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Capítulo 22

Actos y negocios jurídicos


Julia Ruiz-Rico Ruiz-Morón

SUMARIO: I. HECHOS Y ACTOS JURÍDICOS. II. LA CATEGORÍA DE NEGOCIO JURÍDICO. 1. Elaboración y


utilidad de la teoría del negocio jurídico. 2. La autonomía privada. 3. El negocio jurídico como expresión de la autonomía
privada. III. CLASES DE NEGOCIOS JURÍDICOS. 1. Negocios típicos y atípicos. 2. Negocios unilaterales, bilaterales y
plurilaterales. 3. Negocios inter vivos y mortis causa. 4. Negocios solemnes y no solemnes. 5. Negocios familiares y
patrimoniales. A) Negocios familiares. B) Negocios patrimoniales.

I. HECHOS Y ACTOS JURÍDICOS


De los hechos que tienen lugar en el mundo de la realidad, algunos quedan al margen del
Derecho mientras que otros son considerados por el Ordenamiento atribuyéndoles una
determinada consecuencia jurídica. Estos últimos se denominan hechos jurídicos; frente a los no
jurídicos, tienen la virtud de provocar algún cambio en una situación precedente, actuando como
causa inmediata de ese cambio, o bien contribuyendo eficazmente a que ésta se produzca.
Todo hecho jurídico, por definición, provoca algún efecto jurídico. Se llama hecho simple
al que, por sí solo, es bastante para causar un determinado efecto previsto normativamente (ej.: la
muerte da lugar a la apertura de la sucesión, art. 657 CC). La existencia de varios hechos simples
no altera los efectos que están ligados a cada uno de ellos, aunque se proyecten sobre la misma
situación. Otra cosa ocurre en el caso del hecho complejo que aparece cuando, para la producción
de un efecto concreto, se requiere la concurrencia de varios elementos (hechos) unitariamente
considerados por el Derecho, de manera que hasta que no se realizan todos –simultánea o
sucesivamente– no tiene lugar el efecto consiguiente (ej.: el contrato es un hecho complejo
integrado, a su vez, por dos hechos jurídicos que son las declaraciones de voluntad de las partes).
Los hechos jurídicos, por razón del contenido, pueden ser positivos y negativos. Los
positivos consisten en una acción, un acontecer o suceder algo jurídicamente relevante (ej.:
celebración del matrimonio, art. 61 CC; nacimiento de la persona, art. 29 CC; pagar lo que no se
debe, art. 1895 CC). Los negativos, por el contrario, consisten en una omisión o en la falta de
producción de un suceso (ej.: no cumplir la obligación previamente contraída, art. 1101 CC).
También dentro de los hechos jurídicos se diferencian los hechos naturales y los hechos
humanos. Los primeros son acontecimientos de la naturaleza a los que la ley, aisladamente
considerados o en unión de otros hechos también naturales, les atribuye un determinado efecto
(ej.: la variación natural del curso de las aguas de un río es un hecho considerado por el art. 370
CC para determinar a quién pertenece el cauce abandonado). Los segundos, a los que se suele
llamar actos jurídicos, dependen de la voluntad consciente de un sujeto de derecho (ej.:
otorgamiento de testamento). Los actos jurídicos constituyen la categoría más importante a los
efectos de determinar el concepto de negocio jurídico.
Son varias las distinciones que se hacen en relación a los actos jurídicos. Las más
destacadas son las que los clasifican en actos libres y debidos; actos lícitos e ilícitos; y actos
jurídicos en sentido estricto y declaraciones de voluntad.
Los actos libres son discrecionales, no existiendo obligación alguna de llevarlos a cabo
(ej.: celebración de un contrato de arrendamiento). Los actos debidos se realizan acatando un
deber jurídico previo (ej.: pago de una deuda).

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Los actos lícitos son conformes al Derecho objetivo; el Ordenamiento consiente que se
realicen, o lo ordena si es un acto debido (ALABALADEJO) (ej.: efectuar una donación, arts.
618 y ss. CC; proporcionar alimentos a parientes en caso de necesidad, arts. 142 y ss. CC). Los
actos ilícitos son contrarios al Derecho objetivo; representan la infracción de un deber de conducta
establecido (ej.: comprar el tutor bienes del tutelado, art. 1459 CC; causar daños materiales o
personales a otro sujeto). Unos y otros producen efectos jurídicos, si bien en el caso de los actos
ilícitos tales efectos los establece el Ordenamiento a modo de sanción (ej.: nulidad del acto;
obligación de resarcir el daño ocasionado).
La distinción entre actos jurídicos en sentido estricto y declaraciones de voluntad se basa
en la relevancia que, en cada caso, se conceda al propósito perseguido por el sujeto.
En las declaraciones de voluntad, los efectos se producen ex voluntate: el Derecho
atribuye al acto, precisamente, los efectos que el agente ha declarado querer con su realización.
Las declaraciones de voluntad forman los negocios jurídicos (ej.: al otorgar testamento, el testador
declara su voluntad acerca de las personas que quiere que le sucedan en sus bienes y derechos;
esa voluntad, en los mismos términos que se ha manifestado, es reconocida por el Derecho que
hace del testamento la ley de la sucesión; arts. 667, 675, 763, 774 y 1056, entre otros).
Diferentemente, los efectos de los llamados actos jurídicos en sentido estricto se producen
ex lege: los determina el Derecho basándose únicamente en la realización (voluntaria) del acto
contemplado, sin tener en cuenta si los efectos dispuestos son los que el sujeto pretende al actuar
del modo que lo hace (ej.: el art. 1100 CC liga a la intimación del acreedor, que es una reclamación
del pago, el efecto de constituir en mora al deudor).

II. LA CATEGORÍA DE NEGOCIO JURÍDICO

1. Elaboración y utilidad de la teoría general del negocio jurídico


El concepto de negocio jurídico es una creación de la dogmática jurídica. Se debe a la
labor de los pandectistas alemanes del siglo XIX que, en su idea de sistematizar la ciencia jurídica,
construyeron una teoría general que ha tenido decisiva influencia en la doctrina civilista de
muchos países europeos.
Centrados en el estudio del Derecho romano, los pandectistas alemanes pusieron en
contacto todas las figuras en las que se apreciaba la existencia de una declaración de voluntad,
detectando, por vía de abstracción, una serie de caracteres comunes de los que se sirvieron para
elaborar un concepto superior (Rechtsgesehäft) apto para englobar los supuestos inicialmente
contemplados (testamentos, contratos…). Al mismo tiempo, y también por la vía de abstraer lo
que de común tenían las normas relativas a cada uno de los institutos considerados, consiguieron
formular principios o reglas generales aplicables a todos ellos que, además, podían resultar muy
útiles para suplir, por vía de analogía, las lagunas que se presentaran.
Modernamente, se han formulado serias críticas a la construcción dogmática del negocio
jurídico. DE CASTRO advirtió ya del riesgo que se corre cuando una figura, elaborada en el seno
de un sistema en el que predominan la abstracción y el formalismo, se recibe en otro que se rige
por principios distintos. Por otra parte, se pone en duda, en algunos sectores de la doctrina, la
utilidad real de la categoría del negocio jurídico, la heterogeneidad de los supuestos sobre los que
se asienta, que obliga a estar remodelando continuamente el supraconcepto elaborado ante cada
figura concreta (LÓPEZ LÓPEZ), así como el alejamiento de la realidad normativa que implica

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la construcción de una categoría conceptual omnicomprensiva caracterizada, necesariamente, por
la abstracción (LUNA SERRANO).
Sin negar la oportunidad de las críticas mencionadas, hay que reconocer, al menos, el
servicio que presta la teoría general del negocio jurídico para la exposición y comprensión del
sistema jurídico, así como para la formación del jurista, proporcionando una visión de conjunto
acerca del significado de la autonomía privada.
En nuestro Ordenamiento, aunque ciertas leyes, algunas de ellas ajenas al Derecho
privado, contienen referencias explícitas al negocio jurídico, no existe una regulación legal al
respecto. El CC, completado en ocasiones por otras leyes también civiles, se limita a proporcionar
la normativa correspondiente a figuras negociales concretas (contratos, testamentos,
matrimonio…), muy distintas en cuanto a su estructura y funcionamiento. Ha sido la doctrina la
que ha introducido el concepto y la teoría general del negocio.

2. La autonomía privada
En sentido general, señala DE CASTRO, se entiende por autonomía privada el poder de
autodeterminación de la persona. Es un poder atribuido a la voluntad de carácter complejo en
cuanto referido tanto al uso, goce y disposición de los derechos subjetivos que pertenecen al
individuo, como a la creación, modificación y extinción de relaciones jurídicas. En un sentido
estricto, la autonomía privada se identifica con la segunda de las dimensiones resaltadas, siendo
el negocio jurídico el instrumento que permite actuar en el campo del Derecho ese poder de
ordenación de la propia esfera. Mediante el reconocimiento de la autonomía privada, la regulación
de los intereses particulares queda confiada a la voluntad de sus titulares, materializada a través
de la realización de actos jurídicos a los que el Ordenamiento atribuye plenos efectos,
precisamente los que se corresponden con la declaración del agente.
Actualmente, aunque no con la categoría de dogma que tuvo en otros tiempos, los
ordenamientos jurídicos que propugnan la libertad como uno de los valores superiores reconocen
el poder de la autonomía de la voluntad. En lo que respecta al nuestro, aparte del fundamento que
proporciona la Constitución (arts. 1, 10, 33 y 38), hay numerosos preceptos, especialmente en el
CC (arts. 648, 1091, 1255, entre otros), que avalan su carácter de principio general del Derecho,
siendo admitida, sin discusión, como una de las ideas rectoras sobre las que se asienta el Derecho
Privado. Como principio general, el de la autonomía de la voluntad está llamado a desarrollar las
dos funciones indicadas en el art. 1.4 CC.
El poder en que consiste la autonomía privada no es absoluto. El mismo Ordenamiento
que la reconoce, al hacerlo, señala los límites que le afectan. Tales límites, y en este sentido se
pronuncia entre otros el art. 1255 CC, pueden derivar directamente de las leyes, de la moral o del
orden público. Por estas vías, en mayor o menor medida según los sectores jurídicos de que se
trate, se dan entrada a intereses generales, principalmente, que por entenderse superiores han de
quedar a salvo del arbitrio de los particulares.
Las leyes que actúan como límites a la autonomía privada son las imperativas o
necesarias. La regulación que estas normas ofrecen, ya se refiera a la forma, al contenido o a los
requisitos del acto de autonomía, se impone de manera forzosa a los particulares que han de
acatarla para conseguir los efectos jurídicos pretendidos; en ocasiones incluso, dichas normas
imponen o prohíben la realización de determinados actos (ej.: contratos forzosos). Las leyes o
normas dispositivas, que pueden ser excluidas por voluntad de los sujetos estableciendo éstos una
regulación diferente a la en ellas dispuesta, no representan auténticos límites a la autonomía
privada (ej.: art. 1478 CC).

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En lo que respecta a la moral, segundo de los límites que menciona el art. 1255 y que
otros preceptos denominan «buenas costumbres» (arts. 792, 1116, 1271), se identifica con los
principios éticos imperantes en una sociedad que definen, en cada momento histórico, lo que en
el sentir común se corresponde con la conducta honesta. La llamada a la moral sirve para negar
la tutela jurídica a aquellas manifestaciones de la autonomía privada que persiguen resultados que
la conciencia social reprueba. Detectar cuáles sean las convicciones éticas vigentes es una tarea
que corresponde en última instancia al juez quien, para cumplir tal función, no puede acudir a las
directrices inmutables de un ideal religioso o ético profesado por él, sino a la estimación común
de la gente, en continuo proceso de cambio (LUNA SERRANO).
El orden público, presente también en el art. 1255 así como en otros preceptos del CC
(arts. 1.3, 6.2, 12.3, 21), es un concepto indeterminado y cambiante. LUNA SERRANO lo
identifica con el conjunto de reglas cardinales que se deduce del sistema de valores
imprescindibles que para cada ordenamiento conforman sus reglas imperativas y por cuyo
desconocimiento se desnaturalizaría el mismo ordenamiento en su globalidad (ej.: respeto a la
libertad personal; libertad nupcial; igualdad de los cónyuges…). Aunque orden público y leyes
imperativas son conceptos diferenciables, en la determinación de los principios de orden público
el punto de partida está en las normas imperativas que integran el Derecho positivo, incluidas las
constitucionales. La contravención del orden público, igual que la de la ley o la moral, determina
la ineficacia del acto de autonomía privado.

3. El negocio jurídico como expresión de la autonomía privada


Define DE CASTRO el negocio jurídico como declaración o acuerdo de voluntades con
los que los particulares se proponen conseguir un resultado que el Derecho estima digno de su
especial tutela, sea en base sólo a dicha declaración o acuerdo, sea completado con otros hechos
o actos. En esta definición están condensadas las notas esenciales que caracterizan e identifican
la figura:
- El elemento imprescindible en todo negocio jurídico es la declaración de voluntad. La
voluntad del sujeto, manifestada libre y conscientemente, constituye la esencia del negocio
actuando, al mismo tiempo, como fundamento de los efectos correspondientes.
En ocasiones, es una sola declaración de voluntad la que forma el negocio (ej.: renuncia
al derecho de usufructo). Más frecuentemente, sin embargo, el negocio aparece como hecho
complejo en el cual a la declaración de voluntad de un sujeto se une la de otro u otros, en el mismo
plano de importancia, o bien se requiere la concurrencia de elementos o hechos jurídicos
diferentes (ej.: en todo contrato se emiten dos declaraciones de voluntad; en los llamados contratos
reales, además de las declaraciones de voluntad de las partes, es necesaria la entrega de una cosa).
- El negocio jurídico constituye manifestación de una voluntad privada encaminada a la
producción de un resultado jurídico concreto. Mediante el acto negocial, los particulares
pretenden provocar un cambio jurídicamente relevante en la esfera que les incumbe, por
considerarlo conveniente o necesario a sus intereses. A ese fin, y exteriorizando una voluntad en
tal sentido, crean, modifican o extinguen relaciones jurídicas, determinando, al propio tiempo, la
reglamentación que quieren para ellas. El negocio jurídico, en consecuencia, y sin ignorar las
diferencias que median entre los tipos negociales concretos, tiene una doble eficacia que resalta
gran parte de la doctrina moderna al considerarlo como acto creador de relaciones jurídicas entre
particulares y, también, como norma reguladora de esas relaciones de origen privado. En esta
última dimensión, el negocio jurídico es, ciertamente, fuente de normas vinculantes, pero no llega
a la categoría de fuente del Derecho; las normas o reglas de origen negocial, al afectar solamente

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a quienes las establecen y en el marco de una relación jurídica determinada, carecen de los
caracteres esenciales que concurren en las verdaderas normas jurídicas (v. arts. 1091 y 1257 CC).
- El resultado que los particulares se proponen conseguir con el negocio jurídico recibe la
especial tutela del Derecho. A diferencia de los actos jurídicos en sentido estricto, cuyas
consecuencias están predeterminadas en la ley, en el negocio jurídico la ley considera el propósito
del agente atribuyendo al acto realizado los efectos que se corresponden con el contenido de su
declaración.
Las características subrayadas son suficientemente indicativas de la conexión que existe
entre negocio jurídico y autonomía privada. Si la autonomía privada representa el poder de
autorregulación de los propios intereses, el negocio jurídico, cuya esencia es la voluntad orientada
a provocar determinados efectos jurídicos en la esfera particular del agente, aparece como medio
al servicio de aquélla. El negocio jurídico es un instrumento para actuar, en el campo jurídico, la
voluntad privada, en tanto en cuanto ésta es reconocida por el Ordenamiento (ALBALADEJO).
Al ser el negocio un instrumento de autonomía privada, le alcanzan necesariamente los
límites que a ésta afectan (v. art. 1255 CC). La ley, la moral y el orden público irrumpen en este
ámbito concreto restringiendo, en mayor o menor medida, las posibilidades de actuación del
sujeto.
Aunque en ocasiones se vea forzado a celebrar determinados negocios jurídicos, el
particular, por virtud del principio de la autonomía privada, tiene libertad para llevar a cabo los
negocios que tenga por conveniente. Puede servirse, a tal fin, de los tipos negociales concretos
que la ley contempla y regula (compraventa, donación, arrendamiento…), asumiendo el régimen
legal tal y como se encuentra establecido, o bien introducir en éste ciertas modificaciones que,
dentro de los límites permitidos, doten al negocio concreto de un contenido de efectos que se
separa del que corresponde al tipo elegido. Igualmente, se permite al sujeto dar vida a negocios
que no tienen regulación legal específica (atípicos), pero que también sirven a fines y necesidades
merecedores de tutela jurídica.

III. CLASES DE NEGOCIOS JURÍDICOS

1. Negocios típicos y atípicos


Negocios típicos (o nominados) son los previstos por el Ordenamiento positivo que,
considerando la frecuencia con que se celebran en la realidad, les proporciona una regulación
específica (ej.: donación, compraventa, mandato, arrendamiento…). La existencia de una
disciplina normativa concreta no impide a los particulares que lleven a cabo un negocio típico
introducir modificaciones en el régimen legalmente dispuesto, siempre que los extremos a que se
refieran tales cambios no estén regidos por normas imperativas (ej.: se puede celebrar un contrato
de compraventa aceptando las partes íntegramente el modelo que proporciona el CC o bien
pueden los interesados suprimir la obligación de saneamiento prevista en el art. 1475 CC). Esta
posibilidad, amparada en el principio de la autonomía de la voluntad, no se da sin embargo en
algunos casos (así, el matrimonio).
Los negocios atípicos (o innominados) no son objeto de una regulación específica por
parte del Ordenamiento, pero se admiten al amparo del principio de la autonomía privada y dentro
de los límites en que ésta es operativa.

