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EL PEÓN

Skye Warren
“¡Perversamente brillante, oscuro y adictivo!”
— Jodi Ellen Malpas, autora número uno en ventas según The New York
Times.
El precio de la supervivencia…
Gabriel Miller irrumpió en mi vida como una tormenta. Frío y
vengativo, derrumbó a mi padre dejándolo sin un centavo y agonizando en
una cama de hospital. Abandoné la universidad privada para cuidar de la
única familia que me queda.
Hay una manera de salvar nuestra casa, solo me queda una cosa con
algo de valor.
Mi cuerpo.
Una subasta prohibida…
Gabriel aparece en cada giro. Parece sentir placer al verme caer. Otras
veces, es el único rastro de amabilidad en un inframundo brutal.
Salvo que esté jugando un oscuro juego que yo desconozco. Cada
movimiento nos vuelve a encontrar, cada secreto nos separa. Y cuando
quede la última pieza por jugar, solo uno de los dos quedará en pie.
EL PEÓN es una novela de Skye Warren, autora número uno en ventas
según The New York Times; una historia sobre la venganza y la seducción
en el juego del amor. Es el primer libro de la nueva serie FINAL DEL
JUEGO.
“Pecaminosamente sexi y hermosamente oscura.” ¡El Peón jugará con tu
corazón y te dejará ansiando más!
— Laura Kaye, autora número uno en ventas según The New York Times.

“¡Arriesgada, provocativa y profundamente erótica, El Peón es una de mis


mejores lecturas del año! Skye Warren trae una sensual batalla de
voluntades con garantía de dejarte jadeando al final”.
— Elle Kennedy, autora número uno en ventas según The New York Times.

“¡Categóricamente pecaminosa y atrozmente sexi! Las emociones corren y


los lectores se quedarán boquiabiertos”.
— Lisa Renee Jones, autora número uno en ventas según The New York
Times.
“¡Lectura inteligente, oscura y profundamente sensual con personajes de los
que me enamoré desde que aparecen en las páginas!”
— Carly Phillips, autora número uno en ventas según The New York Times.

“EL PEÓN de Skye Warren es un triunfo de la intriga, la angustia y el


drama sensual. Estuve apretándolo todo. Gabriel y Avery me absorbieron
desde los primeros párrafos y nunca me soltaron”.
— Annabel Joseph, autora número uno en ventas según The New York
Times.

“Un sensual, sigiloso y retorcido juego del gato y el ratón que me absorbió
por completo y me hizo pasar las páginas cada vez más rápido. Astuto y
brillante”.
— K. L. Kreig, autora número uno en ventas según USA Today.
“EL PEÓN es Skye Warren en lo más alto de sus increíbles poderes para
narrar historias, tejiendo esta vez algo completamente mágico y caliente”.
— Annika Martin, autora número uno en ventas según The New York
Times.

“Una obra de ficción erótica bien escrita, protagonizada por una heroína
desesperada, para los fanáticos macho alfa”.
— Kirkus Reviews
Índice
Portada
Titulo de la Página
Sobre el libro
Epígrafe
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Capítulo Diecinueve
Capítulo Veinte
Capítulo Veintiuno
Capítulo Veintidós
Capítulo Veintitrés
Capítulo Veinticuatro
Capítulo Veinticinco
Capítulo Veintiséis
Capítulo Veintisiete
Capítulo Veintiocho
Capítulo Veintinueve
Capítulo Treinta
Capítulo Treinta Y Uno

Extracto de El Caballo
Libros de Skye Warren
Acerca de la autora
Derechos de autor
Todo peón tiene potencial para ser una reina.
— James Mason
PRÓLOGO

L A FIESTA ESTÁ desbordada de invitados desde el salón de baile hasta el


jardín delantero. Es de noche, pero la casa está iluminada, brillante como el
sol. Diamantes brillan a mi alrededor. Hemos llegado a ese punto donde
todos están tan ebrios que sonríen, aunque no tanto como para comenzar a
balbucear. Hay casi demasiada gente, casi demasiado alcohol. Casi
demasiada riqueza en una sala.
Me recuerda a Ícaro, con sus alas de cera y plumas. Si Ícaro tuviera una
lista de quinientos invitados a su fiesta de graduación. Me recuerda a volar
demasiado cerca del sol.
Logro alcanzar una copa de champán que lleva uno de los camareros,
quien finge no ver. Las burbujas me hacen cosquillas en la nariz mientras
me desvío hacia la cocina. Rosita está parada frente a la estufa, revolviendo
su mundialmente conocido jambalaya en una olla gigante de hierro fundido.
Las especias me invitan a acercarme.
Alcanzo una cuchara.
—¿Ya está listo?
Ella me aparta la mano.
—Arruinarás tu bonito vestido. Estará listo cuando esté listo.
Tenemos empresas de catering que preparan comida para todos nuestros
eventos, pero al ser esta mi fiesta de graduación, Rosita aceptó preparar mi
plato favorito. Pondrá unas cucharadas en pequeñas tartaletas de hojaldre y
lo llamará canapé.
Trato de poner mala cara, pero todo es demasiado perfecto. Solo falta
algo en esta escena. Le doy un beso en la mejilla.
—Gracias, Rosita. ¿Has visto a papá?
—Donde siempre está, lo más probable.
Eso temo. Cruzo la puerta batiente que conduce al lado privado de la
casa. Paso junto a Gerty, nuestra organizadora de eventos, quien está
refunfuñando sobre los invitados que no están en la lista.
Subo por la escalera de roble, respirando el aroma de nuestra casa. Hay
algo aquí tan reconfortante. Voy a extrañarlo todo cuando me vaya a la
universidad.
En lo alto de las escaleras, escucho voces de hombres.
No me extraña. Estoy a la vuelta de la oficina de papá. Siempre hay
hombres que vienen a reunirse con él. La mitad de las personas con quienes
trabaja está abajo ahora mismo. Pero él prometió no trabajar esta noche, y
voy a recordárselo, incluso si tengo que llevarlo abajo a rastras.
—¿Cómo te atreves a acusarme de…?
El veneno en las palabras me detiene en el rellano. No parece una
reunión de negocios ordinaria. Las cosas pueden ponerse tensas en torno a
la firma de un contrato, pero suelen haber palmadas en la espalda y
conversaciones sobre fútbol antes y después.
Más palabras acaloradas revolotean bajo del ruido de la fiesta, ominosas
e ininteligibles. Junto las manos, a punto de darme la vuelta. No voy a
molestarlo.
Un hombre dobla la esquina, casi tropezándome.
Me sobresalto y doy un paso atrás. No hay nada a mis espaldas. ¡Las
escaleras! De pronto, dos manos me toman los brazos y me llevan de vuelta
a tierra firme. Solo alcanzo a ver unos ojos dorados y furiosos, casi felinos,
definitivamente salvajes. Finalmente, me sobrepasa al bajar por las
escaleras. Me aferro a la barandilla tallada con las rodillas temblorosas.
Transcurre otro minuto antes de que pueda soltar la barandilla de
madera. Todavía no recobro el aliento por ese reciente paso en falso, por las
manos de ese hombre en mis brazos descubiertos. Encuentro a papá
caminando en su oficina. Me mira con una expresión extraña, como de
pánico.
—¿Papá?
—Ahí estás, Avery. Lo siento. Sé que dije que hoy no trabajaría.
—¿Quién era ese?
El semblante se le nubla. Solo entonces, bajo el misterioso resplandor
de la lámpara, noto las líneas en su rostro, más profundas que nunca.
—No te preocupes por él. Esta noche eres la estrella.
Ahora que he empezado a notar su apariencia, ya no puedo detenerme.
Su cabello. Completamente blanco.
—Sabes que no necesito todo esto. Esta fiesta. Todo. No tienes que
trabajar tanto. —La sonrisa que cruza su rostro es melancólica.
—¿Qué haría si no trabajara?
Me encojo de hombros, pues no tiene importancia. El padre de mi
amiga Krista juega al golf todos los días. La madre de Harper va por su
cuarto esposo. Cualquier cosa, menos quedarse detrás de un escritorio, con
ojos suaves y tensos.
—Podrías salir con alguien o algo así. —Se ríe, pareciéndose más a él.
—Eres la única chica en mi vida, dulzura. Ahora ven. Vayamos a la
fiesta antes de que destruyan la casa.
Su brazo alrededor de mis hombros me acerca a él y me acurruca hacia
su chaqueta. Respiro su reconfortante olor; el leve aroma a humo de
cigarro, aunque él jura haberlo dejado. Apoyo mi cabeza sobre su hombro
mientras pasamos a un lado del tablero de ajedrez donde jugamos juntos.
—Extrañaré nuestros juegos. —Me besa la sien.
—No tanto como yo te extrañaré a ti.
—Podrías descargar una aplicación en el teléfono. Podríamos jugar en
línea.
—Tengo suerte si puedo hacer llamadas con esta cosa —dice riendo. Su
expresión se oscurece cuando mira la pantalla de su teléfono y lee un
mensaje que emerge sobre un fondo blanco—. Cariño, tengo que llamar a
alguien.
La decepción hace que me arda la garganta. Por supuesto que es un
hombre ocupado. La mayoría de mis amigos apenas conoce a sus padres.
Tengo suerte de que siempre haya tenido tiempo para mí. No importa cuán
complicadas se vuelvan las cosas en sus negocios, siempre tiene tiempo
para nuestras partidas de ajedrez todas las semanas.
Le beso la mejilla y por primera vez veo las marcas de la edad en su piel
endurecida.
Abajo encuentro a Justin, siguiendo el sonido de su risa. Se trata de una
carcajada sonora que sospecho que ha estado practicando. Sin embargo, es
efectiva y contagiosa. Ya estoy sonriendo al entrar en la sala.
Me extiende la mano.
—La mujer del momento.
Me repliego a su lado, sintiendo las cosquillas del champán en mi
torrente sanguíneo y el alivio de estar abajo. Lo que sea que haya sucedido
en aquella oficina fue tenso y oscuro.
—Solo buscaba a papá.
—Trabajando —adivina Justin.
—Desafortunadamente.
—Bueno, supongo que no te queda más remedio que estar conmigo —
dice Justin, guiñando un ojo a la pareja con la que hablaba. Los reconozco
como un famoso neurocirujano y su esposa, padres de un hombre que se
postula a un escaño en el Senado Nacional.
Me presento ante ellos. Por supuesto, esta fiesta no es solo por mi
graduación del colegio. Como todas las fiestas de la sociedad de
Tanglewood, es para establecer una red de contactos. Para mi padre. Para
Justin, que tiene grandes planes de seguir los pasos de su padre en la
política.
—Graduada con honores —dice Justin—. Deberías haber escuchado su
discurso donde habla de que las cosas que hoy hacemos, se convertirán en
los mitos del futuro.
El hombre sonríe, algo indulgente.
—Ella será un gran activo para ti.
Consigo mantener una expresión cordial, aunque espero ser más que un
activo. Quiero ser su compañera. Él lo sabe, ¿no? Justin tiene esa sonrisa
pública, esa que es demasiado brillante y demasiado blanca. Esa que no
significa nada.
Para cuando estamos poniendo las excusas para alejarnos, me duelen las
mejillas de tanto sonreír.
Justin me empuja detrás de una cortina, acariciando mi cuello.
—Tal vez podamos escabullirnos a tu habitación.
—Oh —le digo, sin aliento—. Creo que papá bajará pronto…
—No se enterará —murmura, sus manos se deslizan sobre mi vestido, y
debajo de él. No estamos a la vista de la fiesta, pero cualquiera podría
aparecerse. Mi corazón se agita. Sus manos son suaves y tenaces —y por
alguna razón, mi mente trae al hombre en lo alto de las escaleras, su fuerte
apretón en mis brazos.
—Justin, yo….
—Vamos. Cumpliste dieciocho hace dos semanas.
Y está bien, ya usé eso como excusa. Porque no me sentía lista. Y no
tiene nada que ver con mi edad o con cuánto amo a Justin. Tal vez si mi
madre aún estuviera viva, si hubiera podido contarme los secretos de ser
mujer. Internet es un pésimo maestro.
Doy un giro y lo empujo a la distancia de mis brazos.
—Te amo.
Él frunce el ceño.
—Avery.
—Pero no era solo por tener diecisiete años. Es por todo. Quiero…
quiero esperar.
Sus ojos se entrecierran, y estoy segura de que va a decir que no. Va a
marcharse molesto. «¿Qué pasa si lo arruiné todo?»
De a poco, parece relajarse.
—Bueno.
—¿Bueno?
Suspira.
—No me hace feliz, pero estoy dispuesto a esperar. Vale la pena esperar
por ti.
Siento un nudo en la garganta. Sé que es mucho pedir, pero es el mejor
novio que puedo imaginar. Y papá lo ama, lo cual es una gran ventaja. Este
otoño comenzaré la escuela en Smith College, la misma universidad privada
solo para chicas a la que irá Harper. Todo es perfecto.
Así es como se siente este momento, como volar.
No tengo idea de que, en menos de un año, me caeré del cielo.
CAPÍTULO UNO

E L VIENTO GOLPEA mis tobillos y agita los bajos de mi impermeable negro.


Se forman gotas de agua en mis pestañas. En la corta caminata desde el taxi
hasta el pórtico, mi piel se ha vuelto resbaladiza con la humedad de la
lluvia.
Unas vides talladas y unas hojas de hiedra decoran la ornamentada
puerta de madera.
Tengo cierto conocimiento sobre antigüedades, pero no puedo calcular
el precio de esta en particular, especialmente por hallarse sometida a la
voluntad de los vándalos. Supongo que incluso los delincuentes saben muy
bien que deben dejar tranquilo al Retiro.
Oficialmente, el Retiro es un club de caballeros, del tipo del viejo
mundo con cigarros e invitaciones privadas. Extraoficialmente, es un
compendio de los hombres más poderosos de Tanglewood. Hombres
peligrosos. Criminales, aun cuando visten de traje al violar la ley.
Un pesado llamador de hierro con la forma de un fiero león advierte a
los visitantes. Estoy lo suficientemente desesperada como para ignorar esa
advertencia. Mi corazón golpea mi pecho con fuerza y se hincha, haciendo
latir los dedos de mis manos y mis pies. La sangre corre de prisa por mis
oídos, ahogando el silbido que proviene del tráfico detrás de mí.
Levanto el grueso anillo y golpeo una, dos veces.
Una parte de mí teme lo que me pasará cuando atraviese esa puerta.
Pero una parte aún mayor teme que la puerta no se abra. No veo ninguna
cámara instalada en el muro, pero han de estar observando. ¿Me
reconocerán? No estoy segura de que eso pudiera resultar de ayuda. Quizás
sea mejor que solo vean a una chica desesperada, pues eso soy ahora.
Un chirrido suave viene de la puerta. Luego se abre.
Me sorprenden sus ojos, de un profundo color ámbar, como un brandi
caro y casi translúcido. El aliento se atora en mi garganta, mis labios
helados quieren evitar palabras como por favor y ayuda. Por instinto, sé que
no funcionarán; este no es precisamente un hombre entregado a la
misericordia. Su camisa entallada y sus mangas arremangadas con descuido
me anticipan que mencionará un precio. Uno que no estoy en condiciones
de pagar.
Debería haber habido un sirviente, pensé. Un encargado. ¿No es eso lo
que tienen los elegantes clubes de caballeros? O tal vez alguna clase de
guardia de seguridad. Incluso nuestra casa tenía una persona encargada de
abrir la puerta, al menos alguna vez la tuvo. Antes de caer en desgracia.
Antes de que mi mundo se derrumbara.
El hombre no hace ningún movimiento para hablar, invitarme a pasar o
expulsarme. En cambio, me mira con vaga curiosidad, con algo de piedad,
del mismo modo en que alguien miraría un animal en el zoológico. Así ha
de ser el mundo para estos hombres, que son extremadamente ricos y tienen
más poder que el presidente.
Así habrá sido como yo miraba el mundo, antes.
Siento un nudo en la garganta, como si mi cuerpo luchara en mi contra,
aun cuando mi mente sabe que esta es la única opción.
—Necesito hablar con Damon Scott.
Scott es el usurero más célebre de la ciudad. Su negocio son las grandes
sumas de dinero y nada menos que eso me ayudará a salir de esto. Ya
hemos sido presentados antes; él abandonó la alta sociedad cuando yo ya
tenía la edad suficiente para asistir a esos eventos con frecuencia. Corrían
rumores, incluso entonces, sobre aquel joven con ambición. En aquel
tiempo, tenía vínculos con el submundo, y ahora es su rey.
Alza una ceja gruesa.
—¿Qué quieres con él?
Una sensación de familiaridad llena el espacio entre nosotros, aunque sé
que no nos hemos conocido. Este hombre es un extraño, pero me mira como
si quisiera conocerme. Me mira como si ya me conociera. Sus ojos recorren
mi cara con intensidad, tan firmes y reveladores como una caricia.
—Necesito… —Mi corazón late con fuerza mientras pienso en todo lo
que necesito… un botón de rebobinado. Alguien en la ciudad que no me
odie solo por mi nombre—. Necesito un préstamo.
Me obsequia un escrutinio lento, del nervioso deslizamiento de mi
lengua pasando por mis labios, hasta mi escote. Quise vestirme
profesionalmente, un suéter negro de cuello alto y una falda lápiz. Su
extraña mirada ámbar desabrocha mi abrigo, rasga el costoso algodón,
desgarra la tela de mi sostén y mi prenda interior. Él ve a través de mí y
tiemblo cuando una oleada de conciencia recorre mi piel.
He conocido a un millón de hombres en mi vida. Estrechado sus manos.
Sonreído. Nunca me he sentido tan mirada como en este momento. Nunca
sentí que alguien pudiera exponer mi interior, revelar a la luz cada uno de
mis oscuros secretos. Él ve mis debilidades y, a juzgar por la mueca cruel
de su boca, le gustan.
Sus párpados bajan.
—¿Y qué ofreces como garantía?
Nada excepto mi palabra. Que no valdría nada si él supiera mi nombre.
Trago saliva a través del nudo en mi garganta.
—No lo sé
«Nada.»
Da un paso adelante y de repente me encuentro acorralada contra la
pared de ladrillo a un lado de la puerta; su enorme cuerpo bloquea la cálida
luz del interior. Se siente como una brasa encendida frente a mí, su calor en
duro contraste con el frío ladrillo en mi espalda.
—¿Cómo te llamas, niña?
La palabra niña es como una bofetada en la cara. Me esfuerzo por no
inmutarme, pero es difícil. Me abruma todo de él; su tamaño, su voz baja.
—Mi nombre se lo diré al señor. Scott.
En la penumbra que hay entre nosotros, su sonrisa se extiende, blanca y
burlona. El placer que ilumina sus extraños ojos amarillos es casi sensual,
como si yo lo acariciara.
—Antes deberás pasar por mí.
Mi corazón golpea con fuerza. Le gusta que yo lo esté desafiando, y
Dios, eso es aun peor. ¿Y si ya he fallado? Estoy en caída libre, girando y
dando tumbos sin una sola esperanza de aferrarme a algo. ¿A dónde iré si
me rechaza? ¿Qué le sucederá a mi padre?
—Déjame ir —susurro, pero mi esperanza se desvanece rápidamente.
Sus ojos brillan con advertencia.
—La pequeña Avery James, ya toda una mujer.
Un pequeño jadeo resuena en el espacio entre los dos. Él ya sabe mi
nombre. Eso significa que sabe quién es mi padre. Y sabe lo que ha hecho.
Las contradicciones se precipitan a mi garganta, suplican comprensión. La
dura expresión de sus ojos, la tremenda fuerza de sus hombros me dice que
aquí no hallaré piedad.
Me yergo. Estoy desesperada, pero no perdida.
—Si sabes mi nombre, sabes que tengo amigos en posiciones altas.
Conexiones. Una historia en esta ciudad. Eso tiene que valer algo. Esa es mi
garantía.
Es posible que esas conexiones ni siquiera atiendan mi llamada, pero
tengo que intentar algo. No sé si será suficiente para un préstamo o si
apenas podrá ayudarme a cruzar la puerta. Aun así, una leve sensación de
orgullo familiar se apodera de mi piel. Aun si me rechaza, mantendré mi
cabeza en alto.
Los ojos dorados me estudian. Algo en la forma en que dijo pequeña
Avery James sonó familiar, pero nunca había visto a este hombre. Al menos
no creo que nos hayamos conocido. Hay algo en el brillo de esos ojos de
otro mundo que me susurra, como una melodía que ya he oído antes.
Su licencia de conducir probablemente diga algo mundano, como cafés.
Pero esa palabra nunca podrá describir la forma en que sus ojos son casi
luminosos, perlas de ámbar que guardan los secretos del universo. Café
nunca podrá describir el profundo matiz dorado, la indeleble opulencia que
hay en su intensa mirada.
—Sígueme —dice.
El alivio me atraviesa, inundando mis extremidades entumecidas y
despertándome lo suficiente como para preguntarme qué estoy haciendo
aquí. Estos no son hombres, son animales. Son depredadores, y yo soy una
presa. ¿Por qué querría entrar?
¿Qué otra opción tengo?
Paso por el umbral de mármol veteado.
El hombre cierra la puerta detrás de mí, silenciando la lluvia y el tráfico;
la ciudad entera desaparece en un suave giro de llave. Sin pronunciar otra
palabra, camina por el pasillo, más profundo en las sombras. Me apresuro a
seguirlo, manteniendo mi barbilla en alto y los hombros hacia atrás, como si
fuera una invitada para todo el mundo. ¿Así es como se siente la gacela
cuando corre por las llanuras, en estado de gracia, lista para su carnicería?
El mundo entero se vuelve negro tras la escalera, solo respiración, solo
cuerpos en la oscuridad. Luego, él abre otra puerta gruesa y maciza, que
revela un apenas iluminado cuarto de madera de cerezo y cristal tallado, de
cuero y humo. Apenas alcanzo a ver ojos oscuros, trajes oscuros. Hombres
oscuros.
Siento la repentina urgencia de esconderme detrás del hombre de ojos
dorados. Es ancho y alto, con manos que podrían rodear mi cintura. Es un
hombre gigante, áspero y duro como piedra.
Pero él no está aquí para protegerme. Podría ser el más peligroso de
todos.
Un hombre suelta el aliento, el humo sale encrespado de sus labios.
Lleva un chaleco color gris pizarra y una corbata lavanda. En otro hombre
eso lo haría ver suave, pero con aquella barba de dos días en esa mandíbula
robusta, con un brillo diabólico en sus ojos negros, él es puro poder
masculino.
Damon Scott
—¿A quién tenemos aquí? —dice.
Hay otros hombres en la habitación, otros trajes, pero no me fijo en
ellos.
El hombre se sienta cerca de Damon, a su derecha y un poco más en las
sombras, sus ojos se vuelven de bronce en la oscuridad. Como si nos
estuviera mirando a todos, como si estuviera apartado. Tampoco me fijo en
él.
—Soy Avery James —le digo, levantando la cabeza—. Y estoy aquí por
un préstamo.
Damon deja caer su cigarro en un plato de cerámica sobre la mesa
auxiliar. Se inclina hacia adelante, presionando sus dedos.
—Avery James, como vivo y respiro. Nunca imaginé que me visitarías.
—Tiempos desesperados —digo porque mi predicamento no es un
secreto.
—Medidas desesperadas —dice él lentamente, como saboreando las
palabras, atesorándolas—. No tengo la costumbre de dar dinero por nada, ni
siquiera a mujeres hermosas.
Me encuentro buscando los ojos dorados en la oscuridad. ¿Para ganar
coraje? Cualquiera fuese la razón, siento la fuerza inyectárseme como un
espeso trago de brandi.
—¿Por qué prestas dinero?
Damon ríe de repente, el opulento sonido llena la habitación. Los otros
hombres se ríen entre dientes junto con él. Soy su fuente de
entretenimiento. Mis mejillas arden.
El hombre de ojos dorados no esboza una sonrisa.
Damon se inclina hacia adelante, ojos de obsidiana que brillan.
—A cambio de más dinero, belleza. Por eso tienes un problema. Ese
diploma del colegio no va a valer mucho, ni siquiera el de la mejor escuela
privada del estado.
No lo haría. ¿Y quién contrataría a una desconocida cuando mi padre
acaba de ser condenado por fraude? Parte de mí todavía se niega a ver la
verdad. Sigo alejándome de ella. Siempre que hiere.
—Soy inteligente. Estoy dispuesta a trabajar. Ya pensaré en algo. Solo
necesito tiempo.
Tiempo para mantener a raya a los acreedores, tiempo pagar la atención
médica de mi padre. Tiempo para rezar, porque no tengo otras opciones.
—Tiempo. —Me extiende una sonrisa torcida—. ¿Y cuánto vale eso
para ti?
La vida de mi padre. Eso es lo que pende de un hilo.
—Todo.
Los ojos dorados me miran sostenidamente, midiéndome. Poniéndome a
prueba.
El señor Scott resopla divertido.
—¿Por qué te daría veinte mil dólares que nunca volveré a ver, sin
contar intereses?
Más de veinte mil. Necesito cincuenta. «Necesito un milagro.»
—Por favor. Si no puedes ayudarme…
—No puedo —dice con firmeza.
Ojos Dorados se reclina, medio rostro en la sombra. —Eso no es del
todo cierto.
Toda la sala se paraliza. Incluso Damon Scott hace una pausa, como si
considerara seriamente las palabras. Damon Scott es el hombre más rico de
la ciudad, el más poderoso. El más peligroso. ¿Quién puede decirle qué
hacer?
—¿Quién eres tú? —pregunto, mi voz tiembla apenas un poco.
—¿Eso que importa? —pregunta Ojos Dorados con su tono burlón.
La ira se mezcla con desesperación. Ya estoy en caída libre, ¿por qué no
debería abrir mis brazos?
—¿Quién eres tú? —pregunto nuevamente—. Si vas a decidir mi
destino, al menos debería conocer tu nombre.
Se inclina hacia adelante, la luz agrega ámbar a su mirada centelleante.
—Gabriel —dice simplemente.
Mi corazón se detiene.
Scott sonríe, sus ojos se entrecierran de placer. Él está disfrutando esto,
anticipándolo. Es casi sexual, la forma en que me mira.
—Gabriel Miller. El hombre a quien le robó tu padre.
Gabriel Miller sonríe vagamente. —El último hombre a quien le robó.
Oh, y se aseguró de que mi padre nunca robara otra vez.
Que nunca más pudiera hacer nada.
Siento pinchazos contra mis ojos. No, no puedo llorar delante de ellos.
No puedo desmoronarme, porque mi padre está acostado en una cama, sin
poder levantarse, apenas capaz de moverse por lo que este hombre hizo.
Este es el hombre que entregó a mi padre a las autoridades.
Este es el hombre que causó la desgracia de mi familia.
Me trago el nudo que se me formó en la garganta.
—Tú… —Respiro profundamente, porque requiere de todo mi
autocontrol no lanzarme sobre él—. Eres un asesino.
Si Scott es el rey del inframundo, Gabriel Miller es un dios. Su imperio
se extiende por los estados del sur e incluso en el extranjero. Compra y
vende todo lo que vale dinero: drogas, armas. Personas. Mi padre me
advirtió que me mantuviera alejada de él, pero entonces ¿por qué
secretamente aceptó sobornos? ¿Por qué traicionó a Gabriel Miller,
sabiendo lo peligroso que era?
Mi padre no está muerto, pero sin una fuerte dosis de analgésicos,
desearía estarlo.
—He matado hombres —dice Gabriel, irguiéndose en toda su altura. No
puedo evitar retroceder un poco. ¿Sería capaz de pegarme? ¿O algo peor?
Sus ojos se estrechan—. Cuando me mienten. Cuando me roban.
«Como lo hizo mi padre.»
Una sensación de caída me revuelve el estómago. Sé que debería estar
aterrorizada, y lo estoy —pero he estado encerrada en una jaula toda mi
vida. Una parte de mí disfruta el viento en mi cara.
—Yo no te robé.
Scott asiente brevemente, reconociendo esa horrible verdad.
—Aun así, su dinero pagó tus bonitos zapatos, ¿no? Y las clases de
yoga que tornearon ese hermoso cuerpo.
Y mi padre pagó un precio terrible por ese dinero. Todavía lo recuerdo
ensangrentado, destrozado. Alguien envió hombres para destrozarlo.
¿Fueron los hombres por los que mi padre traicionó a Gabriel Miller?
¿O fue Gabriel Miller quien ordenó que golpearan a mi padre?
Fuerzo los hombros hacia atrás.
—Dijiste que podías ayudarme.
Pase lo que pase después, lo enfrentaré con honor, con coraje. Con la
misma sensación de fortaleza que creo tenía mi padre. ¿Cómo hubo de
enseñarme acerca de la honestidad mientras mentía todo el tiempo? El
apellido James solía significar algo, y ahora intento conservar los últimos
fragmentos de nuestra dignidad.
—Quítate el abrigo —dice Gabriel con un tono casi gentil.
Todo en mi interior se enfría, los huesos se congelan, una ráfaga de
aliento helado en mis pulmones.
—¿Por qué?
—Quiero ver con qué trabajo. No te preocupes, niña. No voy a tocarte.
Con manos temblorosas me desabrocho el abrigo y lo dejo caer de mis
hombros. Hay murmullos incomprensibles de los hombres a mi alrededor,
aprobación, interés. Tengo la repentina sensación de estar en el centro de
una corrida de toros, una plaza llena de espectadores hambrientos de sangre.
Finalmente me encuentro con los ojos de Gabriel, y lo que veo es un
fuego de deseo, rojo, naranja y amarillo. La llamarada me quema a un
metro de distancia. La ropa de ejecutiva que elegí vestir no muestra gran
parte de mi piel, pero muestra toda mi figura. La llama de su deseo lame
mis senos, mi cintura, mis piernas.
—Encantadora —murmura Damon Scott—. Pero un cuerpo hermoso no
es suficiente. Necesitas saber cómo usarlo.
Me estremezco. Él es dueño de una serie de clubes de striptease en toda
la ciudad.
—Puedo aprender…
Algo destella en los ojos de Gabriel.
—¿No sabes como complacer a un hombre, niña?
Ha habido besos robados, caricias furtivas en los oscuros pasillos afuera
de las fiestas de la alta sociedad. Justin me ha empujado, pero yo he
retrocedido. Algo siempre me ha impedido permitirle tener sexo conmigo.
Y luego mi apellido fue deshonrado.
«Tienes que entender, Avery. Quiero ser senador algún día. No puedo
lograrlo casado con una James.»
Eso fue el día después de la acusación.
A la luz de esa llamada telefónica impersonal, supe que nuestra relación
no se trataba de respeto. No se trataba de amor tampoco. Aun menos de
placer. No, no tengo idea de cómo complacer a un hombre.
—Soy virgen —digo en tono de voz suave y con tristeza, porque incluso
si esto lo arruina todo, no puedo mentir al respecto. No cuando Gabriel
Miller ha confesado haber matado a hombres que mintieron.
No cuando sería tan fácil de confirmar.
Los ojos de Damon Scott se agrandan y algo chispea en ellos, un interés
donde solo había habido negación.
—¿Virgen, Avery James? ¿En serio?
Un rubor me calienta las mejillas. Puede parecer extraño que una mujer
de diecinueve años no tenga relaciones sexuales, pero fui al colegio a la
Academia Preparatoria St. Mary, una escuela católica para niñas. Mi padre
fue protector, solo me permitía salir por la noche a eventos sociales a los
que también él asistía. Cuando llegó el momento de ir a la universidad, ya
estaba comprometida con Justin.
Gabriel emite un sonido bajo, casi un gruñido. —Ella habla en serio.
Damon Scott parece conflictuado. —Es demasiado joven.
—Tienes chicas más jóvenes bailando en tus clubes.
Excepto que no están hablando de bailar. El pensamiento hace que mi
corazón se detenga. Están hablando de vender mi cuerpo por sexo, mi
virginidad.
—No —susurro—. No lo haré.
—Ya ves —dice Damon Scott—. Ella no lo hará.
La mirada de Gabriel recorre mi cuerpo. Encuentra mis ojos, el
propósito de su expresión.
—No tiene opción. Es la cosa más valiosa que posee.
Quiero gritar que no es una cosa. Que es mi cuerpo.
Pero tiene razón. Es lo más valioso que poseo, lo único que queda de
valor después de pagar las multas penales y la restitución, después de los
abogados y los cobradores.
El desafío arde en los ojos de Gabriel. Él sabe lo desesperada que estoy.
Él fue quien me puso en esta situación. ¿Le gusta verme humillada? Yo no
fui quien lo traicionó, pero como dijo Scott, aun así, era su dinero el que
pagaba mi matrícula, mi ropa.
—¿Cuánto? —pregunto, el duro nudo en mi estómago es una señal de
que ya he perdido.
Damon Scott esboza una pequeña sonrisa.
—Tendremos una subasta.
He estado en subastas antes de pinturas, muebles antiguos. El público
con sus copas de vino y carteles numerados para pujar. Me imagino en el
escenario.
—¿Quién asistiría?
Hay un destello de deseo en los ojos de Damon Scott.
—Conozco a muchos hombres a quienes les encantaría enseñarte el arte
del placer.
Dudo seriamente que sienta placer con un hombre extraño que prefiere
comprar una mujer en lugar de invitarla a salir.
—¿De cuánto tiempo estamos hablando?
—Un mes —dice Gabriel, sus ojos una llama brillante.
Scott calla por un momento. —Eso traería más dinero.
¿Un mes? Dios, ¿qué podría hacerme un hombre en un mes? Solo la
idea de estar con un extraño una sola noche hace que mi estómago se
revuelva. La bilis sube por mi garganta. ¿Querría acostarse conmigo todos
los días? ¿Más que eso?
—¿Qué pasa si…? —Trago con dificultad—. ¿Qué pasa si me lastima?
Scott se encogió de hombros. —Siempre duele la primera vez. Eso he
escuchado.
Siempre imaginé que tendría sexo con mi esposo, que él se encargaría
de facilitarme las cosas. Un hombre que haya pagado por el privilegio no
tendría motivos para contenerse.
—Quiero decir, peor que eso. Tú sabes de cosas pervertidas…
—Cosas pervertidas —dice Gabriel, con la comisura de la boca hacia
arriba. —¿Qué sabes sobre cosas pervertidas?
Siento el rostro caliente. —He visto películas, ¿entiendes? Sé algunas
cosas.
Eso es mentira. Me retorcí viendo esas películas, con los labios
perplejos. ¿Cómo puede la gente pensar en esas cosas? ¿Por qué podría eso
gustarle a una chica? Y yo no soy una cara más en esta ciudad. Mi foto ha
aparecido en los periódicos. La gente conoce a mi padre. Tal vez algunos de
esos hombres fueron engañados por él, al igual que Gabriel. ¿Querrían
lastimarme por venganza?
—Dime lo que sabes —dice Gabriel.
Las palabras son burlonas, pero algo chispea dentro de mí.
—Sé que a algunos hombres les gusta lastimar a las mujeres. Sé que
lastimar a alguien más débil los hace sentir grandes y fuertes.
—¿Y tú eres débil, virgencita?
Quiero decir que no. Pero he perdido todo en los últimos dos meses. Mi
vida, mi escuela. Mis amigos. Soy una sombra de quien solía ser. Sin
embargo, eso de Virgencita me hace luchar. Gabriel me hace luchar.
—Estoy haciendo lo que tengo que hacer. ¿Eso es ser débil?
Su mirada parpadea sobre mi cuerpo, el amarillo de sus ojos es más
brillante con el resplandor de la lámpara. Cuando se encuentra con mis ojos,
hay un respeto envidiable.
—Scott se encargará de investigar a los hombres que sean invitados.
—Naturalmente —dice Scott—. No estoy prometiendo que estos
hombres no quieran alguna mierda perversa, pero respetarán límites
razonables.
Eso suena un poco vago, ¿qué califica como razonable? Pero estaría
entrando en su mundo, uno con espinas y sombras oscuras. Sería peligroso.
Sería inmoral. Papá me enseñó a protegerme, pero luego falló en
protegerme. Ya no sé qué creer.
—No sé si puedo hacerlo…
Scott agita una mano como si no le importara. Tal vez no le importa.
—Vete a casa, piénsalo bien. Vuelve mañana si quieres hacerlo.
Doy un paso atrás, aliviada por ser despedida. La idea de tomar una
decisión lastima mi corazón, pero al menos tengo un respiro.
—¡Ah! Avery —dice Scott pensativamente—. Si vuelves, ponte
lencería. Querremos tomar algunas fotografías y hacerlas circular para
generar interés.
Me imagino desnuda, solo con el sostén, mi ropa interior. Más expuesta
de lo que estoy ahora. Y las fotografías podrían durar para siempre. Eso
sería solo el comienzo, porque cuando un hombre compre mi virginidad,
podrá ver cada parte de mí. Tocar cada centímetro de mi piel. Invadir cada
lugar de mi cuerpo. Mis ojos arden con lágrimas. Todo lo que puedo hacer
es asentir brevemente y luego casi huir de la habitación.
Ya estoy en el pasillo cuando siento una mano en mi muñeca. Algo
dentro de mí estalla, y me vuelvo con un grito de rabia, de pena. De derrota.
Golpeo con la palma abierta, tratando de golpearlo, lastimarlo.
Gabriel me somete con otra mano en mi muñeca.
Un paso adelante y me empuja contra la pared. Los robustos paneles de
madera se sienten fríos a través de mi camisa. Su cuerpo irradia calor frente
a mí. Me encojo contra la implacable pared, como si pudiera alejarme de él.
Él achica el espacio hasta quedarnos sin aliento.
—Iba a decir que olvidaste tu abrigo —murmura.
Entonces veo mi impermeable sobre su brazo. Está siendo amable
conmigo y yo me asusté. Dios, estoy tan confundida por dentro, el miedo y
la vergüenza se revuelven en mi estómago.
—Lo siento.
—Tienes razón en pelear conmigo. No soy un buen hombre.
Él fue quien sugirió la subasta. Sus manos aún sostienen mis muñecas
contra la pared y me doy cuenta de cuán expuesta estoy.
—¿Vas a dejarme ir?
Sus labios rozan mi sien. —Pronto, virgencita.
—No me llames así —digo con voz temblorosa, revelando la confusión
en mi interior.
—¿De qué otra manera debería llamarte? ¿Princesa? ¿Querida?
—Podrías llamarme por mi nombre.
Él baja la cabeza, su boca justo al lado de mi oído, su voz es solo un
aliento.
—Solo te llamaré de una manera. Mía.
El dominio en su voz me hace temblar.
—Jamás.
Pero una pequeña voz dentro de mi cabeza dice: Aún no.
Él retrocede con una risa silenciosa. —Puedes huir, virgencita. Pero
volverás.
Me temo que tiene razón.
CAPÍTULO DOS

S OLÍA HABER JARDINEROS trabajando afuera y un chef de tiempo parcial en la


cocina. Criadas trabajando bajo la dirección de la casera. Tres mil metros
cuadrados de esplendor arquitectónico francés no se mantienen por sí solos.
Cuando estalló el escándalo, todo se volvió aun más ruidoso.
El teléfono sonaba constantemente con abogados y socios de negocios
de papá. La larga calle que conduce al camino de adoquines se convirtió en
un lugar repleto de periodistas. Hasta hubo una protesta, con carteles que
reclamaban ¡Acabemos con la corrupción! y ¡Fuera de Tanglewood!
Los arbustos, alguna vez suavemente redondeados, han crecido y se han
vuelto rústicos, proyectando ásperas sombras sobre el pavimento vacío.
Nadie me saluda al cruzar la puerta principal. Sigo el suave zumbido de
las máquinas por el pasillo hasta la habitación de mi padre, donde una cama
de hospital ha reemplazado las sillas de cuero crujiente frente a la
chimenea.
Rosita levanta la vista de su libro, preocupada.
—¿Cómo estuvo?
—Estuvo bien. —Le dije que tenía una reunión con algunos
empresarios.
Ella no conoce los detalles, pero sabe que estamos desesperados por
conseguir dinero. Las habitaciones vacías donde solía haber alfombras
orientales y muebles antiguos son prueba suficiente de ello. He vendido
todo, raspando hasta el último centavo de la amorosa decoración de mi
difunta madre. Solo la habitación de mi padre permanece intacta, a
excepción del goteo intravenoso y los monitores médicos que ayudan a
mantenerlo con vida.
Le toco la mano de mi padre, cuya piel parece papel.
—¿Despertó?
Con expresión triste, ella mira la cara en reposo de mi padre.
—Tuvo unos pocos minutos de conciencia apenas te fuiste, pero la
medicación lo volvió a dormir.
La tristeza es mejor que el recelo, y definitivamente mejor que el odio,
tales eran las formas en que la mayoría de su antiguo personal lo miraba
durante aquellos días oscuros. Le había dado a cada uno una pequeña
indemnización que fue anulada por el tribunal cuando se ordenaron las
reparaciones. Millones de dólares en reparaciones agotaron cada una de sus
cuentas.
Y luego fue salvajemente atacado, golpeado casi hasta la muerte.
Sé que hasta cierto punto él lo merecía. La censura, la deuda. Tal vez
incluso la golpiza, de acuerdo con algunos estándares morales. Pero es
difícil pensar en eso mientras lo veo luchando por respirar.
Busco en mi bolso, entre las facturas amontonadas.
Rosita me toma de la mano.
—No, señorita Avery. No es necesario.
Es más fácil forzar una sonrisa ahora que ya lo he practicado.
—Es necesario. Y está bien. No te preocupes por mí.
Ella sacude la cabeza, sus ojos oscuros melancólicos.
—No estoy ciega. —Me recorre el cuerpo con la mirada—. Veo lo
delgada que te has puesto.
Miro preocupada a mi padre, pero aún duerme.
—Por favor.
—No, no puedo aceptar el dinero. —Duda—. Pero tampoco puedo
cuidar a tu padre.
Abro la boca, pero mis súplicas se atoran en mi garganta. ¿Cómo pedirle
que se quede? De todo nuestro antiguo personal, ella es la única en venir. Y
tiene razón en que ya no tengo dinero para seguir pagándole. No es su culpa
que me esté quedando sin opciones.
—Está bien —le digo, y se me quiebra la voz.
—Tu madre… —suspira suavemente—. Estaría devastada al ver esto.
Lo sé, y es el único consuelo que su muerte me permite. Ella no vio la
caída en desgracia de mi padre. Nunca tuvo que ver a su pequeña niña
convertida en una prostituta.
—La extraño.
La mirada de Rosita se dirige hacia mi padre, casi furtiva.
—Ella era leal —susurra—. Como tú.
Asiento, pues no es un secreto. Todos sabían que ella era una esposa y
madre cariñosa. Una verdadera experta social, amiga de todos, la imagen de
la gracia. Yo soñaba con ser como ella algún día, pero con la visita que
acabo de realizar, mi vida cambiará irrevocablemente.
—Ten cuidado —concluye Rosita dándome una palmadita en la mano.
Le dedica una última mirada a mi padre—. El señor Moore está esperando
en la sala trasera.
Mi corazón se exalta.
Tío Landon ha sido amigo y asesor financiero de mi padre desde hace
años. Jugaban al golf y al mercado de valores. Pero aun cuando eran
cercanos, nunca habría sido invitado a la sala trasera. Estaba reservada a la
familia, y esa es la razón por la que el cómodo y mullido sofá no valía nada.
Devuelvo una expresión de indiferencia.
—Hablaré con él cuando termine aquí.
Sin añadir palabra, Rosita se va. Los constantes pitidos llenan el espacio
que dejó, recordatorios clínicos del frágil control de la vida de mi padre.
Tragando saliva, le tomo la mano. Esta mano me meció para dormir y
lanzó pelotas de softbol. Ahora parece fría y quebradiza. Siento cada vena
bajo su piel del papel.
Aparecen las lágrimas, pero las limpio.
—Papi.
Necesito todo su apoyo en este momento. Necesito que alguien me diga
que todo va a estar bien. No queda nadie que haga eso. Lo único que puede
ayudarme es una llamada de uno de los jefes criminales de la ciudad. Un
hombre rico con suficiente dinero para comprar una mujer por una noche.
Sus párpados están cubiertos de venas azules y verdes. Se abren
lentamente, revelando esa mirada inexpresiva que tiene desde la condena.
—¿Avery?
—Aquí estoy. ¿Necesitas algo? ¿Tienes hambre?
Cierra los ojos otra vez.
—Estoy cansado.
Duerme la mayor parte del tiempo.
—Ya sé, papi.
—Eres una buena chica —dice con voz débil y párpados temblorosos.
Siento que se me cierra la garganta.
—Gracias —susurro.
—Mi gatita saltarina.
Su voz se desvanece hasta el silencio, pero sé lo que dijo. Solía
llamarme así cuando era una niña, cuando no tenía límites, como suele
suceder con las niñas pequeñas. Me enseñó ajedrez para ayudar a
concentrarme. Y luego halló tiempo para jugar conmigo todas las semanas,
sin falta. Trabajaba noches y fines de semana, pero siempre se tomaba el
tiempo para sentarse frente a mí y al tablero de ajedrez.
En el silencio que sigue, sé que ha vuelto a dormirse. Solo tengo unos
minutos con él al día. El resto del tiempo la medicación lo mantiene
inconsciente, pero sin ella sufre un intenso dolor. Él siempre ha sido un
hombre vital, activo. Múltiples huesos rotos y una noche desgarradora en un
callejón oscuro lo han envejecido veinte años. Esto es todo lo que le queda:
la seguridad de esta habitación y la medicina para el dolor. No puedo
quitárselo.
—Todo va a estar bien —lo digo en voz alta porque me lo tengo que
creer. Tengo que creer que estoy haciendo esto por una razón. Tengo que
creer que será suficiente.
No queda nadie para salvarnos, excepto yo.
CAPÍTULO TRES

