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Hecho jurídico es el que produce un efecto jurídico, el que provoca la alteración de una
situación jurídica.
La situación que se modifica y el hecho que produce el cambio forman lo que la doctrina
alemana ha denominado “supuesto de hecho”.
Un mismo hecho jurídico puede formar parte de supuestos de hecho distintos, danto
lugar a diversos efectos jurídicos (por ejemplo, la muerte de una persona, además de la
apertura de la sucesión, puede originar efectos en el ámbito contractual –puede ser
causa de extinción de contratos como el mandato o determinar el cumplimiento de
otros, como el seguro de vida-, en el de los derechos reales –siendo causa de extinción
de algunos derechos, como el usufructo-, en el de la responsabilidad extracontractual –
si implica la culpa o negligencia de otra persona que causa la muerte-).
Los hechos jurídicos pueden ser hechos jurídicos naturales, cuando consisten en un
acaecimiento natural o en un acto inconsciente del hombre, es decir, no interviene la
voluntad del ser humano (por ejemplo, un río cambia naturalmente de cauce originando
una alteración en la propiedad de las fincas afectadas, se produce la muerte o el
nacimiento de una persona). Y pueden ser hechos voluntarios, si proceden de la
voluntad consciente y libre del hombre: son los actos jurídicos.
b) Dentro de los actos jurídicos lícitos, se distingue entre: actos de derecho o actos
jurídicos en sentido estricto y negocios jurídicos.
En los primeros, los efectos jurídicos se producen ex lege. Aunque el acto sea
voluntario, sus efectos están predeterminados por la ley, sin que el sujeto que realiza el
acto pueda evitar los efectos o modificarlos.
En los segundos, conocidos como negocios jurídicos, el sujeto determina los efectos del
acto o autoregula sus intereses. Los efectos se producen “ex voluntate”.
Los actos jurídicos en sentido estricto, según dicen Díez Picazo y Gullón (Sistema de
derecho civil. Editorial Tecnos), son “por su propia naturaleza, múltiples y
heterogéneos”, sin que exista unanimidad de criterios doctrinales sobre su clasificación.
Lacruz (Elementos de derecho civil. Dykinson), siguiendo criterios propuestos por la
doctrina alemana, los clasifica del siguiente modo:
El negocio jurídico.
Díez Picazo y Gullón destacan como primero de los elementos del concepto de negocio
jurídico el de su historicidad.
El concepto surge en la ciencia del derecho en un momento histórico concreto (y
reciente). Los autores alemanes del siglo XIX (inicialmente la llamada “escuela
histórica” y posteriormente los “pandectistas”, Heise, Savigny y Winscheid, entre otros)
tenían como objeto de estudio el derecho romano justinianeo (“Pandectas” es el nombre
griego del Digesto), el cual fue directamente aplicable en muchos Estados alemanes
hasta la tardía promulgación de su Código Civil. Pero el derecho romano justinianeo
tiene un carácter fragmentario, lo que promovió el desarrollo por estos juristas de una
serie de técnicas jurídicas inductivas y de aplicación del derecho (pretendiendo crear un
sistema jurídico, como consta en el título de la obra más conocida de Savigny, "Sistema
de derecho romano actual"), a fin de poder resolver situaciones no contempladas en los
textos romanos, y entre estas abstracciones se encuentra el concepto de negocio
jurídico (Rechtsgeschäft). Por lo tanto, otras notas del concepto son su abstracción e
instrumentalidad.
La teoría del negocio jurídico, nacida en el ámbito científico alemán, no fue conocida,
ni tenida en cuenta, por los redactores del Code (Código Civil francés), y tampoco la
siguieron otros códigos que se inspiraron en el mismo, como el español.
Parte esta tesis de considerar que la voluntad del sujeto es determinante del nacimiento
del negocio jurídico, pero una vez creado puede producir efectos no previstos
expresamente por su autor, sino resultantes de la ley o de otros criterios integradores.
Betti define el negocio jurídico como “el acto por el cual el individuo regula por sí los
intereses propios en las relaciones con otros, y al que el Derecho enlaza los efectos
más conformes a la función económico-social que caracteriza a su tipo”.
Castán (Derecho civil español común y foral. Editorial Reus) define al negocio jurídico
como “el acto integrado por una o varias declaraciones de voluntad privada, dirigidas a
la producción de un determinado efecto jurídico y a las que el derecho objetivo
reconoce como base del mismo, cumplidos los requisitos y dentro de los límites que el
propio ordenamiento establece”.
Lacruz Berdejo, cita a Santoro, que define el negocio jurídico como “el acto de la
voluntad autorizada por el ordenamiento para perseguir un fin propio”.
Díez Picazo define el negocio jurídico como: “un acto de autonomía privada que
reglamenta una determinada relación o una determinada situación jurídica. El efecto
inmediato de todo negocio jurídico consiste en constituir, modificar o extinguir entre las
partes una relación o una situación jurídica y establecer la regla de conducta o el
precepto por el cual deben regirse los recíprocos derechos y obligaciones que en virtud
de esta relación recaen sobre las partes.”