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2. Negocios unilaterales, bilaterales y plurilaterales
Esta distinción se basa en el número de partes del negocio.
El concepto de parte del negocio no se identifica con persona. La parte negocial la define
un determinado interés jurídico que puede estar o no enfrentado a otro interés; en cualquier caso,
no importa, a estos efectos, el número de personas que actúen por virtud del mismo interés. En
muchos casos, la única parte del negocio o cada una de las partes que lo forman estarán integradas
por una persona (ej.: cuando se otorga testamento o cuando el dueño exclusivo de la finca la vende
a su vecino), pero es posible también que varias personas formen alguna o la única parte negocial
(ej.: los tres condueños de la finca la donan a una institución benéfica). Es el número de partes, y
no el de personas o sujetos, la circunstancia que se ha de considerar para calificar el negocio como
unilateral, bilateral o plurilateral.
Es unilateral el negocio en el que hay una sola parte (ej.: el testamento, la renuncia, el
apoderamiento, el reconocimiento de un hijo). El negocio bilateral o plurilateral tiene dos o más
partes (ej.: en el contrato de compraventa hay siempre dos partes, la parte vendedora y la parte
compradora, independientemente de que en una o en ambas partes aparezcan una o más personas).

3. Negocios inter vivos y mortis causa


Negocios mortis causa son los que tienden a regular el destino de los bienes, derechos,
obligaciones y relaciones de una persona para después de su muerte, siendo ésta, generalmente,
el hecho que determina la eficacia del negocio (ej.: testamento, contrato sucesorio…).
Los negocios inter vivos están destinados a regular las relaciones jurídicas de una persona
en vida de ésta (LUNA SERRANO) (ej.: matrimonio, aceptación de la herencia, compraventa).
En ocasiones, no obstante, es contemplada la muerte de alguna de las partes como hecho
desencadenante de ciertos efectos (ej.: contrato de seguro de vida).

4. Negocios solemnes y no solemnes


La forma –señala ALBALADEJO– es la manera de realizarse el negocio jurídico.
Indudablemente, viene referida a la emisión de la declaración negocial constituyendo el medio de
exteriorización de esa voluntad. Así entendida, la forma puede ser oral o escrita, según que se
manifieste aquella voluntad de palabra o a través de la escritura. En este último caso, cabe
distinguir la forma escrita privada y la pública. En la primera, la voluntad se plasma en un escrito
firmado por los interesados (documento privado) (v. art. 1223 y ss. CC); en la segunda, la voluntad
se recoge en escrito autorizado por notario o empleado público competente, con sujeción a lo que
establece la ley al respecto (documento público) (v. art. 1216 CC). Aún siendo lo anterior cierto,
hay que decir igualmente que la forma comprende también las circunstancias de emisión de la
declaración de voluntad (por ej. ante testigos), así como ciertas solemnidades o requisitos que se
añaden a la declaración de voluntad y son separables de ésta (ej.: inscripción en el Registro de la
Propiedad).
Nuestro CC se inspira en el principio de la libertad de forma. Buena prueba de ello
proporciona el art. 1278: «Los contratos serán obligatorios, cualquiera que sea la forma en que se
hayan celebrado, siempre que en ellos concurran las condiciones esenciales para su validez».
Por virtud del citado principio, los particulares pueden celebrar negocios jurídicos en la
forma que estimen conveniente. Para la perfección y validez de los negocios, la ley no impone
una forma concreta de emisión de la declaración de voluntad, ni exige solemnidades que se le

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hayan de añadir a ésta. El principio de la libertad de forma, no obstante, tiene excepciones. Por
razones diversas, la ley reclama, para la perfección de ciertos negocios, que se celebren en una
forma y/o con unas solemnidades concretas, cuya inobservancia determina la nulidad del negocio.
La forma, en estos casos, es ad substantiam o ad solemnitatem (ej.: el matrimonio; la donación de
inmuebles; el testamento; las capitulaciones matrimoniales). El mismo carácter esencial para la
validez del acto negocial puede tener una forma determinada a la que las partes le hayan atribuido,
expresa y voluntariamente, tal efecto.
Precisamente, en base a la circunstancia de ser la forma libre o no, se establece la
distinción entre negocios solemnes (o formales) y negocios no solemnes (no formales).
Negocios solemnes son aquellos para cuya validez y eficacia la ley exige una forma
determinada (forma ad solemnitatem) (ej.: donación de inmuebles, para cuya validez el art. 633
CC requiere escritura pública). En algunos casos, el particular puede elegir una entre las varias
formas previstas legalmente (ej.: el testamento).
Los negocios no solemnes son válidos y eficaces cualquiera que sea la forma que adopten.
No se exige, con carácter esencial, una forma determinada. Constituyen la regla general en nuestro
Ordenamiento donde, como se ha señalado, rige el principio de libertad de forma.

5. Negocios familiares y patrimoniales

A) Negocios familiares
Los negocios familiares van dirigidos a constituir, modificar o extinguir relaciones
familiares (ej.: matrimonio, emancipación, reconocimiento de hijos, nombramiento de tutor).
Muchos afectan al estado civil de las personas, razón por la cual la autonomía de la voluntad tiene
en ellos un juego muy limitado. Otros, sin embargo, aunque inciden en una relación familiar tienen
trascendencia patrimonial, lo que justifica el mayor alcance que se reconoce a la autonomía
privada (ej.: las capitulaciones matrimoniales, arts. 1325 y 1328 CC).

B) Negocios patrimoniales
Los negocios patrimoniales tienden a constituir, modificar o extinguir relaciones jurídicas
valorables económicamente, ya sean relaciones jurídicas obligatorias (negocios obligacionales;
ej.: arrendamiento), reales (negocios reales; ej.: constitución de hipoteca) o vengan referidas a la
sucesión por causa de muerte (negocios sucesorios; ej.: aceptación de la herencia).
En atención a sus efectos, los negocios patrimoniales pueden ser dispositivos y
obligatorios. Los primeros provocan de manera inmediata la pérdida, gravamen o modificación
de un derecho (ej.: la renuncia a un derecho real por parte de su titular; la condonación de la
deuda, art. 1156 CC; la tradición). Los negocios obligatorios se limitan a generar una obligación
cuyo cumplimiento será determinante de la pérdida o gravamen del derecho (ej.: la celebración
del contrato de compraventa no transmite al comprador la propiedad del bien vendido, solamente
genera en el vendedor la obligación de entregar ese bien; art. 1445 CC).
Con fundamento en la finalidad perseguida, se distinguen los negocios de administración
(o de administración ordinaria) y los negocios que exceden de la administración (de
administración extraordinaria o de disposición). Los negocios de administración se orientan al
uso, goce y conservación de las cosas administradas, de acuerdo con el destino económico que

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les corresponda y sin comprometer su existencia o valor. Los negocios que exceden de la
administración son aquellos que se comprometen la titularidad, existencia o el valor de los bienes
por suponer su enajenación o la constitución de derechos reales (o equivalentes) que los gravan
(ej.: hipotecar una finca).
Hay, por otra parte, negocios de atribución patrimonial y negocios no atributivos.
Mediante los primeros se proporciona una ventaja económica a otra persona cuyo patrimonio se
enriquece al recibir un bien o derecho o al quedar liberado de una obligación o gravamen (ej.:
perdón de la deuda, la renuncia al usufructo por parte del usufructuario, la compraventa, la
donación). Los negocios no atributivos no provocan beneficio económico alguno en el patrimonio
de otra persona (ej.: abandono de una cosa mueble).
A su vez, los negocios de atribución patrimonial pueden ser onerosos y gratuitos
(lucrativos). Son onerosos cuando la ventaja que una parte recibe se ve compensada con una
contraprestación que ha de realizar a cambio, no siendo necesario que las respectivas ventajas o
prestaciones –la que se da y la que se recibe– sean objetivamente equivalentes; basta que las partes
las hayan considerado así (equivalencia subjetiva) (ej.: la compraventa, el arrendamiento). En los
negocios gratuitos, la ventaja o beneficio que proporciona una de las partes a la otra no encuentra
contrapartida que la compense (ej.: la donación, el comodato). Hay negocios que siempre, por
naturaleza, son onerosos (ej.: la compraventa), y negocios que, en todo caso, son gratuitos (ej.: la
donación); pero también existen negocios que pueden ser onerosos o gratuitos en función de la
voluntad de las partes, por ello se les llama neutros (ej.: el préstamo si se pacta con interés es
oneroso; en caso contrario, es gratuito, art. 1740 CC).

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Capítulo 23
Elementos del negocio jurídico (I)
Julia Ruiz-Rico Ruiz-Morón

SUMARIO: I. PERFECCIÓN Y EFICACIA DEL NEGOCIO JURÍDICO. II. ELEMENTOS ESENCIALES DEL
NEGOCIO. 1. La declaración de voluntad. A) Concepto y clases. B) Presupuestos. a) Capacidad en el sujeto. b) Ausencia
de vicios. c) Coincidencia de la voluntad y la declaración. C) Interpretación. 2. El objeto. 3. La causa. A) Concepto y
funciones. B) Requisitos de la causa. C) Negocios anómalos. a) Negocio simulado. b) Negocio fiduciario. c) Negocio en
fraude de ley. d) Negocio indirecto.

I. PERFECCIÓN Y EFICACIA DEL NEGOCIO JURÍDICO


Con el término perfección se hace referencia al nacimiento o existencia del negocio y
tiene lugar cuando concurren todos los elementos necesarios a tal fin y se ha observado, en su
caso, la forma exigida al respecto. Que el negocio sea perfecto, por reunir los elementos de
formación imprescindibles, no significa, como consecuencia necesaria, que sea eficaz. Para que
un negocio produzca los efectos que le corresponden es preciso, en muchos casos, que se den los
que se denominan presupuestos de eficacia, cuyo origen puede estar en la voluntad privada o en
un precepto legal que así los establece (ej.: el cumplimiento de la condición a la que el donante
sometió la donación, cuando se hizo, determina la eficacia de ésta; la celebración del matrimonio
es, en base al art. 1334 CC, presupuesto necesario para la eficacia de las capitulaciones otorgadas
con anterioridad). Entre tanto, sólo es posible una eficacia meramente conservativa que prevé la
ley, en determinados ámbitos, con la idea de asegurar los que son efectos propios o principales
del acto celebrado (ej.: art. 1121 CC).
La doctrina tradicionalmente ha venido distinguiendo, dentro de los que denomina
elementos del negocio, tres clases: esenciales, naturales y accidentales. Sin embargo, y aunque
todavía se mantenga a efectos expositivos, es ésta una clasificación escasamente operativa y
objeto de justificadas críticas, sobre todo por la confusión de conceptos que hay en su base. A ello
hay que añadir las discrepancias existentes a la hora de precisar cuáles son los elementos que
integran cada uno de los grupos previamente definidos.
Se consideran elementos esenciales aquellos sin los cuales el negocio no nace. Dado que
la ley exige para la perfección de determinados negocios elementos que no son necesarios en
otros, se distinguen, dentro de los elementos esenciales, los especiales o propios de cada tipo de
negocio (ej.: el precio cierto y la cosa determinada en la compraventa) y los generales o comunes
a todos los negocios, entre los que se incluyen la declaración de voluntad, el único unánimemente
admitido, el objeto y la causa.
Se definen los elementos naturales como los que acompañan normalmente al negocio
pero pueden ser suprimidos por voluntad de quienes lo celebran. Aunque se les califique de
elementos, en realidad no lo son. Como señala DE CASTRO, son efectos atribuidos a un negocio
concreto por normas dispositivas (ej.: arts. 1475 y 1485 CC). Por esta razón, precisamente, se dan
siempre que las partes no los excluyan de manera expresa.
Tampoco es correcta la terminología en el caso de los llamados elementos accidentales:
aquéllos que las partes añaden voluntariamente, adquiriendo carácter esencial sólo en el concreto
negocio al que se unen. A este grupo pertenecen la condición, el término y el modo. Ciertamente
son accidentales pues dependen de que las partes los incorporen en el caso concreto. Sin embargo,
no son elementos del negocio sino presupuestos para que éste despliegue la eficacia que le es

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propia (ej.: el negocio sujeto a condición es perfecto desde que se celebra, lo único que queda
pendiente del cumplimiento de la condición es la eficacia de ese negocio).

II. ELEMENTOS ESENCIALES DEL NEGOCIO

1. La declaración de voluntad

A) Concepto y clases
La declaración de voluntad, para un sector de la doctrina el único elemento esencial en el
negocio jurídico, es la conducta por la que el sujeto exterioriza lo querido (ALBALDEJO). Está
llamada a patentizar la reglamentación que el agente quiere para sus intereses y es determinante
en cuanto a la producción de los efectos jurídicos. El Derecho, previa valoración del propósito
perseguido, atribuye al acto realizado las consecuencias que se corresponden con la voluntad
declarada. De ahí la importancia de que la declaración refleje la verdadera voluntad del declarante
y, también, que haya existido voluntariedad y consciencia en cuanto al acto mismo de declarar.
Aunque toda declaración de voluntad se realiza para que sea conocida por sujetos distintos
del declarante, hay algunas, llamadas recepticias, que van dirigidas a destinatarios determinados
y han de emitirse de manera que lleguen a su conocimiento (ej.: la aceptación de la oferta de
contrato); otras, sin embargo, las no recepticias, no es necesario que estén dirigidas ni sean
recibidas por nadie en particular (ej.: la aceptación de la herencia). Esta distinción es importante
a los efectos de la perfección de la declaración de voluntad que puede ser también, o no,
perfección del negocio. Mientras las declaraciones no recepticias se perfeccionan cuando se
emiten, las recepticias, para conseguir ese resultado, han de llegar a conocimiento de su
destinatario.
Desde una perspectiva diferente se distinguen las declaraciones expresas, tácitas y
presuntas.
Es expresa la declaración cuando el sujeto utiliza medios que son idóneos, en sí mismos,
para exteriorizar una voluntad (la palabra, el escrito…) (ej.: aceptación de la herencia hecha en
documento público o privado). La declaración tácita –que nuestro Ordenamiento excluye del
ámbito de determinados negocios (ej.: matrimonio, fianza, testamento)– resulta de un
comportamiento o conducta que refleja inequívocamente una determinada voluntad en quien lo
adopta (ej.: el llamado a una herencia que cobra créditos hereditarios o interpone demanda relativa
a bienes relictos, STS 15-6-1982). La declaración presunta aparece cuando la ley deduce de una
conducta observada por el sujeto una determinada voluntad, admitiendo la posibilidad de
demostrar que no se tuvo realmente la voluntad que la ley presume (ej.: arts. 1188 y 1189).
En unas ocasiones como manifestación tácita y otras como expresa, se ha admitido el
valor jurídico del silencio. El TS, que se ha ocupado de la cuestión en numerosas sentencias,
niega, en principio, que el silencio valga como declaración de voluntad, insistiendo en su carácter
meramente negativo («el silencio absoluto no es productor de efectos jurídicos», STS 28-6-1993).
Mantiene, no obstante, que el silencio adquiere relevancia jurídica cuando de antemano es tenido
en cuenta por la Ley para asignarle un cierto efecto, bien sea procesal (confesión judicial) o
sustantivo (tácita reconducción, elevación de renta arrendaticia), o cuando la voluntad de las
partes se lo reconoce o concede previamente. También ha señalado que cuando el modo corriente
y usual de proceder implica el deber de hablar, si el que puede y debe hablar no lo hace, se ha de

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reputar que consiente en aras de la buena fe (SSTS 24-11-1943, 24-1-1957, 14-6-1963, 29-1-
1965, 12-6-1987, 6-4-1989, 19-12-1990, 28-6-1993, 22-11-1994).

