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La esquina del mundo.

Mylene Fernández Pintado.

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...nombre de la esquina del mundo donde te esperaría.

(Pedro Salinas, La voz a ti debida)

La esquina del mundo

El mecánico asomó la cabeza de abajo del carro para regañarme por estúpida,
por dejarme estafar por el mecánico anterior, que también me había regañado
por las trampas del precedente. Como siempre en estos casos, tenía dos variantes
disponibles. La primera, darle la razón de forma vehemente, lo que provocaba
un diálogo. La segunda, poner cara de infeliz burlada por una legión de obreros
del gremio. El resultado en este caso era un monólogo.
La muerte de mi madre me convirtió en la única heredera de un carro
inservible según los cánones internacionales, pero localmente satisfactorio.
Somos muy poco exigentes en materia de automóviles. Así mi "flamante"
moskvich del año 70 era todo un tesoro rodante.

-¿Eres escritora? -preguntó el mecánico.

Para los mecánicos, los escritores son gente que tiene siempre las manos limpias
y mucho dinero.

Para los escritores, los mecánicos son gente que tiene


siempre las manos sucias y mucho dinero.

Mi madre no me dejó dinero, aunque sí algunas cosas de valor. Un piano


vertical y muchas partituras. Era su música. Yo solo puedo disfrutar el pasear
las manos por las teclas y que me respondan sin mucha convicción. Pero lo
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considero el más propio de todos los objetos que se quedaron a mi alrededor,
indiferentes.

Heredé también las vajillas de porcelana, los cubiertos de plata, los manteles de
hilo. Cristalería de todos los tamaños y usos. Un sinfín de tesoros inertes, esos
que cuidamos en vida y que nos sobreviven casi siempre.

Y una inmensa soledad a los 37 años.

¿Cuál es el peso neto de un escritor? ¿Cuántos libros? ¿Cuántos premios?


¿Cuántas editoriales extranjeras? ¿Cuánta prensa a tu alrededor? ¿Cuánto
chismorreo? -me pregunté antes de responder al mecánico.

-No soy escritora- le dije mientras intentaba entender lo que hacía al carro y
prometiéndome que esta vez no me dejaría engañar.

No escribo cuentos, novelas, poesía. No publico libros, no gano premios, no me


entrevistan en ninguna parte. La gente no me reconoce por la calle. Nadie habla
mal de mí- pensé que habría sido la respuesta real.

-¿A qué te dedicas?-la voz salía de abajo del carro iluminado con una lámpara
rústica, seguramente inventada por él.

-Soy profesora de Lengua Española, en la Universidad.

Esperé el Ah de indiferencia, de quien hizo la pregunta por hablar algo, pero en


vez de eso el mecánico quería saber si me gustaba mi trabajo.

-No-y me asomé para comprobar eso que decimos aquí: Que los moskvichs
fueron hechos en jornadas dominicales de trabajo “voluntario” por los jóvenes
del KOMSOMOL leninista.

- Doy clases a los alumnos de primer año, así que tengo el aula llena de "genios"
que no han tenido tiempo de convencerse de que terminarán sabiendo lo
suficiente como para deprimirse ante cada palabra decentemente escrita-añadí.

-¿Y cómo te llevas con ellos? -continuó su entrevista desde las profundidades del
carro.

- Creo que piensan que soy muy gris-le dije como si supiera lo que ellos me
responderían- No hago proyectos con universidades extranjeras, no viajo, no

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conozco a nadie importante de ese mundo.

-Bueno, eso no importa. A fin de cuentas, eres la profesora. ¿Allá ellos, no?

-La verdad es que nada de eso me quita el sueño- mi respuesta era muy sincera.

-Con lo malo que está este carro, eres una muchacha muy valiente si te atreves a
andar así por la calle. No te has matado de milagro, mira esta dirección-se dijo a
sí mismo ya que era imposible que yo viera nada.

-Sí. Soy muy valiente.-La información tenía el objetivo de que no me creyera


una damisela desvalida y estafable.

No soy valiente. Por eso nunca he escrito nada que no sean apuntes de clases.
No sabría construir respuestas memorables si me preguntaran por proyectos
futuros, la literatura dentro y fuera de la Isla o cómo hago para escribir con
tantas ocupaciones.

No tengo ninguna ocupación fuera del sacerdocio docente. No tengo animales ni


plantas. Tengo libros pero esos viven aunque no les sacudas el polvo. Poseo una
habitación propia y todo el tiempo del mundo. Eso me condenaría a ser una
magnífica escritora desde antes de escribir la primera línea.

Hice todas estas reflexiones mientras observaba al desvencijado moskvich


jadear cada vez que el mecánico oprimía, aflojaba o enderezaba algo.

Olga, mi jefa, me citó para conversar al terminar las clases. Lo hacía a menudo,
convencida de que podía darme tareas de la cátedra. Yo era la única que no se
había embarcado en proyectos más ambiciosos y personales. Preparaba mis
clases como si fuera al catecismo y no miraba el reloj en las reuniones aburridas
en las que se hablaba de planes de estudio y del futuro luminoso de la facultad y
la lengua española.

Como siempre, no tenía apuro para irme. Vivo cerca de la Universidad y al


regreso, salvo las voces en la contestadora, mi contacto con el resto del mundo,
no me esperaba nada más.

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Al entrar en la cátedra, Olga sonrió maternalmente y me evaluó con la mirada.
Unas gafas severas enmarcaban su rostro de gorda adorable y contrastaban con
sus ropas de colores impresionistas. Pensé que Olga irradiaba vitalidad y
serenidad, como el mar y los girasoles. Le sonreí y me senté.

-Marian querida, hace tiempo que no conversamos. Es verdad que estás inmersa
en el trabajo como ya me gustaría que lo estuviera el resto de la cátedra pero
¿no crees que deberías proyectarte un poco más hacia afuera?

Como no sabía cuántos kilómetros abarcaba la palabra “afuera", la ubiqué en


un área que se estiraba desde una modesta facultad de provincias hasta el más
centelleante congreso de hispanistas del planeta.
-Sabes que estamos siempre en contacto con la Unión de Escritores, el Instituto
del Libro y las editoriales. Que muchos de nuestros profesores escriben-y aquí
Olga hizo un mohín que indicaba que ninguno era bueno.
- Otros hacen crítica y ensayo y estudian la Literatura para alguien más que los
alumnos-continuó. -Tú nunca has mostrado interés por esto, no conoces a los
que hacen la Literatura más que por referencias o saludos ocasionales. Yo no he
querido forzar eso pero es que últimamente no se me quita de la cabeza que lo
tuyo es timidez y me siento culpable porque no te lo he ordenado y tú no lo harás
por propia iniciativa.

Era una introducción llena de verdades, pero supuse que no me habría llamado
solo para sopesar nuestras culpas. Como estaba de acuerdo con todo y esperaba
lo que seguía, la animé con los ojos.

-Tengo aquí el libro de un escritor muy joven y sin ninguna formación literaria,
que ha ganado un premio para óperas primas-me mostró un proyecto de libro
pequeño, con una portada horrible- El presidente del jurado me ha pedido un
texto para el prólogo. Se harán quinientas copias inicialmente y se presentará en
todo el país. Y las primeras páginas, las introductorias, esas que darán la
brújula a los lectores, serán las tuyas. Dime niña ¿qué te parece?

Olga es vehemente y es profesora de literatura desde hace decenios. Por eso


habla así. Su ofrecimiento fue para mí como escuchar Gallimard, La Sorbona y
una gira por Europa. O sea, que me aterrorizó. Pero le dije que sí. Al menos
tendría algo que contarle al mecánico en la próxima visita, pensé con ironía.

Olga se sorprendió ante mi aceptación, lo cual arropó su teoría de que lo mío


era timidez y no falta de ganas de entrar en ese mundo. Y su culpa por no
habérmelo propuesto antes, engordó. Me entregó el libro. Su autor tenía
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veintidós años y salvo algunos poemas (imaginé que aún inéditos) no había
escrito nada más.

En la primera página, escribió un número de teléfono:


-Porque seguramente te hará bien conversar con él. Querrás preguntarle
muchas cosas y además es muy probable que seas tú quien presente el libro, al
menos aquí en La Habana. Será bueno que estén en contacto desde el inicio.

El esquimal, de Daniel Arco fue introducido en mi bolso y ese día caminé más
rápido. Como una gran prologuista caminaría con un gran libro en una ciudad
de metros, taxis y aceras anchas. Quería comenzar a trabajar inmediatamente.
Temía no ser capaz de escribir ese texto y la única forma de comprobarlo era
empezar a intentarlo.

El esquimal era también el título de uno de los cuentos y era de verdad muy
bueno. Un hombre ensimismado en sacar cuentas para ver si lograba comprar
un colchón con lo ganado en el mes, atravesaba la ciudad en medio de la
algarabía del 5 de agosto del 94. Entre gente que gritaba y corría. Entre la
defensa del orden y las ganas de ejercer poder. Entre la violencia de la situación
y la gratuita. En medio de la confusión que eran las calles de La Habana de ese
día, un transeúnte caminaba sin saber bien qué estaba sucediendo en esas aceras
en las que repetía una y otra vez cifras y sumas, sin darse cuenta de nada más. 

A pesar de que me recordó una historia ambientada durante los días de la


Guerra Civil española, en la que un pastor busca a su cabra entre republicanos y
rebeldes, continuó pareciéndome muy bueno. Y escrito con mucho cuidado para
ser alguien sin ninguna herramienta idiomática. Tendrá algún amigo gramático
que le enmendará esas cosas- pensé mientras hacía las primeras anotaciones.

Sentí sonar el teléfono muchas veces. Oía las voces que dejaban mensajes pero
no quería detenerme. A las diez de la noche decidí que merecía una botella de
tinto barato y fui a buscarla.

Desde que mi madre murió he vendido muchas de las cosas que quedaron en la
casa a un anticuario que las compra, imagino que con gran ventaja para él. Los
cajones y armarios quedaron repletos y poco a poco se han convertido en dinero:
el de comer algo no racionado, vestirse y beber un vino asequible los días de
fiesta.

Pensé en llamar a Marcos para compartir la botella.

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Marcos y yo estuvimos juntos muchos años. Y cuando terminamos lo que nos
dijimos fue que necesitábamos un receso. Creo que se dice eso para dejar la
puerta abierta. Si uno no encuentra a nadie más o nadie mejor, puede volver sin
reconocer que no ha sido capaz de rehacer su vida.

Después de más de un año sin vernos, nos encontramos en la compañía de


teléfonos donde yo pagaba mi factura y él recargaba su celular. Nos saludamos
con alegría y me dijo que andaba en negocios de refrigeración con una empresa
panameña y en otros menos fríos con una mujer panameña. Luego me invitó a
almorzar y me contó la buena suerte que había tenido y que yo rápidamente
asocié con el haberme eclipsado de su vida. Quizás él también. Y como era todo
maravilloso terminamos haciendo el amor. Le conté que mi madre había
muerto y que por lo demás, nada había cambiado.

Creo que de alguna forma le dije que no deseaba cambiar nada. Me devolvió a
mi casa en su Toyota y comenzamos vernos entre viaje y viaje. Era mucho mejor
así. No era más la culpable de sus fracasos y mis pocos éxitos no se debían a su
buena estrella irradiada hacia mi desafortunada persona. Ya no éramos una
honesta pareja que se abría camino sino amantes ocasionales y nada de lo que
nos sucediera era responsabilidad del otro. Nos iba mejor sin tantas
confidencias, así que decidí no llamarlo.

Llamé entonces a mi amigo el escribidor.


 
Sergio vive en una azotea de La Habana Vieja. Escribe a mano. Pone punto y
final sin oprimir teclas. La última página no está nunca iluminada por la luz de
una computadora o aprisionada en el carrete de una máquina de escribir, ni
siquiera en el de una vieja Underwood.

Con un bolígrafo desechable, publicidad de cualquier bar italiano o español que


le han regalado, escribe la palabra FIN. Junta doscientos pliegos de papel gaceta
escritos con letra menuda, los ata con soga de tendedera y los coloca encima del
único armario de la única habitación de la casa.

Tiene la cabeza rebosante de historias. Lo asaltan en los momentos menos


oportunos. Lo arrastran fuera de los sitios a los que va y lo llevan a su casa, a su
silla desvencijada. Y lo obligan a escribirlas.

Sergio no sabe qué hacer con tantas historias que tiene en la mente, en papeles,
alfombrando el piso como hojas de otoño, combando el armario. Nunca ha
estado al tanto de los concursos glamorosos, de las antologías, los editores y
traductores, los ensayistas, organizadores de eventos y periodistas.

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Escribe y se alivia como si cargara en sus espaldas fardos pesados que luego
deja reposar en el suelo. Publica en revistas oscuras de municipios casi
inexistentes, en suplementos ilegibles, periódicos editados por caridad, revistas
de esas que se compran para limpiar los cristales o envolver cosas.

Cobra miserias y sigue escribiendo sin importarle saber que existen lugares en
los que pagan nueve mil euros por un cuento y personas que los cobran.
Lanzamientos de libros que significan billetes, hospedajes y turismo en sitios
envidiables. Becas en castillos europeos, cocteles y fiestas. Luces, oropel y
lentejuelas. La fama y la fortuna, ese maravilloso dúo de suaves acordes y
benditas resonancias, nunca se enteraron de que en una azotea que mira al mar
alguien está siempre haciendo literatura porque no puede evitarlo.

Abrimos la botella y lo invité a comer. Aceptó pero solo si él compraba las cosas
y esta vez no logré convencerlo. Regresó con todos los ingredientes de una buena
pasta con salsa y contento, me explicó el porqué.

-Tengo un trabajo de “escribidor de cartas” como esos de las novelas de García


Márquez. Solo que menos romántico. En mi barrio las muchachas tienen
muchos amores de ultramar y necesitan inventar cantos de sirenas para atraer a
los del otro lado, aunque en estos tiempos vengan en aviones. Escribo sus cartas
de amor.

-El amor en esta ciudad. Bajo el cielo azul o naranja en el malecón-recité


burlona- Noches infinitas que comienzan en restaurantes, continúan en
discotecas y terminan en habitaciones rentadas, con aire acondicionado y
lamparitas que se apagan si las tocas con la mano-terminé y asentimos a dúo
sabiendo que las nuestras nunca habían sido así.

-Llegan y me cuentan las historias, algunas se han enamorado de los tipos, otras
de la vida que tendrán y las terceras hacen solo cálculos de que sea una buena
inversión. Yo convierto eso en amor. Porque supongo que está detrás de todo.
Amor a la aventura, a las ganas de irse, de comer delicatessen o tener carro, de ir
de compras y convertirse en el suministrador de la familia que queda del lado de
acá-continuó mientras comíamos.

-Al inicio lo hacía gratis pero ellas insistieron en pagarme con regalos o dinero.
Algunas ya se han ido. Me llaman o me visitan cuando vienen de vacaciones.
Otras están aquí y me presentan amigas que necesitan lo mismo. Parece un
trabajo seguro...y sin reuniones-terminó- Creo que esta vez me quedó muy

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buena la pasta.

Sergio leyó el primer cuento del libro mientras yo lavaba los platos. Le pareció
bueno, recordaba la historia española de que le hablé pero no se le parecían. No
dio mucha importancia al prólogo.

-Lo escribirás bien. Ya lo leeré cuando lo termines- me dijo antes de irse.

Marcos vino a casa a mostrarme su buena suerte con el pretexto de compartirla


conmigo. Trajo flores. -Es increíble que hasta las flores en dólares son mejores-
pensé ante aquel ramo esbelto que parecía traído de cualquier prado de otras
latitudes.
Las flores escoltaban una caja de chocolates y aquí concluí que estaba en
condiciones de hacer regalos tremendamente lujosos y anodinos. No me gustan
los chocolates y las flores que prefiero son las margaritas blancas, esas de "me
ama o no me ama". Creía que lo recordaba. Pero me pareció delicioso que lo
hubiera olvidado porque así era como si yo pudiera aprovechar las ventajas de
lo que lo conocía aún y sumarle las de que él casi no me recordaba. -Es un
desconocido conocido- me dije cuando nos metimos en la cama.

Tan importante como los actos preparatorios de hacer el amor, son las cosas
que haces después que acabas. Para los fumadores es muy fácil encender un
cigarrillo y mirar al techo. Para los amantes fugaces, mirar el reloj y apresurar
la retirada ante la angustia o la indiferencia, real o fingida, del otro.

Marcos no fumaba. Su mujer vivía en el istmo panameño y era una tipa


realmente ocupada, de esas que no llaman a los maridos por gusto ni a horas
inapropiadas. Habíamos comenzado a elaborar nuestro epílogo cuando sonó el
teléfono.

Marcos me hizo señas de dejarlo sonar pero en vez de olvidarnos de eso,


seguimos con el oído y la vista cada uno de los ring ring y luego la lucecita roja
de la contestadora hasta que escuchamos una voz femenina que decía: Parece
que no hay nadie, y luego el clic. Ningún mensaje.

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-Una de tus alumnas- sentenció. Hizo una llamada de trabajo, canceló una
reunión y me dijo que pensara dónde me gustaría cenar. Y acto seguido,
comenzamos a hablar de política.

La familia de Marcos tiene una bellísima casa en Miramar, el barrio más


aristocrático de la ciudad.

La primera vez que estuve allí me recibió su madre, reina del savoir faire.
Hablaba sin parar, no le interesaba saber de mí sino contarme de ella. Echada
en el sofá, balanceaba los pies descalzos de manera juvenil y movía la cabeza,
que ostentaba uno de esos cortes "descuidados" que tienen detrás horas de
cepillo y espejo. Era encantadora y se quejaba de todo.
De que era muy difícil encontrar gente que hiciera las cosas bien en estos días.
Gente que limpiara la casa sin hacer ruido y romper los adornos. Gente que
restaurara los cuadros y arreglara el jardín y el carro sin hacer chapucerías y
cobrar una millonada.

La historia real me la contó Marcos esa misma madrugada mientras,


hambrientos y enamorados, vaciábamos el refrigerador tratando de no hacer
ruido.

La abuela de Marcos era la criada de aquella casa, cuyos dueños originales


habían traído a La Habana los semáforos peatonales. Soñaban también con
ampliar la acera del malecón para poblarla de bistrots, sombrillas y de gente
que mirara, no el mar sino los carros modernos que pasaban a toda velocidad.
Trataron de poner semáforos peatonales también en el malecón pero el
Congreso les respondió que era “vía rápida” y que con los semáforos normales
bastaba. Era una tacañería del Congreso, pero ya sabían cómo movían el dinero
allí dentro.

La abuela de Marcos, descendiente de isleños de La Gomera, se casó con el


abuelo de Marcos, chofer del cadillac de la casa e hijo de asturianos.

La madre de Marcos nació en esa casa. O sea, en las habitaciones encima del
garaje, separado del resto de la mansión por un patio.

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Creció sin salir a la calle porque en el barrio no había niños pobres y no podía
jugar con los ricos. Pasó su infancia mirando al hijo de los patrones crecer
malcriado y precioso, rompiendo juguetes, carros y corazones de muchachas
vestidas con ropas caras, que se citaban en el Country y el Yacht Club y pasaban
los weekends en Miami o Varadero.

Mientras, ella había terminado la secundaria en una escuela lejana y lastimosa,


estudiando mucho y deseando que los rumores de estudiantes que protestaban
contra los abusos y de jóvenes barbudos que tomaban montañas y se jugaban la
vida para que ellos fueran más felices, fuera cierto. Sus padres no hablaban de
política. Eran pobres y eso era un asunto de economía y no de ideologías, decían
mientras servían con los ojos bajos y agradecían cada vestido viejo, sobra de
cenas o regalo barato.

En los primeros meses del 63, ya los dueños se habían hartado de negros, de
consignas y de que el proyecto de los bistrots del malecón fuera declarado
prostitución de la ciudad y desterrado definitivamente del futuro de La Habana.
El barrio se vaciaba. Los cadillacs, chevrolets y pontiacs partían diariamente
llevando a bordo a los que abandonaban el país con ojos llorosos y maletas
pesadas, despidiéndose de los que los abrazaban y partían el día siguiente al
mismo destino: Miami. Volveremos, era la frase que animaba todas las
despedidas y los intercambios de esperanzas.

Poco después, en medio de gran jolgorio popular, llegaron personas con


manojos de llaves y quitaron los sellos que ellos mismos habían colocado.
Abrieron las casas y las revisaron, declarando que los muebles pasaban a
Recuperación de Bienes y las casas, al Instituto de Reforma Urbana.

A partir de entonces comenzaron a arribar nuevas familias que traían, a su vez,


parientes venidos de sitios innombrables. Cantaban marchas, bailaban a toda
hora, colgaban banderas e insistían en saludarlos llamándolos compañeros. Los
invitaban a reuniones, trabajos de domingos por la mañana y mítines para
insultar a los americanos, hablar mal de los ricos y anunciar al que no quisiera
Socialismo que se fuera.

