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LA REVOLUCIÓN HAITIANA Y SU PROYECCIÓN EN SANTO DOMINGO

La Revolución haitiana ocupa un lugar prominente entre los


acontecimientos más significativos en la historia de la diáspora africana en
las Américas. La antigua colonia francesa de Saint-Domingue —epicentro
de la triunfante rebelión de esclavos— desempeñó un papel central en la
expansión europea transatlántica. Su origen se remonta a las primeras
décadas del siglo XVII cuando cuadrillas de aventureros, desertores,
náufragos, rescatadores y piratas provenientes en su mayoría de la isla La
Tortuga se introdujeron furtivamente en la zona occidental de la isla de La
Española. Hacia la tercera década del siglo XVII los intrusos, como así los
calificaban las autoridades españolas, fueron especializándose: unos
practicaron el corso, y con el nombre de filibusteros surcaban los mares
saqueando cuantas naves lograban capturar; otros, denominados bucaneros,
se concentraron en la caza de ganado, sustentándose con la venta de cueros
y carne ahumada a las embarcaciones que se acercaban a las costas
inmediatas. Los demás se ejercitaron en la agricultura, transformándose con
el tiempo en “habitantes” o plantadores, para lo cual se valieron
inicialmente de trabajadores blancos contratados, los llamados engagés,
que no pasaron de ser más que unos braceros (jornaleros) coartados. Estos
fueron asistidos con mano de obra indígena y africana, producto de las
cacerías armadas francesas en los parajes americanos de sus rivales
españoles, holandeses e ingleses.

A finales del siglo, Francia y España firmaron el Tratado de Ryswick


(1697), por el cual la primera cedió a la segunda el territorio disputado.
Tras el fin de las hostilidades, la siembra y la elaboración comercial del
azúcar se fue imponiendo en la incipiente colonia; aunque también
producía tabaco, café, índigo, algodón, cacao y añil. Ya para la década del
1730 los franceses acarrearon unos 100,000 cautivos africanos destinados a
faenas agrícolas en sus posesiones antillanas. El historiador inglés Hugh
Thomas ha señalado que, aproximadamente, un barco negrero arribaba a
Saint-Domingue mensualmente en la primera mitad del siglo XVIII. En
contraste, a partir de 1750 llegaba uno semanalmente. De ahí en adelante,
Saint-Domingue desplazó a Martinica, Guadalupe y Santa Lucía como el
foco principal de la trata negrera en las colonias francesas caribeñas. La
proliferación de los cargamentos humanos engrosó notablemente al sector
esclavizado, el cual aumentó de 200,000 «siervos» en 1765, a 450,000 en
vísperas de la Revolución haitiana. Se estima que al cierre del siglo XVIII,
Saint-Domingue poseyó 8,000 haciendas azucareras que generaron el 30%
de la producción mundial del edulcorante y el 40% del comercio exterior
francés, un impresionante desarrollo económico debido en gran parte a los
brazos y espaldas de aquellos seres desafortunados.

Aunque el arco antillano y las comarcas adyacentes de Tierra Firme


suplieron a Europa una gran variedad y cantidad de valiosas materias
primas y cultivos tropicales, esta explotación cobró un precio alto en la
esfera de los derechos humanos. Desde comienzos de la colonización, gran
parte de esta zona se convirtió en escenario de innumerables encuentros
violentos, inicialmente entre los iberos y los pueblos aborígenes. Los
últimos sobrellevaron el embate de los primeros, quienes se sirvieron o
beneficiaron de su superioridad bélica, agentes biológicos, animales y
cosechas nuevas, incluso de las ordenanzas de trabajo servil para reducir
los habitantes naturales. Pocos fueron los que sobrevivieron las plagas,
«entradas de pacificación», cargas obligatorias y la destrucción de su medio
ambiente. Los aborígenes que no fueron sometidos por la fuerza se
refugiaron en los bosques, montañas, y otros puntos aislados al margen del
control colonial. Claro está, casi todos estos excesos ya habían acaecido
cuando los franceses se instalaron en La Tortuga. Aunque la despoblación
del litoral norteño dominicano a principios del siglo XVII intentó impedir
el contacto ilícito con los extranjeros, la medida no obtuvo el resultado
deseado. En cierto modo, se podría decir que el desalojo les facilitó a los
advenedizos dedicarse a explotar sistemáticamente el valor estratégico y
económico de la costa oeste de La Española.