B) Presupuestos

a) Capacidad en el sujeto
En el negocio jurídico, como acto de autonomía privada que es, la voluntad del sujeto (o
sujetos) está llamada a desempeñar una función de especial relevancia jurídica. No es de extrañar,
pues, que se exija, para su validez y eficacia, que quienes manifiestan una voluntad negocial
reúnan, al hacerlo, las condiciones psíquicas necesarias para comprender el significado y alcance
de su actuación (capacidad natural de entender y querer). Además, han de poseer la capacidad de
obrar que se requiera legalmente para el concreto negocio que celebran, completada en su caso
con la asistencia o consentimiento de quien deba prestarlo con arreglo a la ley (v. arts. 323 y 324
CC). Faltando tal capacidad, el negocio sólo es válido si lo realiza el representante legal.
Igualmente, la validez del negocio jurídico exige que los sujetos no estén afectados por una
prohibición legal que les impida llevar a efecto el acto que se proponen (ej.: art. 1459 CC).

b) Ausencia de vicios
Para que el negocio jurídico desarrolle adecuadamente la función que le está
encomendada es imprescindible que el proceso de formación de la voluntad que lo integra culmine
sin la intervención de elementos extraños perturbadores y esté guiado por un conocimiento exacto
de la realidad. Mal servicio prestaría el negocio a la autonomía privada si se admitiera, en su base,
una voluntad que no se ha gestado libre y correctamente. En nuestro Ordenamiento, cuando la
voluntad se ha formado viciadamente, el negocio, una vez acreditado el vicio concurrente, es
inválido (v. arts. 73, 673, 674, 1265, 1300, 1301 CC).
Los vicios que pueden afectar, en general, la voluntad negocial son cuatro:
1º) Intimidación
La intimidación (o violencia moral) existe cuando, para obtener la declaración de
voluntad de un sujeto, se le amenaza injustamente con la producción de un mal que actúa de modo
decisivo en el proceso formativo de su decisión de negociar. Existe, pues, voluntad negocial pero
no una voluntad libremente formada. La libertad del intimidado deviene nominal cuando se le
coloca ante la necesidad de elegir entre dos extremos, uno de los cuales es un mal tan grave que
resulta prácticamente inelegible (DE CASTRO).
El CC ofrece el concepto legal de intimidación al regular los contratos en el art. 1267.2º.
No obstante, su alcance es mucho más amplio, actuando como vicio de la voluntad en todos los
negocios jurídicos, bilaterales y unilaterales.
Señala el art. 1267.2º CC que hay intimidación «cuando se inspira a uno de los
contratantes el temor racional y fundado de sufrir un mal inminente y grave en su persona o bienes,
o en la persona o bienes de su cónyuge, descendientes o ascendientes».
2º) Violencia física
La violencia física supone una situación de fuerza frente a la que el sujeto no se puede
resistir quedando afectada profundamente, o eliminada, su libertad de decisión. Hay violencia –

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señala el art. 1267.1º CC– «cuando para arrancar el consentimiento se emplea una fuerza
irresistible».
Aparte de ser operativa la violencia en el ámbito contractual, al que se refieren
directamente los arts. 1267 y 1301 CC, también está prevista, de manera expresa, respecto del
testamento (art. 673 CC) y hay que admitirla como causa de invalidez de cualquier tipo de negocio
jurídico.
La violencia, como la intimidación, puede proceder de un tercero o de una de las partes
del negocio que la emplea para forzar la declaración de la otra (art. 1268 CC). En cualquier caso,
una vez acreditada por quien la alegue, determina la invalidez del acto negocial (art. 1265 CC).
3º) Error propio (error vicio)
En el error propio, la voluntad se forma sobre la base de un conocimiento falso o
defectuoso de la realidad, que es lo que lleva al sujeto que lo padece a emitir una declaración
negocial –coincidente con su voluntad interna– que de otro modo no hubiera realizado (ej.: se
lega en testamento una cosa ajena creyéndola propia).
El error es de hecho cuando está provocado por el falso conocimiento de la realidad
fáctica (ej.: se vende como bisutería un collar de finas perlas). Es de Derecho el que viene
motivado por el desconocimiento (o inexacto conocimiento) del contenido, existencia o
interpretación de una norma jurídica (v. art. 6.1.2º CC) (ej.: se adquiere un solar creyendo que se
puede construir en él cuando está clasificado como no edificable según las normas urbanísticas).
Atendiendo a la circunstancia concreta sobre la que recae, el error puede ser de muy
diversas clases: error in substantia (afecta a la materia, sustancia, atributos o cualidades esenciales
de las cosas), error in quantitate (en la cantidad, dimensiones o precio), error de cálculo, error en
las cualidades de la persona, error in negotio (en cuanto al contenido, naturaleza, efectos del acto
que se celebra) o, incluso, error en los motivos determinantes de la actuación negocial.
No todo error es susceptible de provocar la invalidez del negocio. No lo es, en ningún
caso, el simple error de cálculo que se comete al transcribir una cifra o realizar una operación
aritmética; como señala el art. 1266.3, «sólo dará lugar a su corrección». Tampoco lo es, como
norma general, el error en los motivos, entendiendo por tal el que incide en las razones personales
o subjetivas que inducen a emitir una declaración negocial; excepcionalmente, tiene trascendencia
el que se produce en el ámbito testamentario en cuanto a la institución de heredero o al
nombramiento de legatario se refiere (v. art. 767 CC).
La jurisprudencia, basándose principalmente en la regulación legal concreta de las
diferentes figuras negociales, señala las circunstancias que hacen al error relevante en orden a la
invalidez del negocio celebrado. Estas circunstancias, que ponen de manifiesto el carácter
excepcional que se atribuye al error, son las siguientes (STS 14-6-1943, 30-9-1963, 27-10-1964,
12-2-1979, 9-10-1981, 14-2-1994, 18-2-1994, 28-9-1996):
– Esencialidad: es necesario que el error padecido haya sido la causa determinante de la
declaración de voluntad (arts. 73.4º, 767, 1266.1 y 2 CC).
Para valorar la esencialidad se adopta un criterio subjetivo, admitiéndose la relevancia
del error que recae en circunstancias o datos que han sido decisivos para el concreto declarante,
aunque no lo hubieran sido para la generalidad de las personas en una situación igual.
– Excusabilidad o inevitabilidad del error por parte de quien lo padece: es excusable el
error que no se puede evitar empleando una diligencia normal o regular, atendidas las
circunstancias de toda índole concurrentes. La consecuencia que el CC atribuye al error –la

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invalidez del negocio– sólo encuentra justificación si éste no es imputable a la persona que en él
incurre. En otro caso, aunque exista carece de alcance invalidatorio (ej.: el marchante, perito en
la materia, que compra un cuadro como del pintor Sorolla, que resulta ser una falsificación).
La prueba de la existencia del error, y de la concurrencia de los requisitos que lo hacen
relevante en cuanto a la invalidez del negocio, corresponde hacerla a quien lo alega.
4º) Dolo
En el marco de la voluntad negocial, dolo equivale a error provocado en una persona a
través del comportamiento engañoso e intencionado de otra, que lleva a aquélla a celebrar un
negocio que de otro modo no hubiera concluido. Existe dolo, conforme al art. 1269 CC, «cuando
con palabras o maquinaciones insidiosas de parte de uno de los contratantes, es inducido el otro
a celebrar un contrato que, sin ellas, no hubiera hecho».
Para la existencia de dolo, y la consiguiente invalidez del negocio, han de concurrir varios
requisitos (v. STS 22-1-1988 y 29-3-1994):
– Conducta insidiosa o engañosa (elemento externo u objetivo) que induce a una falsa
representación de la realidad. Puede consistir en una actuación positiva o negativa.
– Intención o ánimo de engañar (animus decipiendi, elemento subjetivo) para provocar la
declaración de voluntad. No es necesario el propósito de causar daño.
– La conducta engañosa ha de ser la causa determinante de la declaración de voluntad.
No tiene carácter determinante el dolo incidental. En este caso, el comportamiento engañoso no
influye en la decisión de concluir el acto negocial, que ya había adoptado el sujeto que lo padece,
pero sí lleva a negociar en condiciones distintas (más onerosas) de las que se hubieren dado caso
de no mediar el engaño (v. STS 16-12-1975, 21-6 y 30-12-1978, 4-12-1990). Por esta razón, el
dolo incidental no ocasiona la invalidez del negocio, sólo obliga a quien lo empleó a indemnizar
daños y perjuicios (art. 1270 CC).
Ha declarado la jurisprudencia que cuando se denuncia la existencia de dolo es
absolutamente indispensable suministrar la prueba de la alegación; la cual es misión exclusiva de
los Tribunales de justicia apreciar y valorar (STS 31-3-1966, 28-1-1969, 11-5-1993, entre otras).

c) Coincidencia de la voluntad y la declaración


El negocio jurídico es un medio que el Derecho pone a disposición de los particulares
para que éstos, según los dictados de su voluntad, regulen los intereses que les son propios.
Imprescindible es, pues, que los sujetos manifiesten cuál es su voluntad. La declaración permite
conocer el querer del sujeto y valorar sus propósitos de manera que, si no hay contravención de
los límites de la autonomía privada, se produzcan los efectos apetecidos. Si es cierto, como ha
quedado de manifiesto, que la voluntad necesita de la declaración, también lo es que lo que el
sujeto declare querer debe coincidir con lo que verdaderamente quiere. La discrepancia entre
voluntad (voluntad interna) y declaración (voluntad declarada) plantea el delicado problema de
decidir el valor respectivo de una y otra, como paso previo imprescindible para determinar la
validez o invalidez del negocio que se ha celebrado sobre la base de una declaración que no
coincide con la voluntad real del declarante.
Doctrinalmente, se han formulado diversas teorías para resolver los supuestos de
discrepancia entre voluntad y declaración.

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Para la llamada teoría voluntarista, cuyo origen está en SAVIGNY, la voluntad (interna,
real) es lo único importante y eficaz; aunque la declaración, en cuanto comportamiento por el que
se exterioriza la voluntad, es elemento consustancial al negocio, su valor es relativo comparándolo
con el que tiene la voluntad. Por ello, discrepando voluntad y declaración, debe prevalecer la
primera, lo que implica la invalidez (nulidad) del negocio que no se corresponde con la voluntad
real del sujeto.
Para la teoría declaracionista, surgida con posterioridad, debe prevalecer la declaración
del sujeto por exigencias de la seguridad del tráfico, principalmente. La voluntad declarada es la
única que ha podido ser conocida. La voluntad interna, en cuanto que no ha trascendido al exterior,
debe ser inoperante. Resultado de este planteamiento es la validez del negocio celebrado, aunque
la declaración que le da vida no recoja fielmente la voluntad del declarante.
Como teorías intermedias que tratan de ofrecer soluciones atendiendo a los diferentes
intereses en juego se han formulado, entre otras, la teoría de la responsabilidad y la teoría de la
confianza. La primera, matizando la teoría voluntarista, defiende que cuando la divergencia entre
declaración y voluntad se debe a dolo o culpa del declarante, éste, como responsable, debe sufrir
las consecuencias de su actuación; el negocio, en definitiva, debe mantenerse en tal hipótesis
aunque no se corresponda con lo efectivamente querido. La teoría de la confianza, por su parte,
mantiene que, para quien recibe una declaración no coincidente con la voluntad del declarante,
valdrá el contenido de la declaración salvo si el destinatario conocía o tenía que conocer lo
inexacto de la declaración.
Actualmente, los problemas que plantea la desconexión entre voluntad y declaración, a
falta de regulación legal concreta, se solucionan, a nivel doctrinal, utilizando lo que de
aprovechable tienen las distintas teorías que se han venido manteniendo. En esa línea, y sin
perjuicio de las peculiaridades que puedan presentar determinados negocios, se formula la regla
básica según la cual el negocio sólo es válido cuando coincidan la voluntad real con la declaración
externa; excepcionalmente, será válido el negocio, pese a no darse la coincidencia requerida,
cuando la discrepancia se ha producido por culpa del declarante (principio de la responsabilidad)
y siempre que los destinatarios de la declaración hayan confiado razonablemente en la regularidad
de ésta (principio de la confianza). Ésta es también la tesis que sostiene el TS (STS 23-5-1935,
27-10-1951, 13-3-1952, 16-11-1956, 1-12-1959, 14-5-1968, 24-6-1969, 5-3-1975).
En la práctica, son varios los supuestos de desconexión o discrepancia que se pueden
presentar:
Uno de ellos, la reserva mental, supone una divergencia consciente, buscada de propósito
con el fin de engañar, entre voluntad y declaración. El sujeto quiere declarar lo que declara pero
no quiere realmente los efectos que se ligan a su declaración; en definitiva, excluye, en su fuero
interno, los efectos o alguno de los efectos del negocio jurídico que celebra. Aplicando las reglas
antes mencionadas –principio de responsabilidad del declarante y principio de confianza de los
destinatarios o terceros– la declaración con reserva mental vincula al declarante tal y como la ha
formulado y, en consecuencia, es válido el negocio celebrado. Sin embargo, cuando la reserva
mental es conocida por el destinatario de la declaración, o persona a la que afecta, el negocio será
inválido.
La declaración no hecha en serio es, como el anterior, un supuesto de divergencia
consciente entre voluntad y declaración. El sujeto emite una declaración sin una seria voluntad de
quedar vinculado por ella. No lo hace con fin de engaño, sino sobre la base de que esa falta de
seriedad va a ser advertida por los destinatarios o terceros. Esta declaración de voluntad,
considerando ahora también el principio de responsabilidad y el de confianza, no genera un
negocio válido. No obstante, la solución puede ser diferente en aquellos supuestos –poco

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probables ciertamente– en los que la declaración, por las circunstancias concurrentes, ha suscitado
la confianza ajena; el principio de responsabilidad lleva a admitir, según algunos autores (entre
ellos, ALBALADEJO), la validez de la declaración, mientras que otros (DÍEZ-PICAZO y
GULLÓN) entienden que la declaración es inválida, si bien el declarante tiene el deber de
indemnizar por daños y perjuicios.
El error obstativo (error impropio), a diferencia de los anteriores supuestos de
desconexión, es una divergencia inconsciente entre voluntad y declaración. El sujeto, cuya
voluntad se ha formado sobre la base de un conocimiento exacto de la realidad, emite una
declaración que no refleja su voluntad real o es inadecuada para expresarla. La aplicación de las
reglas propias de la discrepancia entre voluntad y declaración –el CC no contiene normas
específicas relativas al error obstativo– determina la invalidez (nulidad) del negocio celebrado
sobre la base de una declaración que no se corresponde con la voluntad real del declarante, salvo
que el negocio deba mantenerse para proteger la confianza legítimamente generada en la otra
parte del negocio.
En cualquier caso, como señala el TS, la divergencia ha de ser probada por quien la
afirme, ya que si no se prueba se considerará la voluntad declarada como coincidente con la
voluntad real.

C) Interpretación
Interpretar la declaración negocial equivale a precisar el sentido que se le ha de atribuir.
Es una tarea de gran trascendencia puesto que la voluntad que en la declaración se contiene, y
cuyo significado en definitiva se fija a través de la interpretación, constituye el fundamento de
negocio jurídico y la justificación de sus efectos. Es, además, una operación necesaria en todo
caso, y especialmente difícil cuando la declaración emitida admite varios sentidos como posibles.
El CC dedica a la interpretación el art. 675, referido al testamento, y los arts. 1281 a 1289,
relativos a los contratos. Dichas normas, concretamente las previstas para la interpretación de los
contratos, se consideran aplicables a otros negocios jurídicos inter vivos, con las adaptaciones que
requiera cada uno de éstos. Actualmente está superada la posición que veía en las normas legales
de interpretación simples consejos dirigidos al intérprete, carentes por tanto de valor vinculante,
que estaban llamados a desempeñar una mera función auxiliar. Doctrina y jurisprudencia no dudan
en considerarlas auténticas normas jurídicas que han de ser observadas por el juzgador en el
proceso interpretativo (v. art. 1692 LEC). Dichas normas, sin embargo, no vinculan a las partes
del negocio jurídico cuando son éstas las que, de común acuerdo, fijan el sentido que se ha de dar
a sus declaraciones de voluntad (interpretación auténtica), quedando siempre a salvo los intereses
de terceros.
Son dos los posibles criterios que pueden presidir la tarea de interpretación propiamente
dicha. Uno, el criterio subjetivo (interpretación subjetiva), según el cual se ha de atender a la
intención o voluntad del autor del negocio. El otro, el objetivo (interpretación objetiva), da
relevancia al significado que la declaración tenga según la opinión del tráfico y en el que ha
podido confiar legítimamente el destinatario de la declaración. En nuestro Derecho, las normas
legales en materia de interpretación permiten afirmar que la actividad interpretativa se ha de
orientar a la investigación de la intención o propósito del agente (en el caso de los contratos, la
intención común de las partes, y en el testamento, la voluntad del testador (v. arts. 675.1, 1281,
1283), pero sin dejar de considerar el significado objetivo de la declaración, especialmente en los
negocios bilaterales (v. arts. 1282, 1285, 1286, 1287 CC). Aplicando los principios de la
responsabilidad y la confianza, afirma ALBALADEJO, cuando una declaración tenga
determinado sentido, según la opinión del tráfico, y los demás hayan confiado razonablemente en

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que éste fue el que le dio el sujeto, que provocó dicha creencia por utilizar culpablemente
expresiones inadecuadas, prevalecerá tal sentido sobre el que quiso expresar el declarante. A la
misma solución lleva el principio de la buena fe con el que está muy conectada la norma del art.
1288: «La interpretación de las cláusulas oscuras de un contrato no deberá favorecer a la parte
que hubiese ocasionado la oscuridad».
El objeto de la interpretación es siempre la declaración de voluntad. Los medios o
elementos a utilizar en el proceso interpretativo son diversos; entre otros: el literal, de importancia
decisiva cuando las palabras empleadas reflejen sin duda alguna el propósito del declarante (v.
art. 675.1 y 1281); el sistemático, que lleva a la valoración de lo que resulte del conjunto de las
cláusulas negociales (v. art. 1285 CC); el teleológico, representado por el fin perseguido a través
del negocio; el lógico (v. art. 1284 y 1286 CC); y los actos coetáneos y posteriores a la declaración
(v. art. 1282). La utilización de los medios propuestos permitirá, en la mayoría de los casos,
conocer la intención de los declarantes. De no ser posible, el negocio –o la cláusula concreta–
será nulo (v. art. 1289.2 CC).

2. El objeto
Objeto del negocio jurídico, aunque es éste un término que se utiliza legal y
doctrinalmente con distintos significados, es la materia sobre la que el negocio incide o, como
apunta ALBALADEJO, los bienes, utilidades, intereses o relaciones sobre los que recae la
voluntad negocial.
De los preceptos que el CC dedica al contrato en general, a los diferentes contratos en
particular y al testamento, se deducen los que se consideran requisitos del objeto del negocio cuya
falta determina la invalidez de éste (entre otros, arts. 1261, 1271-1273, 1305, 659, 865, 869, 875,
1445, 1447, 1449). Son éstos la posibilidad (existencia actual o previsible), la licitud y la
determinación o determinabilidad. El significado y alcance concretos de cada uno de estos
requisitos varía en función, principalmente, del tipo de negocio.