T ENGO TRES RECUERDOS de mi madre, y uno de ellos tiene lugar en la sala


trasera. Era una bella debutante, la esposa perfecta para la sociedad. Solo en
la privacidad de la sala trasera se sentaba en el suelo para jugar Candy Land
conmigo.
Mis pasos resuenan en el pasillo, vacío por mi desesperada necesidad de
dinero. Rectángulos oscuros decoran el piso de madera, parches donde una
vez algún mueble o alfombra estuvo allí por una década o dos. Entre la
venta de nuestros muebles y el retiro de mi fondo universitario, pude
mantenernos a flote durante otro mes, pero eso se agotará pronto. La
enfermera que visita a mi padre una vez al día, el médico que repone su
suministro de analgésicos. Todos quieren dinero, tanto por su trabajo como
para mantenerse fuera de la cadena de chismes de la ciudad. Lo que queda
de la dignidad de mi padre lo vale.
La puerta de la sala trasera está abierta. Landon Moore está sentado en
el voluminoso sofá, su chaleco impecable, un pie vestido al estilo Oxford
cuelga sobre su pierna. Tiene barba y bigote, la cabeza cubierta de cabello
plateado, y llamativos ojos azules. Me recuerda a esos viejos caballeros
ingleses, sin el acento.
Una parte de mí odia que haya invadido lo único que me queda de mi
padre. Mi parte pragmática sabe que no hay otros sofás en la casa. No hay
muebles. No queda nada. El pánico sube por mi pecho.
Él está aquí para ayudar, me recuerdo.
—Tío Landon —me las arreglo para decir—. Me alegra mucho verte.
Se pone de pie con esa expresión sombría.
—Mi querida muchacha. Qué momento tan difícil debe ser para ti.
Por razones que no puedo explicar, mi labio inferior tiembla. Su
simpatía es más difícil de soportar que la expresión desafiante en el rostro
cincelado de Gabriel Miller. No estoy en condiciones de sentir pena por mí
misma. No puedo darme el lujo de desmoronarme, no cuando no sé si
podría recomponerme.
—Estoy bien —le aseguro—. No tienes que preocuparte por mí.
—Pero me preocupo, especialmente con tu padre fuera de servicio.
¿Cómo está su salud?
Su piel pálida, sus movimientos debilitados. El dolor insoportable que
puedo ver en sus ojos entre dosis.
—Mejora cada día. Estoy tan agradecida de que esté sanando.
—Bien, bien. —Señala el sofá, el sofá de mi madre—. Ven y siéntate
conmigo. Debo hablarte.
El salón delantero fue cuidadosamente construido para proporcionar
decoro, para permitir espacio. Podría haberme sentado en los hermosos
sillones escoceses con una pequeña mesa de roble entre nosotros. Podría
haber mantenido la sonrisa en mi rostro.
Pero la sala trasera está hecha para la comodidad. Para la intimidad. Y
cuando me siento, los cojines se inclinan hacia un lado, deslizándome más
cerca de su cuerpo. Él no se aleja. En cambio, su mano cae sobre mi rodilla
con un apretón. Todos mis músculos se congelan cuando miro las débiles
manchas de la edad en su piel, incapaz de comprender lo que está
sucediendo, sin siquiera querer pensar por qué me está tocando así.
—Querida, tenemos que discutir tu futuro. Tenemos que hablar sobre la
casa.
—La casa…—Se me quiebra la y respiro profundamente. Esta no es mi
casa. Ni siquiera es de mi padre. La construyó para mi madre. Se la
obsequió. Y cuando ella murió, pasó a mí como herencia—. Dijiste que
podríamos mantener la casa.
—Sí, está protegida por la herencia. Pero el mantenimiento de una
propiedad como esta es, lamento decirlo, un lujo que ya no puedes
permitirte. —Mira por la ventana haciendo un gesto de desaprobación.
Los arbustos fueron alguna vez perfectamente redondeados. Bocaditos
verdes de algodón de azúcar, pensé alguna vez. Ahora tienen ramas
enrevesadas e indomables que cubren la ventana.
La casa no es un lujo. Es lo único que me queda. No puedo perder la
casa. A mi padre lo destruiría descubrir hasta dónde hemos caído. Me
destruiría.
—Esperaba poder mantener a papá aquí. Es importante.
La cara de Landon se torna levemente compasiva.
—Lamentablemente, los impuestos inmobiliarios vencen pronto. No
hemos pagado el depósito por años, ya que el total se cubría fácilmente con
las cuentas de tu familia. Pero con los recientes pagos de restitución…..
Mi boca se endurece por el miedo.
—¿A cuánto ascienden los impuestos?
Se agacha hasta su portafolio de cuero y saca un papel plegado. Lo
tomo con manos temblorosas, temblando lo suficiente como para hacer
borrosos los números. Cuando finalmente se enfocan, expulso todo mi
aliento.
—Dios.
—Sí. —Asiente—. Era loable intentar mantener a tu padre aquí, pero
me temo que es imposible. He hablado con un agente inmobiliario y le he
manifestado la necesidad de una venta rápida.
Continúa hablando sobre los detalles de la venta de la casa, pero todo lo
que puedo escuchar son las débiles palabras de mi padre. “Eres una buena
chica”. Me cuidó durante tantos años. Ahora es mi turno de protegerlo.
—Espera —le digo.
La expresión de Landon se suaviza, las líneas de su rostro se relajan.
—Sé lo difícil que debe ser para ti. Por eso quería hablarte sobre una
propuesta.
—¿Para salvar la casa?
Para salvar a mi padre.
—Me temo que no —dice gentilmente—. Pero sabes que me preocupo
profundamente por ti. Tengo el mayor respeto por ti.
Parpadeo. No sé hacia dónde se dirige con todo esto.
—Por supuesto, tío Landon. Siempre has estado aquí para nosotros. Y
has sido de gran ayuda para mí con las finanzas durante este tiempo.
Me ofrece una grandiosa sonrisa.
—Bien, bien. Y espero que sepas comprender lo que voy a proponerte.
Contengo la respiración. Por alguna razón, me siento cautelosa. Por
mucho que tío Landon nos visitara de vez en cuando, aunque siempre fue
amable conmigo, algo en él me hacía sentir incómoda.
Me toma la mano y se la lleva al regazo.
Mi estómago se tensa en rechazo, aturdido y silencioso.
—He tenido el placer de verte florecer como una bella joven. Tu gracia
y fortaleza durante el juicio de tu padre han sido admirables. Sería un gran
honor hacerte mi esposa.
El aire parece abandonar la habitación, dejándome los pulmones duros y
vacíos.
—¿Qué?
—Me doy cuenta de que puedo no haber sido tu primera opción.
—Tío Landon. Eres como de la familia para mí.
Y es tan viejo como mi padre. Fueron juntos a la escuela. ¿Cómo puede
siquiera proponerme esto?
—Seguiremos siendo una familia, Avery. Te cuidaré bien.
Mi sangre se enfría cuando considero las implicaciones. Tío Landon es
definitivamente rico por derecho propio, por herencia y por su trabajo como
asesor financiero de los ricos de la ciudad. La idea de aceptar su propuesta
hace que mi estómago se revuelva, pero no puedo decir que no.
—¿Conservarías la casa? —pregunto con voz tensa, cautelosa.
Se pone de pie y cruza hacia el tapiz donde están las fotos familiares. La
cara sonriente de mi madre aparece prominente, mi única forma de
recordarla. Levanta un portarretrato y toca el cristal, casi como una caricia.
—¿Sabes que conocí a tu madre primero? Antes de que Geoffrey la
viera.
Me estremezco.
—Mi padre dijo que fue amor a primera vista.
—Sí —dice, con un acento oscuro que nunca había escuchado antes—.
Era una flor hermosa, y él la recogió tan pronto como la vio. Él construyó
esta casa como un altar para ella.
Contengo la respiración. Es por eso que nunca consideró mudarse, ni
siquiera con tanto espacio extra. Esta casa no es solo para mi padre. Es un
vivo monumento para mi madre.
—¿Entonces me ayudarás a salvarla? —pregunto casi
desesperadamente.
Me mira sagazmente.
—No sería apropiado. —Como si se diera cuenta de la dureza de su
tono, me dedica una sonrisa—. Y sería un desperdicio. Tengo una casa muy
grande que sería muy bonita para ti.
—Pero mi padre…
—Él está apenas consciente —dice Landon con tono cortante—. Le
haremos sentir muy cómodo en una habitación de nuestra casa. Y
contrataremos una enfermera a tiempo completo para que lo cuide.
Una parte de mí quiere exigir saber por qué no paga ahora por la
enfermera, considerando cuán necesitados estamos. ¿Acaso no es el mejor
amigo de mi padre? Pero su expresión no es amable en este momento.
Parece casi amargado. ¿Celoso? ¿Ha estado aferrado al resentimiento todos
estos años porque mi madre eligió a mi papá?
¿Qué tan espeluznante sería casarse con tío Landon? Ya sería malo; la
gran diferencia de edad, el hecho de que me vio crecer. Pero ¿sabiendo que
soy un reemplazo para mi madre?
—No puedo —susurro.
Regresa al sofá, se para a mi lado y mira hacia abajo. Me pasa un dedo
por la mejilla y me pone la piel de gallina.
—Siempre has sido una chica inteligente. Seguramente ves que no hay
otra opción.
Mirándolo, los ojos dorados de Gabriel parpadean en mi mente. ¿No es
esta la opción más segura? Conozco a tío Landon de toda la vida. Podría
vivir cómodamente, en el estilo al que estoy acostumbrada. Las facturas
médicas de mi padre serían atendidas.
Una pequeña y rota parte de mí quiere entregarme, dejar que alguien
más arregle todo. He tenido que ser fuerte durante tanto tiempo, ver mi vida
derrumbarse ante mí. La idea de estar bajo el cuerpo del tío Landon me
repugna, pero un extraño de una subasta probablemente no sería una mejor
alternativa.
Me roza los labios con el pulgar, y todo en mí retrocede. Me quedo muy
quieta, sin aliento. Esta es la prueba, puedo darme cuenta, para ver si puedo
soportar que me toque.
—Tan parecida a ella —murmura, y sé que se refiere a mi madre—. A
la misma edad en que la conocí.
Un escalofrío me invade.
—No —susurro.
Es demasiado saber que está imaginando a mi madre. Es demasiado
verlo como familia.
—Avery, intento ayudarte.
—Tengo otro plan —digo nuevamente con esa sensación de caída.
Estoy tambaleándome, rodando. Tío Landon es mi única esperanza firme,
pero por algún motivo decido saltar.
—¿Qué plan?
—Voy a obtener un préstamo de Damon Scott.
Landon retrocede, sorprendido.
—¿El usurero?
—Es un hombre de negocios. Me va a prestar lo suficiente para cubrir
los impuestos inmobiliarios. Y la enfermera. Podré conservar la casa. —
Miento por desesperación, fingiendo que será un préstamo en lugar de una
subasta, rezando para que sea suficiente dinero.
—Tanto dinero —dice Landon lentamente—. ¿Estás segura de que no
quiere algo desagradable de tu parte?
«Eso es lo que tú quieres de mí.» Aprieto mis labios, rezando por
fuerzas para evitar decirlo. Sé la misericordia que me ofrece tío Landon. No
solo me apoyaría, sino que su posición en la comunidad podría ser
suficiente para salvarme ante los ojos de la sociedad.
Pero estaría casado con él por el resto de mi vida. Teniendo en cuenta
que es treinta años mayor que yo, más probablemente sería el resto de su
vida. Sigue siendo mucho tiempo.
«Mucho más de un mes.»
Vender mi virginidad a un extraño sería horrible, pero solo duraría un
mes. Podría sobrevivir a eso. Y tal vez, con el tiempo y con suerte, podría
casi olvidar lo sucedido. Tío Landon me salvaría, pero me costaría años.
—Ya está acordado —miento—. Regresaré mañana para finalizar el
contrato.
—Debo advertirte sobre eso —dice—. Las tasas de interés son sin duda
escandalosas, si no ilegales. ¿Y cómo recaudarás los fondos para pagar?
—No te preocupes, tío Landon. Lo tengo todo resuelto.
Porque no haré pagos, al menos no con dinero. Usaré mi cuerpo para
pagar esos impuestos, para pagar a la enfermera. Aun al tomar la decisión,
el miedo y el arrepentimiento me desgarran. ¿Debería haberle dicho sí a tío
Landon? No puedo imaginar abrir mis piernas para él. Aunque tampoco
puedo imaginar abrir mis piernas para un extraño.
CAPÍTULO CUATRO

A QUELLA NOCHE SUEÑO con fuego lamiéndome la piel, y cuando despierto


estoy sudando en mis sábanas. Mi colchón está en el piso, lo único que
queda en la habitación desde que mi juego de dormitorio victoriano fue
vendido a través de un comerciante de antigüedades. Ya no quiero seguir
soñando, así que me levanto y deambulo por los pasillos. La luz de la luna
se cuela entre las gruesas ramas, dibujando figuras geométricas en los pisos
de madera vacíos.
Bajo las escaleras y me sirvo un vaso de agua. El agua se desliza por mi
garganta, fría y reconfortante. Pase lo que pase en esa subasta, lo superaré.
Solo un mes, y habrá terminado.
Estoy tomando la decisión correcta, ¿no es así?
Una sombra en la ventana llama mi atención y se me hiela la sangre.
Debe ser una rama de los arbustos. Esto es lo que sucede cuando no se
podan. Aun así, me paro a un lado, mirando por la ventana. Solo la
oscuridad me devuelve la mirada.
Me río con inquietud.
—Estás paranoica, Avery.
Reunirme con criminales me ha de haber vuelto suspicaz.
Otra sombra cruza la ventana. Mi corazón sube de un salto a mi
garganta, hinchado y pulsante. Dios. ¿Vi a alguien afuera? Mi imaginación
se vuelve loca —monstruos y criaturas imaginarias. Aquellos mitos de mis
libros cobran vida.
Lo más probable es que se trate de un ladrón que no se haya enterado de
que perdimos todo lo de valor.
O tal vez alguien supo de nuestra caída en desgracia, y que yo estaría
sola y desprotegida. Mi sangre corre helada. Como Gabriel Miller señaló:
me queda una cosa de valor. Mi cuerpo. Mi virginidad. Tal vez el hombre
de afuera quiera eso.
Me acerco a la ventana, tratando de ver el exterior. La luna se oculta tras
una nube, las luces del suelo están cubiertas por la hierba alta, dejando el
césped casi completamente oscuro.
¿Hay alguien escondido ahí afuera?
¿Está abriendo la cerradura mientras estoy aquí parada, indefensa?
Mi imaginación se está aprovechando de mí. Nadie ha de estar allí
afuera. Mi vida está a salvo. No había imaginado que alguien pudiera
querer lastimarnos, hasta que la policía llamó. Un lavaplatos encontró a mi
padre detrás de su restaurante. Arrojaron su cuerpo allí después de
golpearlo.
«¿Y si han regresado a terminar el trabajo?»
Con la sangre helada, corro escaleras arriba. Mi teléfono está al lado de
mi colchón. Lo tomo y comienzo a marcar el número de tío Landon. Es el
único en Tanglewood que todavía me habla.
Entonces recuerdo el extraño brillo en sus ojos cuando me hablaba
sobre mi madre.
Ya la añoranza era lo suficientemente sorpresiva, pero había algo
todavía más oscuro. Resentimiento. Tal vez ira.
En cambio, llamo a mi amiga Harper. Miro la hora justo cuando ella
contesta. Más de las dos de la mañana. No tengo dudas de que ella aún
estará despierta. No sé en qué momento duerme. Ella es la compañera de
equipo ideal, la horma de mis zapatos. Auténtica.
—¡Avery! —exclama sin aliento—. Dios, es como si te hubiera tragado
la tierra.
Noto por el acento sureño en su voz que está muy ebria. Un leve golpe
en el fondo subraya sus palabras, y me trae el recuerdo de aquellas sesiones
nocturnas de estudio y las fiestas de la fraternidad en la universidad vecina.
Esa debería ser mi vida en este momento.
Pero no, me encuentro acurrucándome contra la pared en una casa
oscura y vacía.
—Lamento no haber llamado antes, pero estoy un poco asustada.
—Me estoy volviendo loca —dice, riendo—. ¿Vas a volver ahora? ¡Te
extraño!
Hay un sonido que proviene del exterior, un rasguño. Mi respiración se
acelera.
—Creo que hay alguien afuera.
Un sonido de pies arrastrándose y el golpe de una puerta atraviesan la
línea. Inmediatamente el volumen baja.
—Espera, ¿qué sucede? —dice ella, mucho más sobria—. ¿Estás bien?
Me sentía demasiado avergonzada de mi caída en desgracia como para
llamar a Harper para contarle sobre el juicio de papá. Ella me dejó algunos
mensajes de voz, pero ¿cómo explicarle que nunca volveré a la escuela?
Apenas si podía admitir la verdad para mí misma. Toda aquella vida que
tenía cuando la conocí, ya no existe.
—No sé —susurro, apoyando la espalda contra la pared al lado de la
ventana—. Podría estar perdiendo la cabeza.
Un hombre me ofreció vender mi virginidad, otro hombre me propuso
matrimonio, todo el mismo día. Es suficiente para que una mujer se vuelva
loca. Sí, he enloquecido. Ruego que esa sea la causa de las sombras y los
ruidos.
—Detállamelo todo —pide ella—. Dijiste que estás en casa. La casa de
tu papá, ¿verdad?
Ella sabe de los cargos que él enfrentó. Tuve que admitirlo cuando dejé
la escuela el semestre pasado. Incluso ella pudo haber leído las noticias
sobre las condenas si siguió el juicio. Pero la golpiza de mi padre no es de
conocimiento público.
—Está enfermo —le digo, lo cual es un eufemismo—. Y estamos solo
nosotros dos. Pensé que había visto algo afuera, pero no estoy segura.
—¿Puedes llamar a la policía?
No figuramos precisamente dentro de la lista de los favoritos de la
policía después de que mi padre fue acusado de múltiples cargos de fraude
y malversación de fondos. Lo último que quiero hacer es llamarlos para que
encuentren un mapache en el jardín. Probablemente me arrestarían por
realizar una llamada de emergencia falsa. ¿Y entonces quién cuidaría de
papá?
—Creo que quisiera confirmar si realmente hay algo afuera antes de
llamar. He tenido un día atípico, y tal vez solo estoy imaginando cosas.
—Está bien, bueno, obviamente quiero saber sobre tu día atípico, pero
¿no puedes llamar a la gente de tu papá? ¿No tiene él algún tipo de sistema
de seguridad?
Siempre había hombres siguiéndonos cuando íbamos al zoológico o al
museo. Se esforzaban por ser discretos, y yo pensaba que eso era normal.
Solo cuando crecí me di cuenta de lo extraño que era. Mi padre solía decir
que era solo por precaución, algo para mantenernos a salvo después de que
mi madre muriera en un accidente por conducir ebria.
Entonces estalló el escándalo.
La compañía de papá perdió todos sus contratos incluso antes de ser
declarado culpable. Y ya no podía pagar a los guardias de seguridad, justo
cuando más los necesitaba. No pudo solventarlos cuando más protección
necesitaba.
—Ya no los tenemos. Después del juicio… —Recuerdo el horror de ver
a mi padre en el hospital, con la mitad de la cara cubierta de moretones y la
otra mitad con vendas. Fue aun peor cuando los médicos explicaron que
probablemente nunca volvería a caminar—. Las cosas han estado mal.
Emite un sonido de empatía.
—Deberías haberme llamado.
—Lo sé. Sentía vergüenza. Y tal vez algo de negación.
—Está bien, mira. ¿Están encendidos los reflectores? ¿Puedes encender
algo afuera para ver mejor?
—Por eso te llamé. —Estoy tan nerviosa por lo de tío Landon que ni
siquiera puedo pensar. No, eso no es cierto. Es Gabriel quien me mantuvo
despierta hasta tarde, sacudiéndome y girando en la cama—. Tiene que
haber luces en alguna parte.
Nunca tuve ocasión de usarlas, pero al entrar al vestíbulo encuentro una
larga hilera de luces. Tiemblo un poco menos al escuchar la voz familiar de
Harper. Ambas nos abrimos paso en el mundo como princesas
norteamericanas, sin miedo y confiadas en ser aceptadas. Algo de esa vieja
comodidad me llega a través de la línea telefónica.
—Encendiendo las luces —le digo, colocando mi mano de costado para
encenderlas todas a la vez.
Unas luces blancas cegadoras inundan el césped como en una pista para
aviones. Allí es cuando veo al hombre trabajando en la caja eléctrica, con
algo brillando en su mano. ¿Está cortando la electricidad? Dios. Mi pulso se
acelera, paralizándome sobre el suelo de baldosas.
—¿Avery? ¡Avery! —La voz de Harper llega a mí como desde lejos.
—Alguien está aquí —le digo sin fuerzas.
El hombre trastabilla, sorprendido por las luces repentinas. Lleva una
chaqueta negra con capucha y jeans oscuros. No puedo ver su cara.
—Avery, ¿me escuchas? Entra a tu habitación y cierra la puerta.
Mis pies no me llevan a mi habitación, sino a la de mi padre. Cierro la
puerta y me hundo en el suelo escuchando a Harper pedir prestado el
teléfono a un amigo y llamar a la policía. Ella me habla durante los
próximos minutos, prometiéndome que todo estará bien.
Sé que se equivoca. Incluso si sobrevivo a esta noche, mi vida ha
terminado.
Mi papá no despierta, los constantes pitidos me dicen que él está bien.
Los policías aparecen golpeando la puerta con fuerza. Exploran las
grandes extensiones del jardín, pero no hay señales de intrusos. Sus
expresiones son de incredulidad cuando les describo lo que vi, pero no
importa. Ahora sé que aquí no estamos a salvo. No estaremos a salvo en
ningún lado. No sin dinero.
CAPÍTULO CINCO

E L PROBLEMA DE ser virgen es que no sueles tener lencería sexi. Nunca


nadie ha visto mi ropa interior, con la única excepción de algunas chicas en
el vestuario del gimnasio. Llevo un sostén color beige y ropa interior bonita
con dibujos de rosquillas rosas y mariposas azules. Nada de encaje ni seda.
Sin inspiración, busco en mi pobre cajón de la ropa interior, mientras la
luz del sol entra por la ventana. Anoche el césped parecía siniestro,
ocultando intrusos en sus sombras. A la luz del día parece el mismo alegre
lugar en el que jugaba cuando era niña. Al principio eso me hace olvidar al
intruso de anoche, pero luego descubro el cerrojo metálico de la caja
eléctrica roto. Los policías me aseguran que la cerradura pudo romperse con
la tormenta, pero yo sé lo que vi.
Solo hay una manera de asegurarnos de que estamos a salvo aquí.
Finalmente, ya es demasiado tarde para conseguir un conjunto de
lencería elegante. Además, mi tarjeta de crédito sería rechazada. Me pongo
un sencillo sostén blanco y ropa interior blanca con un bonito bordado.
Si quieren una virgen, entonces bien pueden encargarse de mi ropa
interior.
Me quedan algunos vestidos elegantes de mis días de galas y óperas
nocturnas, que no podría vender porque están algo rasgados o son muy
viejos. Pero no puedo vestirme de rojo atrevido o negro misterioso. Estos
son vestidos que usé del brazo de Justin en presentaciones sociales. Esa
chica ya no existe.
Finalmente, elijo un vestido blanco. Al menos me realza las curvas.
Añado sandalias y un bolso a juego, como si estuviera preparándome
para un almuerzo con amigas.
Ya no habrá almuerzos. Quizás tampoco amigas. Y no volveré a ver a
Justin nunca más. Una punzada en el pecho me recuerda que lo amo, que
amo a un hombre que me vio como un escalón.
El Retiro se ve diferente hoy, como uno más de los edificios históricos
que se esparcen en el centro de Tanglewood. Hay oficinas y tiendas llenas
de gente a las dos de la tarde.
Tal vez debería haber esperado hasta esta noche.
Doy un golpe con el aro de bronce en la boca del león, y no recibo
respuesta.
Necesito hacer esto antes de perder el valor. Golpeo más fuerte esta vez,
casi lastimando mis nudillos contra la madera. ¿Por qué no responden? Tal
vez no están aquí, pero no puedo regresar ahora. Estoy demasiado metida
en esto.
Un impulso pone mi mano en el picaporte de la puerta. Gira.
¿Por qué la puerta no está cerrada? La inquietud se retuerce en mi
estómago. Esperaba encontrar a Gabriel abriendo la puerta, tal como lo hizo
anoche. Aquella vez me asustó, pero por alguna razón ahora lo extraño.
Camino por el pasillo hacia el salón lleno de lujosos sillones y mesas de
cuero a las que ya les han limpiado los ceniceros y quitado los vasos a
medio beber. Solo se ven superficies lisas, que brillan en la tenue luz. Doy
un paso atrás, otro, saliendo de una habitación en la que no debería estar.
Escucho un sonido a lo lejos y me giro. El amplio pasillo está vacío.
Hay una puerta al final del vestíbulo, que me atrae con extraño
magnetismo. Mis pies se mueven solos, llevándome hacia lo prohibido. Ni
siquiera debería estar en el Retiro, mucho menos deambular sola por sus
pasillos. Mi curiosidad siempre me metió en problemas, pero antes tenía la
seguridad de mi apellido. Ahora estoy cayendo sin red.
La puerta se abre a un conjunto de escaleras de madera oscura. Cuartos
de servicio, puedo notar. Estas viejas casas estaban divididas por clase. Los
escalones conducen a otra puerta, no hay lugar para esperar excepto dos
escalones más abajo. Mis pasos resuenan en el pasillo penumbroso,
demasiado fuertes y sorpresivos, a pesar de que yo misma produje el
sonido.
Echo una mirada por las escaleras, al descanso inferior entre sombras, la
oscuridad es impenetrable. Olas de mareo se precipitan sobre mí. Estoy
dentro de una de esas pinturas en las que las escaleras se entrelazan, un
laberinto sin fin. Nunca encontraré mi camino de regreso.
La puerta se abre y un enorme cuerpo se estrella contra mí, tan duro y
sólido como las escaleras que hay bajo mis pies. Pierdo el control, suelto la
barandilla y caigo hacia atrás, con el mundo al revés. «Dios, estoy
cayendo.»
Giro en el aire, sin equilibrio ni terreno sobre el que retroceder. Unas
manos aprietan mis brazos con firmeza, casi lastimándolos. Me devuelven
la posición vertical, los dedos de los pies rozan los escalones, mi mirada se
quiebra ante esos ojos feroces y luego un gruñido.
Salvaje. Así veo al hombre que me sostiene. Cejas pobladas sobre ojos
de cobre y pupilas grandes como de bestia. A esta distancia puedo ver
mejor sus rasgos, aquí iluminados por la luz del techo en lugar de la
penumbrosa habitación de abajo. Su nariz y boca son toscas, como
esculpidas en piedra en lugar de carne. Todo se vuelve más siniestro por el
leve corte que atraviesa su mejilla y llega a su labio superior, una cicatriz
tan profunda y vieja que ya forma parte de su rostro, un fino curso de agua
en la superficie de una roca.
—Espera —escucho su tenue voz como si yo fuera el animal. Como si
necesitara sosegarme.
Demasiado tarde oigo mi propio lamento. Me callo.
—Lo siento.
Me arrastra hacia adentro, me deja sobre el piso de madera haciendo
claquear mis sandalias. Mis tobillos giran, al revés. Frunce el ceño al ver las
cintas blancas de mis sandalias, como si estuviesen fuera de lugar y, Dios,
tiene razón. Pertenecen a otra vida. A otra chica, una que nunca pisaría un
lugar como este.
La voz de Gabriel corta la espesura del aire.
—¿Te lastimé?
Todavía puedo sentir la marca de sus dedos en mis brazos, los músculos
de su pecho al estrellarse contra mí. Duele, sí. Duele como rayos de sol
atravesando el nuboso adormecimiento en el que he vivido todo este
tiempo.
—Estoy bien.
Mentira.
Los ojos de bronce se entrecierran, escrutando el fino contorno de mi
vestido, mi bolso de diseñador. Ahora estoy tan arruinada que ni siquiera
podría permitirme una imitación barata, ¿no es irónico?
—Estoy preparado para ti.
«Todavía estoy cayendo. Sostenme.» Pero él no es mi príncipe azul.
Nadie va a salvarme.
—¿Preparado?
Emite un sonido áspero, incluso divertido. Tal vez de placer.
—Para tomar fotografías.
Contengo mi respiración.
—¿Tú las tomarás?
—Hay un fotógrafo. Es excelente. Damon es quien debería estar aquí
para asegurarse de que se tomen las fotos adecuadas y de que cooperes.
Pero tiene otro compromiso. —Tiene una sonrisa casi salvaje—. Me ofrecí
para hacerlo en su lugar.
El orgullo me pesa en la garganta.
—Disfrutas viéndome caer.
Tal vez debería haberlo sospechado, considerando que mi padre lo
engañó. Pero él ya entregó a papá a las autoridades y su evidencia impulsó
la acusación. Supongo que para un hombre como él eso no es suficiente.
¿Ha sido él quien envió aquellos hombres para atacar a mi padre?
¿Ha sido él quien envió a alguien a mi casa la noche anterior?
La voz de Gabriel es amable.
—Tal vez solo disfrute de ver a una mujer hermosa.
Con su riqueza y su aspecto devastador, podría tener a cualquier mujer
que quisiera. Pero después de lo que le hizo a mi padre, nunca me tendrá a
mí.
«A menos que compre tu virginidad en la subasta», se burla de mí una
voz interior.
Él no haría eso, ¿o sí?
Miro escaleras abajo, como si tuviera oportunidad de escapar.
—¿Ya está listo el fotógrafo? ¿Cómo sabías que vendría?
—Tiempos desesperados.
Los hombres del Retiro controlan esta ciudad con dinero, influencias.
Poder.
—Acostumbrado a medidas desesperadas, ¿verdad?
—Son mi pan y mi mantequilla.
—Drogas —digo, inquisidora—. ¿Armas?
—Sexo —dice con voz burlona.
No, mis manos no están del todo limpias. Pero aún no siento haber
tocado fondo. Puede que me haya beneficiado de los negocios secretos de
mi padre, pero nunca supe de ellos.
—Sí —susurro.
—Tan inocente —murmura—. Este es un mundo completamente nuevo
para ti, ¿no?
No suena empático. Soy una curiosidad para él, algo para golpear, un
ratón entre sus garras.
—No tienes que obligarme a cooperar. Voy a seguir adelante con esto.
Su sonrisa es casi triste.
—Lo sé, virgencita. No tienes elección.
Tras ello, se aleja de mí guiándome por el pasillo.
El temor aprieta mi estómago, pero tiene razón. No tengo elección.
Una parte de mí se pregunta por qué no tomarán las fotos abajo, delante
de aquellas hermosas molduras y muebles torneados. Descubro la respuesta
tan pronto como entro en la pequeña habitación. Esto pudo haber sido un
cuarto para sirvientes, dos camas angostas a cada lado, el techo inclinado
sobre nosotros. La ventana es vieja, con vidrio esmerilado, lo que imprime
un tono de ensueño a la luz, casi como si estuviéramos bajo el agua.
Hay pantallas de fotógrafo colocadas alrededor de la habitación, lo que
amplifica el efecto. A un lado, un hombre juega con una gran cámara sobre
un trípode. Alza la vista cuando entramos, sus cejas pobladas se levantan.
—¿Este es el tema?
Trago fuerte, ante la falta de un hola. Ahora soy un objeto que
fotografiar para una subasta, como una silla o una alfombra. Ya no soy una
persona.
—Se quitará el vestido —dice Gabriel.
Mi respiración se contiene.
—¿Realmente necesito desvestirme? Pensé que este vestido podría
ser…
—¿Provocativo? —Completa Gabriel, amablemente—. ¿Perverso? Sí,
pero algunos de los hombres en la lista de invitados podrían ser bastante…
obvios. Preferirían ver piel.
—Comprendo. —Trago fuerte—. Es solo que… no tengo nada de
lencería sexi. Solo lo habitual.
—¿Lo habitual? —pregunta Gabriel, levantando una ceja—.
Muéstrame.
Solo entonces me doy cuenta de que tendré que desnudarme delante de
dos hombres, y a uno de ellos lo acabo de conocer. Solo entonces me doy
cuenta de que mostrar mi ropa interior habitual es de alguna manera más
íntimo que un conjunto de encaje a juego.
Esto es algo que alguna vez pensé que solo mi esposo vería.
Siento unas manos temblorosas que llegan a mi espalda para
desabrochar el vestido. Los tirantes caen de mis hombros con el simple
movimiento. Me quedo así por un momento, helada y sin aliento, sabiendo
que no hay vuelta atrás.
Ni siquiera tengo que alejar el vestido. Dejo que mis manos caigan, y la
suave tela se desliza por mi cuerpo, una caricia tan clara como la mirada
dorada de Gabriel.
—Dios —murmura el fotógrafo, mirando mi sencillo sostén blanco, la
ropa interior blanca.
Me las arreglo para no encogerme. Esto no es lo que usaría una mujer
sexi. Esto no servirá para ganar nada en una subasta.
—Lo siento —susurro miserablemente.
Acabo de comenzar y ya estoy fracasando.
—Es perfecto —dice Gabriel, casi condescendiente—. Eres perfecta.
Se me pone la piel de gallina. Me contengo para no tomar el vestido y
salir corriendo de la habitación. Tal vez él necesita asegurar mi
cooperación. Yo tiemblo y ellos solo miran. ¿Cómo podré soportar que un
hombre extraño se me suba encima?
Miro hacia otro lado, buscando un punto en las paredes blanqueadas.
—¿Cómo debo pararme?
Mi voz es rígida, traicionando mis nervios.
Los pasos se acercan, y sé sin mirar que se trata de Gabriel. Podría ser
su modo de andar, elegante y confiado. Más probablemente sea porque mi
cuerpo se electrifica cuando él está cerca.
Me toca la barbilla y vuelve mi cara hacia él.
—Te mostraré.
Hay algo casi alentador en sus ojos, una extraña infusión de fuerza. No
debería dejarme llevar, no debería dejarme llevar por él, pero finalmente me
paro más derecha.
—Bien.
—Comenzaremos con algunas fotografías de frente. —Se mueve para
pararse detrás de mí, colocando mi cabello sobre la parte superior de mis
senos y algunos gruesos mechones sobre mi cara—. Las imágenes de
anticipo ocultarán tu rostro.
—¿No sabrán quién soy?
Es un alivio saber que no habrá fotos mías semidesnuda, imágenes
identificables que incluyan mi cara, circulando por la ciudad.
—Si quieren saber quién eres, tendrán que pagar diez mil dólares.
—Diez mil —digo entre gemidos, con vergüenza y euforia batallando
dentro de mí. Si aparecen suficientes personas, puedo pagar la factura del
impuesto inmobiliario—. ¿Cuántos hombres crees que vendrán?
—Damon se quedará con la tarifa por el derecho de ingreso.
Por supuesto. No está organizando la subasta por la bondad que hay en
su corazón. Una imagen divertida y perversa surge en mí, imaginando esto
como una subasta de caridad donde la causa es la miserable dignidad de mi
familia. Podríamos dejar pequeñas cajas de cartón para recolectar monedas
en las estaciones de servicio. Quizás organizar una venta de pasteles.
—¿Y yo me quedaré con la cantidad que se oferte?
—Menos su porcentaje —dice Gabriel suavemente.
—Oye —le digo, dando media vuelta para mirarlo—. Soy yo quien hace
todo el trabajo.
—No temas, virgencita. Ganarás mucho vendiendo tu mercadería.
Me hace volver a mirar la cámara otra vez, ahora inclinando la cabeza
hacia adelante para que mi cabello cree un velo sobre mi cara.
Sus manos recorren mis brazos, haciéndome sentir chispas sobre mi
piel. Empuja mis brazos hacia adelante, apretando mis senos. Es una
posición extraña, casi como orando.
—Quédate así —murmura, su suave aliento contra mi cuello.
Luego se aleja y el fotógrafo comienza a hacer clic. Mi estómago se
revuelve cuando imagino a viejos extraños mirando estas fotos, evaluando
mi cuerpo, juzgando mi valor monetario.
Cuando el fotógrafo se detiene, Gabriel da un paso al frente y me coloca
de lado. Levanta mis manos para que descansen sobre mi cabeza, los codos
hacia adelante, revelando la forma de mis senos, mi trasero. Gabriel solo
toca mis brazos, e incluso cuando lo hace es cortés. Extrañamente
respetuoso, considerando la situación. Él podría aprovecharse de la ocasión
para sobrepasarse conmigo. No podría detenerlo. En cambio, le da un
pellizco tranquilizador a mi hombro antes de retroceder.
Más clics, algunos destellos de los flashes ubicados a mi alrededor.
Cierro los ojos con fuerza, esperando que termine.
—Mmm —dice Gabriel, su voz viene de cerca de la cámara. ¿Está
mirando las fotografías en la pantalla? ¿Qué ve cuando me mira?—.
Probemos con ella de espaldas.
No deben estar saliendo buenas fotografías. Ese es mi único
pensamiento mientras giro hacia la pared como un niño castigado. Soy tan
poco atractiva por naturaleza, que solo una imagen de mi trasero podría
atraer a alguien. El pánico me recorre, me agita, me hace temblar.
Sus manos caen sobre mis hombros, y yo respiro profundamente.
—Esto no va a funcionar —le susurro, mitad para él, mitad para mí—.
No me creo capaz de seguir con esto.
Él habla sin hacerme girar, ambos miramos la pared.
—Dijiste que eres virgen, pero ¿qué tan inexperta?
Lo más vergonzoso es no saber cómo responder esa pregunta. Las
chicas de mi escuela comentaban lo que hacían con sus novios. Harper me
ha contado algunas cosas sucias, pero me parecieron historias inventadas.
La gente no se hace esas cosas, ¿o sí?
Iba a descubrirlo pronto. Iba a experimentarlo de primera mano.
—He hecho cosas —le digo, a pesar de que suena a mentira.
—¿Qué tipo de cosas? —pregunta, y yo no sé si se trata de un interés o
una preocupación—. ¿Besarte en el sofá cuando papi no está en casa?
¿Dejar que alguien te toque debajo de tu camiseta?
—No —susurro.
—¿Alguna vez te han besado?
Me las arreglo para asentir. Justamente hasta allí dejé llegar a Justin. Me
pidió más en pasillos oscuros de fiestas, en cuartos de limpieza vacíos
afuera de los salones de baile.
Y siempre le dije que no.
—¿A qué le temes? —murmura él.
Por la forma en que pregunta, sé que no se refiere a la subasta. Me
pregunta por qué nunca permito a un hombre llegar más lejos conmigo. Me
pregunta por qué sigo siendo virgen.
La posición en que estamos lo hace sentir más íntimo, como si no
hubiera un extraño a solo unos metros de nosotros, como si yo no estuviese
siendo obligada a hacer esto. La ondulante iluminación se suma al efecto,
como si todo esto fuera un sueño. Puedo decir la verdad porque esto ni
siquiera es real.
—Papá me descubrió una vez —le digo como si estuviera en trance—.
Yo dormía, o eso pensó él. Pero en realidad me estaba tocando.
—¿Qué dijo él?
—Me dijo que estaba mal. Dijo que eso no era de señoritas, que ese
comportamiento deshonraría nuestro apellido.
La intensa vergüenza que sentí entonces me golpeó en el estómago, casi
doblándome. Es solo la terca presencia de Gabriel la que me sostiene. Él
apenas me toca, solo es un ligero roce de sus manos en mis brazos, pero
ellas bien podrían estar hechas de acero.
—Y luego fue él quien deshonró el apellido de tu familia.
—Puso jugo de chile en mis dedos todas las noches durante un mes.
La ironía es suficiente para hacerme vomitar. Durante años me resistí a
lo que hacían las otras chicas, rechacé lo que los chicos querían de mí. El
único dispuesto a esperar hasta el matrimonio fue Justin, y resultó que fue
solo porque vio nuestra relación como un trampolín político.
—Quédate aquí, virgencita.
Se aleja de mí y siento su alejamiento como un viento invernal. Estoy
sola, despojada.
La cámara hace clic detrás de mí invade mi privacidad y me recuerda
cuán público será esto. Ni siquiera puedo tocar mi propio cuerpo sin culpa,
pero algún extraño pronto tendrá el derecho.
—Mírame. —Escucho la voz de Gabriel que proviene cerca de la
cámara.
Me giro para mirarlo por encima del hombro. La mayor parte de mi cara
todavía está oculta por mi cabello, pero él puede ver más de mí. ¿Es posible
apreciar toda mi confusión en esa postura? ¿Se puede leer el dolor en mis
ojos? Todo en lo que creía era mentira, pero la verdad duele lo suficiente
como para querer recuperarla.
—Tócate —dice.
Mi corazón se detiene, pues si él quiere que lo haga frente a la cámara,
desfalleceré. Fracasaré.
—Esta noche. Cuando estés en la cama, sola. En la oscuridad. Cierra la
puerta si es necesario. Nadie entrará. Tócate y date placer. Recuerdas cómo
hacerlo, ¿verdad?
El recuerdo viene como una caricia tangible, un golpe en mi lugar
privado. Mis labios se separan en un suspiro suave. El calor baña mis
mejillas. Aprieto mis piernas, buscando más.
El clic de la cámara captura mi placer secreto.
—Esta es —dice el fotógrafo.
Gabriel mira la pantalla de la cámara con expresión enigmática.
—Sí. Esta es.
CAPÍTULO SEIS

