autonomista Julio Costa, se contó entre los principales animadores de esta fuerza
heredera del juarismo. Costa, que no había sido afectado por los sucesos de 1890, reunió en torno
a él a un núcleo conspicuo de autonomistas opositores a la figura de Roca, con la intención última
de alcanzar la presidencia en las elecciones de 1892. La situación nacional contribuyó a impulsarlo
a la acción, pues frente a un interior menos compacto en sus solidaridades, y a un presidente
débil, el peso político de la primera provincia argentina aumentaba considerablemente. El 18 de
diciembre de 1891 Costa proclamó al nuevo partido; en poco tiempo, se pronunciaron a su favor
los gobernadores de Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes, Córdoba y Santiago del Estero.
Cuando se acercaron las elecciones presidenciales de 1892 la debilidad del gobierno era
manifiesta. Para evitar la posibilidad de un triunfo de Roque Sáenz Peña, el candidato modernista,
el presidente Carlos Pellegrini y su aliado Roca recurrieron al expediente de impulsar la de Luis
Sáenz Peña, padre del anterior. Para ello contaron con la anuencia de Mitre. El gobierno enfrentó
al radicalismo con medios no menos mezquinos: simplemente alegó que sus líderes preparaban
una sublevación y optó por encarcelar a sus principales figuras. Gracias a estas maniobras, Luis
Sáenz Peña alcanzó la presidencia.
El fracaso del candidato modernista no afectó el dominio que Costa y sus seguidores
ejercían sobre Buenos Aires. De todas maneras, los problemas que debían enfrentar en la
provincia comenzaron a crecer. La profundización de crisis económica que golpeaba a Buenos
Aires desde fines de la década de 1880 contribuyó a erosionar tanto las finanzas provinciales como
la credibilidad y el prestigio de sus autoridades. Los dos bancos estatales, el Hipotecario y el de la
Provincia, pronto se vieron en problemas, afectando seriamente el mercado de capitales.18 El
peor momento comenzó en 1892, cuando los precios de los productos exportables sufrieron una
fuere baja. Las cotizaciones de la lana cayeron a la mitad entre 1889 y 1893, y los precios de los
granos también bajaron y no se recuperaron hasta mitad de la década. Al mismo tiempo, la sequía
más severa en treinta años devastó la campaña de Buenos Aires en 1893.
En las elecciones de marzo de 1893, el oficialismo se vio obligado a hacer valer su fuerza
ante una oposición más activa, que denunciando airadamente la presión oficial, finalmente decidió
no presentarse a los comicios. En esa ocasión, el Partido Provincial recurrió a “la ayuda de las
bayonetas provinciales, y a los votos de los barrenderos, los peones del matadero y los empleados
provinciales”.24 Las elecciones fueron duramente protestadas, y desde entonces Buenos Aires
vivió un clima tenso.25 La determinación del gobierno de ganar elecciones a cualquier precio
parece haber convencido a radicales y cívicos de que el camino de las urnas estaba cerrado, y
pronto dejó de ser un secreto que ambos grupos se disponían a derrocar a Costa.
A fines de julio estallaron dos sublevaciones paralelas contra el gobierno de Costa, una
radical y otra cívica. La primera, más poderosa y mejor organizada, se alzó simultánea y

206
sorpresivamente en ochenta de los ochenta y dos partidos de la provincia, y pronto venció la
escasa resistencia que ofrecieron las autoridades provinciales. El alzamiento, de notable pre isión y
envergadura (“nadie sintió la Revolución del 93 y estalló en toda la provincia e la misma hora”,
diría luego La Prensa26), puso en evidencia la magnitud del esfuerzo organizativo realizado por
Hipólito Yrigoyen, que a partir del fracaso de la Revolución de 1890 se esmeró por darle al
radicalismo provincial una sólida organización territorial, fundada sobre comités locales. En apenas
un día, la revolución dominó sin mayor lucha toda la provincia, obligando a Julio Costa a
encerrarse en La Plata. Con gran orden y disciplina, los radicales se concentraron en Temperley, un
importante nudo ferroviario, y esperaron allí la caída de las autoridades. Sólo cuando, tras varios
días de espera, ésta se produjo, los alzados anunciaron la formación de un gobierno provisional y
comenzaron una lenta marcha sobre la capital provincial.
La simpatía con que la revolución fue recibida sugiere que el gobierno platense carecía de
apoyos de peso en la opinión pública. Antes que impulsar la movilización de grupos sociales
subalternos marginados de la escena política, Yrigoyen parece haber cultivado con especial
atención la relación con los jóvenes de la elite porteña, que nutrieron los grupos dirigentes del
levantamiento radical.
La actitud favorable del gobierno federal hacia los alzados sólo se mantuvo durante los
pocos días en que Aristóbulo del Valle dominó el ministerio. Esta política se revirtió cuando Carlos
Pellegrini logró apoyos suficientes en el Congreso para impulsar una intervención federal a Buenos
Aires. Desairado, del Valle renunció, y un nuevo ministerio que respondía al Acuerdo, liderado por
Manuel Quintana, se hizo cargo de la intervención.
Cuando este cambio se produjo, los batallones radicales entregaron sus armas al gobierno
federal sin disparar un solo tiro, y se prepararon para concurrir a las urnas. Los comicios para elegir
gobernador convocadas por la intervención federal a cargo de Lucio V. López, universalmente
reconocidas como un modelo de transparencia electoral, dieron la victoria a la Unión Cívica
Radical. Los radicales habían presentado dos candidatos de gran prestigio social, Mariano Demaría
y Leonardo Pereyra.
En las elecciones de electores de gobernador de febrero de 1894, el radicalismo aventajó
tanto a la Unión Cívica como al autonomismo, que competía con el nombre de Unión Provincial. El
radicalismo obtuvo 42 electores, frente a los 34 alcanzados por los cívicos y los 36 del
autonomismo. Poco después, los seguidores de Yrigoyen también se colocaron como primera
fuerza de la provincia en los comicios realizados para componer la Legislatura, obteniendo 16 de
las 37 bancas senatoriales en juego.33 El radicalismo mostraba así que era el partido mejor
implantado en Buenos Aires. También demostraba que, tras la derrota militar del alzamiento de
junio, estaba dispuesta a explotar electoralmente esa situación.
A pesar de sus victorias en las elecciones de comienzos de 1894, una alianza entre el
autonomismo provincial y la Unión Cívica elevó al gobierno al mitrista Guillermo Udaondo. En
febrero del año siguiente los electores cívicos, a su turno, votaron a Carlos Pellegrini, jefe del
autonomismo provincial, como senador nacional por Buenos Aires. De esta forma, alcanzaba
vigencia en la primera provincia argentina el Acuerdo alcanzado en 1891 por Mitre y Roca para
estabilizar la convulsionada situación política del país, agitada por el vendaval insurreccional
desatado en 1890.
III. Tres partidos en competencia

La celebración de la política del Acuerdo en Buenos Aires no resultó de las coincidencias


entre cívicos y roquistas sino, antes que nada, del temor al radicalismo. En septiembre de 1894
hizo uso de sus atribuciones para imponer autoridades municipales provisionales de su color
político, “nombrando tan solo unos pocos radicales y provinciales para desempeñar esos

207
cargos.”37 El líder autonomista de la cámara de diputados denunció en esta actitud un “marcado
partidismo”. “A nadie se le oculta -insistió Gregorio de Laferrére- toda la importancia que tienen
las Municipalidades en los actos preparatorios de las elecciones, sobre todo cuando estas
elecciones tienen por objeto organizar constitucionalmente esas mismas Municipalidades, que son
el eje sobre el que reposan todos los demás actos eleccionarios.”
Desde fines de 1894 el gobernador, que sólo contaba con el apoyo condicional del
autonomismo, perdió el control de la Legislatura.40 A la hora de concurrir a elecciones, la
confección de listas comunes era recelada tanto por cívicos como por autonomistas. Los apoyos
retaceados y las borratinas (esto es, la tachadura del nombre de un candidato en el momento
mismo de la emisión del sufragio) se volvieron ejercicios habituales. En más de una ocasión,
también, alguno de los miembros del Acuerdo desvió fuerzas hacia el radicalismo, e incluso apoyó
a este último partido. El autonomismo provincial fue el más constante en esta actitud. Este
crecimiento electoral no era sólo resultado del esfuerzo radical; la prensa mitrista iba a recordar
que “el triunfo del partido radical, en las penúltimas elecciones nacionales, se debió, tanto en la
capital como en la provincia de Buenos Aires, a que el partido nacional votó por la lista radical.”
Pese a la creciente oposición del autonomismo, a lo largo de 1895 los mitristas lograron
ganar algunas elecciones y mejorar sus posiciones. Estos triunfos se debían, en alguna medida, a
las ventajas que éstos obtenían gracias al control del poder ejecutivo. Merced a esta posición
privilegiada, la fracción oficial y gubernista era la “que más aprovecha de los fraudes recientes”,
denunciaba La Prensa.46 Con estas ventajas, los resultados de los comicios de fines de marzo de
1895 le permitieron a los seguidores de Guillermo Udaondo desplazar al radicalismo de la primera
minoría en la cámara de Diputados.
Entre 1893 y 1895, el radicalismo de la provincia no puede calificarse sino como un partido
exitoso. Hasta cierto punto, la revolución de 1893 en Buenos Aires logró su objetivo fundamental,
pues obligó a Costa a abandonar el gobierno y abrió paso a un ciclo electoral que dio lugar a una
competencia política más abierta. Este último fenómeno, sin embargo, pronto dejó al descubierto
ciertos límites del radicalismo, pues puso de manifiesto que, en su mejor momento, apenas podía
concitar la adhesión de algo más de un tercio del electorado movilizado. Para 1895, este caudal
incluso comenzó a reducirse, y grandes movilizaciones de hombres y de recursos como las que la
UCR había protagonizado hasta comienzos de ese año no volvieron a repetirse. Sin duda, la
recuperación de la situación económica de la provincia, aunque lenta, le quitó cierta urgencia a la
lucha por el poder.
El aparato electoral del partido radical, al igual que el de sus rivales cívicos y autonomistas,
se componía de un grupo de dirigentes de elite y de una base popular, que se vinculaban por
medio de una serie de dirigentes menores, pero de influencia local. Estos caudillos ocupaban una
posición clave en el sistema político, pues de ellos dependía, en gran medida, la movilización de
los seguidores de una fuerza política. Los líderes políticos locales obtenían sus apoyos gracias a su
propio ascendiente personal, que en general se apoyaba en su capacidad para proveer un
amplísimo conjunto de servicios, entre los que se cuenta la solución de problemas comunales, la
provisión de empleos, y hasta la protección de criminales.49 En este aspecto, nada sugiere que
existieran diferencias sustanciales entre el radicalismo y sus rivales. Como argumentaba La Prensa
a propósito de una elección a comienzos de 1895, a lo largo de esos años la UCR había dado
muestras no tanto de su capacidad de incorporar nuevos sectores sociales o de proponer una
agenda política alternativa sino de poner en funcionamiento “una organización a que jamás ha
alcanzado partido político alguno”.
La autonomía de los “rurales” se veía potenciada por la ausencia de una elite social y
política fuertemente arraigada en la vida bonaerense. Históricamente, la elite porteña fue
esencialmente una criatura urbana, y su presencia en la campaña fue particularmente tenue

208
durante todo el siglo XIX.51 Esta situación se volvió más acusada tras la federalización, cuando la
ciudad de Buenos Aires, convertida en capital de la república, salió de la órbita provincial. Cuando
esto sucedió, los grandes líderes y las elites políticas porteñas se negaron a fijar su residencia o su
centro de actividad en la nueva ciudad de La Plata, menos aun en el interior de la provincia.
La débil implantación de las elites porteñas en la provincia tuvo consecuencias que
distinguen a Buenos Aires del resto de los estados provinciales argentinos. Ella abrió el camino
para que figuras de posición social menos prominente, pero fuerte arraigo local, ganaran una
influencia muy marcada en la escena pública bonaerense. Este fenómeno se encuentra en el
origen de los conflictos entre “rurales” y “metropolitanos”, que en este período afectaron a todas
las fuerzas políticas. Sin embargo, como hemos señalado, es llamativo que el radicalismo se viese
mucho menos marcado por ellos. Ello parece encontrar su principal explicación en el tipo de
liderazgo que Yrigoyen -un hombre capaz de manejarse con igual soltura en ambos mundos
políticos- supo imponer sobre unos y otros. Mientras que Roca, Pellegrini o Mitre siempre
actuaron como líderes olímpicos para sus seguidores bonaerenses, prefiriendo desempeñar el
papel de árbitros distantes en los conflictos surgidos entre las facciones provinciales, el estilo
político de Yrigoyen -célebre por el trato personal que tributaba incluso a sus seguidores menos
prominentes- se prestaba admirablemente bien no sólo para tejer pacientemente los hilos de una
red política, sino también para mantener unidos todos sus heterogéneos elementos.
Es comprensible entonces que tras su integración regular a la vida electoral, la UCR
comenzara a ser considerada como una fuerza que no se distinguía sustancialmente de sus rivales
ni por sus objetivos últimos ni por el origen social de sus dirigentes y militantes. La certeza de que
la UCR había abandonado el camino insurreccional que tanto preocupara a las autoridades
nacionales en la primera parte de esa década confirmó esta visión. A fines de 1893, Emilio Mitre
todavía insistía en el “militarismo” que caracterizaba -y hacía temible- al radicalismo.56 Menos de
tres años más tarde, este temor era sólo un recuerdo, por lo que Pellegrini podía comentarle con
toda confianza a su amigo Cané que “los radicales ya tiraron el cuero de león, y se han convertido
en animalitos domésticos.
Como consecuencia de estos cambios, la vida política perdió dramatismo. Cuando
promediaba la década de 1890, la disidencia modernista había perdido entidad, golpeada primero
la caída de la candidatura presidencial de Roque Sáenz Peña, y más tarde por la revolución de
1893, que decretó el fin de la vida política de Julio Costa (como la de 1890 lo había hecho con la de
Juárez). En 1895 tanto el radicalismo como el mitrismo protagonizaban el complicado juego de
alianzas y enfrentamientos que tenía lugar en Buenos Aires.
Desde el establecimiento del Acuerdo, la Unión Cívica puso de manifiesto ambiciones
menos modestas que funcionar como elemento auxiliar de una alianza destinada a estabilizar la
situación política frente a la amenaza radical o modernista. El control pleno de la provincia de
Buenos Aires, y también de la Capital Federal, se contaban entre sus objetivos. Para entonces, los
cívicos también dominaban la provincia de Corrientes, y en muchas otras contaban con fuerzas
que si bien no eran mayoritarias, sí resultaban significativas. Más de tres décadas de actividad en
el escenario político les había permitido arraigar su presencia en todo el territorio nacional. Sería
erróneo considerar que el dominio que el autonomismo ejerció durante los años de Roca y Juárez
Celman significó la total erradicación del mitrismo de la vida argentina. Los años noventa pusieron
de manifiesto tanto la crisis del autonomismo como la frustración de las promesas regeneradoras
de la UCR. Ello les permitió a los cívicos ganaron espacios a costa de su viejo y menguado rival, así
como también ganar algunas voluntades que habían sido movilizadas por el radicalismo. El
mitrismo reemergió así como una fuerza de consideración, y desde entonces funcionó
alternativamente, y hasta el fin del orden oligárquico, como el aliado y la principal oposición al
autonomismo.