También las tesis normativas de Betti han sido criticadas. Según Díez Picazo y Gullón,
el negocio crea normas solo para su autor o autores (artículo 1091 Código Civil), pero
carece de los requisitos propios de las verdaderas normas jurídicas. Cabe recordar aquí
la discusión que se planteó sobre los usos de comercio como fuente del derecho
mercantil (a ellos alude el artículo 2 del Código de Comercio como fuente de derecho
subsidiaria), y sobre si el clausulado habitual de los contratos mercantiles podría tener
esta consideración. La Ley 7/1998, de 13 de abril, de condiciones generales de la
contratación, supone la consagración en nuestro derecho de la tesis que rechaza la
consideración de los clausulados generales como normas jurídicas imperativas para
quienes no las hayan aceptado expresamente.
Una primera gran clasificación es la que distingue entre negocios mortis causa y
negocios inter-vivos. Dentro de los primeros se comprenden el testamento y también,
en los ordenamientos en que están admitidos, los llamados contratos sucesorios.
Según dice Díez Picazo (Elementos de derecho civil patrimonial. Civitas) “no basta la
simple contemplatio mortis como móvil determinante del negocio para que éste pueda
ser calificado como mortis causa. Tampoco basta que la eficacia del negocio haya de
desplegarse después de la muerte del declarante. Es menester que el negocio jurídico
aparezca como dirigido a establecer y regular el destino post mortem de los bienes y de
las demás relaciones jurídicas del autor del negocio. Es este sentido es un negocio
jurídico mortis causa el testamento, pero no lo es en cambio un contrato de seguro de
vida”.
Díez Picazo, atendiendo a otro criterio, clasifica los negocios jurídicos en unilaterales,
bilaterales y plurilaterales. Los negocios son unilaterales cuando la declaración de
voluntad negocial o el comportamiento material que da vida al negocio son obra de una
sola persona (por ejemplo el testamento, la renuncia al derecho, la ocupación de una
cosa abandonada). Los negocios jurídicos son bilaterales cuando el negocio es una
obra común de dos personas que reglamentan así sus recíprocas relaciones respecto
de determinados bienes (un contrato de compraventa o de arrendamiento). Por último,
los negocios jurídicos son plurilaterales cuando los autores del negocio son más de dos
personas.
Otra clasificación con relevancia en nuestro derecho es la que distingue entre negocios
de disposición y negocios de administración. Dentro de los primeros se comprenden,
siguiendo a Díez Picazo, los negocios de enajenación o traslativos, por los que el titular
del derecho lo transmite a otra persona; los de gravamen (como el de constitución de
usufructo o el de hipoteca) y los de renuncia abdicativa. En cuanto a los negocios de
administración, la delimitación de su concepto no es pacífica. En sentido general, dice
Díez Picazo, pueden considerarse negocios jurídicos de administración aquellos que
tienen por finalidad la conservación y la defensa de los bienes que forman parte de un
patrimonio y los dirigidos a obtener de los bienes aquellos rendimientos que
normalmente deben proporcionar de acuerdo con su destino económico.
Otras clasificaciones son las de negocios formales y no formales, negocios
conmutativos y aleatorios, negocios onerosos y gratuitos, negocios simples y complejos
o conexos. Todas estas clasificaciones, por ser predicables sobre todo de los negocios
contractuales, las remitimos al tema correspondiente.
El negocio jurídico sería, según dicen Díez Picazo y Gullón, la expresión máxima del
principio de “autonomía de la voluntad”.
En el origen de todo negocio debe existir un acto de voluntad, esto es la libre decisión
de una persona de asumir determinados efectos, que el derecho, en su caso, valora y
ampara. En el ámbito contractual se exige la voluntad concorde de dos o más personas
o consentimiento.
Una cuestión que se ha suscitado, en el ámbito contractual, es el del valor del silencio
como declaración de voluntad.
En principio, el silencio no supone manifestación alguna de conformidad o asentimiento.
No tiene virtualidad general en el ámbito jurídico el aforismo “el que calla otorga”. Sin
embargo, la Jurisprudencia ha reconocido, en determinados supuestos, valor de
declaración de voluntad al silencio. Se trataría de casos en que existiendo una previa
relación entre dos sujetos, el principio de buena fe que debe regir toda relación
impusiese a una de las partes el deber de hablar o contestar, en cuyo caso la
infracción de este deber manteniendo silencio puede suponer la estimación
jurisprudencial de una manifestación de voluntad.
Esta divergencia entre voluntad interna y voluntad declarada puede ser unilateral, de
una de las partes, la cual a su vez puede ser buscada por la parte, el caso de la reserva
mental o las declaraciones iocandi causa, o producirse involuntariamente, el llamado
error obstativo (llamado así porque impide la declaración de la verdadera voluntad).
Puede ser también común a todas las partes en el negocio, lo que nos llevaría a los
negocios simulados que se estudian posteriormente.
La tesis subjetiva, encabezada por Savigny, defendió que debía darse prevalencia en
todo caso a la voluntad interna frente a la declarada. La tesis objetiva sostiene la
posición contraria, argumentando sobre la protección del tráfico.