A MBOS HOMBRES SALEN del cuarto para permitirme vestir. Solo toma un
momento deslizar mi vestido sobre mi cabeza. Aprovecho la privacidad
para recuperar la compostura. No puedo creer que le haya contado a Gabriel
sobre ese momento con mi papá.
«Y luego fue él quien deshonró el apellido de tu familia.»
Tal vez sea una locura apoyar a mi padre, pero soy todo lo que le queda.
Postrado en la cama, apenas capaz de respirar. Me crio desde el momento
en que murió mi madre. Si yo lo abandonara, él moriría. Ya sea por sus
heridas o por algún hombre decidido a terminar su trabajo. Pongo las manos
en mis mejillas sintiendo un calor intenso.
¿Cómo enfrentaré a Gabriel Miller ahora que conoce mis secretos?
Pero necesito confrontarlo para saber si él fue quien envió a alguien a
mi casa ayer. Una parte de mí quiere creer que él no sería capaz de eso, pero
es demasiada casualidad. Y tiene el motivo más importante para querer que
mi padre muera.
Respirando profundamente, abro la puerta y salgo al pequeño pasillo.
Está más oscuro de lo que recuerdo, más oscuro que la habitación del
ensueño, y parpadeo mientras mis ojos se ajustan a la oscuridad. Me doy
cuenta de que alguien ha apagado la luz del techo. Y no estoy sola.
—¿Gabriel? —digo, titubeante.
Una risa suave llena el espacio, más oscuro y polvoriento de lo que
esperaba.
—Bajó las escaleras —dice una voz desconocida.
Siento punzadas de miedo en mi pecho.
—Oh. Iré a buscarlo.
—Deberías estar corriendo para el otro lado.
Doy un paso hacia las escaleras, retrocediendo. Sé que con Gabriel no
estoy a salvo. Tiene una razón para lastimarme. Pero hay algo en este
hombre que me hiela la sangre.
—Lo tendré en cuenta —le digo, entrecerrando los ojos para distinguir
sus rasgos. Todo lo que puedo ver es un cabello y unos ojos pálidos.
—De hecho, deberías estar huyendo lejos. La familia James ya no es
bienvenida en esta ciudad. ¿O aún no te has enterado?
Un viejo orgullo provoca ira en mi interior.
—Soy muy consciente de la situación de mi familia en Tanglewood. Esa
es la razón por la que estoy en este lío.
—Sexo por dinero. Supongo que es un trabajo más honesto que el de tu
papá, pero igual de sucio.
Me estremezco en la oscuridad. Algo en su voz suena personal.
—¿Qué sabes sobre lo que hizo mi papá?
—Tu padre le robó a Gabriel Miller, y nadie se sale con la suya. Por eso
lo destruyeron. Pero Gabriel no fue la única persona a la que le robó.
Y todas esas personas querrían lastimar a mi papá.
—Ya no le está robando a nadie.
En las sombras veo unos enormes hombros encogerse.
—Eso no le devuelve la felicidad a la gente, ¿verdad? Aunque supongo
que tenerte en sus camas y sacar dinero de tu piel podría hacerlos sentir
mejor.
El miedo es como un dedo bajando por mi columna vertebral, haciendo
temblar todo mi cuerpo. Me alejo de él y bajo las escaleras de madera, con
el corazón latiendo con fuerza. Una parte de mí imagina que me sigue, y
acelero anticipando una mano en mi hombro o un puño en mi cabeza.
Ya estoy en el amplio vestíbulo, cálidamente iluminado por lámparas a
lo largo de la pared. Segura.
Excepto que la seguridad es solo una ilusión cuando estoy en el Retiro.
Gabriel me espera en la acogedora silla de cuero donde Damon estaba
sentado la última vez. Hay un vaso en su mano, medio lleno, y él me mira
con una expresión inescrutable.
Tenía la intención de interrogarlo cuidadosamente, pero toda mi
precaución se ha evaporado.
—¿Enviaste a alguien a mi casa anoche?
Por un momento, él está tan quieto que creo que no me ha escuchado.
Luego se inclina hacia adelante y deja el vaso sobre la mesa.
—¿Alguien fue a tu casa?
Por supuesto, un hombre como él ha de ser un mentiroso consumado.
Tengo que ser más inteligente que él. Pero si él envió a alguien, ¿qué podría
hacer yo al respecto? La policía fue inútil.
—Lo sorprendí cuando estaba manipulando mi caja eléctrica. Se fue
antes de que llegara la policía. ¿Fuiste tú?
Habla despacio, como volteando la pregunta.
—¿Para qué manipularía yo tu caja eléctrica?
La vergüenza de haberme desvestido escaleras arriba se mezcla con mi
miedo al hombre sin nombre. Algo dentro de mí se rompe, y llena de
lágrimas mis ojos.
—Para asustarme. Para dañarme. Por la misma razón que entregaste a
mi padre.
Su expresión se oscurece.
—Tu padre me robó.
—¿Recuperaste tu dinero? —pregunto en voz alta y firme.
—No, pero no se trataba de eso. Lo convertí en ejemplo.
Mi corazón se aprieta cuando recuerdo el aliento áspero de mi padre.
—Claro, pero soy yo quien pierde los amigos, el futuro. Soy yo quien
será subastada.
Frunce el ceño.
—¿Viste la cara del hombre?
—Llevaba una capucha.
Pude ver algo de su complexión, su andar. ¿Pudo haber sido Gabriel
Miller? ¿Pudo ser el hombre de arriba? Incluso si no fuera ninguno de ellos
dos, pudo haber sido enviado por ellos.
—Alguien vigilará la casa esta noche —afirma de forma casual, como si
yo diera por sentada su inocencia. Él es todo menos inocente—. Si regresa,
lo atraparemos.
Mis ojos se entrecierran.
—¿Por qué harías eso por mí?
Una ceja se le arquea.
—Damon va a ganar mucho dinero con tu subasta. Querrá proteger su
inversión.
Por supuesto. Ahora soy un producto. Mi seguridad sería como la caja
fuerte que encierra un diamante, destinada a mantenerme alejada de otros
hombres. Solo que los hombres más peligrosos de la ciudad tienen la
combinación. No es protección, en absoluto. Es una jaula.
Me voy sin añadir palabra, con el estómago en un puño, hasta que
regrese a mi casa y cierre la puerta. Me ducho, tratando de lavar la
vergüenza de sus miradas sobre mi piel, el ligero toque de las manos de
Gabriel en mis brazos. No importa cuánto me refriegue, todavía puedo
sentirlo.
CAPÍTULO SIETE

D URANTE LAS SEMANAS transcurridas desde que mi padre llegó a casa


proveniente del hospital, he caído en una rutina. Compruebo los signos
vitales de mi padre por la mañana y cambio su ropa de cama mientras él
casi siempre duerme. Al mediodía le traigo el almuerzo. Esa es la mejor
oportunidad que tengo para sorprenderlo despierto. Solo puede lidiar con
dieta líquida: sopa tibia y budín frío. A veces puede hacer algunas
mordidas.
En la escuela, mi especialidad eran los estudios clásicos con enfoque en
mitología antigua. Era fascinante para mí, pero mucho más adecuado para
la esposa de un senador que para alguien a cargo de medicar y administrar
inyecciones.
Cuando me derrumbo sobre el colchón todas las noches, me duelen los
músculos. Mi cuerpo está cansado, pero mi mente permanece
obstinadamente despierta, repasando cada juego de ajedrez de mi infancia,
cada hora del juicio, cada insoportable segundo de la ruptura con Justin.
Desde que conocí a Gabriel ayer, tengo algo nuevo por lo que
obsesionarme.
Después de vestirme con ropa interior y una camiseta blanca, mi ropa de
dormir habitual, miro por la ventana. Una camioneta SUV brillante y negra
está aparcada sobre el cordón de la acera, a la vista. Mi corazón se sacude.
¿Qué pasa si se trata de alguien que ha regresado? Aunque el auto no está
oculto, en absoluto. Y cuando entrecierro los ojos, puedo distinguir la
silueta de un hombre dentro.
Damon Scott debe haberlo enviado.
«Querrá proteger su inversión.»
Cierro los ojos y respiro profundamente.
Desde el otro lado de la habitación, una luz verde parpadea en mi
teléfono. Un correo de voz. Lo alcanzo con dedos temblorosos, sin saber si
quiero saber de Damon. No pudo haber organizado la subasta tan rápido,
¿verdad? Presiono el teléfono contra mi oído.
Se me enfría la sangre por una razón diferente cuando escucho la voz de
Landon Moore.
—Mi querida Avery. Entiendo que mi propuesta te haya sorprendido.
Ahora me doy cuenta de que necesitas tiempo para procesar el cambio. Me
sorprendió descubrir que te has convertido en una joven tan hermosa.
Confieso que había considerado nuestra unión antes de estos tan
desafortunados eventos, pero temía que nunca me vieras más que como tu
querido tío Landon. Puedo ser paciente durante este momento difícil y
confiar en que tomarás la decisión correcta.
Mi cena amenaza con subírseme y arrojo el teléfono al suelo. Es aun
más difícil soportar su paciencia porque no sé si estoy tomando la decisión
correcta. No puedo aceptarlo, unirme a él de por vida, aunque eso pueda
facilitarme las cosas.
Tampoco puedo obligarme a abandonar esta casa, lo único que queda de
mi madre.
¿Qué me aconsejaría ella si estuviera aquí?
¿Cuán diferente hubiera sido mi vida si ella estuviera viva? Hubiera
tenido a alguien que me enseñara sobre mi cuerpo. Sobre el sexo. Hubiera
tenido a alguien que me explicara cómo funciona mi período, en lugar de la
enfermera de la escuela. Hubiera tenido a alguien que me hablara sobre
sexo en lugar de poner jugo de ají en mis dedos.
«Tócate.»
Las palabras de Gabriel vuelven a mí con ímpetu sensual que hace que
el corazón me palpite con fuerza.
No lo decía en serio, ¿verdad? Es algo estúpido y burlón que dijo solo
para conseguir la fotografía perfecta. Y si lo decía en serio, no tengo por
qué escucharlo. Él es un hombre horrible.
Igualmente, me sorprendo buscando la sábana a pesar de que es una
noche cálida. Estoy sola en la casa, con las puertas cerradas. Hay un
hombre custodiando afuera para asegurarse de que nadie vuelva a intentar
sabotear la electricidad. Mi padre está dormido, atado a su cama de hospital,
incapaz de caminar hasta aquí si despertara.
«Cuando estés en la cama, sola, en la oscuridad. Cierra la puerta si es
necesario.»
Apoyo la sábana sobre mi cuerpo. La delgada capa de tela es mi escudo
contra el miedo y la vergüenza que arden dentro de mí. Quiero fingir que
nunca escuché sus palabras, actuar como si no importaran.
«Nadie entrará.»
Pero si ni siquiera puedo tocarme yo misma, ¿cómo puedo dejar que
algún hombre me toque? Si nunca he tenido un orgasmo, ¿cómo puedo
esperar que un extraño me dé uno? Puede no proporcionarme placer, pero
sería aun peor si lo hiciera. Me imagino indefensa en los brazos de un
hombre frío y distante.
Él me poseería. No puedo darle a alguien ese poder sobre mí, ni siquiera
por dinero.
Comienzo tocando mis senos porque eso da menos miedo. Son cálidos y
firmes, mis pezones ya están rígidos por solo pensar en esto. Cierro los ojos
mientras mis dedos juegan con mis pezones. Son pequeñas chispas de
placer, en mis senos, en mi pecho, pero no es suficiente. No es suficiente
para llegar al orgasmo.
«Tócate y hazte sentir bien. Recuerdas cómo hacerlo, ¿verdad?»
Nunca me provoqué un orgasmo, pero recuerdo dónde me gustaba
frotarme. Mis palmas bajan por mi estómago, hasta mi ropa interior. Abro
las piernas y respiro profundamente. Los escrúpulos corren conmigo. Ya
tengo una leve quemadura, un recuerdo de cuando probé el jugo de chile
contra mi sexo, hace mucho tiempo.
Por un horrible momento escucho la voz de mi padre diciéndome que
estoy sucia, que soy una desgracia. Y me doy cuenta de que no se trata solo
de un hombre extraño poseyéndome. Es mi padre quien me posee. Todos
estos años me ha mantenido alejada de mi propio cuerpo.
Entonces, ¿Gabriel me lo está devolviendo? ¿O está tomando las
riendas?
Imagino sus ojos dorados mirándome, astutos y perspicaces. Mis
músculos se contraen. Hay algo peligroso en él. No es solo lo que le hizo a
mi familia, no solo es el daño a mi padre. Hay una amenaza inherente en él,
como un león acechando a su presa. Es fascinante, aun cuando también me
aterroriza.
Hay sufrimiento, una sensación de opresión cada vez que pienso en él.
El cabello oscuro, suficientemente largo como para que se rice en las
puntas. La mandíbula adornada por una barba corta. Los hombros anchos
que le hacen ver como un hombre de poder. Mi cuerpo responde, aun
cuando mi corazón se encoge de miedo. Es repugnante, pero, Dios, tan
bienvenido. Estoy cansada de apretar el puño contra mis impulsos, cansada
de avergonzarme.
Mis dedos son torpes deambulando por mi sexo, recordando dónde
acariciarme, encontrando el lugar donde se siente demasiado áspero. Tengo
que rodearlo, y una especie de neblina desciende sobre mi mente.
El placer da vueltas alrededor de mi piel como suaves olas contra la
orilla. Podría hacer esto para siempre, mi dedo se mueve lentamente, mis
caderas se yerguen ligeramente. No hay apuro. Solo paz.
Entonces la voz de aquel extraño hombre se eleva, sin querer, sobre las
sombras de mi mente.
«Supongo que tenerte en sus camas y sacar dinero de tu piel podría
hacerlos sentir mejor.» Debería asustarme, pero en este estado de ahogo
sexual, con Gabriel vívido en mi mente, sucede algo más. El deseo late a
través de mi cuerpo, una gota de lujuria líquida me hace cosquillas en su
camino hacia abajo.
No es difícil imaginarlo haciendo algo atrevido. ¿Me haría daño?
Un hombre como Gabriel Miller nunca sería gentil. Incluso sus palabras
son filosas, me cortan, dejan mi orgullo hecho pedazos a sus pies. Sus ojos
se deslizan hacia mi interior. ¿Qué harían sus manos? ¿Su boca? ¿Su
miembro?
Aumenta la presión en mi sexo, y hago círculos cada vez más rápido,
más fuerte, sobre la pequeña protuberancia sensible, hasta que mi cuerpo se
estremece y se sacude, con la boca abierta en un grito silencioso. El líquido
se derrama sobre mis dedos, humedeciendo la tela de la ropa interior
mientras mi sexo late sin detenerse.
Tras el clímax, mis músculos se sienten rígidos. Retirar mis dedos
mojados me hace sonrojar. Los froto furtivamente en las sábanas, como si
pudieran atraparme con ellos, brillantes y con olor a sexo en la oscuridad.
—¿Qué me estás haciendo? —susurro a la habitación vacía.
No sé si estoy hablando con Gabriel o con mi padre. Bien podría estar
haciéndome a mí misma esa pregunta. ¿Cómo pude haber llegado al clímax
pensando en Gabriel Miller? ¿Cómo pude tener un orgasmo imaginándome
ser lastimada?
CAPÍTULO OCHO

A LA MAÑANA siguiente me levanto al oír el timbre de la puerta. Mi


corazón salta a mi garganta mientras me pongo un par de jeans sobre mis
ropa interior. A la luz del día, estoy más preocupada ante la visita de un
recaudador de impuestos que por la presencia de un hombre encapuchado.
Facturas de impuestos inmobiliarios con brazos y piernas, altas como
rascacielos, han invadido mis sueños. Temo que seamos desalojados por
alguna factura sin pagar e imprevista incluso antes de llegar a la subasta.
Abro la puerta y veo a Harper, con los ojos brillantes, y dos humeantes
tazas de café en mano.
—¡Buenos días, dormilona!
La vergüenza me quema la garganta como el ácido. Ella acaba de ver el
estado descuidado del patio. Tan pronto como entre, también verá las
habitaciones vacías donde solían estar los muebles.
Incluso sabiendo que descubrirá la verdad, no puedo evitar mi alegría
por verla. He estado desesperadamente sola desde que regresé de la
universidad. Uno por uno, todos mis amigos de Tanglewood me
abandonaron.
Le lanzo los brazos al cuello, sorprendiéndonos ambas por estallar en
lágrimas.
—Dios mío, lo siento mucho.
Me devuelve el apretón.
—Avery… Cuéntame todo.
Sobre su hombro veo un coche negro brillante y un hombre apoyado
contra él, con un cigarrillo en la boca. Se da cuenta de que estoy mirando y
me devuelve un saludo forzado.
Un escalofrío me recorre.
—Entremos.
Sentadas en el suelo de la sala vacía, sorbiendo nuestros chai lattes de
soja, le cuento sobre las horribles citas en la corte, donde los periodistas nos
perseguían escaleras arriba y abajo. Le cuento sobre las condenas, sobre
cómo mi padre envejecía diez años de la noche a la mañana ante cada
veredicto de culpable. Y le cuento sobre la horrible noche en que recibí una
llamada telefónica de la policía diciéndome que mi padre estaba en el
hospital.
Los ojos marrones de Harper se llenan de lágrimas.
—Dios Santo, Avery. ¿Cómo pudiste guardarte todo esto? Te has
impuesto ser fuerte para tu propio bien.
Todo parece una pesadilla, pero al pronunciar las palabras en voz alta,
se vuelve real.
—Supongo que solo podía ir día por día. Y al principio papá intentó
mantener una expresión valiente, asegurándome que arreglaría todo. Pero
eran solo palabras. Después del ataque, los médicos dicen que nunca se
recuperará realmente.
—No vas a volver a la escuela —dice, y no en tono de pregunta.
Niego con la cabeza.
—No hay forma. Tal vez algún día en el futuro pueda volver a pensar en
la universidad, pero ahora tengo que concentrarme en papá. Él me necesita.
Mira hacia abajo y juguetea con la tapa de su latte.
—¿Qué vas a hacer para conseguir dinero?
¿No es esa la pregunta del millón?
—Estoy bien.
—¿Esa es tu forma de decir que estás totalmente jodida?
En más de un sentido.
—Estoy trabajando en algo, pero todavía no tengo los detalles resueltos.
Sus ojos brillan de curiosidad.
—Voy a dejarte en paz, por ahora. Cuéntame qué pasó con Justin. ¿Me
enviaste un mensaje de texto diciendo que rompiste con él?
La vergüenza me sofoca las mejillas cuando recuerdo todas las veces
que le dije lo guapo y perfecto que era.
—No, él rompió conmigo.
Ella se muestra desconcertada
—Pero él estaba loco por ti.
—Por todo este desastre. Dijo que quería ser senador algún día, y que
por ello no podía verse vinculado a la familia James.
Resoplo.
—Miserable.
Aparto la vista y trago.
—Creo que lo entiendo. No quisiera arruinar su futuro.
—Eres demasiado amable. Es una rata miserable.
Me arden las mejillas cuando comparto la parte más humillante.
—De todos modos, siempre tuve la impresión de que yo solo sería un
escalón. Que realmente nunca se preocupó por mí. Supongo que por eso él
decía estar de acuerdo con esperar hasta el matrimonio.
Ella se muerde el labio, pensativa.
—No sé. Estaba loco por ti, pero siempre le faltó carácter. Estoy segura
de que al padre de Justin no le agradó el escándalo.
Alzo las cejas.
—¿Falto de carácter? Nunca dijiste nada.
—A ver, le quedaba bien el esmoquin, pero nunca podía tomar sus
propias decisiones. Probablemente esté siguiendo los pasos de su padre
porque no puede pensar en una carrera original.
Hago una sonrisa exangüe.
—Bueno, su senaduría está sana y salva ahora.
—Se arrepentirá —dice ella, muy segura—. Y estás mejor sin él.
Encontrarás a alguien que se preocupe de ti por ti, y no por tu apellido.
Tal vez, pero ¿cómo se sentirá ese supuesto hombre al saber cómo perdí
mi virginidad? Incluso si tratara de mantenerlo en secreto, la gente hablaría
de ello. Están pagando una tarifa de ingreso solo para descubrir mi
identidad. Después de cómo los reporteros rodearon el caso judicial contra
mi padre, toda la subasta podría ser de conocimiento público.
No solo estoy renunciando a mi título universitario o a mi carrera;
podría estar renunciando a enamorarme, a tener una familia. La soledad
pasa frente a mí como un desierto, los ojos de Gabriel queman como el sol.
Puede que no esté parado afuera de mi casa, pero él bien podría
preguntarle a Damon qué estoy haciendo. Y fue él quien orquestó la caída
de mi familia. Es como un titiritero, moviéndome cada vez más rápido hasta
desarmarme.
—Quizás sea mejor no estar comprometida. No puedo concentrarme en
nada mientras papá esté enfermo.
Necesita de mucho cuidado solo para mantenerse con vida. No me había
dado cuenta de lo frágil que puede ser la vida hasta que vi todos los tubos y
monitores conectados a su débil cuerpo.
—Él me necesita en este momento.
—¿No tienes una enfermera para él?
—Tenemos a alguien que viene a revisar su medicación. El doctor viene
una vez por semana. Eso es todo lo que puedo pagar.
En realidad, también me estoy quedando sin dinero para eso.
—¿Tú lo alimentas? ¿Lo vistes?
—Cuando está lo suficientemente despierto para comer.
Me duele el estómago al recordar las lágrimas que contuve la última vez
que lo bañé. Era casi peor que él se diera cuenta, sintiéndose avergonzado
de que su hija lo viera desnudo. ¿Qué opción teníamos?
Sus ojos se llenan de compasión.
—Te ayudaría, pero el Cara de Idiota todavía controla mi herencia.
Harper enfureció cuando su padre le otorgó a su hermanastro el control
de su herencia. Dijo que era para mantener el dinero a salvo. En secreto, yo
pensé que era lo mejor. Christopher es un antipático, pero se asegura de que
se paguen todas las facturas. Harper es un corazón inquieto,
extremadamente agradable pero para nada práctica. Sería capaz de regalarle
una chaqueta de diseñador de dos mil dólares a una persona sin hogar si la
viera en la calle desamparada y pasando frío.
—En unos años cumpliré veintidós y tendré el control. Entonces podré
ayudarte.
En unos años mi padre podría estar muerto, pero no se lo digo. No es su
problema.
—No te preocupes por nosotros. En serio, estamos bien. Es difícil este
momento, pero mejorará.
—Porque estás trabajando en algo.
Los nervios me revuelven el estómago. Ni siquiera estoy segura de
poder arrepentirme ahora si quisiera. El hombre de afuera está evitando que
me lastimen, pues para Damon Scott valgo más viva que muerta. ¿Qué
haría el guardia si intentara irme? No importa, porque no puedo ir a ningún
lado teniendo a mi padre postrado en una cama de hospital.
—Así es. Ahora dime por cuánto tiempo estarás aquí. Quiero quedarme
despierta hasta tarde y hablar sobre lo que has hecho desde que me fui.
CAPÍTULO NUEVE

H ARPER SE QUEDA conmigo durante dos días de felicidad. Le dijo a su


profesor que murió su perro, lo que parece una mentira horrible, aunque
también poco creíble, pero ella siempre encuentra la manera de envolver a
los hombres y tenerlos en su mano. Excepto a Christopher,
desafortunadamente.
Derretimos mantequilla para echarle a las palomitas de maíz y miramos
a Gwyneth Paltrow en Emma. No hay otras camas en la casa, así que
hacemos una pijamada y compartimos mi cama. Ella incluso prepara sopa
de almejas con la receta de su abuela, plato que papá declara delicioso.
Cuando un taxi se marcha con ella el domingo por la tarde, se siente
como un frío baño de realidad. La casa es más grande y vacía ahora que se
ha ido. Después de compartir lo último de la sopa con papá para el
almuerzo, encuentro unas tijeras en el cobertizo de las herramientas.
Durante la siguiente hora ataco las ramas descarriadas, domesticando
los arbustos a lo largo del frente de la casa. No se ven tan bonitos como
cuando teníamos paisajistas, pero eso no es lo importante.
Mis manos se han ampollado cuando al fin dejo caer las tijeras de metal
sobre la hierba.
Me dirijo adentro, con la intención de ducharme, cuando escucho sonar
el teléfono.
Landon ha llamado dos veces más mientras Harper estuvo aquí, y si es
él, no voy a responder. Sin embargo, esta vez el número está bloqueado, así
que atiendo.
—¿Hola?
—Señorita Avery James —dice una voz masculina complacida. Damon
Scott.
Me peino el pelo hacia atrás, como si él pudiera ver mi aspecto de niña
salvaje. Probablemente me vea como si hubiese estado abriéndome camino
con machetes a través de la selva tropical.
—Oh… hola.
Un papel cruje en la línea.
—¿Estás lista para la gran noche?
Nunca estaré lista.
—¿Ya tienes una fecha?
—Este sábado. Los hombres más ricos de la ciudad están deseando
descubrir quién eres.
No puedo huir de su maliciosa voz al otro extremo del teléfono, pero
aun así me escondo en la despensa y cierro la puerta. La vergüenza arde en
mis mejillas. Este sábado.
—Supongo que eso es bueno.
—Es excelente, confía en mí.
—Dijo la araña a la mosca.
Se ríe.
—Esta mosca en particular obtendrá un muy buen pago por su tiempo
en la telaraña.
Espero que sí o esto no tendrá sentido.
—No quiero ser injusta, pero…
Me quedo sin aliento porque me han enseñado tan enérgicamente a
nunca mencionar el dinero. Nunca parecer débil. Sé que necesito romper
esos hábitos. Ya no soy la hija rica y privilegiada de uno de los empresarios
más venerados de la ciudad. Pero hablar de dinero sigue siendo tan difícil
como tocarme a mí misma, prohibido el tiempo suficiente como para
hacerlo físicamente doloroso.
«Dios, este sábado.»
—¿Cuánto dinero ganarás? —dice él con facilidad—. Depende del
rumbo que tome la noche será cuán alto podamos llevar las ofertas. Creo
que deberías esperar un par de cientos de miles, al menos.
—Un par de cientos —Se me apaga la voz, y me siento débil. En otro
tiempo, ese tipo de números no me habría sorprendido. Había cuentas de
ahorro y fondos de inversión en abundancia. Todo eso se ha evaporado. Un
par de cientos de miles de dólares pagaría varias veces la factura
inmobiliaria. Podría mantener la casa y pagar una enfermera a tiempo
completo.
—Quizás más. Tendremos que ir afinando el oído. —Puedo escuchar su
sonrisa por teléfono—. Naturalmente, quiero que mi porcentaje sea lo más
alto posible.
—Naturalmente —digo, todavía sintiéndome débil. Supongo que así es
como se siente la esperanza—. ¿Y no me van a hacer daño?
No puedo olvidar lo que el hombre me dijo en aquel estrecho pasillo
sobre los enemigos de mi padre buscando revancha en mi cuerpo. ¿Cuánto
puedo soportar un mes? Sexo, definitivamente. Pero ¿dolor?
—Mira, no te mentiré —dice—. Algunos de los hombres que asistirán
suelen involucrarse en actividades sexuales más… atrevidas. Es una
consecuencia natural de tratar con hombres ricos, con demasiado tiempo y
dinero en manos como para contentarse con el viejo y simple sabor a
vainilla.
¿Se considerará a él mismo dentro de ese grupo? Probablemente.
Presiono mi mano contra mis ojos, tratando de no imaginarlo haciendo
cosas atrevidas. Especialmente no quiero imaginar a Gabriel Miller
haciendo algo así, en absoluto.
—Tiene que haber límites, ¿verdad?
—Por supuesto. Al finalizar, serás la misma chica que al comenzar. Sin
daños ni cambios permanentes. Excepto por una pequeña porción de tu
anatomía.
El aire en la despensa parece agotarse.
—Entiendo.
—No te preocupes. Por aquí, un himen es más raro de lo que podrían
ser los látigos o las cadenas. Espero que los mantengas entretenidos durante
todo el mes.
—¿Látigos y cadenas? —Se me encoge el estómago.
—Bueno, la subasta comienza a las nueve de la noche. Comenzaremos a
ofrecer las bebidas antes de eso, para asegurarnos de que se sientan
desinhibidos con sus billeteras. Deberías llegar a las siete para prepararte.
Dos horas es mucho tiempo para vestirse.
—¿Estás seguro de que necesito…?
—Estoy seguro —dice, casi divertido—. Te veré luego.
El fin de la llamada sella mi destino.
CAPÍTULO DIEZ

E N LA MITOLOGÍA antigua, el minotauro era una criatura con cabeza de toro


y cuerpo de hombre. Vivía en el centro de un laberinto. Atenas debía enviar
en barco a siete hombres jóvenes y siete muchachas solteras como
sacrificio.
En mi caso, el laberinto es el Retiro, que se alza en el cielo oscuro y con
sus torres divide los rayos naranjas del atardecer. Solo hay un sacrificio este
sábado por la noche.
Alguien me espera en la acera para tomar mis llaves. Me tambaleo sobre
mis tacones apenas un momento antes de sostenerme. Lo último que
necesito es romperme las rodillas cuando estoy yendo a pararme frente a los
hombres más ricos de la ciudad. Pronto me encuentro de pie en el vestíbulo,
maravillándome por cómo la gente se agita a mi alrededor. No comprendía
la producción que requeriría, pero con tanto dinero en juego, tiene sentido.
Mi estómago se revuelve de nervios al saber que seré el centro de este
huracán.
Damon aparece por una puerta, impecable con un traje de tres piezas. Él
es uno de los muchos giros que tomaré esta noche, adentrándome cada vez
más profundo en el laberinto. Solo al final sabré quién ganó la subasta. Solo
entonces conoceré al minotauro.
—La mujer de la noche —dice calurosamente.
Un escalofrío me recorre. Eso suena siniestro. Me obligo a sonreír.
—La verdad es que no creo que me lleve dos horas prepararme.
Se ríe.
—Candy estuvo preguntando todo el día. Le dije que tendría que
arreglárselas.
—¿Candy?
—La chica de Iván. Ella se encargará de ti.
¿Iván Tabakov? He escuchado su nombre, pero solo en murmullos. ¿Su
esposa no solía desnudarse en uno de sus clubes? Supongo que no podría
pedir una mejor guía en el arte de vender sexo a hombres peligrosos, pero
creo que le tengo más miedo a ella que a los hombres. Este es un mundo
diferente, que requiere un conjunto de habilidades diferentes a aquellas que
me he dedicado a edificar toda mi vida.
Me conduce escaleras arriba, hacia la habitación donde se tomaron las
fotografías.
Una mujer juega con pinceles de maquillaje en una pequeña mesa
contra la ventana. Alcanzo a distinguir un cabello rubio hermoso, largo y
sedoso como el de una princesa de cuento de hadas. Su cabello puede
parecer inocente, pero su cuerpo es puro pecado. El vestido que usa se
adhiere a su cuerpo, acentuando sus curvas perfectas. Dios. Ella no estará
en la subasta, ¿verdad? Apenas un hombre la vea, no me querrá. Por
supuesto, dudo que un jefe del crimen como Iván Tabakov esté dispuesto a
compartir su esposa.
Se da la vuelta y su rostro me deja sin aliento, por su perfecta belleza en
forma de corazón, por sus grandes ojos azules. A juzgar por aquellas pilas
de maquillaje sobre la mesa, hubiese esperado algo exagerado, sin embargo,
su maquillaje está perfectamente ubicado para enfatizar sus rasgos.
—Avery —dice ella, sonriendo—. Adelante. No voy a morder, lo
prometo.
Me relajo un poco, porque parece genuina. En los prístinos pasillos por
donde solía andar, muchas mujeres te derribarían si pudiesen salirse con la
suya. Estoy tan acostumbrada a ello, que me sorprende ver a alguien
desconocido con simpatía en sus ojos.
—Gracias. Estoy muerta de miedo por dentro.
Ella me rodea para cerrar la puerta.
—Haremos que esos viejos esperen hasta que estés lista para verlos.
Mientras tanto, te asearemos.
Me sonrojo, pues suena como si yo fuese algo que trajo el gato. Ni
siquiera puedo estar en desacuerdo con esa evaluación. Junto a ella me
siento completamente falta de sofisticación.
—¿Qué vas a hacerme?
Su risa se esparce sobre mí como polvo de hadas. Dios, no es de
extrañar que ese terrible mafioso se haya enamorado de ella.
—Eso depende de lo que necesites, por supuesto. Vamos a quitarte el
vestido y ver qué tenemos.
Del fondo de mi armario saqué un vestido de noche de diseñador, uno
que usé por primera vez para la cena de presentación de un senador, con
Justin a mi lado. Muestra un hombro y tiene una abertura larga. Justin se
impresionó aquella noche, aunque tal vez lo haya simulado, tal como
simulaba preocuparse por mí.
Mi estómago se aprieta por una razón completamente diferente a
cuando me quité el vestido frente a Gabriel. Sé que ella no está mirándome
como algo para devorar, pero igualmente notará mis inseguridades. ¿Cómo
puede una mujer como ella entender lo que es ser demasiado pequeña en
algunos lugares, demasiado grande en otros, siempre algo incorrecto?
¿Cómo puede entender el jugo de chile y la vergüenza que siempre siento
en mi cuerpo?
Estoy congelada, apretando la tela con las manos y con la mente en
pánico. ¿Cómo superaré esto? Ella es solo otro giro, y necesito llegar hasta
el centro del laberinto.
Me sujeta los hombros y los sacude suavemente.
—Avery, mírame.
Tras una profunda bocanada me encuentro con su mirada azul.
—Eres hermosa, valiente e indescriptiblemente fuerte. Nada de lo que
hagan esos hombres puede cambiar eso. ¿Está claro?
Y de alguna manera me doy cuenta de que ella sabe de qué habla: la
vergüenza y el miedo.
Esa comprensión me permite quitarme el vestido y revelarme.
Ella asiente con satisfacción.
—Tendremos a los muchachos comiendo de tu mano. —Su mirada cae a
mi entrepierna—. Pero primero lo primero: debemos deshacernos de eso.
—¿De mi ropa interior?
—De tu vello.
Miro hacia abajo, en parte horrorizada, en parte curiosa. La ropa interior
azul marino que llevo cubren el vello cuidadosamente afeitado.
—¿Cómo pudiste…?
—¿Cómo pude saberlo? Cariño, hago esto desde hace mucho tiempo.
—Sus ojos me estudian como si pudieran leer todos mis secretos—. Nunca
has estado completamente afeitada, ¿verdad?
Siempre me pareció innecesario y, bueno, también un poco aterrador.
Niego con la cabeza.
Ella sonríe, girando hacia una olla pequeña conectada a la pared. Algo
allí dentro se está derritiendo. Cera.
—Es liberador, te lo aseguro. Y solo duele unos pocos minutos.
CAPÍTULO ONCE

U NA HORA MÁS tarde, ya he sido depilada y acicalada en todo mi cuerpo,


los gemidos se me escapaban mientras ella murmuraba simpáticamente.
Ahora uso una bata mientras ella me maquilla, buscando un aspecto natural
y utilizando más maquillaje del que he visto en toda mi vida. Contorneado,
lo llama ella. No puedo negar que el efecto es impresionante en mis
pómulos. Mis ojos se ven desnudos, a pesar de haber sombras que los
ensanchan. Como una gacela. Para mis labios usa un rosa pálido, como de
algodón de azúcar.
—¿Cómo te sientes? —pregunta.
—Aliviada porque la depilación ya terminó —respondo con sinceridad.
Todavía me siento sensible allí.
—No es mi parte favorita, pero la sensibilidad extra que se logra te
ayudará. Y a los hombres los vuelve locos.
No estoy segura de haber vuelto loco a un hombre alguna vez.
—¿Qué pasa si nadie oferta por mí?.
Ella ríe suavemente.
—¿De verdad crees que eso va a suceder?
—No —lo admito, pero no tiene nada que ver con la confianza. He
estado en suficientes subastas de caridad como para saber que los viejos
ricos compran cualquier cosa: un mueble roto que alguna vez fue de la
Reina de Inglaterra, una pelota de golf que perdió un campeonato
importante—. Sé que alguien me comprará. Pero no sé si será suficiente.
No existe póliza de seguro para algo como esto. Si alguien me compra
por menos de lo que debo de impuestos inmobiliarios, perderé la casa. Y
aún tendré que dormir con él.
—Levántate —dice Candy, con tanta facilidad para dar órdenes y
amabilidad.
Cuando me pongo de pie, la bata de seda se abre. Renuncié al pudor en
el momento en que ella arrancó la cera endurecida de mis lugares más
íntimos, pero será muy diferente con una habitación llena de hombres.
Ella toma un pequeño frasco con brillo rosa pálido. Esparce el polvo
con el cepillo, en movimientos casi sensuales. Ya tengo rubor, y no tuve que
levantarme para aplicarlo.
Su mirada va hacia mis senos, todavía parcialmente ocultos por la bata.
—No —le susurro.
Su expresión se vuelve comprensiva.
—Puede parecer excesivo, pero esos hombres están acostumbrados a lo
excesivo. Y esas luces te harán ver deslucida de inmediato. Este es el color
más pálido que funcionará.
Sus manos suaves corren la seda a un lado. El aire frío roza mis
pezones, convirtiéndolos en puntos duros. Estoy sorprendida, en parte
porque no estaba segura de que los hombres vieran mis pechos desnudos
durante la subasta. Y en parte porque mi cuerpo responde a la mirada de
ella casi con excitación.
Como yo si fuese una obra de arte, me aplica el pincel en mis pezones.
Tiene razón en que no es un efecto drástico. En realidad, se ven bastante
bonitos así, algo que nunca imaginé que llegaría a pensar.
—Los hombres son criaturas muy simples —dice sin levantar la vista de
mi pecho—. Les gusta sentirse importantes, inteligentes. Les gusta sentirse
fuertes.
Al oírlo, no estaba tan segura de que las mujeres fueran muy diferentes.
Aquello sonaba genial para mí, especialmente después de sentirme
desmesuradamente débil.
—¿Cómo haces que se sientan así?
—No cediendo. Eso sería demasiado fácil.
La caricia del cepillo produce extrañas descargas de energía a través de
mi cuerpo, por mi pecho y mi sexo. Incluso mis labios sienten un
hormigueo. Cada pequeño y cuidadoso golpe resuena en mi piel como si
estuviera hueca. Como si no hubiera nada dentro de mí, excepto aire.
—¿Entonces debería pelear con él?
Se muerde el labio, concentrándose. Luego retrocede, examinando su
trabajo. Mi pezón se ve perfectamente rosado, perfectamente circular. Y
definitivamente más gordo que antes.
Un movimiento de cabeza, luego se mueve al otro lado. Me obligo a
permanecer quieta, a no exigir respuestas, a no rogar por ellas.
—No pelear, tampoco. Me gusta pensarlo como un baile. Él da un paso
adelante, tú das un paso atrás. Luego das un paso adelante y él debe
retroceder. Hay una simetría, un ritmo.
Parpadeo. Me siento fuera de mi hábitat.
—¿Te refieres al sexo?
—Eso tiene un ritmo, pero estoy hablando de algo más. Cualquier mujer
puede tener sexo con él, cualquier mujer puede abrir las piernas. No hay
nada especial en eso.
—Soy virgen —digo sin más. No estoy presumiendo. Aquello que
protegí tan cuidadosamente ha llegado a significar más para mí de lo que
esperaba: salvar la casa de mi familia. Salvar a mi padre.
Hubiera preferido un matrimonio seguro. Una vida segura.
Si pudiera cambiar mágicamente el destino, desearía no conocer jamás
esta desesperación.
—No están pagando por tu himen —dice ella—. Están pagando para
enseñarte cosas. Están pagando mucho dinero porque el empujón será más
grande, pero también el tirón.
El ritmo. Escucho lo que dice, y siento que estoy perdiéndome algo.
Ella intenta explicarme algo, algo importante. Y sé que ella lo entiende, lo
sé porque tiene a un hombre muy peligroso a sus pies. Lo sé por la sabia
experiencia en sus ojos azules.
—Tengo miedo —susurro.
Me dedica una media sonrisa.
—Eso es parte del tirón.
Y cuanto mayor el tirón, más fuerte el empujón.
—¿Cuanto más miedo tengo, más dinero valgo?
—No es solo el miedo lo que los atrae; es la inocencia, la fragilidad, la
gracia.
Me imagino a los hombres viejos, fumando cigarros y bebiendo whisky.
—Todo lo que no son.
Su expresión se vuelve astuta.
—No luches contra él. Confróntalo. Haz que se desespere por más.
La estoy mirando fijamente, preguntándome si seguirá su propio
consejo, porque soy yo la que está desesperada por más. Necesito algo
concreto, algún truco que pueda hacer con la mano o con la lengua para que
esto funcione. Alguna palabra universal y secreta que me asegure que no
me lastimarán. En cambio, me está dando filosofía.
Y estoy tan concentrada, tan abstraída, que no escucho los pasos en el
pasillo.
No escucho el giro del pomo de la puerta.
Gabriel Miller aparece en la habitación y posa su mirada dorada sobre
mí. Sobre los ojos que Candy hizo grandes y parecidos a los de un antílope.
Sobre mis pezones rosados en pequeñas protuberancias rígidas. Sobre ese
lugar sensible en mi entrepierna, despojado de cualquier cubierta.
El bajo sonido que hace, casi un gruñido, me saca del trance.
Me pongo la tela de seda, sintiéndome expuesta, desgastada. No quería
pensar en la posibilidad de que Gabriel Miller estuviera en la subasta,
aunque sabía que vendría. Le gusta verme humillada, soy la hija de su
enemigo. No es suficiente ver la caída de mi padre.
Él quiere ver la mía también.
—Damon está abajo, esperando —dice—. ¿Está lista?
Candy lo mira, divertida.
—Por supuesto. Solo le estaba diciendo cómo controlar al que la
compre.
Su voz es suave.
—¿Crees que así lo hará?
Ella ríe.
—El control no es algo excéntrico, cariño. Es un modo de vida.
La forma en que él la mira no es sexual. Hay algo parecido al respeto en
los ojos de él. Tal vez solo sea porque está con Iván Tabakov, pero no lo
creo. Ella sabe cómo ganárselo por sí misma.
Se inclina hacia mí de una forma casi regia. Con sus labios junto a mi
oído, me susurra:
—Todo lo que tienes que darles es tu cuerpo. Tu mente y tu alma son tu
palanca.
Ese es mi ovillo de cuerda, me doy cuenta. Una línea vital para
encontrar mi salida del laberinto. Ella ha sido juguetona hasta aquí, pero
sobre el final se pone muy seria. Porque esto es de vida o muerte, mi
capacidad de seguir adelante. Podría devastarme. Podría romperme.
Finalmente, ella sale de la habitación despidiéndose de Gabriel con un
gesto de la mano.
Estamos solos.
Estoy enfermizamente preocupada por el hecho de que solo hay un
trozo de seda que protege mi cuerpo de él. Se ve tan delgado, tan vital. No
mira mi cuerpo. Su mirada se encuentra con la mía, pero así me siento más
vulnerable. Ve cada duda, cada miedo.
—¿Te tocaste? —pregunta con voz casi suave.
El calor se precipita sobre mi cara, y sé que me he puesto de color rojo
brillante.
—Eso no es de tu incumbencia.
Él me estudia, pensativo.
—Creo que lo hiciste, virgencita. Creo que tocaste tu pequeño y duro
clítoris, y te llevaste al orgasmo, con los ojos cerrados en la oscuridad.
Odio lo bien que puede leerme.
—No sabes nada de mí.
—Sé que podría llevarte al orgasmo en dos minutos.
Un paso atrás, mis pantorrillas golpean la pequeña silla donde estaba
sentada.
—No lo harías.
—No, pero desearías que lo hiciera.
—Te odio.
Suelta una risa grave.
—¿De verdad crees que puedes controlar al hombre?
Aprieto los puños en la seda para cubrirme los pechos.
—Mejor así que al revés.
—¿Tan malo sería? —pregunta, pensativo—. ¿Renunciar al control por
un mes? ¿Dejar que alguien más te guíe? ¿Dejar que alguien te enseñe?
Parte de mí ansía eso, pero no con un extraño. No por dinero.
—No me importa lo que me pase en la noche. Pueden tocarme,
enseñarme, lo que quieran. No seré mi verdadera yo.
Camina hacia la ventana, mirando el perfil de la ciudad. Hay personas
trabajando hasta tarde en esas oficinas, trepando la escalera corporativa, con
las mangas enrolladas en procura del pago. Algunos de esos pisos están
vacíos y sus ocupantes abajo, esperando para ofertar por mí.
Sin darse la vuelta, murmura:
—¿Qué te hace pensar que es solo de noche?
Lo miro, inexplicablemente sorprendida. Realmente no lo había
razonado en voz alta, podría haber adivinado lo obvio. Mi conocimiento del
sexo es tan limitado que solo lo imagino de noche. Eso vale doblemente
para un viejo extraño. La incertidumbre vibra a través de mí.
—¿Me querría durante el día?
Gabriel se da vuelta, sus ojos feroces.
—La subasta es por un mes, Avery. Tus días, tus noches, tu todo. Él será
tu dueño.
Un estremecimiento aprieta mi cuerpo. Estoy empezando a entender lo
que Candy quería decir sobre el empujón. Su intensidad, sus exigencias. ¿Y
cuál sería el tirón? Mi aquiescencia. No, ella me dijo que no me rindiera.
«Inocencia, fragilidad y gracia.»
Levanto la barbilla y lo miro a los ojos.
—Debo cuidar a mi padre. Alguien tiene que alimentarlo y asearlo
varias veces al día.
Gabriel se vuelve hacia la ventana.
—El comprador pagará por sus cuidados.
—No puedo… —Se me quiebra la voz se quiebra y tomo una bocanada
profunda de aire. No puedo pagarle a una enfermera a tiempo completo
durante un mes, no después de pagar la factura de impuestos y el porcentaje
de Damon. ¿Qué comeremos cuando todo esto termine?
—Pagará por su cuidado —dice con tono severo—. Además del monto
de la subasta.
Doy un paso adelante, extrañamente atraída por él.
—¿Por qué haría eso?
Alza su ancho hombro.
—Los hombres allí abajo tienen tanto dinero que no saben qué hacer
con él. A quien te compre, úsalo. Toma lo que necesites de él.
En la ventana puedo ver su reflejo, los rasgos sobresalientes de su
rostro. Pero no puedo leerlo. Nunca pude leerlo. ¿Es eso parte del empujón
del que me habló Candy? ¿O es solo el misterio impenetrable de Gabriel
Miller?
—¿Por qué me estás ayudando?
—No soy tu amigo —dice con voz suave.
Él es mi enemigo. Cuando estamos solos, es fácil olvidar eso. En unos
minutos estaremos abajo con los hombres más ricos de la ciudad, incluso
del estado. Hombres que me comprarían como un objeto. Hombres a los
que Gabriel les dio una lección arruinando a mi padre.
—Quince minutos —dice antes de salir de la habitación.
CAPÍTULO DOCE

Q UINCE MINUTOS PARECEN quince horas cuando estás esperando tu destino.