209
En la provincia de Buenos Aires, los cívicos iban a privilegiar este segundo papel. Es por
esta razón que, vencida la disidencia modernista en sus propias filas, los dirigentes del
autonomismo provincial comenzaron a advertir que su principal rival ya no era la UCR, que había
salido derrotada y debilitada del ciclo electoral que se abrió tras la revolución de 1893, sino la
reverdecida Unión Cívica. Como resultado de este cambio, desde 1895 los hombres del PAN
provincial pusieron en práctica una política que por momentos parecía errática y oscilante, pero
que tenía objetivos precisos. Por una parte, estaba destinada a no resignar ningún espacio en la
complicada alianza con el mitrismo. Al mismo tiempo, se orientaba a impedir que los cívicos
ganaran terreno a costa de un radicalismo que empezaba un declive que dio por resultado su casi
total desaparición de la vida provincial.
IV. El ocaso del radicalismo

La elección de un nuevo gobernador para el período 1898-1902 dio lugar a un nuevo


realineamiento, que respondía a los cambios acontecidos en el panorama político. En el nivel
nacional, el Acuerdo había comenzado a sufrir serios tropiezos, ligados a la consolidación del
liderazgo de Roca sobre sus rivales autonomistas. Roca nunca recobró la posición de preeminencia
que conquistara en la primera mitad de la década de 1880, pero en julio de 1897 se sintió lo
suficientemente seguro como para lanzar su candidatura a la presidencia. Ello le valió un
enfrentamiento con Mitre. Según Pellegrini, Mitre habría solicitado poco antes la vicepresidencia
para un hombre de su partido, con resultado negativo.63 Inmediatamente, Mitre abjuró del
Acuerdo, impulsó el alejamiento de sus seguidores del gobierno y buscó acercarse al radicalismo.
Ello unió por un momento, en 1897, a cívicos y radicales en un movimiento de oposición al
roquismo conocido como la política de las paralelas. Dentro del radicalismo, el principal impulsor
de esta concurrencia antirroquista era Bernardo de Irigoyen, líder del radicalismo de la Capital
Federal. La oposición de Hipólito Yrigoyen, sin embargo, la hizo fracasar.
Las dificultades del gobernador Udaondo para asegurarse una mayoría estable en la
legislatura lo habían impulsado, a comienzos de 1897, a intentar ganarse el apoyo del
autonomismo.64 En las elecciones de marzo de ese año, autonomistas y cívicos sufragaron cada
uno por sus propios candidatos, pero acordaron dificultar la acción del radicalismo.65 Estas
elecciones fueron ampliamente tachadas de escandalosas. Pese a la condena general, cuando las
actas electorales fueron tratadas en la cámara de diputados tanto cívicos como autonomistas
votaron su aprobación. Indignados, los representantes radicales se retiraron del recinto. A
instancias Hipólito Yrigoyen, se declararon dispuestos a retirar el partido de la lucha electoral,
renunciando asimismo a su representación parlamentaria.66 El abandono de la puja electoral y de
los puestos conquistados en más de un quinquenio de combate, sin embargo, no era una actitud
que contara con la adhesión unánime del partido. Dentro del propio Comité provincial, siempre
leal a Yrigoyen, la medida apenas pudo ser impuesta por dos votos.
El ascendiente de Yrigoyen sobre el Comité no se trasladó al resto del partido, que
reaccionó con vigor contra una decisión que amenazaban liquidar de un golpe el capital político
acumulado en cuatro años de lucha. El malestar se hizo sentir en especial en los comités locales, la
base del aparato partidario. La propuesta de Yrigoyen puso de manifiesto diferencias, hasta
entonces silenciosas, entre metropolitanos y rurales, y desde entonces su liderazgo quedó
severamente resentido.
Como recordaba la prensa bernardista, en 1897 el radicalismo bonaerense había visto caer
su caudal electoral a un tercio del que había logrado movilizar tres años antes y ya no era sino “un
remedo, un espectro de lo que fue en los tiempos en que la opinión creía en sus promesas
regeneradoras”.72 Ciertamente, el fenómeno era más general, pues también comprendía al
partido en otros distritos: en la Capital Federal, donde el peso de Leandro Alem y Bernardo de

210
Irigoyen era mayor, el radicalismo obtuvo buenos resultados electorales en 1894 y 1895. Desde
entonces, allí también comenzó el declive del partido, que se acentuó en 1896, el año del suicido
de Alem (el mismo presumiblemente motivado por los fracasos radicales).
Si bien las razones de esta crisis merecen ser investigadas con mayor detenimiento, lo
cierto es que la frustración de las esperanzas renovadoras depositadas en la UCR erosionó la
capacidad del partido para encauzar las energías de aquellos que se oponían a un régimen que,
por otra parte, ya no existía con la solidez con que se lo conoció en la década de 1880. No
sorprende que entonces ganaran peso dentro del radicalismo aquellos sectores que se hallaban
mejor preparados a aceptar esta situación y que, gracias su inserción en la vida política, parecían
mejor predispuestos a actuar sin recurrir a esos elevados pero cada vez más lejanos estímulos.
Luego de varios años de combate, muchos radicales que habían ganado posiciones en la
Legislatura y en las municipalidades no se resignaron pasivamente a abandonar los baluartes
adquiridos.
Es por esta razón que, pocos meses más tarde, el radicalismo -en primer lugar Yrigoyen- se
mostró muy receptivo a la propuesta autonomista de presentar una fórmula conjunta para las
elecciones de renovación del poder ejecutivo provincial. Ella le abría a la UCR mejores perspectivas
que las que ofrecía la alianza antirroquista con los cívicos, que el radicalismo provincial combatiría
con éxito a lo largo de septiembre de ese año.
La propuesta del jefe autonomista no carecía de segundas intenciones. Al mismo tiempo
que le ofrecía al radicalismo nuevos espacios de poder, intentaba reforzar las fuertes disidencias
que se expresaban en su interior impulsando un liderazgo alternativo al de Hipólito Yrigoyen.
Bernardo de Irigoyen era un rival declarado de Yrigoyen de larga trayectoria y gran prestigio,
aunque de escaso peso propio en la provincia. Para lograr el apoyo de Yrigoyen, Pellegrini debió
aceptar como candidato a vicegobernador a Alfredo Demarchi, un hombre fiel al líder del
radicalismo provincial. El acuerdo entre Yrigoyen y Pellegrini fue sellado en septiembre de 1897,
días antes de que los radicales de la provincia desafiaran al comité de la capital federal y se
declararan opuestos a la política de las paralelas.77 Como era previsible, los cívicos ganaron las
elecciones para designar gobernador que se realizaron tres meses más tarde: obtuvieron 44
electores (a los que deben sumarse otros 7 de un grupo autonomista disidente), contra 37 del
autonomismo y 26 del radicalismo. Sin embargo, el acuerdo entre radicales y autonomistas
permitió que Bernardo de Irigoyen fuese ungido gobernador.
Como Pellegrini había previsto, las disidencias entre los radicales aumentaron apenas
Irigoyen fue ungido gobernador. La UCR carecía de poder suficiente como para gobernar por sus
propios medios, y su inevitable dependencia de sus aliados autonomistas pronto se acentuó.
Hipólito Yrigoyen instó al gobernador a integrar un gabinete dominado por radicales,
especialmente intransigentes. Esta propuesta no prosperó. Temeroso de que un gabinete de
coloración radical le enajenase el sostén del autonomismo, el gobernador rechazó la sugerencia.79
Descontentos con la actitud de Don Bernardo, algunos meses más tarde los legisladores que
respondían a Hipólito Yrigoyen se alejaron del oficialismo.
Desde ese momento el radicalismo provincial comenzó a fracturarse. Estas divisiones
tuvieron resultados de largo alcance en la reconfiguración de la política provincial, y en definitiva
favorecieron la consolidación del autonomismo.

V. El ascenso de Ugarte y la consolidación del oficialismo

Al finalizar su gobierno, Bernardo de Irigoyen debió retirarse de La Plata en medio de una


repulsa muy extendida. Este fracaso, del que nunca se recuperó, signó la última etapa de su larga
carrera política. La oposición parlamentaria se manifestó incluso en aspectos tan básicos como el

211
tratamiento del presupuesto, por lo que en distintas oportunidades Don Bernardo atrasó varios
meses en el pago de los sueldos de la administración.91 Problemas como éste provocaron la
reacción de la opinión, que en general vio a Irigoyen como a una víctima de la irresponsabilidad de
los poderes locales y la indisciplina de las facciones parlamentarias. “La legislatura está entregada
al pandillaje electoral de aldea, y el ejecutivo es un juguete irrisorio de confabulaciones
transitorias”, se quejaba El Diario a fines de 1898. Este periódico auguraba que el “bajo nivel
intelectual y social de la Legislatura de la Provincia ... se irá acentuando en lo sucesivo, hasta que
el elemento gaucho desaloje por completo á los representantes cultos e inteligentes”. Y concluía
amargamente que “la provincia de Buenos Aires decae visiblemente, va fatalmente al
encanallamiento de su gobierno, es una regresión al gauchaje político”.
Carlos Pellegrini presentaba una visión similar. En una carta a Estanislao Zeballos de 1900,
se lamentaba del peso que los caudillos locales habían adquirido dentro del autonomismo y más
en general en la política provincial. Pellegrini hablaba con conocimiento de causa.
Esta denuncia del sistema de competencia partidaria ofreció el marco, y creó condiciones
propicias, para el ascenso de Marcelino Ugarte y la consolidación de su partidocomo la fuerza
dominante en la política de la provincia hasta 1917. El gobierno de Ugarte marca la disgregación
del sistema de competencia entre facciones que caracterizó a la vida política en la década de 1890.
La afirmación del autonomismo fue hecha posible y fue a la vez resultado del debilitamiento del
campo opositor. Durante su paso por el ministerio de Irigoyen, Ugarte comenzó a ganarse aliados,
revelando un enorme talento para sumar colaboradores entre las anarquizadas facciones de la
política provincial, en especial del radicalismo. Ugarte sumó un importante contingente de
radicales, entre los que se cuentan algunos miembros de las elites políticas de este partido, como
Adolfo Saldías o Mariano Demaría (hijo).
Ugarte también supo explotar las tensiones internas de las filas cívicas. Estas aumentaron
en 1901 con la ruptura entre Roca y Pellegrini y el intento, por parte del primero, de reeditar la
política del Acuerdo, rota en 1897. El acercamiento entre Mitre y Roca provocó resistencias entre
los cívicos, y el prestigio de Mitre quedó con ello resentido.105 Al año siguiente el anciano general
anunció su retiro de la vida pública y al poco tiempo su hijo Emilio reorganizó las desperdigadas
fuerzas mitristas en el Partido Republicano, una agrupación hostil al roquismo, que siempre
manifestó dificultades para superar los límites de la capital de la república. En la provincia, los
sucesos de 1901 condujeron a una escisión cívica que se arrimó a Ugarte, liderada por Manuel J.
Campos, cuyo capital político estaba concentrado en la sexta sección electoral (que comprendía el
sur de la provincia).106 Gracias a estas incorporaciones, el autonomismo acrecentó su poder al
mismo tiempo que golpeaba a su principal rival. Tanto es así que a fines de 1901 la principal
disputa por la gobernación tuvo lugar entre la agrupación de Ugarte (convenientemente bautizada
Partidos Unidos) y un desprendimiento del autonomismo que sostenía la candidatura de Vicente
Casares, un amigo y aliado de Pellegrini. Emilio Frers, el candidato mitrista, apenas logró unos
pocos votos.
Las tradicionales pujas entre los caudillos electorales y los notables políticos integrados en
los puestos de dirección del partido se hicieron presentes en esas elecciones. Entonces El Diario
advertía que “las pretensiones injustificables” de los rurales tenían “de mal humor a los directores
del partido, que desearían llevar a la cámara personas de más arraigo y representación pero sin
situaciones ni registros.”109 Desde entonces, Ugarte se propuso combatir la independencia de las
bases políticas de los Partidos Unidos atacando el control que los líderes locales ejercían sobre sus
feudos electorales. Al asumir el cargo en mayo de 1902, el nuevo gobernador anunció su deseo de
encarar una reforma del sistema impositivo y de la constitución provincial que recortase las
atribuciones administrativas e impositivas municipales.

212
Medidas como éstas despertaron reacciones en las propias filas autonomistas, que
resistían el disciplinamiento al que el gobernador quería someterlas. Cuando promediaba el año
1902 Félix Rivas y sus seguidores pasaron a la oposición.113 Con esta ruptura, Ugarte perdió el
dominio de la cámara de diputados.114 Poco dispuesto a tolerar este desafío, a comienzos de
febrero de 1903 el gobernador impulsó a los legisladores que respondían a sus directivas, que
conformaban una fracción minoritaria de la cámara, a tomar la Legislatura por la fuerza. El asalto
contó con el apoyo del batallón de guardiacárceles.115 Con la esperanza de que el presidente
Roca se mostraría dispuesto a volcar la situación en su favor, Rivas y los cívicos solicitaron la
intervención del gobierno federal. El presidente Roca, a su turno, impulsó esta medida.
De esa intervención Ugarte salió inesperadamente fortalecido, aunque al inicio la iba a
criticar con vigor. Rivas y los cívicos contaban con el apoyo de Roca, que asistía con recelo a la
emergencia de una figura como la de Ugarte, capaz de proyectar su influencia fuera de la
provincia. A mediados de año, sin embargo, los rivales de Ugarte advirtieron que el presidente
había cambiado sus planes, y que no estaba dispuesto a auxiliarlos. La nueva actitud de Roca se
vincula a la celebración de la Convención de Notables, la reunión de las elites políticas,
intelectuales y administrativas que el presidente impulsó para decidir el nombre de su sucesor. Por
sobre todas las cosas, la Convención reveló los límites del poder de Roca. Cuando la Convención
comenzó a sesionar se hizo claro que el presidente carecía de prestigio suficiente no sólo para
darle a la elección de su sucesor un marco adecuado (de los 800 convocados asistieron menos de
300), sino también para imponer una figura de su preferencia. Fue entonces cuando Roca advirtió
que los convencionales que podía aportar el gobernador de Buenos Aires le eran estrictamente
imprescindibles para vencer al sector pellegrinista del que se había distanciado en 1901. Ugarte
fue, en definitiva, el gran triunfador de la Convención. Roca se vio obligado a aceptar la unción de
Manuel Quintana, el candidato que impulsaba el gobernador de Buenos Aires, como futuro
presidente. También se comprometió a que la intervención no se volcaría contra Ugarte, sino que
lo fortalecería.
A partir de ese momento, el oficialismo ganó el control total de la provincia. Desaparecida
la oposición radical, en poco tiempo sucumbiría también la menguada resistencia cívica. En 1910,
un artículo en la Revista Argentina de Ciencias Políticas ofrecía testimonio de la fidelidad con que
eran acatadas las directivas de La Plata cuando afirmaba que los representantes comunales “son
por lo general: hombres ignorantes ó débiles, todos sumisos y que le responden [al intendente]
con la misma fidelidad que él observa para el gobernador.”118 Ello le permitió a Ugarte trascender
las fronteras de su provincia, y jugar un papel destacado en la capital federal y en la política
nacional; para 1906 La Nación hablaba de la necesidad de contener “la invasión platense” en la
capital de la República.119 De hecho, desde mediados de la década de 1900 sólo el gobierno
federal pudo ofrecer un contrapeso al dominio que Ugarte ejercía sobre la política provincial. Este
se hizo manifiesto en 1908 cuando el presidente José Figueroa Alcorta forzó al gobernador Ignacio
Irigoyen, que había sido impuesto por Ugarte, a tomar distancia de las ambiciones presidenciales
de su antecesor. El autonomismo dominó indisputadamente Buenos Aires hasta 1917, cuando fue
derribado por una intervención federal impulsada por el gobierno radical. El medio empleado por
el presidente Hipólito Yrigoyen para desplazar al gobierno de La Plata habla a las claras de la
solidez de la fuerza política gestada durante esos años, que nunca había conocido la derrota, ni
siquiera en el período signado por el sufragio secreto y obligatorio que advino con la reforma
electoral de 1912-1916.
La fortaleza del renacido autonomismo, rebautizado Partido Conservador desde 1908, no
debiera exagerarse. Su principal debilidad -sin duda más acusada que en otros distritos
provinciales- resultó de la ausencia de lo que Pellegrini calificaba como una “burguesía política”.