3. La causa

A) Concepto y funciones
La causa constituye una de las cuestiones más oscuras y discutidas del Derecho Civil. No
sólo se cuestiona la noción misma de la causa y su carácter de elemento esencial, sino que tampoco
existe unanimidad acerca de aquello de lo que se haya de predicar la causa (¿causa del negocio?
¿Causa del contrato? ¿Causa de la obligación? ¿Causa de la atribución patrimonial?). Conviene
recordar ahora que los Códigos civiles, con alguna excepción, no contienen preceptos que
disciplinen, en cuanto tal, el negocio jurídico. El concepto y la teoría del negocio jurídico ha sido
una construcción de la dogmática jurídica a la que se ha llegado a través de un proceso de
abstracción proyectado sobre las concretas figuras negociales que sí son objeto de regulación
particularizada (contratos, testamentos, etc.). La circunstancia de que los textos legales, en
especial el CC español, se ocupen solamente de la causa del contrato (arts. 1271-1273 CC) y, en
cierto aspecto, pero con un significado diferente, de la causa en el testamento (v. art. 767 CC),
omitiendo la referencia a este elemento en otros negocios típicos, fomenta la inseguridad reinante
y justifica sobradamente las diversas concepciones existentes al respecto.

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Un amplio sector de la doctrina reconoce la utilidad e independencia de la causa como
elemento del negocio jurídico. No obstante, dentro de esta posición causalista, son varias las
direcciones que se siguen a la hora de explicar el significado de la causa:
La concepción objetiva mantiene una tajante separación entre causa del negocio y fines
concretos perseguidos con él. A partir de ahí, la causa se define como el fin práctico o la función
práctico-social o la función jurídica que caracteriza el negocio (ej.: en toda compraventa, la
función de intercambio de cosa por precio) (SCIALOJA, BETTI, CARIOTA FERRARA,
SANTORO PASSARELLI). De esta función o fin práctico se sirve el Derecho –cuando su
relevancia en orden a la satisfacción de necesidades privadas lo aconseja– para diseñar los tipos
negociales que van a ser objeto de disciplina legal específica (negocios típicos). Igualmente
resulta útil, en especial respecto de los negocios atípicos, para dispensar o no tutela jurídica al
acto de autonomía privada.
La concepción subjetiva, por el contrario, integra el concepto de causa con los móviles
particulares de la actuación privada. En esta posición, la causa, esencialmente variable de un
negocio a otro aunque pertenezcan al mismo tipo, se identifica con el fin singular y concreto que
se pretende con la celebración de un determinado negocio (CAPITANT, BONECASSE,
JOSSERAND) (ej.: se puede donar una cantidad de dinero para favorecer al donatario
simplemente, o como recompensa por haber salvado la vida al donante, o para conseguir de él
que, como padre biológico, preste el asentimiento en orden a la adopción del hijo).
Una y otra concepción, puestas en contacto con la ordenación legal, resultan incompletas.
La concepción objetiva olvida que uno de los requisitos que se exigen para la validez del negocio,
a nivel de textos legales, es la licitud de la causa, calificación ésta que sólo se puede comprobar
atendiendo al propósito de las partes; entendida la causa como lo hace la concepción objetiva, no
existiría la posibilidad de negocios con causa ilícita. La concepción subjetiva olvida, por su parte,
que los textos legales declaran la nulidad del negocio carente de causa; contemplado la causa
solamente como motivación psicológica –apunta DE CASTRO– no habrá negocio sin causa, ya
que hasta el loco actúa impulsado por unos motivos determinados.
La superación de los inconvenientes apuntados se ha intentado por la vía de combinar las
dos dimensiones de la causa. La causa, en esta tercera concepción que algunos denominan
unitaria, es entendida también como fin objetivo del negocio, pero puesto en contacto con el
resultado específico perseguido. Al fin objetivo al que el negocio en abstracto se orienta, los
particulares, en uso de su autonomía de la voluntad, pueden incorporar, causalizándolos, los fines
subjetivos concretos que esperan alcanzar con él; para ello basta atribuirles carácter determinante
al tiempo de la celebración del negocio. Por esta vía, si los motivos causalizados son ilícitos, el
negocio es inválido; y si se frustran, siendo ilícitos, el negocio pierde la razón de ser (DE
CASTRO, ALBALADEJO).
Así entendida, la causa cumple varias funciones:
– La causa delimita los tipos negociales permitiendo seleccionar la normativa aplicable,
directamente o por analogía.
– La causa es útil para distinguir los negocios lícitos de los que no lo son, e impedir, en
este último caso, que se consigan los efectos perseguidos.
– La causa actúa en la base misma del negocio determinando su vigencia y eficacia.

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B) Requisitos de la causa
Para que el negocio sea válido y produzca los efectos que se persiguen con su realización,
la causa ha de reunir tres requisitos que se obtienen de la regulación que el CC ofrece en materia
de contratos (art. 1275-1277).
En primer lugar, la causa ha de existir. Un negocio sin causa no produce efecto alguno;
es nulo (art. 1275 CC) (ej.: compraventa aparente o simulada, sin intercambio de cosa por precio).
La causa se presume existente, aunque no se exprese cuál es, mientras no se pruebe lo contrario
(art. 1277).
En segundo lugar, la causa ha de ser verdadera. La expresión de una causa falsa dará lugar
a la nulidad, si no se probase que el negocio está fundado en otra verdadera y lícita (art. 1276 CC)
(ej.: compraventa que encubre una donación; la compraventa –causa falsa– será nula pero puede
ser válida la donación).
En tercer lugar, la causa ha de ser lícita, lo que se presume mientras no se demuestre lo
contrario. Es ilícita la causa –y el negocio nulo– cuando se opone a las leyes o a la moral (art.
1275 CC) (ej.: promesa de pago de una cantidad por no denunciar un delito).

C) Negocios anómalos

a) Negocio simulado
Existe simulación cuando se aparenta la celebración de un negocio jurídico que en la
realidad no se concluye, ocultado los interesados su verdadero propósito. La intención de engañar
a los terceros es nota característica de la simulación, que sin embargo no requiere para su
existencia, aunque frecuentemente también concurra, una finalidad ilícita o fraudulenta (ej.: se
puede simular la compra de una finca por simple ostentación; pero también se puede aparentar
que se compra, cuando en realidad se adquiere vía donación, por motivos fiscales).
La simulación presupone un acuerdo (acuerdo simulatorio, declaración interna) entre las
partes que celebran el negocio (aparente), o entre el declarante y el destinatario de la declaración
(recepticia) si se trata de un negocio unilateral, mediante el cual se determina que lo declarado
externamente no es en realidad lo querido. Este acuerdo simulatorio hace que sea falsa o fingida
la causa declarada en el negocio simulado (DE CASTRO).
Parte de la doctrina caracteriza, no obstante, la simulación como un supuesto de
divergencia consciente entre declaración y voluntad (ALBALADEJO, CASTÁN, GARCÍA
VALDECASAS), alejándola así del marco de la causa del negocio.
La conexión de la simulación con la causa, aun siendo la posición mayoritariamente
seguida, dificulta la posibilidad de admitir, como supuestos de simulación, aquellos casos en los
que se oculta, bajo una apariencia distinta, es un aspecto o elemento concreto del negocio (objeto,
sujeto…), y a los que el propio CC les da ese tratamiento (v. arts. 628, 755, 1459).
El CC, confirmando el tratamiento de la simulación como vicio de la causa, señala en el
art. 1276 que «la expresión de una causa falsa en los contratos dará lugar a la nulidad, si no se
probase que estaban fundados en otra verdadera y lícita». Al amparo de este precepto, se
distinguen dos clases de simulación con efectos distintos: absoluta y relativa:
– En la simulación absoluta se crea la apariencia de un negocio, resultando en realidad
que ni se quiso dar vida a ese negocio ni a ningún otro (ej.: se otorga escritura pública de

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venta en la que el vendedor declara haber recibido el precio de la finca, precio que en
realidad ni se ha pagado ni se pagará nunca, pues las partes están de acuerdo en que la
finca siga siendo propiedad del que aparece como vendedor en el documento público). El
negocio simulado absolutamente, en cuanto carente de causa, es nulo (art. 1261.3º, 1275
y 1276 CC).
– En la simulación relativa, se aparenta la celebración de un negocio, llevando a cabo en
realidad otro distinto que permanece oculto (ej.: se otorga escritura pública de venta en la
que el vendedor declara haber recibido el precio del bien, precio que no se ha pagado
porque las partes están de acuerdo en que sea una donación). En estos supuestos, bajo el
negocio simulado o aparente (en el ej. anterior, la compraventa), inexistente por falta de
causa, hay un negocio disimulado (en el ej. anterior, la donación) que será válido siempre
que, demostrado que tiene una causa verdadera y lícita, reúna todos los elementos y
requisitos que les son propios con arreglo a la ley (v. art. 1276 CC). También se considera
simulación relativa –con la consecuencia de ser válido el negocio celebrado, pero tal y
como se quiso realmente– la que afecta, no al negocio en sí, sino a algún elemento o
aspecto del mismo.
La simulación –absoluta o relativa– crea una falsa apariencia que puede ser atacada,
mediante el ejercicio de la correspondiente acción y aportando las pruebas pertinentes, por los
propios simulantes, sus herederos y cualquier persona que acredite un interés legítimo que pueda
resultar lesionado como consecuencia de la simulación (ej.: legitimarios, acreedores…) (STS 23-
7-1993, 17-10-1995). Caso de apreciar la existencia de simulación, el tribunal declarará la nulidad
radical del negocio simulado que acompañará –si es relativa la simulación y se comprueba la
concurrencia de los requisitos que para el negocio disimulado exige la ley– de la declaración de
validez de este último. La acción de simulación, en cualquier caso, es imprescriptible.
La declaración de nulidad del negocio simulado no puede perjudicar a los terceros de
buena fe que, confiando en la apariencia que se creó con aquél, hayan efectuado alguna
adquisición (ej.: el que adquiere a título oneroso un bien de manos de quien aparecía como su
propietario sin serlo en realidad por haberlo comprado éste simuladamente). Así lo mantienen
doctrina y jurisprudencia amparándose en los principios generales que protegen la apariencia
(STS 27-10-1951, 14-2-1963).

b) Negocio fiduciario
Aparece esta figura cuando las partes eligen, para el fin práctico que pretenden, un
negocio cuyos efectos jurídicos –como ellas saben– exceden de aquel fin. Hay, por tanto,
desproporción entre el medio que se emplea y el fin que se persigue. Por virtud del negocio
fiduciario, el fiduciante transfiere un bien o derecho al fiduciario quien se convierte en su titular,
pero el fiduciario, aun convertido en titular, se obliga a usar del bien o derecho transmitido sólo
en la medida marcada por el fin práctico buscado por las partes, cuya obtención determinará la
restitución de ese bien o derecho a su primitivo titular. Se suele poner como ejemplo de negocio
fiduciario la venta en garantía: el solicitante de un préstamo accede a vender una finca al
prestamista, en garantía de la devolución del préstamo que recibe, obligándose el prestamista a
restituir –retransmitir, en realidad– la finca tan pronto como le sea devuelta la cantidad prestada.
Es evidente que el fin práctico querido por los contratantes –el de garantía– se podía haber
conseguido sin necesidad de acudir al negocio de venta de la finca; habría bastado, a tal efecto,
con hipotecarla.
El negocio fiduciario es un negocio basada en la confianza que el fiduciario inspira al
fiduciante (transmitente); esa confianza es la que lleva al fiduciante a esperar que el fiduciario no

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hará nada –mientras es titular– que impida la posterior retransmisión del bien o derecho que él ha
adquirido con la obligación de restitución (por ej.: enajenar a tercero la finca que se ha recibido
por la vía de una venta en garantía).
La llamada teoría del doble efecto, surgida en el seno de la doctrina alemana a finales del
siglo XIX y a cuya difusión contribuyó eficazmente la doctrina italiana (FERRARA), considera
al negocio fiduciario como el resultado de la confluencia de dos negocios distintos e
independientes: uno real de atribución patrimonial y eficacia erga omnes, por virtud del cual el
fiduciante transmite la titularidad de una cosa o derecho de modo definitivo al fiduciario que será,
a partir de ese momento, el nuevo dueño o titular frente a todos, incluido el fiduciante. El otro
negocio concurrente, de carácter obligatorio, es eficaz inter partes y constriñe al fiduciario a
actuar, en relación a la titularidad recibida, de acuerdo con el fin (de garantía, administración o
gestión) convenido por las partes, lo que implica usar del bien o derecho de modo que no se
impida su recuperación por el fiduciante, debiendo indemnizar a éste, en otro caso, los daños y
perjuicios sufridos. Así entendido el negocio fiduciario, se puede mantener su validez, sin muchos
problemas, en aquellos Derechos, como el alemán, que admiten los negocios abstractos; sin
embargo, en los que adoptan un sistema causalista, como el nuestro (v. art. 1261, 1274 CC), el
negocio fiduciario encuentra un obstáculo insalvable: el negocio de transmisión patrimonial que
lo integra aparece desprovisto de una causa suficiente que lo justifique.
Un segundo intento por mantener la validez del negocio fiduciario, especialmente dentro
de los sistemas causalistas, viene representado por la tesis de la causa fiduciae. De acuerdo con
esta construcción, el negocio fiduciario es un solo negocio, con una causa única (causa fiduciae),
aunque de naturaleza compleja en tanto productor de efectos erales y efectos simplemente
obligatorios. Dentro de la doctrina española, los autores que han mantenido esta posición –y la
han abandonado después (ALABALADEJO Y JORDANO BAREA– se sirven del art. 1274 CC,
conforme al cual, la simple promesa de una cosa o servicio puede ser causa en los contratos
onerosos. En el caso del negocio fiduciario, la causa consistiría en el juego de una prestación o
atribución patrimonial frente a la promesa obligacional del fiduciario de servirse del bien o
derecho recibido conforme a lo pactado y de restituir al fiduciante la misma cosa o derecho con
posterioridad. Tampoco esta construcción merece actualmente el apoyo de la doctrina. La causa
fiduciae descrita no puede servir para justificar el negocio y la consiguiente atribución
patrimonial. Como ha puesto de manifiesto DE CASTRO, falta la reciprocidad propia de los
contratos onerosos; el fiduciario recibe la propiedad y en contraprestación nada ha dado, de nada
se ha desprendido; el fiduciante pierde la propiedad y nada ha recibido. Las obligaciones asumidas
por el fiduciario no pueden ser valoradas como contraprestación por la pérdida de la propiedad
que sufre el fiduciante; hacen tan sólo que su beneficio sea menor.
Nuestro CC no contempla el negocio fiduciario, lo que unido al sistema causalista que en
él se adopta plantea serios problemas a la hora de mantener su completa validez. Algunos autores
lo consideran como negocio simulado, con simulación relativa: de cara al exterior, las partes
emiten una declaración de voluntad relativa a la transmisión de la titularidad de una cosa o derecho
(venta, cesión de créditos…); sin embargo, dicha transmisión queda excluida, a nivel interno, al
estar las partes de acuerdo en que la entrega se hace con un fin distinto (de garantía,
administración, gestión…). El negocio simulado (venta, cesión, etc.) es nulo por vicio de causa;
el negocio disimulado, por virtud del cual el fiduciario se obliga a usar de lo que ha recibido
dentro del margen impuesto por el fin acordado con el fiduciante, será válido (ALBALADEJO,
O'CALLAGHAN).
El TS admite la validez del negocio fiduciario cuando no suponga fraude de ley,
manteniéndose, casi siempre, en la línea de la teoría del doble efecto (STS 25-5-1944, 18-2-1965,
6-4-1987, 9-10-1987, 25-2-1988, 7-3-1990, 5-4-1993, 19-6-1997, 16-11-1999).