Los dueños de la casa fueron resistentes. Conocían gente en el nuevo gobierno,


hasta habían comprado bonos una vez para financiar un proyecto de autonomía
universitaria. Algo les decía que la efervescencia languidecería y las aguas
tomarían su nivel. Salían poco y hablaban mucho con los recién llegados a
Miami, que los llamaban para contarles que la cosa no estaba resultando tan
fácil, había que trabajar y muy duro.

Las reflexiones sobre el futuro familiar se aceleraron cuando el hijo llegó a la


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casa vestido de miliciano y con una mulata sonriente. Sin pedir permiso, ella se
sentó al piano que nadie tocaba y ejecutó una contradanza que él acompañó
haciendo percusión en la banqueta del piano y los muslos de la pianista.

Unos meses después partían como últimos guardianes del barrio y nadie los
despedía, si bien todos los miraban a través de persianas entreabiertas y cortinas
levemente descorridas.

Dejaron a la familia de la madre de Marcos a cargo de la casa, con muchas


instrucciones para cuidar todo hasta el regreso.

Los abuelos de Marcos no se atrevieron a sentarse en el comedor. Comían en la


cocina y usaban sus propios platos de loza ordinaria mientras lustraban la
vajilla diariamente. Las sábanas y toallas, manteles y servilletas se coloreaban
de amarillo en armarios y cajones.

Dormían todos en la misma habitación, la de los invitados, y mantenían las


puertas de los cuartos principales cerradas. No hablaban con nadie por temor a
ser interrogados y su silencio de siervos fue interpretado como altanería de
propietarios. Nunca invitaron a nadie a la casa ni se atrevieron a ir a las
reuniones de vecinos por temor a traicionar a aquellos que habían depositado en
ellos su confianza. Años más tarde, la leyenda los convirtió en los propietarios de
esa casa y antiguos poseedores de otras muchas que les habían sido expropiadas.
Nunca abrieron la boca para desmentirlo y murieron pisando suelos ajenos, sin
hacer ruido y sin usar la lavadora.

La madre de Marcos tenía 22 años cuando regresó del cementerio, luego de


enterrar a su padre en la bóveda de esa familia que ya era la suya. Y pensó que
si hubiera aprendido a conducir habría regresado en el cadillac y no en una
guagua desvencijada, llena de sudores y risas populares.

Entró en esa casa que sus padres le prohibieron considerar propia y sintió que
pisaba más firme. Abrió puertas y ventanas, descorrió cortinas y violó la
oscuridad de museo de la casa con la luz de un invierno falso.

Se acordó entonces de las navidades y desenterró el pino plástico gigante que


constituyó durante muchos años su imaginario navideño. Pasó la tarde bajando
de los closets cajas repletas de bolas, guirnaldas, reyes magos y animales del
establo. Cuando decidió que merecía un descanso se dirigió al bar de la casa y se
sirvió un cognac de una botella sellada y antigua, en una copa finísima. Se sentó
en la butaca más cómoda, la de beber y leer el periódico, y la felicidad la
envolvió.

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También ella nacía en esta Navidad, con la oportunidad de inventarse el pasado
y planificar el futuro. Terminados los estudios medios, no había hecho nada más.
Pero leía los periódicos, veía los noticieros y estaba al tanto de muchas cosas. Y
sabía coser, algo muy importante en la Cuba de los sesenta.

Colocada frente al armario que contenía ropa de los ausentes y consultando las
modas de Vanidades, se dedicó a aprovechar a su favor cada milímetro de tela
cara.

Durante las semanas siguientes, la madre de Marcos se fabricó un magnífico


guardarropa de su talla. Calculó que meter un poco de algodón en los zapatos no
era un gran sacrificio si ganaba estar elegantemente calzada y a juego con las
bolsas de todos tamaños y colores que colgaban en las perchas del cuarto
vestidor. Los espejos la reflejaron alta, delgada, con cara y gestos de muchacha
mimada por la vida. Y decidió que era hora de salir a jugar sus cartas.

No fue difícil pasar la propiedad de la casa a su nombre. Contaba con todos los
papeles que acreditaban justo lo que la Revolución exigía. Que se convirtiera en
la propietaria del lugar donde antes fue solo una sirvienta. Y que todos los
objetos de la casa le pertenecieran por orden del cambio de cosas a favor de los
que nunca antes habían tenido nada.

Eso fue lo que le aseguró el joven que la atendió. Muy joven para ocuparse de
esas cosas -Pero hay que hacer de todo compañera-le dijo mientras sonreía.-Yo
soy de San Luis, en Oriente, y aquí estoy ayudando. Por las noches hago un
curso preparatorio para estudiar Economía Política. Hay muchas oportunidades
para todos y usted debería aprovechar ahora que es joven y tan bonita.

La madre de Marcos no desoyó el consejo respecto a las oportunidades, la


juventud y la belleza que la asistían en una ciudad en la que las mujeres
intentaban a fuerza de mil inventos no quedarse atrás, pero en la que la moda
comenzaba a llegar solo en forma de revistas y fotos de la Florida.

El padre de Marcos estudiaba Comercio para hacerse cargo del negocio de su


padre, un taller donde se imprimían desde postales hasta vallas publicitarias. A
pesar de que era casi familiar, habían gozado de una muy buena vida. Le
enseñaron el valor del trabajo que hermana a los hombres y de la honestidad de
ganarse el pan honradamente, sin explotar a los demás. Cuando las leyes de la
Revolución se posaron sobre el negocio privado, el abuelo de Marcos lo entregó,
contento de que engrosara el patrimonio de una sociedad que enarbolaba los
principios en que había educado a sus hijos.

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Ese mismo entusiasmo hizo que el padre de Marcos abandonara sus estudios de
Comercio para dedicarse a cuanta obra de la Revolución necesitó de sus
conocimientos o de su disciplina. Construyó presas, cortó caña, instaló teléfonos,
sembró café, envasó chocolates y este dispar curriculum terminó con un
nombramiento de Cónsul en el Madrid de Francisco Franco.

La madre de Marcos llegó a su vida a tiempo para convertirse en consulesa


consorte. Se subió a un avión por primera vez y se fue a Europa. Vio Las
Meninas, La Alhambra y la Sagrada Familia. Comió turrones y jamón ibérico.
Bebió sidra y cava. Condujo un Seat 600. Compró en Galerías Preciadas y El
Corte Inglés. Conoció París, Venecia, Lisboa y mantuvo la recién aprendida
gestalt de aristócrata condescendiente con la Revolución.

Después de seis años en la primera trinchera del primer mundo, regresaron. La


situación había cambiado mucho y la madre de Marcos se dio cuenta de que
escaseaban más cosas que antes y que todo era ruso y feo.

Odiaba los rusos de manera lapidaria. "Gente gorda que comía cosas grasientas,
hacía películas de guerra y dibujos animados horribles". Así Marcos creció en la
dualidad de la educación estatal por un lado y la de su madre por el otro. Los
soviéticos eran un pueblo valiente y solidario en el patio de la escuela y unos
rusos apestosos e incultos a la hora de la merienda en la casa. Ana Karenina era
aplastada por Emma Bovary, Kandinsky por Miró y El Ermitage por la
Accademia di Venezia. Nada bueno había allí.

El padre de Marcos estaba muy ocupado entre viajes y reuniones y la educación


de Marcos la lideró, con toda libertad, su madre. Le dio lecciones de vida y le
explicó que lo más importante era ocuparse siempre y mucho de uno mismo.

Es por eso que para Marcos, la justicia social se mide por un rasero muy
particular. Y el Producto Social Bruto del país y su crecimiento económico,
equivalen a los billetes de su portamonedas. La paz y la ecología, la religión y las
corrientes filosóficas, militan en las escuelas de sus estados de ánimo. El mundo
va a la velocidad de su cuenta millas y el futuro del planeta se parece demasiado
a sus proyectos para el próximo fin de semana.

Llegué al aula y me senté a esperar por los alumnos, mientras revisaba las notas
de clase. Una vez demoré cinco minutos y escaparon con el pretexto de que
habían esperado los quince minutos reglamentarios sin que yo apareciera.

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Los miraba entrar poco a poco, como palabras divididas en sílabas y me repetía
que yo también fui una estudiante de primer curso y que ningún universitario es
tan pedante como los que empiezan. Se sienten muy especiales. Les importa más
estar en la Universidad que lo que hacen allí.

Y el aula es como la viña del Señor. Compuesta por los que quieren demostrar
que se las saben todas, los que se acercan a mi mesa todos los días a comentarme
cualquier cosa para que los recuerde a la hora de los exámenes. Los tímidos
inteligentes, los snobs estúpidos, los tímidos estúpidos y los snobs inteligentes.

Y como un buen pastor, he aprendido sus nombres enseguida. Se supone que


eso les hará sentir más relajados, aunque a veces pienso que están demasiado
cómodos y creen que me hacen un favor viniendo a clases. Al inicio es siempre
así. Luego terminan por caerte bien, justo cuando se van.

Ana interrumpió mis reflexiones con una sonrisa y una pregunta. Es alta, con
el pelo largo y unas mechas rubias a las que desmienten un par de ojos
negrísimos. Aunque no es bella, gusta mucho y lo sabe. Es amiga de los del
último curso, de algunos profesores, baila en el grupo de tap de la facultad y
espera que la vida le dé la oportunidad que está convencida de merecer. Como
estudiante, es buena sin ser especial.

-Profe, ¿usted está escribiendo el prólogo de El esquimal?

-Sí. ¿Conoces al autor?

Bingo. Era la pregunta que Ana esperaba.

-Estamos juntos desde hace unas semanas. Daniel es una persona muy
inteligente y nos va muy bien. Ahora está escribiendo una novela, es una historia
maravillosa.

La clásica joven deslumbrada por el talento de un amante bohemio. Sonreí ante


estas confidencias que no pedí.

-¿Qué le parece el libro? ¿Le gusta?

-En general sí. Justamente pensaba llamar a Daniel Arco en estos días para
hablar con él.

-Nosotros la llamamos hace poco, pero respondió la contestadora y no dejamos


el mensaje. Él está muy interesado en conocerla.

-Yo también. Ya te diré cuándo para ver si puede ser.

Me levanté para indicar que finalmente tenía el mínimo indispensable de


alumnos para una clase.

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Ana se retiró feliz a su silla. Seguro que no atenderá nada, piensa solo en que
hoy tiene una buena noticia para llevar a su amante escritor-pensé. Pero decidí
no dejarla saborear ese momento por anticipado y la obligué a trabajar como al
resto del aula. En estos casos me digo que lo hago por su bien pero sé que les
estoy negando el tiempo de soñar y los condeno al aquí y ahora de una tarde
aburrida de Literatura muerta y enterrada. Pero soy la profesora.

Al día siguiente entregué a Ana un sobre.

-Dale esto a Daniel Arco. Ahí esta también la fecha de un posible encuentro. Si
está de acuerdo, que me lo mande a decir contigo o me llame a la casa.

Ana tomó el sobre y vio que estaba cerrado. Me molestaba tener a una alumna
metida en esto. Habría preferido que esta nueva etapa de mi vida no tuviera
testigos de la otra pero no podía evitar que Daniel Arco se acostara con mi
alumna. Y sobre todo, que ella encontrara maravillosa su Literatura de
principiante.

Marcos y yo nos volvimos amantes después de vivir juntos y separarnos. Lo más


raro fue que el éxito de este nuevo tipo de relación no partió de lo que nos
conocíamos sino de lo que nos habíamos olvidado. Evocábamos el pasado como
quien recuerda escenas de un filme visto hace tiempo. Nadie quería más.
Marcos, porque tenía organizado un futuro en el que no había espacio para mí y
yo porque no pensaba en el futuro y no había organizado siquiera el pasado en el
que estuvimos juntos.

Sonó el teléfono y Marcos hizo un ademán de responder. Le dije que no y rió, le


parecía gracioso no poder declarar su presencia.

Era Lorena, mi más vieja amiga. Lorena odia hablar con la contestadora así
que su primer párrafo es siempre el mismo, con ligeras variaciones.

-Hazme el favor de mover el culo y coger el jodido aparato. A lo mejor estás


parada ahí como una imbécil sin responder. Imagino que ya te diste cuenta que
soy yo y no un pervertido para proponerte indecencias, que bien que te vendrían
con lo sosa que se volvió tu vida desde que te juntaste con aquel. Por cierto sé
que te acuestas de nuevo con él, como si no hubiera más pingas disponibles en
esta ciudad donde lo que más se hace es templar. En fin, que me llames en
cuanto puedas.

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Marcos rió porque Lorena no era ya la persona que deseaba conquistar como
cómplice. Mientras estuvimos juntos trató de ganarse su confianza de todos los
modos posibles hasta un día en que ella le gritó que todo en él era tan falso que
estaba segura de que era el único hombre en el planeta que fingía los orgasmos.
A lo que él respondió llamándola “hormiga con suerte de cigarra”.

Lorena es pintora y escultora. Para Marcos, una loca ridícula sin futuro. Está
convencido de que el arte es algo que ningún contemporáneo medianamente
inteligente debería ejercer. Ya están hechas La Gioconda y El Jardín de las
Delicias, se compusieron La traviata y la Gran Misa. Ya fueron concebidos
Hamlet y Tío Vania. Y se escribieron Don Quijote y En busca del tiempo perdido.
Y aunque la Literatura le merece menos desprecio, los hacedores de esas cosas le
parecen caminantes menores, entretenidos en las curvas del camino sin pensar
en la meta. Ahora que está al alcanzar la suya, los evalúa con compasión
disfrazada de tolerancia.

Lorena volvió a la carga desde la contestadora:


-Se que estas ahí, revolcándote con ese payaso en dólares. Espero que le abras la
puerta a BiDi, lo mandé a llevarte las últimas pinturas para que las pongas a
secar en alguna parte, yo ya no tengo espacio y me es muy difícil protegerlas de
los juegos de los niños.

La tolerancia disfraz de la compasión de Marcos, se apagó bruscamente. Hizo


un gesto de fastidio y me miró, regañándome por chapotear aún en las mismas
aguas, estancadas y contenidas en charcos pequeños y eternos. Se vistió en
silencio. Recogió esas cosas que ahora lo acompañan siempre: su lap top, el
celular, la corbata, el portafolios y se fue, con prisa de conejo blanco, hacia el
resto del mundo.

Lorena es la tipa más popular de La Habana. Cuando éramos jóvenes, era la


brújula que marcaba el norte magnético de la ciudad cada sábado por la noche.
Y ahora, su casa es como la plaza central de una cittá vecchia. Un sitio de paso
obligado.

Tiene el don de aglutinar gente, de decidir por todos sin que ninguno se sienta
obligado por ella. A su alrededor todo el mundo se siente cómodo y relajado.
Sabe reunir personas, presentarlas e introducir conversaciones. Una verdadera
pérdida para la diplomacia cubana si no fuera tan mal hablada.

Cuando era niña pasaba las horas dibujando círculos y rayitas, puntos y rabitos

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rojos, azules, negros. Soles, cucarachas y lunas. Su madre no mostró los dibujos
a nadie. No la matriculó en un curso de Artes Plásticas ni se preocupó porque
tuviera buenos lápices de colores. Esperó pacientemente a que, ya más grande,
tuviera un oficio serio.

Lorena siguió pintando, esculpiendo y grabando con tanta seriedad que su


madre comenzó a hojear libros de pintura. Su desinterés por los trabajos
infantiles de su hija se transformó en la veneración más absoluta y comenzó a
detectar en los bocetos huellas desde Giotto y El Bosco, hasta Klee y Miró.

El primer marido de Lorena salió un domingo por la mañana a jugar dominó


con unos amigos en La Habana Vieja, mientras ella modelaba un nuevo David,
que se llamaría David Revisitado, con un pene más acorde a su estatura. Por la
noche, mientras Lorena desistía de las nuevas medidas de la escultura y se
convencía de que Michelangelo sabía lo que hacía, la llamó para decirle que
estaba aún jugando dominó y tomando cerveza con sus amigos pero en La
Florida así que no había posibilidad de regreso a casa. Desde
entonces, no ha sabido más de él. Nosotras bromeamos siempre con en qué fase
del partido estará. Y deseamos que pierda.

El segundo era un psicoanalista deprimido que se hacía biorritmos y cartas


astrales, cuadrículas de Hischmann y pirámides energéticas como guías vitales.
El venerar tantas doctrinas lo había privado de la más mínima libertad de
acción. Hacer el amor se convirtió en una cábala que se insertaba en la Teoría
del Caos y dependía de la bolsa de Zurich o las elecciones en Chechenia .

Se apuntó en un curso de “angustia lacaniana” y la elevó al rango de objetivo en


la vida. Cualquier intento de Lorena de hacerlo reír era tomado como un boicot.
Se comunicaba con el resto de los angustiados del planeta y se centró en
Escandinavia y su alto índice de suicidios. Finalmente, contactó un filósofo
noruego a quien le parecieron muy interesantes sus experimentos con su propia
persona y le propuso retirarse a los fiordos para observar sus reacciones en
ausencia de sol. Viajó, se le pasó la depresión, se enamoró del filósofo noruego y
se fueron juntos a Australia a hacer surfing para demostrar la importancia del
ejercicio físico en la liberación de endorfinas y el aumento de la líbido.

Lorena pinta, malcría a sus hijos, maldice todo y tiene un corazón, unas manos y
un nuevo marido de oro. Bienvenido Dimeadiós.

BiDi se obsesionó con los viajes desde un suceso que marcó su vida en mayo del
68. Entonces, él tenía diez años y el resto del mundo era solo algo que el noticiero
comentaba a los adultos de su casa cada noche.

Sus tíos, felices poseedores de muchas cosas, tenían un hijo, que era lo más
importante para ellos y BiDi.

BiDi y su primo nunca se pelearon. Compartieron todo con la magnanimidad

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que no logran asumir los hermanos y se defendieron en la escuela y fuera de ella
como si cada uno fuera a la vez samurai y señor del otro a la vieja usanza
japonesa.

Todos los domingos, los tíos planificaban un paseo con cestas de mimbre,
manteles de cuadros y un arsenal de chistes que el tío coleccionaba durante la
semana.

Esta vez, BiDi no fue invitado. Le dijeron que había que levantarse muy
temprano, que el viaje era demasiado fatigoso y le prometieron que iría sin falta
en la próxima oportunidad.

Empecinado en no quedarse en su casa, donde los domingos sin tíos eran como
lunes, BiDi pasó la noche despierto mirando el reloj de cuco.

Vio salir muchas veces el pajarito de madera. Hasta que se quedó dormido, eso
que llamamos “un pestañazo”, un abrir y cerrar de ojos en el que desapareció el
chevorolet que se llevaba a sus tíos y primo rumbo a un domingo sin él.

El lunes hubo prueba de matemáticas en la escuela. BiDi esperó a su primo para


soplarle las respuestas como siempre. En cambio, él recibía jugosas
informaciones sobre las divisiones en sílabas y las palabras esdrújulas. Pero su
primo no apareció y cuando la maestra le preguntó, solo dijo “no lo sé, ayer no
lo ví”. Todavía recuerda que en aquel momento tuvo ganas de llorar.

El primo de BiDi no fue a la escuela el día siguiente ni los otros y él aprobó el


examen de lengua española “por los pelos”. Así le dijo la maestra, colocando en
el aire muchos signos de admiración que tenían la función de despreciarlo en
privado y avergonzarlo en público.

BiDi no preguntó adónde había ido su primo esa madrugada de domingo ni


cuándo regresaría.

Un año después llegó la primera foto en una playa. El primo era más alto, más
gordo y más rosado. También los tíos eran gordos y rosados. Y la máquina era
más grande y también rosada. La foto estaba dedicada por su primo, en un
español lleno de faltas de ortografía y mezclado con palabras en inglés.

BiDi aprendió el español en la escuela para poder examinar sin su primo y el


inglés por su cuenta para poder comunicarse con él. Nunca negó que se escribían
frecuentemente y que tenía su habitación llena de fotos en las que el primo
crecía y engordaba como si comiera una poción mágica con aspecto de
hamburguesa.

Cada vez que tenía que llenar un formulario, no faltaba nunca la pregunta de
tiene familiares en los Estados Unidos-cuál es el parentesco-mantiene relaciones

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con sus familiares en los Estados Unidos. BiDi escribía siempre Sí. Nunca fue
vanguardia, jamás le dieron un sello por buena conducta, ni lo nombraron
joven comunista, integrante de la banda de la escuela o del equipo de basquet.
Cuando terminó el Pre-universitario, habían cambiado las leyes y los que se
habían ido venían a ver a los que se habían quedado. Les compraban
ventiladores y grabadoras y les traían kilos de ropas y zapatos. La veda fue
cancelada pero los tíos declararon que su salida definitiva del país no incluía
siquiera visitas a la Isla y nunca regresaron para no dar su dinero a los
comunistas de aquí.