213
La más importante de ellas fue en 1911-12, cuando un número significativo de grandes
estancieros decidió enfrentar al régimen platense. En ese momento, un año agrícola
particularmente malo se combinó con un alza inmoderada y sorpresiva de los impuestos
territoriales. Ello llevó desazón e irritación a muchos estancieros, y el gobierno se ganó “el encono
de todos los terratenientes de la provincia”.
Teniendo en cuenta sus conflictos con el gobierno conservador, se entiende que desde
mediados de la década de 1910 éstos asistieran a la reaparición del radicalismo en la vida
provincial con menos recelos que los que habitualmente se les atribuye. En rigor, algunos de ellos
creyeron que después de 1912 por fin podía hacerse realidad la promesa de una relación más
íntima entre el estado y la elite socioeconómica. Estas esperanzas se vieron rápidamente
frustradas, pues en el sistema de competencia democrática instaurado por la reforma electoral las
fuerzas políticas se vieron obligadas a atender con mayor cuidado las demandas de una sociedad
que se tornaba no sólo políticamente más activa sino también más conflictiva.

VI. La política de Buenos Aires en perspectiva

No puede dejar de señalarse que, una vez que la reforma de 1912 hizo realidad la verdad
del sufragio, esta actitud le quitó algo de legitimidad a los viejos reclamos de transparencia política
voceados por los seguidores de Mitre. Como sucedió con el radicalismo en la segunda mitad de la
década de 1930, después de 1912 el mitrismo quedó identificado como parte integrante de un
orden que sin duda cuestionaba, pero que también apoyaba. Ello contribuyó a su marginación
política en la nueva era democrática.
Sería erróneo, sin embargo, evaluar el renacimiento y los notables triunfos electorales del
radicalismo en la era democrática abierta en 1912 únicamente bajo el prisma que ofrecen los
problemas de legitimidad del autonomismo y el mitrismo, las dos fuerzas dominantes del régimen
oligárquico. El radicalismo también se mostró más dispuesto que cualquier otro partido para
adaptarse a los nuevos desafíos a los que obligaba la ampliación política impuesta por la ley Sáenz
Peña. Ello se advierte en la especial atención que sus líderes le prestaron a la organización de una
sólida estructura partidaria que permitiese movilizar ya no máquinas electorales sino masas. En
esta muy poco conocida experiencia de construcción política sin duda hubo mucho de novedoso.

GALLO, Ezequiel, Un quinquenio difícil: las presidencias de Carlos Pellegrini y Luis Sáenz Peña
(1890-1895)

Ciertamente, el vendaval de julio se había aplacado sin derrumbar el orden constitucional.


No es menos cierto que Pellegrini se hizo cargo del gobierno rodeado de una gran popularidad, en
el país y en el exterior. Pero esa misma popularidad era parte del problema en cuanto reflejaba
expectativas que la situación heredada hacía difícil o imposible de calmar o satisfacer. La
conjunción de todos estos elementos, más la grave situación económica convertirían al
quinquenio 1890-1895 en el más agitado y difícil del periodo histórico en 1880.
La evolución de la crisis económica

Los peores efectos de la crisis iniciada a comienzos de 1890 se hicieron sentir durante el
gobierno de Pellegrini.
El oro, ese diabólico indicador de la crisis, que había llegado a 242 a la caída del gobierno
de Juárez Celman, alcanzó una cotización de 318 en enero de 1891, para trepar a 342 en mayo del
mismo año. En aquel momento el público presionaba sobre los depósitos de los dos bancos
oficiales (Nacional y provincia de Buenos Aires) haciendo peligrar seriamente la estabilidad de

214
ambas instituciones. El 6 de marzo Pellegrini convocó a una asamblea de notables en un esfuerzo
para evitar la caída de los dos bancos.
El empréstito acordado por los concurrentes fue un magro paliativo dada la gravedad de la
situación. El 7 de abril se cerraron los dos bancos oficiales con un decreto que suspendía los pagos
y garantizaba los depósitos. “Había caído el gran coloso sudamericano, porque el Banco de la
Provincia de Buenos Aires era honor y gloria no solo para los argentinos, sino también para los
americanos de habla latina…Cayó postrado, parte por los embates de la crisis y parte por los
avances de los gobiernos que, en sus desordenadas necesidades, habían agotado todos sus
recursos y todo su crédito”.
En mayo la situación se agravó aún más con una fuerte corrida contra los bancos privados.
En esos momentos el gobierno decidió la creación de un nuevo banco oficial, el Banco de la Nación
Argentina. El oro había alcanzado los 446.
A partir de ese otoño, sin embargo, se inició la recuperación, una recuperación basada en
el tremendo potencial productivo del país. Algunas de las causas que contribuyeron a la crisis (la
violenta expansión ferroviaria, por ejemplo) ayudaban ahora a promover la reacción. Las
exportaciones treparon.
La crisis afectó a los que habían llegado recientemente por centenares de miles a las
playas rioplatenses. La recesión general y la paralización de obras produjo desocupación y
consecuentemente un aumento espectacular en el número de inmigrantes que retornaron a sus
países de origen. El año 1891 fue el único en la historia del país en el que el número de
inmigrantes que retornaron fue superior a los que entraron. El deterioro de las condiciones de
vida produjo una serie de conflictos laborales, fenómenos casi desconocidos en la Argentina de
aquel entonces.
Los acreedores extranjeros, que se contaban de a miles, presionaban sobre sus gobiernos
para que actuaran enérgicamente sobre las autoridades argentinas. De ahí surgieron los rumores
sobre una posible intervención extranjera que tanto alarmaron a Miguel Cané. Pero a su vez, este
peculiar clima provocó reacciones antibritánicas inusuales en la argentina de aquellos años.
Por su influencia sobre la política interna más complejos y fastidiosos debieron ser los
conflictos que enfrentaron a grupos locales. La ansiedad de los acreedores, tanto nacionales como
extranjeros, tropezaba con los reclamos de deudores urgidos por la aplicación de medidas
antirecesivas.
La presidencia de Pellegrini
El nuevo gobierno había asumido, como se dijo, en medio de la algarabía general. Sus
primeros pasos tendieron a satisfacer a los sectores que así se manifestaban. El dictado de una
generosa amnistía para los revolucionarios del Parque fue acompañado por el nombramiento de
un gabinete que daba lugar a dos cívicos moderados (Eduardo Costa en relaciones exteriores y
José M. Gutiérrez en culto, justicia e instrucción pública) y a un independiente que había adherido
al movimiento de julio (Vicente Fidel López en Hacienda). Dos ministerios claves fueron a dar a
manos de hombres decisivos dentro del régimen inaugurado en 1880 (el general Roca en Interior y
el general Levalle en Guerra y Marina). El gabinete así designado procuraba conciliar las distintas
tendencias políticas mediante la designación de sus más prestigiosos representantes. Levalle
continuó hasta el final del periodo; López fue reemplazado por Hansen por razones de salud; Roca
por Zapata y Costa por Zevallos como consecuencia de los avatares políticos.
El acercamiento del Presidente a los grupos moderados de la Unión Cívica no logró
desarmar viejos recelos. La presencia de Roca en el gabinete contribuyó a exacerbarlos aún más. El
grueso de la Unión cívica presionó bien pronto por medidas que debilitasen los puntos de apoyo
del régimen autonomista. Embate reforzado tras la victoria alcanzada en las elecciones de la

215
Capital Federal, en la que resultaron electos senadores nacionales, Leandro N. Alem y Aristóbulo
del Valle.
Las dos tendencias que caracterizaron el debate político durante el quinquenio analizado,
no tardaron en quedar claramente expuestas. El líder de la oposición más radical la expuso el 12
de agosto de 1890 sosteniendo que: “Aun cuando se haya derribado a un presidente, la maquina
opresiva y corruptora del oficialismo ha quedado armada en las provincias y es la energía del
pueblo la que debe desmontarla ahora pieza por pieza”.
La oposición se movilizaba vertiginosamente en procura de sus objetivos. En enero de
1891 la convención de la Unión Cívica proclamó prematuramente en Rosario su fórmula
presidencial. Luego de superar algunas reticencias de la facción más radical fueron elegidos
Bartolomé Mitre y Bernardo de Irigoyen.
El 19 de febrero de 1891 un menor atentó contra la vida del general Roca. El Poder
Ejecutivo decretó el estado de sitio y prohibió la circulación de El Argentino, órgano del sector
intransigente de la Unión Cívica. El 6 de marzo, el Presidente convocó a la ya mencionada
asamblea de notables ante la grave situación económica por que atravesaba el país.
En esas circunstancias volvió de Europa el candidato a Presidente de la oposición. El
pueblo de Buenos Aires tributó una recepción deslumbrante al general Mitre. Bien pronto, sin
embargo, los temores de los sectores más duros de la Unión cívica se vieron confirmados por los
hechos. Mitre se entrevistó con Roca, poniendo en marcha el proceso que luego culminaría con el
célebre y discutido Acuerdo.
Mitre y Roca habían acordado elegir una fórmula única (cívico-autonomista) con el objeto
de evitar una áspera confrontación electoral. El 1 de junio Roca renunció al ministerio del interior
para dedicarse enteramente a la concreción del acuerdo. La solución convenida, sin embargo,
comenzó a hacer estragos en las filas opositoras. Para Irigoyen el Acuerdo “importaría suprimir la
lucha” y conducir a “las falsificaciones de los partidos, las intromisiones de los poderes oficiales y
los abusos que han sofocado en diversas épocas el voto de la nación”. Para Mitre, el país no estaba
en condiciones electorales y el Acuerdo era la única salida decorosa posible: “si no se puede hacer
una elección regular, menos se puede hacer una revolución, que aun siendo posible acabaría por
arruinar al país…”.
En este clima se volvió a reunir la convención de la Unión Cívica que luego de arduos
debates proclamó la formula Mitre-José Evaristo Uriburu, este último representando al
autonomismo. La reacción de los disidentes no se hizo esperar y a poco el frente opositor se
dividió en acuerdistas (Unión Cívica Nacional) y antiacuerdistas (Unión Cívica Radical). Estos
últimos no tardaron en elegir su propia formula: Bernardo Irigoyen- Juan M. Garro.
El Acuerdo suscitaba resistencias en sectores inesperados. La posibilidad de coaligarse con
los autonomistas también había generado resquemores entre los mitristas, especialmente en
Córdoba, Mendoza y Salta. Tampoco dentro del autonomismo la solución convenida había
arrancado parejas muestras de entusiasmo.
La creciente oposición al Acuerdo motivó la renuncia de Mitre a la candidatura
presidencial (15 de octubre). Casi inmediatamente Roca hizo lo mismo con la jefatura del Partido
Autonomista. Los cuatro años de gobierno juarista habían generado lealtades y enemistades que
reapareciendo gradualmente una vez superada la confusión producida por los sucesos de Julio de
1890.
Esta evolución dentro del autonomismo pronto se materializó en la formación de una
nueva agrupación política, el Partido Modernista, que proclamó la candidatura de Roque Sáenz
Peña, ex ministro de Juárez Celman. La candidatura fue promovida por Julio Costa, gobernador de
la Provincia de Buenos Aires. Más importante aún, los modernistas lograron la adhesión de los
gobernadores de Santa Fe, Entre Ríos y Córdoba.

216
Así las cosas, desde las esferas oficiales surgía la candidatura de Luis Sáenz Peña, padre del
candidato modernista. Esta nominación, ora atribuida a Roca, ora a Pellegrini, produjo efectos
fulminantes. El 18 de febrero de 1892 Roque Sáenz Peña renunció a su candidatura.
La candidatura cosechó algunas simpatías entre importantes figuras radicales, entre ellos
Alem e Irigoyen. El candidato, por su parte, reforzó esas simpatías calificando duramente a la
política acuerdista de Roca y Mitre.
Algunos sectores dentro del mitrismo, inquietos por la militancia católica de Sáenz Peña,
exigieron garantías con respecto a la intangibilidad de la legislación laica aprobada en la década
del ochenta. Satisfechas estas inquietudes los partidos acuerdistas proclamaron la formula Sáenz
Peña- Evaristo Uriburu. Con los modernistas fuera de carrera y los radicales debilitados en las
provincias, la formula oficialistas triunfó casi sin oposición en los comicios del 12 de abril de 1892.
La presidencia de Luis Sáenz Peña
Un buen indicador de la inestabilidad que caracterizó a su corta gestión (27 meses) fue la
rapidez con que se sucedieron los miembros de su gabinete. En relaciones exteriores alternaron
siete ministros; en culto y justicia, seis, al igual que en Guerra y Marina.
La alternancia no reflejaba solamente giros en los gustos personales del presidente; por el
contrario, indicaba bruscos cambios de opinión en la dirección de los asuntos nacionales. Por otra
parte, nunca el país había contado con una presidencia tan débil, hasta el punto que la
administración se caracterizó, en algunos momentos, por la prevalencia de un estilo más cercano a
un régimen parlamentario que a un sistema presidencialista. Con la excepción del lapso en que Del
Valle ocupó la cartera de Guerra y Marina, las personalidades a cargo del ministerio del interior
semejaban a verdaderos jefes de gabinete que decidían sobre la orientación de la política
nacional. La filiación de los ministros del interior revela claramente la erraticidad de la política
oficial: Costa era un prominente cívico-nacional; Miguel Cané un autonomista antirroquista;
Escalante, roquista; Lucio V. López, como Manuel Quintana, independientes, y Aristóbulo del Valle
fuertemente ligado a los cívico-radicales.
El año 1893 se presentaba sumamente complicado. Los acontecimientos de Santiago del
Estero habían forzado la renuncia de Manuel Quintana al Ministerio del interior. En febrero los
raciales ganaron unas elecciones muy poco concurridas en la Capital Federal. Ese mismo mes
estalló una sedición cívica en Catamarca, y la provincia fue intervenida. En marzo un nuevo
levantamiento en Corrientes inauguró en esa región un periodo confuso y sumamente tenso.
Cinco semanas en globo
El primer estallido revolucionario se produjo en la provincia de San Luis el 29 de julio. Ante
la sublevación de unos cuantos centenares de radicales, poco pudo hacer el debilitado gobierno de
Videla. Una junta revolucionaria designó como gobernador provisional a Saa, y la contienda se
trasladó al Congreso Nacional, donde Del Valle sorteó con éxito los reclamos de intervención
provenientes de la bancada oficialista.
Al día siguiente de los sucesos en San Luis estalló un movimiento revolucionario de
muchísima mayor envergadura en la provincia de Santa Fe. Encabezado por los radicales el
movimiento revolucionario recibió el apoyo de los cívico-nacionales y de los autonomistas
opuestos al gobernador. Finalmente, el 3 de agosto cedió la resistencia de los oficialistas, y ese
mismo día asumió el gobierno revolucionario. Como sucedió en San Luis, Del Valle pudo evitar la
intervención federal solicitada en el Congreso por un grupo de legisladores oficialistas.
Desde los primeros días de su ministerio, Del Valle hostilizó permanentemente a las
autoridades modernistas que controlaban la provincia de Buenos Aires. El 8 de julio dispuso el