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c) Negocio en fraude de ley
Negocio en fraude de ley es aquél con cuya realización se consigue un resultado contrario
a una norma jurídica (ley defraudada), amparándose, quienes lo llevan a cabo, en otra norma (ley
de cobertura) que, aunque reguladora del negocio que las partes eligen, está dictada en realidad
para una finalidad diferente. Implica, por ello, la contravención de una norma de forma oblicua,
no siendo necesario, aunque frecuentemente concurrirá, el ánimo o propósito en el sujeto de
defraudar la ley.
El TS, en Sentencia de 23-1-1999, recogiendo la doctrina uniforme de la Sala señala los
requisitos del acto en fraude de ley: «que el acto o actos sean contrarios al fin práctico que la
norma defraudada persigue y supongan, en consecuencia, su violación efectiva, y que la norma
en que el acto pretende apoyarse (de cobertura) no vaya dirigida, expresa y directamente, a
protegerle, bien por no constituir el supuesto normal, bien por ser un medio de vulneración de
otras normas, bien por tender a perjudicar a otros, debiendo señalarse, asimismo, que la susodicha
figura no requiere la intencionalidad, siendo, pues, una manifestación objetiva a apreciar por la
circunstancia de concurrir los requisitos que la configuran…». Conviene advertir que, en
ocasiones, el TS, como ponen de manifiesto algunas sentencias, ha requerido, para apreciar la
existencia de fraude, la intención maliciosa de las partes (STS 22-5-1969, 8-5-1971, entre otras).
Puede servir de ejemplo de negocio en fraude de ley el que contempla la STS de 18-2-
1997: en la misma fecha de otorgamiento de escritura pública de constitución de hipoteca sobre
una finca, en garantía de la devolución de un préstamo de 20 millones, las mismas personas
implicadas en esa operación celebran un contrato privado en el que acuerdan la venta del edificio
que antes se había hipotecado. En cuanto al precio, se estipuló que la compradora pagaría un
22,5% de lo que obtuviese por la venta del edificio, una vez obtenida la licencia de obras,
estableciéndose que, ante todo, se recuperaría de los 20 millones prestados y garantizados con la
hipoteca constituida con anterioridad, cantidad que ahora se dice dada «en concepto de anticipo
o adelanto del precio total». En este contrato se incorporó una cláusula por la que se faculta al
comprador (antes acreedor hipotecario), si en el plazo de un año la Administración no concede la
licencia de obras, para exigir al vendedor que verifique de inmediato escritura pública de
compraventa a su favor, considerando que el precio de la compraventa es, en tal caso, el valor del
préstamo de 20 millones concedido antes. Ante la reclamación por parte del comprador de que se
otorgara escritura pública de venta, la vendedora se opuso estimando que lo que se estaba
pretendiendo era la efectividad de un pacto comisorio prohibido por la ley. El TS estimó la
existencia de fraude de ley, pues al amparo de una norma que permite la venta (art. 1445 CC)
resulta vulnerada la norma prohibitiva del pacto comisorio (arts. 1858 y 1859 CC). A través de la
instrumentalización de una compraventa en la que el objeto es un inmueble gravado y el precio
es el importe de la deuda insatisfecha, el acreedor hipotecario persigue un fin prohibido
legalmente: apropiarse de la cosa en garantía.
El negocio en fraude de ley, como especie concreta de acto en fraude de ley, cae dentro
de la órbita del art. 6.4º CC que determina, para tales hipótesis, la aplicación de la norma que se
hubiere tratado de eludir. Y sin con el negocio fraudatorio se persigue un fin ilícito, ese negocio
es nulo por ilicitud de su causa (art. 1275 CC) (ALBALADEJO).

d) Negocio indirecto
Existe negocio indirecto cuando se utiliza un negocio determinado para alcanzar, además
del fin típico que lo caracteriza, otro fin objetivo distinto (ej.: en la venta de una cosa a precio

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muy por debajo de su valor, se da el fin típico del negocio elegido –el de intercambio de cosa por
precio propio de la compraventa– pero además se persigue también enriquecer al comprador, fin
este último que caracteriza a un negocio típico distinto cual es la donación).
Aunque no siempre sea así, el negocio indirecto se puede utilizar con una finalidad
fraudulenta: evitar la aplicación de las normas imperativas que disciplinan el negocio que se
corresponde con el fin indirectamente perseguido a través del (negocio) que las partes han elegido
(ej.: cuando se vende una finca a un precio muy inferior al que vale, se está pretendiendo, a través
de la compraventa, el fin de la donación –enriquecer al comprador– pero sin observar la forma
que imperativamente la ley exige para la donación de inmuebles y esquivando aquellas otras
normas que tratan de proteger los derechos de los acreedores y legitimarios). En cualquier caso,
teniendo en cuenta que el fin o los fines objetivos perseguidos por las partes definen la causa –en
este caso, combinada– y ésta determina la normativa aplicable, el negocio indirecto, como señala
la doctrina, queda sujeto a las normas imperativas dispuestas para el negocio instrumental (en el
ejemplo anterior, la compraventa) y a las normas imperativas relativas al negocio cuyo fin propio
indirectamente se busca (en el ejemplo anterior, la donación).

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Capítulo 24
Elementos del negocio jurídico (II)
Julia Ruiz-Rico Ruiz-Morón

SUMARIO: I. LOS LLAMADOS ELEMENTOS ACCIDENTALES DEL NEGOCIO. 1. La condición. A) Concepto y


características. B) Clases de condiciones. a) Suspensivas y resolutorias. b) Potestativas, causales y mixtas. c) Positivas y
negativas. C) La eficacia del negocio condicional. a) Durante la pendencia de la condición. b) Cumplimiento de la
condición. c) No cumplimiento de la condición. 2. El término. 3. El modo.

I. LOS LLAMADOS ELEMENTOS ACCIDENTALES DEL NEGOCIO

1. La condición

A) Concepto y características
La condición es un acontecimiento incierto del que se hacen depender, por voluntad de
los particulares, los efectos del negocio jurídico. Negocio condicional, por tanto, es aquel negocio
perfecto cuya eficacia queda supeditada a la producción de un hecho incierto (ej.: se compra una
finca bajo la condición de que el comprador sea trasladado a la ciudad donde radica el inmueble).
Notas características de la condición son la incertidumbre y la voluntariedad de su
establecimiento.
a) En principio, la incertidumbre del hecho puesto como condición es objetiva, haciendo
referencia a la dudosa realización de ese hecho. En este sentido, la incertidumbre presupone la
futuridad del acontecimiento condicionante, independientemente de que sea más o menos
previsible el momento en que puede (o no) tener lugar (v. art. 1125.3 CC) (ej.: es condicional la
donación que se hace si el favorecido alcanza la mayoría de edad). Ahora bien, no basta la sola
futuridad del acontecimiento considerado al celebrar el negocio para calificarlo como condición,
pese a que el CC así parece admitirlo en el art. 1113.1 («será exigible desde luego toda obligación
cuyo cumplimiento no dependa de un suceso futuro o incierto…»). Cuando los efectos del negocio
se ligan, en cuanto a su comienzo o finalización, a un hecho futuro pero de producción cierta,
cualquiera que sea la denominación que se le haya dado en el caso concreto, se tratará, no de un
negocio condicional, sino a plazo o término (v. art. 1125.2) (ej.: Juan dona una finca a Antonio si
José muere). La doctrina se refiere a tales hechos –futuros pero ciertos– denominándolos
condiciones necesarias, pero deja claro que no son verdaderas condiciones.
Por faltar a la incertidumbre, no son consideradas verdaderas condiciones las de
imposible realización. En las llamadas condiciones imposibles, el hecho del que se hace depender
la eficacia del negocio, desde el inicio, es irrealizable física o jurídicamente (ej.: se dona bajo la
condición de que el donatario dé una vuelta al mundo en un par de horas o compre la Alhambra).
El tratamiento que el CC les da varía según se incorporen a un negocio inter vivos o se establezcan
en testamento (v. arts. 1116 y 792 CC).
La incertidumbre puede ser también subjetiva. El CC, en esta línea, admite como
condición «un suceso pasado que los interesados ignoren» (v. art. 1113.1; también art. 796). Es
preciso, para que se pueda hablar de verdadera condición, que el estado de duda o ignorancia

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acerca de la producción del hecho condicionante haya existido al momento de la celebración del
negocio (ej.: ignorando si Antonio ha terminado o no la licenciatura en Derecho, Juan le dona una
finca si es tal licenciado).
b) La voluntariedad. Las condiciones constituyen presupuestos de eficacia del negocio
dispuestos por la voluntad de los particulares. Su concurrencia no es exigida por la ley, lo que no
impide que, una vez incorporadas por los interesados, quede sometida la eficacia del acto
realizado al cumplimiento de aquéllas.
Como manifestación concreta del principio de la autonomía privada, las condiciones no
pueden rebasar los límites que el Ordenamiento establece en relación al poder reconocido a la
voluntad particular (v. art. 1255 CC). Las condiciones prohibidas –las ilícitas y las inmorales–
cuando se incorporan a un negocio inter vivos provocan la invalidez de éste (art. 1116); si se
establecen en acto mortis causa, se tienen por no puestas, con alguna excepción (art. 792, art. 794
CC). A título de ejemplo de condición ilícita, cabe citar la que contempla el art. 793.1º: la
condición absoluta de no contraer primero o ulterior matrimonio impuesta al heredero o legatario.
Hay que decir también que no todos los negocios admiten el establecimiento de
condiciones. Está excluida, con carácter general, en aquellos negocios en relación a los cuales, y
por diversas razones, el poder reconocido a la autonomía privada es mínimo (así, matrimonio,
adopción, emancipación). Se permite con amplitud, sin embargo, en el ámbito de los contratos y
del testamento (a salvo la legítima, art. 813 CC). Los negocios que no consienten el
establecimiento de condiciones se llaman negocios puros.
Las llamadas condiciones necesarias, las imposibles, las de presente o pasado –cuando el
hecho se cree no producido– y las legales (conditio iuris), se engloban, en la doctrina, bajo la
expresión de condiciones impropias, frente a las verdaderas condiciones que son calificadas de
propias.

B) Clases de condiciones

a) Suspensivas y resolutorias
Esta clasificación se basa en la influencia concreta que tiene el cumplimiento de la
condición en orden a la producción de efectos del negocio que se ha perfeccionado. Recogiendo
la trascendencia de ambos tipos de condiciones, señala el art. 1114 CC que «en las obligaciones
condicionales la adquisición de los derechos, así como la resolución o pérdida de los ya
adquiridos, dependerán del acontecimiento que constituye la condición» (v. también arts. 513,
799, 801, 1453 CC; art. 9.2 y 142 LH).
La condición suspensiva retrasa –suspende– el comienzo de los efectos propios del
negocio celebrado hasta que tiene lugar –si es que se produce– el hecho o suceso condicionante
(ej.: te vendo mi coche bajo la condición de que me toque la lotería nacional).
Cuando la condición es resolutoria, el negocio produce los efectos que le corresponden
desde su perfección; la realización del hecho condicionante determina la cesación –se resuelven–
de esos efectos (v. art. 1113 CC) (ej.: instituyo heredera de todos mis bienes a la congregación
religiosa de las hermanas de los pobres mientras permanezcan dedicadas a las tareas
humanitarias).

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b) Potestativas, casuales y mixtas
Esta distinción atiende a la causa que provoca el evento condicionante.
La condición es potestativa cuando su cumplimiento depende de la voluntad de uno de
los interesados. Puede ser simplemente potestativa o puramente potestativa. En el primer caso, la
realización del hecho condicionante requiere cierto esfuerzo, sacrificio o reflexión por parte de la
persona de la que depende (ej.: te regalo dinero si te vas de viaje). La puramente potestativa es
una condición cuyo cumplimiento queda absolutamente al mero arbitrio del interesado (ej.: te
regalo dinero si levantas las manos). Cuando la condición es puramente potestativa y su
cumplimiento se hace depender del deudor, como indica el art. 1115 CC, la obligación será nula
(v. art. 1256 CC). En los demás casos es admisible. En particular, la prevén los arts. 795 y 800 en
relación a la institución de heredero y al nombramiento de legatarios.
La condición es casual cuando su cumplimiento depende de la suerte o de la voluntad de
un tercero (ej.: te vendo la finca si me trasladan a otra ciudad o si me toca la lotería). Es mixta la
condición cuando su realización depende, al mismo tiempo, de la voluntad del interesado y de
circunstancias ajenas a esa voluntad (ej.: te dono un coche si terminas la licenciatura en
Económicas). La eficacia de estas condiciones está reconocida con carácter general, salvo en
aquellos negocios que no admiten el establecimiento de condiciones (v. art. 1115, 796, 670.2 CC).

c) Positivas y negativas
En función de que el evento condicionante suponga o no la modificación de la situación
existente al tiempo de la celebración del negocio, se diferencian las condiciones en positivas y
negativas. Utilizando los términos empleados por el legislador, en los arts. 1117 y 1118 del CC,
se puede afirmar que es positiva la condición de que ocurra algún suceso (ej.: si me toca la
lotería…); y negativa la de que no acontezca algún suceso (ej.: si no te casas…). Ambas están
admitidas.

C) La eficacia del negocio condicional

a) Durante la pendencia de la condición


Desde la perfección del negocio y hasta el momento del cumplimiento de la condición, o
hasta que se tenga la certeza de que nos e va a cumplir, si la condición es suspensiva, los efectos
propios del negocio concluido –adquisición, modificación o extinción de derechos– quedan
paralizados en cuanto a su generación; no se inician todavía (v. art. 1114 CC). Al no producirse
estos efectos, los interesados no adquieren derecho (u obligación) alguno como resultado de la
perfección del negocio. Durante esta fase de pendencia de la condición, sólo cabe hablar de
expectativa de derecho que, sin ser todavía auténtico derecho subjetivo, pero en previsión de que
lo sea, es merecedora de cierta protección jurídica; su titular puede ejercitar las acciones
procedentes para evitar que se frustre el pretendido derecho (v. art. 1121, 800 y ss. CC; arts. 9.2º
LH y 51.6º RH). La expectativa de derecho puede ser objeto de disposición inter vivos o mortis
causa, con la única condición de que sea transmisible el derecho al que esa expectativa representa
(v. arts. 1112 y 1257 CC). La eficacia de estos actos de disposición queda sometida, como lo está
la expectativa misma que constituye su objeto, al cumplimiento de la condición dispuesta
inicialmente.

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Cuando la condición es resolutoria, el negocio produce los efectos que le son propios
desde el mismo instante de su perfección o, en su caso, desde que se dan los presupuestos legales
imprescindibles para ello (ej.: la muerte del disponente cuando es un negocio mortis causa; la
celebración del matrimonio, en el caso de las capitulaciones matrimoniales) y se mantienen hasta
que la condición se cumple, momento en el cual desaparecen (v. art. 1113.2 CC). Durante la fase
de pendencia de la condición resolutoria, y puesto que el negocio es en ella eficaz, quien ha
adquirido un derecho como consecuencia del mismo negocio puede, como titular, realizar actos
de disposición que lo tengan por objeto, los cuales estarán amenazados de resolución de la misma
manera que lo estaba el título del transmitente (v. art. 1114 CC).

b) Cumplimiento de la condición
El tiempo para el cumplimiento de la condición es un extremo que corresponde fijar a los
interesados en cada caso. Para entender cumplida la condición es necesario que, en el tiempo
señalado, tenga lugar le hecho condicionante, si es una condición positiva, o por el contrario, no
se produzca el suceso contemplado negocialmente (o se tenga la certeza de que no va a ocurrir),
caso de ser negativa (v. art. 1118 CC).
El CC contiene una serie de reglas pensadas para cuando falta la previsión negocial acerca
del tiempo de cumplimiento de la condición. Dispone en este sentido el art. 1118 que se atenderá
al (tiempo) que «verosímilmente se hubiese querido señalar, atendida la naturaleza de la
obligación». En el ámbito testamentario, las normas a considerar son las recogidas en los arts.
795 y 796 que, a este respecto, tienen en cuenta el carácter potestativo, casual o mixto de la
condición. Cuando es potestativa, ha de ser cumplida por el heredero o legatario, una vez
enterados de ella, después de la muerte del testador; se exceptúa el caso en que la condición, ya
cumplida, no pueda reiterarse. Si la condición es casual o mixta, bastará que se realice o cumpla
en cualquier tiempo, vivo o muerto el testador; pero si se hubiese cumplido al hacerse el
testamento y el testador lo ignoraba, o conociéndolo es de tal naturaleza que no puede realizarse
de nuevo, se tendrá por cumplida.
Dando por supuesto el deber de actuar conforme a las exigencias del principio de la buena
fe (v. art. 7, 1258 CC), el CC sanciona la conducta del sujeto que, siendo un interesado en que la
condición no se cumpla por afectarle negativamente, impide su realización. En tales hipótesis, la
condición se tiene por cumplida (v. arts. 1119.2º y 798.2º CC) (cumplimiento ficticio).
Tanto el cumplimiento real como el ficticio determinan la producción de los efectos del
negocio si la condición era suspensiva, o su cese si era resolutoria. En ambos casos, las
consecuencias del cumplimiento se retrotraen al momento en que, de no haber sido condicionado
el negocio, hubiera comenzado su eficacia. La retroactividad apuntada tiene, no obstante, algunos
límites que se estudiarán en cada uno de los ámbitos concretos en los que operan (v. arts. 791 y
1120 y ss. CC).

c) No cumplimiento de la condición
De la misma manera que el cumplimiento de la condición, el no cumplimiento hace que
termine la situación de incertidumbre característica de la fase de pendencia de la condición.
Obviamente, sus consecuencias son de distinto signo.
Cuando la condición es suspensiva, el incumplimiento de ésta hace que el negocio,
definitivamente, no genere los efectos que le son propios, desapareciendo las expectativas
existentes al respecto.

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Cuando la condición es resolutoria y se incumple, el negocio deja de estar amenazado de
resolución. Sus efectos se consolidan.

2. El término
El término es, como la condición, requisito de eficacia del negocio. La llegada de término
establecido hace que se inicien entonces los efectos propios del negocio antes celebrado, o bien
que terminen estos efectos. A diferencia de la condición, que consiste en un acontecimiento
incierto en cuanto a su producción, el término es un día o momento futuro pero cierto, aunque se
ignore con exactitud cuándo haya de llegar (v. art. 1125.2º y 3º CC). No provoca el término, por
tanto, incertidumbre alguna acerca de si el negocio llegará a tener eficacia –siempre la va a tener–
o, según su clase, sobre si dejará de producirla; los interesados quieren, en todo caso, la eficacia
del negocio, sólo que la quieren desde o hasta un momento concreto. Por la misma razón, carece
de alcance retroactivo el vencimiento del término.
El término puede ser inicial (suspensivo) y final (resolutorio).
El término inicial determina el comienzo de la eficacia del negocio (ej.: se arrienda un
piso para cuando muera el actual inquilino). Hasta su vencimiento, quedando en suspenso los
efectos del acto negocial, sólo hay una expectativa de derecho, transmisible en la medida que lo
sea el derecho a que se refiere y a la que se protege a través de medidas conservativas (v. por ej.
art. 805 CC). Llegado el término, los efectos negociales se producen automáticamente.
El término final determina la cesación de los efectos del negocio. El negocio general la
eficacia que le corresponde hasta la llegada del término fijado, momento en el cual aquella eficacia
cesa (ej.: se arrienda una finca por tres años).
El término puede ser determinado o indeterminado. Es determinado cuando no sólo es
cierta su producción sino que también se conoce con exactitud cuándo va a llegar (certus an et
quando) (ej.: se nombra heredero a Luis hasta que pasen 15 años). Es indeterminado el término
cuando, siendo cierta su llegada, se ignora cuándo se producirá (certus an et incertus quando) (ej.:
se nombra heredero a Juan para cuando fallezca Antonio).
Celebrar un negocio a término, cualquiera que sea su clase, es algo que depende de la
voluntad de los particulares, salvo en aquellos negocios para los que queda excluida legalmente
tal posibilidad (ej.: la aceptación de la herencia, art. 990; el matrimonio, art. 45). En los negocios
que admiten término de eficacia, la fijación de cuál sea éste en concreto corresponde a los
interesados, quienes pueden confiarla a un tercero (v. art. 1128 CC).