Desde fines del siglo XVII hasta la segunda mitad del dieciocho, una
minoría de pobladores franceses y blancos criollos (grand blancs) se fue
adueñando de la floreciente colonia de Saint-Domingue, acaparando buena
parte de su riqueza agrícola y comercial. También se apoderó de la gran
mayoría de los puestos principales en la administración civil, eclesiástica y
militar colonial. El establecimiento del sistema de plantaciones azucareras
operadas con trabajadores subyugados —compuesta mayormente de
africanos— contribuyó poderosamente a consolidar su dominio. Sin
embargo, ese control tuvo sus limitaciones y contradicciones, y desde el
punto de vista de los hacendados ninguna fue más perjudicial que su
subordinación a los intereses mercantiles metropolitanos. El monopolio
presidió sobre el intercambio comercial entre Saint-Domingue y Francia,
para el lucro de las grandes casas mercantes francesas del otro lado del
Atlántico que generalmente controlaban los productos importados a la
posesión antillana. Este régimen desigual comprendía también a la trata
negrera, el eje central de la economía colonial y foco de numerosas
protestas por parte de la clase terrateniente que interesaba abaratar el
precio, optimizar la calidad y acrecentar la cantidad de los cautivos
requeridos para abastecer sus propiedades agrícolas.

Para los súbditos «de color» libres (gens de couleur), cuyos números
habían aumentado de unos 7,000 en 1775 a 22,000 diez años después, el
giro que había tomado la colonia no fue del todo favorable. Como
descendientes de africanos en menor o mayor grado, comúnmente fueron
víctimas del perjuicio y discriminación racial, legal o de hecho. Aun así,
existieron divisiones considerables entre sus filas. La jerarquización socio-
racial imperante privilegiaba a los integrantes de las llamadas «castas»
métis («mulatos-pardos libres») sobre los affranchis («negros libres»).
Entre aquellos, algunos mantuvieron vínculos financieros y personales con
los plantadores blancos, con quienes se identificaban. A mediados de siglo,
un sector empresarial de los mulatos pardos libres había logrado establecer
haciendas cafetaleras, lo que les permitió una situación socioeconómica
desahogada. Componentes del grupo de los negros libres se integraron a los
oficios artesanales, marítimos y militares, desde los cuales intentaron
mejorar su posición. A pesar de las dificultades que enfrentaron, se estima
que ambos grupos colectivamente poseían entre la tercera a la cuarta parte
de la tierra y de los esclavos de la colonia al estallar la insurrección de
1791.

Si los moradores libres resentían las restricciones que estorbaban su


ascenso social y económico, estas no comparaban con el penoso estado de
la masa esclava. Los esclavos vivían en barracones apretados e insalubres,
alimentados deficientemente y forzados a trabajar en condiciones pésimas
bajo la amenaza constante del látigo y otros castigos corporales. Las
esclavas quedaban expuestas a todo tipo de abusos, como lo fue la
explotación sexual. La resistencia de los siervos y las siervas se intensificó
al correr del siglo: rehusaban trabajar, incendiaban cañaverales, destruían
implementos y equipo de trabajo y arremetían contra sus opresores con
mucha más frecuencia, ardor y osadía. Se multiplicaron los suicidios,
fugas, conspiraciones y revueltas de esclavos, así como también las leyes y
disposiciones locales para refrenarlos. Los cimarrones, o esclavos fugitivos,
se constituyeron en bandas y comunidades rebeldes que asolaban los
campos, atacaban las haciendas y cundían terror en los poblados apartados
de las ciudades y puertos principales. Por lo general, las expediciones
dirigidas a reprimir el cimarronaje resultaron infructuosas.

Tomando la totalidad de estas circunstancias en consideración, no


sorprende que la Revolución francesa (1789), con su lema de libertad,
igualdad y fraternidad, fuera la chispa que desató el levantamiento de
esclavos que convirtió a la antigua colonia francesa en el segundo estado
independiente de las Américas. Como es de esperar, los grand blancs
vieron en la revolución una oportunidad para reclamar facultades y
concesiones a su favor que el antiguo régimen les había negado,
especialmente la autonomía política del territorio colonial francés. Los
mulatos y pardos libres, representados en París por el hacendado Vicente
Ogé, abrigaron la esperanza de que la revolución les reconociera la
igualdad de derechos a la cual sus contrapartes blancos se oponían
firmemente. El Gobierno jacobino aprobó la petición de la población de
color libre, pero los varios decretos dirigidos con esa finalidad no pudieron
ser implementados a tiempo para evitar que los esclavos se sublevaran, lo
que ocurrió en agosto de 1791.