Frente a las teorías que otorgan prevalencia en todo caso a la voluntad interna o a la
voluntad manifestada, la doctrina moderna y la Jurisprudencia acuden a posiciones
intermedias que se inspiran en los principios de buena fe y auto-responsabilidad,
conforme a las cuales, si bien en principio prevalecerá la voluntad interna sobre la
declarada, puede darse preferencia a esta sobre aquella, cuando, en aplicación de los
principios mencionados, la divergencia tenga su razón en el dolo o la negligencia
inexcusable del sujeto que emitió la declaración y los destinatarios hayan podido creer
razonablemente en su eficacia.
La voluntad puede estar afectada por vicios, cuya regulación en nuestro derecho se
recoge en materia contractual, aunque existe también algún precepto en sede
testamentaria y matrimonial
Artículo 673
-El error.
En materia contractual:
Artículo 1266.
Según dice Díez Picazo, el error consiste en una equivocada o inexacta creencia o
representación mental que sirve de presupuesto para la realización de un acto jurídico.
Según señala este autor, la relevancia del error como causa de invalidez del contrato se
debe plantear, más que desde la óptica de una voluntad incorrectamente formada,
desde la perspectiva de la justa o injusta lesión de los intereses en juego.
- Esencialidad: El error debe recaer sobre elementos del negocio considerados básicos
por los contratantes.
Inicialmente se rechazó que el error pudiera ser de derecho, en relación con el principio
"ignoratia iuris no excusat". Sin embargo, la doctrina defendió que error invalidante
pudiera ser tanto de hecho como de derecho y esta tesis encontró reflejo jurisprudencial
y también legislativo. Tras la reforma del Título Preliminar del Código Civil, el artículo 6
Código Civil distingue las ds situaciones, disponiendo:
El error de derecho producirá únicamente aquellos efectos que las leyes determinen.”
El error en otros negocios:
La violencia y la intimidación.
En materia de contratos:
Artículo 1267.
“Hay violencia cuando para arrancar el consentimiento se emplea una fuerza irresistible.
La intimidación puede ser directa sobre el contratante o indirecta, que solo se admite
sobre personas con un determinado vínculo con el contratante. Un criterio distinto es el
que recoge el Código Penal (artículo 169 Código Penal sobre el delito de coacción), que
introduce un criterio más flexible.
Artículo 1268.
El dolo.
Contratos:
Artículo 1269.
“Hay dolo cuando, con palabras o maquinaciones insidiosas de parte de uno de los
contratantes, es inducido el otro a celebrar un contrato que, sin ellas, no hubiera
hecho”.
Artículo 1270.
“Para que el dolo produzca la nulidad de los contratos, deberá ser grave y no haber sido
empleado por las dos partes contratantes.
En cuanto a la distinción entre dolo grave y dolo incidental, según la doctrina clásica, el
primero sería aquel que determine la celebración del contrato, mientras el segundo no
sería motivo determinante de la celebración del contrato, pero puede haberla facilitado.
Según Díez Picazo, esta distinción es de difícil aplicación en la práctica. Otros autores
proponen distinguir entre el dolo causal o grave, que recae sobre elementos esenciales
del contrato, y el dolo incidental, que recae sobre elementos accesorios o secundarios.
Otra cuestión que se ha planteado es si cabe estimar como dolo una conducta
meramente pasiva de una de las partes. Para Díez Picazo, solo podrá admitirse este
dolo negativo (o reticencia dolosa) cuando existan deberes precontractuales de
información establecidos legalmente (lo que es frecuente, como hemos dicho, en el
ámbito de contratación con consumidores).
Nuestro Código Civil, siguiendo el modelo del Código Civil francés y a diferencia de
otros Códigos Civiles, como el alemán, el portugués o el suizo, no recoge como causa
que vicie la voluntad lo que se conoce como “explotación injusta”. Son casos en que se
produce aprovechamiento consciente por una de las partes en el negocio de una
situación de peligro, angustia, necesidad o inexperiencia de la otra parte. Existen en
nuestro ordenamiento algunos preceptos aislados que contemplan estas situaciones,
como la Ley Azcárate de la Usura de 1908 (otro supuesto que se citaba era la Ley de
salvamento marítimo de 1962, pero la vigente Ley 14/2014, de 24 de julio, de
navegación marítima, que deroga aquélla, dispone que las condiciones del contrato de
salvamento serán las libremente establecidas por las partes, sin prever la facultad de
moderación de lo pactado bajo la influencia del peligro que recogía la ley derogada). Es
una figura recogida en las propuestas armonizadoras del derecho contractual europeo y
en la Propuesta de modificación del Código Civil en materia de obligaciones y contratos
publicada por el Ministerio de Justicia en 2009. En nuestra doctrina se ha propuesto
encuadrar este supuesto dentro de la ilicitud de la causa (así la Sentencia del Tribunal
Supremo de 5 de abril de 1993, considera ilícita una condonación parcial de una deuda
impuesta por un Ayuntamiento deudor a un acreedor, aprovechándose de la angustiosa
situación económica de éste).