217
desarme de las fuerzas militares que mantenía el gobernador Costa en abierta oposición, según el
ministro, a las claras disposiciones constitucionales.
El día 30 de julio, nutridos contingentes de radicales porteños se dirigieron a distintas
localidades de la provincia de Buenos Aires para unirse a grupos locales a los efectos de iniciar un
movimiento revolucionario. Casi contemporáneamente se produjo un levantamiento cívico-
nacional en varios puntos de la provincia. Las fuerzas radicales, bajo la jefatura de Hipólito
Yrigoyen, comenzaron pronto a superar la resistencia que ofrecían en los pueblos de la provincia
núcleos de simpatizantes de Costa. El 9 de agosto Costa renunció a la gobernación y asumió el
vicepresidente del senado Guillermo Doll. Los radicales, por su parte, eligieron a Juan Carlos
Belgrano como gobernador provisional. Poco después Doll hizo entrega del gobierno al ministro
Del Valle. La evidencia disponible sugiere que hubo un entendimiento entre cívicos y autonomistas
para evitar un triunfo total de los radicales.
La caída de Del Valle y el retorno de Manuel Quintana
Como se sugirió, los levantamientos radicales reagruparon a los autonomistas. El
elemento decisivo en esta contraofensiva fue, sin embargo, el reingreso de Pellegrini al escenario
político. En su manifiesto del 10 de agosto lanzó un feroz ataque contra la política ministerial. La
contraofensiva parlamentaria y la presencia de Pellegrini comenzaron a incidir sobre el animo
presidencial. A esto contribuía también la clara división del gabinete.
El 9 de agosto el gabinete decidió no tomar medidas con respecto a un proyecto de
intervención a Buenos Aires. El 10 el Congreso votó la intervención y Sáenz Peña ofreció el cargo a
Carlos Tejedor. El 11 Del Valle aceptó la intervención, pero le solicitó a Sáenz Peña estar a cargo de
la misma. El presidente rechazó la propuesta aduciendo sus compromisos con Tejedor. Frente a la
actitud de Sáenz Peña, Del Valle presentó su renuncia. El 12 de agosto Manuel Quintana aceptó
como ministro del interior. El nuevo gabinete tenía una ligera preponderancia cívico-nacional.
Quintana actuó enérgicamente. Entre el 14 y el 18 de agosto se intervinieron las tres
provincias sublevadas. Al mismo tiempo se decretó el Estado de sitio y se convocó al ejército.
A más de intervenir las tres provincias sublevadas, Quintana debió hacer frente a otros
estallidos revolucionarios. A los pocos días de asumir hubo un nuevo levantamiento liberal en
Corrientes, que había comenzado a gestarse durante el ministerio de Del Valle. El 13 de agosto se
decretó la intervención.
El mes de septiembre fue sumamente tenso. El 7 se produjo un alzamiento radical en
Tucumán, gobernada por Prospero García, de extracción mitristas y abiertamente enfrentado con
los radicales y roquistas. El día 15 los revolucionarios formaron gobierno provisional. El 20 García
solicitó la intervención. Finalmente, el 25 las fuerzas nacionales, luego de breves combates, se
adueñaron totalmente la situación.
No había terminado la revolución tucumana, cuando nuevamente estalló una revuelta en
Santa Fe (24 de septiembre). Militarmente, esta fue, quizá la más espectacular de las
sublevaciones ocurridas dentro del agitado año 1893. La extensión del movimiento se debió,
especialmente, a la adhesión de oficiales y tropas del ejército y de algunas unidades de la armada.
El movimiento se inició el 24 en Santa Fe donde se registraron intensos combates con fuerzas
leales provenientes de Entre Ríos, las que finalmente derrotaron a los rebeldes el día 27. Casi
simultáneamente se produjo un alzamiento en Rosario, liderado por Leandro N. Alem. La rebelión
solo fue abatida el día 30, luego que fuertes contingentes nacionales al mando de Roca
convergieron hacia Rosario.

218
Caída de Manuel Quintana y renuncia de Luis Sáenz Peña
En los últimos meses de 1893 el gabinete encabezado por Quintana se hallaba firmemente
establecido. Esta situación se prolongó hasta la segunda mitad de 1894. El ministro procuró formar
una amplia coalición de los partidarios del orden, marginando a los roquistas. El nombre de
Quintana llegó, incluso, a mencionarse para la próxima renovación presidencial.
Con el correr de los meses este esfuerzo comenzó a debilitarse como consecuencia del
poco eco que despertaba en la mayoría de las provincias del interior. En el mismo momento que
se agrandaba la imagen de Quintana en la capital federal, se producía una visible revalorización de
la figura de Roca en las filas autonomistas.
El desenlace se produjo un par de meses más tarde, con motivo de un conflicto en
Mendoza entre el gobernador, quintanista, y la legislatura local. La cámara de diputados nacional
adoptó una posición opuesta al gobernador, lo cual provocó la renuncia de Quintana al cargo de
ministro del interior, el 7 de noviembre de 1894. Sáenz Peña intentó sobrevivir designando a
Eduardo Costa en reemplazo de Quintana. Sin su ministro fuerte, el Presidente había quedado, sin
embargo, en una posición extremadamente débil. En enero el Senado le solicitó que dictase una
ley de amnistía, medida a la cual Sáenz Peña se había opuesto enfáticamente. El día 22 renunció el
Presidente, actitud que fue aceptada con indisimulado alivio por el Congreso.
Conclusiones
En términos muy generales, podría señalarse que luego de la tranquilidad reinante en la
década del ochenta renacieron en el periodo estudiado las pasiones que habían caracterizado la
lucha política durante los años setenta. Una intensificación notable de la actividad cívica fue, pues,
uno de los aspectos más salientes del ciclo 1890-1895. La intensificación se manifestó en un
aumento significativo de los niveles de participación política. Este aumento fue visible en varios
campos: en el periodismo, en la panfletaria, en el parlamento, en las manifestaciones callejeras, en
los actos electorales, y en las innumerables rebeliones ocurridas durante aquellos años. Señalar
esta intensificación no significaba decir que la mayoría de la población participó en las contiendas
cívicas. Aun durante este periodo, la indiferencia seguía siendo el rasgo mayoritario.
Esta intensificación de la vida cívica fue contemporánea a una mayor diversificación de la
misma. Durante el quinquenio analizado se quebró el monopolio ejercido por el Partido
Autonomista Nacional (P.A.N) durante toda la década del ochenta. La aparición de la Unión Cívica,
y su posterior división, trajo aparejado un incremento visible de la competencia política.
Incremento que no solo se reflejó en la aparición de fuerzas opositoras, sino también en las
disputas dentro del autonomismo. La aparición de los modernistas fue el más saliente de este
fenómeno, pero no el único.
En la consideración de este problema, es necesario señalar que en este periodo hubo
algunas elecciones genuinamente competitivas. Los radicales prevalecieron en la capital federal, y
se adjudicaron algunos triunfos en la provincia de Buenos Aires. No era esta sin embargo la tónica
general. El favor y la arbitrariedad oficial, el fraude y la violencia aplicada por lo partidos actuantes
seguían dominando la escena política.
Para la oposición más dura, entonces, de un orden corrupto no podía surgir una
democracia sana. Para los partidarios del orden, por el contrario, la utilización de medios violentos
no podía llevar sino al despotismo y a la anarquía.
La caótica situación de 1890 se transformó lentamente en la tranquila realidad de 1895.
Roca y Pellegrini sortearon las amenazas que provenían de cívicos y modernistas, logrando el

219
apoyo de los segundos y una flexible y moderada oposición de parte de la facción cívico-nacional
de los primeros. Hacia 1894, un nuevo grupo dentro del radicalismo insinuaba adoptar posiciones
igualmente moderadas.
En todo esto, los dos líderes autonomistas se vieron favorecidos por el temor que
despertaba la actitud belicosa e intransigente de los radicales. En estas circunstancias muchos se
reagruparon tras los hombres que poseían los recursos políticos necesarios para hacer frente al
desafío opositor. Solo Manuel Quintana surgió, por el momento, como posible líder alternativo.
Pero a él, como a otros, como a la misma oposición, le faltaban los apoyos políticos necesarios en
el interior del país. Algo que, en aquellos años, seguía siendo crucial para fundar un orden político
estable.

Roberto Etchepareborda, Las presidencias de Uriburu y Roca


Perfiles de la nueva presidencia
La gestión política del nuevo presidente José Evaristo Uriburu, iniciada en el verano de
1895, estuvo precedida por un periodo de altas tensiones en que menudearon los momentos de
convulsión y de abierta insurrección. Es que la fórmula del acuerdo de 1892, integrada por
personalidades de distintas tendencias políticas, el uno proveniente del sector opositor, la Unión
Cívica, y el otro, el ahora mandatario, prohijado por el Partido Autonomista Nacional, estuvo
desde un comienzo signada por una inestabilidad crónica, producto tanto del errático respaldo
que le brindaron los responsables de esa evolución política como de las arremetidas de sus
adversarios, los cívicos “radicales”.
Uriburu, sin duda, una figura relevante del escenario público; legislador, magistrado,
ministro y diplomático, fue considerado desde los primeros momentos del acuerdismo en 1890,
como candidato a vicepresidente junto con Mitre y luego consagrado con Sáenz Peña, a
sugerencia de Pellegrini. Es dado a señalar la circunstancia de que Uriburu en ambos casos no se
hallaba en el país. En la practica desde hacía tres lustros ocupaba funciones diplomáticas.
Indudablemente fue elegido, tanto por sus reconocidos méritos públicos y conocidas
condiciones personales, como por la circunstancia de poseer vinculaciones con los partidos
actuantes sin haber sido parte de los recientes ajetreos políticos. Sin embargo, creo que influyeron
en Pellegrini y en Roca las ventajas de haber ejercido nuestra representación en el país trasandino
y conocer a todos los actores. Fue un acierto que permitió contar al frente del ejecutivo, en
momentos de tormenta, con un avisado conductor, de fría determinación y probada paciencia.
Cercano tanto de Roca como de Mitre, falto de fuerza política propia, dejaría que las cosas
siguieran su curso y no interpondría su personal influencia en contra de las aspiraciones del
primero en 1897, quizás, personalmente convencido de que la persona del conquistador del
desierto era indispensable para afrontar posibles alternativas bélicas.
Uno de sus primeros actos al asumir, de toda evidencia, el valor entendido del
compromiso de pacificación, fue el de remitir (23 de enero de 1895) la ley de amnistía a las
cámaras del congreso.
Fue una presidencia calma en lo interno, sin sobresaltos mayores, desaparecidos- por el
momento al menos- los fuegos del radicalismo, en pleno proceso de transición en su conducción
desde la muerte de Alem, en 1896.
En tanto, el oficialismo- en sus dos vertientes, el P.A.N, y la U.C.N- usufructuaba la plenitud
del poder, controlando al ejecutivo, al congreso y a las catorce provincias. El acuerdo tampoco veía
peligrar su predominio en ambas cámaras del Congreso, enfrentado solo por un puñado de

220
diputados radicales, algo asentados ya en su papel de leal oposición, y cuyas intervenciones, si
bien apasionadas, concordaban cada vez más con el tono monocorde imperante.

Circunstancias políticas
Acababa de asumir Uriburu cuando nuevos comicios legislativos pusieron a prueba la
semilegitimidad reinante. La renuncia de dos diputados radicales elegidos en 1894, hace necesario
cubrir esas bancas pertenecientes a la provincia de Buenos Aires. El 31 de enero son proclamados
candidatos Leandro N. Alem y Mariano Demaria. Hipólito Yrigoyen dirige con habilidad la campaña
y obtiene un resonante triunfo sobre la lista unificada del acuerdo. E
En la capital se imponía sin oposición Bernardo de Irigoyen y Martin M. Torino era electo
diputado. Un mes después, el 24 de marzo de 1895, en lucha reñida triunfaba en el mismo distrito
el candidato del Acuerdo. Al mismo tiempo que como respuesta al excito radical, los partidarios
del Acuerdo sumaban fuerzas para imponerse en los comicios para la legislatura local.
En las elecciones generales de diputados de 1896 el Acuerdo se impondrá nuevamente en
la Capital por sobre los raciales. Los cívicos hacían lo mismo en la provincia. Solo en San Luis
obtendría una banca el radicalismo como resultante, en este caso, de una concordancia de las tres
agrupaciones en la liza que lograban una cada una.
A su vez el radicalismo, después de la exitosa campaña de 1895, había ido sufriendo un
lento deterioro, debido principalmente a las grandes tensiones que se había producido en su
ámbito interno, pero también por su participación en el contexto político, que por el carácter que
iba adquiriendo amenazaba con quitarle su razón de ser, amenguando el impacto casi místico
alcanzado en 1893.
Lo más grave sin duda era la falta de cohesión interna: tensiones en su conducción entre
Alem, titular del Comité nacional, y su sobrino Hipólito Yrigoyen, presidente del distrito más
dinámico de la agrupación. Mientras el ultimo computaba éxitos, Alem sufría momentos de
angustia ante el fracaso de sus conatos insurgentes y la disminución de su impacto parlamentario.
El 1 de julio de 1896 Alem pone fin a su vida. Desaparecido el caudillo, Bernardo de Irigoyen
asume la presidencia de la agrupación.
La sucesión presidencial
1897 fue desde casi sus comienzos un año de definiciones políticas y los respectivos
alineamientos irían tomando posiciones. El problema de la sucesión presidencial pronto debía
dirimirse. Y por más de un motivo la provincia de Buenos Aires se convertiría en una pieza clave
del ordenamiento político. El hecho algo singular de la existencia de cierta paridad entre las tres
principales fuerzas actuantes, la UCN, el radicalismo y la Unión Provincias, representativa del
autonomismo nacional, hacia más evidente esa situación.
El propio Hipólito Yrigoyen había ofrecido a Bernardo de Irigoyen la candidatura a
gobernador. Este último había declinado el honor en consideración a sus achaques y pronunciada
edad, pero planteado a su vez la conveniencia de que el presidente del comité provincial asumiese
esa responsabilidad.
A mediados del mes de junio, en un clima tenso y controvertido, Bernardo de Irigoyen
convocó a todos los organismos provinciales del radicalismo a una amplia reorganización,
incitándolos a agrupar con urgencias a todos sus simpatizantes y a perseverar en el anhelo “de ver
a la república bajo el imperio de su constitución”. En el seno del partido, sin embargo, se van
delineando las diferentes actitudes frente al problema político: una que pretende afrontar en las
urnas a la candidatura oficial, uniéndose con los demás sectores oponentes, y otra que considera