Los viajes, ya fueran en la alfombra de Aladino, en El Rey del mar de Salgari o la


nave espacial de Jules Verne fueron su obsesión desde aquel domingo lejano.
BiDi llenó su habitación de mapas y se volvió culto saciando su curiosidad por
saber o imaginar qué había del otro lado del mar que comenzaba en todas las
costas de la Isla. Su futuro se discutía entre pronósticos esperanzadores:
marinero, embajador, cosmonauta...

Pero su inquietud se detuvo en las orillas de esta playa inmensa que nos
estrecha. En los confines, en las fronteras, en el límite de los adioses y las
bienvenidas y luego de estudiar una ingeniería en transporte, desempeñó las
siguientes labores:

Piloto de puerto para conducir cargueros, cruceros y petroleras en el puerto de


La Habana, pasando frente al Morro y La Cabaña y bordeando el malecón.
Sabiendo que en el barco que guiaba estallaban las frases de la sorpresa del
arribo o el alivio de la partida.

Controlador aéreo para cuidar los aviones en el pedazo de cielo que cubría la
Isla, imaginando los pasajeros con las narices pegadas a las ventanillas.

Chofer de los autobuses que llevan a los viajeros hasta la escalerilla del avión o
al interior del aeropuerto, viéndolos dar el paso inicial o final en el suelo del país.

Más tarde, consiguió un puesto de guardián frente a una oficina de inmigración.


Sentado en su silla con un libro de viajes, una botella de agua fría y un pan con
cualquier cosa para abandonar su puesto lo menos posible, observaba a estas
personas que imaginaban y querían saber lo que había al otro lado de la
primera ola de playa.

Llegaban de madrugada para obtener los primeros lugares en la cola.


Arribaban armados de paciencia para esperar y de firmeza para no dejar pasar
delante a ninguno. No siempre era fácil mantener el orden porque una vez que
tenían el puesto se alejaban de la zona en busca de un sitio para dormir un poco.
BiDi trató de ayudar haciendo de juez de paz en algunos casos, teniendo el
puesto de los que se alejaban por un rato, custodiando las listas en las que la
gente se inscribía por orden de llegada.

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Nada de esto funcionaba. A la hora de apertura de la oficina, la magia de la
puerta abierta, señal de que se acababa la espera nocturna y comenzaba la
diurna, trastocaba los cerebros soñolientos de los esperadores y las colas se
deshacían. Cambiaban los números, los nombres de las listas y en ellas
aparecían nuevos encabezadores que parecían acogerse a la máxima bíblica de
que los últimos serían los primeros.

Este coro principal, tenía como fondo los pregones de quienes se ocupaban del
avituallamiento de los aspirantes a entrar. Vendedores de café, té, cigarros,
cervezas, bocaditos, pasteles, caramelos y aspirinas. Mecanógrafas que llenaban
los formularios. Fotógrafos que hacían fotos de visa o pasaporte. Taxistas que
recorrían el via crucis de sellos, cartas, bancos, documentos de identidad,
certificados de nacimiento, de divorcio, matrimonio o defunción.

BiDi leyó atentamente las indicaciones que rezaban en un mural a la entrada de


la oficina y después se informó, estudiando las leyes que sostenían estas reglas.

Así se convirtió en la persona más importante del lugar. Su rostro siempre


amable invitaba a las andanadas de preguntas. Explicaba los trámites,
simplificaba los pasos a seguir e indicaba los horarios de bancos, correos y
agencias de viajes.

Por otra parte, era perfecto para recibir los improperios ante un sistema de
procedimientos que no complacía a nadie. Trataba de enfriar los ánimos
caldeados, animar a los deprimidos y gozar con la alegría de los que,
terminados los trámites, se despedían de él.

- ¿Para qué es esta cola?- le preguntó Lorena el día que se conocieron.

BiDi vio ante sí una persona vestida como quien ha abandonado


apresuradamente y por unos minutos las labores hogareñas. Lorena conservaba
el delantal que usa para pintar, en el que destacaban manchas de todos los
colores de la paleta.

-Para viajar-le respondió sonriente.

Lorena miró los ojos de BiDi , incapaces de trampas. Contempló de nuevo la


cola y preguntó:

-¿Adónde?

Sorprendido de la inocencia de Lorena respecto a una de las oficinas más


populares de la ciudad, BiDi le explicó que necesitaba una carta de invitación del
país adonde quisiera ir. Podía ser cualquiera donde habitara alguien dispuesto a
pagarle los trámites del viaje, el billete aéreo y los gastos de estancia.

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Luego le recomendó algunos destinos remotos y menos frecuentados porque al
no ser de los más visitados por cubanos resultaba fácil la obtención de una visa.
Ya las embajadas más solicitadas desconfiaban de cada uno que se proclamaba
interesado en familiares, amigos, amores o estudios. Estaban hartas de estos
cubanos que no eran del primer mundo ni del tercero, inmigrantes ni
ciudadanos. Gente que escapaba de su país para ir a contar a los demás lo bueno
que era todo allá. Y que terminaba catequizando a los del otro lado, haciendo
emporios de su nostalgia y aprovechando todas las ventajas del nuevo lugar,
siempre con una mirada desdeñosa y melancólicamente altiva.

Lorena miraba la cola como a un cuadro de Miró. Sonrió a Bidi, queriendo


demostrar que había seguido atentamente cada palabra, e hizo una última
pregunta:

-¿Y qué reparten aquí? ¿Visas o billetes de avión?

-Pasaportes y permisos de salida-respondió BiDi y una vez más explicó pasos,


reglas, requisitos, plazos y precios hasta que su voz se volvió un susurro de
enamorado en el banco de un parque otoñal.

BiDi me cuenta muchas cosas del exilio, un cliché en esta Isla tan con vista al
mar que el instinto de atravesarlo es casi una epidemia incontrolable. Pero los
clichés no son más que certezas repetidas.

Dice que a los que se van les falta siempre algo. Quizás son los otros. No importa
cuantos amigos encuentres allí donde llegas. Siempre añorarás a alguien. En
otros lugares el cielo es también muy azul, hay calor, mar y buenos aguaceros
pero a ese espacio le falta el tiempo. Ese que continúa pasando ya sin ellos y
descascara las paredes, madura las fotografías y entierra a los viejecitos de la
casa de la esquina.

Está convencido de que ni siquiera los que luego de irse han triunfado y gozan
de éxito profesional, mastercard y gasolina superplus son felices. Todos han
dejado acá lo más importante, que en cada caso se llama de manera diferente.
Porque el sitio perdido es como el tiempo pasado. Contiene todo lo que nos
gustaría que hubiera sido.

Entramos en la habitación de mi madre, vacía de muebles, donde se agitan unas


cortinas blancas levísimas que matizan el azul de las paredes. Comenzamos a

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colocar en el suelo las pinturas de Lorena.

Sonó el teléfono. BiDi sabía mi liturgia. No le parecía risible como a Lorena. Me


acompañó a mirar el aparato que enciende siempre tres veces la luz roja antes
de que sintamos la voz.

-Marian, soy Daniel Arco, nos vemos mañana a las cinco.

BiDi me miró interrogativamente y le conté.


-Es joven y parece nervioso aunque ha tratado de disimularlo- me dijo.

-También yo lo creo-respondí.

Y me pareció raro que se sintiera tenso por mi causa. Casi olvidé que lo que
escribí sobre su libro no era del todo laudatorio. Y como siempre que he estado a
punto de tener ventaja sobre alguien, sentí la tentación de ceder, de ser
indulgente y acortar las distancias. Me prometí que esta vez mi timidez no sería,
como tantas otras, leída como soberbia.

Cuando murió mi madre me aislé y dejé de recibir visitas. Intentaba curarme


del aturdimiento de tantas personas a mi alrededor, del diálogo incesante
siempre en torno a lo mismo, la muerte. De ser la protagonista del evento, visto
que mi madre nunca lo sospechó. Siendo yo la más cercana a ella, era una
especie de representante del dolor y la desesperación del moribundo.

Una vez que tuve el diagnóstico, decidí no comunicarle que le restaban seis
meses, aritméticamente calculados, de vida.

Normalmente no sabemos cuando moriremos y todos tenemos el derecho de


vivir nuestros últimos días serenamente, sin hacer conteos regresivos-pensé en
aquel momento. Nadie como yo conocía a mi madre. Sabía que las leves mejorías
que experimentaba de vez en cuando y me hacían creer que su fuerza de
voluntad la devolvería al mundo de los sanos, se debían a la certeza de que se
curaría, más rápido mientras más pusiera de su parte. No sé cómo son las
noches de los condenados a muerte, en la cárcel o en los hospitales, en medio del
campo de batalla o del frío, el hambre y la soledad. Pero imagino que son un
comenzar a morir cada madrugada y continuar muriendo hasta morir de
verdad.

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Estos argumentos hicieron que, pese a los pragmáticos consejos de los que
insistían en que mi madre tenía derecho a despedirse de los que amaba y a dejar
sus asuntos en paz, no cediera un milímetro.

En lugar de eso, me dediqué a comprar cosas que la convocaran a un futuro


cercano en el que estaría de nuevo sana y haríamos muchas cosas juntas. Para
ello, empecé a vender esos objetos que la sobrevivirían y me resultaban odiosos,
como si sus materiales inertes se autoproclamaran más valiosos que un ser
humano.

Cuando compré la computadora, la ayudé a levantarse y la conduje a la


habitación de los libros. Destapé el paño que la cubría y le dije: ponte buena
pronto porque necesitaré tu ayuda con este artefacto.

Además de mostrarle los planos de nuestro futuro, inventé un presente que la


alegraba y la hacía incorporarse para ponerse de mi lado.

Le dije que estaba escribiendo un libro.

Mi madre se puso tan feliz que me sentí culpable de no haber inventado algo así
cuando estaba buena y sana. Quería ayudarme, organizar los apuntes, leer
detenidamente cada una de las palabras de mi historia. Le dije que aún no tenía
nada que pudiera mostrarle. Le pedí que no lo contara a nadie y me aseguré de
que había hecho nacer un secreto que nos permitiría disfrutar los momentos en
los que estaba mal y yo intentaba alejar de mi mente el diagnóstico.

Había muchos planes para el libro. Era magnífico, ella estaba segura. Así, la
novela no escrita comenzó su viaje tentativo por el mundo de los concursos
internacionales. Los españoles, auspiciados por las Secretarías de Cultura de los
tantos ayuntamientos de ciudades y pueblos. Los mexicanos, bautizados con
magníficos nombres aztecas. Los argentinos, tan cosmopolitas, los colombianos
asociados a casas editoriales fuertes, los chilenos que se multiplicaban cada día.
Y la calle de los concursos se ensanchaba y se convertía en Avenida de Las
Grandes Editoriales, que ofrecen contratos para que escribas una novela al año,
te incluyen en su catálogo y entonces tu vida adquiere visos de seriedad y
compromisos. Y ya no eres más un escritor, sino un obrero de la fábrica más
dispersa del mundo.

Un día decidí mandar a arreglar el piano. Había sido un regalo de mi padre. La


única señal que dejó para que lo recordáramos.

Mi madre me enseñó algunas cosas. Dio clases de música a niños más aplicados
que yo. Y tocó muchas veces para las visitas, en mis fiestas de cumpleaños y
para alegrar las tardes lentísimas de los domingos en los que no íbamos al
Zoológico o al Guiñol.

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El piano fue su reino particular. Poco a poco comenzó a abandonarlo y cada vez
tocaba menos. Olvidaba muchas cosas, se equivocaba y se llevaba las manos a la
cara apartándose mechones imaginarios.

Durante la enfermedad se sentó algunas veces y tocó leyendo de nuevo los libros
de música. Eran esos días en los que quería demostrar a mí y a sí misma que
mejoraba y que volveríamos a disfrutar domingos como los de mi infancia. Pero
pocas veces llegó al final de la partitura.

El piano estaba lleno de polvo. Lo limpié mientras me repetía que era la primera
vez que recibía en la casa a un desconocido que venía para dejar de serlo.

Daniel Arco se inclinó con la mano derecha en el pecho. Entre la burla y la


veneración, pensé. Como un mandarín del imperio del sol, añadí al reparar en el
pelo largo, lacio, muy negro y recogido en una cola que llegaba hasta la mitad de
la espalda.

Sonreí e hice las cosas de siempre. Lo invité a pasar. Le ofrecí agua, café, té.
Rehusó todo mientras miraba la casa y luego me preguntó si vivía sola.

Aunque era muy pronto para contarle mi vida, me encontré diciéndole que mi
madre había muerto, que no tenía hijos ni perros. Haciendo lo de siempre,
tratando de aligerar las cosas, poniéndosela fácil a los otros.

-Ya-me dijo como si lo entendiera mejor que yo. -Yo también vivo solo.

Mi alumna Ana quedó disuelta en la nada. Su sueño de amante del escritor no


existía en la cabeza del escritor.

-Pero mi casa es fea y casi patética-continuó. -Está amueblada como un set de


películas baratas. Era el gusto de mi padre, una especie de genio pervertido a
quien debo todo lo que soy. -La frase no tenía visos de orgullo sino un nombrar
el culpable de sus desgracias.

Sonó el teléfono.

-Discúlpame- le dije y fui a la habitación. Esperé que terminara de parpadear la


lucecita roja de la contestadora y escuché a la madre de Marcos.

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-Marian, bonita -una palabra muy española a la que ella se aferró desde su
remoto regreso- he pasado mil veces por tu casa pensando si estarás allí. Nada,
que en estos días te hago la visita y charlamos un poquito.

La madre de Marcos no hace nada por gusto. No visita pobres y sin futuro. Su
vida social está compuesta solo de inversiones. Pero no sé qué ganancias le puede
traer una charla conmigo-me pregunté al oír el mensaje

Regresé y ví a Daniel acodado en el librero repasando los libros.

-Es mi ex suegra, le dije.- La verdad es que no sé para qué me llama.

-Cuando era niño leí Las Mil y una Noches. Y encontré por primera vez la
palabra “viandante”. Desde entonces, la asocié a las viandas, por lo que el
viandante de Las Mil y una Noches era alguien con una cesta de viandas en la
cabeza. Luego descubrí su contenido real. Tan simple, y ahora no sé, no quiero
abandonar a su suerte al señor que pasea por Bagdad con viandas en un
cesto sobre el turbante. No quiero que sea aplastado por un tranvía en forma de
diccionario que aclara la palabra hasta hacerla fea, sin imaginación.
¿Normalmente no respondes al teléfono?

-No mucho-Pero suspiré después de esta frase y eso quitó a mi respuesta el tono
tajante de quien no quería más preguntas -¿Hablamos de tu libro? A lo mejor
no estás de acuerdo con algunas cosas que escribí.

Daniel Arco era el clásico vagabundo erudito. Defendió cada palabra, cada
frase, cada coma y me dijo mil veces sin decirlo que el hecho de que yo no fuera
capaz de ver muchas cosas no significaba que él no las hubiera construido.
Apasionado y teatral, recitó desde los clásicos hasta los post modernos. Teorías
narrativas, técnicas de construcción, historia de la literatura, anécdotas de
escritores. Me abrumó.

No pertenezco al equipo de las respuestas rápidas. Esgrimí entonces mis vicios


profesionales, el didactismo del aula y la paciencia de quien asume que explicar
es lo que le da de comer y su única virtud.

No nos pusimos de acuerdo. Su libro no tenía defectos, era perfecto. O a lo


mejor sí pero no era yo, una oscura profesorcilla, la que los habría detectado.
Creía estar revisando exámenes de nenes mimados. Pero según él, la
Literatura era otra cosa, algo que yo no podía siquiera imaginar.

-Y el día que te enteres, Marian bonita, tendrás un infarto masivo del


miocardio-Y se fue. Tirando la puerta y dando grandes zancadas.

Me senté en el sofá para entender lo sucedido en esta media hora de vértigo y


gritos. Nunca antes me había pasado esto de que llegara un extraño a mi casa a

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insultarme porque no estaba de acuerdo conmigo. Estaba acostumbrada a
apasionarme en mis respuestas y escuchar apasionadas respuestas de otros pero
no a ofender a nadie. Pensé que Daniel pertenecía a un mundo raro, de
guerreros que desembarcaron en la tierra muchos años después que yo. Gente
que se abría camino, no con pico y pala sino dinamitando las rocas, para que
todo fuera más rápido y más ancho.

Era día de exámenes. Aún después de varios años dando clases no conseguía
deleitarme en estas jornadas que disfrutaban los demás profesores. Quizás me
contagiaba el nerviosismo de mis alumnos, esa mezcla de silencio y exceso de
palabras que son síntomas de lo mismo: el miedo a suspender.

Comencé a pensar en algo cínico como la adrenalina que saturaba el aula, en las
mil brujerías que habrían hecho, en que seguro mi nombre estaba en todos los
congeladores o en tazas llenas de miel. Que muchos tendrían ropa interior roja.
Y que otros no sacarían punta al lápiz o se sentarían por la derecha del pupitre.

Los profesores tienen pocas ventajas respecto a los alumnos-me dije- Ya


estudiaron y esto es todo lo que son. Para los estudiantes, este es el presente y el
futuro se vislumbra siempre como algo más prometedor que la pizarra de la
Facultad de Letras.

Sentada a la mesa donde reposaban los exámenes, los vi entrar y me apiadé de


todos. Y de mi misma, que debería leer una sarta de retahílas presuntuosas,
salpicadas de faltas de ortografía. La ceremonia se repetía una y otra vez: el
saludo, esta vez menos natural que nunca, y una mirada que abarcaba mi
persona y la montaña de hojas misteriosas, como si contuvieran autos de fé.

-Profesora, necesito hablar con usted de manera privada y urgente-Ana dijo la


frase como quien no necesita, sino exige. La animé a seguir, asintiendo con la
cabeza.

-No me puedo presentar al examen. No estoy en condiciones. Y espero que usted


lo entienda. He tenido un problema personal muy grave.

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Ana debía entender que la frase "problema personal muy grave" era
demasiado ambigua como para que yo la eximiera de presentarse a examen. No
quería ser una intrusa en sus desgracias pero las palabras disciplina y asistencia
y alumnos examinados y causas de las ausencias a examen y documentos que las
justifiquen, conformaban la liturgia de mi contenido de trabajo. Así que puse
cara de que a lo mejor tendría que hacer el examen en medio de la gravedad de
su personal problema. Surtió efecto:

-Daniel y yo tuvimos una discusión muy fuerte ayer por la noche. Fue algo muy
desagradable, muy agresivo, los vecinos oyeron todo, estoy hecha talco. No he
dormido. No he encontrado siquiera mis documentos, no sé donde está nada. Sé
que tengo que regresar a su casa a buscar mis cosas pero no me atrevo. Y todos
mis libros de la carrera están allí.

Ana era la estampa del dolor, una sufridora del neorrealismo italiano, una
Magnani studentessa. En su cara y sus ojos y su pelo rubio a fuerza de peróxido,
estaban las trazas de su tragedia.

Debía decidir si ser comprensiva. O “humana” como dicen los alumnos. Si una
discusión de pareja era motivo para no rendir un examen. Un examen que no se
preparaba la noche antes, sino muchas noches antes.

Ana pudo fingir una enfermedad y mandar un certificado médico con algún
amigo o un telegrama de un pariente muerto en el otro extremo de la Isla, o una
citación de la policía. En vez de eso, decidió decirme la verdad y esperar que yo
la entendiera. Opción muy riesgosa, realmente.

-Es importante que te serenes. Después fijaremos la fecha del examen-sentencié


y la dejé irse.

Quise decirle más cosas, pero yo era solo la profesora de Literatura. Y no tenía
mal de amores.

Las parejas discuten, la gente grita porque pierde los estribos- pensaba al salir
de clases, pisando mis mismos pasos como tantas otras tardes. Se habla mucho
de violencia doméstica, se hacen filmes, reuniones, se analiza. Sabemos que en
pequeños pueblos y grandes ciudades, existe. Y causa muertes, suicidios,
orfandad, cárcel e ingresos en hospitales psiquiátricos. Y suponemos que no
estamos exentos, pero si no es un caso que conocemos de primera mano, lo que
nos llega son siempre rumores a los que dar o no crédito.
Somos exagerados para hablar, mover las manos, defender ideas y hacer

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cuentos, para enamorarnos y pelear. Nuestra vida doméstica es difícil. Llegar a
la casa no es el remanso de paz del día sino otra variante de la fatiga cotidiana.
Las parejas tienen muchos problemas que resolver juntos y separados y poco
tiempo para pensar en ellos mismos. Se desborda la copa a la más mínima
ondulación del agua. Pero me reitero que somos de los de mucho ruido y pocas
nueces, que los malos de verdad están en otra parte. Y después de repetirlo,
alguien dentro de mí pregunta siempre lo mismo. ¿No existe solo porque tú no lo
sabes?