3. El modo
El modo es una obligación o carga que se impone al favorecido en un negocio gratuito
(inter vivos o mortis causa) (ej.: se nombra heredero a Fernando disponiendo el testador que
destine parte de los bienes recibidos a crear una fundación o que cuide a la madre del testador
mientras viva ésta). El negocio no cambia su naturaleza como consecuencia de la existencia del
modo; la obligación modal no constituye contraprestación por lo que se recibe, a lo sumo
disminuye la ventaja recibida (v. art. 619).
Como la condición y el término, el modo es accidental; su establecimiento es voluntario,
no viene requerido legalmente para el tipo negocial. La diferencia está en la accesoriedad
característica del modo; de la condición o el término depende la eficacia normal del negocio
perfeccionado, sin embargo, cuando se incorpora una modo se quieren los efectos propios del

27
negocio que se lleva a cabo más el nuevo efecto de la imposición o carga a uno de los interesados
(LUNA SERRANO) (arts. 1114 y 797.2º CC). En la práctica, no obstante, es difícil en ocasiones
determinar si lo que se ha querido es un negocio sub modo o condicional, dado que uno y otro
pueden tener el mismo contenido (v. art. 797 CC). El propio CC, en algunos artículos, llama
condición al modo (v. art. 798.2º).
La obligación modal que se impone al favorecido con el negocio a título gratuito nace
cuando éste acepta la liberalidad. Puede consistir en un dar, hacer o no hacer alguna cosa. En
cualquier caso, la conducta que integra su contenido ha de ser posible, lícita y estar determinada;
requisitos éstos de aplicación general en el ámbito de las obligaciones (v. arts. 1271 y ss.).
Faltando los requisitos mencionados, el modo se tiene por no puesto conservando el negocio su
validez (v. art. 767 CC).
El beneficiado en última instancia por el modo puede ser el propio disponente o un tercero
(ej.: cuando se nombra heredero ordenando el testador que el heredero destine parte de los bienes
a crear y dotar una fundación, el beneficiado por el modo es un tercero; pero si se dona una finca
ordenando el donante que el donatario viva en su compañía, cuidándole, el beneficiado por el
modo es el propio donante).
La obligación modal ha de ser cumplida por el favorecido con la liberalidad en los mismos
términos dispuestos por el ordenante (donante o testador) o, si no es posible esto, en la forma más
parecida que pueda (v. art. 798.1º CC). Cuando el adquiriente por virtud de un negocio sub modo
incumple la obligación que se le impuso, se podrá pedir la revocación del negocio sub modo (o la
ineficacia del nombramiento de heredero o legatario), teniendo que devolver el incumplidor lo
que hubiese recibido con sus frutos e intereses (v. arts. 647, 651 y 797). La revocación tiene
alcance retroactivo, afectando los actos de disposición realizados por aquél, salvo que los bienes
estén legítimamente en poder de terceros de buena fe (v. art. 647.2 CC y 37.2 LH).
Legitimados para pedir la revocación del negocio sub modo son los interesados en el
cumplimiento de la obligación modal: en el caso de donación, el propio donante, sus herederos o
el beneficiado por el modo; en el caso de modo ordenado en testamento, los albaceas y los
herederos. Estos mismos interesados tienen también la posibilidad, a su elección, de exigir
judicialmente el cumplimiento forzoso de la obligación modal.

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Capítulo 25
Ineficacia del negocio jurídico
Julia Ruiz-Rico Ruiz-Morón

SUMARIO: I. TIPOS DE INEFICACIA DEL NEGOCIO JURÍDICO. II. LA INVALIDEZ DEL NEGOCIO. 1.Nulidad
absoluta. A) Concepto y caracteres. B) Conversión del negocio nulo. 2. Anulabilidad. A) Significado y caracteres. B) La
convalidación del negocio anulable. 3. Invalidez parcial.

I. TIPOS DE INEFICACIA DEL NEGOCIO JURÍDICO


Negocio ineficaz es el que no produce los efectos jurídicos que le son propios y que
llevaron a su celebración, aunque sí provoque, en ocasiones, otros distintos. El CC no ofrece un
tratamiento unitario de la ineficacia, limitándose a contemplar tipos concretos de ineficacia con
ocasión de la regulación de los contratos, del matrimonio y del testamento. La dificultad a la hora
de diferenciarlos y ordenarlos justifica sobradamente el desconcierto reinante en la doctrina y la
variada terminología que se utiliza al respecto.
La ineficacia puede obedecer a causas intrínsecas o extrínsecas al negocio. En el primer
caso, la ineficacia se justifica por faltar al negocio un elemento esencial (inexistencia) o padecer
un defecto en sus elementos constitutivos (invalidez). La ineficacia por causas extrínsecas
comprende una mayor variedad de hipótesis, si bien en todas ellas el negocio reúne los elementos
esenciales requeridos y éstos no presentan defecto alguno: cuando faltan los llamados
presupuestos de eficacia (ineficacia en sentido estricto) (ej.: incumplimiento de la condición
suspensiva que se estableció; o la no celebración del matrimonio, en el plazo del año fijado por el
art. 1334, que deja sin efecto las capitulaciones matrimoniales); cuando la ley, en atención al
perjuicio que el negocio supone (rescisión) (ej.: art. 1291 CC), o por razón del tipo de negocio en
unión de otras circunstancias (revocación), o por causa de incumplimiento de la obligación que
se asumió por virtud del mismo negocio (resolución), permite dejarlo sin efecto mediante el
ejercicio de la acción correspondiente; o también, cuando el negocio nace con una eficacia
limitada en el tiempo o dependiente de determinadas circunstancias (ej.: negocio a término final).
De las distintas categorías de ineficacia, interesa ahora la invalidez por resultar aplicable
a todos los negocios jurídicos, en su doble modalidad de nulidad (nulidad absoluta, radical o de
pleno derecho) y de anulabilidad (nulidad relativa o impugnabilidad). Hay que advertir, al
respecto, que el CC utiliza en ocasiones la palabra nulidad comprendiendo las dos hipótesis
mencionadas. Igualmente conviene apuntar que ciertos negocios jurídicos presentan un régimen
peculiar que se aparta en cierta medida del que ahora se expone y que será objeto de estudio en
su lugar correspondiente (así, el matrimonio o el testamento).
En lo que respecta a la inexistencia del negocio jurídico, que, para quienes la admiten
como categoría autónoma, también es aplicable a todos los negocios jurídicos, la mayor parte de
la doctrina la incluye dentro de la nulidad, al ser las consecuencias jurídicas de una y otra las
mismas.

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II. LA INVALIDEZ DEL NEGOCIO

1. Nulidad absoluta

A) Concepto y caracteres
La nulidad absoluta, de pleno derecho o radical, es la máxima sanción que el
Ordenamiento impone para cuando el negocio adolece de una irregularidad o deficiencia
especialmente grave. El negocio nulo, precisamente por la irregularidad que le afecta, no es apto
para provocar los efectos jurídicos que le corresponderían en otro caso.
Que el negocio nulo no sea apto para desencadenar los efectos que le son propios no
impide que pueda servir de fundamento para la producción de efectos distintos, como la
responsabilidad por daños a cargo del causante de la nulidad y en favor de quien experimenta el
perjuicio (v. art. 1902 CC).
Son causas que motivan la nulidad: la falta de algunos de los elementos esenciales del
negocio jurídico (la declaración de voluntad o consentimiento, el objeto, la causa y, en aquellos
negocios para los que se exige con carácter ad solemnitatem, la forma establecida) (v. art. 1261
CC); la discrepancia entre voluntad y declaración, siempre que por aplicación de los principios
de responsabilidad y de confianza no proceda el mantenimiento del negocio; la ilicitud de la causa
(v. art. 1275 CC); la ilicitud o indeterminación del objeto (v. art. 1271 y 1273 CC); y haber
traspasado, con el negocio, los límites de la autonomía privada (v. art. 1255 CC) salvo que,
existiendo contravención de norma imperativa o prohibitiva, ésta disponga una sanción diferente
a la de nulidad (v. art. 6.3 CC).
La nulidad absoluta no precisa declaración judicial ni, por tanto, el ejercicio de acción
alguna tendente a ponerla de manifiesto; opera ipso iure. Al no producir el negocio los efectos
pretendidos con su celebración, la situación jurídica permanece tal y como estaba antes de su
conclusión. No obstante, en ocasiones puede ser conveniente, e incluso necesario, destruir la
apariencia creada con la realización del negocio, bien porque a su amparo se pretendan aquellos
efectos que el negocio no es susceptible de provocar, precisamente por la nulidad que le afecta,
bien porque la apariencia creada obstaculiza el ejercicio de ciertos derechos (v. STS 3-1-1947,
16-3-1959, 6-5-1961, 4-11-1969, 7-3-1972, 29-4-1986, entre otras). En estos casos, la acción de
nulidad, que es imprescriptible, está al alcance de cualquiera que tenga un interés legítimo en que
ésta conste, haya sido o no parte en el negocio; incluso puede ser apreciada de oficio por los
Tribunales (al respecto, v. STS 15-12-1993, 24-4-1997). La sentencia a que conduzca el ejercicio
de la acción es simplemente declarativa; no origina ella misma la nulidad sino que se limita a
poner de manifiesto la ineficacia que, desde la celebración, afectaba al negocio. Declarado nulo
el negocio, se restablecerá la situación al estado que tenía antes de su celebración; ello supone la
devolución de las prestaciones que, en su caso, se hayan realizado y la ineficacia de los actos y
negocios que hayan tenido su base en el que se declara nulo, quedando a salvo los derechos
adquiridos por terceros de buena fe que hayan confiado legítimamente en la apariencia que con
él se creó (v. arts. 1303 y ss. CC y art. 34 LH).
La nulidad es, además, definitiva. El negocio nulo, salvo excepciones, no es susceptible
de convalidación o confirmación (v. art. 1310 CC), aunque sí cabe la conversión.

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B) Conversión del negocio nulo
La conversión es un remedio para evitar la sanción de nulidad. Consiste en mantener el
negocio celebrado dándole una calificación distinta para la que se pueden aprovechar, por ser
suficientes en ésta, los elementos y requisitos del negocio nulo.
Se distinguen dos tipos de conversión: formal y material. La conversión es formal cuando
el documento en que consta el negocio, que carece de algún requisito necesario para la validez de
la forma documental elegida, llega a valer conforme a otra forma de documento cuyos requisitos
reúne (DE CASTRO) (ej.: el testamento cerrado nulo por no haberse observado, en su
otorgamiento, las formalidades establecidas, será válido como testamento ológrafo si todo él
estuviese escrito y firmado por el testador, art. 715 CC). La conversión material supone un cambio
en el tipo de negocio [ej.: la donación (nula) queda convertida en comodato].
El CC no regula la figura de la conversión. Su admisión se deduce de algunos preceptos
que la aplican en casos concretos (v. art. 597, 715, 1223, 1768…) y también del principio de
conservación del negocio que avala una interpretación del mismo favorable a su validez (v. arts.
1284 y 1289).
Fuera de los casos concretos en que está prevista legalmente, la conversión del negocio
es posible siempre que los autores del negocio nulo no la hayan excluido expresamente. No
existiendo tal exclusión, la conversión procederá cuando el fin práctico perseguido con el negocio
celebrado se consiga igualmente con aquel otro negocio resultante de la conversión.

2. Anulabilidad

A) Significado y caracteres
La anulabilidad (nulidad relativa o impugnabilidad) es también una sanción del
Ordenamiento que, como la nulidad absoluta, obedece a una causa intrínseca al negocio, pero a
diferencia de ésta, en la anulabilidad, por razón de la menor entidad del defecto concurrente y
porque la norma infringida protege un interés puramente particular, la ineficacia se hace depender
del ejercicio de la correspondiente acción por parte del legitimado para ello. El negocio anulable,
en tanto reúne los elementos esenciales requeridos legalmente, produce todos los efectos que le
son propios si bien su eficacia es claudicante o provisional, está pendiente de que la persona, a
quien se reconoce el poder de impugnar, ejercite o no la acción de impugnación; si lo hace dentro
del plazo establecido al efecto, procederá la destrucción de los efectos negociales, en otro caso el
negocio deviene definitivamente eficaz e inatacable.
Son causas de anulabilidad los vicios de la voluntad (error, dolo, violencia e intimidación)
(v. art. 1300 y 1301 CC), la falta de capacidad (art. 1263, 1301 CC) y la no concurrencia del
complemento de capacidad o de los consentimientos o autorizaciones que la ley exige para que el
sujeto celebre válidamente determinados negocios (v. arts. 323, 1300, 1301 y 1322.1º CC).
En tanto dirigida la anulabilidad a la protección de determinados intereses, precisamente
aquéllos que tutela la norma infringida, la legitimación para el ejercicio de la acción de
impugnación se reconoce a propio perjudicado (así, quien ha padecido el error, violencia,
intimidación o dolo; el menor… v. arts. 1301 y 1302 CC); al representante legal, en su caso; a la
persona cuyo complemento o consentimiento, siendo necesario, se omitió; y a quien, por virtud
del contrato anulable, resulta obligado subsidiariamente (v. art. 1302 CC). El plazo –de
caducidad– para el ejercicio de la acción de impugnación es de cuatro años.

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Cuando se impugna el negocio, la sentencia que lo declara inválido tiene alcance
retroactivo. Procederá en consecuencia el restablecimiento de la situación al estado que tenía antes
de la conclusión del negocio, borrándose los efectos producidos entre tanto en los mismos
términos que cuando se ejercita una acción de nulidad. En su caso, habrá lugar también a la
indemnización de los daños y perjuicios que se hayan causado (v. art. 1902 CC).

B) La convalidación del negocio anulable


La convalidación, que equivale a eliminación de la posibilidad de impugnar, presupone
un negocio que reúne los elementos esenciales requeridos por la ley (v. art. 1310 CC). Su origen
puede estar en la voluntad del sujeto a quien corresponde en poder de impugnar el negocio o en
la propia ley.
– Supuesto de convalidación voluntaria es la confirmación. Se define como la declaración
de voluntad unilateral realizada por la parte legitimada para hacerla, concurriendo los requisitos
exigidos por la ley, y en virtud de la cual un negocio afectado de vicios que lo invalidan se
convierte en plenamente válido y eficaz como si jamás hubiera estado afectado por vicio alguno
(SERRANO ALONSO).
Por virtud de esa declaración, el sujeto –a quien correspondía el poder de impugnar el
negocio (v. art. 1312 CC)– manifiesta su voluntad favorable al mantenimiento de dicho negocio
o bien renuncia al ejercicio de la acción de impugnación. Es imprescindible, para confirmar
válidamente, el conocimiento de la causa de impugnación y que ésta haya cesado (v. art. 1311).
Además, quien confirma un negocio ha de tener la capacidad requerida para la celebración de
éste.
La confirmación, como resulta del art. 1311 CC, puede hacerse expresa o tácitamente.
Esta última forma se da cuando, quien tiene derecho a invocar la invalidez, ejecuta un acto que
implica necesariamente la voluntad de renunciarlo (ej.: la parte que había incurrido en error vicio
y, una vez advertido éste, procede a la ejecución voluntaria del contrato que celebró).
Como consecuencia de la confirmación se extingue la acción de impugnación (art. 1309
CC) y el negocio queda purificado de los vicios de que adoleciera desde el momento de su
celebración (art. 1313 CC).
– También hay convalidación, aunque por obra de la ley, al transcurrir el plazo establecido
para la acción de impugnación sin haberse ésta ejercitado (prescripción sanatoria) y cuando se
pierde la cosa que fue objeto de contrato mediando dolo o culpa de quien podía ejercitar la acción
de impugnación (art. 1314 CC).

3. Invalidez parcial
Nulidad o anulabilidad parcial es la que afecta sólo a alguna de las cláusulas o pactos que
integran el negocio jurídico (ej.: cláusula testamentaria ilegal o contraria a las buenas costumbres).
La cuestión que suscita la invalidez parcial es la de su posible propagación a todo el
negocio jurídico. En nuestro Derecho no se establece una solución única; en ocasiones, la
invalidez, aunque sólo de alguna disposición, desencadena la ineficacia del negocio entero (ej.:
1115 CC), mientras que en otros casos tal extensión no se produce, bien porque la ley dispone que
se tengan por no puestas las cláusulas inválidas (ej.: arts. 641, 767 CC), bien porque ordena su
sustitución por otra regulación ajustada a Derecho (ej.: art. 10 LGDCU).