221
imposible hacerlo por falta de garantías predominante y que prefiere alejarse del escenario
público que considera espurio.
Ya para entonces en el seno del partido autonomista nacional se iban definiendo
posiciones. Afloraba espontáneamente cierto consenso en favor de Pellegrini, cuyo nombre
motivaba menos reacciones contrarias en el ámbito político general. Sin embargo, el posible
beneficiario desde un primer instante prefirió dar paso a la candidatura del Héroe del desierto. El
11 de julio, la convención del partido autonomista nacional proclamaba la formula Roca-Quirno
Costa.
Un movimiento juvenil, el comité de la juventud, presidido por Manuel Augusto Montes
de Oca, que remedaba de alguna manera las actividades de la juventud de 1889, convocaba a un
mitin conjunto a las fuerzas opositoras, para el siguiente 15 de agosto. Ese día se realiza la
concentración, que adquiere caracteres multitudinarios. Oradores de fuste, Mitre, Irigoyen, Roque
Sáenz Peña, encienden los ánimos y postulan abiertamente un amplio frente opositor contrario a
Roca.
Es un desafío demasiado fuerte para dejarlo impune y se teme además que se produzcan
mayores deserciones en las filas del P.A.N ante el flotamiento de muchos sectores. Nuevamente
será Pellegrini el que deba salir a enderezar la nave. En un contundente discurso a la juventud
pronunciado en el Teatro odeón no solo hará la defensa de Roca, sino que desmenuzará la ya
denominada política de las paralelas, o de las coincidencias, que a su criterio solo daría como
resultado una coalición transitoria y efímera. Define mejor que nadie esa actitud política
“Paralelas, quiere decir deseos de acercarse a imposibilidad de unirse”.
La convención nacional de la oposición se reunió en el Teatro Olimpo el 1° de septiembre y
de inmediato pudo apreciarse una definida división entre sus integrantes. Do lineamientos se
perfilaron: “intransigentes”, por un lado, y “evolucionistas” por el otro. El de la mayoría postula
una coalición de las fuerzas opositoras es defendido con vehemencia. Finalmente, y después de
arduas y encontradas discusiones, el 5 de septiembre se imponía por 65 votos contra 22 el
despacho favorable a las paralelas de la mayoría. Seria, sin embargo, un triunfo sin mayores
consecuencias a causa de la posición de sus contrarios.
La decisión de Hipólito Yrigoyen y sus adictos, contraria a lo resuelto en la convención
partidaria, determinó en definitiva a la suerte de la coalición opositora, al resolver el comité de la
provincia su disolución el 29 de septiembre siguiente. Al desaparecer el principal instrumento de
enfrentamiento con el oficialismo, se esfumaba al mismo tiempo toda posible empresa electoral
en contra del roquismo.
La decisión disolutoria del radicalismo bonaerense fue seguida tiempo después por el otro
organismo de fuertes posibilidades electorales, el Comité de la Capital. Moría de ese modo todo
intento de los “evolucionistas” o “paralelos” radicales.
Las elecciones de la provincia de Buenos Aires
Las elecciones, como era presumible: una “Puesta” sin definiciones. El oficialismo
provincial. La U.C.N obtuvo 44 electores, el P.A.N 37, el radicalismo intransigente 20; un
desprendimiento del autonomismo, el P.A.N independiente 7 y finalmente los bernardistas 6.
La negativa de Yrigoyen llevó a Pellegrini hacia Bernardo de Irigoyen, candidato a su
entender de tradición autonomista y radical moderado. Debía hacerlo para destrabar de raíz una
candidatura mitrista. Don Bernardo se vio pronto asediado por reclamos insistentes. Finalmente,
una larga carta de Pellegrini daría el jaque mate a la voluntad de Irigoyen. A fines de febrero, se
registra la aceptación de Irigoyen y un nuevo conflicto, luego superado, la designación del
candidato a vicegobernador, para cuyas funciones finalmente es nombrado un intransigente,
Alfredo Demarchi. El 8 de marzo se pronuncia el colegio electoral, consagrando a la formula

222
Irigoyen-Demarchi por 61 votos a favor de radicales de ambas tendencias y nacionales, entre 50 de
los cívicos nacionales y disidentes del autonomismo.

La reforma constitucional de 1898


La reforma aprobada elevó a 120 el número de diputados, haciendo al mismo tiempo que
los integrantes de los colegios electorales pasaran de 232 a 300. Esta nueva geografía electoral
dará como resultado un nuevo equilibrio político, favorable al litoral y particularmente a la capital
y Buenos Aires, cuyo peso político aumentó en forma dramática. El litoral completo lograba 172
electores, y sus representantes parlamentarios pasaban de 42 a 76.
La segunda presidencia de Roca
Muy otras serían las situaciones que en adelante animarían la escena política. Por un lado,
las inquietudes sociales empezaban a irrumpir con particular dinámica y violencia; por el otro,
surgían las consecuencias de la crisis interna del propio sistema imperante, que iban a dar un tono
diferente al debate política. Junto a las lógicas demandas de mejora social y económica, las voces
de los sectores radicalizados enfrentaban las circunstancias externas, que nublaban el pacifico
andar de la comunidad argentina. José ingenieros en una encendía campaña antimilitarista
enrostraba el armamentismo.
El radicalismo, principal expresión opositora, veía acallados sus fuegos por dos
circunstancias, la primera, y quizá la más valedera, la preocupación por la crisis exterior, que hacia
criminal el quebrantamiento de la paz interior, mientras que la segunda se refería a la crisis
interna ocurrida en la provincia de Buenos Aires, su principal baluarte entre los dos sectores más
importantes que lo conformaban.
En cuanto a lo político, la presidencia de Roca puede dividirse en dos etapas bien
definidas. La primera corres desde octubre de 1898 hasta mediados de 1901 y puede
caracterizarse de tranquila; en ella su prestigio sigue intacto. La cuestión externa es predominante
y su presencia minimiza las querellas intestinas. A partir de julio de 1901 se acentúa el deterioro
de la figura presidencial y sus dificultades irán en aumento al acercarse la develación del enigma
sucesorio.
Dimensiones políticas
Tres situaciones de particular trascendencia resaltan en la segunda fase de esta
presidencia. Una fue la propia crisis política del partido gobernante, consecuencia de la forma en
que Roca puso término al discutido proyecto de la unificación de la deuda. El desaire de que fue
objeto Pellegrini en esa ocasión precipitó la ruptura y dio paso a un nuevo alineamiento de
fuerzas. Se coligaron grupos dispares, ex juarista, ex modernistas y Pellegrinistas, impulsados por
los sectores juveniles del partido que arribaban a la escena política. Los unía su rechazo a la
conducción de Roca y lo que representaba.
A partir del inicio del siglo, la tensa cuestión social adquiere caracteres dramáticos y ocupa
el centro de la escena. Como respuesta a este reto, que adquiere particular radicalización, el orden
establecido adoptará severas medidas represivas, pero al mismo tiempo se atisban ciertas
actitudes de índole social y política que tendrán efectos vivificantes en el ambiente enrarecido de
la vida política.

223
La unificación de la Deuda. Pellegrini tuvo a su cargo las gestiones vitales con
representantes de la banca británica, en las que obtuvo pleno éxito. A su regreso, en el Senado
defendería con su habitual eficacia el proyecto del Ejecutivo. Corresponde aclarar que uno de los
puntos discutibles del mismo era la cuestión de la garantía de la nueva operación financiera,
representada por la renta aduanera. Situación que actuaría como un trapo rojo para una opinión
totalmente sensibilizada. Luego de prolongadas consultas, Roca, en creencia de que “tratándose
de grandes operaciones financieras que el pueblo rechaza, aunque sea porque no las entiende, o
porque sospecha torpemente de sus móviles, no corresponde empeñarse en llevarlas a término
contra viento y marea”, decidió retirar el proyecto del debate.
Este había recibido ya sanción favorable en el Senado, contando con solo un voto negativo
de José E. Uriburu, y nada hacía presumir un traspié en Diputados. El costo político resultó
elevado, ya que Berduc, ministro de hacienda, y Ramos Mejía, ministro de agricultura,
renunciaron. Pero lo más grave fue la brecha abierta entre Roca y Pellegrini. En adelante este
último se convirtió en el más duro crítico de su antiguo amigo político.
La cuestión social. La grave situación por que atravesaban los sectores laborales hará crisis
al promediar el gobierno el Roca. La misma había ido incubándose desde comienzos de la década
anterior como consecuencia de la crisis del noventa y ahora exacerbada por las condiciones
difíciles en que se desenvolvían los sectores obreros, en su mayoría de origen extranjero. Sus
salarios enflaquecidos por el aumento del costo de vida apenas alcanzaban niveles de subsistencia,
las prolongadas horas de trabajo, las infrahumanas condiciones de vivienda, la falta de controles
en los alimentos, la inseguridad en la propia actividad, todo sumaba en favor del cuadro de
protesta social. La formación a mediados de la década del noventa de organizaciones gremiales,
junto con la organización del Partido Socialista, habían abierto el camino de las reivindicaciones.
Las fuerzas del trabajo dividían sus simpatías en dos tendencias principales, la socialista y
la anarquista. Mientras los primeros buscaban respuesta a sus demandas a través de las vías
legales dentro del orden establecido, los segundos, más activos y poderosos, calculados en unos
cinco mil. Rechazaban todo ordenamiento, para ellos impuesto, y bregaban por su violenta
destrucción. Contrarios a toda participación electoral postulaban la abstención revolucionaria.
Ante repetidas huelgas y movilizaciones durante el año 1902 el gobierno somete al
Congreso un proyecto de ley que permitía a las autoridades expulsar del país a los infractores no
ciudadanos. La F.O.A reacciona extendiendo los paros al resto del territorio nacional hasta tanto el
proyecto no sea retirado. El congreso aprueba el 23 de noviembre de 1902 la ley solicitada por el
Ejecutivo, conjuntamente con la declaración del Estado de Sitio.
La nueva ley electoral (1902). Roca ha iniciado un intento para cambiar el juego político,
preocupado ante la presencia de nuevas fuerzas y sectores de población. Junto con su ministro del
interior, Gonzales impulsará la reforma de ley electoral de 1877.
El proyecto comprende varios aspectos novedosos, muchos de los cuales no obtendrían
sanción parlamentaria: 1) padrón electoral permanente; 2) sistema uninominal; 3) voto secreto; 4)
voto a los analfabetos; 5) sufragio a los extranjeros mayores de veintidós años, alfabetos,
propietarios o que ejercieran profesión liberal, con dos años de residencia. Esta innovación fue
eliminada del texto definitivo. También el voto secreto fue eliminado, por el Senado.
Sus objetivos: a) permitir el ingreso de nuevas expresiones ciudadanas en forma reglada y
no tumultuaria, eliminando el impacto de la lista completa en favor del triunfador; b) dispersar a
una fuerza opositora, al dar influjo al caudillo local; c) transformar el elenco político, al privilegiar
al exponente lugareño sobre el representante en Buenos Aires. Era así mismo una manera de
remozar los elencos del P.A.N, y recrear una infraestructura de lealtades algo melladas por el
enfrentamiento con Pellegrini.

224
La designación del sucesor
Al aproximarse el momento de definir la sucesión presidencial, nació por iniciativa del
vicepresidente Norberto Quirno Costa la sugerencia de que la nominación del candidato surgiera
por propuesta de una convención de representantes de las fuerzas sectoriales, por encima de los
clivajes partidistas. La proposición tuvo inmediato eco favorable por parte de Pellegrini, Sáenz
Peña, Quintana y Bernardo Irigoyen.
Los nombres que se barajaron de inmediato fueron los de Pellegrini, Quintana y Flipe
Yofré. El primero parecía favorecido por una sustancial mayoría. Pero de Pronto la candidatura de
Quintana adquirió singular peso, al obtener el auspicio del influyente gobernador de Buenos Aires,
Marcelino Ugarte. Roca a su vez, decidido a impedir a todo precio un posible éxito de Pellegrini
que hiciese peligrar su dominio del P.A.N arrojó todo su peso en favor de Quintana.
Las maniobras hechas en sordina para eliminar la candidatura de Pellegrini produjeron
finalmente el efecto buscado, la reacción de sus partidarios, los que determinaron retirarse de la
convención, dejando el campo libre a sus adversarios.
A pesar de su éxito, Roca salió algo maltrecho de su esfuerzo por impedir la candidatura
de Pellegrini, con un presidente ajeno a su partido y al cual no había podido desmontar,
principalmente por la pujanza de Ugarte, ya convertido en un manipulador de una naciente nueva
liga del interior. El presidente saliente sin duda pensaba que sería favorable para la continuación
de su influencia la falta de fuerza propia de Quintana, y que en el caso de complicarse la trama
política podría repetir lo ocurrido con Sáenz Peña e imponer su renuncia.
La conclusión de una etapa
Un signo antirroquista irá imponiéndose paulatinamente en los años venideros. La figura
del otrora hombre providencial irá desdibujándose y la rebelión dentro de la clase dirigente se
extenderá sin remedio. Los anhelos reivindicatorios de los cívicos del noventa se reiterarán a
Pellegrini y sus partidarios. Su adversario más declarado, Roque Sáenz Peña, presidirá el cambio y
el ocaso definitivo de la influencia de Roca.

PECK, Donald, Las presidencias de Manuel Quintana y José Figueroa Alcorta

Transición al quintanismo
El 12 de octubre de 1904, el mismo día de la asunción del mando presidencial por Manuel
Quintana, se nota un marcado cambio de rumbo en la política nacional, expresado en el discurso
inaugural del nuevo presidente. Fiel a los ideales ya convencionales de unidad y de
perfeccionamiento institucional, Quintana anunció un programa de prescindencia en la política
interna de las provincias.
En la práctica Quintana tomó además otra decisión que influyó directamente en el
estatuto político de muchos gobernadores. Esta determinación se vinculaba con el contexto de la
política intentada en el ejército por el nuevo ministro de guerra, general Godoy. Primero el
gobierno nacional retiró todos los piquetes de tropas nacionales que habían sido destacados en
distintas provincias como refuerzo a las fuerzas policiales locales. Esto afectó principalmente a las
provincias más pequeñas, que no podían costear fuerzas propias suficiente, pero fue acompañado
por otra medida que provocó protestas entre los gobernadores más poderosos. El gobierno
nacional mando retirar las armas y pertrechos distribuidos en años recientes entre las fuerzas
provinciales.