La violencia es algo que ejercemos para sobrevivir, para defendernos de la


violencia de los demás. Para que no nos escachen, para que la vida no se nos
vaya de las manos y la tome otro en las suyas. Eso es naif, me regañé, pero vale
muchas veces para explicar pequeñas litis y grandes crímenes en el mundo de
hoy.

El cine, la televisión y los video juegos con sus autos veloces, su gente armada,
sus ladrones sin escrúpulos y sus policías duros: el miedo y la amenaza. Rápido y
furioso, parece ser la receta del éxito. No descanses- no te apiades, sus
ingredientes más efectivos.

Esa violencia que empieza en un autobús que no pasa o en una reunión absurda,
termina en la casa, en una tortilla que se quemó o un ataque de celos. Y hacemos
la guerra en los mismos metros cuadrados donde antes hemos hecho el amor o el
desayuno. Hacemos la guerra y deja de ser importante quién tiró la primera
piedra. No hay frases medianamente pensadas, sólo insultos velozmente
escupidos. Barricadas hechas de impotencias y prepotencias. No hay luz, ni sol,
solo nosotros y nuestra rabia. Al frente, el enemigo, un blanco, una diana.
Hacemos la guerra y olvidamos lo que somos, unidos y separados. Olvidamos el
pasado, clausuramos el presente y dinamitamos el futuro. Y no importa más
quién es Caín y quién, Abel. Después de la primera frase dura estalla el insulto,
el empujón, el golpe, el llanto y los gritos. El portazo y luego la reconciliación y
una segunda vez. Y una tercera, porque casi nunca “va la vencida”.

Llegué a la casa, vacía y sin mensajes en la contestadora. Tomé de nuevo el libro


de Daniel Arco y pensé que a lo mejor Ana era tan buena actriz como la
Magnani y que quizás lo de anoche no fue una discusión sino una larga fiesta y
que hoy no tenía cabeza para responder 5 estúpidas preguntas sobre cosas que
no interesan a casi nadie, porque hay muchas otras urgencias en esta ciudad.

Sonó el timbre de la puerta y abrí como una autómata para encontrar, acodada
en la pared en un gesto coqueto, a la madre de Marcos, que me besó como quien

29
acaricia un gato ajeno y entró, dejándose caer en mi sofá con una gracia
envidiable.

La madre de Marcos es una persona perseverante. Una delantera de la


escuadra de que “el fin justifica los medios” Aunque nunca fuimos íntimas, yo
era muchas veces la oreja más cercana y paciente cuando necesitaba hablar con
alguien y sus confesiones eran siempre despliegues de egocentrismo.

-¿Y tu carro?

Los carros aquí son algo por lo que se pregunta. Y se responde ampliamente
porque tienen historias largas. El mío lo compró mi madre hace veinte años, la
primera vez que se vendieron autos sin que hubiera que ser trabajador-
cederista-sindicado-militante-ciudadano-paterfamilia-destacado.

El proceso fue conocido inicialmente como “La casa del oro y la plata” y más
tarde, cuando la sorpresa cedió el paso al humor, “La casa de Hernán Cortés”.
La gente llevó allí las joyas, vajillas, adornos, cuadros y muebles de valor y
obtuvo a cambio una especie de bonos para comprar en determinadas tiendas
que vendían cosas que no tenían nada que ver con el socialismo y su empecinada
negación al confort.

Junto a las remesas desde Miami, esta fue la vía que pobló muchas casas
cubanas de efectos eléctricos de la vida moderna. También la que las desnudó de
testigos mudos de la vida antigua. Las familias abrieron cajones y armarios y
llevaron todo aquello que pudiera proporcionarles un video registrador o un
televisor a colores.

Los objetos partieron de la mano de familias felices que al fin hacían algo con
los "trastos viejos" que conservaban por cariño, costumbre o inercia. La
población que observó esta procesión quedó sorprendida de la cantidad de
“bienes valiosos” que guardaban las casas del país, cuyos propietarios eran
personas a las que nunca habrían imaginado poseedoras de nada importante.

Ese fue el primer éxodo de objetos de nuestra casa. Marcharon las mejores
cosas, las que unidas podían juntar el valor de un auto de uso. Al inicio creímos
hacer un buen negocio, en una ciudad donde moverse es un reto. Pero llegó el
punto en que mi madre se convenció de que habíamos pagado muy caro un
carro que nos obligaba a correr siempre detrás de mecánicos que cobraban
sumas exageradas por arreglos que duraban días y que ponían siempre piezas
inventadas porque una reparación en regla era imposible. Así, poco a poco lo fue
dejando en el garage del edificio a su buena suerte.

Pero un carro es una posesión muy importante y el moskvich desvencijado era


como la mítica manzana para los del gremio. Así que comenzaron a aparecer
personas que nos ofrecían tratos siempre ventajosos, según ellos.

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Un día vino un señor que nos propuso usarlo como taxi clandestino y dividir las
ganancias que, al no pagar impuestos, serían jugosas. Nos explicó el sistema de
venta de la gasolina en el mercado negro y la cantidad de viajes al día,
dejándonos una hoja llena de algo que parecían integrales de Lagrange,
flanqueadas por signos de pesos.

Otro se brindó para arreglarlo, convertirlo en un confortable auto nostálgico de


los setenta (época según él muy importante para los europeos) y alquilarlo a los
turistas que pagan millonadas por las rentas de autos a las empresas estatales.

El último fue un mecánico que sugirió un uso común. En este caso, él lo


arreglaría, corriendo con todos los gastos y usando sus conocimientos de
mecánica y del mercado fantasma de piezas de repuesto. Una vez arreglado, lo
usaríamos todos según nuestras necesidades. Estábamos sopesando esta variante
cuando mi madre enfermó y el mecánico pasó a engrosar el coro de voces de la
contestadora. Sin saber nada de la enfermedad de mi madre, sus parlamentos
oficiaban como una suerte de distanciamiento brechtiano en medio de la
tragedia de las inyecciones y los sueros. Hablaba de piezas que podía conseguir,
de chapistas y pinturas superlux, de forrar los asientos en cuero y comprar una
reproductora con sonido estereofónico.

Preguntar por el carro era un buen modo de empezar a conversar sobre algo no
comprometedor, así que le di el parte de las últimas desventuras y comprobé que
no le interesaban, pero le servían de pretexto para estudiar el ambiente y a mí. Y
para introducir a Marcos.

-Un Toyota es un carro muy bueno, la verdad. Y económico-comenzó diciendo,


una vez que se acomodó el pelo que parecía salido de la portada de una revista
de beauty parlor. -También es cierto que Marcos es un chofer cuidadoso. No le
deja el carro ni a Mónica, y eso que ella conduce desde los 15 años. Pero él dice
que los volkswagen son diferentes y que ella no sabría guiar otro.

Pesqué las informaciones que me fueron ofrecidas. La mujer de Marcos se


llama Mónica, es rica y le soporta su celo con el Toyota.

-¿Ya Marcos te la presentó? A Mónica digo.

-No, la última vez que nos vimos ella estaba en Panamá.

Dí a la madre de Marcos el pie forzado para la próxima línea.

-En realidad ellos no son panameños sino franceses-la madre de Marcos


considera que del Río Bravo a la Patagonia nada sirve y que todo lo bueno del
mundo es made in the ancient Europe -Su bisabuelo fue uno de los ingenieros que
trabajó con Lesseps en las obras del Canal. Luego decidió quedarse allí y
conoció a la bisabuela de Mónica que era la hija del escritor…bueno, no me
acuerdo del nombre pero seguro tú lo conoces. Los padres ya nacieron en

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Panamá pero conservan la ciudadanía schengen y Mónica tiene como tres, pero
Panamá le gusta aunque estudió en una escuela suizo-americana y luego en
Harvard.

Me abstuve de comentar la desdicha de ser un multiciudadano geográficamente


desparramado y me quedé esperando el signo zodiacal de Mónica y la fecha de
la última menstruación.

-La verdad es que cuando ustedes terminaron yo sufrí muchísimo pero Dios oyó
mis plegarias y ahora Marcos está tan enamorado como nunca.-la madre de
Marcos usa a todo el mundo y Dios no está exento de sus manipulaciones.-Sabes
lo que eso significa para una madre. La familia de ella es muy buena con él y lo
están entrenando para que entre en el negocio. Como tienen filiales en Europa,
lo más probable es que después de la boda se establezcan en Londres. Marcos
está practicando el inglés y Mónica, que es bilingüe, lo ayuda mucho. Marian,
bonita ¿me haces un café?

La madre de Marcos era una buena estratega. Fui a la cocina mandada por ella
a digerir en paz todo lo que me había dicho. O sea, la orden de alejarme del
futuro luminoso que se abría ante su hijo en virtud de una boda con una
extranjera rica, que lo haría extranjero y rico. Una oportunidad como para no
dejar escapar. Una oportunidad que ellos no dejarían jamás escapar.

Puse la cafetera y la miré como hipnotizada. Pensé decir a la madre de Marcos


que no había peligro. Que no podía competir con la descendiente de ingenieros
de obras monumentales y escritores, con el retoño de un amasijo de
nacionalidades que estudió en las mejores escuelas del mundo y que tendría una
vida futura tan buena que llegaría al cielo sin haberse muerto. O simplemente
que no me interesaban Marcos, Londres o los volkswagen. Que quería estar
tranquila en esta ciudad, haciendo el mismo camino todas las tardes y sin pensar
que del otro lado del malecón había un mundo lleno de maravillas que uno se
ganaba con mucha astucia.

Regresé con la taza de café, la azucarera, cucharillas y dispuesta para el round


final.

-Me alegra que le vayan bien las cosas a Marcos, y puedo imaginar que estés
feliz. ¿Te quedarás aquí después que él se vaya?

-Sí claro, iré a visitarlos de vez en cuando pero aquí está mi casa y ellos deberán
tener un lugar donde estar cuando vengan. Además, las cosas no serán siempre
así. Y uno no puede estar escapándose y dejando atrás su patrimonio.

La madre de Marcos quisiera que las cosas cambiaran. Pero no tanto. Le


gustaría disfrutar su casa sin tener problemas para encontrar jardineros o
servidumbre fiel y discreta. Pero si las cosas cambiaran mucho, podría ser que
los dueños de la casa vinieran a recuperarla. En ese caso, la madre de Marcos se

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convertiría en una fundamentalista del Socialismo y las leyes de la Revolución.

-¿Cómo van tus cosas? ¿La Universidad y los amores, bien?

-Creo que encontré a alguien.-Calculé que dicho con ese misterio apasionado,
parecería una historia real y complicada que no quería contar.

Sonó el teléfono y la madre de Marcos me miró interrogante. Permanecí


sentada y escuchamos una voz que dijo:

-Marian, discúlpame. ¿Podríamos intentarlo de nuevo, sin que yo sea tan


cretino?

Corrí hacia el teléfono y aún sin aliento le dije:

-Hola Daniel, no fuiste tú el único. Supongo que yo también deba pedirte


excusas. ¿Podrás venir mañana? Te espero entonces.

La madre de Marcos oyó lo que necesitaba. Se despidió cariñosamente, como


del pasado dejado definitivamente atrás. Y se fue, segura de que no entorpecería
el futuro.

Me senté a releer el libro de Daniel. Mi futuro consistía en releer el libro,


repensar mi texto, re-conversar con Daniel y reescribir mis palabras. Enmendar
todo. Hacerlo de nuevo, por segunda vez. Como si se hiciera realidad la utopía
de una segunda vida sin los errores de la primera.

Marcos se casaría con la mujer con la que debió casarse desde el inicio, solo que
entonces no la conocía. La conoció porque estaba en el lugar oportuno en el
momento justo. Y porque los años que vivimos juntos le sirvieron para
comprender que no era esa la vida que deseaba. Cuando conoció a Mónica, las
posibilidades no lo tomaron desprevenido.

Un día tendré otra historia de amor y también yo tendré algo que agradecerle a
Marcos. Estaré en deuda con él por haberme enseñado con quién no quiero
vivir-pensé.

Lo peor del magisterio es leer en cada examen lo que no has sido capaz de
enseñarles. O que no les importa lo que les has dicho. Darles y darte a ti misma
malas calificaciones. Las de ellos, temporales y la tuya, definitiva.-me dije
mientras calificaba los exámenes y esperaba.

Daniel llegó a nuestra segunda vez. No había preparado la casa para las visitas

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y mi cara era la de una profesora vencida por la montaña de exámenes. Entró y
me pareció un alumno del último curso.

-¿Has estudiado alguna carrera?

-No, he estado muy ocupado tratando de arreglar la vida que me tocó. No ha


sido muy buena ¿sabes?

-No creo que nadie juzgue la propia vida como algo bueno, siempre pensamos
que pudo ser mejor.

Lo miré y vi el desamparo combatido con mil astucias de pícaro. Sin una madre
como la de Marcos, oficiando matrimonios que terminaran en paseos a orillas
del Támesis.

-¿Te quedas a cenar? No soy muy buena en la cocina pero así tendremos más
tiempo.

Daniel me pareció una buena compañía, tan alejado de mi vida, tan apenas
rozado por ella. Sonrió y me dijo que sí, que le encantaba que quisiera cenar con
él y que si lo permitía, se encargaría de todo para que yo continuara revisando
los exámenes.

-Soy un cocinero magnífico, desde que soy un niño me hago de comer así que
puedes dejarme solo sin correr riesgos.

Le dejé la cocina, dándole unas pocas indicaciones sobre donde hallar los
ingredientes de una pasta con atún en conserva.

-Hay una botella de vino-le dije-Imagino que la necesitaré después que termine
de leer los exámenes.

Me senté a calificar, sintiendo el ruido discreto de alguien que me hacía de


comer y canturreaba sin molestarme para pedir nada.

Daniel puso la mesa, sirvió la pasta y se inclinó para desearme -Bon appetit-

-Puedo decirte que eres bueno en la cocina, pero me dirás que la pasta se hace
sola y que al atún es de lata así que no has hecho nada.

-Soy buen cocinero, la pasta no se hace sola porque el tiempo de cocción es


importante, el atún lo rescaté de un pantano de pésimo aceite y lo mezclé bien
para que no quedara en el fondo de la fuente. ¿Cocinabas para tu ex?

-No mucho, a Marcos le gustaba cocinar. No soportaba las cosas mal hechas y
las bien hechas eran siempre las suyas.

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-Seguramente su mamá lo enseñó- ante mi cara de asombro se explicó- Esa que
te llamó “Marian-bonita- quiero-charlar-contigo”. Reímos.

-Ya charlamos, vino ayer y cuando llamaste estaba aquí.

-A pedirte que regreses con su hijo que se está muriendo de amor.

-A pedirme que lo deje en paz, porque su hijo ha encontrado una novia


panameña rica y se casarán muy pronto, se irán a Londres y “vivirán por
siempre felices y contentos” –recité.

-¡Oh.. Primero al canal de Panamá y luego al canal de la Mancha! -declamó con


patetismo burlón-¿Te puso triste saber eso?- Se puso serio y me miró como si mi
respuesta le importara.

-No, o no lo sé. Habíamos comenzado a acostarnos de vez en cuando sin


compromiso. Yo sabía que existía esa persona. Pero eso es una cosa y la otra es
que la madre venga a recordarte que eres la peor opción para él y que podrías
arruinarle la vida.

No seguí hablando, tocaría la parte de las confesiones. Daniel se dio cuenta.

-Termina de calificar en tanto que friego y recojo todo. Luego beberemos el


vino, lo puse a enfriar. Eres una profesora muy linda- Sonrió.

-Cuando llamaste sentí que alguien había venido a rescatarme.

-Entonces creo que tuve suerte al llamarte en ese momento, tenía miedo de que
me colgaras el teléfono, me lo merecía por presuntuoso. Fuiste tan dulce.

-No. Creo que estuve ansiosa, eras como la providencia. Eso me pareció una
señal.

-Por eso estoy aquí.

La botella de vino perdió el aplomo de una botella llena de vino. Yo también. No


quería que se fuera sino que me tocara. Ya nos habíamos acercado mucho.

-Mírame-y algo cambió en la disposición de los cuerpos. Los gestos se volvieron


más lentos y los minutos más densos. Comenzó a susurrar como si además de las
palabras, el aire que expeliesen tuviera también un mensaje.

-Olvídate del Canal de Panamá, ese engendro de esclusas y barcos cargados de


pacotilla según el gusto de los americanos y de todos los americanodependientes.

Con un gesto mínimo, sin esfuerzo, separó mis piernas y continuó diciéndome

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lentamente:

-Esto es el Canal Grande, el de Venecia.


Su mano comenzó a moverse sin tocar nada, solo rozando de lejos, amagando.

-Pero no ahora, no en estos tiempos –susurró mientras su mano comenzaba a


pasear sin prisas.

-Estamos en la Venecia de Canaletto -Y me besó, interrumpiendo siempre en el


mejor momento para contarme la historia.

-No hay vaporettos ni japoneses-Me soltó el pelo y lo recorrió de la raíz a las


puntas-Nadie hace fotos ni registra vídeos, pero ya existe el Ponte Di Rialto, y
está lleno de negocios, se comercia mucho.

Lo besé y le dije:

- Y están las góndolas. Venecia es la isla de la felicidad.

-Eres oscura Marian, y desde que estuve aquí no hago más que pensar en
quitarte la ropa y verte gimiendo conmigo. Quiero verte dormida, desnuda y
abandonada entre las sábanas y tus sueños.

Era una pregunta ya respondida. No quería dejarlo partir, sabía que la noche
estaba comenzando, que nos rozaríamos muchas veces y todo recomenzaría. Era
la primera noche y tendría todas las bendiciones que le correspondían.

Casi al amanecer me quedé rendida mientras Daniel velaba mi partida del reino
de la vigilia.

La mañana siguiente me desperté ante un desayuno y un ramillete de rosas.

-Las robé del jardín de al lado, a esta hora nadie las vende- Me tendió la taza de
café con leche. Acto seguido comenzó a telefonear.

-¿Son las siete de la mañana, ¿a quién llamas a esta hora?-la pregunta estaba
más cargada de somnolencia que de curiosidad.

-A mi casa, Marian.

-¿No dijiste que vivías solo?

-Sí, pero anoche había alguien allí.

-¿Ana?- pensé que quizás había ido a recoger sus cosas como me había dicho.

-No.

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-¿Algún familiar de provincias?

-No.

Decidí no hacer más preguntas, no es que porque te acuestes con un tipo una
noche esté obligado a contarte su vida- pensé y me metí en la ducha.

A los pocos minutos entró en la bañera y se sentó.

-Creo que te amo-dijo mirándome fijo.

-Claro, soy fascinante, enloquezco a todos.

-No, digo que yo te amo-y regresamos al cuarto.

Por primera vez en diez años iba a llegar tarde a la Universidad. Estábamos en
la cama y Daniel viró el reloj de espaldas.

-No soporto que me espíe nada a lo que se dé cuerda. Vamos a ver, quieres saber
a quién llamé. Si digo que te amo y quiero que me ames dirás que mereces al
menos esa respuesta, ¿no?

-No, si no quieres darla.

-La clásica mujer madura que sabe ganarle la partida a las jovencitas
impacientes.

-Soy una mujer madura impaciente así que tengo los defectos de las dos
categorías.

-Eres mi novia de los próximos setenta y cinco años.

-No viviré tanto.

-Te amaré muerta, seré necrófilo.

-Ok, antes de llegar a las perversiones, cuéntame a quien llamaste.

-Mi mejor amigo se llama Adrián. Es homosexual y se acuesta con extranjeros


por dinero. Desde que nos conocemos nunca he carecido de nada gracias a él. Le
debo casi todo, también el libro que nos ha traído a esta cama- comenzó
mientras lo escuchaba interesada.-Adrián tiene una pareja fija desde hace algún
tiempo. Es un empresario que tiene una firma aquí, casado y con hijos. Compró
una casa para Adrián y se ven allí siempre pero anoche Adrián necesitaba un

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lugar para acostarse con otro que conoció hace poco, no lo puede hacer en esa
casa, el empresario tiene las llaves y entra y sale cada vez que quiere.

-Bueno, no es que tu amigo tenga una casa en términos de propiedad romana.

-Exacto. Este otro no está casado, es periodista. Le da muchísimo dinero, lo lleva


a lugares maravillosos y le hace regalos muy especiales.

-¿Es muy cursi preguntar si le gusta alguno?

-No le gusta ninguno, le gusto yo aunque nunca me lo ha dicho.

-Recapitulemos-dije colocándome en un estrado imaginario frente a un alumno-


Tu amigo necesitaba un lugar para hacer el amor con un amante al que no ama
y con el que es infiel a otro amante al que tampoco ama. Está esperando el mejor
postor. Pero eso no es asunto mío. La gran amistad que te une a él hace que le
dejes tu casa para que pasen la noche y decides venir aquí y acostarte conmigo y
así resuelves la tuya.