El vestido que me pongo es blanco diáfano, casi una reminiscencia de los
atuendos de la antigua Grecia. Me hace sentir como una ofrenda de
sacrificio para los dioses, o para el minotauro en el laberinto.
Me alivia que Candy también me haya dejado ropa interior: un sosten
blanco y ropa interior a juego, hechas del mismo material satinado que el
vestido. Al menos, si alguien mueve el vestido a un lado, si Damon exige
que me lo quite, tendré algo más para cubrirme.
Aunque si eso fuera cierto, no se habría molestado en pintarme los
pezones.
Deambulo por la habitación, frustrada porque no puedo hacerle más
preguntas, porque no me dio respuestas más directas. En este punto, incluso
preferiría la compañía de Gabriel a este vergonzoso silencio.
Un zumbido proviene de mi cartera, la que planeaba usar con mi vestido
de noche. Ahora veo lo tonto que hubiera sido, como si fuera una invitada
en esta fiesta y no el plato principal.
La pantalla parpadea con un nuevo mensaje de texto.
«Avery, necesito hablar contigo».
Se me agita el corazón. Es Justin. No he hablado con él desde que
rompió conmigo. Dejé algunas cosas en su departamento cerca del campus,
pero nada de eso importó una vez que lastimaron a papá.
Mis dedos recorren la pantalla con torpeza. «Estoy ocupada».
«Es importante», escribe. «Te extraño. Cometí un error».
Ira. Negación. Desamor. Sentí todas esas cosas en el momento de su
ruptura. No tengo idea de cómo manejar este mensaje semanas después,
especialmente cuando estoy parada en el Retiro, a punto de ser subastada al
mejor postor.
«Es demasiado tarde», le respondo.
«No digas eso. Podemos hablar. ¿Dónde estás?»
La sospecha me atrapa como una mano fría y oscura. «Salí ¿Dónde estás TÚ?»
«En tu casa», dice. «Nadie me abre la puerta».
Dios mío, está en mi casa. En los días aciagos después de la ruptura,
hubiera dado cualquier cosa por escuchar esos golpes, por ver su rostro.
Oírlo decir que fue un error.
No puedo olvidar que Justin es un hombre rico y, a diferencia de Harper,
su dinero no está atado a un hermanastro tacaño. No, no necesita la
aprobación de nadie, no legalmente. Aunque la mayoría de las veces le pide
consejo a su padre. Y su papá le hubiera dicho que me arrojara como una
papa caliente.
¿Qué hubiera pasado si Justin y yo hubiésemos estado casados cuando
mi padre fue condenado? ¿Y si ya hubiéramos tenido hijos? ¿Entonces
Justin me habría apoyado? No importa, porque él no me apoyó cuando más
lo necesitaba.
Las letras se difuminan frente a mí, pero contengo las lágrimas. No
arruinaré el hermoso trabajo de Candy. «Lo siento», escribo. «Ya se acabó».
Más que solo mi compromiso. Mi vida. ¿Mi futuro?
Vuelvo a meter el teléfono en mi cartera. ¿He cometido un error? Mi
corazón se agita. Me imagino llamándolo, confesándole todo, rogándole
que venga a rescatarme de esta torre. En verdad, no puedo confiar en él, ni
siquiera puedo amarlo, pero tal vez el amor no importa frente al frío
pragmatismo. Frente al deber familiar.
Y si el amor no importa, entonces tal vez debería aceptar la oferta de tío
Landon. Seguridad, protección. ¿No vale eso algo? Dios, eso vale todo.
Alguien llama a la puerta.
Mi mirada se dirige a ella, deseando que hubiera una mirilla. Se siente
como lanzar una moneda. ¿Habrá algún consejo sensual de Candy al otro
lado? ¿O estarán Gabriel y sus oscuras amenazas? Sé cuál es más
conveniente para mí, cuál debería querer, pero a medida que la moneda gira
en el aire, cuando alcanzo el pomo de la puerta, quiero ver a Gabriel.
No es Gabriel. Ni Candy.
Es el hombre de la última vez, el de cabello rojizo y ojos claros. Es
guapo con sus formas llenas y fornidas, pero no puedo superar la frialdad de
sus ojos. Son de color azul claro, pero parecen de hielo.
Levanta una ceja ocre, desafiándome.
—Están listos para ti. He venido a llevarte abajo.
Y me doy cuenta de cuál es su trabajo esta noche, custodiarme. Evitar
que me vaya. Es la misma razón por la que estaba al acecho en el pasillo la
última vez. Asegurándose de que no escape antes de cumplir mi parte del
trato. Tienen razón en sospechar de mí, porque mis dudas me acechan como
una nube negra.
Y mi padre engañó a Gabriel Miller. Así es como me metí en este lío.
Dudarían de mi palabra.
«Deberías estar huyendo lejos». Eso es lo que me dijo la última vez,
pero sin haberlo intentado ahora sé que no me dejaría ir. Demasiado tarde
para llamar a Justin para que me salve. Demasiado tarde para aceptar la
propuesta de tío Landon. El miedo es una fría garra en mi corazón.
—Estás equivocado —le digo—. No sacarán dinero de mi piel.
No me harán daño. No se los permitiré. Jugaré el juego de Candy, como
ella me enseñó. Los volveré locos desesperados por más, a pesar de que soy
yo quien se siente desesperada en este momento.
Me obsequia una sonrisa cruel.
—Alégrate de que no tengo planes de ofertar por ti.
—¿Qué tienes contra mi padre?
Su mano. Mi brazo. No me aprieta con fuerza, no lo suficiente como
para herirme, pero estoy atrapada.
—Estafó a mucha gente en esta ciudad —dice—. Incluyéndome.
Recibió su merecido, ¿no? Ahora orina por un tubo, ¿verdad?
Abro los ojos de par en par.
—¿Lo golpeaste?
—No lastimé a ese desgraciado, pero quería hacerlo. Mucha gente
quería hacerlo. Ten cuidado en quién confías, niña. Hay muchos que
quieren hacer lo mismo contigo.

* * *

LA VOZ DE Damon es fuerte y retumbante, el subastador perfecto. Puedo


escucharlo con claridad detrás de las cortinas de terciopelo. Me saludó
brevemente para asegurarse de que estaba lista para ser presentada. Esa fue
la palabra que usó: presentar. No vender ni exhibir.
Nada sucio, aunque eso es lo que es.
—Bienvenidos, distinguidos caballeros y mujeres encantadoras. Como
personas de gusto exigente e intereses elevados, sé que estamos de acuerdo
en que la subasta de hoy es el evento del año. En este momento, el objeto de
nuestro deseo está esperando, pero antes de traerlo aquí, quiero describir un
poco lo que comprará su dinero ganado con tanto esfuerzo.
Un bajo murmullo de voces, un tintineo de cristal. ¿Cuántas personas
hay allí?
—Esta fruta particular ya está madura y lista para ser recolectada —
continúa Damon, su tono demasiado autocomplaciente—. Confío en que
será del color perfecto cuando se abra y en que esté jugosa y dulce.
Se escuchan risas en la audiencia, masculinas y ebrias.
—Sin embargo, no se trata solo de comprar su cuerpo, sino su mente, su
ingenio, su chispa. Tengo aquí una carta de recomendación de su maestra de
inglés de secundaria. —Hay una pausa con un ruido de papel barajándose
—. Una estudiante de mérito sobresaliente e integridad excepcional. Y,
sobre todo, una mente fértil que suplica ser cultivada.
Hay un poco de risa, y me sonrojo de vergüenza. Eso no es lo que la
señora Stephenson escribió en mi carta de recomendación para la
universidad.
—Aquí hay otra, esta es del asesor para la facultad de la Sociedad
Nacional de Honor. —Otra pausa, más larga esta vez. La expectativa llena
el aire y lo espesa—. Su sed de aprendizaje solo es superada por su deseo
de ayudar a los demás. Nunca he tenido una estudiante con tan grandes…
sentimientos, ni con el más dulce… temperamento.
Más risas. No estoy segura de qué es más humillante: ¿las insinuaciones
sexuales en las cartas falsas? ¿O el hecho de que está mencionando a
miembros verdaderos de mi escuela secundaria, quienes escribieron cartas
de recomendación para mí?
Damon no está leyendo el contenido real, pero debe haberlo leído él
mismo para saber quiénes lo escribieron. Mis maestros fueron tan
solidarios, tan alentadores. ¿Y para qué? Para poder estar ante la mirada de
los hombres ricos y ser vendida como ganado.
Por supuesto que sé quién es el próximo.
El señor Santos fue profesor de Historia Mundial y patrocinador del
club de ajedrez. «El ajedrez es un juego de estatus y poder. De guerra. Es
un juego sobre la naturaleza humana, señorita James».
Me uní al club de ajedrez, no porque me importara la naturaleza humana
en ese momento, sino porque papá jugaba conmigo todas las semanas. Fue
la única forma de ganar su aprobación, la única forma de llegar a él.
No era problema que el señor Santos tuviera unos cálidos ojos
marrones. Bajo su gentil tutoría, caí en un profundo enamoramiento hacia
él. Él no era más que correcto conmigo, pero yo tenía ese tipo de sueños
adolescentes que hubiera sido humillante admitir.
—Y, por último, pero ciertamente no menos importante, tenemos al
patrocinador del club de ajedrez, quien dice en su carta: ‘Su presencia en las
reuniones semanales fue inspiradora para todos los demás miembros. Estoy
seguro de que el recuerdo de ella seguirá motivando a los otros estudiantes,
que siempre la admiraron por su prodigioso e impresionante talento’.
Los hombres responden con aplausos y gritos, vitoreando alabanzas por
mis talentos. Se me revuelve el estómago y me aprieto el vientre con mis
manos. No he comido nada en todo el día, y esa es la única razón por la que
no vomito en el suelo de mármol oscuro.
Papá me enseñó ajedrez.
Y estos hombres están riéndose de eso. Se están riendo de mí.
¿No se dan cuenta de que las cartas son falsas? ¿No les importa? Hay
brindis por mis muchos grandes atributos, por el dulce sabor de mi
ambición. Y me doy cuenta de que no les importa si las cartas son
verdaderas o no. Todo es una gran broma. Toda mi vida, una broma.
Damon le habla a la multitud, haciéndola callar.
—Debido a la rara naturaleza del objeto de esta subasta, tuve que
mantener su identidad en secreto. Una vez que esté aquí conmigo, estoy
seguro de que quedará claro por qué. Creo que ya los he hecho esperar lo
suficiente. ¿Preparados?
El rugido que sigue me hace retroceder, alejándome de la cortina de
terciopelo. Me encuentro con el hombre de ojos claros, que está de pie con
los brazos cruzados, su mirada despiadada. Trago saliva, casi aturdida por el
pánico. La pequeña parte de mí que aún está cuerda sabe que Damon los
está llevando al frenesí a propósito, pero eso no lo hace menos real. Estaré
en el centro de esa violencia apenas contenida.
—Sal, cariño —dice Damon, su voz resonante se apodera de mi
garganta.
Me quedo paralizada. Corazón, piernas, ojos, todo paralizado. No puedo
mover nada. Ni siquiera mis pulmones pueden respirar. Manchas negras
bailan frente a mis ojos. ¿Me voy a desmayar?
Entonces unas manos me empujan firme e inexorablemente, por detrás.
Me tropiezo. La cortina de terciopelo se abre frente a mí, atravieso la
apertura y estoy de pie sobre algún tipo de plataforma elevada, mirando un
mar de rostros. Mi mente los cataloga con indiferencia escalofriante:
hombres con trajes, corbatas sueltas o sin corbata, algunas mangas
enrolladas. Están sentados en sillas de cuero esparcidas por toda la sala,
reclinados, su comodidad en un marcado contraste con mi propio terror.
Mi pecho sube y baja por las respiraciones frenéticas. Reconozco a
algunos de los hombres en la sala, por haberlos conocido en fiestas junto a
Justin y mi padre. Me regalaron sonrisas geniales, pareciendo casi abuelos.
Me preguntaron sobre la escuela, sobre mis planes para el futuro. Ahora sus
ojos se abren con sorpresa y algo más. Placer vicioso.
Hay otras caras que no reconozco que se difuminan y mezclan.
En la oscuridad encuentro un par de ojos dorados persistentes, y solo
entonces puedo respirar profundamente. El aire frío llena mis pulmones,
casi duele después de jadear de miedo durante tanto tiempo. Gabriel se
apoya contra la pared del fondo, su elegancia informal y su poder sin
esfuerzo. No sé si él quiere darme fuerzas, pero yo las tomo, de todos
modos, y me enderezo.
Puedo superar esto. No tengo elección.
Mi visión disipa aquella bruma del comienzo, permitiéndome ver
rostros específicos. El dulce olor de los cigarros. La aguda nota del whisky.
El trasfondo de sudor y excitación masculinas.
Luego miro al costado de la sala y todo se congela.
El susurro se me escapa, desesperado.
—Tío Landon.
CAPÍTULO TRECE

T ÍO LANDON SE ve furioso, su rostro contorsionado por la indignación. Él


se levanta de su sillón de cuero y no puedo evitar dar un pequeño paso
atrás. Siento que he sido atrapada en el acto, como un padre que ha
encontrado a su hija besándose en el sótano. Pero él no es mi padre en
absoluto. ¡Intentó casarse conmigo!
Camina directamente hacia la plataforma, sus rasgos desfigurados en un
gruñido. Su mano en mi brazo no se parece en nada a la del hombre de ojos
claros. Me estremezco ante el dolor, alejándome, frustrándome.
—¿Este era tu préstamo? ¿Tu gran plan? ¿Convertirte en prostituta?
—Suéltame —le susurro, porque no soy inocente en todo este desastre,
pero él tampoco. Él sería capaz de comprar una virgen para usar sin que yo
lo supiera. ¿Cuántas veces rompería nuestros votos matrimoniales? No
habrían nacido del amor, pero si yo diera el Sí, lo honraría.
—Te voy a sacar de aquí —dice con voz sombría—. A tu padre le daría
un infarto si te viera así.
Parece como si toda la sala se hubiese inclinado hacia adelante,
encantada con el espectáculo. Siento que me encojo, como si me estuviera
encogiendo en medio de la sala. Tal vez desaparezca como una mancha. Y
explote como una burbuja. Sobrevivir a la subasta parecía difícil, casi
imposible, pero enfrentarme a tío Landon me destruye por completo. Es la
persona más cercana a mi padre, y aunque estoy enojada con él, también me
da vergüenza.
Damon se acerca, apenas molesto por la demostración de fuerza.
—No quieres hacer eso, Moore.
—¿Por qué no? —exige él—. Ella es mía. Es mi ahijada.
Se levanta una ceja, ligeramente divertida.
—Entonces querrás quedarte y vigilarla, ¿no? Si continúas
interrumpiendo la subasta, me veré obligado a sacarte de aquí, incluso antes
de que comience.
Las manos de tío Landon aprietan mis brazos y sollozo.
Damon suspira, decepcionado. No parece sorprendido, y seguramente
no lo está. Incluso aunque no supiera que tío Landon era mi padrino,
Damon Scott sabía de su estrecha amistad con mi padre.
—Y no obtendrás reembolso de tu tarifa de entrada.
Estoy temblando, atrapada entre mi futuro y mi pasado. Realmente no
pertenezco a ninguno de ellos, no estoy preparada para este mundo de ira y
sexo, pero tampoco puedo volver a mi ingenua felicidad.
Gabriel aparece en la plataforma con su gran e intimidante presencia.
Parece elevarse sobre todos nosotros, tío Landon, yo. Incluso Damon Scott
se ve más pequeño al lado de su furia.
—Suéltala —dice Gabriel en voz baja—. A menos que quieras que te
rompan el brazo. La seguridad aquí es de las mejores.
Aunque yo no veo a nadie más. No veo guardias ni bravucones. Incluso
el hombre de ojos claros se mantuvo detrás de la cortina de terciopelo como
si fuera una criatura de otro mundo acechando en la oscuridad.
Solo está Gabriel, quien se ve feroz como un ángel vengador.
Por un momento, Landon parece querer desafiarlo, aunque no imagino
cómo, pues sería aplastado. Sin embargo, hay más en juego que mi
virginidad. Orgullo masculino. Una demostración de fuerza. Un ejemplo,
como el que Gabriel hizo de mi padre.
Esto es lo que Candy me estaba enseñando. Lo que el señor Santos
también me enseñó.
Sobre la guerra. Sobre oponerse. Sobre ponerse de pie bajo una lluvia
de balas.
—El espectáculo realmente debe continuar —murmura Damon,
cortando la tensión.
Tío Landon me libera, emitiendo un sonido áspero.
—Me alegro de no haberme casado contigo, pequeña zorra.
Me arde la cara de humillación. Los hombres en la sala no pudieron
escucharlo, pero Gabriel claramente sí, a juzgar por su ceja levantada. Sin
embargo, no espera una explicación. Tan pronto como Landon baja de la
plataforma, Gabriel desaparece en las sombras.
En cuestión de minutos, Damon recupera la atención de la multitud.
—Como se puede ver, se trata de una mujer de cierta notoriedad, sin
culpa propia. Una mujer inocente, desgarrada por las circunstancias,
arruinada por el destino, etcétera, etcétera.
Se producen algunas risas y, así de sencillo, el drama se olvida.
—Sin embargo, no estamos aquí para hablar sobre lo que la condujo
hasta este punto. Estamos aquí para hablar sobre las ofertas que comenzarán
en cuestión de minutos.
Todos los hombres me miran, algunas miradas oscuras, algunas claras.
Una enrojecida. Todos ellos llenos de lujuria, con intenciones peligrosas.
Ellos quieren sexo conmigo. ¿Quieren lastimarme? Y si lo hacen, ¿es
porque están aburridos del viejo y simple sabor a vainilla, como Damon
parece pensar? ¿O porque quieren vengarse de mi padre?
Hay unas pocas mujeres entre el público. ¿Ellas ofertarían por mí, o son
solo chicas de compañía?
En el lado opuesto a Landon, veo a Iván Tabakov en una gran butaca.
Candy está sentada en su regazo, con los talones inclinados sobre los pies
de él y los dedos de sus pies contra su pierna. Parece una niña con grandes
ojos azules y cabello de cuento de hadas.
Otra mujer se ve aun más joven que yo, su vestido revela más de lo que
oculta. Se cuelga del brazo de un hombre de cabello gris, como imagino que
lo haría en un casino de grandes apostadores, tan glamorosa como
mercenaria.
La otra mujer parece mayor, hermosa pero dura. Casi cruel. Está sentada
en uno de los únicos asientos de cuero pequeños, con otro hombre. Sus
costados se tocan íntimamente: ¿marido y mujer? Ambas miradas examinan
mi cuerpo con viles intenciones.
No solo el marido podría lastimarme, de eso estoy segura.
—Un mes completo —dice Damon, dando vueltas detrás de mí—. Ese
es el tiempo para entrenar en las artes eróticas a este hermoso espécimen tan
sediento de intelecto, según dijeron. ¿Qué harías con ella?
—Jugar al ajedrez —dice Gabriel desde el fondo de la sala, con tono
gracioso.
Los hombres de la sala ríen y siento que se me revuelve el estómago.
Aparentemente, esta es la señal que Damon necesita para dejar de fingir
que es mi intelecto lo que les interesa. Comienza a describir mis
características físicas con una brusquedad que me arrebata el aliento.
—Su piel es perfección pálida y lechosa, su cabello es una mezcla de
oro y cobre. También tiene unos muy grandes… ojos, como se puede ver. Y
se estrecha más deliciosamente… en el puente de su nariz. Luego se
enciende de nuevo… en su ancha boca.
No está hablando de mi cara. Está hablando de mi cuerpo. Aprieto las
manos a mis costados, y mi cuerpo entero vibra con la necesidad de huir.
No puedo olvidar el carmín en mis pezones. Todos los verán antes de que
termine esta subasta.
—Quítatelo —grita uno de los hombres, con voz ronca.
—¿Quieres ver más? —pregunta Damon con tono solícito, como si
fuera un asunto de cortesía. En cambio, se siente como una corrida de toros.
Yo soy el animal, destinado a correr y correr mientras mi cuerpo sangra.
—Sí —gritan, haciendo tronar el piso con sus pies. Se siente como un
motín—. ¡Quítatelo!
Sin embargo, Damon no parece preocupado, simplemente satisfecho.
Toca el pequeño cierre oculto sobre mi hombro y la parte superior del
vestido cae, revelando las suaves pendientes de mis senos, el encaje blanco
del sostén.
—Casi —murmura.
Otro movimiento de sus dedos a mi espalda, y el sostén se desliza hacia
adelante. Me empuja suavemente, bajando las correas por mis brazos,
haciéndome cosquillas en la piel, estremeciéndome de vergüenza. Mis
brazos se aferran al sostén, hasta que cuelga casi de mis muñecas.
Dolorosamente, casi en contra de mi voluntad, aflojo los puños. El
sostén cae al suelo.
Mis pezones rosados se tensan expuestos al aire, y la multitud ruge en
señal de aprobación.
—Llenarían las manos de un hombre, ¿no es así? —dice agitando la
multitud.
Se oyen más gritos, más especulaciones salaces sobre el resto de mi
cuerpo. ¿De qué color serán los labios de mi entrepierna? ¿Qué tan apretada
es mi vagina? Me quedo muy quieta, incapaz de mirar a tío Landon, de ver
la condena en sus ojos. O peor, la lujuria. Ni siquiera puedo buscar a
Gabriel. ¿Está gritando con el resto de los hombres? ¿Está su voz exigiendo
que camine para ser inspeccionada? No puedo soportar saberlo, así que
miro al frente, el destello amarillo de las lámparas se difumina mientras mis
ojos se llenan de lágrimas. Una respiración profunda. No voy a llorar
delante de ellos. Pagaron por mi cuerpo, no por mi desesperación.
—Comencemos a pujar por veinte mil —dice Damon, y casi todas las
tarjetas se elevan en el aire. El mar de paletas rojas, cada una con un
número grabado en negro, me revuelve el estómago.
Damon se convierte en un maestro subastador, hablando cada vez más
rápido.
—¿Puedo tener veinticinco, veinticinco? Tengo veinticinco. ¡Treinta!
¿Qué tal treinta y cinco? Tendrás a esta chica durante treinta días y treinta
noches, tuya para que hagas lo que quieras, seguramente vale la pena,
¡treinta y cinco! ¿Tengo cuarenta y cinco?
Recorro la sala con la mirada tratando de seguir el ritmo de las ofertas.
El número aumenta más y más, y como si estuviéramos escalando una
montaña, la atmósfera parece agotarse. Tengo que respirar el doble de
rápido para conseguir suficiente oxígeno.
Cincuenta mil dólares. ¿Qué esperarán que haga por tanto dinero? ¿Qué
tendré que soportar? Casi deseo que se hubiera detenido más abajo.
Miro a Candy, que tiene las manos cruzadas como una niña, con la
cabeza hundida en la barbilla de Iván Tabakov. Él se ve duro e inquietante
por encima de ella, como si estuviera tallado en piedra, pero sé por su
satisfacción que está completamente segura en sus brazos. Anhelo esa
seguridad, de pie sobre un pedestal, mi orgullo hecho trizas.
—Cincuenta —dice Damon con tristeza—. ¿Eso es todo por este
durazno maduro?
Aprieta la tela alrededor de mis caderas y tira, dejando mis piernas
desnudas. Solo tengo puesta mi ropa interior blanca en una sala llena de
gente. No puedo evitarlo. Con las manos me cubro las piernas. Esto parece
deleitar a Damon, que ríe. El resto de la sala hace tronar su aprobación,
levantando sus anteojos y brindando entre ellos.
«Hermoso hallazgo», dice uno de ellos, como si fuera una excavación
arqueológica.
«Perchero perfecto. Mira esas caderas. Estoy demasiado ocupado
mirándole la boca. Mantendría esos labios ocupados, no lo dudes». Más
risas.
Mi mirada se dirige a Gabriel Miller. Está apoyado contra la parte
posterior de la pared, con los brazos cruzados. Ni siquiera sostiene una
tarjeta, pero eso no me sorprende. Él está aquí para verme humillada, no
porque me quiera. No, la parte sorprendente es el leve susurro de decepción.
Debería haber más que eso, porque si alguien quisiera cobrar la deuda de mi
padre con mi piel, sería él.
—Imagina probarla —dice Damon—. Imagina presionar su dulce carne
entre las yemas de tus dedos.
Hay algunos hombres entre los asistentes que aún no han levantado sus
tarjetas.
Tal vez no les gusta lo que ven —mi cuerpo o mi apellido. O tal vez
solo pagaron la entrada para ver el espectáculo. Pero ahora se inclinan hacia
adelante y comienzan a ofertar. Me doy cuenta de que estaban esperando
que las ofertas preliminares salieran del camino.
Estos son los postores serios.
Quieren ganar.
—¿Tengo setenta y cinco, setenta y cinco, setenta y cinco?
Tío Landon levanta su tarjeta, sus fríos ojos enfocados en mí.
Se me escapa un jadeo.
—No —susurro. No cuando rechacé su propuesta de matrimonio y la
seguridad que eso conllevaría. No cuando me recuerda a mi padre.
«No cuando a quien realmente quiere es a mi madre.»
Una parte de mí espera que esté intentando salvarme. Tal vez me envíe a
casa sin hacerme cumplir mi parte del trato. Pero su mirada recorre mi
cuerpo, sin dejar dudas sobre sus planes. Y una parte de mí arde de ira,
porque mi padre lo consideraba un amigo, y cuando mi padre más
necesitaba ayuda, tío Landon le dio la espalda.
Oh, él me ayudó a gastar lo que me quedaba de dinero. Explicó las
limitaciones de mis fondos. Pero si puede gastar setenta y cinco mil dólares
en mi virginidad, podría haber salvado nuestra casa él mismo.
El hombre con la hermosa rubia en su brazo supera su oferta. Si tuviera
que adivinar, diría que él también la compró a ella. Probablemente, los
términos fueron más sutiles que en una subasta. Obsequios. Una concesión.
El principio es el mismo. ¿Por qué necesita otra mujer? ¿Cuántas posee?
Tío Landon lo supera, inclinándose hacia adelante en su asiento.
Ochenta mil. Noventa.
Ciento veinte.
Ciento veinticinco.
Mi estómago se aprieta y afloja tan rápido, y me temo que voy a
vomitar incluso sin haber comido. Tal vez solo emita sonidos horribles y
poco atractivos mientras me dan arcadas, haciendo que todos abandonen la
subasta y se vayan a casa.
Damon eleva la oferta. El hombre de cabello gris y tío Landon
continúan luchando entre sí, empujando el número hacia arriba, atrapados
en un punto muerto como machos que se embisten con sus cuernos.
Ciento ochenta y cinco. Ciento noventa.
Doscientos mil dólares. La tarjeta de tío Landon me devuelve la mirada,
impasible ante mi horror. Quiero fingir que no he entendido bien la puja,
pero la horrible expresión de triunfo de Landon demuestra que ganó. Me
voy a casa con él para abrir mis piernas, para fingir ser mi madre.
Todos en la sala se giran para mirar al hombre de cabello gris. Incluso la
hermosa mujer en su brazo parece tensa, aguardando ver si él continuará
pujando.
—¿Tengo doscientos diez mil? —dice Damon con tono casual.
El hombre de cabello gris estudia mi cuerpo con expresión clínica. Se
detiene en el espacio entre mis piernas, en el parche de tela blanca.
—Veámosla.
Inmediatamente, la multitud estalla en expresiones de acuerdo y exige
quitarme la ropa interior.
Damon parece considerar esta solicitud.
—Tienes que pagar para jugar, mi amigo.
El hombre de cabello gris se encoge de hombros.
—Su virginidad no se romperá con solo mirar.
Una larga pausa, durante la cual mis piernas se juntan, mis rodillas
flaquean. Dios, no puedo hacer esto. No puedo fingir ser mi madre, no
puedo desnudarme ante extraños. No puedo despertar, y la pesadilla recién
comienza.
Damon se vuelve hacia mí en silencio. Toda la sala parece contener el
aliento.
Me encuentro con los ojos de Damon y veo un destello de simpatía. No,
no, no. Me hará desvestirme para ellos. ¿Y qué sigue? ¿Podrían
inspeccionarme?
¿Podrían tocarme la entrepierna y verificar que mi himen aún está
intacto?
Las lágrimas me queman los ojos y sé que no podré contenerlas. Rezo
por fuerzas, pero no logro ninguna. Esto se siente como perderlo todo, más
que estar desnuda, más que ser vendida.
Es dejarles ver cuánto duele.
—Un millón de dólares.
La sala queda sumida en un silencio mortal. Puede que todo haya sido
un sueño, y cuando abra los ojos seguiré caminando por la habitación de
arriba, esperando que me llamen. Ya no oigo una sola grosería, ni siquiera
el tintineo del hielo en un vaso.
Cuando levanto la vista, Gabriel se para frente a la plataforma. Aun
cuando estoy elevada sobre la plataforma, él es más alto que yo. Lo miro,
buscando en sus ojos algún indicio de bondad, de misericordia. No hay
ninguno. Solo encuentro fuego, y el pensamiento que viene después me da
escalofríos: esto es venganza. No es una sensación que él haya tenido, un
pensamiento fugaz de revancha. Es de lo que está hecho, célula por célula,
átomo por átomo. Es pura furia, y viene por mí.
—Bueno —dice Damon, bastante satisfecho. Encantado, así lo
describiría.
Gabriel da un paso hacia la plataforma y yo doy un paso atrás.
—¿Por qué? —susurro con premura. Necesito saber qué es lo que
quiere conmigo. No solo están comprando mi virginidad. Incluso Candy me
lo dijo. Y eso es doblemente cierto con un hombre tan complejo, tan feroz
como él.
Un ligero movimiento de cabeza es su única respuesta.
Damon nos mira con una media sonrisa benévola.
—Damas y caballeros, creo que tenemos nuestro ganador. A menos que
alguien quisiera…
Gabriel vuelve a hacer ese gruñido y Damon ríe suavemente.
—¡Adjudicada por un millón de dólares!
CAPÍTULO CATORCE

E N EL MITO del minotauro, Teseo, hijo del rey Egeo, decide matar al
monstruo. Atraviesa a la bestia con una espada y luego vuelve sobre sus
pasos usando la cuerda, evitando así todos los sacrificios de ese año y del
futuro.
He llegado al centro del laberinto.
Me enfrento a mi propio minotauro. Sus ojos brillan con feroz dominio.
Su mano captura la mía y me quita de la plataforma. Caminamos
rápidamente a través de las sillas de cuero. Ignora la gritería y los lloriqueos
para compartirme. Todavía estoy sin mi sostén. Estoy desnuda hasta la ropa
interior, y lo último que ven de mí es mi trasero cubierto de blanco.
Estamos solos en una habitación con lámparas tenues y fuego en el hogar.
Aun frente a ese calor, tiemblo. Gabriel se quita la chaqueta y con ella cubre
mis hombros.
Candy no pudo darme una espada, pero tal vez me dejó un ovillo de
cuerda. Espero encontrar el camino de regreso a mí misma cuando todo esto
termine. Quizás algún día regrese a la universidad. Encontraré el amor con
un hombre normal y llevaré una vida normal. Tengo que creer eso, porque
si tengo que vagar por estos pasillos el resto de mi vida, me volveré loca.
—¿Por qué pujaste por mí? —le digo con voz temblorosa.
Gabriel cruza la habitación y se sirve un vaso de algo ámbar. Toma un
trago profundo.
—Por la misma razón por la que lo hicieron los otros hombres.
La pequeña esperanza que no me atrevía a aceptar, el deseo de que
alguien me salvara muere en ese momento.
—Por supuesto que sí.
Regresa y me ofrece el vaso. Bebo un sorbo y toso mientras siento
cómo quema mi garganta. Luego bebo otro sorbo. Inmediatamente me
siento envalentonada, y me doy cuenta de que debería haber comenzado
con esto. Con solo unos pocos tragos, el mundo parece un poco más cálido,
sus afilados bordes se suavizan. Le regreso el vaso y me cierro las solapas
de su chaqueta, escondiendo mis pezones extra rosados.
—Mis cosas están arriba —susurro, mi mirada viaja a cualquier parte
menos hacia él. ¿Me llevará a esa pequeña habitación y me poseerá allí? ¿O
lo hará en esta habitación, sobre un sillón de cuero viejo?
Ríe, y su risa es áspera. Un último trago y el vaso queda vacío.
—¿Ya estás haciendo demandas, virgencita?
Parpadeo, porque no pensé que podría exigir nada. No creía tener ese
poder. Ya no soy nada, pero centímetro a centímetro él me recuerda que soy
aun menos.
—Es solo que… —Se me quiebra la voz—. Mi bolso. Mi teléfono. Un
vestido.
Porque estoy desnuda debajo de su chaqueta, que apenas cubre el lugar
entre mis piernas. Puedo sentir el aire fresco de la habitación deslizarse bajo
mi ropa interior, ya sin vello para protegerme. Todo se siente más expuesto
allí abajo, más vulnerable desde que Candy retiró la cera.
Y luego están mis pechos.
La seda que cubre su chaqueta me roza. Candy tenía razón acerca de
que las luces en aquella sala me harían ver deslucida, los focos apuntaban
hacia la plataforma, pero en esta habitación, solos él y yo, el carmín en mis
pezones resalta lo que él va a hacerme.
Da un paso hacia mí yo retrocedo. Otro paso. Otro. Choco contra la
pared y volteo la cara. Él sostiene mi barbilla y me hace mirarlo. Su mirada
arde de lujuria y dominancia con una intensidad que azota directamente mi
centro.
—Vamos a aclarar una cosa —dice, soplándome la frente—. Te compré.
Eres mía. Vas donde yo digo, cuando yo digo, y haces lo que te diga que
hagas.
Me las arreglo para no estremecerme. «Un millón de dólares.»
Al sostener su mirada, le dejé ver la fuerza que persiste en mi interior,
aunque tenue, pero profunda. Puede tocar mi cuerpo, pero no puede tocar
eso. Lo mismo le dije escaleras arriba.
—Entendido.
—Sí, señor —dice.
Se me encoge el estómago a modo de rechazo instintivo. Presiono los
labios y me enfrento a él con desobediencia. «¿Sería tan malo?», me había
preguntado él. «¿Renunciar al control por un mes? ¿Dejar que alguien más
te guíe? ¿Dejar que alguien te enseñe?» De mala gana murmuro:
—Sí, señor.
La comisura de sus labios se curva.
—No pelees conmigo, virgencita. Lo disfrutaré demasiado.
Probablemente sea cierto. Levanto la barbilla, decidida a enfrentar lo
que sea que él me arroje.
—¿Qué tengo que hacer? —pregunto, desafiante—. ¿Debo ponerme de
espaldas? ¿O sobre mis manos y rodillas?
—Todavía intentas controlar las cosas —reflexiona.
Miro hacia otro lado.
—No, estoy tratando de darte lo que compraste.
—Eso podría haber funcionado con alguno de aquellos imbéciles.
Me coge un bucle del cabello para juguetear, casi con ternura. Luego,
sus gruesos dedos se introducen entre mis mechones rubios oscuros. Su
puño se aprieta. Hago un sonido de queja cuando tira de mi cabeza hacia
atrás, su mirada dorada me recorre. Mis labios están partidos de conmoción
y dolor, y de algo demasiado oscuro para nombrar.
Estudia mi rostro, casi con reverencia.
—De esto se trata ser dueño de una virgen. Mientras no tenga sexo
contigo, aún soy dueño de una”.
Mi respiración se contiene. ¿Eso significa que me está dando una
tregua? ¿O tiene en mente cosas más oscuras para mí? No ha de tener sexo
conmigo para lastimarme. No tiene que tomar mi virginidad para vengarse.
—¿Me vas a hacer daño?
Suelta un suave suspiro de regocijo.
—¿Candy te contó todo sobre sus excéntricos juegos?
Siento que los ojos se me ensanchan. ¿A ella le gustan los juegos
excéntricos? La recuerdo acurrucada como una niña en el regazo de Iván,
con sus piernas flexionadas debajo de sí y sus manos juntas casi en oración.
—Me dijo que no me rindiera.
Su sonrisa se extiende, lenta e insoportablemente sexi. Un hombre como
él no tiene derecho a verse tan atractivo. Debería parecerse a su interior:
oscuro y cruel.
—Bien —dice simplemente—. Será más divertido.
Ella me dijo otras cosas, que al confrontarlo lo haría desesperarse por
más. No le digo eso a Gabriel. No le provocaría miedo. Le gustaría el
desafío.
Se aleja de mí, con los párpados caídos.
—Nos vamos.
Mis manos se tensan sobre su chaqueta. Cada vez que aprieto la tela, un
ligero estallido de esencias masculinas llena el aire.
—Tengo que ir a casa, al menos. No es que quiera controlarte, pero mi
padre….
—Ya se están encargando de él.
Respiro profundamente, pues eso suena más como una amenaza que
como un consuelo.
—¿Qué significa eso?
—Una enfermera ya está con él. Y mañana por la mañana la cubrirá la
enfermera de día.
¿Cómo logró eso tan rápido? Claro, eso es lo que el dinero puede hacer.
Hace solo un año yo tenía dinero, el dinero de mi padre, y casi olvido lo
poderoso puede ser.
—¿Cómo sé que estás diciendo la verdad?
—Dios. —Me pone la mano en el cuello, apretándome tanto que casi
me ahoga—. ¿Sabes lo que le haría a un hombre que cuestione mi palabra?
«No te rindas.» Me encuentro con su mirada a pesar de que me lloran
los ojos, me arden los pulmones.
—Entonces hazlo —susurro—. Si no quieres sexo conmigo, entonces
hazlo.
Me mira como si yo fuera un bicho de otro mundo. Luego sonríe por un
segundo fugaz durante el cual parece inexplicablemente más joven. Su
mano cae y yo respiro profundamente.
—Tendrás que confiar en mí, virgencita. Si quisiera a tu padre muerto,
ya lo estaría.
Un escalofrío me recorre. Esas palabras no deberían ser
tranquilizadoras, pero por algún motivo lo son. Para Gabriel Miller lo más
importante es su palabra, por ello castigó el engaño de mi padre. Lo que
significa que puedo confiar en él hasta cierto punto.
No me mentirá, pero podría lastimarme.
Un zumbido proviene de la mesa donde están las bebidas, y él cruza la
habitación hacia su teléfono. Un vistazo rápido a la pantalla.
—Mi auto está afuera.
Miro mis piernas desnudas. La chaqueta es lo suficientemente grande
como para taparme, pero un paso en falso, una ráfaga de viento y lo verán
todo.
—Pero…
Su expresión se vuelve oscura. Él se acerca y yo me estremezco. Sus
ojos de oro bruñido se encogen. Cuando me rodea por detrás de mi cuello,
no puedo evitar que se me escape un grave sonido de miedo animal. Con
solo ese toque en mi cuerpo me lleva fuera de la habitación, hacia el pasillo.
A lo lejos escucho el sonido de risas roncas, de gemidos femeninos.
¿Damon trajo más mujeres para ellos, mujeres no vírgenes como premios
consuelo?
«Mierda. Un millón de dólares.»
Nos dirigimos en la otra dirección, hacia la puerta principal. Me
estremezco cuando la puerta se abre, revelando un pavimento resbaladizo y
un conductor parado al lado de una limusina. Por suerte o por designio
divino, no hay nadie más en la calle.
Doy un paso por encima del umbral y luego chillo cuando todo mi
cuerpo se levanta en el aire. Mis pies descalzos nunca tocan la acera
mojada. Estoy en los brazos de Gabriel, con la chaqueta torcida y revelada
sin remedio para que cualquiera me vea. Solo vislumbro al valet, quien
desvía sus ojos, justo antes de ser arrojada sin ceremonia sobre los asientos
de cuero. Gabriel entra detrás de mí. La limusina avanza hacia adelante.
CAPÍTULO QUINCE