En vista del desorden general que amenazaba con liquidar al poderío


colonial galo, Francia solicitó ayuda de las autoridades españolas e inglesas
cercanas, las que prontamente despacharon víveres y se prestaron a ofrecer
asilo a los refugiados franceses que se les presentaban, siempre y cuando
estos no hicieran peligrar sus respectivas colonias con ideas revolucionarias
o abolicionistas. No obstante dicha colaboración, España se decidió a
recobrar el territorio usurpado por los franceses, reclutando a varios de los
jefes negros a su bando, entre ellos: Toussaint Louverture, Jean François
(Juan Francisco), Jean-Jacques Dessalines, Henry Christophe y George
Bissou, para sus tropas de negros auxiliares. El temor a que el alzamiento
se propagara a la cercana isla inglesa de Jamaica, otra de las colonias
azucareras más lucrativas del Caribe, indujo a Inglaterra a tratar de sofocar
la revuelta de esclavos por la vía militar. Pero Francia se adelantó a sus
rivales europeos al prometer abolir la esclavitud en la atribulada colonia,
con lo que recuperó el apoyo de Louverture, Dessalines y Christophe.
Al entrar el siglo XIX, el mando del territorio estuvo en manos de
Louverture, quien anexó la parte hispana de la isla luego de que España la
cediera a Francia en 1795. Si bien fue posteriormente nombrado
gobernador vitalicio, en 1802 el futuro emperador Napoleón Bonaparte
despachó otra fuerza expedicionaria hacia Saint-Domingue, tras la cual
Louverture fue destituido y embarcado a Francia, donde murió encarcelado.
Luego de múltiples batallas libradas por los revolucionarios negros y
mulatos contra los nuevos invasores franceses que intentaron reestablecer
la esclavitud, Jean-Jacques Dessalines proclamó la independencia de la
nueva nación, la que tomó el nombre taíno de Haití.
La Revolución haitiana tuvo un impacto social, económico y político
significativo en el Caribe y aéreas contiguas. No se sabe a ciencia cierta
cuántas fueron las bajas sufridas a consecuencia de los choques armados,
ejecuciones y privaciones, aunque no es difícil suponer que la gran mayoría
de la población blanca y de color libre adinerada del periodo pre-
revolucionario pereció o huyó precipitadamente al exterior. Muchos de los
emigrados se refugiaron con sus esclavos en Jamaica, Cuba, Puerto Rico,
Trinidad y los Estados Unidos, a pesar de las disposiciones oficiales
instituidas en diferentes puntos de las Américas para contener el “contagio”
franco-haitiano. Los principales líderes negros de las tropas auxiliares
fueron reubicados en Trinidad, Campeche (México), Trujillo (Guatemala),
Porto Bello (Panamá) y Cádiz. Varios centenares de esclavos negros
capturados en suelo dominicano fueron transportados a Venezuela y Puerto
Rico en calidad de prisioneros. Una sucesión coetánea de conspiraciones y
tentativas de rebelión en Brasil, Colombia, Venezuela, Curazao,
Guadalupe, Puerto Rico, Cuba y Luisiana, entre otros lugares, fueron
atribuidas a agentes haitianos y sus seguidores.
Antes de ser depuesto, Toussaint Louverture intentó incentivar la economía
agraria de la antigua colonia francesa, pero ni él ni sus sucesores
inmediatos alcanzaron elevarla al nivel de florecimiento que había tenido
antes de la Revolución. Consecuentemente, la destrucción de las
plantaciones en Saint-Domingue hizo crecer la demanda de ciertos
productos tropicales en el mercado mundial, especialmente del azúcar y del
café. El capital, las destrezas técnicas y la fuerza laboral —tanto esclava
como libre— provenientes de Saint-Domingue favorecieron sus cultivos en
nuevas zonas de Jamaica, Cuba y Puerto Rico. Con anterioridad al 1791, la
agricultura de Luisiana giraba alrededor de la siembra del tabaco y del añil.
Desde esa fecha en adelante, se comenzó a producir azúcar y algodón, de
modo tal que para el 1840 la ex colonia francesa en Norteamérica elaboró
el 8% de la producción azucarera internacional. Para esa misma época
,Puerto Rico —cuya riqueza hasta fines del siglo XVIII se debió
mayormente a la economía del hato (ganado)— pasó a ser el segundo
productor de azúcar en el Caribe y décimo a nivel mundial.
Asimismo, la influencia política de la Revolución se dejó sentir dentro y
fuera del territorio alzado. Como ya hemos señalado, la sublevación
demostró las contradicciones del modelo de explotación colonial esclavista.
Por un lado, les permitió a los intereses metropolitanos y criollos franceses
acumular jugosas ganancias por medio de la trata negrera y la producción
azucarera. Por el otro, creó las condiciones que en última instancia
terminaron por derrumbar el poderío imperial francés en esa región
antillana. Y, como ya hemos visto, si la pérdida de Saint-Domingue sembró
el terror en las filas de aquellos que se beneficiaron de la esclavitud negra,
también estimuló los movimientos anticoloniales y antiesclavistas.
Francisco Miranda y Simón Bolívar, dos de los líderes separatistas de la
América española, solicitaron y recibieron apoyo de Haití en sus campañas
independentistas con la condición de que liberaran los esclavos de los
territorios descolonizados. A su vez, atemorizados de que se repitiera la
ruina de Haití en Puerto Rico, un sector del patriarcado criollo boricua
recomendó que se les extendieran derechos políticos a los negros y mulatos
libres, con quienes contaban para defender la isla en caso de ocurrir una
sublevación similar.
Finalmente, el Año Nuevo de 1804 se proclamó la independencia de Haití
(o Ayiti) con Dessalines como gobernador vitalicio, aunque el 8 de octubre
se autocoronó emperador con el nombre de Jacobo I.95 Entre sus primeras
medidas destaca la masacre de los criollos blancos que quedaban en Haití
junto a numerosos mulatos.96 Entre 3.000 y 5.000 personas perdieron la
vida y prácticamente apenas quedaron blancos en el país

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