225
La candidatura de Quintana había surgido en 1903 en realidad como expresión cabal de la
continuidad de la política acuerdista del régimen roquista. Prestigioso mitrista que gozaba de gran
respeto por su represes ion decidida de las revoluciones radicales de 1893, Quintana era un
símbolo perfecto del acuerdo defensivo establecido en 1902 entre los generales Roca y Mitre.
Además, la candidatura de Quintana había recibido el aval significativo del ambicioso gobernador
de Buenos Aires, Marcelino Ugarte.
Es cierto que llamó a Pellegrini para que cooperara con su gobierno, pero esta ya había
mostrado mucho escepticismo en cuanto a las posibilidades reformistas del gobierno de Quintana,
no tanto por la influencia de Roca, ya en decadencia, sino por la fuerza incontrastable de los que
querían mantenerse en sus posiciones. Sin duda comenzaron a celebrarse acuerdo en varias
provincias que permitieron que los grupos quintanistas locales escalaran posiciones y ejercieran
influencia, pero las alianzas así establecidas fueron transitorias o inestables.
La revolución del 4 de febrero de 1905
El estallido de la revolución de 1905 no fue precisamente una sorpresa para el gobierno de
Quintana y sirvió hasta cierto punto para consolidar su posición entre los grupos políticos
tradicionales. Además, ayudó a decidir la salida del general Roca del país. El gobierno de Quintana
logró seguir muy de cerca el progreso de la conspiración hasta el punto que supo la hora exacta
del estallido con más de 12 horas de anticipación y que una semana después estaba ya listo un
informa de cuatro mil páginas, preparado por la policía federal sobre las actividades de los
principales conspiradores.
La represión efectiva y rápida dirigida por Quintana le ganó gran respeto no solo entre las
fuerzas vivas sino también en los distintos círculos de la política partidista nacional. En cuanto a la
política de las provincias, a pesar de la fragilidad del status quo, demostrada por el éxito
revolucionario en Córdoba y Mendoza, el restablecimiento del orden contribuyó a aumentar la
cohesión del gobierno de Quintana y fortalecer sus vínculos con las situaciones locales. Al mismo
tiempo el rol de las fuerzas de la provincia de Buenos Aires dio a Marcelino Ugarte una influencia
aún mayor en la política interna de las otras provincias. Cuando estalló la revolución, Roca estaba
en su estancia en la provincia de Córdoba, desde donde logró escapar de los revolucionarios, para
llegar a Santiago del Estero. Allí Roca lanzó una proclama a todos los gobernadores de las
provincias del norte, instándoles a mandar tropas para respaldar al gobierno nacional. Pero esta
proclama tuvo poca resonancia. Seguidamente Roca tomó cartas en la política provincias de
Córdoba criticando al gobernador por su actuación durante la revolución, pero Quintana se volcó
rápidamente a favor del gobierno local. Finalmente, cuando vio que el gobierno de Quintana salía
fortalecido de esto, Roca decidió alejarse a Paris, donde permanecería dos años casi sin ocuparse
por lo menos públicamente de los detalles de la política nacional.
La política de prescindencia de Quintana y la desorientación del P.A.N
El creciente boom económico de 1905 produjo una mejora dramática del crédito
argentino en Europa y permitió llevar a cabo la conversión de gran parte de la deuda externa e
interna. El gobierno propuso una amplia reforma de la estructura de la tarifa aduanera, pero
chocó con la seria oposición y obstrucción en el Congreso nacional. También encontró estas
resistencias el proyecto de presupuesto para el año 1906 en el que se procuró trazar límites a la
expansión de los gastos federales en obras públicas, principalmente en las provincias.
La desorientación debida a la decadencia del P.A.N, el alejamiento de Roca y también
hasta cierto punto la restricción de las inversiones nacionales en obras públicas a fines de 1905,
contribuyó a mantener un clima de tensiones. Estas se manifestaron no solo en el resurgir de la

226
influencia de los caudillos locales, sino también en la proliferación de rumores sobre estallidos de
violencia de alcance local.
Durante este periodo de política presidencial poco efectiva, casi todas las provincias
sintieron las presiones de la acción ambiciosa desarrollada por el gobernador de Buenos Aires.
Ugarte se lanzó con mucha energía a la conquista del poder nacional. Concretó alianzas firmes con
los gobernadores de varias provincias entre ellas, Santa Fe, Entre Ríos, Corrientes y Mendoza
realizando una nueva versión de la Liga de los Gobernadores que le aseguró un bloque dominante
en la cámara de Diputados y la plataforma para su eventual candidatura a la presidencia. Sin
embargo, Ugarte encontró resistencias significativas en algunas esferas del viejo P.A.N. Las cartas
de Felipe Yofré, senador nacional por Córdoba, ponen de manifiesto la poca disposición del circulo
roquista de comprometerse con Ugarte, por temor a una revolución provocada por los opositores
de Ugarte dirigidos por Pellegrini.
La presencia de Pellegrini unificó a los partidos jóvenes de la capital, el Autonomista y el
Republicano, a los que se unió el grupo bernardista en una alianza formal, la Coalición Nacional. Y
cuando Ugarte intentó incorporar a su Unión Electoral en la capital al viejo P.A.N de la ciudad, los
elementos más influyentes de este, acaudillados por el generoso senador por la capital, Benito
Villanueva, se volcaron no hacia Ugarte, sino hacia la Coalición Nacional. De este modo
desaparecía para Ugarte la posibilidad de establecer una nueva estructura partidaria nacional en
base al P.A.N. A su vez el gobierno nacional, a pesar de las presiones cada vez más intensas de
Ugarte para obtener el apoyo federal a sus intentos de ganar el voto de la capital, fue inclinándose
paulatinamente contra su Unión Electoral.
El programa amplio de Figueroa Alcorta y los conflictos provinciales
El día de las elecciones nacionales fue también el ultima día de la presidencia de Quintana,
porque el viejo presiente murió dejando el poder en manos de José Figueroa Alcorta. Desde los
primeros meses de su presidencia Figueroa Alcorta intentó una política de amplia conciliación
nacional para reducir las tensiones visibles, y logró apoyo general a una amnistía para todos los
revolucionarios de 1905. La tendencia política dominante durante los primeros meses de la nueva
administración fue la de la Coalición, en cuyo nombre Carlos Pellegrini lanzó una campaña
elocuente a favor del sufragio efectivo, abogando sobre todo por la participación real de las
oposiciones provinciales en todas las elecciones nacionales y provinciales. Esta campaña está
fielmente reflejada en el primer mensaje del nuevo presidente al Congreso al abrirse sus sesiones
en mayo en 1906. Allí Figueroa Alcorta declaró su intención de esforzarse por todos los medios a
su alcance por lograr la verdad intencional, realizando un gobierno de opinión de franca reacción
en favor de la plena vigencia de las instituciones por el ejercicio libre y garantido del sufragio. El
presidente enunciaba así una política activa que le llevaría a intervenir en los detalles íntimos de la
política provincial.
Una nueva agudización de las tensiones en las provincias del interior, en diez de las cuales
se estaban preparando elecciones de nuevos gobernadores para 1906 y 1907. Durante este
periodo ocurren sucesivos conflictos cada vez más violentos entre grupos locales que tenían sus
distintas vinculaciones en el ámbito nacional. En cada ocasión el gobierno nacional se sintió en la
necesidad su programa de reacción.
El problema correntino se originó en el antagonismo tradicional entre los dos antiguos
partidos locales, el liberal y el autonomista. A mediados de 1907 el general Roca se declaró
abiertamente a favor de los liberales y en contra de las aspiraciones senatoriales del caudillo
autonomista, Juan Ramón Vidal. Cuando su diploma fue rechazado en el Senado nacional, Vidal se
puso a tramar una revolución para derrocar al gobernador Martínez, juntando a sus fuerzas en el
Chaco, donde tuvo el tácito apoyo de las autoridades nacionales. Para evitar un desenlace

227
violento, Figueroa Alcorta decretó una intervención federal, la cual, después de varios cambios en
su composición, tomó a su cargo toda la administración provincial para vigilar la elección de un
nuevo gobernador. Inevitablemente, la gestión de la intervención fue acusada de parcialidad
cuando se armó un gobierno dominado por liberales disidentes, contrarios a Martínez, en
combinación con autonomistas. El Senado nacional votó una moción de censura contra la política
presidencial en Corrientes que llevó hasta su máximo la hostilidad entre el Poder Ejecutivo y el
Congreso.
Se hicieron sentir ese año los efectos de la depresión económica, atribuida a una severa
restricción de crédito a fines de 1906, traducida en un vuelco negativo de la mayoría de los
indicadores económicos, salvo algunos sectores que mantuvieron su tasa de crecimiento. Esta
crisis tuvo implicaciones políticas, estrechando las posibilidades de negociación entre los distintos
factores. Mucho más importante fue la desorientación completa de fuerzas políticas actuantes en
el ámbito nacional, debido no solo a la desaparición en 1906 de los líderes de las tres agrupaciones
principales de la Coalición Nacional, Mitre, Pellegrini y Bernardo de Irigoyen sino también a
conflictos surgidos con relación a las bancas en el Congreso Nacional y los nombramientos en la
administración, que a su vez tenían origen en las crisis provinciales descritas antes.
El breve apogeo del figueroismo
Después de la disolución formal de la coalición Nacional en medio de la crisis correntina,
Figueroa Alcorta logró formarse un elenco estable de ministros que, con dos excepciones,
permanecieron en sus cargos hasta las elecciones presidenciales de 1910. Sus figuras más
importantes fueron el ministro del interior Marco Avellaneda, ex candidato presidencial
autonomista vencido por Quintana, y el ministro de hacienda Manuel Iriondo, ex diputado
nacional del grupo bernardista.
El apoyo de Ugarte en la cámara de Diputados contribuyó a sortear momentáneamente la
crisis producida por el voto de censura del Senado sobre Corrientes. Pero casi inmediatamente
después se produjo la ruptura final de relaciones entre Figueroa Alcorta y Ugarte: el primero
perdió así otra vez por completo el apoyo del congreso. La causa fue que el presidente rechazó y
reveló el plan sugerido por Ugarte para asegurar el control sobre por lo menos seis provincias en el
contexto de las elecciones nacionales de marzo de 1908. Esta fue la motivación del famoso secreto
del 25 de enero que dispuso la clausura del Congreso nacional- o mejor dicho el retiro de todos los
asuntos pendientes- con el pretexto de la obstrucción deliberada en la votación del presupuesto
para 1908.
Las reacciones iniciales en la capital frente al decreto fueron muy duras y gran número de
los miembros de ambas cámaras, incluyendo algunos autonomistas teóricamente partidarios
Figueroa Alcorta, se declararon en abierta oposición a la política presidencial. El gobierno tuvo
entonces que mandar tropas para mantener cerrado el edificio del Congreso, temiendo que éste
pudiese volverse el centro de un fuerte movimiento de oposición dirigido por Emilio Mitre y
Marcelino Ugarte y por Roca, quien había vuelto a la ciudad justamente a tiempo para actuar en
esta crisis. Sin embargo, poco a poco se quebró la unidad de la oposición tan efectivamente que
Roca se retiró de nuevo de la escena política, negando con afectada ingenuidad cualquier
pretensión a la futura presidencia; poco después Ugarte también se alejó de la política y
desapareció por espacio de cinco años.
Lo que contribuyó notablemente a este excelente resultado para Figueroa Alcorta fue la
estabilidad de sus relaciones con los gobernadores de la mayoría de las provincias, varios de los
cuales se apuraron a hacer patente su desvinculación del roquismo. Más importante aún fue la
amenaza, explícita o implícita, de intervenciones federales a todas las provincias no adictas al
presidente, que acompañaba al cierre del Congreso.

228
Figueroa Alcorta se daba perfecta cuenta de la situación difícil producida por la falta de
partidos nacionales y empezó a insistir en la necesidad de crear una organización eficaz para las
próximas elecciones presidenciales.
En abril de 1909 se decretaron dos intervenciones que aseguraron la sucesión tranquila en
las dos provincias más conflictivas en 1907, San Luis y Corrientes. Pero los contactos para
establecer la sucesión gubernatorial se hicieron en todas las provincias principales, sin ningún
problema, asegurando así un base firme para la candidatura presidencial de Sáenz Peña.
En realidad, la organización era a todas luces muy precaria y sus autoridades nunca
lograron formar la base nacional de un partido orgánico. Por otra parte, la Unión Nacional tuvo
que recurrir al fraude amplio en todas las etapas de la campaña.

Conclusión
La imposibilidad de organizar una coalición nacional efectiva y permanente con un surtido
cada vez más variado de grupos locales formados en los distintos centros del país, también se le
planteó al gobierno de Roque Sáenz Peña. Aun cuando por una parte el poder y el radio de acción
administrativa del gobierno central, así como de los gobiernos provinciales, siguió aumentando
durante ese período, por la otra no disminuía la tendencia hacia la multiplicación de núcleos
cívicos autónomos en los ámbitos locales. Esta debe ser la razón de la periódica desintegración del
sistema de alianzas políticas y las frecuentes dislocaciones entre los tres niveles de la estructura
gubernativa, el nacional, el provincial y el municipal.

MELO, Carlos, Los partidos políticos argentinos


La campaña presidencial de 1885-1886
En el año 1886, terminaba la primera presidencia del general Julio Argentino Roca, y en
sus primeros meses debían realizarse las elecciones de renovación del Congreso Nacional, y la de
electores de Presidente y vicepresidente de la Nación.
Dos partidos dominaban el escenario nacional, hasta el momento de abrirse la campaña
presidencial. El uno era el Partido Autonomista Nacional, dueño del gobierno de la Nación y de las
catorce provincias. El otro el Partido Liberal, que tiene por jefe al general Bartolomé Mitre, y que
se encuentra en la abstención y fuera de toda participación en el gobierno, como verdadero
proscripto, desde su derrota política y militar de 1880.
Cada distrito tenia s su frente a una junta electoral nacional, compuesta por el presidente
de la legislatura local- cuyo lugar ocupaba en la Capital Federal el presidente del consejo
deliberantes-; por el presidente del superior tribunal o corte de Justicia- en la capital federal el
presidente de la cámara primera de apelaciones en lo civil o sus reemplazantes-; y el juez federal
de sección, y en su defecto el administrador de aduanas o correos. Cada distrito electoral se
dividía en secciones electorales que en las ciudades las constituían las parroquias, y en la campaña
las parroquias, juzgados de paz o departamentos. El registro electoral o Registro cívico se
renovaba totalmente cada cuatro años. El comicio se centralizaba en el atrio de la iglesia
parroquial o en su defecto en los portales del juzgado territorial superior, estableciéndose tantas
mesas receptoras de votos cuantas series de quinientos electores tuviere el registro seccional.
Para formarlas, la junta nacional sorteaba, por lo menos treinta días antes de cada elección, de
entre veinte electores alfabetos inscriptos en cada serie, cinco titulares y cinco suplentes. El día de

229
la elección la mesa se constituía y designaba su presidente, labrando por duplicado un acta de
constancia; y el juez de paz, entonces, le entregaba la urna y el cuadro de la serie respectiva del
registro. Cerrado el acto se extendía, al pie del registro de sufragantes, un acta en la que se
expresaba el número de votantes, y a continuación se abría la urna, se verificaban los sufragios, se
hacía públicamente el escrutinio y proclamación de los resultados, y se formulaba seguidamente
del acta anterior, otra que contenía el resumen general de la votación. El resultado del escrutinio
se hacía constar en un acta cuyo texto se comunicaban a los electos, para que les sirviera de
diploma, y a la cámara de diputados de la Nación cuando se trataba de electos para la misma.
Las leyes electorales trataban de evitar la intervención de la fuerza armada en las
elecciones, y prohibía la citación de las milicias desde el día de la convocatoria hasta el día de la
elección inclusive. Las fuerzas nacionales o provinciales, excepción de las destinadas a guardar el
orden, debían conservarse acuarteladas durante el día del comicio, y para evitar abusos
arraigados, se prohibía sufragar a los sargentos, cabos y soldados de la guardia nacional
movilizada, y asimismo los ejercicios doctrinales de la referida guardia nacional durante la época
de inscripción en el registro cívico, como también durante los ocho meses que precedían a la
elección de los electores presidenciales.
Las masas eran analfabetas y estaban manejadas por caudillos, a los que seguían
incondicionalmente. La violencia era lo habitual, y esta no tardó en sumarse el fraude. Adulterar el
registro cívico multiplicando el número de inscriptos falsos e impidiendo la inscripción de
ciudadanos adversos, dudosos o independientes era el primer paso para ganar una elección. Si
esto no era suficiente, presidentes de mesa inescrupulosos sustituían a la vista misma del votante
la boleta de sufragio que este le entregaba, o si no, prescindiendo de la presencia de los electores,
llenaban las actas haciéndoles sufragar por la lista de nombres de su simpatía, sistema que se
extendió en forma increíble.
El nuevo tipo de gobernador, por lo común de borrosa personalidad, sin antecedentes
políticos ni sociales, carente de prestigio, sin principios que cuidar, sin otras preocupaciones que la
de consultar la voluntad presidencial, constituye un excelente instrumento de poder político. Poco
estimado y bastante resistido, su apoyo es la fuerza. La nación mantiene en todas las provincias
oficinas militares de enganche y los jefes de ellas cuentan con fuerzas e instrucciones suficientes
para sostener los gobiernos afectos a la situación nacional, y asistir a los grupos que combaten a
las situaciones desafectas. Como este tipo de gobernante no basta para gobernar, el presidente les
escoge, en los grupos ilustrados y entre los hombres universitarios, colaboradores capaces, a los
cuales se debe toda la obra de gobierno realizada en esa época, con lo que logra una doble
finalidad: gobernadores leales y un manejo discreto de la administración.
Diversos candidatos se diseñaron en el partido oficial, hasta que al final solo quedaron tres
nombres: el de senador nacional Dardo Rocha; el del ministro del interior Bernardo de Irigoyen; y
el del senador nacional Miguel Juárez Celman. De los tres candidatos la figura nacional y con más
relieves de hombre de gobierno era Irigoyen, quien se había destacado por insignes servicios a la
Nación desde los tiempos de la organización nacional. Roca presidente no vaciló en llevarlo al
ministerio de relaciones exteriores, desde donde consiguió un excito al celebrar el tratado entre
nuestro país y Chile para resolver amistosamente la controversia de los limites. Al reorganizar el
gabinete, Irigoyen pasó a desempeñar el Ministerio del interior, en reemplazo de Antonio del Viso,
donde permaneció hasta que abandono sus funciones para dirigir los trabajos a favor de su
candidatura (30 de mayo 1885). Roca, que se inclinaba por Juárez, descartado el acuerdo a que
aspiraba con los liberales, gustoso le hubiera auspiciado para la vicepresidencia, pero ni Irigoyen
era hombre de prestarse para esta solución ni los acontecimientos la permitieron. Leandro N.
Alem y sus amigos que apoyaban su candidatura, pero que desconfiaban de Roca exigieron de
Irigoyen que se separara del presidente y se convirtiese en un candidato del pueblo. Irigoyen no