A MEDIDA QUE el enorme vehículo avanza, la chaqueta deja mucho que


desear. Está confeccionada con telas costosas, tiene hermosas costuras, pero
está diseñada para alguien mucho más grande que yo. Y tiene el aroma
almizclado de él, un recordatorio constante de que ambos somos
posesiones. Pronto yo también oleré a él.
Me deposita en una habitación con la misma facilidad con la que podría
arrojar su chaqueta sobre la silla. Es una habitación extraña pero cómoda.
Un sofá mullido y profundo ocupa la mayor parte del espacio, las
almohadas están cubiertas con telas estampadas con imágenes de objetos al
azar: una vieja máquina de escribir, un antiguo telescopio. Una pared es de
ladrillo visto, no del tipo de ladrillo rojo industrial como en el loft de Justin,
sino un mosaico beige y marrón que parece casi suave. Un gran candelabro
de hierro forjado arroja luz amarilla sobre las vigas de madera oscura que
cruzan el techo blanco.
En una pequeña mesa auxiliar hay un teléfono plateado brillante con un
disco con números. Me pregunto si funcionará. Y si es así, debería llamar a
casa y asegurarme de que una enfermera esté con mi padre.
Por otra parte, ya hice nuestra rutina nocturna antes de partir hacia la
subasta. Podría aprovechar mejor el tiempo y beber un trago de este bar
instalado sobre un carrito de cobre. ¿Qué tan difícil sería? ¿Cuánto dolerá?
A juzgar por la forma en que me arrinconó contra la pared en el Retiro,
estimando el tamaño de su cuerpo en relación con el mío, podría llegar a
doler bastante. Algo de color ámbar, o incluso transparente, debería servir
para darme fuerzas.
Entonces se abre la puerta y Gabriel entra. Se reclina en la esquina, una
pierna colgada sobre la otra, las mangas de la camisa enrolladas, revelando
unos antebrazos muy bronceados. No es un hombre que imparta órdenes
desde la comodidad de una oficina con aire acondicionado.
—¿Cómoda? —pregunta con expresión ilegible.
—¿Debería estarlo?
—Estarás aquí un mes —dice, lo que realmente no responde a la
pregunta.
—¿En esta habitación? —pregunto manteniendo un tono de voz suave.
Como el suyo—. ¿Con esta chaqueta? ¿O habrá alguna cama y ropa en
algún momento?
—Dios, tu lengua —dice con un gemido que reverbera a través de mi
cuerpo—. Vamos a divertirnos mucho, tu lengua y yo.
Eso suena siniestro, pero claro que sí. Todo lo que dice es para
asustarme. Todo lo que hace es para derribarme. Es parte de empujar y tirar
como me advirtió Candy, pero no lo hace menos real. No lo hace menos
aterrador. ¿Cómo logra ella mantenerse tan tranquila para enfrentarse a
esto? ¿Cómo puede su expresión ser tan serena, acurrucada en los brazos de
un asesino? Ella es un acertijo que no logro resolver y por alguna razón
siento que es imperativo hacerlo.
—Mírate —murmura—. Ya sabes lo suficiente como para tener miedo,
¿verdad?
Sacudo la cabeza, porque realmente no sé nada. He escuchado sobre
felación y sexo. Harper incluso me contó sobre el sexo anal, que dos
hombres pueden tenerte al mismo tiempo. No es su sexo lo que me asusta,
es el poder. ¿Qué me hará Gabriel Miller esta noche? ¿Rasgará la chaqueta
y me arrojará al suelo? ¿Me penetrará rápido, duro y despiadado?
Me mira, como sopesando.
—Podría decirte que también hay placer, pero eso no te ayudaría,
¿verdad?
—Eso también me da miedo —susurro. De hecho, eso me asusta aun
más, porque el dolor sería fácil de odiar. El placer es un extraño concepto
para una chica que lo ha perdido todo, demasiado tentador.
Asiente, mirando el suelo a sus pies.
—No empezaremos allí. No tú. Arrodíllate, virgencita. Hay algo que
debes aprender.
Casi no logro caminar el medio metro de esta alfombra peluda y
profunda. Mis rodillas se pliegan cuando llego frente a él, doblando mi
cuerpo como un acordeón. Estoy temblando, envuelta en tela italiana, como
un paquete esperando ser abierto.
Su contacto es dolorosamente suave, con un solo dedo, la parte
redondeada sobre mi clavícula. Solo eso, y mi piel se tensa con su contacto.
¿He de enfrentarlo? ¿He de acogerlo? No lo sé, pero cuando desliza su dedo
hacia abajo, apartando la solapa de la chaqueta, me quedo fría. Mis manos
se abren gradualmente, permitiéndole abrir del todo la chaqueta.
Se inclina hacia adelante, con los codos sobre las rodillas y su mirada en
la mía.
—¿Él los vio?
Mis pezones se tensan cuando recuerdo la mirada hambrienta de cada
hombre en aquella sala.
—Todos los vieron.
—Me refiero a quien te puso ese anillo en el dedo.
Justin, quien en este momento podría estar en la casa de mi padre.
—Él los vio.
—¿Los tocó? ¿Los lamió? ¿Los apretó con pinzas?
Muy profundo dentro de mí, siento algo girar, una vuelta de tuerca.
—No.
—Preciosa virgencita —dice, casi con tristeza.
Hay algo salvaje en este hombre, un fuego que arde dentro de él,
indómito. Podría haberme arrojado al piso tan pronto como entramos en la
casa. Podría haber tenido sexo conmigo ante el público sobre aquella
plataforma, si hubiera querido. Por difícil que sea, podría haber sido peor.
Gabriel no compró mi himen, eso es lo que dijo Candy. Compró el
derecho a enseñarme. Y, de la misma manera, yo no vendí mi virginidad.
Compré seguridad. Un improbable sentimiento de ternura surge dentro de
mí. Coloco una mano sobre su muslo, intimidada por su calor a través de
sus pantalones, siento la dureza de los músculos. Pero no me desanimaré.
No cuando sé que el hombre de cabello gris no hubiese sido tan paciente.
—Puedes tocarlos —le digo, casi tímida—. Puedes lamerlos… si
quieres.
Me mira sagazmente.
—Dios.
—¿O yo debería hacértelo a ti?
—¿Una mamada?
Supongo que eso ya llegará, especialmente si quiere continuar siendo
dueño de una virgen, como él dijo.
—Puedo lamerte los pezones. —La vergüenza me calienta las mejillas
—. ¿Eso estaría bien para ti?
Permanece completamente quieto por un momento, una estatua hecha
de piedra.
Luego se inclina hacia adelante, aprieta mi cabello con su puño y me
sacude.
—Eres tan inocente. ¿Entiendes eso? Tan miserablemente frágil.
Parece casi enojado, pero no entiendo. Pensé que le gustaba mi
inocencia. Pensé que ese era todo el asunto. Ante su furia, mi falta de
conocimiento me hace sentir vergüenza. Retrocedo, pero su mano me
sostiene con fuerza.
—¿Qué hice mal? —pregunto con voz llana.
—Nada —dice, casi en un gruñido—. Eres perfecta. Eres un ángel, una
prenda de sacrificio en un altar de mármol. Renunciarás a cada parte de ti
solo para salvar a tu precioso padre, ¿verdad?
Me empuja a un lado y sale de la habitación, cerrando la puerta tras de
sí.
Desde el lugar en la alfombra donde he caído, respiro profundamente.
La conmoción y el miedo forman una mezcla tóxica dentro de mí. Esperaba
que la ruina total y absoluta de mi padre fuera suficiente para Gabriel
Miller. Esperaba que no quisiera desquitarse conmigo. Ahora me doy
cuenta cuán inocente era esa esperanza. El hombre de ojos claros tenía
razón: la deuda sería cobrada con mi piel.
Y el hecho de que no hubiera querido sexo conmigo de manera
inmediata no es una amabilidad. Significa que lo hará lento. Hará larga mi
tortura. Hará que cada centavo cuente.
CAPÍTULO DIECISÉIS

C UANDO RECUPERO EL aliento, no pierdo tiempo. Me paro sobre mis piernas


temblorosas y me dirijo directamente hacia el carrito de bebidas. Hay una
gran variedad de botellas y decantadores, algunos de ellos con etiquetas.
Jack Daniels y Tequila Añejo.
El único alcohol que alguna vez probé fueron unos pocos sorbos de
champán a escondidas en una fiesta. No podría saber si estas botellas son
caras, salvo porque el resto de la casa es cara. Y sospecho que algunas de
estas botellas están hechas de oro y platino reales, no solo de metal
coloreado. Hay una corona de pequeños diamantes en una de ellas. Dios,
¿arrojará él todo esto cuando se emborracha? El exceso de los ricos solía
molestarme antes, pero ahora que estoy en la ruina resulta casi cruel.
Exceso o no, no voy a beber su alcohol súper caro. Imagino que me
cobraría cada sorbo. En realidad, no parece tan mezquino, a juzgar por la
forma en que aceptó pagar una enfermera para mi padre. Aun así, me
sentiría demasiado extraña tocando estas botellas, como una niña jugando
con las joyas de su madre.
Cerca de la parte trasera del carrito, escondida detrás de un vino, veo
una botella de líquido transparente y aspecto sencillo. Hay una etiqueta,
pero está garabateada a mano, la tinta azul se desvaneció. Entrecierro los
ojos y trato de distinguir las palabras. La fecha es de hace unos diez años,
quizás sea el alcohol más nuevo del carrito. Y definitivamente el más
barato. Está casi llena. No se dará cuenta si tomo un pequeño sorbo. No le
importará.
Al menos eso es lo que me digo mientras busco entre los vasos el más
pequeño. Es un vaso pequeño y cuadrado, con un fondo grueso y pesado.
Abro la tapa y vierto apenas un poco. Muy poco.
—Un brindis por nada —murmuro antes de beber el trago de un golpe,
tal como he visto en las películas.
El líquido me quema la garganta y luego todo el cuerpo, extendiéndose
como una llama, y toso, lucho por respirar. Dios, esto sabe a alcohol puro.
A fuego. El alcohol no debería tener este sabor, ¿o sí? No es de extrañar que
lo hayan puesto en el fondo.
Debo aceptar que a medida que la quemadura se desvanece me siento
un poco más relajada. Supongo que eso significa que está haciendo su
trabajo. Si esto es lo que el alcohol le hace a las personas, comprendo por
qué beben.
Coraje líquido. Así se llama, y uso el coraje para levantar el teléfono
plateado. Mira eso, el círculo giratorio en efecto gira. No sé el número de la
enfermera nocturna que supuestamente está allí. Y nuestro teléfono fijo fue
uno de los primeros gastos en desaparecer apenas las cosas se pusieron mal.
En cambio, llamo a Justin, porque él está donde necesito que esté. Sería
casi dulce, si no fuese porque él me dio la espalda cuando más lo
necesitaba.
—¿Hola? —Su voz suena igual. Podríamos estar citándonos para tomar
un café en una de sus visitas a la ciudad. Él podría estar saludando a alguien
en una fiesta mientras yo sonrío a su lado.
Siento una punzada de arrepentimiento en el pecho.
—Soy yo.
—Aquí estás. Dios, Avery, te estuve llamando. ¿Qué está pasando?
Tomo otro trago y descubro que esta vez no quema tanto. El dolor es
casi agradable.
—¿Sigues en mi casa? ¿Apareció una enfermera?
—Sí, casi al mismo tiempo en que llegué yo. Estaba vestida con una
bata o algo así, y tenía una llave, pero me dijo que yo tendría que esperar
afuera, en mi auto.
Al menos Gabriel había dicho la verdad sobre conseguir una enfermera
para mi padre. De hecho, si mi cálculo del tiempo es correcto, la enfermera
apareció antes de que terminara la subasta. Tal vez eso estaba haciendo
Damon, preparándose para lo que seguramente seguiría. No quería que nada
interfiriera con su porcentaje.
—Me iré por un tiempo. Por un mes.
—¿Un mes? ¿De qué hablas, Avery? ¿Dónde estás?
La exasperación en su voz me da puntadas en el cuerpo. En otro tiempo,
hubiera cedido para aplacarlo, para asegurarle que sus necesidades eran lo
primero. Ahora tomo otro trago.
—Es una larga historia.
—Suenas rara. ¿Estás…? No estás bebiendo, ¿verdad?
—Es tan bueno, Justin —susurro como si estuviera contándole un
secreto—. Tan malo, pero tan bueno.
Él profiere algunas groserías, pronunciando palabras que jamás le
escuché decir.
—¿Estás en un evento?
El evento de donación para el museo. Una cena de caridad que cuesta
mil dólares por plato. A eso se refiere, y no puedo evitar la risita que brota.
Ya ni siquiera se siente horrible, solo un poco divertido.
—Todos dejaron de hablarme cuando tú lo hiciste. Ya no nos invitan, y
si lo hicieran, no podríamos darnos el lujo de ir.
Tengo esta imagen en mi cabeza, en la que empujo la cama de hospital
de mi padre como si fuera una silla de ruedas, sonriéndole a todos mientras
comemos nuestras hamburguesas de comida rápida escondidas en mi bolso.
Lo que sea que hay en esta botella sabe a ácido de batería, pero se siente
asombroso.
—Avery, escúchame —dice con esa voz exasperada que indica que
acaba de repetirse. Solo por eso tomo otro trago—. Dime dónde estás e iré a
buscarte.
¿Realmente lo haría? Ni siquiera sé dónde nos llevó la limusina, pero si
él encontrara la dirección de Gabriel Miller, ¿vendría montado en un corcel
blanco? No sé si le creo que querría volver conmigo, o si él aún querría
hacerlo luego de ver mi casa por dentro. Todas esas habitaciones vacías.
Podríamos organizar una de esas fiestas psicodélicas donde se llena la
habitación con espuma y así ahorrar en limpieza.
—Justin —digo con la que espero que sea mi voz seria. Hago que el
sonido de la n dure mucho tiempo, para estar segura—. ¿Hubieras hecho
una oferta por mí? ¿Al menos tienes un millón de dólares?
—¿De qué hablas? —pregunta, su voz cada vez más fuerte.
Como si no pudiera escucharlo, pero claro que puedo. Bebo otro trago,
más grande esta vez. Es mi nuevo juego: una bebida cada vez que se enoja.
Si hubiera hecho esto en nuestras últimas apariciones juntos, lo habría
pasado mucho mejor.
¿Y por qué nunca me di cuenta de que él a nuestras citas las llamaba
apariciones?
—Estoy hablando de ascenso social —digo, examinando el fondo del
vaso. Todo terminó—. Tú eres un trepador social. Y yo soy una fracasada
social.
Me derrumbo en una convulsión de risitas. Por alguna razón, el mango
plateado del teléfono termina colgando de la mesa, la voz de Justin es un
zumbido de caricatura. Lo imagino como una pequeña criatura parada en mi
hombro, como cuando un ángel y un demonio susurran sus consejos al oído.
¿Sería él el ángel? Candy, sin duda, sería el demonio.
El candelabro es tan grande. Debe pesar como ocho toneladas. Me doy
cuenta de que estoy tendida en el suelo, mirándolo. ¿Qué pasa si cae sobre
mí en este momento? Juego terminado. Eso es lo que sucedería. Sin
laberinto, sin espada. Sin viaje de regreso en barco ondeando una bandera
blanca.
Ese fue el acuerdo que Teseo hizo con su padre. Si tenía éxito en su
misión de matar al minotauro, él ondearía una bandera blanca en su barco al
regresar. Pero con toda la emoción, se olvidó. Su padre observó el barco
acercarse a la costa, con tanta pena que se suicidó.
Esa siempre ha sido la parte más triste de la historia. Todo por nada.
«Agitaré la bandera blanca, papi.» Y nunca le haré saber lo que hice para
salvar la casa. No quería que muriera.
—Dios —dice una voz, grave y retumbante. Para nada parecida a la del
pequeño ángel Justin.
La cara de Gabriel llena el espacio sobre mi cabeza, bloqueando las
miles de luces de la lámpara.
—Oh… hola.
Se ve incrédulo.
—Estás borracha.
—No puedo estar borracha. Solo bebí un vaso. Y no te preocupes, bebí
de las cosas baratas.
El vaso vacío debe haber rodado debajo de la alfombra. Él lo levanta y
lo huele.
—¿Bebiste Luz de Luna? —Suelta un gruñido por lo bajo—. Esta es la
última botella que hizo mi padre antes de morir.
Se me abre la boca.
—Oh, Dios mío, la bandera blanca.
Su mirada se fija en el teléfono.
—¿A quién llamaste? —No espera mi respuesta, se acerca para levantar
el brillante auricular que cuelga—. ¿Quién está allí?
—¿No te gusta el identificador de llamadas? —le pregunto con
curiosidad. Este teléfono plateado a disco es bonito, pero no parece
práctico. Por otra parte, acaba de pagar un millón de dólares para tener sexo
conmigo. Tal vez la practicidad no sea una prioridad para él.
Cuelga el teléfono de golpe, agitándose con intensidad.
—¿A… quién… llamaste?
Crecí rodeada de hombres importantes. Hombres poderosos. Hombres
coléricos. Aprendí a hablar suavemente, a pisar ligeramente. A sonreírles y
tocarles el brazo, como si todo lo que tuviera que hacer fuese aplacarlos. No
es porque crea que son mejores que yo. Simplemente hace la vida más fácil.
Luego desaparezco entre mis libros, en los mitos que conforman un mundo
fantástico tan alejado del mío.
Pero ahora, de alguna manera he entrado a ese mundo, un lugar de
dioses y monstruos. Mi diplomacia podría servirme de mucho ahora,
excepto que el Luz de Luna parece haberla eliminado por completo.
—Llamé a mi prometido, señor Entrometido.
Sus ojos se ensombrecen.
—Él ya no es tu prometido.
—Dijo que quiere volver conmigo.
Gabriel se acerca y se yergue directamente frente a mí, su mirada
intensa.
—Eso no sucederá. Te compré. Eres mía. ¿Entendido?
Contengo la risa.
—Se enojará mucho cuando se entere. Los hombres siempre están tan
enojados.
—Puede tratar conmigo si tiene un problema.
Mis dedos forman un marco frente a mí y lo miro a través de él.
—Eres atractivo para ser un monstruo.
—Gracias —dice con los dientes apretados—. ¿Quieres levantarte del
piso ahora?
Me las arreglo para sentarme, pero entonces el mundo gira.
—Tengo sed. Necesito más de ese Luz de Luna.
—No.
—¿Lo estás guardando? —susurro—. ¿Lo guardas porque es el último
Luz de Luna que hizo tu padre?
—Estaba guardándolo —dice con la voz seca.
Asiento con la cabeza.
—Puedo beber el Crown Royal en su lugar. O el tequila. Nunca he
probado el tequila.
—No más alcohol para ti. Es hora de dormir.
¿Qué? Eso es muy injusto. —No he tenido una hora de dormir desde mi
graduación de la escuela secundaria. A pesar de que generalmente me iba a
la cama apenas daban el toque de queda en la universidad, pero él no tiene
que saber eso—. Ni siquiera tengo sueño.
Apenas las palabras salen de mis labios, me inunda una ola de
cansancio. Me hace sentir más cansada que lo normal al final del día. Se
siente como si hubiera estado caminando por el desierto por semanas. Me
pesan los ojos y miro a Gabriel con mis párpados entreabiertos.
Él sacude la cabeza.
—No me vomites encima.
No entiendo a qué se refiere hasta que siento sus manos deslizarse
debajo de mis piernas. Y luego detrás de mis hombros. Estoy en el aire,
sostenida solo por su fuerza. Me acurruco contra su camisa de lino,
respirando su aroma almizclado.
—Hueles bien.
—Y tú hueles a destilería.
Me está llevando a algún lugar arriba, yo cierro los ojos.
—Así dolerá menos.
—No dolerá en absoluto —dice, esta vez más suave—. Voy a acostarte.
—Porque quieres tener una virgen —le digo, citándolo.
Él no responde, empuja una puerta abierta. Echo un vistazo alrededor, y
encuentro pesadas cortinas de brocado y una cama alta en el centro de la
habitación. Flores de lavanda adornan un grueso edredón, resaltando las
rayas verticales de color amarillo pálido de la pared. Bonito.
—Demasiado bonito para ti —murmuro.
—Probablemente tengas razón —dice, divertido.
—Voy a matarte.
—¿En serio? —dice, ahora menos divertido.
—Con una espada.
—¿Y dónde conseguirás una espada?
Me recuesta sobre sábanas que se sienten grandiosamente frescas contra
mi piel caliente. Luego levanta la sábana. Al principio creo que me
provocará demasiado calor, pero una vez que está encima de mí, se siente
bien.
—Aún no lo sé —le digo con un suspiro. Es un enigma, eso es seguro
—. Pero no quiero matarte. Y tampoco quiero morir.
Permanece en silencio por un momento, y lo miro con un ojo abierto.
Me está mirando con una expresión extraña. Hasta podría describirla como
tierna si él no tuviera la cabeza de un toro.
—Dame la chaqueta —dice suavemente.
Solo entonces recuerdo la chaqueta que me cubre. Ha estado conmigo
desde la subasta. Supongo que es su forma de reclamarme, de marcarme.
Entonces, ¿por qué la quiere de vuelta? Sé que él ganó la subasta, pero la
chaqueta es como mi trofeo.
—¿Tengo que hacerlo?
—Estarás más cómoda.
—Todo se siente tan bien. Deberías beber algo de ese Luz de Luna.
—Lo pensaré —dice bruscamente—. ¿La chaqueta?
—No mires —le advierto.
Tras un momento, se da vuelta y mira hacia la puerta. Solo entonces me
quito la chaqueta. Dios, sus hombros deben ser enormes para entallarse en
esto. Y sus bíceps. Dios. Puedo verlos a través de su camisa, abultados. Se
ve obsceno. Como si hubiera una revista Playboy abierta sobre la cama, sus
antebrazos musculosos no podrían ser más explícitos.
Pongo la chaqueta sobre la colcha y me acurruco bajo la sábana, hasta el
cuello. Esta es la cama más suave en la que me he acostado.
—Listo.
Se da vuelta y recoge la chaqueta. Luego se queda allí, mirando lo que
tiene en sus manos, como si no terminara de entender algo. Como si no
pudiera entenderme, a pesar de que soy tan simple. Chica simple, sueños
simples. Universidad, matrimonio, hijos. Una familia, me refiero a una
verdadera familia, no solo un padre que trabaja durante la cena la mayor
parte del tiempo. Él es el misterio.
Echo un vistazo al otro lado de la cama.
—¿Vas a dormir… aquí?
Él mira el espacio vacío en la cama, su expresión melancólica.
—No.
Tiene sentido, porque esta no puede ser su habitación. Es demasiado
linda. Demasiado femenina. Probablemente duerme en algún lugar con
mucho vidrio y elegantes líneas negras. Con un televisor en la pared y
colchas de piel auténtica sobre la cama. Tal vez haya cuernos de animales
clavados en los muros.
—Avery —dice, todavía sosteniendo la chaqueta como si fuera algo
precioso.
Parpadeo al sentir que el sueño me va derrumbando.
—¿Sí?
—Ten cuidado. Soy más peligroso de lo que crees.
La más mínima conciencia se arrastra hacia mí, junto con una sensación
de frío. Me estremezco bajo la sábana. Puedo presentir lo peligroso que es,
pero lo que sé no me ayuda. Estoy atrapada aquí. Soy suya.
—¿Lastimaste a mi padre?
—Se merecía todo lo que le hice.
Mis puños se aprietan debajo de la sábana.
—¿Por qué me lo estás diciendo?
—Porque yo tampoco quiero que mueras.
Me mira durante otro momento, antes de girarse para irse. Las luces se
apagan y mi mente se vuelve borrosa. Sé que esto es importante, que él
acaba de decirme algo importante, pero el Luz de Luna ha convertido mi
cerebro en puré. El sueño se vuelve oscuro y borrascoso, espeso, a medida
que me devora.
«Ten cuidado», me dijo, pero mientras voy cayendo en un profundo
sueño ya no puedo recordar por qué.
CAPÍTULO DIECISIETE

A LA MAÑANA siguiente, despierto con un dolor de cabeza infernal. Mis


piernas temblorosas tropiezan con la alfombra, la delgada ropa interior de
encaje blanco que tengo puestas significan que anoche pudo suceder
cualquier cosa. Sin embargo, no me queda energía para la modestia y la
habitación está vacía de todos modos. Gracias a Dios hay un cepillo de
dientes nuevo en el baño. Después de cepillarme los dientes y lavarme la
cara, me siento quizás un diez por ciento más humana. Lo suficiente como
para poder echar un vistazo a la habitación. Todavía vacía.
Un papel blanco sobre el tocador llama mi atención. Encuentro una nota
garabateada con el número de teléfono del lugar que administra las
enfermeras de mi padre. Reconozco el nombre de una de las más
prestigiosas empresas privadas, de los días en que estuve buscando.
No pude pagarla.
En la silla al lado del vestidor se encuentra mi bolso. Busco adentro y
encuentro mi teléfono. Primero lo primero, marco el número. Tan pronto
como les digo mi nombre, me transfieren inmediatamente a un tal señor
Stewart, director de la oficina. Antes nunca logré pasar de la chica de
recepción.
—Tenemos a nuestras mejores enfermeras trabajando con él —me
asegura—. Más de treinta años de experiencia suman entre ellas, con
excelentes referencias. Y la máxima discreción, por supuesto.
—Gracias —le digo con voz débil.
—Se mantienen en comunicación directa con su médico. Recibimos su
formulario de consentimiento, por supuesto. Para asegurarnos de que su
padre esté cómodo durante su breve ausencia.
¿Ausencia? Una nueva forma de describir la prostitución.
El señor Stewart me da su número de teléfono personal y me ruega que
lo llame en cualquier momento, de día o de noche, si quiero saber de mi
padre. Es un nivel de servicio escandaloso, aun para el precio al que me
cotizaron. Estoy segura de que Gabriel está pagando más que eso por este
tipo de atención. O tal vez sea su nombre en el cheque lo que exige tanto
respeto.
Una sensación incómoda me revuelve el estómago. Debería sentirme
bien por el cuidado hacia mi padre. Ciertamente, estas enfermeras sabrán
brindar una mejor atención que yo. Pero no puedo evitar sentir que de
alguna manera estoy en deuda con Gabriel Miller. Y, tal como aprendió mi
padre, esa es una situación terrible en la que estar.
Encuentro la mayor parte de mi ropa en el armario, colgando
prolijamente. Dios, ¿qué tan pesado ha sido mi sueño? Ese Luz de Luna es
una locura. ¿Y su papá lo preparó él mismo? Tengo esta imagen mental de
una bañera llena de licor, pero no puedo imaginar eso cuando estoy en el
espacioso baño de mármol de Gabriel.
El agua hirviendo me pone la piel roja. No recuerdo mucho de anoche.
Hubo una llamada telefónica a Justin. Alguna imagen de estar tumbada
sobre la alfombra, aunque no sé por qué. Busco entre mis piernas, pero no
hay nada. Sentiría algo si él se hubiera llevado mi virginidad, ¿no? ¿Alguna
textura extraña, algo de dolor? El único dolor que siento está en mi cabeza.
Me paro bajo la ducha por una eternidad, dejándola llevarse hasta lo
último de mi resaca. Luego me visto con jeans y una camiseta, porque si me
quiere sexi, tendrá que proporcionarme la ropa él mismo.
Sin embargo, no encuentro a Gabriel abajo. En cambio, hay una mujer
corpulenta silbando para sí mientras amasa. Sonríe cuando me ve, sus
mejillas literalmente sonrosadas. No estoy segura de haber visto antes dos
manchas de color perfectamente redondas, pero ella las tiene. La harina le
cubre los brazos.
—Hola, señorita Avery. ¿Tienes hambre?
Apenas ella hace la pregunta, mi estómago retumba. No estoy
completamente segura de que deba confiar en la comida. Ese Luz de Luna
todavía perdura, amenazando con marearme.
—Tal vez un poco.
—Puedo prepararte algo. Huevos. Waffles.
Me llevo las manos al estómago.
—No estoy segura.
Ella sonríe con simpatía.
—Hay cereal azucarado en la despensa.
Mis ojos se ensanchan, porque siempre me ha encantado el cereal
azucarado. Es algo simple y común, pero me recuerda los domingos por la
mañana junto a mi papá. Nuestra trabajadora doméstica tenía los domingos
libres, así que hurgábamos en la despensa y veíamos dibujos animados. Él
estaba con su teléfono la mitad del tiempo, pero no me importaba.
¿Cómo supo Gabriel Miller que me gustaba el cereal azucarado?
¿Cómo consiguió una llave de mi casa para darle a las enfermeras?
¿Cómo firmó un formulario de consentimiento en mi nombre para la
empresa?
Está infringiendo la ley de cien maneras diferentes, y han pasado menos
de veinticuatro horas. Pero lo está haciendo para ayudarme. Todo diseñado
para ayudarme. Eso es lo más desconcertante.
Antes de la subasta, él dijo que el comprador pagaría por una enfermera
para poder tener acceso completo a mí. Que el hombre sería lo
suficientemente rico como para que no importara.
El cereal azucarado no es algo caro. No le da más acceso a mí, pero es
una cortesía. Y es dulce. Y me importa más de lo que quiero admitir.
Sin decir una palabra, me dirijo a la despensa y encuentro una caja
nueva de cereal azucarado. Le añado leche. Con mi tazón en la mano, me
siento ante una rústica mesa de madera robusta.
El primer bocado hace que mis ojos se cierren de placer.
—Soy la señora Burchett —dice la mujer con tono alegre—. Estoy para
ayudarte de cualquier manera posible, así que, si necesitas algo, no dudes en
solicitármelo.
Ella habla de una manera ligeramente peculiar, que no logro identificar.
—¿Cuánto tiempo ha trabajado para el señor Miller?
—Oh, el tiempo suficiente para saber que a él no le gustaría que yo
respondiera muchas preguntas.
Tomo otro bocado. Indudablemente, tiene razón.
—¿Dónde está él?
Ella se distrae presionando la masa en un molde de cerámica.
—Tuvo que salir por negocios.
Hay una sensación de vacío en mi estómago. Estoy tan acostumbrada al
miedo, al dolor punzante que me acompaña desde que papá fue condenado,
que casi no lo reconozco al principio.
Decepción. Pero no tiene ningún sentido. No quiero pasar tiempo con
Gabriel Miller. No quiero que se lleve mi virginidad. Mi recuerdo de la
noche anterior es confuso, pero creo que sentiría algún indicio en mi cuerpo
si hubiera tenido sexo conmigo.
Cuando termino el cereal, enjuago mi tazón.
—Hay un televisor tras la esquina —dice ella—. Cualquier programa o
película que puedas desear.
—Oh —suspiro, algo desconcertada por la idea de ver televisión cuando
me compraron para tener sexo.
—O podrías visitar la biblioteca —dice, sacando un tazón repleto de lo
que parece ser relleno para un pastel de pollo. Espero poder probar algo de
eso más tarde.
Ella me indica y yo camino por aquellos pasillos desmesurados hacia
una habitación todavía más grande. Mis ojos se agrandan cuando me doy
cuenta de que hay un segundo piso, accesible por una escalera de caracol.
Pequeños ángeles con trompetas están tallados en caoba cerca de la parte
superior. En la parte inferior, unas manos emergen de las llamas.
Esto es inquietante.
Aun más inquietante es que esta habitación parece hecha para mí. La
llama en el hogar arde con un leve y agradable crujido. Hay un reluciente
juego de ajedrez de madera rústica alineado en el centro de la mesa.
En la mesa junto a la chimenea hay una pila de libros: Cuentos de hadas
del Mediterráneo, El mito de Homero revelado. Es demasiado pensar que
Gabriel pase sus tardes leyendo mitología griega. Estos son para mí.
—¿Lista para jugar? —escucho decir a una voz baja.
Me giro, dejando caer el libro que estaba sosteniendo. Los Cuentos de
hadas del Mediterráneo se abren, su lomo se estira. Lo levanto antes de que
se doble, abrazando el gran volumen contra mi pecho.
—¿Jugamos?
Aparece desde detrás de la escalera de caracol. ¿Me estaba esperando
allí?
—Ajedrez.
«¿Qué harías con ella?» —preguntó Damon.
«Jugar ajedrez», respondió Gabriel, convirtiéndome en una broma.
—No, gracias.
—¿Crees que puedes decir que no?.
El desafío arde en mis venas. Mi mente, mi alma. Ellas son mi palanca,
dijo Candy, y no planeo darle ninguna de las dos.
—Compraste mi cuerpo, eso es todo.
—Compré todo de ti.
—Puedes hacerme mover las piezas. ¿Es eso lo que quieres?
Un cuerpo vacío y sin cerebro es todo lo que le daría, tan claro como el
peón en este tablero. El ajedrez es el juego que mi papá me enseñó, el juego
que jugaba conmigo cada semana. Y este es el hombre que lo arruinó. Sería
una traición jugarlo con él.
Él mira el juego de ajedrez con algo parecido al arrepentimiento.
—Te dejaré con tu lectura, entonces. Tengo trabajo que terminar.
—Genial —me recompongo, con voz tensa.
Estoy un poco asustada por el extraño conocimiento que Gabriel tiene
de mí. Justin me obsequió un brazalete en nuestro último aniversario,
brillante y soso. Esto es oficialmente lo más dulce que alguien haya hecho
por mí. Del hombre que más odio.
Asustada, pero no lo suficiente como para salir de la habitación. Me
siento y empiezo a leer.
CAPÍTULO DIECIOCHO

D URANTE EL RESTO de la mañana me las arreglo para distraerme con la


brutal poesía de la Ilíada. Hay guerra y hambruna, pero parece tan lejano.
Puedo perderme en tierras extrañas. Cuando me levanto de nuevo, mi
espalda está entumecida. Encuentro un espacio libre en una alfombra en la
esquina, cerca de la escalera, y practico de memoria mis posturas de yoga.
Estoy usando mis jeans favoritos, cómodos y suaves, pero aún algo
limitados para mis movimientos. Sin embargo, hago las poses simples, para
equilibrar mi mente.
Me siento casi tranquila, considerando las circunstancias. La señora
Burchett me trae el almuerzo en una bandeja plateada. Una gran rebanada
de pastel de pollo, crocante por fuera y todavía burbujeante por dentro.
Es solo durante las inquietas horas de la tarde que busco al minotauro.
Cada mito se basa en la realidad, por ello el estudio de la historia
antigua es tan importante. La arqueología puede descubrir solo algunos de
los secretos. Los mitos nos susurran el resto. De esa manera, los mitos
ofrecen espacio para el error y para el descubrimiento.
Rencillas antiguas. Guerra. Incluso sacrificios humanos. Todo tiene su
raíz en los hechos.
El laberinto era probablemente el Palacio de Cnosos, un elaborado
triunfo arquitectónico que abarcaba casi media hectárea y se alzaba cinco
pisos. Sus mil habitaciones probablemente explicaban la sensación de
laberinto.
Hay numerosas pruebas de sacrificios humanos en Creta, un lado
mórbido de la mitología antigua en el que prefiero no habitar.
Especialmente a la luz de mi situación actual.
Es el propio minotauro quien gana mi fascinación.
La hija de Pasífae, esposa de Minos, se enamoró de un hermoso toro
blanco. De su unión nació un niño. Un monstruo en todos los sentidos de la
palabra, el minotauro fue desterrado al laberinto y alimentado solo con
sacrificios. ¿Era el minotauro alguna figura histórica salvaje, distorsionada
por la lente de la superstición y la poesía? ¿O era el lado oscuro del propio
rey Minos, el hijo bastardo nacido de los celos y la codicia?
Estas son las preguntas que me atormentan mientras me acurruco en el
enorme sillón, el fuego se atenúa. Se escucha un portazo detrás de mí, ¿una
puerta? Una ráfaga de viento aspira el aire de la habitación. Las débiles
llamas del tronco se desvanecen, dejándome en la oscuridad.
El libro se desliza de mi regazo, cayendo a la alfombra con un golpe.
Me paro y me giro de cara a la puerta.
—¿Quién está ahí?
—Buenas noches —dice Gabriel, acercándose sin prisa.
No estoy segura de cuándo se volvió tan familiar para mí, pero ya puedo
reconocer su voz grave sin verlo. Puedo distinguir sus anchos hombros en
las sombras. Arroja su chaqueta sobre la silla donde estuve sentada, y capto
el olor de su fragancia masculina.
—¿Qué estás haciendo?
—Lo que debería haber hecho anoche, saborear este… ¿cómo fue que te
llamó? ¿Durazno maduro?
Doy otro paso atrás, pero hay una chimenea. Las últimas brasas
moribundas.
—¿Ahora?
—Creo que decir cereza hubiera sido una mejor analogía, ¿no?
Al llegar al final de la habitación, camino de lado, dando vueltas,
tratando de mantener la distancia. Él no parece perturbado por mi retroceso.
No se detiene en absoluto.
—Espera —le digo porque necesito pensar en algo. Sé que no tuvo por
qué darme la noche anterior. Fue un aplazamiento que no me he ganado,
una noche que ya debo. Estoy en deuda con él, pero eso no significa que
pueda pagar—. Solo espera.
Él ríe.
—Casi veinticuatro horas y no te he tocado.
—Quieres que siga siendo virgen —le digo desesperadamente,
buscando cualquier cosa que lo detenga. Ahora estoy casi en la esquina de
la habitación, sobre la suave alfombra naranja donde hice yoga antes.
—No dije que tendría sexo contigo —dice con voz oscura y
prometedora—. Quiero saborearte.
Es demasiado tarde para correr. Demasiado tarde para suplicar. Está
parado justo frente a mí y mi espalda da a las escaleras, con un peldaño de
madera clavándose en mi pantorrilla. Puedo verlo, olerlo, pero aun más
fuerte es esa sensación irreal suya, esa presencia que me congela frente a él,
más pesada que unas cadenas.
—Probarme… ¿dónde?
Un dedo persuasivo cae sobre mis labios.
—Empezaré aquí.
De pronto sus labios están sobre los míos, calientes, suaves y
persistentes. Estoy indefensa ante sus demandas, abriéndome a él, un
suspiro de aceptación a la deriva de mi boca a la suya. Sé que todo lo que
está sucediendo es inevitable, casi predestinado, pero esta parte no duele. Se
siente casi placentero, su lengua se desliza sobre la mía, sus dientes aprietan
mi labio inferior en advertencia carnal.
Me pasa las manos por la cara, por el cuello, seguidamente por los
pechos.
—Aquí —dice con voz más áspera.
Dios, mis senos. Quiero girar y retroceder, pero las escaleras atrapan
mis pies. Sus manos agarran mi camisa y tiran, revelándome. Mi sostén es
arrojado fuera del camino. No hay ceremonia en la forma en que me
desnuda. No es un striptease, es una posesión. Me palmea los senos,
sintiendo su peso.
—Más pequeños de lo que parecían —dice, y siento que el rubor repta
sobre mi pecho.
Quiero olvidar estar parada en esa plataforma, ser vista por tantos
hombres, pero sé que nunca lo lograré. Está grabado en mi cerebro: el juicio
y la lujuria, la vergüenza y el control.
—Tú ofertaste por mí.
Sé que soné como si estuviese a la defensiva.
—No es una queja —murmura, presionando mi pezón entre el pulgar y
el índice—. Eres gloriosa.
El halago inesperado me hace parpadear. Entonces su boca cubre mi
pezón, aliviando el ardor, caliente y eterna. Me golpetea con su lengua,
hacia adelante y hacia atrás, adelante y atrás, y yo gimo con desconcierto.
Mis dedos se estiran para asir cualquier cosa, y lo que encuentro es el
tallado de llamas, una mano que surge de las profundidades del infierno.
Estoy ardiendo.
Deja un camino de besos con la boca abierta sobre mi pecho, y me
siento conquistada. Como si estuviera reconociendo cada parte de mi
cuerpo, poseyéndome. ¿Y si cubre cada centímetro? ¿Qué parte quedará
para mí?
Su boca caliente se ciñe alrededor de mi otro pezón, y mis ojos se
cierran.
—Dios —susurro.
—Así es —murmura contra mí burlonamente en un descanso de sus
labios—. Permítete sentirte bien.
Hay un pero allí, algo acerca del sacrificio. Acerca del placer. ¿Por qué
piensa que no me permitiría sentirme bien? Pero luego la excitación se
esparce desde los pezones hasta mi sexo, y me olvido de todo menos de su
cuerpo sobre el mío, sus ásperas palabras prometen mucho más.
—Codos en los escalones —ordena.
Puedo obedecerlo sin pensar. Hay alivio y vergüenza, en partes iguales.
Esta posición hace que mis senos salgan. Soy vulnerable en esta
posición, convertida en una estatua viviente para que él toque, lama, chupe.
Para que él muerda, apretando mi pezón entre sus dientes con un gruñido
amenazante.
—No —me quejo—. Por favor.
Su risa demoníaca flota a mi alrededor, salvaje y efervescente como el
whisky Luz de Luna de la noche anterior. Estoy borracha con lo que sea que
me está haciendo, cautiva de su deseo.
Luego su mano se acuna entre mis piernas.
Aprieta.
—Y aquí.
Sacudo la cabeza, porque eso es diferente. Besar mi boca, mis senos.
Eso es una cosa. Lo que exige es demasiado íntimo, y lucho contra él. Él
tira de mis jeans y yo giro. Sus piernas se ubican a mi alrededor,
bloqueando mi cuerpo contra las escaleras.
Mis manos aprietan la parte delantera de mis pantalones.
—No, no. No ahí.
—Codos —ordena—. Escalones.
Me cubro por un instante sin aliento, temblando de duda. Pero estoy
atrapada contra la caoba tallada y la carne musculosa. ¿Qué opción tengo?
Muevo los codos hacia el escalón detrás de mí, empujando mis senos hacia
su cara. Mis mejillas se sonrojan de humillación.
—Sí, señor —dice con voz suave.
—Sí, señor —le susurro.
Sus manos son quirúrgicas para desabrochar mis jeans. Me los quita con
unos pocos tirones y los arroja a un lado. La ropa interior va a continuación.
Quizás esta parte no importa. Él ya lo ha visto todo, y la habitación está a
oscuras. Solo las brasas parpadean desde la chimenea.
Pero no puedo dejar de temblar, tan vulnerable por esta posición, por su
mandato. Desnuda por su voluntad. Esto es lo que significa ser propiedad
de alguien.
Él separa mis piernas. No solo un poco, para tocarme, para verme.
Empuja hasta que la parte exterior de mis piernas toca el borde del escalón.
Estoy completamente expuesta a él, abierta para él.
Sus dedos anchos empujan esa abertura, por la que vale la pena pagar
un millón de dólares. Nunca nada ha estado allí dentro. Ningún hombre.
Ningún dedo. Ni siquiera un juguete. No insiste allí, sino que va hacia más
arriba.
—¿Te tocaste? —murmura.
Giro la cara, mirando hacia las llamas negras.
—Sí.
—¿Así? —pregunta, pellizcando mi clítoris entre su pulgar y su índice.
De la misma manera que tocó mi pezón. Al principio se siente demasiado
áspero, casi doloroso, hasta que el calor se convierte en placer.
Es difícil hablar cuando él está haciendo eso.
—Así, no. Más en círculos.
Dibuja un círculo alrededor de mi clítoris, y yo me recuesto en su mano.
—Gabriel —susurro.
—Justo aquí —dice, con la voz tan oscura como la habitación—. Voy a
probarte aquí mismo, sentir tu clítoris contra mi lengua, poseerte con mi
boca hasta que llores. ¿Quieres eso, virgencita?
Sé la respuesta correcta, no solo porque él quiere que lo diga. Porque
quiero que lo haga. «Quiero vivir.»
—Sí, señor.
Tuerce su cabeza.
El primer contacto de sus labios con mi clítoris me hace saltar. Solo sus
grandes manos sosteniendo mis caderas me mantienen firme, mientras
mordisquea alrededor de mi clítoris. Se agacha más, unas anchas lamidas
sobre mi sexo hacen que mis dedos se anuden contra la madera.
—Tu sabor no es dulce —dice, haciendo una pausa—. Tu sabor es como
si me estuviera ahogando, muriendo de sed, y tú fueses la última bocanada
de aire, la última gota de agua en este mundo.
Él vuelve a apoyar sus labios sobre mi sexo, y no puedo evitar el grito
agudo que se me escapa. Dios, ¿qué me está haciendo? Pensé que querría
poseerme esta noche, tal vez después de la cena, como algo parecido a una
cita. Tal vez vendría a mi habitación. Nunca imaginé ser sorprendida en la
biblioteca, abrirme sobre los escalones de una escalera tallada a mano.
Cada golpeteo de su lengua me lleva más alto, me tuerce más fuerte,
hasta que me balanceo imperceptiblemente en su boca. Pequeños gruñidos
se me escapan, parecidos a sonidos animales en el aire. Estoy empujando
contra un acantilado, retenida por una barrera que no entiendo, no puedo
nombrar. Tuve un orgasmo antes, con mi propia mano, pero esto se siente
completamente diferente: una bestia extraña e incontrolable.
Me acerco con un gemido agudo y él frena su lengua, baja hacia mis
labios y sube nuevamente. Le agarro el cabello y lo halo hacia donde lo
necesito.
—Por favor.
—¿Tengo que atarte? —dice con esa voz grave suya—. Me encantaría
hacer eso, virgencita. Recuerda lo que dije sobre pelear conmigo.
—Lo disfrutarías demasiado —le susurro, moviendo los codos hacia las
escaleras.
—Mmm. Para eso tendrás que esperar. Tendrás que esperar hasta que
termine.
Gimo porque estoy justo allí, de pie en el precipicio, algo afilado
presiona la grieta. Todo lo que necesito son unos toques más de su lengua.
Voy a estallar. Sé que voy a estallar.
Se levanta de su posición de rodillas y se quita la ropa. Tan eficiente, tan
poco ceremonioso como lo fue cuando quitó la mía. Son solo telas en el
camino hacia su deseo, se deshace de ellas rápidamente. Luego está de pie
como una magnífica estatua, como David, completamente inconsciente. Sin
embargo, a diferencia de David, su parte privada sobresale de su cuerpo.
Pone su puño alrededor.
—¿Alguna vez has chupado uno?
Niego con la cabeza.
—No, señor.
—¿Alguna vez has tocado uno?
—No.
Con su otra mano, agarra mi cabello e inclina mi cara hacia arriba.
—¿Alguna vez siquiera has visto uno, virgencita?
Mis ojos se agrandan mientras lucho contra él. Aprieta su puño en mi
cabello hasta que chillo.
—No, señor. Nunca.
—Vas a probar el mío esta noche, ¿entendido?
Una de sus rodillas cae hacia las escaleras cerca de mi codo. Se inclina
cerca de mí, el extremo de su miembro a un par de centímetros de mis
labios. Se detiene allí, esperando. ¿Para qué? Me doy cuenta de que quiere
que sea yo quien reste esa distancia final. Quiere que tome el control y lo
hago, inclinándome hacia adelante para depositar un beso casto en la punta
resbaladiza de su sexo.
Oigo que se le corta la respiración.
—Más, virgencita.
Deslizo la lengua por la punta, del mismo modo en que sentí su boca en
mi clítoris.
Deja escapar un gemido áspero.
—Vas a matarme.
Hay humedad dentro de mi boca, proveniente de él, espesa y salada.
—Sabes a mar.
—Dios —murmura, agarrando mi cabello. Esta vez no espera que vaya
a su encuentro. En cambio, me mantiene firme mientras sus caderas se
mecen, presionando su miembro en mi boca. Empuja más allá de mis
labios, más allá de la punta de mi lengua, hasta que mi boca se siente
insoportablemente llena de él.
—¿Estás bien? —dice con la voz ronca.
Lo miro y asiento, mi boca aún llena.
Luego empuja hacia adelante, más de lo que pensé que era posible. El
extremo liso de su miembro llena mi garganta y mis ojos se llenan de
lágrimas. Mi cuerpo lucha contra él, tratando de expulsarlo de donde no
pertenece. Se retira por su cuenta antes de empujar de nuevo.
Su boca sobre mí se había sentido invasiva, pero no como esto. Estoy
atrapada contra las escaleras por su gruesa longitud, hecha para probarla,
respirarla. Cuando se aleja, su cresta se desliza sobre mi lengua, y un
pequeño chorro cae en mi boca. Lo hago viajar por mi lengua como si fuera
un buen vino, como si por el sabor de su sexo yo pudiera saber de qué está
hecho él. El sabor es tan complejo como él mismo, tan impenetrable y
agudo.
Empuja hacia adentro antes de que pueda beberlo por completo, y lo
trago todo con él a mi alrededor. Lanza un fuerte sonido de placer.
—Quiero estar completamente adentro —murmura.
¿No está ya completamente adentro? Dios, llegará hasta mi corazón.
Hago un murmullo de pánico, tratando de sacudir mi cabeza con su dura
longitud manteniéndome quieta.
Su risa es temblorosa.
—Lo haré fácil para ti.
Si esto es fácil, no puedo imaginar si fuese difícil.
Sus caderas adquieren un ritmo, el mismo con el que estimuló mi
clítoris. Empuja dentro de mí, lo suficientemente profundo como para sentir
mi garganta, antes de salir nuevamente. Pierdo estabilidad, como un barco
movido por las olas. Sin control, sin confrontación. Lo único que queda por
hacer es remontarlas. Me dejo ser meneada hacia adelante y hacia atrás,
empujada y arrastrada. Usada.
Se mueve más rápido, su respiración se vuelve caótica. El sonido de su
ímpetu produce algo dentro de mí y siento que mis músculos internos se
contraen. Es extraño que pueda llegar a mi sexo penetrando mi boca.
Su rugido comienza grave, casi un bramido. Termina con un sonido de
ferocidad que reverbera por toda la biblioteca. Estoy casi ebria de él, mi
boca abierta para su invasión. Espero algo que está por llegar, más de ese
sabor salado.
En cambio, se aleja. Solo tengo un momento para notar el vacío en mi
boca, el dolor en mi mandíbula, antes de sentir el rocío caliente sobre mis
senos. Me pinta el pecho y el pezón. Un amplio arco cruza mi cuello.
Sus dedos lisos esparcen su semen sobre mi piel, frotándola. Me siento
inaceptablemente marcada. Suya. Mi piel se endurece cuando él mueve su
semen sobre mí. «Suya, suya, suya.»
Su otra mano llega hasta mi clítoris y lo pellizca con fuerza. El fuego
me alcanza, las llamas me queman la piel. Me resisto en su mano, haciendo
sonidos incoherentes, suplicando. Es demasiado, demasiado difícil,
demasiado bueno. No muestra nada de piedad conmigo y me frota mi
clítoris con una intensidad que me saca de quicio. Mi orgasmo continúa, me
aprieta hasta que me duelen los músculos y mi boca se abre en un grito
silencioso.
CAPÍTULO DIECINUEVE