-Te dije que creo que te amo.

-Claro, se nota. Eres un amante muy sabio, eso es un don. Como pintar o jugar
ajedrez. Yo se tocar el piano, soy muy buena, ¿quieres oírme? Cuando lo hago,
estoy ejerciendo una actividad en la que se unen talento y práctica. Con el sexo
sucede lo mismo.

-Por supuesto, pero no por lo que crees. Si tocas bien el piano, junto al talento y
las horas culo, hay inspiración, algo que te llena la cabeza de notas, que te hace
sentir bien, segura y a gusto contigo misma. Vine aquí porque tú me lo pediste y
para disculparme por lo del libro. Tú estabas triste y me dejaste acercar más de
lo que hubieras querido. Y yo te hice el amor porque me estaba muriendo de
ganas de tocarte desde que te vi. Me quedé porque quería dormir contigo.
¿Crees que no puedo dormir en otra parte?

-No. No lo creo.

-Adrián me dio dinero, puedo dormir en cualquier cuarto de esta ciudad.

-Claro, Damón y Pitías.

Daniel se levantó furioso, se vistió y me miró como si me tuviera lástima.

-No somos Damón y Pitías, Marian. Somos Aquiles y Patroclo. Somos guerreros.
Esta ciudad es un campo de batalla, solo los tontos como tú están del lado de los
espectadores. Buena suerte, llámame cuando podamos hablar del libro. No te
tocaré. Y no creo que seas tan buena al piano.

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Llegué a la facultad tarde y los estudiantes habían escapado. Fui a la cátedra y
me senté a esperar la hora de la próxima lección, haciendo las últimas
correcciones y pensando.

No pensaba nada, sentía. La noche de anoche. Y lo que pasó después.

-¿Cómo va lo del libro, Marian?

Olga sonrió, arropada por sus ropas de colores. En el Libro del Es, Groddeck
dice que si una persona nos recuerda a otra, estaremos predispuestos a esta
según la relación que tuvimos con aquella. Algo en Olga me traía el soplo de la
paz de tener una madre.

Le conté que lo había terminado, que en el encuentro con Daniel, no nos


habíamos puesto de acuerdo así que deberíamos tener otro.

-Pero tiene que ser enseguida. La presentación será dentro de tres semanas.

Fue una noticia magnífica, los dioses estaban de mi parte. Tenía que llamar a
Daniel, tenía que verlo y eso debía ser acordado urgentemente.

-Lo llamaré desde aquí, así me dices los detalles de la presentación por si los
olvido.

Necesitaba a alguien que me escuchara para que habláramos solo del libro.
Olga se sentó a mi lado y sonrió. Quizás también ella me asociaba con alguien
del pasado.

Marqué el número de Daniel y respondió él mismo. Me identifiqué y hubo unos


minutos de silencio.

-Creo que te amo-fue su primera frase.

-Estoy en la facultad, a mi lado está la jefa de la cátedra que acaba de decirme


que la presentación de tu libro será en tres semanas.

-¿Quieres que te diga todo lo que tengo ganas de hacerte?

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-¿Cuándo nos vemos para terminar de escribir esto?

-Hoy a las ocho y llevaré todos los ingredientes para hacerte un pollo exquisito.
Y vamos a dormir de nuevo juntos y esta vez en mi casa no hay nadie.

Demasiadas cosas en el mismo día, pensé en el aula cuando me descubrí


escudriñando los rostros de mis alumnos, buscando en ellos trazas de Daniel.

Ana se acercó y preguntó cuándo podíamos hacer el examen.

-Ana, será mejor si me traes un trabajo de investigación. No le veo mucho


sentido a acribillarte a preguntas pero te hará bien buscar información, leer y
procesar cosas, te alejará de los problemas-y pensé casi con horror que yo me
acostaba con sus problemas y que eran ellos los que me habían regalado esta
cara distraída.

-Ojalá todos los profesores fueran como usted. Daniel me llamó esta mañana
temprano. Me pidió disculpas. A lo mejor volvemos a vernos, no lo sé.

Daniel estaba en la cocina, armado de delantal y cucharón, ensimismado en su


receta mientras lo miraba moverse y cantar. Antes habíamos hecho el amor,
como si ayer lo hubiéramos dejado todo a la mitad. Como si la consumación
creara ansias, como cuando comer te da más hambre. Nadie me había hablado
tanto mientras nos tocábamos. Acompañando con las palabras todos los
minutos, nombrando todo, preguntando y logrando sus respuestas.

-Digamos que hacer el amor contigo es parte de mi tarea de conocer al escritor


para introducir su libro.

-Claro, me dedicaré a templarme todos los presentadores para que comprendan


mis letras.

El texto estaba terminado. Lo leímos en la pantalla de la computadora antes de


meterlo en un CD para imprimirlo en la facultad.

Consumimos la noche despiertos. Le conté de Lorena y BiDi y le parecieron


graciosos, los quería conocer, hacer una cena con todos mis amigos. Le hablé de
Sergio y me propuso llamarlo en ese momento.

-A lo mejor se lo presentamos a Adrián y se enamoran.

-Sergio es muy pobre, no puede pagar las chaquetas Armani y las Rayban de tu
amigo. Vive en una azotea y no tiene nada.

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-Bueno, pues que se enamoren. Adrián buscará el dinero y Sergio podrá
dedicarse a escribir sin preocupaciones pedestres. Lo de las cartas no es un
negocio tan seguro. Todas esas comprarán computadoras y les pasaran emails a
los yumas y tu amigo se quedará sin trabajo. Tienes que conocer a Adrián. Te
encantará.

Nos zambullimos de nuevo uno en el otro, salimos a flote y nos contamos cosas.
Volvimos al fondo de nosotros mismos una y otra vez. Y en estos intervalos,
Daniel me contó su vida.

-Mi madre es negra, bueno, es una mulata que ha estado siempre muy buena.
Ahora está casada con uno como veinte años más joven que ella y tienen dos
gemelos de lo más graciosos, el marido es un comemierda pero ella le aguanta de
todo. Mi papá es español.

-Claro, eres la versión contemporánea de Cecilia Valdés-le dije en tono de burla.

-No. Soy “lo cubano” La mezcla de todas las razas. De las ganas de gozar y
aprovecharse. Cuando mi padre dejó a mi madre yo era tan niño que
no me acuerdo. Luego a mi madre le ofrecieron una beca en no se qué lugar
perdido de Rusia para que hiciera un curso y darle algún cargo en la fábrica en
que trabajaba. Pero no tenía con quien dejarme y no la dejaban llevarme así que
no pudo ir. Ya desde allí empezamos a tener deudas mi madre y yo. Nos
llevábamos como perro y gato, yo me perdía y no iba a la escuela y ella me
buscaba por todo el barrio con una chancleta de palo en la mano. La gente se
apiadaba de mí y me escondía en sus casas pero ella siempre me encontraba,
gritaba como una loca y decía todas las malas palabras que te puedas imaginar.
Así que a los doce años, cuando terminé la primaria sin saber ni carajo, me fui a
vivir con mi papá. Que casi ni me conocía.

-¿Y con él cómo te llevabas?

-Por partes Marian. Otro día, como Scherehezada. Así no me mandarás a matar
tan rápido.

Le conté que mi madre fue una madre soltera y que nunca me habló de mi
padre. Que según mi abuelo, que se ocupó de que yo tuviera una "figura
masculina y un punto de referencia paterno", abandonó a mi madre y el país
cuando ella estaba embarazada. Eran años en que la gente se iba a México,
Argentina, Venezuela, Puerto Rico o España y a veces de ahí pasaba a los
EEUU. Nunca supimos cual destino escogió y si permaneció en ese lugar.
Tampoco si cuando se fue sabía de mi futura existencia. El asunto padre se
archivó y todos los implicados supimos muy bien hacernos los que no nos
importaba.

-O sea que no sabes quién es-dijo Daniel como conclusión de la historia.

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-Exacto.

-¿Te importa?

- Sí, me gustaría haber tenido uno pero creo que lo sentí más por mi madre.
Estuvo muy sola y se sintió siempre culpable.

-Esos son remilgos de beatos y culpa judeo cristiana de pasarla bien, de


templar. Mi madre salió con todo el que le dio la gana mientras yo me quedaba a
dormir en casa de los vecinos. Me enteré de los negocios de toda la ciudad y
hasta ayudé y me empecé a ganar mi dinero haciendo recados de apuntador de
bolita y bisnes con la carne y cosas robadas. Soy un delincuente ma cherie.

-Eso fue hace mucho. Ahora eres un escritor que promete.

-¿Has pensado que cualquiera puede ser tu padre?-volvió a la carga.

-La verdad es que no.

-Pues piénsalo, porque podría ser cualquiera de este mundo. A lo mejor un día
un chofer correcto y con gorra de plato te toca a la puerta muy ceremonioso y te
dice: ¿Señoga Magian? Su pagre ha muegto y usted es ahoga miguionaguia. ¿No
te gustaría?

Me reí mucho. Daniel es un pícaro que cree en los cuentos de hadas-pensé antes
de responder.

-Claro que me gustaría, seríamos ricos.

-¿Me llevarías de verdad contigo si fueras rica?

-Sí. ¿Adónde te gustaría ir?

Lo pensó como si estuviéramos frente al mostrador de una línea aérea. Se puso


serio y me dijo:

-Para empezar, París. Luego veremos. Mi abuela bailaba can-can en el Folies


Bergère. Tengo las fotos-dijo al ver mi cara incrédula. -No sabe de quién es hijo
mi padre pero sabe que es un español porque ella estuvo en España durante la
guerra civil. Duérmete que te haré una historia de todos los posibles padres que
puedes tener.

Me dormí mientras Daniel me acariciaba la mano y enumeraba capitanes de


barco vikingos, rabinos israelitas, pintores surrealistas, presidiarios escapados
de la Isla del Diablo, periodistas perseguidos por el maccarthismo, gigolós

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italianos, sacerdotes temerosos del castigo divino, mafiosos de Palermo, lores de
Winchester, filósofos de Berlín, científicos de Moscú, nómadas de Mongolia,
mariscales prusianos, asesinos en serie, encantadores de serpientes….

Fuimos juntos a la presentación. No me atreví a decir a Daniel que eso podría


despertar sospechas y que prefería que todo permaneciera en secreto.

Había mucha gente en la sala. Más de las que me habría gustado para una
primera incursión en este tipo de cosas. Muchos alumnos y profesores de la
facultad y un pequeño comando de curiosos que van a todas las presentaciones,
lecturas y debates no se sabe si por amor al arte, aburrimiento, o porque es
gratis.

Daniel corrió hacia un muchacho alto, delgado, bronceado y con los ojos y el
pelo muy negros. Se abrazaron, se separaron y se volvieron a abrazar.

-Marian, este es Adrián.

Adrián me miró, me juzgó en pocos segundos, le gusté y me abrazó. Era un tipo


muy bello, con una mirada a la vez lacónica y lujuriosa.

-Esto es para ustedes. Un regalo por lo que han trabajado. Y mostró un paquete
envuelto en papel de regalo japonés.

-No, ¿para que te has molestado?-dije usando la frase con la que en mi mundo se
reciben los regalos y se rechazan siempre al inicio.

-Gracias Adrián, lo disfrutaremos muchísimo -Daniel lo tomó, sonrió y se


abrazaron de nuevo.

Saludé a los profesores, a Olga, a los alumnos, algunos preguntaban por el


examen. Vi a Daniel que hablaba con Ana en la puerta de salida. Pero me
obligué a no espiarlos y mirando en otra dirección descubrí a Sergio, sentado en
una esquina.

-Creo que eres el único de mi bando en este show. Estoy nerviosa y quiero que
todo se acabe. Increíble, paso la vida hablando a los alumnos y hoy, a pesar de
que son casi los mismos me parece que se me olvidará todo.

-Saldrá todo bien, tú mírame de vez en cuando.

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-¿Qué harás después? lo digo para que vengas a la casa conmigo.

-Ok, hoy no tengo cartas que escribir-bromea-espero que el desempleo me dure


poco.

Estábamos sentados a la mesa de presentaciones. Daniel y yo en el centro, a lo


lados Olga y la editora del libro, que sonreía todo el tiempo.

Habló Olga, sobre la vinculación de la facultad a los escritores cubanos jóvenes


y su idea de que se insertaran en el mundo docente aunque fuera de manera no
lectiva. Habló la editora, del placer de trabajar un libro así y de lo que se había
divertido con Daniel en las sesiones de trabajo. Hablé yo y debo reconocer que
cuando lo hice, al libro le habían salido nuevas virtudes que tenían más que ver
con su autor que con el propio texto.

Finalmente habló Daniel. Dijo que el libro comenzaba con una historia de amor
y terminaba con otra. Pero no en su contenido sino en su gestación. Su amigo
Adrián-lo mostró a los presentes y lo hizo ponerse de pie para que lo vieran- lo
escuchó contarle las primeras ideas que luego serían cuentos, creyó que había
literatura en ellas y lo sostuvo material y espiritualmente, durante el tiempo en
que lo escribió. Así nació el libro. El camino del mismo terminaba en el
momento y lugar en que pasaba a ser propiedad de los ojos y las cabezas de
todos y era Marian, su otro gran amor, la responsable de este renacimiento, de
que el libro dejara de ser un proyecto y se convirtiera en algo que se leería. Y
ambos, Adrián y Marian, las personas más importantes del libro, eran también
las más importantes de su vida y pedía a Dios que le permitiera tenerlas siempre
cerca-esta última parte la dijo muy conmovido.

Sonaron muchos aplausos y se dio por terminada la presentación. La gente


hacía filas para comprar el libro y luego se aglomeraba para que Daniel lo
dedicara. No supe qué cara poner y recé porque fuera normal. Pensé que quizás
el amor declarado de Daniel sería interpretado como la veneración a una amiga
madura que lo ayuda y le abre las puertas pero rectifiqué diciéndome que en
este país pensamos siempre con malicia y cuesta convencernos de lo contrario.
Las caras de todos me parecieron sabedoras de nuestras noches y ví en ellos
complicidad vulgar y juicios desfavorables. Me sentí echada del salón, paria de
las buenas costumbres.

Y sobretodo, usada por Daniel para esta payasada. Desnuda y expuesta en


público sin mi consentimiento. Echada al ruedo delante de los mismos que
componían casi todas mis jornadas. Aprovechando el coqueteo de las alumnas
con el escritor prometedor, busqué a Sergio y le dije:

-Vámonos.

Sergio me tomó la mano y me dijo:


-A tu casa, no. Vamos a beber algo, tengo mis ahorros.

44
Las cinco de la tarde de los falsos otoños habaneros es la mejor hora del mejor
momento del año. La luz cae sobre el mar y las piedras de las fortalezas
españolas de hace trescientos años. Sobre los colores pastel de los edificios
caprichosos y tambaleantes. Sobre los habitantes acostumbrados a este milagro
de todos los días que no multiplica panes y peces.

El bar ostentaba el kitsch en que se ha convertido todo lo que aspira a atraer


turistas. Pero la terraza del piso superior entraba en el mar y de frente nos
quedaron la ciudad vieja y sus naranjas. En el sitio había extranjeros y cubanos.
Desde que despenalizaron la tenencia de dólares, los cubanos han ido
recuperando algunos de los predios perdidos en los años en los que los dólares
eran delito grave y la ciudad, manzana prohibida para sus habitantes. Las vías
para obtenerlos se han ampliado y llenarían varios tomos de la picaresca
tropical contemporánea. La gente ha buscado y muchos han hallado el modo de
conseguir la moneda que abre las puertas de los supermercados y los bares.

-Es un alivio ver de nuevo cubanos en algunos lugares de Cuba-dijo Sergio y nos
sentamos en la mesa más cercana al mar, llena de platos y copas sucias que
apartamos.

-Te dije que lo del libro te quedaría muy bien. Dudas mucho de tus
posibilidades-me dijo mirándome muy fijo y dulce.

Le conté todo. Y me pregunté si los extranjeros que nos rodeaban, además de


dinero y derecho a irse de vacaciones a cualquier sitio, tendrían amigos a los que
pudieran decir todo. Con detalles, como hago con Sergio. Aquí creemos que las
cosas buenas son demasiado buenas para uno solo. Hay que compartirlas
siempre con alguien. La buena fortuna se divide a través de las palabras.
También la tristeza. O la rabia.

-Me sentí usada, no puedo sacudirme esa sensación. Es mucho más joven que yo.
Pero es como si hubiera vivido otras muchas vidas. Me acuesto con un
muchacho que además sabe más que yo de todo. ¿Se puede ser tan cretino?

Terminamos por reír.

-Marian, eres otra. Estabas muerta y sin ganas de hacer el más mínimo esfuerzo
por levantar la tapa del ataúd y mirar hacia fuera. Estás radiante, hay fuerza en
ti, en tu rabia, en esta pelea de enamorados adolescentes. Te brillan los ojos, te
mueves diferente. No sé si te ama o te lo hace creer pero estás viva y llena de
emociones ¿por qué huyes de esto?

-No quiero sufrir.

-Brava y estúpida. Parece que no se puede. ¿Lo tomas o lo dejas?

45
Al regreso, Daniel estaba sentado en los escalones de mi piso. Parecía un niño
puesto en penitencia por unos padres autoritarios, rumiando a la vez su
indefensión y su odio.

-¿Llevas mucho tiempo aquí?-mi voz sonó fría, calmada y falsamente maternal.

-El mismo que llevas paseando con tu amigo.

-Es Sergio, ya te hablé de él.

- Qué bien, creí que me lo querías presentar ¿O las buenas ideas conmigo se te
ocurren solo cuando templamos? Vine a darte el regalo de Adrián, dijo que era
para los dos, aunque la verdad no parecías contenta cuando te lo dio. De hecho,
lo rechazaste. ¿Es así como hacen las muchachas que estudian piano y tienen
buenos modales?

-No me parecía correcto aceptarlo-me defendí.

-¿Por qué? ¿Porque está manchado de pecado? Porque está comprado con el
dinero de un viejo maricón e hipócrita que paga el cuerpo de mi amigo?

-Nadie obliga a tu amigo…

-Eres asquerosa. Tu moralismo apesta a convento cerrado donde se masturban


las monjas. A mi amigo nadie le enseñó piano, no creo que haya visto uno a más
de veinte metros. Nadie le dejó una casa en herencia y un carro y mil mierdas
bonitas e inútiles entre las que pasearse mientras piensa que el mundo está muy
mal y que la gente no es decente ni buena. Es mi amigo, y no tienes ningún
derecho a juzgarlo.

Rompió el papel de regalo con furia. Dentro estaban tres tomos de una edición
antigua de “Las mil y una noches”

Daniel se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar.

-Le conté que el primer día que fui a tu casa no sabía cómo abordarte y te hice
la historia del viandante que yo creía que era un señor con viandas en la cabeza.

Me acerqué y lo abracé. Temblaba. Lo besé. Lo acaricié. Era como un cachorro


que responde a las palabras dulces perdiendo la desconfianza. Quedamos mucho
rato así, sentados en la escalera, mientras le pedía disculpas y hacía una y otra
vez un mea colpa porque -¿Sabes? -le dije- Soy como un elefante en la
cristalería-la frase hizo efecto.

-¿Tú? Eres tan frágil que a veces tengo miedo de que desaparezcas llevada por el
viento.

46
Era la mañana después de la presentación. Debía ir a la facultad y tenía miedo.
De los alumnos, de los profesores, de Olga.

Me repetí que, para todos, Daniel no era más que un joven primerizo en la
literatura, exaltado por la felicidad de ver su libro publicado. Un joven escritor
lleno de palabras y agradeciendo a todos. A su amigo y a mí, la profesora que
tomó su libro bajo su cargo y lo ayudó. Solo un joven nervioso, con las
emociones a flor de piel.

Repensé toda la historia, decantando la verdad con la que me armaría para ir a


la facultad.

Es verdad que leí su libro, que hice la presentación. Verdad que me ha llamado
porque hemos trabajado juntos. Es verdad que vino a mi casa por la misma
razón. Es normal que hayamos hecho amistad en medio de discusiones literarias
y que de paso nos hayamos contado otras cosas. Es razonable que si estamos
trabajando se haya quedado a cenar. Y la consecuencia de esto pueden ser esas
palabras tan lanzadas, dichas en medio del vértigo de un primer libro publicado.
Y ya. No hay nada más- me repetí mientras me duchaba, me vestía y
desayunaba.

Pero mi otra mitad no estaba ociosa. Me decía que todos habían oído algo así
como una proclama de que Daniel y yo estábamos juntos y nos iba muy bien.

Y ahora debía enfrentarlos a todos. A mis alumnos, poseedores del jugoso dato
de que me revolcaba con uno como ellos. "La profesora, tan santurrona,
siempre con la cabeza en el aire, la que nunca falta, la que no dice jamás una
palabra que no pertenezca a los tiempos del Medioevo. La que no es amiga ni
enemiga, la que parece que hizo votos de castidad".