230
asumió la actitud reclamada por Alem, y este y su grupo se separaron de él con duras
recriminaciones (abril de 1885).
Rocha no tenía los antecedentes de Irigoyen, pero desde su gobierno en la provincia de
Buenos Aires había sabido crearse un ambiente nacional y núcleos populares en la capital y en las
provincias. Su fuerza estaba en la provincia de Buenos Aires y en sus poderosos recursos.
Miguel Juárez Celman, hombre nuevo, demasiado joven, carecía de relieves nacionales,
pero en cambio contaba, como se reveló muy luego, con el apoyo presidencial. El Presidente
prometió imparcialidad, dejó marchar los acontecimientos, pero los condujo en forma de llegar a
la solución por el deseada.
El partido liberal permanecía en la abstención y sus dirigentes sostenían que, dado el
oficialismo imperante, el partido no debía hacerse cómplice del sistema que combatía, tomando
parte de las elecciones. El general Roca buscó, sin embargo, atraerse la buena voluntad de los
liberales, tratando de que uno de sus hombres más importantes, a quien el general Mitre miraba
con relieves presidenciales, el procurador general de la nación doctor Eduardo Costa, aceptara la
candidatura a la vicepresidencia, pero este se negó (abril de 1885).
La política anticatólica del gobierno del general Roca llevó a los católicos, dirigidos por José
Manuel Estrada, a organizarse como fuerza política. Tal fue el origen de la Unión Católica, cuya
organización alcanzó a todo el país. El 30 de junio de 1885 el comité general proclamó la
candidatura de Benjamín Gorostiaga dando un manifiesto en que sostenía que la unión católica no
correspondería ni a las esperanzas ni a los propósitos nacidos de su constitución, si a su acción en
la vida social no juntara su intervención en la política, propendiendo a formar los poderes públicos
del Estado, de manera que adaptasen su conducta al principio católico que debe informar el
régimen de las sociedades civiles.
Abierta la campaña política, Rocha se hizo proclamar candidato en la Capital Federal,
haciendo una gran demostración de fuerzas, en la que de diez a doce mil hombres desfilaron en
medio del entusiasmo de la ciudad siempre opositora a Roca (27 de septiembre de 1885). Juárez
Celman, fue proclamado candidato a la presidencia de la república en un banquete celebrado en el
Teatro Colón de la ciudad de Buenos Aires, que reunió a la plana mayor de su partido (10 de
noviembre de 1885). Irigoyen cuya candidatura había sido proclamada en mayo de 1885, incitado
por sus amigos se decidió a realizar una gira por el interior del país.
No tardó en hacerse la impresión de que el gobierno de Roca se inclinaba francamente por
la candidatura de Juárez Celman. Los opositores creyeron que el presidente dejaría libertad de
acción a los gobernadores.
La marcha del proceso electoral no podía llamar a engaño. O la oposición se unía frente a
la acción oficial o marchaba a un desastre irremediable. El 19 de diciembre de 1885 tuvo lugar una
conferencia entre el general Bartolomé Mitre, Dardo Rocha, Bernardo de Irigoyen y Benjamín
Gorostiaga, en la que acordaron:
1. Suprimir la lucha electoral, por la renuncia de las cuatro candidaturas, eliminando
condicionalmente las suyas los señores Gorostiaga, Rocha e Irigoyen, y
proponiendo al doctor Juárez Celman adherirse a esta combinación.
2. Designar por el común acuerdo de los partidos un quinto candidato, que todos se
obligarían a sostener y a llevar al gobierno con un programa convenido en igual
forma.
3. Comunicar simultáneamente al general Roca, por medio del doctor Irigoyen, el
resultado de la conferencia de los tres candidatos, solicitando de él lo propiciase
con su autoridad moral, en bien del país y en honor suyo, sin que esto importara
solicitar en concurso oficial, ni nada contrario a sus deberes de gobernante.

231
4. Mantener en reserva lo convenido hasta tanto el general Roca y el doctor Juárez
Celman tomaran conocimiento de los resuelto.
5. En el caso de que la proposición fuese desoída o no surtiese efecto, resolver por el
común acuerdo de los tres partidos unidos la actitud que en consecuencia
corresponde, resolviendo previamente entre si la cuestión de la candidatura.
Fracasadas las gestiones tuvo lugar una segunda conferencia entre Mitre, Rocha, Irigoyen
y Gorostiaga, en la que se convino que los tres candidatos y los partidos que los apoyaban irían
unidos a las elecciones legislativas del 7 de febrero de 1886, debiendo cada comité directivo
nombrar un delegado para establecer las formas de efectuar la unión.
Largas y laboriosas tramitaciones fueron necesarias para lograr este propósito, hasta que
se acordaron las siguientes bases:
 Condensar y combinar las fuerzas populares contra la candidatura oficial que
pretende imponerse por el fraude y la violencia
 Ir unidos a las elecciones de diputados y senadores nacionales, llevando los
partidos la representación común y parcial a la vez, designando al efecto hombres
que merezcan la confianza nacional.
 Aplazar hasta después de las elecciones de febrero la cuestión de las candidaturas
oficiales presidenciales dentro de los tres partidos, con el compromiso de
resolverla patrióticamente dentro de los tres partidos, con el compromiso de
resolverla patrióticamente por el común acuerdo de los mismos.
 Organizar para ahora y para adelante un gran partido nacional que lleve la
bandera de los principios en el terreno pacifico de la constitución, cualquiera sea
el resultado de la lucha electoral.
 Construir una comisión directiva que presida los trabajos electorales
 Dirigir una circular a todos los comités locales de la Republica comunicándoles
estos acuerdos, y pedir a todos los hombres de buena voluntad su cooperación
eficaz y su apoyo patriótico (14 de enero de 1886)

Los esfuerzos del oficialismo se redoblaron para impedir el triunfo de la oposición. De


todas partes surgen voces que acusan a los gobernadores adheridos a la candidatura de Juárez
Celman, de perseguir a los elementos ilustrados y decentes de la sociedad. El derecho de reunión
quedó prácticamente suspendido para la oposición, y cualquier acto público terminaba con
encarcelamientos en masa, cuando no en hechos más graves.
Las elecciones legislativas del 7 de febrero de 1886 señalaron la suerte de la oposición. En
Entre Ríos los partidos unidos, faltos de garantía, debieron abstenerse. Igual cosa ocurrió en
Mendoza. Las elecciones en Córdoba y Santiago del Estero fueron deplorables. Catamarca donde
el gobernador Daza se sostenía gracias a la fuerza armada fue escenario de violencias inauditas. En
la Capital Federal las elecciones del 7 de febrero de 1886 escandalizaron a los más indiferentes.
Aparte de las trabas y dificultades puestas a los ciudadanos hábiles para sufragar, el oficialismo
hizo caso omiso de las sentencias dictadas en los juicios de tachas, haciendo votar sin mayor
escrúpulo a los excluidos por ellas y no vaciló en cambiar los resultados de la elección, que
evidentemente había consagrado el triunfo de los Partidos Unidos, para adjudicarlo al PAN.
Los resultados de las elecciones legislativas del 7 de febrero de 1886 fueron decisivos, y
obligaron a estrechar aún más sus filas ante la proximidad de las elecciones presidenciales, sobre
cuya suerte no era posible llamarse a error. La junta de delgados que representaba el gobierno
electoral de los partidos opositores, decidió someter la cuestión de las candidaturas presidenciales
a los tres candidatos de sus filas, a fin de que designasen uno común o indicasen la solución más
conveniente. Reunidos los tres candidatos-Gorostiaga, Rocha e Irigoyen-designaron un jurado de

232
veintiún miembros al que sometieron la siguiente proposición:” Dada la situación electoral del
país, ¿Cuál es la candidatura para Presidente que deben los Partidos Unidos sostener en los
comicios?”, en la inteligencia que su resolución debía ser sometida a la aprobación de los
respectivos comités directivos de cada partido (12 de marzo de 1886). El jurado designado llenó su
cometido recayendo su elección en la venerable persona de don Manuel Ocampo, que reunió los
dos tercios de sufragios en sesión plena (15 de marzo de 1886). La Unión Católica y el Partido
liberal aprobaron de inmediato la designación de Ocampo, pero en los otros partidos hubo
dificultades para la ratificación de la nueva candidatura.
La junta de Delegados de los Partidos Unidos, en conocimiento de la aprobación de la
candidatura común por todos los partidos, comunicó a don Manuel de Ocampo su designación (28
de marzo), la que este aceptó (29 de marzo). Dicha junta, al tomar nota de la aceptación de
Ocampo, resolvió constituir una junta Ejecutiva de los Partidos Unidos, compuesta de veinticuatro
miembros y susceptible a ampliarse (29 de marzo). La proclamación publica de la candidatura
presidencial de don Manuel Ocampo por los Partidos Unidos tuvo lugar en el Teatro Nacional de la
ciudad de Buenos Aires, ante un numeroso público, el 4 de abril de 1886. Hablaron, además, el
general Mitre, José Manuel Estrada y Dardo Rocha.
Los Juaristas, seguros ya de su triunfo, integraron su fórmula presidencial, Roca, Juárez y
sus partidarios gustosos hubieran adjudicado la vicepresidencia a don Bernardo de Irigoyen, pero
la oposición adoptada por éste y los hechos ocurridos los obligaron a fijar su mirada en otro
hombre, que necesariamente tenía que ser un hombre de la Capital, que fuera de primera fila, y
que aceptara ocupar el segundo lugar. El general Roca se inclinó por el Doctor Carlos Pellegrini.
La proclamación de la candidatura de Ocampo por los Partidos Unidos no cambió la suerte
de la campaña. El gobierno de Santa Fe, que era una de las columnas firmes del Irigoyenismo,
abandonó las filas de los Partidos Unidos.
Las elecciones del 11 de abril de 1886 fueron una repetición agravada de las elecciones del
7 de febrero. Solo las provincias de Buenos Aires, Tucumán y Salta escaparon al oficialismo. Los
electores de los demás distritos fueron suyos. En muchos distritos no hubo el día de la elección
presidencial más listas de sufragios que la del partido oficial.
Las juntas de Electores de Presidente y Vicepresidente de la Nación se reunieron para
llenar su cometido el 13 de junio de 1886. De los 232 electores solo sufragaron 213. 168 votaron
para Presidente a Miguel Juárez Celman, y 31 electores de la provincia de Buenos Aires y 1 de
Tucumán dieron su sufragio para igual cargo por Manuel Ocampo. La provincia de Tucumán, adicta
a Irigoyen, prescindió de la candidatura de Ocampo, y 13 de sus 14 electores lo votaron en su
lugar.
Las elecciones de 1886 crearon un temible estado de escepticismo cívico. Los gobiernos
electores se afirmaron frente a los ciudadanos, cuya opinión en lo sucesivo, les fue indiferente. El
absolutismo político quedo consagrado.
Las paralelas
La sucesión presidencial de José Evaristo Uriburu (1895-1898) despertó el interés general.
Los partidos dominantes en el escenario político eran el Partido Autonomista Nacional, cuyos
directores eran dos expresidentes: Julio A. Roca y Carlos Pellegrini; la Unión Cívica nacional cuyo
jefe natural era el general Bartolomé Mitre; y la Unión Cívica Radical, que presidía Bernardo de
Irigoyen. El PAN y la unión cívica nacional formaban los Partidos de Acuerdo, que habían impuesto
en 1892 la fórmula Luis Sáenz Peña- José Evaristo Uriburu.
Después del tormentoso gobierno de Luis Sáenz Peña, mientras los cívicos gobernaban las
provincias de Buenos Aires y Corrientes, los autonomistas nacionales eran dueños de las
provincias restantes. El radicalismo, poderosa fuerza popular, se encontraba en la oposición, y si

233
bien la desaparición de su jefe, Leandro N. Alem (19 de julio de 1896), lo había conmovido, se
mantenía como la esperanza extraordinaria de renovación. El Partido Socialista, de reciente origen
(1894), formado originalmente por inmigrantes extranjeros que habían traído de su patria sus
convicciones militantes, carecía de fuerza electoral suficiente, pues sus afiliados eran los más,
extraños al país.
Era indudable que dadas las condiciones cívicas del país los partidarios del acuerdo darían
la solución presidencial para el periodo 1898-1904. Pero ¿Con quién? Indudablemente en las filas
autonomistas nacionales la inclinación por Carlos Pellegrini era visible, pero inesperadamente este
se pronunció a favor de la candidatura de Roca, que no sólo despertaba muchas resistencias en el
país sino incluso entre sus correligionarios. Resuelta la proclamación de la candidatura
presidencial de Roca por el PAN, se decidió por la candidatura a la vicepresidencia del entonces
Ministro del Interior Norberto Quirino Costa.
Mitre fue categórico en sus declaraciones, significando que su opinión era la misma que
había expresado en la última manifestación popular, a la que había atribuido importancia por su
oportunidad; que la política del acuerdo había sido una política de circunstancias, aconsejada por
la situación especial del país, con el objeto de resolver patrióticamente arduos problemas evitando
la anarquía: que logrado aquel propósito, asegurada la paz pública y el funcionamiento normal de
las instituciones, aquella política había producido sus efectos, ya que no tenía razón de ser y en
realidad hacía tiempo que había sido suprimida, desde que el PAN había asumido una actitud en
contraposición con la Unión Cívica Nacional. Que a su juicio el partido cívico debía reorganizarse
en toda la república. reunir su convención, ir a los comicios con su bandera tradicional con entera
independencia. Solicitada de Mitre su opinión sobre la candidatura presidencial de Roca, contestó
que esa candidatura no era de la Unión Cívica Nacional; que sin embargo debía adoptarse frente a
ella, no una actitud de protesta, sino una actitud de disidencia. El general Roca, agregó, no es
enemigo nuestro, pero tampoco es nuestro amigo político. Si esa candidatura triunfa el partido
cívico procederá según lo aconsejan las circunstancias y los actos de los gobernantes, velando por
las leyes e instituciones del país. Solo pediremos que respeten nuestros derechos y la libre
manifestación del voto popular.
La Unión Cívica Radical dio un manifiesto e instó al pueblo de la capital a un mitin para el
domingo 25 de julio a fin de conmemorar la resolución del 26 de julio de 1890.
El 25 de agosto de 1897 en el Teatro Odeón de Buenos Aires, Carlos Pellegrini hizo la
defensa de la candidatura de Roca y atacó a las políticas de las paralelas. Negó que ningún partido
adversario estuviera en condiciones de llegar al gobierno por su exclusivo esfuerzo y conservarse
en él con sus propios elementos. Se lo negó a la Unión Cívica Nacional que afirmó que se
conservaba por el prestigio del general Bartolomé Mitre y que no había podido gobernar por si
solo ni siquiera la provincia de Buenos Aires, centro de sus mayores y mejores elementos,
afirmando que para llegar al gobierno y mantenerse en él había necesitado el concurso del PAN,
sin el cual sostuvo que era notorio que su gobierno hubiera sido imposible.
A continuación, impugnó la política de “Las paralelas”. “Las paralelas, dijo, no pueden dar
por resultado un gobierno homogéneo y estable, sino una coalición transitoria y efímera que
ofrecerá para el porvenir todas las zozobras e inquietudes que nacen de la composición
heterogénea del Congreso compuesto de nacionales, radicales, cívicos, independientes, etc”.
La convención radical se reunió en la capital el 19 de septiembre de 1897 bajo la
presidencia de Juan Mamerto Garro. El cuerpo se encontró entre los partidarios y los adversarios
de la política de las paralelas. Una comisión fue designada para dictaminar sobre el criterio a
adoptarse. A favor de una política coadyuvante con las fuerzas opositoras se pronunció la mayoría
de la comisión. Frente a la oposición de los dirigentes de la provincia de Buenos Aires, se aconsejó
la postergación de las candidaturas a Presidente y Vicepresidente de la republica suficientes para