M E LLEVA ARRIBA, acunada en sus brazos como si fuera algo especial. Sé


que solo estoy aquí porque ofertó un millón de dólares. Sé que no echó su
semen dentro de mí solo para que yo siguiera siendo virgen. Por alguna
razón, todavía me siento segura en sus brazos, como si la fuerza pura de su
voluntad pudiera mantener la realidad a raya. Estamos envueltos en algo
suave y pálido, protegidos del mundo mientras él se baña y me ayuda a
entrar en la bañera. Cuando alcanzo el jabón, él pone mis manos en el suave
borde de la bañera. Son sus dedos de punta cuadrada y palmas callosas las
que cubren mi cuerpo con jabón. Limpia cada parte de mí, aliviando la piel
desgastada de mis pezones, deslizándose entre los pliegues resbaladizos de
mi sexo. Mis ojos están apenas entreabiertos. Aún estoy perdida en ese
lugar al que me envió cuando llegué al clímax, un lugar de placer, de paz.
Cuando termina, me ayuda a salir de la bañera. Una gruesa toalla blanca
me seca mientras me miro en el espejo. ¿Cuántas veces me he duchado
antes? ¿Cuántas veces las puntas húmedas de mi cabello se rizaron contra
mi piel mojada? Cientos, miles y, sin embargo, me veo diferente. Todavía
virgen, según su definición. Sin embargo, diferente; como una mujer.
Cuando me coloca sobre las sábanas lavanda, giro la cara hacia la
almohada y cierro los ojos. Espero que se vaya, como lo hizo anoche.
La cama se hunde. Él viene detrás de mí, su brazo rodea mi cintura, sus
piernas se entrelazan con las mías. El pesado edredón nos cubre a los dos, y
no puedo evitar un suspiro de gratitud.
—Duerme —dice, en voz baja.
Por la forma en que lo dice, sé que él no dormirá. Entonces, ¿qué está
haciendo aquí? ¿Sosteniéndome? Esto no es parte de pagar por sexo. No es
venganza. Hay algo más en su brazo rodeándome, en su cara hundida en mi
cabello húmedo.
—Gracias —susurro.
Se endurece detrás de mí.
—¿Por qué?
—No dolió.
Más que eso, se sintió increíble. Reconfortante. Después de meses de
ver cómo mi vida se derrumbaba, él me reconstruyó. Aunque solo fuese por
unos minutos.
—Dios —murmura, su mano aprieta y libera mi brazo—. Mereces más
que no ser lastimada. ¿No lo entiendes? Mereces más que esto.
No estoy segura de que mereciera ser vendida como ganado, pero
tampoco merecía la ropa elegante, las mejores escuelas. La vida no se trata
de lo que mereces, se trata de sacar lo mejor de lo que tienes. Y lo que
tengo es un hombre fuerte y cálido que me abraza.
—Entonces déjame ir.
El ríe suavemente.
—Nunca dije que hiciera lo correcto.
Quizás no es lo correcto. Sin embargo, ese dinero podría salvarme. Es
suficiente para salvar la casa de mi padre y pagar su atención cuando
termine este mes. Tal vez suficiente para enviarme de nuevo a la
universidad. ¿Pensó en todo eso cuando hizo su oferta? ¿O solo le
preocupaba ganar? No estoy segura de que la diferencia importe, solo
importa el resultado.
Me acurruco más profundamente entre sus brazos.
¿Qué hacía tu padre? ¿Además de preparar Luz de Luna?
—¿Te refieres al petróleo? No puedo creer que hayas bebido eso.
Un rubor sube por mis mejillas cuando recuerdo la salvaje sensación de
estar ebria.
—¿Era como cien por ciento de alcohol?
—Fue cien por ciento imprudente —murmura—. Necesitas mantener
tus defensas altas frente a alguien como yo. Eso significa mantenerse
sobria, para empezar. Dormir con un cuchillo debajo de la almohada no te
hará daño.
Recuerdo la advertencia de Candy. «Tu mente y tu alma son tu
palanca».
Pero no pregunté: ¿palanca contra qué? Tal vez solo se refería a
mantener mi cordura, mi dignidad frente a la subasta. Eso era lo que me
preocupaba. La vergüenza. La humillación. Pero tal vez ella quiso decir
algo peor. Algo más traicionero. Como si yo debiera permanecer en
guardia. Como si estuviera en peligro.
—Me pusiste en la cama —le recordé. Tuvo la oportunidad perfecta de
lastimarme entonces, cuando hubiera sido incapaz de luchar contra él, pero
no lo hizo.
No dice nada por un momento.
—Era un mentiroso. Un ladrón.
Parpadeo, dándome cuenta de que me está diciendo algo verdadero.
Algo demasiado precioso que no suele compartir.
—Lo odiabas.
—Lo admiraba, lo cual era estúpido.
Todo niño admira a su padre. Las niñas también.
—Eras un niño —le digo, algo ofendida por su juicio sobre sí mismo.
Me doy cuenta de que existe un paralelo entre él y yo, pero elijo no seguir
esa línea de pensamiento.
—Nunca dijo nada que fuera cierto, casi como una cuestión de
principios. Engañó a tantas personas como pudo, tratando de conseguir
dinero para que mi madre pudiera despilfarrarlo, inhalarlo, bebérselo.
Se me aprieta el estómago.
—¿Era una adicta?
—Si alguna cosa podía ser adictiva, esa cosa se volvía su preferida.
Trago saliva, contenta de que él no pueda percibir la condescendencia
en mi rostro. La madre de Harper también es adicta. La mayor parte del
tiempo se niega a hablar de eso, pero algunas noches en nuestra habitación
de la universidad, ella susurraba en la oscuridad sobre el miedo, el terror.
Esconderse bajo las mantas por la noche, mientras su madre desbocada
arrojaba todo en la casa.
—Siento haberme bebido el último Luz de Luna de tu padre —le digo
—. Y si te molestó verme así.
—No lo guardo para beber —dice con brusquedad—. Lo guardo para
recordarlo. Para recordar lo que no debo ser.
Un mentiroso. Un estafador.
—Por eso te molesta tanto cuando alguien te roba.
La razón por la que arruinó a mi padre. No se trataba solo de dar un
ejemplo para el resto del inframundo criminal. Se trataba de dar un ejemplo
para sí mismo. De defenderse por cada vez que su propio padre le mintió.
Es el rey Minos, quien pone a su hijo bastardo en el laberinto. No para
matarlo sino para mantenerlo encerrado. El laberinto por el que camina
Gabriel no es físico, a pesar de la gran mansión en la que vive. Son los
muros emocionales los que lo hacen eliminar a las personas que se acercan
demasiado.
—Y tú eres lo más alejado a una adicta que he visto jamás —susurra.
Toda la sala parece contener el aliento conmigo. Los gruesos postes
tallados de la cama, las rayas amarillas del sol sobre la pared. Todo aguarda.
—¿Qué soy yo, entonces?
—Eres inocente. Y yo te voy a arruinar.
La certeza en su voz me da escalofríos.
Como lo hizo con mi padre. Excepto que despojó a mi padre de su
riqueza, su poder. Y con esta subasta, Gabriel Miller me lo está
devolviendo.
A cambio, se va a llevar mi virginidad. No esta noche o la noche
siguiente. En algún momento de los próximos treinta días. Y él cree que
será lo suficientemente malo como para arruinarme. Peor que estar sin
dinero, peor que ser rechazada. Lo que sea que le haga a mi cuerpo será
suficiente para quebrarme.
«Puedes tener mi cuerpo», creo. «Pero no puedes tocar mi corazón».
CAPÍTULO VEINTE

C UANDO DESPIERTO, ESTOY sola.


Lo sé antes de abrir los ojos, antes de pasar la mano por las sábanas
frías detrás de mí. Está en el aire, una quietud. Una soledad a la que estaba
tan acostumbrada. Papá quiso darme espacio, y así pasé la mayor parte del
tiempo sola. Y luego, después de que fue atacado, después de que tuve que
vender todos los muebles, la casa quedó dolorosamente vacía.
Incluso entonces no me quejé. Ayudó que sonriera al despertar, y dijera
que todo estaría bien. Tal vez me haya vuelto tan buena mintiendo que logré
mentirme a mí misma, diciéndome que realmente no me importaba. Que las
cosas mejorarían.
Podría haber seguido creyéndolo, excepto por esos breves momentos en
los brazos de Gabriel Miller, esos breves e inexplicables momentos en que
me abrazó.
Sin sexo. Sin motivos ocultos.
Ni siquiera el dinero era entonces lo que nos unía. Éramos dos personas
aferradas juntas a una balsa, con todo el océano alrededor.
Luego despertó y abandonó la balsa, dejándome aquí.
Busco ignorar la sensación de desilusión, de pérdida, y salgo de la
cama. El clima se ha vuelto frío en las últimas semanas, pero los pisos de
esta casa tienen calefacción. Encojo mis dedos fríos contra la madera
natural, buscando calor. Siempre buscando calor.
No me molesto en ducharme ni en domar mi cabello. Solo me pongo
una camisa y unos pantalones de yoga, un completo desastre matutino. En
esto me convirtió. Y siento esta urgente necesidad de verlo, para confirmar
que lo de anoche no fue solo un sueño.
Está sentado frente a un escritorio, como si fuera una mañana normal.
Como si mi vida no hubiese dado un giro anoche. Como si sus manos, su
boca y su miembro no me hubieran convertido en una mujer.
Él mira los papeles sobre su escritorio a pesar de que estoy parada al
otro lado. ¿La gente como él tiene papeles? Mi padre usaba bastante su
impresora, pues su vista nunca se acostumbró a la pantalla. Pero Gabriel es
más joven que él, lo suficientemente ingenioso como para dominar la
tecnología. Esa carpeta se ve como un engaño.
—Gabriel.
Levanta la vista brevemente, sus ojos dorados exhiben un fulgor de
llamas antes de volver a bajar la vista.
—Sí, señorita James.
Algo dentro de mí se vuelve frío y pequeño. Quiero que me llame
Avery. «Quiero que me llame virgencita otra vez.»
—Te fuiste.
—Tengo trabajo que hacer.
Tiempo presente. No es solo una explicación de por qué se fue. Es un
rechazo. Pero ya sea con pantalones de yoga o con una falda Versace de dos
mil dólares, sigo siendo Avery James. Nací y me crie para exigir atención.
Puede que no haya merecido ninguno de esos privilegios, pero no merezco
su desprecio.
—¿Puedes al menos mirarme después de que te lo chupé?
Eso llama su atención. Su mirada se desvía hacia mí. Entrecierra los
ojos, aunque no puedo afirmar que se vea disgustado. No, se ve hambriento.
Depredador. Se pone de pie y doy un paso atrás.
—Sí, Avery. Probé tu bonita vagina virgen. Tuviste un orgasmo sobre
mis dedos hace menos de… —Simula contar—. …Doce horas. ¿Crees que
lo olvidé?
Mi barbilla se levanta aun más cuando retrocedo otro paso.
—Te comportas como si lo hubieras olvidado.
Sus pasos son lentos y elegantes al rodear el escritorio.
—Me comporto como un hombre que se ganó lo que pagó. Excelente
servicio. ¿Quieres una reseña en Yelp? Cinco estrellas.
Me estremezco.
—Bien, deshazte de mí, porque estás asustado por lo que pasó.
—¿Asustado? —dice, saboreando la palabra—. Lo estaba tomando con
calma por ti, virgencita. Pero si estás lista para más, me aseguraré de
mostrarte qué cosas espeluznantes te esperan.
—No el sexo. La forma en que me abrazaste después.
—Estabas temblando —dice con voz casi suave.
—Hazlo a tu manera —le digo, con los dientes apretados—. Es solo
sexo lo que hay entre nosotros.
—No, virgencita. Es solo dinero lo que hay entre nosotros. —Retrocede
para recoger la carpeta de archivos. Después de considerarlo un momento,
me la entrega.
Es como si estuviera ofreciéndome una serpiente enrollada y yo tuviese
que tomarla. Tengo que tomarla o tendré que admitir que quiero que entre
nosotros haya algo más que sexo, que dinero. Por supuesto que no. No con
él. Él arruinó a mi padre. Es un criminal. Va en contra de todo lo que creo,
pero hubiera sido agradable que hubiese afecto entre nosotros durante los
treinta días que estaré aquí. Veintiocho días, ahora.
Abro la carpeta, parpadeando frente a la oleada de pequeños números en
blanco y negro. Aprendí a ilustrarme sobre cuentas de inversión y extractos
bancarios desde el ataque de mi padre. Dios sabe que he aprendido a leer
una factura. Pero no estoy segura de qué es esto.
—Una cuenta de depósito —me informa—. Contiene tu porcentaje del
dinero de la subasta.
Se me aprieta el corazón. Miro el papel como si lo estuviera leyendo,
pero no puedo ver nada. Así me sentí al conocer el veredicto de
culpabilidad, y cuando llegó la llamada de la policía sobre el ataque a papá.
Cuando vendí el hermoso colgante de plata con la piedra zodiacal de mi
madre. Una esmeralda. Papá se lo obsequió en su último cumpleaños antes
de morir.
La carpeta está tan apretada en mi mano que me sorprende no estar
desbaratándola. De alguna manera logro cerrarla y sostenerla a mi lado. Mi
voz suena hueca.
—Gracias.
Dijo que solo hay dinero entre nosotros, pero es un mentiroso. En el aire
hay ira y venganza, traición y lujuria. Puedo ser inocente, como él me
llamó, pero sé lo que siento.
—Puedes marcharte —dice con un tono severo—. Te llamaré cuando te
quiera.
Como si fuera una especie de sirvienta. Como si fuera una criada que
llama a limpiar cada vez que hace un desastre. Como si fuera una criada
para su miembro, un cuerpo tibio con el que saciarse.
CAPÍTULO VEINTIUNO

E STÁ BIEN, ME digo a mí misma. Es mejor así.


Sin mis mentiras, ¿qué me queda? Gabriel me recordó qué soy para él.
Alguien para servirle, algo que compró. Puedo mantenerlo a distancia sin
importar lo que le haga a mi cuerpo, siempre y cuando no vuelva a
acunarme como si fuera algo valioso para él.
Debería centrarme en papá. Él es la razón por la que estoy haciendo
esto. Llamo al señor Stewart de la compañía de enfermeras a su teléfono
personal. Me asegura que mi padre goza de una excelente salud, lo que
puede no ser cierto hasta que se reúna con la enfermera de día.
—Hola, hija. —La voz de mi padre suena oxidada, cansada, pero
innegablemente lúcida.
—¿Papi? ¿Estás bien?
—Estoy trabajando en mejorar. —Se ríe con tono ronco—. Me han
conectado a buenas medicinas. Y ahora viene este demonio de
fisioterapeuta todos los días. Lo maldije con todas las letras del alfabeto,
pero ayer me las arreglé para sentarme solo.
Mi respiración se contiene.
—¿En serio?
—No te preocupes por mí. Tú enfócate en tus estudios.
Con el corazón hundido, me doy cuenta de que cree que estoy en la
escuela.
—Oh. Claro.
Cuando me pasa de nuevo con el señor Stewart, no puedo evitar la
extraña tristeza que se arrastra en mi voz.
—Se le oye muy bien.
—Es muy común —dice con voz comprensiva—. Lo vemos todo el
tiempo. La familia quiere cuidar de los suyos, pero es una carga enorme, un
estrés constante y todo sin el entrenamiento necesario. Nuestro asesor
nutricional ha trabajado con un chef privado para desarrollar las comidas
que sean más apropiadas para él. Y el fisioterapeuta es el mejor.
De alguna manera, eso me hace sentir peor, aunque sé que eso no tiene
sentido. Me estaba matando, asegurándome de que las medicinas de mi
padre estuvieran bien, que su vía endovenosa estuviera bien, que estuviera
cómodo y limpio. Y solo lo empeoraba todo, por no saber qué estaba
haciendo. Estas personas saben lo que están haciendo. Y la única forma en
que puedo pagarles es teniendo sexo con Gabriel Miller.
Solo después de colgar veo la cadena de textos cada vez más urgentes
de Harper.
«Soy yo. ¿¿Qué está pasando??»

«Justin acaba de llamarme. Estaba a punto de llorar. Está muy ebrio. LLÁMAME.»

«¿Estuviste en una subasta? Escribe OHDIOSMÍO para sí o n para no.»

«Palomas. Banderas. Mensajes en botellas. Todas son formas aceptadas de comunicación


en esta EMERGENCIA DE MIERDA.»

No puedo evitar reírme con el último texto, porque es tan Harper. Y es


para reír o para llorar, dado que Justin descubrió exactamente lo que hice.
Y aparentemente está compartiendo las noticias.
Estoy arruinada en Tanglewood. Por supuesto, lo supe desde el
momento en que acepté la propuesta de Damon Scott. Incluso si por alguna
razón la subasta solo sigue siendo un pequeño y sucio secreto, ya no podré
asomarme a la superficie de la rica sociedad nunca más.
Pero esperaba que se mantuviera en secreto. Como esas pequeñas
explosiones bajo un domo metálico que aparecían en las caricaturas. ¡Bum!
Y todo lo que queda son marcas negras en forma de círculo.
Pero si Justin lo sabe, si Harper lo sabe, entonces el círculo se está
extendiendo. No creo que Harper vaya a hablar de mí, pero una mierda
como esta es un verdadero incendio. Solo se necesita una chispa para
encender el siguiente árbol.
Ella responde a la primera vez.
—Cuéntame todo, comenzando por el mismísimo principio.
Deuda. Cuentas. Una subasta y un millón de dólares en depósito. Le
cuento todo, porque estoy desesperada por algún consejo.
—Así que esa es la historia de cómo me convertí en la primera
prostituta de Smith College.
Ella resopla.
—Pues, no eres la primera, pero esa es una historia para otro día. Ahora
necesitas contarme sobre este malnacido de Gabriel Miller. ¿Es viejo? ¿Es
cruel? ¿Tiene un diente de oro?
Sonrío.
—No exactamente. La verdad es que es…
No estoy segura de cómo describir sus ojos dorados, cómo pueden
atravesarme desde el otro lado de la habitación. ¿Cómo puedo explicar la
forma en que sus anchos hombros y sus manos grandes me hacen sentir
delicada?
—Se ve bien. Ese no es el problema.
—Uh, oh —dice ella—. ¿Esposa enojada?
—Dios, eres la peor. No, no está casado. —Al menos no creo que lo
esté—. Es el hombre que entregó a mi padre. Quien le dio todas las pruebas
al fiscal para que pudieran procesarlo.
—Oh, Dios mío. ¿Un benefactor?
—Fue por venganza. Mi padre lo engañó.
—Gracias a Dios —dice ella, aliviada.
—No, no estamos agradeciendo a Dios. Porque él me odia.
—Él odia a tu papá.
—Odia a mi familia. Y ya arruinó a mi papá. Dinero. Reputación.
Incluso físicamente. De todas las maneras posibles, mi padre lo ha perdido
todo.
—Excepto su hermosa hija.
Me estremezco.
—Algo así.
—Y crees que él te compró para vengarse de tu padre.
Mis dedos contornean las flores de lavanda talladas en el poste de la
cama.
—No sé en qué está pensando. ¿Comprarme es venganza suficiente o
tiene planeado algo peor?
—Peor, como… sexo. La subasta fue hace dos días, ¿verdad?
—Correcto, pero aún no lo ha hecho.
—¿No te ha tocado? —Ella suena incrédula.
—Me ha tocado. —Siento que me arden las mejillas con el recuerdo de
sus caricias, y de su lengua—. Pero no me ha quitado la virginidad. Y la
forma en que habla al respecto me da miedo. Como si estuviera planeando
hacerlo de manera horrible. ¿Es una locura?
Quiero que me diga que es una locura, que un hombre como Gabriel
Miller no recurriría a eso. Que sería demasiado cruel, demasiado perverso,
demasiado cualquier cosa para ser real.
—Tiene sentido —dice, reflexionando—. ¿Cuánto le robó tu padre?
—No lo sé. —Mucho. Más de lo que puedo pagar, incluso con el dinero
de la subasta, que vino de él, de todos modos—. Y es algo así como su
principio. Tiene algo con las personas que mienten.
—¿De verdad? Bueno, ¿crees que puedes hacerlo hablar? Si tiene algo
contra la mentira, debería ser honesto contigo.
No estoy segura de si sería mejor o peor saber si tiene algo horrible
planeado para mí.
—Puedo intentarlo. Pero mira, necesito que seas honesta conmigo. La
gente dice que duele, la primera vez. ¿Duele?
—Creo que probablemente todos seamos diferentes —dice ella, pero
está evadiéndose.
—Harper.
—Mi primera vez fue con el jardinero. Yo tenía catorce años, él
diecinueve.
Me estremezco, porque no lo sabía. Es una diferencia de edad bastante
grande.
—Guau.
—Sangraba tanto, que mi mamá, completamente drogada, me dio una
incómoda charla sobre qué son los períodos. No tuve el valor de decirle que
había tenido mi período hacía un año.
Se me aprieta el corazón.
—Ay, amiga.
—Esto es lo que creo que deberías hacer. Cuando creas que lo hará,
toma una pastilla. O una copa. Algo para aliviarte, ¿sabes?
A pesar de mi creciente miedo a la penetración, esbozo una sonrisa.
—Ya lo intenté. La primera noche. Terminó arropándome en la cama.
—Muy dulce para un miserable.
—Sí. —Mi sonrisa se desvanece—. Puede ser dulce por un minuto.
Luego, al siguiente, me despide de la habitación y me dice que me llamará
cuando quiera usarme. Sus palabras, literalmente, usarme.
Resopla, indignada.
—¿Quién se cree que es?
—Mi dueño.
Al menos durante los próximos veintiocho días.
CAPÍTULO VEINTIDÓS

N O TENGO QUE esperar mucho para saber cuándo planea usarme.


Después de mi llamada telefónica a Harper, salgo de mi habitación y
deambulo por los amplios pasillos, mirando las salas vacías, como si alguna
de ellas contuviera la llave para revelar a Gabriel Miller. Como si él
almacenara todos sus secretos en algún tipo de sala de trofeos, con flechas
de neón y una señal de que voy en la dirección correcta.
Todo lo que encuentro son interminables pasillos y habitaciones
cómodas y costosas: salas de estar, dormitorios. ¿A cuántas personas puede
albergar este lugar? También hay una sala de cine con tres hileras de
butacas de cuero y una pantalla que ocupa una pared entera. Un gran
gimnasio con sauna. Incluso hay una pequeña galería de arte en el piso
superior, con algunas piezas clásicas, algunos artistas locales y una pintura
de Sargent particularmente hermosa de una mujer junto al piano.
Me las arreglo para evitar su oficina, la puerta abierta permite que su
voz se escuche mientras habla por teléfono.
Solo una habitación es un misterio. Cerrada con llave.
Su brillante perilla no gira. Las habitaciones están llenas de muebles
antiguos y esculturas. Incluso la galería de arte, con todas sus invaluables
pinturas, tiene su puerta abierta.
Al final de mi exploración, no sé mucho más sobre Gabriel que cuando
comencé. Y me duelen los pies. Me lleva otros quince minutos encontrar mi
habitación.
Cuando llego allí, veo una bandeja con el almuerzo y otra nota
garabateada con su letra cuadrada y descuidada.
«Saldremos a las siete. Tu ropa está en el armario.»
Me siento en una búsqueda del tesoro al asomarme al armario.
Colgando delante de mi ropa hay una bolsa de vinilo negra, larga hasta el
suelo. La abro y suspiro. Un impresionante vestido de Oscar de la Renta
confeccionado con algún tipo de tela blanca transparente en capas, con una
falda ancha que termina en la pantorrilla. Manchas doradas rodean la
cintura, haciendo que el conjunto luzca escultural. Y así se ve plegado en la
bolsa. Solo puedo imaginar cómo lucirá cuando se despliegue.
En una de las estanterías del armario, hay una caja negra que contiene
unos zapatos Jimmy Choo color champán y oro. Una pequeña caja de
terciopelo guarda un delicado brazalete de oro con incrustaciones de perlas.
Piedad.
Papá siempre fue generoso con el dinero. Y me di cuenta de muy joven
que mi apariencia hablaba de él. Si en un evento de la sociedad yo me
presentaba con un vestido de liquidación, todos susurrarían que
seguramente él estaría teniendo problemas. Hasta seis meses atrás, yo podía
entrar a cualquier tienda y utilizar mi American Express.
Este vestido, sin embargo. No es el tipo de vestido que puedes hallar en
un escaparate. Este es un vestido para el que necesitas un contacto. Un
contacto y grandes sumas de dinero.
Este es un vestido de alfombra roja.
«¿A dónde me llevará?»
A las siete en punto, él toca la puerta de mi habitación. He pasado la
última hora poniéndome y quitándome maquillaje, vacilando entre que era
poco o demasiado. Hubiese necesitado que Candy me preparara para esto,
pero ella solo era mi hada madrina para el baile. Debo resolverlo por mí
misma.
Me decidí por rizos gruesos y sueltos para mi cabello, y un clásico lápiz
labial rojo.
Cuando abro la puerta, él menea la cabeza como si no pudiera creer lo
que está viendo. Es el vestido, por supuesto: sutil pero impresionante,
intrincado pero simple. Incluso sabiendo eso, no puedo evitar sonrojarme.
Hace una pausa, mirándome de pies a cabeza.
—El vestido te queda bien.
—Gracias. —Por supuesto, él se ve ridículamente guapo con ese
esmoquin que sin duda fue diseñado a su medida, pero no voy a admitirlo
—. Te ves bien.
Me dedica una minúscula sonrisa.
—Es mi intención.
—¿A dónde vamos?
Está muy mal estar emocionada por esto. «¡No es una cita!» Tengo que
seguir recordándomelo, porque parece una. Especialmente cuando dice:
—Podríamos bajar y jugar una partida.
Ajedrez. Ventaja. Hay un extraño anhelo de jugar con él, usar el vestido
más bonito que he usado mientras juego mi juego favorito en una hermosa
biblioteca. Esa sería la cita perfecta. Con el hombre equivocado.
Daría cualquier cosa por jugar otra partida con papá.
Gabriel se aseguró de que eso nunca volviera a suceder. No, no está
apropiándose de mi mente. Pagó por mi cuerpo. Sacudo mi cabeza.
—Ah —dice como si fuera lo que esperaba—. En ese caso, iremos al
teatro.
Oh, amo el teatro. Me contengo para no brincar de alegría.
—¿Qué iremos a ver?
—Mi bella dama.
La historia se basa en el mito de Pigmalión, en el que un escultor se
enamora de su obra de arte. Los dioses le conceden su deseo, convirtiendo
el mármol en carne.
—No sabía que la obra estaba de gira.
Su expresión parece melancólica. ¿Ve una analogía en nosotros? Un
hombre con todo el poder. ¿Una mujer convertida en realidad gracias al
amor de él por ella? Por supuesto que él no me ama. Y lo más importante,
no está cambiándome de ninguna manera. «Excepto sexualmente.»
—Noche de estreno —dice.
Se me hace un nudo en el estómago. Noche de estreno. En una noche de
teatro normal, sería fácil perderse entre la multitud. Buscaríamos nuestros
asientos, las luces bajarían. Veríamos el espectáculo uno al lado del otro en
la oscuridad. Pero la noche de estreno es absolutamente otra cosa. Por lo
general, los dueños de los pases anuales reclaman sus asientos, si es que
queda alguno después de que los más encumbrados benefactores hayan
reclamado los suyos. O los ponen a disposición por un precio más alto, solo
por invitación, y las ganancias van a la caridad. Sin embargo, algo es cierto:
solo asistirán las personas más ricas y poderosas. Y aún más: habrá bebidas
y camaradería antes de que comience el espectáculo.
No me lleva al teatro para divertirnos. Esta no es una cita simulada
donde ambos actuamos como si él no estuviera pagando por el placer de mi
compañía. Este es un espectáculo, un ejemplo, como la caída de mi padre.
Voy a ser exhibida, un pájaro en una jaula dorada.
—Ya veo —digo, mi voz desinflada.
Se ve casi arrepentido.
—Lo harás bien.
Su compasión arde como el ácido. Si debo estar atrapada en esta jaula,
si estoy obligada a cantar, lo haré hermosamente. De alguna manera logro
sonreír.
—Por supuesto.
Le sostengo el brazo mientras me acompaña abajo, como si no estuviera
siendo conducida a la guillotina. Logro mantener una expresión sosegada
durante el viaje en limusina al teatro, como si mi corazón no latiera un
millón de veces por minuto. Habrá mucha gente allí. Los hombres de
quienes papá era amigo. Todos saben lo que Gabriel Miller le hizo a mi
padre. ¿Qué pensarán al verme con él?
Algunos de ellos sabrán acerca de la subasta.
Un pensamiento aun peor me golpea. Algunos de ellos podrían haber
asistido a la subasta.
CAPÍTULO VEINTITRÉS

L OS SUSURROS COMIENZAN tan pronto como entramos en la sala.


Nos siguen al detenemos para las fotografías en los escalones y se
repiten al final de la alfombra, que no es roja sino púrpura. Nos siguen por
la gran escalera. Nos siguen al bar donde Gabriel pide una copa de champán
para mí y un whisky puro para él.
—Podría haber querido un whisky —murmuro, más porque necesito
confrontar. Y no puedo gritarles a las mujeres que dejen de señalarme, ni a
los hombres que dejen de mirarme el trasero.
—Te he visto ebria —dice Gabriel con suavidad—. Nada de whisky.
Sí, y no debería repetirlo en público. Sin embargo, no puedo negar que
me encantaría poder olvidar este momento, porque veo que se acercan
varios de los amigos de mi padre. Uno posee una empresa para el desarrollo
de viviendas, otro una fábrica de tampones y de toda clase de cosas. Solo
los he visto juntos. Papá jugaba póker con ellos todo el tiempo.
Sonríen cordialmente mientras el cantinero prepara nuestras bebidas.
—¡Miller! Qué bueno verte aquí.
Gabriel me ofrece una copa de flauta y yo me propino un sorbo
fortificante, luego arrugo la nariz al sentir las burbujas cosquilleándome
desde adentro. Oigo diversión en la voz de Gabriel cuando dice:
—Lo mismo digo, Bernard. ¿Cómo te ha tratado el trabajo?
—Muy exigente —dice con solemnidad—. Pero tenemos planes de
expandirnos.
«No te rías, Avery.» Me las arreglo para mantener mi cara seria cuando
él se vuelve hacia mí.
—¿Y a ti cómo te ha tratado la universidad? ¿Todavía estás de permiso
para ayudar a tu padre?
Técnicamente, mi ausencia está siendo registrada por la universidad
como una licencia, pero todos saben que no tengo medios para volver. Y
aquí estoy, junto a Gabriel Miller, lo que muestra exactamente cuán
académica se ha vuelto mi vida. Ni siquiera la subasta será suficiente para
enviarme de regreso a Smith College, una vez que la casa y los cuidadores
de mi padre estén cubiertos.
—Sí —digo, manteniendo mi voz cortés y distante—. Se está
recuperando.
—Bien, bien —dice el otro hombre—. Espero que podamos retomar
nuestros juegos de póker pronto.
Quiero golpearlo en la cara, porque es claramente una mentira. Fue uno
de los primeros hombres en dejar de contestar las llamadas telefónicas de
papá cuando estalló el escándalo. Incluso si papá pudiera sentarse derecho
en una mesa de póker, no tendría nada para apostar. Esta es la clase de
mierda que siempre odié, pero me golpea con más fuerza cuando se dirige a
mi familia.
—Por supuesto —le digo, con los dientes apretados. Aparentemente, se
ha convertido en mi respuesta cuando lo que realmente quiero decir es
muérete, imbécil.
Gabriel sonríe como si supiera exactamente lo que estoy pensando.
—Si nos disculpan, caballeros. Hay algo que quiero mostrarle a la
señorita James.
Una mano firme en la parte baja de mi espalda me guía hacia más
adentro del atrio. Ni siquiera estamos a medio metro de distancia cuando
escucho a esos miserables riéndose de las cosas que Gabriel Miller va a
mostrarme.
—Los odio —susurro, con lágrimas que se me asoman en los ojos.
Gabriel me arrastra, con su voz casi ronca agrega:
—Malditos lambiscones.
Lo miro, sorprendida.
—Pensé que eran tus amigos.
—No son amigos de nadie. Si tu padre pensaba lo contrario, ese fue su
error.
Mi mandíbula se aprieta con fuerza porque tiene razón. Odio que tenga
razón.
Damon Scott se separa de un grupo de hombres y corre hacia nosotros,
con toda confianza. Viste otro traje de tres piezas, ahora uno con diminutas
flores de lis doradas cosidas en la tela azul.
—Buenas noches. Y yo que pensaba preocuparme por ti, señorita
James. Pero te ves radiante.
¿Radiante? Hago una delgada sonrisa.
—Gracias.
Damon se acerca.
—¿Cómo te está tratando Gabriel? Dime honestamente.
El brillo en sus ojos me dice que se trata de una curiosidad perversa más
que una preocupación por mí. Gabriel emite un gruñido bajo que hace reír
entre dientes a Damon. Son tiburones, me doy cuenta. Dientes afilados.
Gusto por la sangre. Y yo estoy herida.
—¿Candy está aquí? —pregunto, esperando que a Iván Tabakov le
guste el teatro. Podría requerir más de sus consejos. Estos hombres pueden
ser tiburones, pero ella ha aprendido a domesticarlos.
—No —dice Damon con una sonrisa afectada—. Creo que ya estamos
en su hora de ir a la cama.
Una mujer que no reconozco saluda a Gabriel, una rubia alta y de
piernas largas. Me hubiese encantado pensar que su maquillaje era de mala
calidad o que su vestido era demasiado revelador, pero francamente se ve
perfecta. Odié el momento en que Gabriel dijo:
—Discúlpenme un momento —dice antes de dirigirse hacia ella.
Intenté no arrojar dagas con mis ojos. No tengo derecho a estar celosa.
No tengo deseos de estar celosa. Este es un acuerdo comercial, por más frío
que se oiga.
—Entonces, ¿cómo te está tratando, realmente? —pregunta Damon con
voz suave.
—Bien —le digo con fuerza, simulando no notar la forma en que la
mujer toca el brazo de Gabriel. Levanto la vista hacia el balcón y veo a
algunas personas mirándome.
—No me digas que necesitas que vaya a tu rescate. Odiaría tener que
devolver mi porcentaje del dinero. Y mi armadura está oxidada.
Mi risa suena cruda, mis ojos extrañamente punzantes.
—No, estoy bien. Supongo que debería agradecerte. Si no hubieras
hecho todo eso, habría perdido mi casa.
Agacha la cabeza, casi como un niño.
—Te diría que me llames cuando me necesites, pero supongo que ya
hicimos volar el corcho de esa botella de champán.
Una risa sobresaltada estalla en mí. Que comparación. Si tuviera que ser
champán, al menos sería una botella de Moët & Chandon, como la que papá
consiguió para mi fiesta de graduación.
Por supuesto, técnicamente el corcho aún no ha volado.
Mis mejillas se calientan al pensar en ello.
—Correcto.
—Debo admitir que estaba un poco nervioso cuando Gabriel sugirió la
subasta. Y aún más cuando ofertó por ti. Pero parece que está funcionando.
¿Por qué estaba nervioso por mí con Gabriel? Otra cabeza se gira hacia
donde estoy, solo para mirar rápidamente hacia otro lado cuando hacemos
contacto visual.
—Todo el mundo me está mirando.
Escanea la sala.
—Para ser justos, harían eso con cualquiera que viniera con Gabriel.
—Pero ellos lo saben. Al menos algunos de ellos tienen que saber sobre
la subasta. Había mucha gente allí. Y eso sin contar las fotos.
Arquea una ceja.
—¿Fotos?
—Sí, las fotos que tomaste para generar interés en la subasta. El
fotógrafo del Retiro.
Se produce una larga pausa durante la cual él parece burlón. Habla
despacio, pensativo.
—No hubo fotos, señorita James. Gabriel dijo que lo abandonaste, que
no pudiste continuar con la sesión. ¿Es eso cierto?
El corazón me empieza a latir con fuerza. ¿Por qué mintió? Nadie vio
esas fotos. Trato de mantener la expresión de alivio en mi cara. Nadie
excepto Gabriel Miller.
—Sí.
La comisura de su boca aparece.
—No, supongo que no debo preocuparme por ti.
Justo en ese momento, Gabriel vuelve a nosotros, su boca en un rictus
adusto.
Damon aprovecha la oportunidad para escapar, dedicándonos un saludo
jovial.
—Ahora tengo más personas con quienes hablar, más hombres
desesperados por despedirse de su dinero.
Se aleja, saludando a otro grupo de personas. Claramente, está usando
esta noche para los negocios. ¿Es eso lo que está haciendo Gabriel? Aunque
no parece interesado en hablar con nadie más que conmigo. «Y mintió sobre
las fotos.»
—Si quieres mezclarte, no tienes que llevarme contigo —le digo.
Arruga la frente.
—¿Por qué querría mezclarme?
—No lo sé. Negocios. —Se encoge de hombros—. Por la misma razón
que Damon está aquí.
—Él está aquí porque está detrás de una de las bailarinas del
espectáculo. Y yo no hago negocios en el teatro.
—¿Dónde haces negocios, entonces? ¿En un callejón?
Tan pronto como las palabras salen de mis labios, desearía poder
devorármelas. No era una flecha que quería lanzar. Y nadie se escapa luego
de insultar a Gabriel Miller de esa manera.
Se ríe suavemente.
—¿Qué te hace pensar que soy un criminal?
Pero este es Gabriel Miller, quien valora la honestidad por encima de
todo. Y recuerdo lo que Harper me dijo, que él también podría ser honesto
conmigo. Podría evadir la pregunta, podría negarse a responder, pero lo que
sea que dijera sería la verdad.
—Eres amigo de Damon Scott.
—Ah, eso.
—Y eres miembro del Retiro.
—Miembro fundador, en realidad —dice—. Pero tu padre hizo negocios
conmigo. ¿Qué tan malo puedo ser?
Su tono es jocoso porque ambos sabemos que mi padre estuvo
involucrado en muchos negocios clandestinos. Nunca lo habría adivinado,
pero todo salió a la luz en la corte. Los sobornos, las corporaciones ficticias.
Dios. Por supuesto, Gabriel Miller logró mantener su nombre
completamente fuera de los documentos de la corte con solo proporcionar la
evidencia que el fiscal necesitaba para comenzar su investigación.
Doy un paso adelante, alejándome del alcance de su mano. Luego me
dirijo a la ventana y contemplo la ciudad. Una tormenta ha trepado los
rascacielos, cubriendo las agujas y las escaleras con su red gris. Estará
lloviendo cuando nos vayamos.
—Compro y vendo cosas —dice finalmente—. De eso se tratan la
mayoría de los negocios.
—¿Qué tipo de cosas?
—Otros negocios, en su mayoría.
Pero no en su totalidad. —¿Drogas, armas?
—Si el dinero es suficiente, todo está a la venta.
—¿Personas?
—Te compré a ti, ¿no?
Su presencia es cálida y sólida detrás de mí, asegurándose de que no
pueda escapar. ¿O es para mantener a todos los demás alejados de mí? No
estoy segura, pero sé que él no está aquí para hacerme la vida más fácil. Él
está aquí para usarme, exactamente como dijo que lo haría. Para mostrarles
a todos qué tan bajo ha caído mi padre, que hasta su hija está arruinada.
—¿Qué fue lo que te compró mi padre? —comento con amargura.
—Yo compré algo suyo, en realidad.
Me giro, sorprendida, olvidando ocultar mi rostro.
—¿Tú compraste?
Nunca conocí los detalles de la transacción que arruinó todo. No era
parte del caso judicial. Pero era de conocimiento público en la ciudad.
Gabriel se aseguró de que así fuera.
—Su compañía naviera. No funcionaba bien y él estaba buscando un
comprador. Me reuní con él algunas veces. Mis abogados se reunieron con
los suyos. Hicimos una oferta. Él aceptó.
Abro los ojos de par en par.
—No.
Papá era dueño de varias empresas, pero su compañía naviera
internacional era la más grande. Su piedra angular. La mayor fuente de su
riqueza. ¿Había tenido problemas, incluso antes del desastre con Gabriel
Miller? No quiero creer eso, porque debería habérmelo dicho. Yo debería
haberlo sabido.
Gabriel observa las nubes, sus ojos dorados reflejan la ondulante
oscuridad.
—Solo después de firmar los documentos descubrí que había vendido
en secreto los activos más valiosos de la compañía a otras sociedades,
convirtiendo mi compra en algo sin valor.
Me quedo boquiabierta. Nada de lo que hizo papá debería volver a
sorprenderme, pero por alguna razón todavía lo sigue haciendo. Después de
todos los discursos que me dio sobre integridad y orgullo familiar. Después
del jugo de ají en mis dedos. Había llegado a verlo como si tuviese tres
metros de altura, una especie de modelo de moralidad.
—¿Cómo? —me las arreglo para preguntar.
Se encoge de hombros.
—Una venta en dólares por aquí… veinticinco centavos por una
propiedad que vale un millón de dólares por allá… No es el primer hombre
que intenta engañarme. No será el último, aunque lo intentarán menos ahora
que han visto lo que sucede.
Trago saliva porque no quiero pensar en cuántas vidas se arruinaron.
—¿No había nada que pudieras hacer?
Su sonrisa luce salvaje, como un gruñido.
—Oh, había muchas opciones. Podría haber impugnado el trato en la
corte y haber ganado.
—¿Por qué no lo hiciste?
—No hubiera sido suficiente. Podría haberlo matado por lo que hizo.
Mi estómago se tensa. Alguien casi lo mata una noche, pero lo dejaron
con vida.
Él continúa:
—Pero la muerte lo hubiera convertido en mártir. Lo quería vivo. Vivo
y sufriendo, para que todos en la ciudad vieran lo que le sucede a quien se
mete con Gabriel Miller.
—¿Por eso que me trajiste aquí?
Ambos sabemos que la respuesta es sí.
Sonríe casi sin ganas. Veo el reflejo en la ventana, superpuesto contra
las nubes tormentosas.
—Tú juegas ajedrez. Seguramente conoces los múltiples usos de un
peón.
Me estremezco, pues sé exactamente lo que soy para él. Es mi papel en
este juego: caer cuando llegue el momento, proteger al rey hasta que se me
acabe el tiempo.
Sacrificarme en el turno preciso.
—La ciudad se ve hermosa así, sometida por el cielo —murmura.
Pero cuando miro su reflejo, no es la ciudad lo que está mirando; es a
mí.
CAPÍTULO VEINTICUATRO