Ana, con sus dieciocho años y su amor por Daniel. Para quien fui la profesora
con la que ella habló para fijar las citas del libro. A la que le contó que estaban
juntos y que era muy feliz. Que Daniel era un genio. En la que confió cuando las
cosas estaban tan mal que ella no pudo examinar. La que entendió o se hizo la
que entendía, la muy zorra, y la mandó a entretenerse con un trabajo de
investigación aburrido para poder templarse a su ex novio en paz. La que ahora
le daría clases y le controlaría la asistencia, las respuestas de los exámenes y su
vida durante un semestre.

Olga, que me dio ese libro para estimularme, para ayudarme a salir de la rutina
de la que yo sola no sabía escapar. Ahora pensaría que sí que salí de la rutina
por la puerta grande. Y bien acompañada. No hizo más que darme el primer

47
encargo extra lectivo de mi vida y ya fui a acostarme con un escritor que puede
ser su hijo. Recordé que Olga siempre me había defendido ante los otros y
concluí que después de este show se le habrían pasado las ganas.

Y luego los profesores. Nunca he sido muy amistosa, pero es solo timidez. Sonrío
cuando hacen chistes. Voy a las fiestas de la cátedra, hasta una vez bailé con el
de semiótica, que es un bailarín de primera. Saludo a todos, respondo lo que me
preguntan, hago favores y no espero nunca que me consideren del grupo. Ahora
tendrían mucho de que hablar. En la cafetería, el comedor o en las fiestas a las
que no me atrevería a ir. "Marian, con esa aura de gorrioncito mojado, como
quien pide permiso para vivir, tan discreta que parece que no existe , mira como
se la está pasando en grande con el escritor, que buena manera de presentar un
libro.” Imaginé los chistes de la secretaria, "Así cualquiera presenta un libro,
deberemos todos ir de caza a la Asociación de Escritores y pedir el menú: Por
favor, me da solo los que tengan menos de veinticinco"

-¿Cuántos años tienes, Daniel?

Estaba vestida, con la cartera y los mil papeles en la mano. Tomé hasta los que
no necesitaba, como si esa fuera mi armadura de caballero templario.

Daniel estaba aún acostado, desnudo y envuelto en las sábanas y me miraba.


Había seguido todos mis movimientos. Parecía no saber si levantarse conmigo o
asumir que su estancia abarcaba también el quedarse en la casa en mi ausencia.

La pregunta lo tomó por sorpresa. La esperaba pero no a esa hora, después de


la noche de anoche. Se sentó y sonrió. Me pareció que sonreía no solo a mí sino
al día que empezaba, a los libros que escribiría y al futuro que sería muy bueno.

-Tengo veintidós y tú tienes treinta y siete y cuando yo nací ya tenías


menstruación, estabas en la secundaria y algún flaco con acné te metía mano en
las fiestas con la luz apagada y música de los Bee Gees. ¿Es eso lo que me quieres
decir?

-No. Te quiero decir que cuando yo tenga cincuenta tú tendrás treinta y cinco.

-Y estaremos juntos y te pegaré los tarros con una de veinte. ¿Qué quieres
hacer? ¿Dejarme porque dentro de quince años sufrirás? ¿O porque quieres un
marido, hijos, un perro y almorzar con tus suegros los domingos?

Rió y se arrodilló ante mí de manera teatral, con la mano en el corazón:

-Ya te lo dije, serás mi novia cadáver y bajaré a buscarte al infierno.

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Entré a la cátedra apurada, como quien debe hacer muchas cosas y no tiene
tiempo para detenerse a charlar. La secretaria estaba pegada a la computadora
para chequear su correspondencia con un par de novios que había encontrado
en Internet.

-Hola Marian-me saludó radiante. -Ayer te escapaste. Creímos que al muchacho


le iba a dar un infarto. No hacía más que preguntar a todos por ti. Había una
periodista que le quería hacer unas preguntas y la dejó con la palabra en la
boca. ¿Lo viste después?

-Sí, estuvo en mi casa-me di cuenta de que mi voz era tranquila.

-La periodista dejó sus datos aquí para ver si lo entrevista-y me alcanzó el
papel. Lo tomé y le di las gracias. Así declaré que nos veíamos y que era su
contacto con el resto de la ciudad. Pero me sentí bien.

Me sonrió y noté más camaradería que burla en esto. Primer escollo salvado, a
esta no le importan esas cosas. Es joven y tiene otras mejores en qué pensar,
chismorreará un poco y luego se le pasará. No creo que Daniel y yo hagamos
más presentaciones en público que alimenten sus comentarios-me consolé.

Estaban todos en el aula. Hasta los eternos ausentes. ¿Se habrían llamado por
teléfono anoche para correr la voz? "La profesora se acuesta con el ex de Ana".
Si yo fuera alumna me encantaría ir a la clase de Literatura, siempre tan
aburrida y hoy sazonada con una noticia jugosa.

Todos me sonreían. Ana no estaba. Recé porque no se hubiera enfermado, que


no tuviera una crisis de depresión y esas cosas que son los síntomas del mal de
amores.

Me di cuenta de que ya no era la profesora con la vida privada más privada. Y


que eso los hacía felices aunque no todos lo aprobaran. Las amigas de Ana
estarían enfadadas aunque no pudieran tomarse la revancha. Otras me habrían
defendido. Alguno habría dicho que no había pruebas concretas contra mí. Y
otro, que ni falta que hacían. Alguien diría que Daniel no era propiedad de Ana
y que eso ya había terminado. Los más jocosos declararían que la profesora
también tenía derecho “a probar el mantecado” Seguramente se divirtieron
mucho. Sentí que el estrado había descendido un poco.

De todas formas, me repetí que las fogosas palabras de Daniel podrían ser solo
una declaración de amor a la que yo no había aún correspondido. -Esa es buena,
la profesora doncella. Literatura de caballería-me burlé. Pero me sirvió para
dar la clase sin sentirme acusada por veinte pares de ojos que seguramente
pensaban en otras cosas, como siempre. -Solo que hoy todos piensan la misma-

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me dije al terminar la clase.

-Eres una paranoica de mierda-me dijo Lorena sin dejar de moverse por las
habitaciones. Lorena está siempre organizando su casa, en la que los regueros se
multiplican.

-Sígueme-me ordenó mientras la perseguía por un itinerario que suponía


pararse cada dos segundos a poner algo en su sitio.

-¿Tú crees que en toda la Facultad de Letras ninguno tiene nada más
importante que hacer que vigilar con quién te acuestas? ¿Desde cuándo eres tan
egocéntrica?Ahora mismo todo el mundo ya se olvidó de ti. ¿Te gusta el tipo?
Asúmelo. Nada es gratis, querida. Tuviste que robárselo a la novia, pasar por
arriba de tus moralidades con la edad y los oficios pero no has dicho que quieres
dejarlo. Es más, piensa si por toda esa mierda te deja él.

Puse cara de que podría pasar. Lorena se viró con un cepillo de pelo lleno de
pintura azul que usa para salpicar sobre los cuadros y sentenció:

-Tienes la autoestima muy baja. Estás convencida de que nada bueno puede
pasarte sino es a costa de un sacrificio. Y crees que el que cuatro chiquillos del
aula y dos vejestorios de tu cátedra hablen de ti diez minutos
al día es un gran problema. Porque necesitas aceptación todo el tiempo. Y te
amas poquísimo, de otra manera ¿cómo pudiste empujarte al subnormal de tu
ex?

Le conté de la vida de Marcos y sus planes futuros. Lorena se persignó


patéticamente y declamó en modo teatral:

- Dios oyó mis plegarias. Marcos está out, pero me gustará saber que ya se fue a
cualquier lugar donde no sea un peligro para tu inseguridad. Porque todo lo
tuyo es eso, eres insegura. Y te valoras poco, ahora crees que no mereces al
muchacho. ¿Cuándo lo traerás por acá?

Lorena quería equilibrar la ventaja de Sergio. Ama a todo el mundo pero es


muy competitiva.

-Marian, acuéstate con ese chiquillo todas las veces que puedas, seguro que
serán muchísimas. Y goza cada minuto. Cuando tu aburrida cabeza organizada
pida un pronóstico para el futuro, la mandas al carajo. ¿Me oíste?

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Asentí mientras Lorena observaba el gesto para convencerse de que me
convenció. Luego añadió:

-Y cada vez que necesites que te lo repita vienes, estaré encantada de decirte
cuatro verdades. Es un lujo que uno no puede permitirse en estos tiempos tan
hipócritas. ¿Vendrás la exposición? Sábado a las cinco. Y tráelo. Después
vendremos para acá a festejar. Haremos arroz frito con todos los poquitos que
tenemos en el refrigerador.

-¿Qué pinta Lorena?

Daniel estaba encantado con la idea de ir a la muestra de pintura y conocer a


todos. Y seguramente estaba también harto de sentir mis remilgos porque todos
supieran de nosotros. Sostenía que soy de las que me regodeo en meter el dedo
en cada cosa buena que me pasa y hurgar en ella hasta encontrar algo que la
vuelva angustiosa.

Mientras, él disfruta lo bien que estamos y todo lo que hacemos juntos. Somos
una buena pareja, en la que yo descargo letanías sobre sus hombros y él las
sacude de manera vital, sin dejar que mis problemas nos aplasten-me dije
mientras lo escuchaba.

-La vida está durísima, Marian. Desde que te levantas todo te arremete, la luz
que se fue, el gas que no hay. La leche que si no tienes dólares, desaparece de tu
desayuno. Sales a la calle y todo es un invento, las jornadas son un balancearse
entre la picaresca y la supervivencia. Y aún así crees que hay alguien con tiempo
para estar pendiente de tu vida.

Traté de convencerlo de que no era así, que la facultad era un coto cerrado
donde las mismas cosas giraban durante mucho tiempo. Que su ex era mi
alumna, que allí todos tenían su edad...

-Y precisamente porque todo es caro y difícil, el chisme se ha asentado como


divertimento.Es gratis, se necesitan solo el sujeto y tiempo y de las dos cosas hay
mucho. Además está probado que es saludable, que libera endorfinas y provoca
placer-terminé.

-También el sexo y comer plátanos: son dos cosas que se pueden hacer sin
grandes problemas. Bueno, los plátanos no tanto. ¿Ves? No somos siquiera una
república bananera, los plátanos son caros como en Europa. ¿Te acuerdas del
barbecho bienal?

-No. Me acuerdo del Trienal-respondí.

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-Ese fue después, el barbecho bienal es el del esclavismo en Egipto, el otro es
feudal. Te amo, somos esclavos como en la Atenas de Pericles, los esclavos se
obtenían por deudas o en la guerra. Yo soy tu deudor y tú eres mi prisionera. No
pienso darte la libertad ni pedirte la mía. ¿Me besarás delante de todos en la
muestra de tu amiga? ¿O te harás la mecenas del joven del libro que presentaste,
al que le estás enseñando un poco de bellas artes para que se cultive?-dijo
engolando la voz.

-¿Por qué es tan importante para ti?

-No lo sé, creo que porque pienso todo el tiempo que no te merezco.

-Entonces debe ser verdad-y nos reímos.

La muestra era muy concurrida. A Lorena, la gente la quiere. Y le debe favores.


En su casa han dormido todos los que han necesitado cobijo. Ha prestado
dinero, ropa y muebles a los que se lo han pedido. Es una locomotora que no se
detiene. Una vez alquiló una casa en la playa y esa misma tarde la echaron por
tener diecinueve personas durmiendo en la habitación.

Si Lorena necesita algo, solo tiene que decirlo. Los mecanismos de búsqueda se
activan y todo “aparece”.

La galería era de las mejores, el montaje de los cuadros, gratis. Le regalaron el


bufet, las bebidas eran buenas y había mucha prensa. El catálogo era lujoso y la
gente la animaba y se portaba bien.

Lorena se ocupaba de ser la pintora. BiDi, de que ella pudiera hacerlo sin
preocuparse de nada más y los invitados se encargaban de los niños.

Daniel y yo quedamos en encontrarnos aquí. Me preguntó si podía llevar a


Adrián y le dije que sí. Pero al ver que no llegaban empecé a preguntarme si no
habrían equivocado la dirección.

Era el lugar perfecto, en el que Daniel quería ser presentado. Lleno de gente
que nos viera juntos. Había muchas jóvenes, Lorena ama ser la madre de todo el
que tenga 5 años menos que ella. Y seguro quería conocer a Daniel para
adoptarlo.

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-En cuanto entre sabré que es él. No quiero que me lo describas- me aseguró.

Alguien hizo la introducción. Otro leyó un texto sobre la obra de Lorena. Ella
dijo un par de frases, dos o tres del público le preguntaron algo y se aplaudió
mucho. La gente se dispersó, hizo grupos que bebían, comían y hablaban.
Lorena me trajo un celular y me dijo que lo llamara.

-Debe estar en el camino hacia acá-dije luego de intentarlo sin que me


respondiera nadie.

-¿Estás segura de que le dijiste bien el sitio?

-A esta hora ya empiezo a dudar que lo haya entendido.

Lorena se paró en una silla y anunció que la galería cerraba pero que la fiesta
seguía en su casa. Los que tenían carros se pusieron de acuerdo para llevar los
que se pudiera, mientras el resto valoraba las posibles variantes de transporte.

-No puedo ir, no sé dónde está Daniel y tengo que pasar las notas al registro
para mañana.

-Puedes llamarlo desde mi casa-Lorena insistía en conocerlo esa noche.

-No te preocupes, ya lo verás.

Llegué a la casa. No había nadie. Un mensaje en la contestadora. Recé porque


fuera él.

Era Olga, para vernos y hablar mañana en la facultad. Para eso, me pedía que
llegara media hora antes.

Me miré en el espejo y pensé que quizás debía quedarme vestida un poco más
de tiempo a ver si Daniel regresaba y me veía maquillada y casi elegante.

Me senté a trabajar. Era tedioso pasar al registro las notas de los exámenes y
trabajos que correspondían a cada alumno. Coloqué a la izquierda de los
papeles una lámpara de esas de interrogatorio y me hice un café con leche. Puse
música que me ayudara a estar despierta. No hacía falta. Estaba esperando a
Daniel. No me duermo, pero no me concentro-pensé mientras me afanaba
colocando los números en las casillas.

Cuando llegó, no quedaba nada de mi aplomo de asistente a una exposición de


pintura.

-Marian, acabo de regresar de la galería. Estaba cerrada-se acercó y me iluminó


con la lámpara- Dios que bella eres siempre.

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-La muestra terminó hace dos horas. Se fueron todos a casa de Lorena.

-Lo sé. Llamé allá y hablé con alguien que me dijo que no estabas y vine para
acá.

-La idea era que fuéramos juntos-le dije mientras intentaba concentrarme en
los alumnos, las notas y las casillas del registro docente.

-Marian ¿me amas mucho?

-Sí.

-Si te dijera que nos casáramos ahora mismo ¿lo harías?

-No. Y no creo que eso tenga que ver con el amor.

-Yo digo que sí. Con el amor y con nuestro futuro.

-Daniel, te he esperado como una niña, he atravesado por todas las gradaciones
de la ansiedad. He hecho el ridículo delante de mucha gente. Y nos quedamos sin
ir a una fiesta en la que la habríamos pasado bien.

-Vamos ahora.

-Es tarde y no he hecho ni la mitad de esto.

-Marian, nos vamos a vivir a Madrid. Felices para siempre, como en la última
página de los cuentos. Es la noticia que te traigo. Dime que sí y vamos a la fiesta
de Lorena ahora mismo. Y al regreso hablaremos todo.

La noticia de Daniel me dejó paralizada. Irse. Dejar todo atrás. Empezar de


nuevo. Uno menos aquí. Alguien más en otro lado. Irse, así de fácil. Como en los
actos de magia, meterse en una caja y con dos pases de varita mágica
desaparecer y aparecer en otro lado. En Madrid. Felices y comiendo perdices,
como en la última página de los cuentos y de su cabeza.

Dejé todo en la mesa y la cascada de rabia comenzó a salir. Nunca habíamos


hablado de eso. No sabía que Daniel rumiaba sus ganas de irse. Y que tenía que
concretarlas después de dejarme plantada, de esperarlo horas, preocuparme y
rezar por que apareciera.

-¿Qué vas a hacer cuando llegues a Madrid? ¿Limpiar pisos? ¿Trabajar con un
martillo neumático en medio de Alcalá? ¿O te crees que la ciudad está llena de
ricas mujeres maduras que esperan por ti para poner una cuenta a tu nombre y
llevarte a escoger el coche que te gusta?

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Podía seguir enumerando cosas. Cada vez más crueles, algo se había disparado
y no quería detenerlo.

-Voy a hacer lo que pueda mientras escribo y logro publicar. A vivir y soñar
que un día haré algo más que eso. España está llena de editoriales. Seré un
escritor.

-Sí, ya los de Planeta te están esperando para darte un premio. ¿Crees que es
tan fácil?

-Sí. Trabajo como un esclavo, me jodo haciendo cualquier cosa, con eso viviré
decentemente. Al terminar el trabajo de mierda que tendré al inicio, llegaré a un
sitio minúsculo, frío y sin muebles, que será mi casi casa y me sentaré a escribir,
también como un esclavo, hasta tener algo realmente bueno en la mano. Luego
caminaré horas y esperaré siglos y le lameré el culo a los editores y sus
secretarias y al final publicaré o me ganaré un concurso y no desperdiciaré
ninguna oportunidad. Y luego vendrás tú.

-No estoy interesada en ser la mujer del inmigrante que espera a que él se abra
paso para irse al primer mundo a vivir como una extranjera de mierda.

-Pensé que me amabas.

-Yo también, pero has hecho planes muy definitivos sin preguntarme. Y ves,
ahora resulta que no quiero compartirlos.

-Vendrás conmigo. Al inicio no tendremos nada, pero podremos pasar los


domingos sentados en los jardines del Retiro o ir a los museos que son gratis el
fin de semana. A ver un cuadro cada domingo en el Prado, ¿te imaginas?

-No. Me imagino que no podremos pagar el alquiler y que con suerte


terminaremos en el sofá de alguien que nos dará setenta y dos horas para buscar
donde meternos. Y en esas setenta y dos horas usaremos los días para
desesperarnos y las noches para preguntarnos por qué nos fuimos.

-¿Quién te ha hecho esos cuentos de horror y espanto?

-¿Quién te ha hecho esas historias de hadas? Madrid es frío y duro.

-Nos iremos al sur. Todo es más fácil y más barato. Podrás dar clases en alguna
escuela y yo haré de todo. Soy joven. Esto es ahora o nunca.

Le tomé las manos como si pudiera hacerlo entrar en razones.

-Te amo, Daniel, y no quiero vivir sin ti. Pero también me gusta vivir aquí y no
quiero irme. Allí no voy a tener una casa como esta. No seré profesora en la
Universidad. No sabré dónde estoy ni quién soy. No me interesan las otras cosas.

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No creo que sean tan importantes. No quiero ser la última carta de una baraja
desconocida que no se juega en mi mesa.

-Eres ya la última carta de la baraja. Más pobre que los camareros, los taxistas
y las cajeras de las tiendas. ¿Qué vida tienes? Un carro inservible pudriéndose
en el garaje, porque no puedes arreglarlo. Una casa que se vacía poco a poco de
objetos que se convierten en dinero. Dinero que tienes que ahorrar porque un
día ya no tendrás nada más que vender. ¿Desde cuándo no te das un gusto? ¿Ir a
cenar, comprarte un vestido? No eres suficientemente astuta Marian, podrías
vender el carro, rentar habitaciones, agenciarte viajes en la facultad. Pero no
sabes hacer nada de eso. Y todo te caerá arriba. Y yo te estoy diciendo que iré a
trabajar para ti hasta que pueda ofrecerte algo mejor. Tendremos una buena
vida, serás profesora y no camarera y un día en medio de La Alhambra de
noche, nos miraremos en el agua de las fuentes de Washington Irving. Y en las
vacaciones nos iremos a Estambul y Tanger.¿Sabes que hay vuelos a París y
Roma que cuestan centavos? Son unas líneas irlandesas.

-¿De dónde has sacado todo eso?

Ya no estaba intolerante, quería solo ganar tiempo, saber cuánto había de cierto
en esos planes locos. Saber qué pasó.

-Acuéstate, terminaré yo de pasar las notas al registro, estás muerta. Tengo que
cuidarte. Ven.

Hicimos el amor. Daniel, como si no pudiera vivir sin mí en España ni en


ningún otro lugar de la tierra. Yo, como si debiera recordarle que nuestro
mundo era bueno y seguro. El, creyendo que lo acompañaría. Yo, que no se iría
a ninguna parte. Nadie pasó las notas al registro. No dormimos, como si
debiéramos aprovecharnos o como si al cerrar los ojos se escapara el otro.