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Para aquellos supuestos no contemplados expresamente en la ley, el principio de
conservación del negocio lleva a defender la solución favorable a su eficacia, prescindiendo, claro
está, de las cláusulas inválidas; salvo que se demuestre que sin éstas no se consigue el fin práctico
perseguido con el acto negocial.

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Capítulo 26
La representación
Francisco Javier Sánchez Calero

SUMARIO: I. LA REPRESENTACIÓN EN GENERAL. 1. Concepto y clases. 2. Ámbito de la representación. II. LA


REPRESENTACIÓN VOLUNTARIA. 1. Concepto de la representación voluntaria. 2. La representación directa. 3. La
representación indirecta. 4. El negocio jurídico de apoderamiento. 5. El poder de representación. 6. Sustitución del
representante. 7. Extinción del poder. 8. Representación sin poder. La ratificación. III. LA REPRESENTACIÓN LEGAL.
IV. EL NEGOCIO DEL REPRESENTANTE CONSIGO MISMO.

I. LA REPRESENTACIÓN EN GENERAL

1. Concepto y clases
Razones de muy diversa índole, derivadas de situaciones en las que se pueden encontrar
las personas, justifican la celebración de negocios jurídicos o actos jurídicos no negociales por
persona distinta del propio interesado. Estamos, entonces, ante la figura de la representación, en
cuya virtud una persona (representante) está facultada para realizar eficazmente actos o negocios
jurídicos por cuenta y en interés de otra (representando o dominus negotii), de suerte que los
efectos resultantes de tales actos o negocios celebrados con terceros se produzcan en la esfera
jurídica del representado.
De esta primera idea de la representación resulta que nacen de la misma dos relaciones
distintas. Una surge entre el representante y el representado; es la relación representativa, que
faculta al primero para injerirse con plena eficacia jurídica en los asuntos del segundo. El origen
de este poder se encuentra en la propia voluntad del representado (apoderamiento) o en la ley
(representación legal). La segunda de las relaciones es la que se instaura entre el representado y
el tercero, a consecuencia del negocio concluido en representación entre éste y el representante
(negocio representativo), y en cuya virtud el representado está obligado a asumir los efectos de
dicho negocio.
A la vista del origen de la atribución del poder para actuar en interés de otro, se distingue
la representación voluntaria y la legal. Es voluntaria cuando, mediante un acto de autonomía
privada, llamado apoderamiento, una persona capaz (representado o poderdante) atribuye a otra
(representante o apoderado) la facultad de realizar uno o varios actos jurídicos por cuenta y en
interés del representado (poder). La representación voluntaria, por tanto, tiene su origen en la
voluntad del representado y, además, esa voluntad es la que determina la extensión de las
facultades del representante.
Estas facultades quedan reducidas al mínimo en el caso del nuntius o persona a quien se
le encomienda transmitir a otro la voluntad plenamente formada del dominus (así ocurre, por
ejemplo, en el matrimonio por poder o cuando se le encomienda el pago de una deuda). Tal
circunstancia ha inclinado a buena parte de la doctrina a considerar al nuntius como un mensajero
o emisario y no como un representante. Parece más acertado, sin embargo, atribuir al nuncio esta
cualidad, ya que no existe ninguna diferencia sustancial entre nuncio y representante, por cuanto
todo nuncio está ligado con el dominus negotii por una relación jurídica idéntica a la que surge en
la representación (DÍEZ-PICAZO) y tiene siempre la posibilidad de negarse a concluir el negocio
(LACRUZ).

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La representación es legal cuando la actuación del representante tiene su origen y
fundamento en la ley, que le faculta y, a la vez, le impone actuar en nombre y por cuenta e interés
del representado. Persigue suplir la deficiente capacidad de ejercicio del representado o evitar las
consecuencias perjudiciales que pueden derivar para los bienes cuando carecen de titular o cuando
el titular de los mismos no está en condiciones de asumir su gestión.
A pesar de las importantes diferencias existentes entre la representación voluntaria y la
representación legal, la doctrina y la jurisprudencia, como veremos más adelante, reconocen que
una y otra son especies de una misma figura jurídica: la representación, en general. Este criterio
parece desprenderse también del artículo 1259.1 del Código Civil, al disponer que «ninguno
puede contratar a nombre de otro sin estar por éste autorizado o sin que tenga por ley su
representación legal».
La representación puede ser, además, directa o indirecta. En la primera, el representante
actúa en nombre del representado y por su cuenta e interés. En la segunda, el representante actúa
en su propio nombre, aunque en interés y por cuenta del representado. En consecuencia, en la
representación indirecta el fenómeno representativo, por su irrelevancia o por conveniencia del
representado, es desconocido por el tercero que celebra el negocio representativo con el
representante.
En la actualidad, la doctrina reconoce, prácticamente sin excepciones, que la actuación,
propia de la representación indirecta, del representante en su propio nombre es verdadera
representación. En nuestro ordenamiento, prevén este supuesto los artículos 1717 del Código
Civil y 246 del Código de Comercio.
En definitiva, partiendo de la base de que la representación voluntaria y la legal, la directa
y la indirecta, y la del nuncio constituyen supuestos de genuina representación, siempre que el
interés gestionado por el representante, en relación con terceras personas, sea del representado y
no propio, cabe definir la representación como «el fenómeno jurídico, en cuya virtud una persona
gestiona asuntos ajenos, actuando en nombre propio o en el del representado, pero siempre en
interés de éste, autorizado para ello por el interesado o en su caso por la ley, de forma que los
efectos jurídicos de dicha actuación se producen directa o indirectamente en la esfera jurídica del
representado» (LACRUZ).

2. Ámbito de la representación
La representación encuentra su ámbito de aplicación más extenso en el campo del
Derecho patrimonial. En este Derecho, la regla general es que todos los actos y negocios a él
pertenecientes admitan la representación. Sólo por excepción, es decir, por disposición expresa
de la ley o por la naturaleza del acto o del negocio (aquellos que exigen la intervención personal
del interesado), la representación queda excluida.
El Derecho de familia es propicio para la representación legal. Todo lo contrario ocurre
respecto de la representación voluntaria, pues las relaciones de naturaleza familiar, por lo general,
no son aptas para la aplicación de esta figura jurídica. No obstante, el Código Civil admite el
matrimonio por poder (art. 55, modificado por la Ley 15/2015, de 2 de julio), y el mismo criterio
se puede mantener, a pesar del silencio del Código, respecto de otros negocios jurídicos familiares
–adopción, emancipación o capitulaciones matrimoniales–, siempre que el poder sea especial
otorgado en forma auténtica y en él conste de forma indubitada el acto para el que se da, la persona
con quien ha de celebrarse y las demás condiciones del mismo.
Respecto del Derecho sucesorio, la representación no es posible en el otorgamiento de los
negocios jurídicos de disposición mortis causa o de última voluntad, dado su carácter

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personalísimo (vid. art. 670 CC). En cambio, su admisión no ofrece dificultad, una vez abierta la
sucesión, en los actos o negocios que pueden realizar los herederos, legatarios u otras personas
interesadas en la sucesión (p. ej., aceptación y repudiación de la herencia, partición, etc.).
En los derechos de la personalidad, como derechos personalísimos, no cabe la
representación voluntaria; sin embargo, en algunos casos se admite, mediante el otorgamiento de
poder especial, la representación en el ejercicio y defensa de estos derechos (p. ej., poder para
contratar acerca del uso del derecho sobre la imagen). Por el contrario, en la representación legal
los padres, tutores y curadores pueden ejercitar los derechos de la personalidad en nombre de los
menores o personas con discapacidad cuando éstos no puedan ejercitarlos por sí mismos, bien por
no tener condiciones de madurez suficientes, bien por no permitírselo la ley o la resolución
judicial que determine los actos para los que la persona con discapacidad requiera el apoyo (vid.
arts. 162.1º, 225, 250.5 y 269 CC).

II. LA REPRESENTACIÓN VOLUNTARIA

1. Concepto de la representación voluntaria


La representación es voluntaria cuando el poder de representación ha sido atribuido al
representante en virtud de un acto voluntario del representado, que se conoce con el nombre de
apoderamiento. Es, por tanto, la voluntad del interesado la que origina el fenómeno representativo,
determina la persona del representante y señala el objeto y límites de la actuación representativa.
La representación voluntaria cumple la función de ampliar las posibilidades de actuación
jurídica de la persona, siempre que se trate de actos respecto de los cuales el interesado tenga
capacidad suficiente para realizarlos por sí mismo. Así, se señalan como finalidades cubiertas por
la representación: permitir al interesado celebrar negocios que requerirían su presencia en un
mismo tiempo y en lugares diferentes; encomendar la conclusión de un negocio a otra persona
más capacitada; salvar cualesquiera situaciones de hecho que impidan a la persona celebrar el
negocio que estime conveniente a sus intereses, etc. De todas las maneras, hay que advertir que
el representado no pierde la posibilidad de actuar por sí mismo.
En la representación voluntaria, según que el representante actúe en nombre del
representado o en su propio nombre, se distingue la representación directa y la indirecta, que
pasamos a estudiar.

2. La representación directa
Tiene lugar la representación directa cuando el representante actúa en nombre del
representado, con la consecuencia fundamental de que los efectos del negocio representativo se
producen directa e inmediatamente en este último. El representado, por tanto, queda vinculado
directamente con el tercero con quien el representante celebró el negocio, del mismo modo que
si hubiese actuado por sí mismo y no a través del representante.
Los requisitos de la representación directa son los siguientes:
1º La actuación en nombre ajeno y, como en toda representación, también en interés ajeno.
El representante debe manifestar o desplegar su actividad de forma tal que la otra parte, con quien
celebra el negocio, sea consciente y acepte que aquél actúa en esa calidad y que queda
directamente vinculado con el representado, cuya identidad conoce. Es la llamada contemplatio

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domini, que «significa consentir, explícita o implícitamente que los efectos del negocio serán para
el dominus y no para el gestor» (NÚÑEZ LAGOS).
2º El poder de representación, que atribuye al representante la facultad de obrar en nombre
y por cuenta del representado, y, por tanto, requisito esencial para que el negocio representativo
sea eficaz para el representado.
Una modalidad de representación directa son los poderes y mandatos preventivos, figura
introducida por la Ley 8/2021, de 2 de junio. El art. 255 dice: «cualquier persona mayor de edad
o menor emancipada en previsión o apreciación de la concurrencia de circunstancias que puedan
dificultarle el ejercicio de su capacidad jurídica en igualdad de condiciones con los demás, podrá
prever o acordar en escritura pública medidas de apoyo relativas a su persona o bienes». Dentro
de esas medidas voluntarias de apoyo adquieren especial importancia los poderes y mandatos
preventivos, regulados en los arts. 256 a 262 CC, cuyo estudio se hace en lugar oportuno (tomos
I bis y IV, en el ámbito de las instituciones de guarda).

3. La representación indirecta
El requisito de la contemplatio domini es esencial en todos los supuestos de
representación legal, pero no ocurre así en la representación voluntaria. En ésta, el representado
puede imponer al representante que actúe en su propio nombre, aunque lo haga por cuenta y en
interés de aquél, de modo que el fenómeno representativo permanezca oculto para la persona con
quien el representante celebre el acto o negocio de que se trate. Los casos de este tipo se estudian
bajo la denominación de representación indirecta.
Como la persona con quien el representante celebra el negocio representativo desconoce
la existencia del poder de representación, éste queda vinculado directamente con aquella persona.
La consecuencia es que los efectos del negocio sedan directamente entre el representante y la otra
parte, sin perjuicio de la relación interna entre representante y representado, por la que aquél tiene
la obligación de comunicar los efectos del negocio y éste la obligación de asumirlos.
La doctrina y la jurisprudencia reconocen, sin embargo, que algunos de los efectos del
negocio representativo pueden recaer directamente en el representado. Así, los derechos que se
transmiten en virtud del negocio (p. ej., compraventa) se adquieren directamente por el
representado (comprador, en el instante en que el vendedor entrega la cosa al representante
indirecto); por el contrario, las relaciones obligatorias que surgen del negocio se constituyen
directamente entre el representante y la otra parte. Este es el criterio que parece deducirse del
artículo 1717 del Código Civil, que se manifiesta en los siguientes términos:
«Cuando el mandatario (representante) obra en su propio nombre, el mandante
(representado) no tiene acción contra las personas con quienes el mandatario ha
contratado, ni éstas tampoco contra el mandante (representado).
En este caso, el mandatario (representante) es el obligado directamente en favor
de la persona con quien ha contratado, como si el asunto fuera personal suyo. Exceptúase
el caso en que se trate de cosas propias del mandato (representado).
Lo dispuesto en este artículo se entiende sin perjuicio de las acciones entre
mandante (representado) y mandatario (representante».
Del precepto resulta claro que, frente a la otra parte del contrato, el representante es el
obligado, con la sola excepción del «caso en que se trate de las cosas propias del mandante»
(representado); en cuyo caso, las obligaciones se producir

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En opinión de LACRUZ, «cosas propias del mandante» son todos los derechos nacidos
en cabeza del mandatario (representante) que procedan de fondos adelantados por aquél, o
cualquier combinación similar: casos en los cuales el desconocido dominus negotii tendrá acción
contra el tercero contratante a quien se satisfizo el precio, y éste podrá tenerla contra él, todo ello
sin suprimir la responsabilidad del mandatario (representante) ni la garantía que para él, o para el
propio tercero, pueda representar su implicación en el contrato.

4. El negocio jurídico de apoderamiento


El apoderamiento es un negocio jurídico unilateral, en cuya virtud el poderdante
(representado) otorga poder de representación al apoderado (representante).
El negocio es unilateral porque, para la existencia del apoderamiento, basta con la
declaración de voluntad del poderdante concediendo el poder, sin necesidad del consentimiento
del apoderado e, incluso, aunque éste ignore el otorgamiento del poder. Ahora bien, sin perjuicio
de la existencia del apoderamiento, éste es, además, recepticio, pues la declaración de voluntad
en que consiste ha de ser conocida por el apoderado para que produzca efectos.
El otorgamiento del apoderamiento tiene, normalmente, su justificación en otros negocios
existentes entre las partes o que éstas tienen previsto celebrar. Son las llamadas relaciones
subyacentes o básicas (mandato, arrendamiento de servicios, contrato de sociedad) que, como
queda dicho, explican el otorgamiento de aquél.
La más frecuente de estas relaciones subyacentes es el mandato, contrato en cuya virtud
el mandatario se compromete a realizar una actividad o a celebrar un negocio por cuenta del
mandante.
Las relaciones entre mandato y negocio de apoderamiento han planteado, desde antiguo,
dificultades en orden a su diferenciación. La doctrina mayoritaria y la jurisprudencia admiten la
separación entre ambas figuras jurídicas. En apoyo de esta afirmación se dice que el mandato,
como contrato que es, requiere la aceptación expresa o tácita del mandatario, mientras que el
poder es un acto jurídico unilateral, que sólo requiere la declaración de voluntad del poderdante,
que puede ser dirigida a los terceros sin que sea necesaria la aceptación, ni siquiera el
conocimiento del apoderado; por otra parte, el apoderamiento puede originarse sin necesidad de
mandato, a consecuencia de otros contratos (p. ej., contrato de trabajo, arrendamiento de servicios
o contrato de sociedad), y, por último, hay mandatos sin poder, en los que el mandatario no puede
obrar en nombre del mandante (p. ej., el comisionista mercantil).
Nuestro Código civil, sin embargo, no menciona el negocio de apoderamiento y confunde
apoderamiento y contrato de mandato.
Para otorgar el negocio jurídico de apoderamiento, el poderdante o representado ha de
tener la capacidad necesaria para celebrar el negocio jurídico para el que se otorga el poder de
representación (negocio jurídico representativo). Esta tesis se apoya en la consideración lógica de
que una persona sólo puede realizar mediante apoderamiento los actos que podría realizar por sí
misma (p. ej., un menor de edad no tiene capacidad para conceder poder con el fin de vender
inmuebles, pero sí la tiene para conceder poder para aceptar donaciones puras).
En cuanto a la capacidad del representante o apoderado, del artículo 1716 del Código
Civil se deduce que el menor emancipado tiene capacidad para obrar en esa cualidad. Por
consiguiente, para ser representante basta la capacidad general de obrar, no siendo necesaria la
capacidad específica exigida para el negocio representativo.

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El negocio jurídico de apoderamiento está sujeto al principio de libertad de forma (cfr.
art. 1710 CC). Sin embargo, el artículo 1280.5º del Código Civil impone el documento público
en los siguientes casos: «el poder para contraer matrimonio, el general para pleitos y los especiales
que deban presentarse en juicio; el poder para administrar bienes, y cualquier otro que tenga por
objeto un acto redactado o que deba redactarse en escritura pública, o haya de perjudicar a
tercero». El documento público, salvo en el caso del matrimonio por poder (vid. art. 55 CC), no
tiene el carácter de requisito necesario para la existencia del negocio, tiene simplemente valor
probatorio, en el sentido de constituir el único medio de que dispone el representante para
acreditar, frente a terceros, la existencia del poder. Además, el artículo 1280.5º ha de ser
interpretado en conexión con el artículo 1279, también del Código Civil, y, por tanto, el tercero
que haya contratado con el apoderado puede compeler al poderdante para que eleve el poder a
escritura pública.