C UALQUIER ESPERANZA DE escapar del centro de la escena se desvanece


cuando me lleva escaleras arriba, lejos de los asientos del entrepiso y hacia
los palcos. Nuestras ubicaciones nos dan una vista perfectamente clara del
escenario, el sueño de una amante del drama. Desafortunadamente, también
les da a todos en el teatro una vista perfecta de nosotros. Finjo no ver a la
gente estirar el cuello para mirarnos.
Gabriel es un caballero en todo momento, y espera a que me siente en la
lujosa silla de terciopelo antes de tomar ubicación a mi lado. Las luces se
atenúan, pero eso no significa que se detenga el susurro. Puedo sentir sus
miradas arrastrándose sobre mi piel.
Ese es un poco el asunto.
Bien podría tener en mis muñecas unas cadenas de acero en lugar de un
brazalete dorado. Bien podría él agarrarme el pelo y arrastrarme en lugar de
guiarme suavemente con una mano en la parte baja de mi espalda. Así de
claro me está subyugando delante de todos. Así de fuerte es el mensaje. Él
es mi dueño.
Dejó en claro que es mi enemigo, por si todavía me quedaba alguna
duda. Soy el peón, y él es mi triunfante captor. Y, sin embargo, están esos
momentos de ternura que no puedo evitar. Gotas de agua para las que tengo
suficiente sed.
Como las fotos que no le dio a Damon Scott.
La obra capta mi atención desde la primera canción, y pronto me pierdo
en la dolorosa distancia entre Eliza y Henry. Ella es temeraria y hermosa, su
acento es tanto extraño como entrañable. Por supuesto, él la despoja para
convertirla en una mujer más deseable. Y así llega a desearla. Pero ¿qué
queda de la mujer que fue? Si tienes que cambiar para ser amada, ¿cuánto
vale ese amor?
No sé quién sería mi profesor Higgins: ¿Justin, que me quería como la
esposa perfecta? ¿O Gabriel Miller, quien quiere una esclava sexual?
Al final, ninguno de ellos cumple con los requisitos, porque ninguno de
los dos me quiere. Pueden desearme, pueden poseerme. Pero no me aman.
El telón cae para dar lugar al entreacto.
Gabriel se levanta y extiende su mano.
—Ven. Tenía algo que mostrarte antes.
Contengo a regañadientes cien comentarios sarcásticos. Que preferiría
no ser exhibida como un trofeo, que no tengo interés en lo que sea que esté
tramando. En lugar de eso le tomo la mano.
Esta vez, mientras me conduce al atrio, ignora las manos que se elevan
de gente que intenta hablar con él. Esta vez no me deja mirar hacia la
ventana.
Suspiro cuando lo veo, apenas la esquina superior derecha de un óleo
sobre lienzo.
A medida que nos acercamos, leo el cartel junto a la cuerda de
terciopelo. Se trata de una pintura de Pigmalión y Galatea, de Jean-Léon
Gérôme, prestada por el Met solo para la noche de estreno. Olvido por un
momento que desprecio a Gabriel Miller, así como ser su propiedad pública.
—¿Podemos entrar?
El gozo baila en sus ojos.
—Pensé que podrías querer negarte a venir conmigo en el entreacto.
Porque pensaría que él querría hacer algo sucio. Pero no esto.
—Por favor.
Le hace un gesto al asistente, que desengancha la cuerda de terciopelo.
Cuando entramos, la multitud desaparece casi de inmediato. No estoy
segura de por qué se nos permite mirar la pintura con exclusividad, pero no
voy a cuestionarlo.
Hay un agente de seguridad a cada lado de la pintura, sin duda
requeridos por el museo. Pero están parados a cierta distancia, fuera de las
cuerdas. Justo al lado de la pintura, hay una mujer con pantalones chinos y
una camisa blanca con botones. Es un vestido un tanto informal para una
noche de estreno, pero está claro por su postura y sus manos en los
bolsillos, que no es una invitada. Está aquí para hablar sobre la pintura, pero
no es una docente.
—Hola —dice amablemente—. Por favor, hágame saber si tiene alguna
consulta.
Quiero que ella me lo cuente todo.
—¿Puede contarme sobre su origen?
Los ojos se le iluminan al describir la creación de la pintura de Gérôme.
En realidad, se trata de una serie de pinturas, cada una viendo a Pigmalión y
su estatua abrazándose desde diferentes ángulos. Fue comprada al artista en
1892 por un distribuidor que luego la vendió a una entidad privada en los
Estados Unidos, donde permaneció hasta 1905.
—¿Por qué hizo tantas pinturas?
Yo no sabía nada acerca de las pinturas, en realidad. Solo sabía de sus
esculturas.
—Él creía que el de Pigmalión y Galatea era un tema manido. Quería
revivirlos, encontrar algo nuevo sobre ellos. Todas las pinturas se centran en
el momento en que ella cobra vida.
—¿Entonces lo que él estaba haciendo era pintar su escultura?
Ella sonríe.
—¿Sabía usted que él también la esculpió?
Me sonrojo, porque hace un año habría mencionado estar
especializándome en mitología antigua. Ahora solo soy alguien que solía
leer muchos libros.
—La mitología es de mi interés.
Del bolsillo de su pantalón extrae una tarjeta profesional.
—Mío también. Si desea conversar al respecto, siempre puede enviarme
un correo electrónico.
Mis ojos se abren cuando leo la tarjeta. Profesora de Arte Clásico en la
universidad estatal.
Oh.
Su encogimiento de hombros no es en absoluto modesto, lo cual es
entrañable.
—Me enfoco en la historia antigua representada en la pintura, más que
en el arte europeo del siglo XIX.
Me siento insoportablemente hambrienta por cualquier conocimiento
que pueda proporcionarme. Pasé de un torrente de estimulación intelectual
en la universidad, a un verdadero desierto en una enorme casa vacía.
—¿En qué trabaja ahora?
—Acabo de regresar de Chipre. Estudié el musgo en Nicosia en
búsqueda de pistas sobre la dieta y las enfermedades en la antigüedad.
Todavía estamos evaluando las muestras en el laboratorio.
—Es usted mi nueva persona favorita —le digo, agarrando la tarjeta
como si fuera un salvavidas—. Le escribiré. Y la seguiré, y leeré todos los
artículos que haya escrito.
Ella ríe.
—Tengo algunas montañas de revistas en mi oficina que podría darle si
está interesada.
—Vendería mi alma por ellas —digo, bastante en serio. Intento no
pensar en el hecho de que ya he vendido mi alma, o al menos mi cuerpo,
por un millón de dólares. O en el hecho de que el comprador está parado
medio metro detrás de mí, observando todo el intercambio.
¿Se está riendo de mí silenciosamente, como los hombres de la subasta?
¿Como si toda mi curiosidad y mis logros fueran una gran broma para los
hombres que me rodean?
Y ni siquiera puedo ponerlo en discusión, dado que soy yo quien está
parada en la plataforma. Soy yo quien está a la venta.
La profesora empieza a contarme una historia sobre el desafortunado
encuentro de su compañero de trabajo con una cabra salvaje durante su
último viaje, y me distraigo de mi propia desgracia.
CAPÍTULO VEINTICINCO

M IENTRAS SUBIMOS LAS escaleras, me doy cuenta de que está tomando un


camino diferente hacia el palco. Pero resulta que ya no nos dirigimos hacia
el palco.
—¿Gabriel?
Empuja la puerta de una habitación oscura y se da la vuelta para
mirarme.
—¿Después de ti?
Mis ojos se agrandan para ver las extrañas formas de las sombras en el
interior. Utilería. Es una especie de depósito para equipos de teatro. Se
supone que no debemos estar aquí. Y solo hay una razón por la que Gabriel
Miller querría llevarme a un lugar privado.
Hay un estremecimiento reservado solo para él, solo para el sexo. Sé
que está a punto de suceder entre nosotros. Mil posiciones diferentes, un
millón de formas diferentes. Y todo eso incluso antes de que él tome mi
virginidad, estrictamente hablando. Saber que es inevitable no quita el
miedo. ¿Cuánto dolerá? ¿Cuánto hará que duela, a propósito, para
humillarme?
—Adentro, virgencita.
Tiene paciencia infinita a pesar de que el entreacto solo dura quince
minutos. ¿Cuántos gastamos en la pintura? ¿Cinco minutos? ¿Diez? Sin
embargo, no parece apresurado. Parece alguien seguro de su poder, un rey
parado detrás del tablero mientras sus súbditos luchan en la guerra.
Entro, respirando el aroma a cedro y lino. Y a algo más, algo metálico.
Quizás óxido. Hay una colección de cosas extrañas en esta sala. Puedo
distinguir la forma de un roble en la esquina, con sus extremidades
extendiéndose anchamente. Hacia el otro lado, hay una hilera de gradas
como las que habría en un estadio de fútbol de la escuela secundaria. Una
tienda tipi de nativos americanos y un puesto de limonada.
Gabriel cierra la puerta, censurando incluso aquella leve luz.
Se para detrás de mí, una presencia maciza. Inflexible.
—No hay escaleras esta vez —susurro.
Me mueve como si pudiera ver en la oscuridad. Estoy ciega,
parpadeando en la oscuridad, el polvo me provoca picor en los ojos. Dios,
¿y si nos tropezamos con algo? ¿Qué pasa si trastabillamos y caemos? Pero
sus manos que guían mis brazos son firmes y seguras, sus movimientos se
centran en un solo objetivo.
Cuando finalmente siento que algo suave e inmóvil golpea la parte
delantera de mis muslos, se detiene. Una mano enorme cubre mi espalda.
Luego me empuja hacia adelante. Estoy inclinada sobre algo redondeado.
Mis manos sienten algo de cuero liso y unos botones con mechones. Un
sofá. Del tipo inclinado, de los que usaría un psiquiatra.
Mi trasero está en el aire, completamente vulnerable a él, algo
dolorosamente claro cuando levanta mi vestido. Manos colosales acarician
mi ropa interior antes de tirar de ellas.
Esto está sucediendo muy rápido, demasiado rápido. Mi respiración se
acelera cada vez más. El polvo llena mis pulmones. Voy a sofocarme. Dios.
—Respira —dice, sus manos acarician mis costados.
Soy un caballo y este es mi flanco. Es vergonzoso lo bien que funciona,
lo fácil que me calmo bajo su toque. He oído que algunas personas
producen ese efecto. Algún instinto que nos dice que podemos confiar en
ellas. Mi propio encantador de vírgenes.
Pero el instinto es una mentira. Este hombre me compró en una subasta
con un solo propósito: quebrarme.
Mi respiración se calma y recuesto mi mejilla contra el frío cuero.
—Así es —murmura—. No dolerá. Temes tanto al dolor, ¿no? ¿Por qué
siempre esperas lo peor, virgencita?
«¡Porque eres un monstruo!»
¿Lo es, realmente? La vez en la escalera de caracol no dolió. Quizás
todas las veces sean así: íntimas e inmundas. Y placenteras, sí. Me hizo
llegar al clímax con tanta fuerza que lo sentí durante horas. Toda la noche.
Sin embargo, está guardando mi virginidad para el final. Y como él dijo,
yo juego al ajedrez. Sé cómo mover las piezas por el tablero, tramando y
planificando el golpe final. Cómo sosegar al oponente hacia una falsa
sensación de seguridad. O, como él lo expresó con tanta elocuencia: cómo
usar un peón. Dolerá al final. Esa es la única forma en que él gana. Y un
hombre como Gabriel Miller nunca pierde.
Me pasa la mano por el trasero desnudo con suavidad y seguridad.
—El jugo de chile. Eso realmente te marcó, asociando el sexo con el
dolor. —Ríe en tono áspero—. Y pensé que yo era perverso.
Me estremezco en la oscuridad, porque lo que papá hizo no fue
perverso. No pudo haber sido perverso, porque involucraba a su hija. Me lo
hizo a mí.
—Estaba tratando de protegerme.
Dos dedos se deslizan entre mis piernas, buscando la humedad entre mis
pliegues.
—¿Y cómo resultó?
Horrible, ya que ahora está pellizcando mi clítoris. Aprieto los labios,
luchando contra un gemido. Pero sus dedos son implacables y hábiles,
jugando conmigo hasta hacerme jadear, gemir.
—¡Dios mío!
—Así es —susurra—. No tiene que doler. Todo lo que tienes que hacer
es rendirte.
No puedo rendirme. Rendirse significa vivir en el laberinto, perder,
morir aquí. Significa soltar la cuerda, mi única salida. Tal vez el jugo de ají
me convirtió en un desastre. La masturbación. Esperar hasta el matrimonio.
Pero desde la subasta, Gabriel Miller ha estado jugando con mi mente,
haciéndome querer cosas que no debería.
—Por favor.
—Debería azotarte por esto, por pelear conmigo.
—No estoy peleando —digo, con la mandíbula apretada. Por supuesto
que tiene razón. Estoy luchando contra él, pero no con golpes o patadas.
Estoy luchando para mantener mi cordura.
—Te gustaría, ¿no? ¿Un azote? Podría dejarte lastimada por días.
Entonces podrías pintarme como el lobo feroz. —Escucho una cremallera
desde atrás, pero su mano en mi clítoris no se detiene—. Tendré que hacerte
llegar al orgasmo en su lugar.
Suena un timbre desde muy lejos, lo que indica que el intervalo casi ha
terminado.
—Tenemos que irnos —jadeo, empujando para levantarme.
Ni siquiera tiene que detenerme. Son solo sus dedos en mi clítoris los
que me mantienen clavada a ese sofá. Es despiadada la forma en que hace
círculos con ellos. Ni muy duro, ni doloroso. Él sabe bien que eso no
funcionaría. En cambio, es paciente, infinitamente paciente, mientras mi
cuerpo se encorva más y más. Todos mis músculos se tensan, apoyándose
en el brazo del sofá, acunándose contra su mano. Quiero esto a pesar de mí
misma, y su risa baja de barítono me dice que de eso se trata.
Siento algo más, un movimiento de balanceo al ritmo del mío. Su mano,
me doy cuenta. Se está masturbando. Al mismo tiempo que rodea mi
clítoris, el mismo ritmo. «Será así cuando esté dentro de mí.»
Incluso entonces no llego al clímax, mi cuerpo se desgarra. Me duele
así, y prefiero llegar al orgasmo solo para terminar. Mis músculos tienen
espasmos, mi boca abierta en un grito indefenso y silencioso.
—Vamos, virgencita —dice con la voz ahogada.
Algo caliente salpica la parte posterior de mis muslos. Su semen.
El orgasmo me sorprende como un maremoto, volviéndome boca abajo,
llenando mi nariz con agua salada, tornando todo de azul oscuro y borroso.
Caigo sin saber dónde está la superficie, mis pulmones arden con la
necesidad de respirar.
Cuando me estrello contra la superficie, Gabriel se derrumba encima de
mí. Jadea sobre mi cabello, murmurando:
—Dios. Dios.
Mis manos son puños contra el cuero, resbaladizo por nuestro sudor. El
olor a sexo cubre el aire, como agua de mar y especias intensas. Seguimos
juntos, moldeados como arcilla, respirando juntos, volviendo a la vida
juntos.
Se yergue y usa algo —¿un pañuelo? para limpiar su semen de mis
piernas. Incluso cuando me pongo de pie, puedo sentir su residuo
endurecido allí. Estoy marcada.
Solo quedan unos segundos frenéticos para levantarme la ropa interior y
bajarme la falda.
Luego, abre la puerta.
Salgo como un ciervo recién nacido, inestable sobre mis piernas,
parpadeando ante el sol cegador después de estar en el vientre. Podría
derrumbarme sobre esta delgada alfombra magenta, excepto por su mano
alrededor de mi cintura y la otra debajo de mi codo.
Pasamos al lado de un hombre y agacho mi cabeza, tratando de no
mirarlo a los ojos.
Hasta que escucho su voz sonando extrañamente familiar.
—Vaya, Gabriel. Mírate haciendo un buen uso de tu compra.
Levanto la vista para ver al hombre de cabello gris que tenía una
hermosa rubia en su brazo en la subasta. Hoy es una mujer diferente, esta
tiene una cabellera castaña brillante. ¿Cuántas mujeres compra? Me sonríe,
sagaz y cruel. La vergüenza me agria el estómago.
—Buenas noches —dice Gabriel, guiándome por las escaleras.
El espectáculo ya ha comenzado. Ni siquiera deberían dejarnos entrar al
teatro ahora. Va en contra de las reglas. Pero, por supuesto, él es Gabriel
Miller. Es propietario de un palco. Un acomodador abre la puerta y ofrece
una sonrisa cortés, como si no estuviéramos despeinados y jadeando,
oliendo a sexo y tropezando en el espacio.
Ocupo mi asiento lo más rápido posible, pero no puedo evitar las
miradas y los susurros. Todos interrumpen su mirada al hermoso baile que
ocurre sobre el escenario. Miro a la gente que gira con ampulosa
corrección, como si no tuviera idea de que todos están hablando de
nosotros.
Finalmente, echo un vistazo a Gabriel. Se está reclinando en su asiento,
encorvado como un rey observando a sus súbditos. Se ve satisfecho, pero
aún peligroso. Un león en la jungla. Cualquiera que lo mire sabría que
acaba de tener sexo. Tal vez no sea sexo literal, pero cerca.
También lo sabrían con solo mirarme a mí. Un pequeño pájaro en una
jaula dorada.
¿Por qué tener uno si no es para oírlo cantar?
CAPÍTULO VEINTISÉIS

M I CABELLO AÚN está húmedo.


He estado en la cama solo unas pocas horas. Por supuesto, me duché tan
pronto como llegamos del teatro, el agua hirviendo, lavando el lugar de mis
muslos donde cayó su semen. Ya no hay rastro de él, pero todavía puedo
sentir su cálido torrente, el latido de intenso placer que produjo su clímax.
Tal vez no me sentiría tan sucia si se hubiera llevado mi virginidad la
primera noche. Sexo normal, inmediato. Incluso eyaculando sobre mí, tan
agudo e íntimo como es, podría haberlo sobrellevado.
Son los orgasmos que él provoca en mi cuerpo los que hacen parecer
esto una violación.
Así es como me encuentro saliendo de la cama a las dos de la mañana,
girando la perilla de CALIENTE hasta el límite. Me paro bajo la lluvia
durante segundos, minutos, horas. No hay necesidad de limpiar, no
físicamente. Necesito olvidar sus dedos alrededor de mi clítoris, su aliento
detrás de mi cuello.
El agua caliente en esta enorme casa dura mucho tiempo, pero
finalmente me abandona. O quizás simplemente no quiere verse
desperdiciándose por el desagüe. Esto no ayudará, dice el agua fría,
picando en mi piel. Me quedo allí todo el tiempo que puedo, hasta que mis
dientes rechinan y toda mi piel se ha arrugado.
Finalmente, salgo de la ducha hacia el cálido piso del baño. Dios,
incluso el piso del baño tiene calentadores. Todo en este lugar está
perfectamente modulado para la comodidad del amo. Para la comodidad de
Gabriel Miller.
Cierro la ducha y me seco. Un extraño sonido proviene de la habitación.
Mi cabello se eriza no de frío sino de alarma. Instinto animal, lo opuesto a
las manos de Gabriel sobre mis costados.
Envolviéndome en la toalla, me asomo por la puerta del baño.
Nada.
Tal vez lo imaginé, como imaginé la sensación del semen de Gabriel en
mis muslos cuando ya lo había lavado, como aún oigo los susurros y siento
las miradas de todo el teatro.
Entonces lo escucho de nuevo, un golpeteo. No desde la puerta. Desde
el otro lado de la habitación. La ventana. Cara pálida. Ojos oscuros.
«Alguien mira por mi ventana.»
Dejo escapar un chillido antes de poder reconocerlo y atenuar mis
latidos. Dios.
Pronto estoy al otro lado de la habitación, abriendo la ventana,
susurrando desesperadamente:
—¡Justin! ¿Qué estás haciendo aquí?
—Te voy a sacar de aquí —dice, con voz sombría. Se ve diferente a la
última vez que lo vi. Nunca fue gordo, pero tenía las mejillas redondeadas
de niño que nunca ha tenido que trabajar duro. Incluso navegar no lo había
hecho verse delgado.
Ahora se ve demacrado, sus ojos ensombrecidos.
—¿Por la ventana? Es una locura.
Sus ojos centellean.
—Lo que es una locura es ofrecerse en una subasta.
Su mirada recorre mi cuerpo y me doy cuenta de lo poco que cubre la
toalla blanca. No importaba cuando creía estar sola en mi habitación. Ahora
puede ver la parte superior de mis senos y casi por completo mis piernas.
—Por favor —le digo, aunque no sé por qué estoy suplicando. ¿Para
que se vaya? ¿Para que entienda? Nunca lo entenderá—. No tuve otra
opción.
Mira hacia otro lado por un momento, y me doy cuenta de que está
sobre una escalera. Una escalera. ¿De dónde la sacó? ¿De algún cobertizo?
Tal vez la trajo con él. Este es un intento de rescate ridículo, y no necesito
que me rescaten.
No, es mentira. Necesito que me rescaten, pero aún más necesito el
dinero en mi cuenta.
Sus fosas nasales se dilatan.
—Dios, Avery. ¿Por qué no me llamaste?
—¡Me dejaste!
—Igual —dice agitado—. ¡Es Gabriel Miller! Ese hombre arruinó a tu
padre.
El rubor desciende por mis mejillas y baja a mi pecho.
—Lo sé. No podía elegir al ganador de la subasta.
—No puedo creer que le permitas tocarte. Le entregó pruebas falsas al
fiscal. ¡Y luego hizo que lo atacaran! Él es la razón por la que tu padre
necesita una enfermera.
Se me aprieta el corazón.
—No. Él no envió a esos hombres.
—¿Le preguntaste?
Lo hice, pero no estoy segura de creerle. Y tengo miedo de presionar.
Miedo de descubrir que él pudo haber enviado a esos hombres. Porque de
todos modos ganó la subasta. Y de todos modos necesitamos ese dinero. Es
enfermo y retorcido, como el jugo de ají en mis dedos. Pero a veces
hacemos cosas enfermas y retorcidas por las personas que amamos.
—No importa —le digo—. La subasta ha terminado. Él ganó.
—Nos vamos —dice rotundamente.
—¿Y renunciar a un millón de dólares? Papá necesita ese dinero.
Y yo necesitaba la casa más que nunca. El único rastro que queda de mi
madre. Ella habría sabido qué hacer, qué decir, pero yo ya no la tenía. Todo
lo que tenía era el lugar donde había vivido. El lugar que ella había amado.
—Él no necesita nada de Gabriel Miller. Es un criminal.
—Lo sé. —Se me revuelve el estómago—. Pero papá tampoco era
inocente. Eso salió en el juicio.
Justin resopla.
—El juicio. Fue una maldita farsa. Toda la oficina del fiscal está en el
bolsillo de Miller.
Eso no es posible, ¿o sí? Papá mantuvo su inocencia hasta el final.
Hasta el ataque, cuando casi había perdido su capacidad de hablar. Sin
embargo, había tanta evidencia.
«Y Gabriel Miller tiene más dinero que el Diablo. Él puede hacer que
suceda cualquier cosa.»
Pero la honestidad es lo más importante para él. Guarda la última
botella de Luz de Luna de su padre para recordar cuánto cree en la verdad.
No proporcionaría documentos falsos. No me hubiera mentido.
A menos que todo fuera una mentira, incluso su supuesta creencia en la
honestidad.
Doy un paso atrás.
—Debes irte.
—¿Me estás escuchando? —pregunta él, con ojos salvajes—. Ese
hombre es un monstruo.
Tuve ese pensamiento en el teatro, pero por alguna razón es diferente
cuando Justin lo dice. Más ofensivo. Menos cierto.
—No lo conoces.
—Oh, no. —Justin se ríe—. No te estás enamorando de él, ¿verdad?
Siento que me falta el aire, porque me aterra que tenga razón. Es
horrible. Imposible.
—Por supuesto que no. Pero un trato es un trato. Y las promesas se
toman en serio en este negocio criminal. Eso es lo que metió a papá en este
lío.
—¿Por qué crees que van a procesarte, por tu virginidad? Ya no existe.
Fin. Ni siquiera Gabriel Miller llevará a su puta a la corte.
Me estremezco. Este es el hombre con el que me iba a casar. «Puta.»
—Vete, Justin. —Me aferro a la toalla—. Ahora.
Parece darse cuenta de lo que dijo.
—Avery…
—No. Sé que tienes buenas intenciones, pero esto no va a funcionar.
Necesito el dinero de la subasta. Papá lo necesita. Y si Gabriel te encuentra
aquí, se va a enojar.
—A enojar —dice una voz baja detrás de mí—. Te quedas corta.
Me giro y me enfrento a Gabriel Miller, furioso, con el rostro que echa
chispas. Alzo las manos a modo de defensa automática. No creo que me
vaya a lastimar, pero podría lastimar a Justin. Por mucho que me haya
traicionado al romper nuestro compromiso, no merece ser lastimado.
—Por favor.
Gabriel luce incrédulo.
—¿Estás rogando por su vida?
Siento pánico en el pecho. ¿Gabriel lo mataría?
—No ha hecho nada.
—Se infiltró en mi casa. Intentó tomar lo que es mío.
Yo. Se refiere a mí. Me siento mareada.
—Todavía estoy aquí. Por favor.
Me coge la muñeca, firme e implacable. Me quita del camino, y yo me
suelto de sus manos. La toalla se afloja y uso ambas manos para cubrirme.
Dos pasos. Eso es todo lo que necesita Gabriel para tomar a Justin por el
cuello, su cara enrojecida, su precaria posición en la escalera. Corro hacia
ellos, olvidando el pudor, y tiro del brazo de Gabriel.
—¡Déjalo ir!
Gabriel gruñe.
—Lo enterraría en el bosque. No, lo dejaría afuera para que los lobos se
ocupen de él. Nadie jamás encontraría su cuerpo.
Los ojos de Justin están muy abiertos y llenos de miedo.
—Detente —dice jadeando—. Conozco la verdad.
—¿La verdad? —pregunta Gabriel con una voz mortalmente suave.
Dios, ¿Justin no se da cuenta de lo cerca que está de la muerte?
Amenazar a Gabriel Miller con la verdad solo lo enojará más. No importa
lo que pasó con mi padre, sé que a Gabriel le importa la honestidad.
Y Justin también lo sabe, justo cuando su vida se le escapa. Sus ojos
están vidriosos. Gabriel ni siquiera tiene que ahogarlo. Solo tiene que
soltarlo. Desorientado, mareado, Justin caería de la escalera y moriría.
—Seré buena —lo prometo, mi voz baja y seria. Me aferro a la camisa
blanca de Gabriel, noto que no se ha cambiado desde el teatro. Todavía está
usando la camisa de su esmoquin. No importa lo fuerte que tire, nunca lo
moveré. Está hecho de piedra.
¿Qué puedo hacer?
¿Qué le puedo dar?
La cuerda. Mi cordura.
—Jugaré contigo. Jugaré ajedrez.
Justin hace horribles silbidos, sus extremidades se agitan. Por un
horrible momento creo que se va a caer, solo se mantiene en la escalera
porque Gabriel lo sostiene del cuello de la camisa.
Gabriel debe haber aflojado la presión, porque los ojos de Justin se
enfocan, aunque su rostro aún está rojo e hinchado.
—Imbécil —jadea.
Dios, no tiene instinto de supervivencia.
—Sal de aquí —le susurro.
Él me mira a mí y luego a Gabriel, y llega a la conclusión correcta. Con
las piernas temblando baja por la escalera. Lo observo correr por el césped,
a través del bosque por donde debe haber entrado. Por un momento me
preocupan los lobos, hasta que me doy cuenta de que tengo mi propio
animal salvaje por el que preocuparme.
Gabriel se vuelve hacia mí.
—¿Tú lo llamaste?
—¿Qué? ¡No! Revisa los registros si no me crees.
—Oh, sí. Lo hice —dice sombríamente—. El señor Stewart y Harper St.
Claire, tu amiga de la escuela. Pudiste haberle enviado un mensaje a través
de ella.
Tiemblo de ira al darme cuenta de que ha estado mirando los registros
de mi teléfono. Por lo que sé, también hay una cámara en la habitación.
Nada es sagrado para él.
¿Qué hay de la verdad? ¿Es eso sagrado para él? ¿Pudo haber fabricado
pruebas para que el fiscal acusara a mi padre? ¿Usaría sobornos para
asegurar la condena a mi padre?
Mi padre podría ser inocente, después de todo.
Gabriel cierra la ventana y la asegura.
—Jugamos mañana.
CAPÍTULO VEINTISIETE

M E DESPIERTO CON una nota que dice solo una cosa: 3:00 pm.
Lo que significa que tengo el resto del día para pensar en mi estrategia
para el juego. Preferiría leer un libro o ver una película. Preferiría ver crecer
el césped, pero al igual que con la profesora del museo, estoy demasiado
hambrienta para la estimulación. Mi cerebro ha decidido ganar,
independientemente de lo que quiera.
Bueno, no diría que quiero perder. Sin embargo, eso no es realmente de
lo que se trata. Se trata de darle una parte de mí, de abrirme más allá de mi
cuerpo. Hay cientos de mitos sobre la forma en que el juego de ajedrez
expone la verdadera identidad de una persona, un hijo perdido durante
mucho tiempo reunido con su padre por una inusual combinación de
ajedrez. Mensajes escritos en madera pintada de blanco y negro, en un
número infinito de movimientos.
Jugaré con Gabriel. Jugaré para ganar, pero no renunciaré a todos los
secretos que tengo.
Cuando llego a la biblioteca, él ya está en uno de los sillones. El tablero
ha sido ordenado, con las piezas negras frente a él. Se pone de pie cuando
entro en la sala, una cortesía de la vieja escuela, adecuada para un juego de
más de mil años.
—Buenas tardes —dice.
Lo miro con cautela mientras rodeo la silla contraria, preguntándome si
todavía estará molesto por lo de Justin. Probablemente, pero no parece
furioso hoy. Tiene esa misma expresión suave y solícita que oculta todo lo
que está pensando. La cara de póker perfecta.
Me retuerzo las manos.
—Sobre Justin.
Su rostro no se mueve un centímetro, pero siento su furia burbujear
cerca de la superficie.
—¿Qué hay de él?
—Necesito que me prometas que no le harás nada.
Utiliza esa voz peligrosamente suave que hace cuando es letal.
—¿Qué le haría a alguien como él?
Me obligo a reunir valor, porque no podría vivir con mi conciencia si
Justin terminara herido. Si terminara como mi padre. Los hombres en mi
vida ya están lo suficientemente arruinados.
—Enviaré hombres a atacarlo.
Se queda callado un momento y todo lo que escucho es el débil crujido
del fuego.
—¿Es eso lo que crees que le hice a tu padre?
Mi coraje flaquea, pero fuerzo mis hombros hacia atrás.
—¿Lo hiciste?
—No envío a otros a hacer mi trabajo sucio. Si quiero moler a golpes a
alguien, lo hago yo mismo.
Lo que no responde si lastimó a mi padre. Aunque mi padre me dijo que
fueron hombres que él no conocía. Varios hombres, con máscaras. ¿Era esa
la verdad? ¿O había sido Gabriel Miller?
Parece serio.
—Y no tengo deseos de golpear a un anciano.
El alivio que siento es más profundo que saber que no estoy en la
misma habitación que el atacante de mi padre. Tiene que ver con el propio
Gabriel. Mis sentimientos por él.
—Le diste al fiscal pruebas sobre mi padre.
—Fue la forma más pública de arruinarlo.
Lo arruinó. Lo debilitó lo suficiente como para que alguien más se
sintiera cómodo enviando hombres detrás de mi padre en un callejón
oscuro. Tal vez no importa que Gabriel no haya lanzado el golpe él mismo.
Él inició la cadena de eventos que llevaron a mi padre a la cama, a estar
conectado a un millón de máquinas diferentes.
—Y comprar a su hija —le digo, con la voz un poco temblorosa—. En
una subasta pública. Tu idea, lo recuerdo.
—Una de mis mejores ideas.
No me estremezco por fuera. Por dentro, me enferma que me importe
un hombre que me manipula como una pieza de ajedrez. ¿Mi padre?
¿Gabriel? Tienen eso en común, sus pesadas manos moviéndose por el
tablero.
Las piezas se alinean, tan ordenadas y educadas. El campo de batalla
antes del derramamiento de sangre.
—Juego con las piezas blancas.
—Hiciste el primer movimiento —dice porque fui al Retiro aquella
noche.
Tiene razón. Si no lo hubiera hecho, nunca hubiera conocido a Gabriel,
no hubiera sido subastada, no estaría en su finca. ¿Lo cambiaría si pudiera?
Hubiera perdido la casa, el único vínculo con mi madre. Debería haber
aceptado la propuesta de tío Landon, condenándome a un matrimonio con
un hombre al que considero de la familia tanto como un tramposo, un
hombre que hubiera mantenido una virgen durante un mes mientras estaba
comprometido conmigo.
Tomo asiento y estudio el tablero. Las piezas son brillantes, bien
pulidas, no polvorientas. Obviamente talladas a mano, caras, pero no
especialmente ornamentadas para un hombre tan rico como Gabriel. Él
tiene ventaja por jugar en casa, pero puedo inferir más de ello.
—¿Cuándo conseguiste este juego?
Sonríe brevemente.
—El día antes de tu llegada. Lo encargué después de la noche que
visitaste el Retiro. Bueno, unos días después. Cuando Damon consiguió la
carta de tu maestro de ajedrez.
Mis ojos se ensanchan.
—No hay forma de que lo hayan hecho tan rápido.
—Pagué un precio especial —dice—. No estoy seguro de que el artista
haya dormido mucho.
Miro el juego con nuevos ojos. Nadie jugó con él antes. El simbolismo
me toca más de lo que deseo. Un juego virgen. Como yo.
—¿Por qué?
—Llámame extravagante.
Es extravagante, pero también es metódico, inteligente. Estratégico.
Todo lo que hace tiene un propósito. Debe haber planeado ofertar por mí
desde el momento en que sugirió la subasta. Vergüenza pública. El triunfo
final sobre mi padre. Debería odiarlo por eso, pero no puedo, no más de lo
que puedo odiar a mi padre por perder.
Muevo mi peón a e4, una apertura sencilla. No le da ninguna pista sobre
mí, pero necesito aprender algo sobre él si voy a ganar.
Piensa apenas un segundo antes de mover un peón a c5. La defensa
siciliana. No me dice mucho, excepto que no es un principiante. Si hubiera
hecho el gambito de rey, podría haberlo guiado, hacerle creer que tenía una
oportunidad antes de acabar con él. Él sabe lo suficiente como para
desafiarme.
—Un juego interesante para una especialista en mitología —murmura,
mirándome—. Un poco agresivo. Matemático.
Si está tratando de distraerme, no funcionará. Muevo mi caballo a f3,
permitiéndole hacer sus movimientos antes de sorprenderlo.
—En realidad, el ajedrez está profundamente arraigado en la mitología.
Desde sus muchas historias acerca de su creación, hasta las guerras que se
ganaron y perdieron con él. Filósofos, reyes, poetas. Personas de todos los
ámbitos de la vida han usado el ajedrez para explicar cosas.
Él sonríe y juega de nuevo.
—¿Entonces no crees que fue inventado por Moisés?
Moisés es uno de los muchos que se dice inventaron el juego. El
guerrero griego Palamedes lo creó para demostrar posiciones de batalla. Un
filósofo indio lo diseñó para decirle a la reina que su único hijo había sido
asesinado. Me interesa la verdad, pero las historias también nos cuentan
mucho sobre las personas a lo largo de la historia.
Muevo de nuevo.
—No son solo los mitos que rodean al ajedrez. El ajedrez en sí es un
mito, ¿sabes? Un juego de jerarquía, de guerra. Es un relato que la personas
han utilizado durante eones para explicar conceptos complejos.
Matemáticas, sí. Geometría. Negocios. Filosofía. Incluso el amor.
—El amor —dice, haciendo un gambito de caballo—. En un juego de
guerra.
No logro notar si sus palabras refutan esa posibilidad o se maravilla con
ella. De cualquier manera, no estoy segura de poder hablar sobre el amor
con un hombre que me ha comprado como ganado. O tal vez, como la
brutalidad del ajedrez, su propiedad sobre mí sea el mito perfecto para
explorarlo.
Me llevo su caballo.
—Y si crees que los arqueólogos no son agresivos, nunca los has visto
pelear por un nuevo hallazgo.
Nuestros próximos movimientos se realizan en silencio mientras
luchamos por el control del tablero, llegar al centro, establecer nuestras
fortalezas desde las que librar la batalla final.
CAPÍTULO VEINTIOCHO

A LA MITAD del juego, mi rey está seguro en la esquina, protegido por la


reina, mis torres, mis caballos, y peones estratégicamente ubicados. Es una
posición fuerte que cumple la regla más importante: la protección del rey.
En contraste, Gabriel tiene sus piezas sangrando en mi espacio, sus
alfiles y caballos. Dios, incluso su reina está en g5, completamente en mi
territorio. Parece vulnerable, pero no puedo tocarla.
Su rey está protegido por una sola torre y un peón.
Yo estaría aterrorizada con esa pequeña protección, pero Gabriel se ve
confiado y seguro como siempre. Claramente la estrategia es deliberada. Y
tan indefenso como está su rey, no puedo tocarlo.
—¿Hacemos este juego más interesante? —pregunta él.
Un desafío, quiere decir. Apostar.
—¿Qué podría tener que tú quieras?
—Ya sabes, virgencita.
Me arde la cara de vergüenza.
—Ya me compraste, ¿recuerdas?
—Estoy hablando de un intercambio favorable.
Echo un vistazo al tablero sospechosamente. ¿Me he puesto en peligro?
—¿Mi reina por tu torre?
Sonríe.
—No, mi reina por tu torre.
Eso lo pondría en una peor posición.
—¿Por qué harías eso?
—Tu casa. Es importante para ti.
—Es mi casa. La casa de mi familia.
—Es más que eso. Dime por qué.
—Yo crecí allí. Mi padre está cómodo allí, y estos podrían ser sus
últimos meses.
Pero esa no es toda la verdad, y Gabriel lo sabe.
—Puede sentirse cómodo en otro lugar.
Miro el tablero, tratando de pensar cómo puedo tomar a su reina sin
responder. No puedo. Mis puños se aprietan, impotentes. Esto es lo que no
quería, ser arrastrada a una batalla de voluntades con Gabriel Miller.
Exponer la carne suave donde él puede lastimarme más. Pero ese es
precisamente el objetivo del ajedrez.
También es precisamente el objetivo de una subasta de virginidad.
—Mi madre se suicidó.
Respira profundamente.
—Lo siento.
—Mi padre les dijo a todos que fue un accidente. Noche tormentosa.
Frenos defectuosos. Nadie lo cuestionó. Pero escuché al jefe de policía
hablar con él esa noche. No había señales de que hubiera nada malo con sus
frenos. Y las huellas en el camino… los forenses determinaron que fue
deliberado.
«Tu mente y tu alma son tu palanca.»
Y me doy por vencida a cambio de la verdad.
—Avery.
—Lo mantuvieron en secreto porque su familia, mis abuelos, son
católicos. Querían enterrarla en la cripta familiar. No podrían haber hecho
eso si se sabía que se trató de un suicidio.
—Avery, lo siento mucho.
Me preguntaba y me preguntaba por qué murió. ¿Estaba asustada?
¿Estaba enojada? Ahora soy una mujer adulta, pero una parte de mí siempre
será aquella niña rota preguntándose por qué su madre la dejó, pensando
que no era lo suficientemente buena como para quedarse.
—Él construyó esa casa para mi madre —le digo finalmente—. Ella
habló con el arquitecto, quien la diseñó para ella. No sé… no sé por qué
quiso las cosas de esa manera. O qué significa, en todo caso. Pero es lo
único que me queda de ella.
—Su tablero de ajedrez —dice Gabriel en voz baja, sorprendiéndome.
Pone a su reina en peligro.
—Sí.
Data del comienzo de su matrimonio con papá, cuando estaba
esperanzada y enamorada. Ese fue su movimiento de apertura. Y ya sé
cómo termina. Pero ese juego turbio, un lugar demasiado salvaje para
construcciones teóricas. ¿Qué le pasó a ella entonces?
Levanto mi torre, sosteniéndola con fuerza. Las almenas de madera se
hincan en mi piel, un dolor que encuentro reconfortante. Luego empujo a un
lado su reina, capturándola con su consentimiento.
Jugamos el final del juego al sonido de unas llamas crepitantes durante
unos minutos. La reina me ha dado una ventaja que podría llevar a jaque
mate. Aunque con su habilidad puede alargarlo por un tiempo, tal vez
incluso dar vuelta el tablero. Improbable.
Me veo anhelando igualar el marcador. La reina no era un trato justo.
—Un intercambio favorable —le digo.
Una gruesa ceja se arquea.
—¿Tu reina?
—Por tu torre. ¿Por qué querías el negocio de mi padre, si no estaba
funcionando?
Su sorpresa llena la habitación, tan fuerte como el fuego, como el
chasquido de madera contra madera. Es algo tangible, su sorpresa. Su
renuencia para responder. Pero él quiere mi reina.
—Te vi —dice lentamente—. En tu fiesta de graduación.
Abro los ojos de par en par.
—¿Tú estabas ahí?
—Tu padre me invitó. Sería menos notorio si nos encontrábamos en
medio de una multitud. Si me veían tratando con él directamente, la gente
supondría que trabajábamos juntos.
Recuerdo el pastel con forma de sombrero de graduación, mi euforia
después de cuatro años de usar el uniforme de la academia preparatoria, mi
entusiasmo por ir a la universidad. Tan llena de esperanza. No tenía idea de
que dos años después estaría en un lote de subasta.
Y recuerdo al hombre en las escaleras.
—Yo te vi.
—Y yo te quise —dice Gabriel.
Me quedo sin aliento ante su cruda verdad. Se está exponiendo a sí
mismo. Vale mucho más que mi reina.
—¿Qué hiciste?
—A pesar de lo que puedas pensar, no soy un monstruo. Podría haberte
tenido. Podría haber forzado tu mano incluso entonces. Pero quería que
vinieras a mí.
Oh, pero sí que forzó mi mano. Con paciencia, con astucia. Movió las
piezas de ajedrez, bloqueándome por detrás hasta que solo hubo un camino
abierto para mí.
Quito mi torre del área segura.
—Por eso arruinaste a mi padre—le susurro.
—Soy paciente cuando debo serlo. —Captura a mi reina, convirtiendo
esto en una carrera hasta el final—. Cuando el negocio de tu padre estuvo
en apuros, necesitó un comprador. Fue su elección engañarme.
—Eso no explica por qué te invitó a mi fiesta de graduación. ¿En qué
estabas trabajando con él? ¿Qué no quería que supiera la gente?
Gabriel estudia el tablero.
—¿Cuánto sabes sobre tu padre?
—Estuve en el juicio. —A pesar de que cada oscura revelación sobre él,
cada antiguo colega testificando en su contra se sentía como un puñetazo en
el estómago. Tantos secretos—. Escuché lo que hizo.
—No todo.
—¿Y qué?
—Tu alfil —dice suavemente.
Miro el tablero, la negación en mis manos, mis brazos. Apretada en mi
pecho. Todavía puedo ganar esto. Sé que puedo, y creo que él también lo
sabe. Pero si le doy mi alfil, dejaré a mi rey expuesto. Jaque mate en dos
movimientos. Perderé. ¿Cuánto vale esta información para mí?
Mi corazón late a un ritmo frenético al acercarme al final.
Pongo al alfil en peligro.
—Conocía a tu padre desde hacía años. Sabía quién era. Pero no había
trabajado con él antes. Me invitó a tu fiesta de graduación para ver si estaría
dispuesto a trabajar con él, como lo hizo mi padre.
El miedo es una mano fría alrededor de mi corazón.
—¿Qué hizo tu padre con él?
—Compró cosas. Cosas vendidas. —Gabriel usa su caballo para
llevarse a mi reina. Solo queda un movimiento y tendrá a mi rey—. Como
hacen la mayoría de los empresarios.
Con la salvedad de que su padre era un mentiroso, por eso Gabriel lo
odiaba tanto.
—¿Drogas, armas?
Sus ojos dorados se encuentran con los míos.
—Personas.
Respiro profundamente, horrorizada, incrédula.
—No.
Quiere decir que su padre traficaba personas. Que mi padre también lo
hacía.
—Mueve —dice Gabriel con suavidad.
Mis dedos se sienten entumecidos al empujar un peón hacia adelante.
Debería inclinar mi rey. Sé lo que viene, pero necesito escucharlo de él.
Necesito saber la verdad. Quizás soy como Gabriel Miller, después de todo.
Los mitos pueden hablar sobre las personas que los crean y sobre quienes
los creen, pero lo que importa es la verdad.
Su torre cruza el tablero hasta la primera fila. Jaque mate.
La palabra proviene del antiguo persa. Algunos dicen que significa que
el rey está muerto, pero la traducción es un poco menos fatal dependiendo
de cómo se mire. El rey está indefenso. El rey está derrotado. Cuando no
quedan movimientos, la única opción es rendirse.
—No comercio personas —dice—. Me hice esa promesa cuando murió
mi padre. Nunca. Jamás. Y entonces estabas allí, desesperada y en
bancarrota. Dios, hasta habías adelgazado.
—¡Podrías haberme ayudado!
—No es así como funciona.
La subasta había sido brutal. Ser comprada como un objeto. Los breves
momentos de amabilidad que me da.
—Me compraste, pero no me has penetrado.
—¿Te está matando la espera? ¿Estás imaginando el peor de los
escenarios con ese hermoso cerebro estratégico tuyo? ¿Sería mejor si fuese
a tu habitación esta noche y te rompiera, virgencita?
«Sí, y que Dios me perdone.» No consigo pronunciar palabras, y salen
en forma de sollozo. Mi padre fue el monstruo en el laberinto todo el
tiempo. Por él puse mi virginidad en el lote de subastas, por alguien que
compraba y vendía personas. Eso fue lo que pagó mi matrícula, mis
vestidos. Me siento enferma. ¿Sabía mi madre sobre esto? ¿Por eso se
suicidó?
Lo último que veo antes de huir de la habitación es mi rey, caído sobre
el tablero.
CAPÍTULO VEINTINUEVE

A POYO MI FRENTE contra el vidrio frío, mirando hacia el bosque oscuro.