Nos repetimos que no había más país que el tiempo y los espacios que
habitábamos juntos. Pero ni siquiera eso era importante. Estábamos en nuestra
cama de la luna y lo que nos rodeaba desapareció con un pase de magia que
realizamos a dúo cuando empezamos a hacer el amor.

Llegué tarde a la Universidad. Olga se había ido a una reunión, dejándome una
nota sobre mi mesa. Decía que hablaríamos otro día.

Era un mal día en la facultad. Tenía cosas atrasadas. Tres alumnos me pedían
revisión de examen y los dos que faltaban por hacerlo exigían que les encargara
un trabajo investigativo como hice con Ana. Daniel no había llamado. Dije que

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me dolía la cabeza, lo que terminó por ser verdad. Dí a los alumnos la tarde
libre. Fue el único buen momento de la jornada, sus caras de alivio me hicieron
sentir magnánima.

Al regresar miré ansiosa los mensajes. Eran cuatro. Ninguno de Daniel. Tres, de
unas mujeres españolas que querían verlo. Eran dos voces distintas y no logré
identificar la edad. Los mensajes eran graciosos, casi cómplices.

Me di una ducha. Tomé un calmante. Me senté a trabajar. A ponerme al día.


Como antes, cuando Daniel no estaba y yo vivía tranquila y trabajaba bien.
Cuando era una profesora respetada. Y continué dándome cuerda como a un
reloj. Revisé los exámenes que los alumnos querían re-revisar. Decidí no ceder
un milímetro en las calificaciones. Preparé los trabajos investigativos de los
oportunistas que usaron a Ana para no ser examinados. Me cercioré de que
pasarían tanto tiempo buscando libros, leyéndolos, acumulando datos y
procesándolos para luego redactar el trabajo, que lamentarían haber escogido
esta vía en vez de rendir un examen.

Trabajé toda la tarde. Llegaré a la facultad con mis papeles en orden, como
antes-me dije y eso mejoró mi relación conmigo misma. Y me convirtió en mi
aliada para enfrentar lo que estuviera por venir.

Pero no pude evitar que algo dentro de mí se relajara cuando llegó y que me
dejara abrazar más dócilmente de lo que había pensado. Y me consoló
inventarme que esa era una estrategia más sabia que la de guerrear de frente.

-Vamos a acostarnos en el suelo, trae los cojines, abrimos la puerta de la terraza


y hago una limonada frappé. ¿Quieres? Hay tanto calor.

-Sí- Y comencé a despejar la terraza.

Es todo tan bonito desde aquí que no imagino que se pueda sostener la idea de
irse a otro lugar teniendo este-pensaba mientras colocaba los cojines y miraba el
mar.

Cuando Daniel se acomodó a mi lado le dije:

-Un tipo me quiere comprar el carro. Me da diez mil dólares por él porque
puede cambiar la propiedad a su nombre. Tendremos dinero para vivir un buen
tiempo sin preocupaciones. Podrás sentarte a escribir cómodamente. ¿Cuánto te
han ofrecido de la otra parte?

Pude haberme ahorrado la última oración. Lo puse sobre aviso-pensé. Pero lo


que salió de su boca fue algo muy distinto a lo que me esperaba.

-Te quiero hablar del próximo libro. Quiero que lo escribamos a dúo. Pero
primero quiero que hagamos el amor aquí, a esta hora del día y con las puertas

57
de la terraza abiertas. Si alguien nos ve, seremos solo dos cuerpos pequeñitos. Y
si ese alguien tiene la paciencia de sentarse con un par de binoculares, pues se
merece algo de calidad. ¿O hablamos primero del libro? Luego veremos lo del
carro.

No quería hacer el amor. Ni hablar de su libro. Yo no soy escritora-pensé. Era


una profesora buena, descuidé mis asuntos por él. Acababa de reorganizarme y
quería seguir siendo organizada. Y saber cómo se estaba organizando él.
Necesitaba aclarar muchas cosas.

Traté de conciliar mis deseos de claridad y conversaciones serias con una tarde
de siesta donde el mar estaba detenido, el cielo no tenía nubes y el calor
del día hacía aún más agradable yacer en el suelo bebiendo la limonada
congelada en vasos de cristales empañados. Me habría gustado que no hubiera
esos mensajes en la contestadora y que no tuviéramos la Península Ibérica en el
medio fastidiándonos la vida.

Volví a la carga:
-¿Las voces en español de España que están en la contestadora son las que te
contaron lo bonito que es Madrid?

-¿Llamaron? Dios mío les dije que hoy te conocerían, quedamos en que nos
invitarían a cenar. Que escogeríamos nosotros el lugar. ¿Cómo se me pasó?
Estuve todo el día en mi casa escribiendo, me cortaron el teléfono por no
pagarlo. Por eso no te pude llamar a la facultad. El teléfono público más cercano
está a un kilómetro. Le dije a la enfermera del piso de abajo que te llamara
porque ella se iba para el hospital pero a lo mejor no pudo o se le olvidó. Estoy
cansado pero tengo tantas cosas que contarte. Mira, tengo la escaleta hecha. Lo
haremos a cuatro manos. No hay que unificar el estilo, somos dos. Cada uno
puede contar a su manera. Y seremos los jueces del otro. Es mejor que tener un
hijo. ¿Has pensado que podríamos tener un hijo? Nunca hemos tomado
precauciones.

Y rió, feliz de su ocurrencia. Ni se acordaba más de aquellas que lo llamaron.


Parecía como si de verdad no le importaran.

A lo mejor tampoco se acuerda más de que se quiere ir. Se le pasó la fiebre.


Quiere escribir. Eso donde mejor se hace es aquí, habrá sacado esas cuentas-
pensé al ver su felicidad de muchacho.

-Son dos profesoras de un liceo en Alcalá de Henares. Te quieren conocer. Y sí,


son ellas las que me han hablado de Madrid y lo bien que se está allá, y de las
librerías y los concursos y las editoriales y lo bueno que es viajar. Pero no me
han ofrecido nada. Y yo no lo he pedido. Pensaba que podríamos aprovechar la
cena y abordar el tema.

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Los planes de cada uno. La claridad que quiero exigirte. La luz de las seis de la
tarde. Lo cansada que estoy. Lo vital que eres-enumeré para mi misma,
mientras lo miraba.

-Estoy cansada Daniel, de verdad. He tenido un mal día, tenía todo atrasado y
acabo de ordenarlo. Hagamos esto. Las llamas y sales. Les explicas que no me
siento bien. Que otra vez será. Y les dices que te encantaría ir a Alcalá y ver la
casa de Cervantes. Llevas dos ejemplares de tu libro, se los dedicas, llevas algún
otro para que te hagan publicidad y a ver qué sale. Al regreso me cuentas. Te
esperaré despierta.

-Nada de eso. No vamos y se acabó. Te acuestas, duermes un poco mientras te


hago la cena y después nos sentamos en la terraza y hablamos del libro.

-¿Tiene título?-pregunté.
- Se llamará Bonjour tristesse
-¿Lo sabe Françoise Sagan?
-¿No podemos usar el mismo título en otro idioma?
- No creo.
-¿Me vas a decir que no hay en el mundo dos libros que se llamen igual?
-No lo sé.
-Trata de recordarlo mientras te quedas dormida, yo lo pensaré mientras cocino
y a la noche nos decimos. Hala, a la cama…
-No. Quiero hacer el amor. Soy muy feliz en este momento.
-Yo también Marian.

Yo no dormí. Daniel no hizo la cena. A las diez de la noche la brisa entraba por
todas partes y nosotros hacíamos una tortilla de papas, tostábamos pan y
sopesábamos si gastar la leche en un batido de mango o si era mejor hacernos un
jugo que era más fresco y necesitaba solo agua.

-Escribiremos viñetas. De la ciudad. La de verdad. La que no sale en los


almanaques, en las postales, la de todos los días. Con sus miserias pequeñas. Es
importante que contemos detalles pequeños. Como fotos de esas en las que a
través de detalles cotidianos descubres un montón de cosas. Yo las mías y tú las
tuyas. Escenas cortas y narradas con una aparente distancia.

Escuché las indicaciones. Pensaba si sería capaz. Al menos lo podría intentar.

Sonó el teléfono. Tenía las manos embarradas de mango. Daniel respondió.


Eran ellas. Las brujas de Alcalá. No soltaban la presa. Me lavé las manos y dejé
que se quemara la tortilla en la sartén y el pan en el horno. No quería oír lo que
hablaban. Me senté en la terraza. Bonsoir tristesse.

Desde que lo conozco no he tenido más calma-me regañé. -Nunca estoy segura
de que me cuente la verdad y luego me siento mal por pensar mal de él. Me
debato entre la falsa astucia y el remordimiento por no ser más confiada. Y al

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final se sale siempre con la suya y yo lo disfruto.

Hablaron mucho. Traté de no escuchar la voz de Daniel, que me parecía ladina.

Ese es el problema, que cuando todo está bien soy tan feliz que estoy siempre
dispuesta a hacer cualquier cosa porque todo esté bien. Incluso a mandarlo a
cenar con esas dos-reflexioné mientras cada minuto de espera se convertía en un
siglo .

-Marian, hay una beca en Alcalá para escritores no españoles menores de


veinticinco años con solo una obra publicada. Ellas me han llenado la solicitud.
Conocen gente en la embajada. El liceo tiene contactos con editoriales pequeñas
que pueden publicar mi libro. Podré dar conferencias. La beca empieza dentro
de dos meses. Los de la Asociación de Escritores me ayudarán con los papeles.
Ellas ya han estado allí y hablado de mí. Marian, son magníficas. Que suerte
hemos tenido. ¿Ves?

No lo gritó, no estaba agitado por las noticias. Se arrodilló y colocó la cabeza en


mis muslos. Y acariciándome, me susurró estas buenas nuevas.

Las luces del malecón estaban apagadas. Y en medio del mar, se notaba solo un
hilo luminoso, quizás el crucero lleno de yumas que admiraban la ciudad.

Al terminar las clases me reuní con Olga, que me esperaba y no mencionó la cita
anterior.

-¿Te gustaría ser jefa de cátedra por un tiempo?

La miré sorprendida y ella sonrió. Me recordó la mujer ilustrada de Ray


Bradbury. ¿Tendría Olga, dibujado bajo sus telas arcoiris, el mapa de mi
destino? ¿Todo lo que me sucedía tenía como punto de partida una propuesta
suya? ¿Era mi respuesta a sus preguntas la famosa elección crucial en la que,
parados frente a un camino que se bifurca, decidimos si a la izquierda o a la
derecha?

No tenía gato de Cheshire a quien preguntarle. Debía decidir sola y luego, en el


futuro, arrepentirme o congratularme por la respuesta dada en el pasado.

Mientras pensaba todo esto, miraba fijamente a Olga y ella, que padece del
vicio profesional de los docentes, se puso a explicarme como funcionaba la
Cátedra, las tareas docentes, las administrativas, las políticas, los chismes y las
leyendas del recinto.

60
Olga me contaba las maravillas del reino que estaba por abandonar para irse a
la Universidad de Islandia, a una colaboración con el Departamento de Lenguas
Clásicas. Desplegaba files y documentos como un capitán de barco que explica el
rumbo de la nave a un grumete. Dicho por ella, sonaba atractivo e
intelectualmente absorbente.

Pero a la vez, una gran responsabilidad. No bastaba ser inteligente y dedicado.


Eran necesarias además, astucia y una cierta dosis de malas artes. Lidiar con un
montón de gente dispuesta a embrollarte y trabajar lo menos posible. Ser la
última instancia en muchas querellas protagonizadas por estudiantes y
profesores.

Luego estaban los controles. Los académicos, sindicales, políticos, financieros.


Algunos de ellos, inquisitoriales.

Y además, estar en armonía con una lista interminable de poderosos e


influyentes a los que, en algún momento habría que pedir ayuda para resolver
problemas. O para evitarlos. O para que esparcieran sobre la Cátedra sus dones
y beneficios y todos llegáramos a alguna parte o, al menos, nos mantuviéramos a
flote.

Olga terminó de enumerar las tareas internas y andaba por las relaciones
públicas, los protocolos con la gente importante y los contactos con el exterior.

-Además de que la secretaria tenga en su agenda todos los datos de esta gente,
uno debe tenerlos siempre a mano, son muy útiles y así cuando vas de viaje estás
segura de llevarlos contigo- me dijo.

Los viajes, la dorada manzana del eterno deseo nacional. La mayor parte de los
viajes de Olga son a España. Allí están la Real Academia, las grandes editoriales,
los lingüistas con pedigrí. Allí está Madrid, la ciudad de los sueños de escritor de
Daniel-pensé y algo dentro de mí se disparó, impulsado por esos mismos sueños.

Olga mencionaba emails y teléfonos. De la Embajada de España, el Centro


Cultural Español, la Cátedra Iberoamericana. El Cónsul, el Agregado Cultural.
Profesores de la Universidad, escritores, editores, poetas, ensayistas y
periodistas. Unidos todos en la milenaria andadura a través de un mundo
lingüístico que va desde el más olvidado rincón de Castilla la Vieja, hasta el más
olvidado rincón del más olvidado país de Latinoamérica.

Le dije que lo pensaría y me despedí escoltada por su sonrisa de girasoles de


Van Gogh. Una vez en el pasillo observé la puerta cerrada y su letrero "Cátedra
de Lengua Española" como quien mira el árbol en que se bifurca el camino.
Recordé que fue otro ofrecimiento de Olga, el que colocó "El esquimal " en mi
bolso y a Daniel en mi vida.

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Bajé las escaleras. Terminaba el último turno de clases y yo había cambiado mi
lentitud habitual por pasos ansiosos y un modo especial de mirar la hora, como
quien va a una fiesta. Es verdad que algo cambia en los ojos de las personas que
aman. Pero pensamos siempre que lo del amor es de series televisivas o malas
novelas.

Sentado en un banco a la entrada estaba Daniel. Sonrió y se paró frente a mí


con los brazos abiertos.

Detrás sentía a mis alumnos y su bullicio de jóvenes alegres al terminar las


clases. En medio, yo y mi cara de imbécil feliz y embarazada por tener tantos
testigos.

-¿Hace mucho que esperas?

-No. He pasado todo el día con esas dos, trabajando. Me hicieron una entrevista
para la revista de su facultad y otra para un canal educativo. Me pagaron.
Tenemos dinero y nos lo vamos a gastar ahora mismo.

-No hace falta, vamos a la casa y allá me cuentas.

-Vamos a cualquier lugar lindo y allí te cuento.-Hola Ana.

Ana estaba allí, complacida como si nuestro encuentro lo hubiera orquestado


ella. Se besaron con mucho afecto, como viejos amigos que un día fueron a la
cama juntos porque estaban aburridos.

-¿Estás bien, Daniel?-Ana sonrió generosa.

-Si Marian me ama sí.

-Pues entonces, tendrás que comprobarlo-respondió sacudiendo sus mechas


rubias y se alejó con su mejor paso de muchacha muy joven, a la que todo le está
permitido y le ha sido prometido.

Tomamos un taxi en dólares. Eso quiere decir asientos cómodos, ningún otro
pasajero sudoroso y un chofer amable y conversador, de esos que se dan cuenta
de todo enseguida. Daniel le pidió que condujera por todo el malecón, luego
atravesar el túnel de la bahía y llevarnos al otro lado, a la Divina Pastora. Y
esperarnos.

-¿Por qué haces estos gastos horribles? Parece que en vez de haber cobrado un
par de entrevistas, has robado un banco o cobrado un trabajo sucio.

El restaurante ocupaba una terraza cuyas paredes son los viejos muros de una

62
fortaleza española. Al frente, la bahía y un ocaso que comenzaba a teñir el agua
tranquila y los edificios de la ciudad. Daniel pidió la carta de vinos, escogió un
Rioja y me sugirió platos mientras sonreía dulce y pícaramente. Lo veía oficiar
la mesa, moverse en medio de este decorado que nos acompañaría solo unas
horas y pensaba que era como un sutil emperador. Logré olvidarme de todo y se
me aguaron los ojos. No sé responder a tantas cosas buenas cuando vienen
juntas.

-Nunca te conté la historia de mi padre. De cuánto le debo. Soy un sobreviviente


gracias a él. Cuando era niño me acostumbró a caminar por toda la casa a
oscuras, sin hacer ruido.

-Como los pieles rojas.

Terminamos de comer y Daniel ordenó la cuenta, pagó dejando una propina


conveniente y regresamos adonde nos esperaba el taxi.

Atravesamos la bahía de regreso a la ciudad y Daniel detuvo el taxi, pagó al


taxista y bajamos.

-Caminemos un poco antes de regresar. Luego terminaré de contarte la historia


de mi padre. La segunda parte no es muy bonita.

Como tantas veces, el malecón era el único lugar con brisa en la ciudad. El cielo
pasó del rosado al rojo, al violeta y al azul claro que se oscureció mientras se
encendían las farolas. Como un anfiteatro minutos antes de la función.

Cayó la noche, por obra y gracia de Dios y el ministerio de la industria eléctrica


que a menudo no puede conjurar la oscuridad de cada día. Nos sentamos en el
muro. Las luces que debían iluminar esta parte de la avenida estaban apagadas.
Es difícil ver el malecón iluminado de un extremo al otro.

-Pero sabemos que está ahí-dijo- Y del otro lado, la certeza del mare nostrum
alrededor de la ciudad. ¿Sientes el olor?

Colocó la cabeza entre mis piernas y comenzó a hablar, susurrando a esos otros
labios.

Les contó la historia de los tártaros, que marchaban poseídos por la sed de
batallas y victorias mientras todo en mí se humedecía con esa epopeya guerrera
y sangrienta. Desde el centro del ángulo que formaban mis piernas muy
abiertas, como murallas rendidas, Daniel miraba mi excitación y la saboreaba
cada segundo y centímetro para luego contarme lo que me sucedía. Sentí que
todo lo que me sacudía por dentro obedecía a una orden de sus palabras.

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-Mi padre me hizo en unos minutos de placer, ya te dije que mi madre estaba
muy buena. Y luego pasó muchos años tratando de destruirme, de demostrarme
que no era bueno para nada en la vida. Ahora vive en Las Vegas, el lugar ideal
para él. Y está convencido de que le llegarán una tras otra, las noticias de mis
fracasos y humillaciones. Creo que lo gozará más que ganarse miles de dólares
en las máquinas tragaperras o jugando póker.

Estábamos ya en la casa, que parecía sumarse a esa noche de espejismos.


Apagamos todas las luces. La luna redonda y chismosa, se asomaba para
escuchar las confesiones.

-Para demostrarme que yo no era un hombre, o sea un heterosexual remacho,


capaz de acostarme con una mujer me regaló su novia, una de las que venía a
las fiestas raras de mi casa en las que luego de mucho beber todo el mundo
terminaba en la cama. Fue mi primera persona. Yo tenía catorce años y ella
treinta y dos. Tuvimos una relación que duró algunas semanas. Cuando mi
padre trabajaba ella venía, yo faltaba a la escuela y pasábamos el día juntos.
Una noche llegué tarde y había fiesta, como las de siempre. La puerta de su
cuarto estaba cerrada y también el baño. Como quería entrar al baño, toqué. Mi
padre abrió, estaba ebrio y fuera de sí. Con una mirada malévola,
me hizo pasar y ver como su “amiga”, esa que yo creía mi novia, hacía el amor
con otra muchacha. En ese momento el mundo se dio la vuelta, la cabeza me
quiso estallar y ví todo nublado. Salí corriendo de la casa y dormí en la
funeraria, sentado en un sillón.
Para demostrarme que nunca sería un escritor me llevó a conocer a uno de
verdad. El hombre leyó mis cosas y le gustaron. Me dijo que siguiera
escribiendo. Y en esa casa conocí a Adrián.
Debo a mi padre muchas cosas. La opinión de un escritor que me impulsó a
seguir, el haber conocido a quien es hoy mi mejor amigo y la certeza de que el
sexo es algo demasiado maravilloso para ser ejercido bajo regla alguna.

-¿Y esa mujer?

-Está bien, se dedica a la fotografía. Era muy buena fotógrafa cuando nos
conocimos. Nunca más se ha comunicado con mi padre. Pero ha mantenido
siempre contacto conmigo.

Hicimos el amor. Quería proteger a Daniel de su padre, del horror de su primer


amor adolescente. De las adversidades y de sus malas ideas. Quería que se
quedara dentro de mí y se convirtiera en el amante hijo. Ser todo para él. Su
madre, su planeta y su destino.

64
-Parece que todas te queremos cuidar, Daniel, primero esa mujer, luego yo y
ahora las profesoras de Alcalá- le dije besándolo en los hombros.

-No son profesoras de nada, Marian.

Me tomó las manos, como si así me obligara a escucharlo.