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realizar los propósitos auspiciosos y fijar la oportunidad y forma para la proclamación de los
candidatos presidenciales.
El comité de la Provincia de Buenos Aires, bajo la influencia de Hipólito Yrigoyen se reúne,
rechaza toda acción paralela en común con los partidos antirroquistas, desconoce la decisión de la
convención nacional y resuelve disolverse. La política de las paralelas con la división de la UCR
quedó definitivamente frustrada y la reelección de Roca asegurada.
Las elecciones de marzo de 1898 aseguraron el triunfo a la fórmula presidencial de PAN,
cuyos electores la consagraron el 1° de junio. El 12 de agosto el Congreso Nacional en asamblea
practicaba el escrutinio. Sobre un total de 300 habían sufragado 256 electores de los cuales 218
votaron al General Roca para presidente, y 38 por Bartolomé Mitre.
La dominación política del partido gobernante despertaba resistencias en la opinión
pública que reclamaba la libertad de sufragio y la participación de la oposición en el Congreso y en
las legislaturas provinciales. El problema internacional paralizó momentáneamente la acción
opositora, pero resuelto aquel, éste reanudó sus actividades. El partido gobernante se dividió por
el distanciamiento del Presidente Roca con Pellegrini, con motivo de la unificación de la deuda
pública (1901). El acuerdo de los partidos concluyó al retirar el general Mitre a la vida privada
(1902), lo que dio lugar a la desaparición de la Unión Cívica Nacional. Sin embargo, los antiguos
cívicos nacionales fueron prontamente reorganizados por el ingeniero Emilio Mitre, quien
constituyó con ellos el Partido Republicano, opositor decidido al gobierno de Roca.
La terminación del segundo período presidencial del Gral. Julio A. Roca y la elección de su sucesor
La cuestión de la unificación de la deuda pública produjo en 1901 la ruptura de las
relaciones entre Pellegrini y Roca y repercutió en la unidad del partido gobernante.
El alejamiento de Mitre y la disolución de la Unión Cívica Nacional significó también el fin
del acuerdo, nombre del pacto celebrado entre este partido y el PAN para alcanzar la estabilidad
política.
La Unión Cívica Radical que continuaba en la oposición se había dividido en la convención
nacional de septiembre 1897 en dos grupos: el coalicionista cuyo jefe era Bernardo de Irigoyen,
que partidario de los comicios, aceptando la llamada “política de las paralelas” se mostraba
favorable a la coalición de los partidos opositores para impedir la reelección de Roca, y el
intransigente, que bajo las sugestiones de Hipólito Yrigoyen, cuya fuerza estaba entonces en la
provincia de Buenos Aires, se oponía a esta coalición, se pronunciaba por la abstención y
proclamaba la revolución como único medio de alcanzar la libertad del sufragio.
En 1903 el grupo radical intransigente que había actuado en la capital federal y en la
provincia de Buenos Aires, decidió reorganizar el partido en la República sumando así el resto del
país. El paso dado fue obra de los jóvenes intelectuales del partido que provenían de las provincias
y que lo dieron venciendo la resistencia pasiva de los dirigentes que les costaba superar el
horizonte de la capital federal y de la provincia de Buenos Aires, de donde eran originarios y había
actuado hasta entonces. El radicalismo intransigente desplazó de esta suerte definitivamente del
interior al radicalismo coalicionista y terminó por hacer exclusivamente suya la bandera del
partido.
En el juego político que se abre alrededor de su sucesión, dos hechos fundamentales se
imponen a la atención del observador: la reforma electoral y la convención de notables. La
reforma electoral fue obra del ministro del interior Joaquín V. Gonzales (7 de septiembre de 1901-
12 de octubre de 1904). La convención de notables se debió a la iniciativa del vicepresidente,
Norberto Quirno Costa.
La ley reconocía la calidad de elector nacional a todo argentino o ciudadano naturalizado
de 18 años de edad, no afectado por ninguna incapacidad legal e inscripto en el Registro Cívico

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Nacional; y aseguraba la libertad del elector, cuya calidad se comprobaba por la partida cívica
constituida por un certificado extendido por el Registro Civil en una libreta con varias hojas en
blanco, obligatoria para el desempeño de cargo o empleo público. La capital y las provincias, como
distritos electorales de la Nación, se dividían, a los efectos de la elección de diputados al Congreso,
electores calificados de senadores de la capital y electores calificados de presidente y
vicepresidente de la república, en circunscripciones electorales. La capital y cada una de las
provincias se dividían en un numero de circunscripciones igual al número de diputados que
elegían. Mientras el congreso no dictara la ley de circunscripciones electoral, el Poder Ejecutivo
haría la división en circunscripciones, tomando por base el censo nacional de 1895.
El registro cívico era permanente y seria ampliado cada cinco años, sin perjuicio de la
acción de todo elector para pedir en cualquier tiempo por su inclusión o la eliminación de otro
indebidamente inscripto y la aplicación de las penas correspondientes.
La elección de presidente y vicepresidente de la República para el periodo 1904-1910, hizo
que el vicepresidente Norberto Quirno Costa tomara la iniciativa para sugerir que la designación
de los candidatos se hiciera por una convención de notables de todo el país sin distinción de
partidos. El 16 de julio de 1903, después es conversaciones previas, reunió en su domicilio a un
grupo de personalidades entre las que figuraban Bernardo de Irigoyen, Carlos Pellegrini, Manuel
Quintana, Roque Sáenz Peña, Benjamín Victorica y Felipe Yofre, y les significó que la reunión
correspondía al pensamiento de celebrar una convención con figuras destacadas que indicaran la
fórmula presidencial que convenía al país para el próximo periodo. Los reunidos se manifestaron
conformes.
Dos días después se reunieron nuevamente los iniciadores de la convención de notables y
consideraron el proyecto de bases para la organización de la convención, redactado por Victorica,
Virasoro y De la Torre. Las bases adoptadas establecieron:
“Art 1: El día 12 de octubre del corriente año, se reunirá en la capital federal, una
convención destinada a recomendar a los electores de la Nación, una fórmula presidencial para el
próximo periodo constitucional”.
“Art2: Formaran parte de esta convención los ciudadanos argentinos de las clases
siguientes: a) expresidentes de la república; b) ex vicepresidentes de la república; c) exministros
del poder ejecutivo nacional; d) exministros de la suprema corte de justicia; e) ex jueces federales
de sección; f) exministros plenipotenciarios de la nación; g) senadores nacionales; h) diputados
nacionales; i) ex senadores nacionales; J) ex diputados nacionales; k) ex diputados a las
convenciones de carácter constituyente de la nación; L) ex gobernadores titulares de provincia; LL)
Oficiales generales del ejército y la armada, de general de brigada y de comodoro para arriba; M)
Arzobispos, obispos, diocesanos y auxiliares de la república; N) rectores, ex rectores, académicos y
profesores titulares de las universidades nacionales.”
“Art3: Los ciudadanos de las clases mencionadas que adhieran a esta convención, deberán
manifestarlo por comunicación escrita hasta el día 30 de septiembre y serán inscriptos en un
registro especiales que al efecto se abrirá y correrá a cargo de la comisión de la que habla el
artículo 5° muniendoseles del comprobante respectivo, suscrito por la misma comisión”.
“Art4: La convención se reunirá en sesión preparatoria en la fecha indicada en el art1,
será instalada por la comisión a que se refiere el art5 y procederá a designar su mesa directiva,
darse su reglamento y fijar la fecha en que se reunirá para llenar sus fines”.
“Art5: Con el título de comisión ejecutiva se organizará una comisión de siete ciudadanos
de entre los firmantes, con el encargo de llevar a cabo todas las medidas necesarias previas a la
instalación de la convención y de preparar un proyecto de reglamento que someterá a la
aprobación de la convención misma”.

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“Art6: La comisión ejecutiva publicará a la brevedad posible la relación nominal de todos
los ciudadanos que resulten habilitados para formar parte de la convención, según lo establecido
en el artículo 2, y les invitará individualmente a manifestar su aceptación enviándoles copia de
estas bases y del manifiesto al pueblo de la república”.
Tres candidatos a la presidencia surgieron ante los notables: Pellegrini, cuya elección
pareció en el mismo momento asegurada; Felipe Yofre, muy vinculado a Roca y Manuel Quintana,
antiguo amigo de Mitre, liberal primero y consecuentemente nacionalista y republicano después,
pero totalmente extraño al PAN.
Los amigos de los tres candidatos se lanzaron de inmediato a la conquista del voto de los
notables, cuya mayoría pareció Pellegrinista. No obstante, ello, y repentinamente ante la general
sorpresa y a pesar de las resistencias no siempre disimuladas de los autonomistas nacionales que
no deseaban que la presidencia fuera a un extraño a sus filas, la candidatura Quintana cobró
extraordinaria fuerza, sobre todo al tener como base el apoyo del gobernador de Buenos Aires,
Marcelino Ugarte, dueño de 60 electores. A este gobernador le interesaba destruir a Pellegrini que
era el peligro potencial más grande que tenía para asegurarse definitivamente el predominio de su
Provincia. Pronto los Pellegrinistas notaron que desde las esferas del gobierno nacional se
combatía a su candidato y al comprobarlo los invadió la desesperación.
El episcopado argentino había sido invitado individualmente a la convención de notables.
El 20 de octubre de 1903 se hizo pública la contestación negativa de los obispos dirigida en forma
colectiva a Quintana y encabezada por el arzobispo de Buenos Aires Mariano Espínola.
A esta actitud siguió la del ministro de guerra, Pablo Ricchieri, quien pasó a los generales y
coroneles que ejercían mando de tropa o empleo dependiente de su autoridad, una nota
reservada, recordándoles la prevención contenida en el artículo 6 de la ley 4031 que expresaba
“Los jefes, oficiales, clases y asimilados de todos los grados y de todas las armas del ejército y
permanente, no pueden ejercitar ningún derecho electoral, ni tomar, directa o indirectamente,
participación alguna en la política”.
Los convencionales Pellegrinistas se reunieron el 3 de octubre de 1903 presididos por su
líder, quien sostuvo que la convención había sido desvirtuada y que no era posible prestar el
concurso a una asamblea cuto resultado sería únicamente sancionar lo resuelto por Roca. Los
pellegrinistas resolvieron retirar su adhesión a la convención.
La suerte de la convención pareció comprometida y dentro de las filas autonomistas
nacionales se exteriorizó la corriente adversa a su reunión e inclinada a proclamar una fórmula
presidencial integrada por correligionarios, pero no se sintieron para este paso con el apoyo del
presidente.
Los amigos de Quintana por su parte, trataron de asegurar el funcionamiento de la
convención y el éxito de su candidato.
La convención de notables se reunión en Buenos Aires en la tarde del 12 de octubre. El
escrutinio arrojó 261 sufragios, habiéndose abstenido de votar 3 convencionales. Quintana obtuvo
224 votos; Marco Avellaneda, entonces ministro de hacienda, 10; Carlos Pellegrini 2; Juan
Bernardo Itarraspe 2; juan José romero 2; y Bartolomé Mitre 1.
La segunda sesión el 13 de octubre leyó la nota de Quintana aceptando su candidatura.
162 convencionales votaron porque no se eligiera el candidato a vicepresidente, y 39 porque esta
elección se practicará. Con esto finalizó el cometido de la convención.
El Partido Republicano nominó como candidato para el próximo periodo al ex presidente
José Evaristo Uriburu y como vicepresidente al ex gobernador de la provincia de Buenos Aires
Guillermo Udaondo. Mientras la UCR intransigente declaró su abstención.
La ley 4161 de aplicó en las elecciones de electores de senador nacional de la capital
federal el 6 de marzo, de diputados nacionales del 13 de marzo y de electores a presidente y

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vicepresidente del 10 de abril de 1904. En las tres elecciones la abstención cívica fue considerable
y aparte de ello, en la capital federal se señalaron por la practica manifiesta y en grande escala de
la compraventa del voto.
Quintana no estaba satisfecho con el sistema, y una vez presidente, el 2 de mayo de 1905
envió a la cámara de diputados de la nación un mensaje solicitando la modificación de la ley de
elecciones nacionales y particularmente la derogación del sistema uninominal. El congreso aceptó
la desaparición del sistema.
La elección presidencial del 10 de abril de 1904 reflejó el estado político del país. Muchos
no creían en la permanencia de la candidatura de Quintana, de la que se pensaba se había valido
Roca para destruir la candidatura de Pellegrini, y una vez cumplida esta finalidad, deshacerla y
reemplazarla con la de un hombre más suyo. El 2 de abril de 1904 un comité constituido en la
capital federal proclamó la candidatura de Marco Avellaneda, el cual aceptó.
A pesar de la elección continuaron las versiones respecto a la sustitución de Quintana. Sin
embargo, esta candidatura estaba consolidada con el apoyo del gobernador Ugarte y la aceptación
que paulatinamente le había dispensado la mayoría de los gobernadores. El único problema a
resolver era el de la vicepresidencia para la cual se dieron numerosos nombres. Avellaneda,
considerándose engañado por el presidente renunció a su candidatura afirmando que el general
Roca era quien lo había inducido a levantarla. Con su actitud Avellaneda descartó toda posibilidad
de integrar la fórmula presidencial con su nombre. La vicepresidencia fue entonces adjudicada por
indicación de Quintana al senador nacional por la provincia de Córdoba, doctor José Figueroa
Alcorta en un acuerdo celebrado entre el presidente Roca, Quintana, Ugarte y el senador Benito
Villanueva (16 de mayo de 1904).
La elección presidencial de 1904 fue una de las más extrañas que haya presenciado el país.
Roca obtuvo una victoria costosa. Es cierto que impidió a Pellegrini ser nuevamente presidente,
pero se le escapó en un momento dado el control de hombres y acontecimientos y tuvo que
conformarse con que el nuevo presidente no fue ni correligionario ni hombre suyo. Tampoco
había sido un éxito la designación del vicepresidente, al que sin embargo descontaba dominar
llegado el caso, contando con su falta de fuerza política propia.

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