Justin desafió esos bosques, y tal vez lobos de verdad, para rescatarme. En
realidad, fue bastante galante, si no muy bien planeado. Gabriel se hubiera
vengado de él de una manera pública y minuciosa.
Y yo hubiera renunciado a un millón de dólares. Quizás hubiera valido
la pena por amor. Pero Justin ya había demostrado que esto no era amor
cuando rompió conmigo por lo que hizo mi padre.
Así que todavía estoy aquí, aún encerrada en la torre con mi propio
dragón.
Gabriel tiene razón cuando dijo que mi mente puede imaginar lo peor.
Cien estrategias, un millón de posibilidades. Todas las cosas que podría
hacerme.
¿Por qué espero que él venga a mí?
Me dio las blancas porque fui yo quien hizo el primer movimiento. Eso
es lo que debería hacer con el sexo. Es una ventaja, pequeña, pero necesito
cualquier ventaja que pueda tener. En ajedrez estamos igualados. Perdí al
sacrificar el juego para obtener información que rompió mi corazón. Pero
cuando se trata de sexo, él es un jugador muy superior. Yo soy una novata.
Soy nada.
Pero terminaré este juego de la forma en que lo comencé, con coraje.
Sé exactamente en qué habitación encontrarlo. La única puerta que está
cerrada. ¿Quién mantiene el dormitorio cerrado en su propia casa? Una
persona con algo que esconder.
Mis pasos son silenciosos a lo largo del ala oriental del pasillo. Mi
forma de golpear la puerta produce un eco incongruentemente ruidoso.
Suena agresivo. Así llamó al ajedrez. Agresivo y matemático. Así es como
me siento ahora, como si estuviera haciendo un pacto con el diablo.
Abre la puerta, su expresión es incrédula.
—Tú.
Las mangas de su camisa están enrolladas, sus pantalones de vestir
revelan calcetines negros. Una revelación íntima repentina, esos calcetines
negros. Ya he visto mucho más de su cuerpo —incluso lo sentí en la
oscuridad de la escalera de caracol, pero la doméstica sencillez de sus pies
con calcetines parece trascendental.
—¿Puedo entrar?
Él se ríe, dejando la puerta abierta mientras regresa a la habitación. Ahí
es cuando me doy cuenta de que está ebrio. Hay una botella en la mesa
junto a su chimenea. Reconozco la tinta desvanecida, el líquido
transparente. Luz de Luna.
Lo sigo adentro y cierro la puerta detrás de nosotros.
Levanta su vaso medio vacío en un saludo burlón.
—¿Quieres un poco?
—Quizás sea mejor si uno de los dos permanece sobrio.
Su garganta se mueve al tomar un gran trago.
—No estoy tan ebrio. No tanto como para no poder levantarlo, si viniste
aquí por eso.
Parpadeo. Me lleva uno, dos, tres segundos entender qué quiere decir
con levantarlo. Es vergonzoso no saber que existe un demasiado ebrio para
el sexo.
—Bien.
Suelta una risa áspera.
—Oh, virgencita. Eres tan deliciosa. ¿Lo sabes?
Se me calientan las mejillas y me alejo.
—No por mucho más tiempo.
Hay un tintineo suave que debe ser él apoyando su vaso. Un soplo de
aire cuando se acerca. El más leve roce del dorso de sus dedos en mi
mejilla.
—Siempre serás deliciosa.
Nos miramos a los ojos.
—Pero no virgen.
—No —dice, pensativo—. No creo que lo seas por mucho tiempo.
¿Viniste a hacer un intercambio? ¿Un intercambio favorable?
—No me queda nada con lo que negociar.
Se ha llevado mi cuerpo en todos los sentidos, excepto esto. Y ha
tomado lo que juré nunca darle: mi mente, mi alma. El ovillo de cuerda que
me habría indicado la salida. No queda nada.
Saca algo de su bolsillo y lo examina. La madera pálida brilla a la luz
del fuego. Un peón. Debe haber traído la pieza de la sala de abajo.
Recuerdo su forma, la superficie lisa bajo mis dedos.
—Tan pequeña —dice, con voz gruesa—. ¿Por qué no puedo dejarte ir?
Debe estar más ebrio de lo que piensa si está hablando con un trozo de
madera tallada. A menos que esté refiriéndose a mí.
—Estoy aquí.
Su mirada dorada se posa en mí.
—Sí, virgencita. ¿Te desnudarás para mí? ¿Me abrirás tus piernas? ¿Me
dejarás poseerte hasta sangrar como una mártir?
Un temblor se forma en lo profundo de mi pecho y se extiende hacia
mis extremidades.
—Sé que puedes hacer que me guste.
—No quieres que te guste —dice, como si la palabra en sí fuese soez—.
Quieres que te posean. Por eso viniste aquí. Dilo.
Mi voz es un susurro cuando digo:
—Vine aquí para que me posean.
Señala la cama.
—Siéntate.
Me siento en el borde de la cama y me doy cuenta de que es muy alta
cuando mis pies quedan colgando. Me siento pequeña e indefensa, lo cual
probablemente era el objetivo. En el borde. Definitivamente, ese es el
objetivo.
Ahí es cuando me doy cuenta de lo que está haciendo. Hice el primer
movimiento. Podría haberme imitado, pero eso hubiera sido demasiado
fácil. En cambio, mueve el juego en una dirección diferente, amplía el
círculo de nuestra batalla. La defensa siciliana. Es lo que hizo con la
subasta, y es lo que está haciendo ahora.
Se para frente a mí, su enorme mano juega con los pliegues de mi
camisón.
—¿Qué es esto?
Me muerdo el labio, avergonzada.
—Mis otras pijamas tienen… bueno, dibujos. Unicornios. Arcoíris.
Realmente no soy tan infantil, pero eran graciosos. Divertidos. Este
camisón es color crema pálido, con un pequeño lazo rosa en el cuello.
Demasiado modesto para seducir a alguien, pero mejor que los monos con
gafas de sol.
Estudia los pliegues como si nunca los hubiera visto antes. Ellos
podrían ser un nuevo movimiento en la teoría del ajedrez, por cómo
capturan su concentración, la pequeña porción de tela, el centímetro de
muslo debajo.
—Me lastimas y lo sabes.
—¿Qué?
—Cada vez que pienso en ti, me duele. —Se lleva una mano al pecho
—. Aquí.
Por un segundo, creo que podría estar burlándose de mí, como hicieron
los hombres de la subasta. Es un golpe de agua fría en medio de la
excitación, que no debería estar allí. Pero se ve mortalmente serio.
Y él siempre dice la verdad.
—Es el Luz de Luna quien habla —le digo, juntando mis rodillas.
Dibuja una línea en mis piernas, donde se tocan.
—Esto es lo más sexi que haya visto.
No mis senos, ni mi trasero. La costura de mis piernas, la línea que lo
mantiene alejado.
Quiere una partida de ajedrez. Por eso me compró. Por eso esperó para
tomar mi virginidad. No sé si los otros hombres querían mi cuerpo o mi
alma, pero este hombre… él quiere el desafío.
Miro hacia otro lado porque es más aterrador jugar el juego. «No luches
contra él, confróntalo. Hazlo desesperarse por más.» Eso me dijo Candy.
Recuerdo la mirada de complicidad en sus ojos, el desafío. Ella sabía
cuánto más difícil sería esto, participar en lugar de pelear. Al intentar ganar
sabiéndolo, lo más probable es que pierda.
Quiero ser la mártir, como él dijo. Necesito que sea así, porque es la
única forma en que puedo odiarlo. Que me haga sangrar. Que me haga
llorar. Lo despreciaría furiosamente con justicia.
Es la amabilidad en la que no puedo confiar.
Con su pulgar lleva mi barbilla para mirarlo.
—Virgencita.
—Gabriel.
—Abre las piernas.
Mi corazón se agita. —Oblígame.
Ahí está ese peón de nuevo. Frota su dedo sobre él de una manera que
no debería ser sensual, pero lo es. Una y otra vez, hasta que su suave cabeza
curva parece un lugar en mi cuerpo. Hasta que cada golpe de su pulgar me
contrae.
—¿No quieres esto? —murmura.
Sería fácil para él empujar su mano entre mis piernas y abrirlas por mí.
No podría detenerlo. Ni lo intentaría. Pero él quiere que me rinda. Quiere
alinear sus piezas, está preparado para atacar. Y luego quiere que ponga mi
reina en peligro, porque él lo pide.
—No.
Se ríe suavemente, mirando la cabeza redondeada del peón.
—Una cosa tan pequeña pero poderosa. ¿No te parece?
Su lengua golpea su pulgar, que lleva nuevamente hacia el peón. Brilla
con su saliva. Luego hace algo obsceno, algo impactante: pone el
redondeado peón contra sus labios. Un beso. Una lamida insinuante.
—Ábrete.
Mis piernas tiemblan por la fuerza de permanecer juntas. Los músculos
de mis muslos se aprietan y aflojan, espasmódicamente, mientras lo veo
lamer la cabecita de la pieza.
Mi respiración se contiene.
—No puedo….
Cada célula de mi cuerpo me grita que abra los muslos, pero no es solo
su pulgar lo que me toca. No solo son sus labios o su lengua. Me poseerá
esta noche. La promesa arde en su mirada.
—Tienes que hacerlo, virgencita. Es la única forma en que te sentirás
mejor. Solo ríndete.
Moverse hacia el peligro. Ser capturada. Tan simple y tan difícil de
hacer. Rendirse.
Mis puños aprietan las sábanas detrás de mí. Lentamente, centímetro a
centímetro, abro mis piernas para él. Dos de sus dedos levantan el pliegue
en la parte inferior de mi camisón, estudiándome con humillante franqueza.
—Es tan hermoso. ¿Será porque nadie lo ha penetrado aún? ¿O es
simplemente por ser tan hermoso?
Me tengo que reír.
—Ahora sí es el Luz de Luna quien habla.
Su sonrisa es oscura y juguetona, un poco seductora.
—El Luz de Luna es una buena excusa para decir lo que estoy
pensando. Dios, virgencita. Si supieras lo que pensaba al verte con aquel
vestido dorado, con esos pantalones de yoga andrajosos. Recorriendo la
casa como si te sintieras segura. Quiero derribarte como a una gacela en el
Serengueti.
Mis ojos se abren de par en par, mi respiración más rápida. Separo las
piernas un poco más.
—Deja las manos en las sábanas —dice con suavidad.
—Está bien —jadeo.
—Sí, señor.
Hay una pelea dentro de mí. «¡La cuerda, toma la cuerda!» Pero tengo
tantas ganas de rendirme. Lo necesito. Mis ojos se cierran en un suspiro.
—Sí, señor.
Dedos suaves empujan mi muslo aún más hacia un lado. Estoy tan
expuesta así. Vulnerable. Luego toca mi clítoris, como yo quería que lo
hiciera. Mi cuerpo se estremece con la caricia.
Aunque se siente diferente. Más fuerte. Más frío.
Miro hacia abajo y lo encuentro sosteniendo el peón, presionándolo
contra mí.
—Dios —susurro.
—Me encantan esos ridículos pliegues, pero quítatelos ahora. A menos
que quieras mi semen encima de todo esto.
Es difícil moverse, difícil respirar cuando hace eso con la pieza de
ajedrez contra mi clítoris. Los brazos torpes logran salir del camisón. Lo
tironeo sobre mi cara enrojecida, sin importarme la cruda desnudez que
sigue, su mirada hambrienta en mis pechos. Todo alimenta la intensidad que
se acumula entre mis piernas, centrada en esa pequeña y horrible pieza de
ajedrez. Esa que él acarició. «La que lamió.»
Mi cuerpo responde a la dureza de la madera, lo curvo de la cabeza,
pero quiero algo más. Calor. Terciopelo. Su cuerpo musculoso y su pelo
áspero. El peón se siente impersonal, degradante y, Dios, por eso tan sexi.
Hay una seducción más oscura en saber que alguna vez se alejó de mí. El
peón es una herramienta, y yo también. Mi cabeza cae hacia atrás, mis ojos
mirando a la nada, mis caderas balanceándose sobre la pieza.
—Así es —murmura—. Descárgate sobre el peón. Derrama tu dulce
jugo sobre él. Quiero lamerte así. Te quiero agradable y húmeda para lo que
suceda después.
«Lo que suceda después. Lo que suceda después.» Las palabras rebotan
en mi cabeza, sin sentido. Hasta que el sonido de una cremallera rasga la
habitación. Entonces mi mirada se dirige a sus pantalones, de donde ha
sacado su miembro. Lo está acariciando. Y es grande. Gigante. Un millón
de veces más grande que el peón. ¿Cómo hará para entrar en mí? ¿Por qué
no me alcanzaba con la pequeña cabeza de madera en mi clítoris? Él tiene
un garrote en su puño.
—Espera —le digo, la palabra arrastrada por un inminente clímax—.
Espera, por favor.
—Traviesa, virgencita. No hay espera. —Dibuja unos círculos más
rápidos, más apretados, presionando el peón justo donde lo necesito. Estoy
llorando, sollozando, rogándole que se detenga, dame, no, más, por favor.
Los espasmos continúan mucho después de que él retira la pieza de
ajedrez. No solo me lame. Se lleva toda la cabeza del peón a la boca,
chupándome de la madera antes de arrojar el peón a un lado.
Luego siento algo grueso y contundente en mi entrada.
—¿Cómo? —pregunto, casi frenética con la pregunta. ¿Cómo va a
entrar? ¿Cómo llegué a esto? ¿Cómo continuaré después de esto, sabiendo
que vendí mi alma al diablo?
No me da una respuesta, pero lo lleva adentro con un fuerte empujón.
El llanto que se me escapa es primario. Es como de pena por perder
algo. Dolor por la violación.
—Gabriel.
—Un poco más —dice, con los dientes apretados.
Ahí es cuando me doy cuenta de que no está completamente adentro.
—Dios. No puedo soportar más.
—Sabías que dolería —murmura, con la mandíbula apretada, los ojos
cerrados como si estuviera manteniendo el control apenas por un hilo.
No debería preocuparme por él, no debería amar lo que me hace. Así es
como me ha roto. Mucho peor que la agonía desgarradora en mi cuerpo.
Mucho más difícil que saber que terminaremos cuando el reloj deje de
funcionar.
—Hazlo —le susurro.
Él acepta la invitación con un breve asentimiento. Hay una ligera
tensión en sus músculos. La siento entre mis piernas. Esa es la única
advertencia antes de que empuje hacia adelante, hundiéndose
profundamente dentro de mí. Puedo sentirlo en mi centro, llenándome,
hiriéndome.
—¿Cómo hacen esto las personas?
Su risa es dolorosa.
—Solo tú podrías hacerme sonreír en un momento como este.
Me estremezco.
—¿Se terminó?
Se agacha y usa su pulgar como prometió, frotándolo sobre mi clítoris
como la cabeza lisa del peón. Vueltas y vueltas en círculos infinitos y
dichosos. Gradualmente puedo relajarme. Todavía se siente demasiado
lleno. Queda un recuerdo del ardor cuando entró en mí. Pero mis músculos
se ondulan en algo parecido al placer.
Luego se aleja y empuja hacia adentro, golpeando en un punto dentro de
mí, lo que hace que mi espalda se arquee, mi cabeza se incline hacia atrás,
mis dientes chasqueen en un espasmo audible.
—Así es, virgencita —dice, una sílaba entre cada empujón.
Me voy convirtiendo en otra criatura, cada vez que encuentra ese lugar
dentro de mí. Todo mi cuerpo se siente líquido, puesto al revés. Algo está
creciendo, como cuando toca mi clítoris, pero también diferente.
—Ya no soy… virgen.
Él está dentro de mí, muy dentro de mí.
Un empujón y está todo dentro. Puedo sentir sus vellos ásperos
presionando mi sensible piel desnuda. Él fricciona allí, y mis ojos giran
hacia atrás.
—¿Realmente pensaste que esto terminaría? —murmura él bruscamente
—. ¿Creías que al penetrarte dejarías de ser mi virgencita?
No respondo. No puedo. Él se balancea contra mi clítoris con todo su
cuerpo, y me está empujando hacia algún límite. Le clavo los talones en la
espalda, desesperada por aferrarme a la cornisa.
—No, compré tu virginidad. La tomé. Es mía, virgencita. Así como tú
eres mía.
Mi boca se abre con un aliento desparejo. Él empuja sus caderas contra
las mías, un crudo pedido que mi cuerpo entiende mejor que yo. El orgasmo
me golpea, y estoy en caída libre, mareada, puesta al revés, el viento contra
mi cara. Puedo ver la repisa alta en la que me había parado cuando llego al
suelo y me estrello.
Gabriel me agarra la nuca con una mano y la cadera con la otra. Se
apalanca, me doy cuenta. Mi cuerpo y alma. Uno. Dos. Tres golpes
profundos y luego llega al orgasmo, gimiendo como si estuviera sufriendo,
murmurando mi nombre en rápida sucesión —Avery, Avery. Dios, Avery.
Se desploma sobre mí, rodando hacia un lado, llevándome con él.
Y luego un último:
—Dios —susurra con la voz quebrada.
—No sabía… —le susurro, y se siente como una grave injusticia que
me haya llevado veinte años saber cómo podría sentirse esto. Al mismo
tiempo, es el descubrimiento perfecto—. No sabía que podías estar tan
profundamente adentro.
Hay un vacío extraño cuando él sale de mí, una humedad contra mi
muslo. Luego me dejo caer sobre él, recuperando el aliento contra su
amplio pecho, tambaleándome por lo que acaba de suceder.
CAPÍTULO TREINTA

T ODAVÍA ESTOY RESPIRANDO con dificultad cuando se pone de pie.


Toca algo en la sábana. Sangre, brillante y esparcida sobre sábanas
blancas. Se ve salvaje. Eso vino de mi cuerpo. De su áspero reclamo.
Su mano se curva en un puño.
—¿Gabriel?
Sin decir una palabra, va al baño. Estoy casi esperando que prepare un
baño como lo hizo antes por mí. O que regrese con una toalla húmeda.
Puedo sentirlo entre mis piernas.
Duele allí. Y sangra, aparentemente.
El sudor en mi cuerpo se enfría, y tiemblo en la cama. Sola.
Me siento un poco desorientada, como si hubiera bebido una botella
entera de Luz de Luna. ¿Qué acaba de suceder? Sexo. Acabo de tener sexo
con Gabriel Miller. Perdí mi virginidad con él.
Mis piernas están inestables mientras me pongo de pie, usando la mesa
lateral para sostenerme hasta que mis rodillas se quedan quietas. Luego me
dirijo al baño, donde la puerta está abierta. Gabriel está parado allí desnudo,
inconsciente, con los brazos apoyados en el borde del mueble y su extraña
mirada dorada enfocada en el espejo. Se está mirando a sí mismo. ¿Qué ve?
—¿Gabriel?
No se mueve.
—¿Qué quieres?
El filo de su voz me atraviesa.
—¿Vas a volver a la cama?
Me gustó la forma en que me abrazó la última vez, que me acurrucara
de manera protectora mientras me quedaba dormida. Necesito que vuelva a
hacerlo, especialmente con la extraña, lejana expresión en su rostro.
—Es mi cama —dice con voz brusca—. Yo pertenezco allí, no tú.
Respiro profundamente.
—¿Por qué actúas así?
—¿Así cómo?
—¡Como un imbécil!
—Lo siento si esperabas algo diferente, señorita James. Te compré. Te
usé. Ya terminé.
Doy un paso atrás.
—Entonces se supone que debo ir a mi habitación y sentarme allí hasta
que quieras volver a usarme, ¿no?
Se da vuelta para mirarme y se acerca un paso.
—No, no quiero usarte más. Ahora que te he tenido, he terminado.
Puedes irte.
Me quedo boquiabierta.
—Pero… un mes….
Parpadea y me recorre el cuerpo con la mirada, con admiración y
crueldad al mismo tiempo.
—Eres hermosa, pero hay muchas mujeres hermosas en la ciudad. Lo
único que te hacía especial era tu virginidad, y ya se ha ido.
El dolor es como un bloque de concreto en mi pecho que me pesa y me
imposibilita, respirar.
—Solo lo estás diciendo.
—¿Por qué solo lo diría? —pregunta, burlándose—. ¿De verdad te crees
tan especial? ¿Apenas una probada y tendría que seguir poseyéndote por
toda la eternidad? Debes tener una vagina bastante mágica.
La rabia se siente mucho mejor que el dolor.
—Bien. Finge que no hubo una conexión entre nosotros. Finge que no
disfrutaste la partida de ajedrez y… ¡el sexo!
Dos pasos y él está justo en frente de mí. Entonces me hala el cabello.
Me inclina la cabeza hacia atrás, y lo miro.
—Vamos a aclarar esto, señorita James. Disfruté el ajedrez. Disfruté el
sexo aún más. Pero solo eras un medio para un fin. Un peón.
Parpadeo, pero no puedo contener estas lágrimas. Me llenan los ojos y
caen en forma de gotas vergonzosas por mis mejillas. Me libera el pelo con
un sonido áspero.
—Nos acercamos demasiado —le digo con voz quebrada—. Tienes
miedo, porque…
—Encuentra excusas para mí. Porque papá tenía un prostíbulo nunca
aprendí a amar, ¿no es así? Dime, virgencita. ¿Creíste que podrías
arreglarme? ¿Creías que, si me ganabas en el ajedrez, aprendería mi
lección? Pero yo gané el juego, ¿no es así? Tú perdiste.
A través de las lágrimas veo el peón blanco tirado en la alfombra.
Descartado. Su utilidad ha terminado. Eso es lo que soy aquí: la hija de mi
padre, un objeto que compró para enviar un mensaje. Rota para llevar ese
mensaje a casa. Él puede ser todo, menos improvisado. Y ahora mi utilidad
se acabó.
Le miro la espalda mientras entra a la habitación, despidiéndome.
Recoge de la mesa la botella medio vacía de Luz de Luna.
¿Cómo pude preocuparme por él? Pero no importa. Aún me preocupo
por él, incluso ahora que sé que es el monstruo que temía. El corazón es el
enemigo más cruel de todos.
Con el corazón en la garganta, me muevo para irme. Estoy de pie con la
mano en la puerta, tratando de darle sentido. Pasé tanto tiempo pensando en
derrotar al minotauro que no consideré que podría dejarme ir.
No consideré que me hubiera gustado quedarme.
Parte de mí quiere ir hacia él, exigirle que me explique por qué me está
echando, para hacerle ver que tenemos algo más profundo. Pero apenas lo
entiendo yo misma. Es chocante darme cuenta de que he venido a cuidarlo,
a este hombre hecho de metal precioso y venganza, de madera tallada y
corazón herido.
Se supone que debo odiarlo.
Desde el otro lado de la habitación llega un terrible golpe que me hace
saltar. Giro para ver la gruesa botella de Luz de Luna hecha pedazos contra
la chimenea, un navío contra rocas puntiagudas, asediado por la tormenta.
Gabriel destruyó ese último recuerdo de su padre.
¿Cómo pude olvidar su violencia? ¿Cómo pude estar tan segura de que
no la usaría contra mí? El miedo corre por mis venas, frío y delgado. Puede
que no odie a Gabriel Miller, pero todavía le temo. Corro por los pasillos,
tratando de recordar el camino de regreso, tratando de encontrar la salida.
CAPÍTULO TREINTA Y UNO

M E GUSTARÍA ESCABULLIRME silenciosamente, pero no tengo auto. Tampoco


sé la dirección de la casa para llamar a un taxi. Considero la posibilidad de
usar la ubicación de mi teléfono para solicitar un Uber, pero estoy bastante
segura de que hay una cerca alrededor de la casa. No necesito otra discusión
como aquella con Justin.
Entonces, en una humillante caminata de vergüenza, bajo las escaleras.
La cocina está vacía, pero encuentro a la señora Burchett en una
habitación, leyendo un libro. Se pone de pie tan pronto como me ve.
—Oh, hola, cariño. ¿Tienes hambre? Puedo calentarte… —Sus astutos
ojos captan mi expresión. Hace un chasquido con la boca—. ¿Qué
necesitas, cariño?
—Creo que un taxi. —Me sonrojo, avergonzada porque seguramente mi
cabello y mi ropa arrugada revelan lo que acabo de hacer. Probablemente
incluso huela a sexo—. Él me ha dicho que me marche.
Sacude la cabeza como si amonestara a Gabriel.
—Te pediré un auto.
—No, solo un taxi….
Junta los labios.
—Él querrá asegurarse de que estés a salvo.
—No estoy segura de eso —murmuro.
Escribe algo en su teléfono, claramente tan eficiente con un iPhone
como lo es con un rodillo de amasar.
—Sé que puede comportarse como un oso, pero se preocupa por ti.
Me estremezco. Él me acaba de dejar claro que no es así, pero no tengo
ganas de explicárselo a la señora Burchett. «Debes tener una vagina
bastante mágica».
—No importa.
—Oh, pero sí importa —insiste—. Se aseguró de que tu padre fuera
atendido. Casi lo mata esperar hasta esa noche para enviar a alguien a
ayudarte.
—Él tenía que hacerlo. La subasta….
—Gabriel Miller no tiene que hacer nada. Lo arregló todo porque sabía
que necesitabas ayuda. Por eso envió a alguien para cuidarte, cuando supo
que había alguien vigilándote. —Lanza una mirada preocupada hacia la
noche oscura—. Imagino que hará lo mismo ahora que vas a regresar.
—Se equivoca. Ese guardia era de Damon, quien protegía su inversión.
Ella claramente no me cree.
—Bueno, ten cuidado de todos modos. El mundo está lleno de gente
peligrosa, señorita James.
Los faros parpadean desde el vehículo.
Esa es la historia de cómo termino en una limusina dos horas después de
perder mi virginidad.
El conductor no hace ninguna pregunta, lo cual agradezco. Cruzo los
brazos frente a mí, abrazándome con fuerza como si pudiera evitar
romperme en mil pedazos diferentes.
No estoy segura de a qué pensé que regresaría cuando salí hacia la
subasta. ¿Alguna posibilidad de una vida normal? ¿La universidad?
¿Matrimonio? Todo se siente tan alejado. Palabras imposibles. He perdido
el ovillo de cuerda en algún lugar del camino. Puede que me vaya a casa,
pero todavía estoy en el laberinto.
Todo lo que tengo conmigo es mi bolso. La señora Burchett me aseguró
que mi ropa y mis cosas serían entregadas mañana. «Él querrá asegurarse
de que tenga todo de inmediato.» O tal vez lo tiraría todo al fuego como el
Luz de Luna de su padre.
Saco mi teléfono, intentando fingir que no busco su nombre. Quiero que
me llame, que me diga que lo siente. Pero no lo hace. Hay muchas llamadas
perdidas. Ninguna de él.
Casi sin pensar presiono el último nombre. Harper.
—¿Dónde has estado? —exige ella.
—Eh… —Se me quiebra la voz, porque no sé cómo explicarlo. Ni
siquiera lo entiendo yo misma. Casi todos los mitos hacen referencia al
amor, la traición. El desamor. Verdades universales sobre las que he leído
miles de veces pero que aún no puedo comprender. Ninguna historia puede
explicar este dolor que se siente demasiado grande para mi cuerpo.
—Justin desapareció.
La conciencia se eleva como la marea, lenta pero inefable.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que nunca volvió a Yale. Conozco a un par de chicos por
allá. Uno que está en el equipo de navegación con él. Se fue sin avisar.
—Él vino a verme, pero…
Gabriel juró que no lo lastimaría. ¿Lo hizo? No estoy segura de haber
oído esa promesa de parte suya. ¿A dónde iría Justin si no volviese a la
escuela? Podría haberse quedado en la casa de sus padres en Tanglewood,
pero al menos habría enviado mensajes de texto a sus compañeros de
equipo. Incluso con el invierno arreciando, continuaron navegando.
Dejo caer el teléfono en el asiento. Se desliza hacia el piso cuando la
limusina frena.
Cuando el auto se detiene en la entrada, ya tengo la puerta abierta.
Las luces están encendidas en la casa aun cuando la rutina vespertina de
mi padre debería haber finalizado. Nadie debería estar aquí. Un hombre con
traje sale por la puerta principal. Corro hacia la casa, mi corazón se agita
con un nuevo miedo.
—¿Señorita James? —pregunta.
—Soy yo. ¿Qué está pasando? —Intento empujarlo a un lado para pasar,
pero bloquea mi camino—. ¿Dónde está mi padre?
—Soy el señor Stewart. Hablamos por teléfono.
Eso llama mi atención. Haciendo a un lado el pánico, me concentro en
él, en la expresión solemne en sus ojos. Se ve tan amable como sonaba en el
teléfono. Y preocupado.
—Dios. No.
—Su padre sufrió un infarto esta noche. Lo han llevado al hospital de
Tanglewood. Todavía no tengo los detalles, pero nuestro personal de
emergencias está interactuando con los médicos allí para asegurarse de que
tenga la mejor atención.
Él ha estado parado frente a la puerta, y cuando giro la cabeza, veo algo
amarillo pegado a la robusta madera. Me atrae, casi como si estuviera
hipnotizada. El señor Stewart todavía está hablando, algo sobre
complicaciones e intervenciones, pero solo es ruido de fondo.
En letras gruesas, el papel amarillo dice AVISO DE CONFISCACIÓN PENAL.
—¿Cómo es posible eso? —susurro.
La casa es parte de mi herencia, es de mi propiedad. Tío Landon dijo
que estaría a salvo. Desde el principio, me dijo eso. Protegida de los
crímenes de mi padre. La subasta debería cubrir los impuestos
inmobiliarios, el mantenimiento…, pero es demasiado tarde.
De alguna manera llego demasiado tarde.
La expresión de simpatía en el rostro del señor Stewart es lo peor que he
visto. Peor que la mirada cruel en el rostro de Gabriel cuando dijo las
palabras vagina mágica.
—Recibimos una llamada ayer que requería que el señor James
abandonara las instalaciones.
¿Papá lo sabía? —Se me quiebra la voz—. ¿Sabía que habíamos
perdido la casa?
Hace una triste pausa.
—Lo sabía.
Solo tengo una pregunta.
—¿Quién?
¿Tío Landon encontró una manera de violar la herencia, su venganza
por elegir la subasta antes que su propuesta? Me duele pensar en eso, pero
tal vez esa no sea la respuesta. Quizás sea mucho más obvia, y mucho más
dolorosa. ¿Gabriel Miller descubrió una manera de eludir la herencia y
tomar posesión de la casa?
Miro la hoja de papel amarilla, ya aplastada en mis puños. La abro
como si fuera un rollo antiguo, los secretos del tesoro perdido escritos en
pergamino. Hay jerga legal sobre desocupar las instalaciones, a eso se ha
reducido el legado de mi madre, a instalaciones.
Y luego lo veo, el nombre de la compañía junto a una dirección
corporativa.
Industrias Miller.
La compañía de Gabriel Miller. Lo que significa que ahora él tiene
posesión de esta casa. ¿Diseñó absolutamente todo esto? Una apropiación
despiadada, pero esto no es un negocio. Es personal. Debe haber sabido lo
que encontraría cuando me echó.
Y él fue quien contrató al señor Stewart. Gabriel pudo haber sabido
también del incidente coronario de mi padre. ¿Me había enviado a casa
como un gesto de retorcida amabilidad, sabiendo que ahora mi padre me
necesitaría?
«Pero yo gané el juego, ¿no es así? Tú perdiste.»
No, Gabriel no sabe cómo ser amable.
Me aferro a la única esperanza que tengo.
—Tiene que haber algo que podamos hacer. Enfrentarlo. Apelar. Esta es
mi casa. La casa de mi madre.
El señor Stewart niega con la cabeza.
—Tendrá que hablar con un abogado.
Un abogado, como el que no pudo salvar a mi padre de la desgracia. Ese
que se aseguró de cobrar cada centavo en restitución y sanciones. No nos
ayudarán.
—¿Qué sucederá? —digo, ahora desesperada—. Usted debe haber visto
algo así antes. ¿Qué sucederá con la casa?
—Depende —dice lentamente—. Pero en estos casos, donde la casa se
confisca para liquidar pagos adeudados, se pone a la venta. Será llevada a
subasta.
Mi corazón se aprieta pesadamente. A subasta, como mi cuerpo. Como
todo en mi vida, a la venta al mejor postor. Ya vendí mi virginidad, pero no
importó. Aun así, perdí la casa. Y mi padre podría morir.
Jaque mate.

* * *

¡Gracias por leer EL PEÓN! Espero que te hayas enamorado de Gabriel y


Avery. ¡Su historia continúa en EL CABALLO! Averigua qué sucede
cuando regrese a luchar por su familia.

El poder del placer…


Gabriel Miller me lo quitó todo. Mi familia. Mi inocencia. Mi hogar. Lo
único que me queda es la determinación de recuperar lo que es mío.
Él cree que me ha vencido. Cree que ha ganado. De lo que no se da
cuenta es de que cada peón tiene la oportunidad de convertirse en reina.
Y el juego acaba de comenzar.

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El Caballo
Extracto de El Caballo

A LA UNA de la madrugada me despierto con el sonido de una cabecera de


cama golpeando la pared, las vibraciones se disparan a través de los duros
resortes que me acunan. Es mi primera noche en el motel Rosa y Corona en
el lado oeste de Tanglewood. Los gemidos resuenan a mi alrededor como si
las finas paredes fueran altavoces de sonido envolvente y el gruñido del
hombre una fuente de graves. Apoyo la delgada manta sobre mi hombro,
con los ojos muy abiertos en la oscura habitación.
A las tres de la mañana, los chillidos me despiertan, con el corazón
palpitante y la piel llena de sudor. Me quito la manta de encima y me siento.
El movimiento rítmico de la cama es casi como una violación, como si mis
vecinos me estuvieran tocando.
No estoy segura de cuándo me dormí, pero al despertar estoy
acurrucada de lado sobre la sábana blanca, con los brazos cruzados sobre mi
cara. Los números rojos del despertador dicen que han pasado cuarenta y
cinco minutos.
—Sí… sí.. sí, nena, así.
Ahora está hablando más. Y tiene un ligero acento que no recuerdo
haber oído antes.
Porque no es el mismo hombre. La revelación me invade, junto con la
humillación por ser tan ingenua. La mujer de al lado no está teniendo
relaciones sexuales con su esposo en unas vacaciones de bajo presupuesto
por el centro de Tanglewood. Ella es una prostituta. Y estos hombres son
sus clientes.
—Lo haces muy bien, nena. No pares.
Renuncio al sueño, porque me siento un poco identificada con la
situación.
Hay una silla y una mesa de madera pálida bajo el respiradero. El aire
frío me roza la piel, trayendo consigo el olor a humo y un aroma que no
puedo identificar. Sobre la mesa cuadrada se encuentran todas mis
posesiones mundanas: la bolsa de red que utilizo para lavar la ropa en mi
dormitorio, llena de toda la ropa que me pude traer esa noche, y libros sobre
mitología antigua del semestre que abandoné. No tiene sentido
conservarlos, pero no pude dejarlos.
Un pequeño puñado de dinero. No es suficiente para pagar los
medicamentos de mi padre, mucho menos para salvar nuestra casa, pero
podrá pagar esta habitación de motel por unas semanas. La comida también,
si sé medirme.
—Ahora date la vuelta —dice el hombre de al lado, con voz desigual—.
Quiero ver ese culo por el que estoy pagando. Sí. Sí, así. Me encanta.
Los escalofríos que recorren mi piel no tienen nada que ver con el
respiradero que hay sobre mí. Pienso en la mujer con la que está, mi vecina
sin rostro. ¿Qué estará pensando ella ahora? ¿Qué siente? Vergüenza.
Culpa. Alivio. O tal vez es lo suficientemente inteligente como para
adormecerse con alcohol y no sentir nada en absoluto.
De alguna manera, ha sido fácil concentrarse en la supervivencia desde
que perdí mi casa, dónde dormir y qué comer. Cómo lavar mi ropa en la
lavandería con monedas pegajosas y pequeños paquetes de polvo de la
máquina expendedora. Fácil, porque sobrevivir es algo que realmente
podría lograr. Y ya he fallado mucho. Le he fallado a mi padre. Y peor que
eso: le he fallado a mi madre, a mí misma.
—No te resistas. Te quiero penetrar el culo. Está demasiado apretado.
Lo necesito.
Me arden las mejillas de vergüenza. Dios.
¿Está asustada? ¿Resignada? ¿Sabrá que puedo escucharlos? ¿Le
importa?
No puedo escuchar más.
Las paredes del baño brillan con algo que no se quita con químicos. Hay
residuos negros saliendo de las grietas, como si todo el lugar estuviera
dibujado con gruesos marcadores. Es asqueroso, pero al menos puedo abrir
el agua. El chorro cae sobre la gastada bañera de cerámica con un sordo y
oportuno ruido que casi ahoga el sonido del sexo proveniente de al lado.
Todavía con mi camiseta y mis pantalones para dormir, me acurruco sobre
la tapa del inodoro, con las rodillas debajo de la barbilla, y una leve neblina
proveniente de la ducha me cubre la cara.
En la constante caída de agua, no es la degradación de mi vecina lo que
escucho; es la mía.
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Acerca de la autora
Skye Warren es la autora más vendida según el periódico The New York
Times, por sus reconocidas novelas románticas contemporáneas como las
series Chicago Underground y Stripped. Sus libros han sido presentados en
Jezebel, Buzzfeed, USA Today Happily Ever After, Glamour y Elle
Magazine. Vive en Texas con su amada familia, dos dulces perros y un gato
malvado.

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Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas,
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de sus partes están prohibidos sin el expreso permiso por escrito de la autora.

El Peón © 2021 por Skye Warren


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Traducido por Guillermo Imsteyf
Proofreading por FSMeurinne

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