5. El poder de representación
El poder de representación, que nace del negocio jurídico de apoderamiento, otorga al
representante facultades para concluir negocios en nombre y por cuenta del representado,
produciéndose los efectos de tales negocios no en la esfera jurídica de quien los celebra, sino en
la del propio representado, siempre que no traspase los límites del poder.
Resulta, por tanto, de trascendental importancia conocer la extensión o límites del poder,
pues, si el representante actúa con sujeción a esos límites, los efectos del negocio celebrado se
producen para el representado, mientras que, si traspasa tales límites, los efectos se producen para
el representante. En este último caso, los efectos del negocio sólo pueden afectar al representado
si éste lo ratifica.
El articulo 1714 del Código Civil, con relación al mandato –pero aplicable también al
poder, por la confusión existente en el Código entre mandato y apoderamiento–, prohíbe al
mandatario (representante) traspasar los límites del mandato (poder); pero no se consideran
traspasados tales límites si el mandato es cumplido de una manera más ventajosa para el mandante
(representado) que la señalada por éste (art. 1715).
A los efectos de determinar el alcance del poder, el Código Civil distingue, por un lado,
el poder general del especial. El primero comprende «todos los negocios del mandante»; el
segundo, «uno o más negocios determinados» (art. 1712). Esta clasificación está referida al objeto
del poder; es decir, el poder puede tener por objeto todos los asuntos o negocios del poderdante o
todos los de una cierta esfera de éste (p. ej., los pertenecientes a su actividad agrícola), en cuyo
caso es general; o puede tener por objeto asuntos o negocios determinados (p. ej., vender una
finca), en este caso el poder es especial.
Distingue, también, el Código Civil entre el poder concebido en términos generales y el
poder expreso (art. 1713). Esta clasificación responde a la extensión de las facultades atribuidas
al representante, y su finalidad es interpretar la voluntad del poderdante cuando éste concede el
poder sin expresar su contenido o haciéndolo, pero de forma ambigua. Con este propósito el
artículo 1713 dice que el poder «concebido en términos generales no comprende más que los
actos de administración», que «para transigir, enajenar, hipotecar o ejecutar cualquier otro acto
de riguroso dominio, se necesita mandato expreso». La expresión «mandato expreso» la utiliza
este artículo en el sentido de poder especificado, aunque sea de forma tácita. Además, los actos
de riguroso dominio, de que habla el mismo precepto, son los actos de disposición.

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6. Sustitución del representante
El Código Civil regula la sustitución del mandatario en los artículos 1721 y 1722,
preceptos que son aplicables a la relación representativa. Parte el Código Civil del principio de la
autorización de la sustitución, salvo en el caso de prohibición del mandante (representado). Para
determinar los efectos de la sustitución se deben distinguir los supuestos siguientes:
1º Sustituto nombrado contra la prohibición del representado. Lo hecho por el sustituto
será nulo (art. 1721, últ. párr.).
2º Sustituto nombrado sin que medie autorización ni prohibición del representado. El
representante responde ante el representado de la gestión del sustituto (art. 1721.1º).
Además, el representado tiene acción directa contra el sustituto (art. 1722).
3º Sustituto nombrado mediante autorización del representado para la sustitución, pero
sin designación ni aceptación por éste de la persona del sustituto. Si el nombrado es
notoriamente incapaz (persona con discapacidad) o insolvente, se producen los mismos
efectos del supuesto anterior (arts. 1721.2º y 1722). En otro caso, el representante no
responde de la gestión del sustituto.
4º Sustituto nombrado con autorización del representado y con designación de la persona
del sustituto. El representante tampoco responde de la gestión del sustituto.
Ahora bien, ¿queda fuera de la relación representativa el representante que, autorizado
para sustituir, nombra sustituto? El Tribunal Supremo distingue entre la transmisión del poder y
su sustitución o delegación. La transmisión opera cuando el representante, obrando en nombra
del representado y en virtud de facultades por éste conferidas, traslada a otro las facultades de
que fue investido, con el efecto de quedar desligado de la relación de apoderamiento y puesto en
su lugar el sustituto. En la delegación o sustitución, por el contrario, el representante en nombre
propio, dentro del círculo de facultades que tiene otorgadas, da un poder para actuar a otra
persona, a fin de que ejercite todas o algunas de las facultades, sin que quede fuera de la relación
de apoderamiento primitiva (sentencias de 14 de diciembre de 1943, 9 de mayo de 1958 y 2 de
marzo de 1992, entre otras).

7. Extinción del poder


El poder se extingue por las causas generales de extinción de las relaciones jurídicas:
vencimiento del plazo, cumplimiento de la condición resolutoria, realización del negocio para el
que se concedió el poder, etc. También se extingue el poder por la extinción de la relación básica
o subyacente que constituyó la causa justificativa de su nacimiento. Por último, el poder se
extingue por las causas que le son específicas y que doctrina y jurisprudencia consideran que son
las mismas del mandato. El artículo 1732 del Código Civil (nuevamente modificado por la Ley
8/2021) enumera las siguientes:
1º La revocación del poder. La revocación es la declaración del poderdante dirigida al
apoderado manifestándole su voluntad de poner fin al poder. Puede ser expresa o tácita,
esta última es la derivada de hechos concluyentes (p. ej., según el art. 1735, el
nombramiento de un nuevo apoderado produce la revocación del poder anterior desde el
día en que se hizo saber el nombramiento al primer apoderado).
En la actualidad, sin embargo, la doctrina y la jurisprudencia admiten sin vacilaciones las
cláusulas de irrevocabilidad en aquellos casos en que el poder se da no sólo en interés del
representado sino también en el del representante (p. ej., poder otorgado por el deudor a

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su acreedor para que éste venda una finca de aquél y se cobre con el precio) o cuando se
otorga en virtud de una relación básica que no admite la revocabilidad (p. ej., el art. 1692.1
CC relativo al contrato de sociedad).
2º La renuncia del representante. La renuncia es una declaración de voluntad del
representante, que ha de llegar a conocimiento del representado (declaración recepticia).
Si el representado sufriere perjuicios por la renuncia, el representante deberá
indemnizarle, a menos que funde su renuncia en la imposibilidad de continuar
desempeñando el poder sin grave detrimento suyo (art. 1736 CC). Además, el
representante, aunque renuncie con justa causa, debe continuar su gestión hasta que el
representado haya podido tomar las disposiciones necesarias para ocurrir a esta falta (art.
1737 CC).
3º La muerte o concurso del representado o representante. En el caso de morir el
representante, deberán sus herederos ponerlo en conocimiento del representado y proveer
entretanto a lo que las circunstancias exijan en interés de éste (art. 1739 CC). Si el
fallecido fuera el representado, el representante debe acabar el negocio que ya estuviese
comenzado al ocurrir la muerte, si hubiere peligro en la tardanza (art. 1718.2 CC).
4º El establecimiento en relación al representante de medidas de apoyo que incidan en el
acto en que deba intervenir en esa condición; es decir, cuando el representante devenga a
la situación de persona con discapacidad y necesite medidas de apoyo, tanto de origen
voluntario, legal o judicial, para la realización de los actos que pretenda ejecutar a nombre
del representado.
5º La constitución en favor del representado de la curatela representativa como medida
de apoyo para el ejercicio de su capacidad jurídica, a salvo lo dispuesto en el Código Civil
respecto de los poderes preventivos.
A pesar de la extinción del poder, sus efectos subsisten, a consecuencia de la necesidad
de proteger al representante y a los terceros, siempre que de buena fe ignoren la extinción. Con
este propósito, el artículo 1738 del Código Civil dispone que lo hecho por el representante,
ignorando la muerte del representado u otra cualquiera de las causas que hacen cesar el poder, es
válido y surtirá todos sus efectos respecto a los terceros que hayan contratado con él de buena fe;
y según el artículo 1734, también del Código, cuando el poder se haya dado para contratar con
determinadas personas, su revocación no puede perjudicar a éstas si no se les ha hecho saber.

8. Representación sin poder. La ratificación


Se habla de representación sin poder cuando una persona celebra un negocio
representativo sin poder alguno o sin poder bastante para ello, bien porque no ha existido nunca
el poder, bien porque, aunque existió, se ha extinguido, o bien porque el poder de representación
existe, pero el acto se ha realizado excediendo los límites del mismo. Al representante sin poder
se le viene denominando falsus procurator.
El supuesto está previsto en el artículo 1259.2 del Código Civil, cuando establece que «el
contrato celebrado a nombre de otro por quien no tenga su autorización o representación legal
será nulo, a no ser que lo ratifique la persona a cuyo nombre se otorgue antes de ser revocado por
la otra parte contratante»; en consonancia con esta regla, el artículo 1727.2 dispone que «en lo
que el mandatario (representante) se haya excedido, no queda obligado el mandante
(representado) sino cuando lo ratifica expresa o tácitamente». Parece claro que el artículo 1259
utiliza inexactamente el término «nulo», pues los negocios nulos, así como los inexistentes, no
son susceptibles de ratificación.

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LACRUZ, sobre la base de la doctrina italiana, parte de la idea de que, en el negocio
representativo, participan con verdadera voluntad negocial tanto representante como representado
y que es indiferente, para la eficacia final del negocio, que el consentimiento del interesado llegue
antes o después de la actuación del falso representante. Por ello entiende que el contrato del
representante sin poder, antes de la ratificación, no es sino una parte de cierto camino negocial no
concluido pero viable, al que falta parte del total consentimiento, necesario para su perfección: el
del dominus precisamente. Es un negocio todavía incompleto, imperfecto, por lo que no produce
los típicos efectos negociales, los del negocio concreto cuyo iter está acabado. Por eso no puede
ser todavía plenamente eficaz. Sólo en este sentido es ineficaz. El negocio alcanza la plena
eficacia, como si hubiera sido celebrado por un representante con poder, cuando posteriormente
el representado lo ratifica.
La ratificación es la declaración de voluntad unilateral y recepticia del representado,
dirigida al tercero contratante, por la que manifiesta su decisión de incorporar su voluntad al
negocio representativo.
El sujeto de la ratificación es el representado, es decir, la persona en cuyo nombre o por
cuya cuenta ha actuado el falso representante. Ha de tener la capacidad de obrar necesaria para
celebrar el negocio jurídico que ratifica.
La ratificación está sujeta al principio de la libertad de forma, en los mismos términos
vistos anteriormente para el negocio de apoderamiento, y puede ser expresa o tácita. Esta última
derivada de actos concluyentes que no ofrezcan duda en orden a la aceptación por el dominus de
lo hecho por el falso representante.
La ratificación ha de verificarse antes de que el tercero revoque el negocio representativo
celebrado sin poder (art. 1259.2 CC).
«La ratificación 1 –dice DÍEZ-PICAZO– es a posteriori lo mismo que la concesión del
poder de representación es a priori». Esto significa que le negocio celebrado por el falso
procurador se perfecciona y deviene plenamente eficaz; pero, como vienen reconociendo desde
antiguo la doctrina y la jurisprudencia, ese efecto se produce a partir del momento en que lo
celebró el representante; es decir, el negocio representativo, una vez ratificado, resulta eficaz ex
tunc, como si hubiera existido el poder en el momento de su celebración. La ratificación opera
retroactivamente, pero sin perjuicio de los derechos adquiridos de buena fe en el ínterin por los
terceros extraños al negocio.
Si no se produjera la ratificación por parte del representado, es evidente que el negocio
celebrado por el falso representante no le afectará en ningún aspecto. A su vez, el tercero con
quien celebró el negocio el representante tiene derecho a exigir la indemnización de los daños y
perjuicios que la actuación de éste le haya causado.

III. LA REPRESENTACIÓN LEGAL


Como se ha visto en algún momento anterior, el distinto origen del poder de
representación determina la distinción entre representación legal y voluntaria. La distinción la
recoge el Código Civil, en el artículo 1259.1, cuando dispone que «ninguno puede contratar a
nombre de otro sin estar por éste autorizado o sin que tenga por la ley su representación legal».
La diferencia más importante entre la representación legal y la voluntaria se haya en el
distinto fundamento de una y otra. La legal responde a la necesidad de suplir la falta de capacidad
de obrar del representado o evitar las consecuencias perjudiciales que puedan derivar para los
bienes cuando carecen de titular o cuando el titular de los mismos no está en condiciones de

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asumir su gestión. La voluntaria, por el contrario, cumple la función de ampliar las posibilidades
de actuación jurídica de la persona, siempre que se trate de actos respecto de los cuales el
interesado tenga capacidad suficiente para realizarlos por sí mismo. En consecuencia,
respectivamente, es la ley o la voluntad del interesado la que origina el fenómeno representativo,
determina la persona del representante y señala el objeto y límites de la actuación representativa.
A pesar de las claras diferencias existentes entre la representación legal y la voluntaria,
es dominante la opinión de mantener a aquélla integrando la teoría general de la representación,
entre otras razones, porque en ambas concurre lo que constituye la esencia de la representación:
una persona –el representante– actúa en nombre y por cuenta de otra –representado–, con la
consiguiente producción de los efectos de la actuación representativa en el patrimonio o esfera
jurídica del representado.
Los supuestos más importantes de representación legal son los siguientes:
a) La de los padres, titulares de la patria potestad, respecto de los hijos menores no
emancipados (arts. 154.2º y 162.1 CC).
b) La del tutor en cuanto a los menores no emancipados ni sujetos a la patria potestad, o
menores en situación de desamparo (art. 199 CC).
c) La del curador en los casos excepcionales en los que la representación legal resulte
imprescindible por las circunstancias de la persona con discapacidad (art. 269.3 CC).
d) La del defensor judicial, respecto de los menores, en los asuntos en que exista conflicto
de intereses entre ellos y sus representantes legales; cuando el tutor, por cualquier causa,
no desempeñe sus funciones; cuando el menor emancipado requiera el complemento de
capacidad previsto en los arts. 247 y 248 y a quienes corresponda prestarlo no puedan
hacerlo o exista con ellos conflicto de intereses, o, por último, cuando quien desempeñe
la curatela esté impedido de modo transitorio para actuar en un caso concreto o exista un
conflicto de intereses ocasional entre el curador y la persona a quien preste apoyo (arts.
235 y 283 CC).
e) La del defensor del desaparecido (art. 181 CC) y la del representante del declarado
ausente (art. 184 CC).
f) La representación legal del concebido y no nacido (art. 627 CC).
No se puede hablar de una capacidad general para ser representante legal, pues es
variable, al ser la requerida para el cargo o potestad a cuyo titular se confiere la representación
legal.
En cuanto al ámbito y contenido de facultades del poder que confiere la ley, han de
adaptarse a los medios que sean necesarios para que cada tipo de representación legal cumpla su
misión.

IV. EL NEGOCIO DEL REPRESENTANTE CONSIGO MISMO


El autocontrato o negocio del representante consigo mismo es la figura jurídica que surge
cuando una persona celebra un negocio jurídico en el que actúa, de un lado, como representante
de otra persona y, de otro lado, interviene en nombre e interés propios, o bien celebra el negocio
como representante de las dos partes que intervienen en el mismo (p. ej., el representante compra
para sí el bien que su representado le ha encargado vender, o bien, si habiendo recibido el encargo

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de dos personas, a las que representa, de vender y comprar, respectivamente, vende a una el bien
de la otra).
Nuestro derecho positivo no regula el autocontrato. Sólo se refiere a determinados
supuestos concretos para prohibirlo, como son los siguientes:
a) El artículo 1459 CC prohíbe adquirir por compra, aunque sea en subasta pública o
judicial, por sí o por persona intermedia: a los que desempeñen el cargo de tutor o
funciones de apoyo, los bienes de la persona o personas a quienes representen; a los
mandatarios, los bienes de cuya gestión estuviesen encargados, y a los albaceas, los bienes
confiados a su cargo.
b) El artículo 162.2º CC excluye de la representación legal que corresponde a los padres
respecto de los hijos aquellos actos en que exista conflicto de intereses entre ambos.
c) El artículo 226.2º CC prohíbe al tutor representar al tutelado cuando en el mismo acto
intervenga en nombre propio o de un tercero y existiera conflicto de intereses.
d) El art. 251.2º CC, en iguales circunstancias que en el apartado anterior, prohíbe a quien
desempeñe alguna medida de apoyo su ejercicio.
e) El artículo 267 del Código de Comercio prohíbe al comisionista comprar para sí o para
otro lo que se le haya mandado vender, y vender lo que se le haya encargado comprar, sin
licencia del comitente.
De estos artículos se deduce con claridad la regla contraria, favorable a la admisión de
autocontrato siempre que queden a salvo los interese contrapuestos entre los del propio
contratante y los de su representado, o cuando, aun sin quedar aquéllos a salvo, haya autorización
del representado a tal efecto.
Las prohibiciones establecidas en la ley han de ser objeto de interpretación extensiva en
todos aquellos otros supuestos en que, sin estar literalmente previstos, concurra la contraposición
de intereses que la prohibición legal trata de evitar.
La Dirección General de los Registros y del Notariado, a partir de la resolución de 29 de
diciembre de 1922, se ha mostrado favorable a la admisibilidad del autocontrato, con los límites
conocidos de que no haya contraposición de intereses o de que haya autorización del representado.
En esta misma dirección de manifiesta el Tribunal Supremo a partir de la sentencia de 5 de
noviembre de 1956.
Celebrado un autocontrato existiendo conflicto de intereses y sin mediar autorización del
representado, es decir, de los excluidos, se discute sobre la clase de ineficacia o invalidez que le
corresponde. Aparte de otras opiniones, el criterio que parece más adecuado, por ser el que mejor
defiende los intereses en juego, es el que entiende que el autocontrato celebrado en tales
condiciones es ineficaz, por la razón de que el representante carece de poder para ello, siendo
ratificable por el interesado (DE CASTRO, ROCA SASTRE y PUIG BRUTAU, ALBALADEJO,
DÍEZ-PICAZO y LACRUZ).

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