-Son un par de turistas con ganas de divertirse de todos los modos posibles. Y
conscientes de que esas cosas se pagan. Nunca fui a la galería. Llamé a casa de
Lorena desde mi casa, donde estaban ellas dos. Estaba asqueado y necesitaba
oírte. Eres la cosa más buena que me ha pasado en la vida. Y esa noche miraba
al par de tipas borrachas, vulgares y me hacías tanta falta. Te recordaba tímida
y asustada, tratando de vivir decentemente, de que la mierda de todos los días no
te contamine. Es difícil Marian, pero tú lo sigues intentando.

Quería acallarlo y la vez estaba imantada por su historia. Tenía miedo y quería
ser valiente para poder decir algo.

-Las miraba desnudas, riéndose como dos gansas tontas, feas, indecentes y
pensaba: estas tienen pasaporte, pueden ir adonde se les antoje, tienen casa,
carro, un trabajo, se van a los bares a beber, cenan con sus amigos, celebran
navidades, compran cosas, hacen planes. Serán viejas habiendo vivido
mucho. Y no me parecía justo que nosotros no pudiéramos. Y casi cruel que tú
no tengas ni siquiera ganas de hacerlo, que no lo sueñes, que no te des cuenta
que nos lo merecemos. Que todas esas maravillas que ellas dicen que existen,
están hechas para nosotros. Que te mereces un día de cumpleaños en el que yo
pueda hacerte un buen regalo y llevarte a cenar o irnos de excursión a cualquier
pueblito de esos encantadores.

Todo me amenazaba. Los aviones, los cuadros de Velázquez, Toledo y La


Alhambra, el Madrid de las juergas, la culta Europa. La otra vida.

Sin darme cuenta me recogí en el sillón hasta hacerme un ovillo. La famosa


posición fetal de los indefensos, de los deprimidos. Daniel parecía grande y
oscuro, temiblemente seguro en medio de la noche y las confesiones.

-Entonces te vas a Madrid a hacerte un gran escritor y después yo me reuniré


contigo y seré profesora en una escuela y tendremos una casita pequeña para los
dos y noches de vino y domingos de paseos. Y siempre Coca Cola. ¿Sabes quién
es Claudio Abbado?

-Ni idea.

-Uno de los mejores directores de orquesta del mundo. Ha tocado varias veces
aquí. La última de ellas, lo vi. Me costó menos de medio dólar la entrada. La
sinfónica toca a Mozart , Beethoven y Mahler y la entrada cuesta el equivalente
a venticinco centavos de dólar. Como el teatro y el ballet. Pero si te tomas una

65
Coca Cola en el entreacto, te cuesta un dólar. Puedo escuchar música
exquisitamente ejecutada y buenas obras de teatro por centavos pero
envenenarme con cafeína congelada me cuesta muy caro. No sé si quiero
cambiar eso: tener Coca Cola en el refrigerador y beberla cada noche para
olvidar que soy una lavaplatos sin papeles en una ciudad ajena y para exorcizar
el cansancio y las dudas de si vale la pena.

-Eso es lo único que esperas de la vida. Un concierto cada domingo por la tarde.
No hay ni como llegar al teatro, el taxi es más caro que la función, a la salida te
preguntas si lograrás encontrar algo en lo que regresar a tu casa. Nada de
sentarte a tomar un café mientras comentas con alguien si te gustó. No estás
hablando en serio. Nadie puede decir que quiere oír música sin saber qué va a
desayunar al día siguiente o cómo va a llegar al trabajo y estar consciente de
que todos los días serán así y que todos los que puedan se irán y los que se
queden son precisamente los que viven como tú no sabes vivir, los pícaros del
Socialismo, los que hoy gritan consignas y mañana están metiendo la mano
donde se pueda para robar. Y todo esto con acordes de Mozart por medio dólar.
¿Estás loca?

- No me parece una locura querer vivir en mi país. Seríamos muchos los locos.
O quizás pertenezco a un grupo que no está en tu lista. El de la gente para quien
es más importante estar de este lado que los superlativos del más allá. Gente que
trabaja y se queja y protesta porque cree que todo debe ser mejor. Y que quiere
que todo sea mejor, como otras personas en otros lugares. Quizás el grupo más
ambicioso. Quiero que haya guaguas, café con leche y conciertos pero aquí.
Quiero estar aquí Daniel, y que tú estés conmigo, que tengas tiempo para
escribir y razones reales para hacerlo bien. Como ves, yo también quiero
algunas cosas.

-No. Tú no quieres nada. No quieres ser famosa, rica, ni estar sana ni ser feliz.

-Y tú quieres demasiadas cosas a la vez. La primera novela será para hablar


mal de esto, o quizás las tres primeras. Sacarás toda la mierda a flote y seguro
que serán magníficas. Hay tela por donde cortar. Pero después se te acabarán
los argumentos porque ya no sabes qué está pasando, entonces te pondrás a
escribir sandeces. A tratar sólo de que sean cosas muy malas, muy tristes o muy
violentas. Hasta que los editores se aburrirán de lo mismo con lo mismo y te
cambiarán por otro joven escritor acabado de llegar que traiga mierda fresca,
porque la tuya ya no apesta lo suficiente.

-Claro, porque la única literatura que se hace en el mundo es la que habla mal
de Cuba. ¿No lo ves? Todas las historias de Saramago empiezan en el malecón.
Paul Auster habla de jineteras y yumas en las novelas. Y Tabucchi , Pamuk...
¿quién te dijo que somos tan importantes? La verdadera literatura no es hablar
mal de esto durante trescientas páginas aliñadas con sexo y folklore. El mundo
entero está lleno de historias, los escritores las perciben en otro modo. Y las
cuentan, y cuando lo hacen bien, ganan. No estoy hablando de garabatear, estoy

66
hablando de escribir, de contar. La vida, Marian, está en todas partes. Voy a
escribir. Voy a ganar. Y te repetiré la misma pregunta, la de ¿te quieres casar
conmigo?, desde allá.

-¿Por qué?

-Porque te lo he dicho, te amo y cuando venga todo lo bueno que vendrá quiero
estar contigo.

-No, me preguntaba por qué te decidiste a contarme la verdad.

-Porque te la mereces, porque eres capaz de entender que te haya mentido tanto
para conseguir algo para los dos. Les dije a esas que una francesa me quería
llevar a París, para que sintieran que había competencia. Dijeron que París era
una mierda, que llovía siempre y que los franceses eran unos insoportables.

-¿Por qué debo creer que esta es la verdad?

-Porque eres inteligente y sabes que te amo y que mis planes contigo son reales.
Esa es mi verdad.

-Me temo que no sea bastante. Estamos a muchos años del Romanticismo.

-Nunca creí que te oiría decir que el amor no es suficiente. Lo oponemos a la


guerra, a la maldad, a la codicia, a la infidelidad, la envidia. Nos ayuda a creer
en nosotros y los demás, en algo mejor para todos. En un mundo mejor. Pero
para ti es sólo una etapa de la literatura. Eres mezquina y cerebral. No tienes
sueños, locuras, no tienes nada. Quédate entre tus trastos y tus autores muertos.
Mastúrbate pensando en lo que he amado cada centímetro de ti y en lo que
hubiera estado dispuesto a hacer por conservarte. A decir mentiras, pedir
favores, pagarlos en la cama. Negar que existes. Todo para un día llegar a un
lugar extraño, trabajar, ser alguien y finalmente poner todo frente a ti para
decirte: ven conmigo. Eres una mierda de persona. Ojalá te pudras en el infierno
de los que nunca han pecado. Es asquerosamente aséptico. Me voy, Marian- y
quedó parado frente a mí. Como esperando un veredicto, pensé. O un aplauso,
añadí con amargura.

-Vete, Daniel, tira la puerta como haces cada vez que algo no te gusta: lo que
creo de tu libro, de nosotros o el país. Tira primero la puerta de mi casa, luego la
del aeropuerto y luego la del avión. Me masturbaré recordando que estabas
dispuesto a hacer todo por mí, menos quedarte conmigo.

Se hizo un silencio que duró siglos. Daniel caminó lentamente, como si yo


67
estuviera dormida y debiera cuidar mi sueño y cerró la puerta muy suave, como
si me tomara la mano o me besase en la frente.

II

El mecánico asomó la cabeza de abajo del carro para cantarme la consabida y


astuta nana de que era un cacharro y quien lo comprara se estaba comprando
un problema.

Decidí vender el carro. Y nadie mejor que un mecánico para buscar comprador.
Conocen a todos los ansiosos de un vehículo, gente con dinero y sin la posibilidad
de tener un automóvil.

Yo también le canté mi nana astuta: la de la tipa a la que vender el carro no era


algo que le quitaba el sueño. Y adopté poses de quien lo hacía para librarse de
un objeto que no deseaba, más que por carencias económicas.

68
El tercer acto consistió en que ni el mecánico ni yo caímos en la trampa del otro.
Así que nos detuvimos en un terreno neutro en el que el carro era vendible sin
grandes obstáculos y yo me deshacía de él porque prefería tener dinero que un
moskvich demasiado demandante.

-¿Lo quieres arreglar antes de venderlo o prefieres salir de él ya mismo?

Aquí los textos eran más difíciles. Suponían una mezcla de mecánica automotriz
moscovita y cálculos financieros de banco suizo. Pujamos un poco y decidimos
ponerlo lo más decente posible, haciendo los gastos mínimos. Me dijo que no
quería ningún porciento de la venta así que imaginé que su ganancia estaría
incluida en el precio de estas reparaciones imprescindibles, por lo que los gastos
mínimos no lo serían tanto. Era lo normal en estos casos.

El mecánico logró que arrancara y subiera la pendiente del garage. Me saludó


feliz y lo ví alejarse como si el moskvich no fuera algo que me perteneció.

Me dije en voz alta: Adiós, carro. Y no sentí nada. Solo la tentación de llamar a
Daniel para decírselo. Como si la venta del carro, algo que aquí es una operación
grave y con secuelas, tuviera en mi vida solo el objetivo de proporcionarme una
razón para comunicarme con él.

O para volver a intentarlo. La verdad es que lo había llamado muchas veces


desde que se fue de mi casa.

Al inicio temía que me descubriera. Que el simple timbre del teléfono me


identificara como autora de la llamada, que era como sentirme una carterista en
plena consumación del delito. Aquí escasean los identificadores de llamadas, son
un lujo innecesario así que el anonimato está casi siempre garantizado. Ventajas
del subdesarrollo. El misterio.

Daniel no tenía contestadora. Tampoco esas abundan. De todas formas, yo no


sería capaz de dejarle un mensaje porque a partir de entonces me tocaría
esperar que me devolviera la llamada.

Agradecí que Daniel no tuviera contestadora y que yo pudiera llamarlo sin ser
descubierta.

Las primeras veces colgué al segundo timbrazo. Luego, envalentonada, lo dejé


sonar más. Segura de ser sólo otra llamada a su teléfono.

Las últimas veces lo dejé sonar hasta que se desconectó automáticamente. Me


sentaba a oír un ring ring detrás del otro, mientras me latía el corazón ante la
expectativa de que aquel ruido monótono y familiar fuera interrumpido por una
voz. Después me calmaba y continuaba escuchando, serena y convencida de que

69
en ese sonido que me decía que él no estaba, había algo de conmiseración hacia
mí.

Ya había intentado la jugada elemental, la de los adolescentes. Esa de


“devolverle sus cosas” Daniel no tenía nada en mi casa. No me había dado
cuenta hasta que necesité algo que restituirle y no lo hallé.

O sí. El libro de Las Mil y una noches.

Antes de llevárselo me lavé la cabeza y escogí la ropa. Me preparé


cuidadosamente, como si fuera a una cita. Todo para jugarme la carta de que
me abriera la puerta y me agradeciera o no, el libro. O que pasara algo más.

Llegué a su casa. Un edificio de los años treinta que él bautizaba como “puro
Art Decó habanero”. Tras la mugre se podía aún vislumbrar el estilo. Sabía que
era el último piso de una escalera que resultó más cómoda e iluminada de lo que
esperaba.

Toqué, rezando porque tardara lo suficiente para que mi cara de susto y


ansiedad se modificara.

Nadie abrió. Había previsto esa posibilidad y me senté en la escalera. Tenía


exámenes que corregir y desplegué mis enseres de profesora como quien hace
barricadas y se atrinchera. Al ser el último piso, no estorbaba a nadie. Me
dispuse a trabajar hasta que su llegada me tomara realmente absorta.

No logré concentrarme. Pensaba solo en que cada persona que subía podía ser
Daniel. Entraban constantemente. Yo calculaba hasta que piso llegaban
los pasos y cuando continuaban ascendiendo, la posibilidad real de que fuera él,
ahuyentaba el susto dejando solo la ansiedad y las ganas de verlo.

Recordé que me había dicho que, aunque vivía solo, la casa era de su abuela.
Ella lo odiaba y para no tener que soportarlo, pasaba casi todo el tiempo en el
campo, en casa de un primo que Daniel había visto pocas veces y que mimaba a
su abuela con las claras intenciones de quedarse en la casa cuando ella muriera.
Las tácticas de este primo lejano habían tenido éxito y la abuela había hecho
testamento a su favor. Ya el primo había anunciado que se mudaría y arreglaría
la casa a la viejecita, con lo que Daniel vería restringidos sus predios y su
libertad.

Pero no parecía que ninguno de estos parientes hubiera tomado posesión del
apartamento. A lo mejor era otra de las historias de Daniel-pensé y sonreí sin
amargura. Me faltaban Daniel y sus mentiras. Y había venido a buscarlos.

Dos horas después, decidí apostarme en el parque de la acera de enfrente. Un


sitio horrible, erigido sobre las ruinas de un edificio que en los años setenta
debió haber sido arquitectónicamente suntuoso y económicamente crucial.

70
Albergaría el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), una organización
en la que los países socialistas se ayudaban desinteresadamente entre sí,
favoreciendo a los menos desarrollados como nosotros.

De manera premonitoria, el proyecto comenzó a presentar problemas desde la


base. Los cimientos no fueron bien calculados. El terreno no era el adecuado y
del plano de un magnífico edificio seudo Le Corbusier de muchas plantas,
sobrevivió solo un dado prefabricado y gris de cuatro pisos llenos de huecos que
no acababan de parecer ventanas.

Y luego, ni siquiera eso. Fue demolido, quedando una enorme explanada, una
llanura donde morder el polvo de la derrota.

La solución final fue un parque. Sin árboles, en una ciudad en la que el sol es
casi una presencia punitiva. Bancos grises y mal fundidos, colocados de
manera aislada, farolas militarmente emplazadas y algunos arbustos tristes,
eternamente recién plantados a los lados de un sendero hecho con losas de
cemento. Como edificado sobre y con las ruinas del edificio de aquellos reyes
magos que también venían del Este.

El resto del parque era tierra seca sobre la que levitaba constantemente el gas
de escape de los autobuses y automóviles que transitaban las tres avenidas que lo
circundaban, pobladas por edificios de un gris sucio y severo.

Era un emplazamiento triste pero me permitía ver la entrada del edificio de


Daniel. No revisé más exámenes para no desviar la vista de la fachada y su
puerta de acceso.

Intenté imaginar la casa de Daniel, construyéndola con la información que él


me había dado. No sabía cuánto podía ser real.

Según él, en su casa no habitaba ningún efecto electrodoméstico de esos que son
inevitables en los interiores de la vida moderna. Solo un ventilador, bautizado
“ciclón” por la potencia de sus vientos benéficos. Hecho con un motor de
lavadora rusa.

Lo otro era un televisor en blanco y negro que funcionaba solo si era


adecuadamente golpeado. Daniel lo llamaba “Justine” y decía que como no le
gustaba maltratarlo, apenas lo encendía.

-Lo mejor es que en mi casa no se va la luz-me dijo un día en que mirábamos la


ciudad a oscuras desde mi terraza- Los apagones me dan risa. Se quedan sin
electricidad los barrios altos y las casas donde hay videos, playstation y DVD,
aires acondicionados, teléfonos inalámbricos y hornos microondas. Mientras, yo
dispongo de muchos kilowatts y de ningún electrodoméstico en qué invertirlos.

Según Daniel, su casa tenía paredes de colores indecisos entre el verde y el gris y

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un techo que fue blanco muchos años atrás. Las ventanas eran beiges y de
persianas francesas. Polvorientas, chirriaban y no cerraban bien. Un baño,
donde el agua que corría constantemente había carcomido los esmaltes de todas
las piezas, se comunicaba con las dos habitaciones de camas viejas, colchones
desvencijados y sábanas muy usadas.

Los pisos eran de losas grises. Opacos, rugosos y bendecidos pocas veces con
una buena limpieza. Pese a que las habitaciones no eran grandes, la falta de
muebles dejaba suficiente espacio como para desearlos.

La cocina era pequeña y todo en ella denunciaba abandono. De personas y


manjares. La meseta estaba rota y la pila del fregadero lagrimeaba
constantemente. El refrigerador era un Westinghouse de los cincuenta, casi
siempre vacío y helado.

El único lujo era la computadora, regalo de Adrián. Sin ser de las más
modernas, le permitía escribir cómodamente.

Coloqué a Daniel en cada habitación. Curiosamente, no lo imaginaba con otra.


No hacía falta. Me dolía verlo ejecutar acciones inocentes sin mí. Estaba celosa
del espejo del baño, de azogues desvaídos y del respaldar de la silla donde tiraba
descuidadamente su ropa. Del espacio y el tiempo que lo contenían. Estaba
celosa de que no me hubiera dejado por otra sino por sí mismo.

Observé la gente que caminaba. Eran muchos para ser un día laboral a media
mañana. Los transeúntes ejecutaban una especie de coreografía del ocio, bajo un
cielo intensamente azul e iluminado. Gente sin prisa por llegar a ninguna parte,
partidarios del “aquí y ahora” .

Cuando el sol se hizo insoportable, decidí que el acecho había llegado a su fin.
Ocupé mi lugar entre los viandantes con el libro de Las Mil y una Noches en el
bolso y regresé a mi casa.

La contestadora dejó de ser solo eso. Se convirtió en "alguien" a quien yo


dejaba como guardiana de la reaparición de Daniel para no condenarme a la
ansiedad dentro de la casa.

A veces vagabundeaba sin rumbo, demoraba más de lo previsto, confiada en

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que "ella" se entendería con Daniel como una madre cómplice que sabe manejar
estos asuntos a favor de su hija. A veces, mientras caminaba para retrasar el
regreso a casa, me asaltaba una alegría provocada por la certeza de que "ella"
estaba allí para cuidar mi relación, para recibir esa llamada que yo esperaba
cada minuto.

Al entrar, me obligaba a no correr hacia la habitación a parapetarme en la


esquina que mi imaginación había transformado en un ábside de catedral.
Donde reposaba la contestadora, caja negra contenedora de mensajes entre los
que siempre podía estar el de Daniel.

Así que primero me conducía, aplacando mis prisas, al baño por eso de que lo
primero que se hace al regresar de la calle es lavarse las manos y la cara. Me
miraba en el espejo y comprobaba que estos minutos “antes de” daban a mi
rostro una expresión muy particular.

Luego me encaminaba a la cocina y bebía agua, algo que también se hace al


regresar de la calle, después de tanto sol y pocas ofertas para mitigar la sed. Y
no podía evitar pensar en qué haría para la cena si Daniel viniera esa noche.

Algunas veces logré llevarme hasta la terraza a mirar la ciudad que Daniel
quería abandonar y con la que yo había hecho un pacto de no agresión y de
muchos sobreentendidos.

Pero normalmente, luego de mi vaso de agua y la fantasía de una cena para los
dos, me dirigía hacia mi esquina y oprimía el botón. Siempre con las manos frías
y las piernas inseguras.

Esos minutos de continuo recitar de voces terminaron siendo la única brújula


de mis estados de ánimo. Dejaron de ser importantes las llamadas enérgicas de
Lorena, la voz calmada de BiDi, la dulzura de Sergio, las informaciones de la
facultad y el último mensaje de Marcos. Me anunciaba su partida para Londres
esa misma noche. Con ironía, pensé que seguramente había evaluado que el
hecho de que yo tuviera un nuevo amor no era razón suficiente para irse sin
llamar, pero alcanzaba para exonerarlo de una visita de despedida.

No me detuve a pensar en los años compartidos y en lo diferentes que serían


nuestras vidas en el futuro. Eran ya muy distintas en estos mismos kilómetros
cuadrados. Me pareció que su mensaje usurpaba el espacio a otro que yo
necesitaba y que Marcos, como siempre, se salía con la suya y lograba lo que
quería mientras yo era la perdedora que él había vaticinado. Y continúe
escuchando mensajes, siempre esperando el próximo.

Después de las sesiones de escucha lloraba, a veces triste y serena. Otras, con la
rabia de aún no vencida. Algunas, de pura desesperación, casi gritaba.

Para poder estar en paz conmigo misma, para no sentirme culpable de haber

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dejado escurrirse lo mejor que me había pasado en la vida, pasaba de sentirme
culpable a considerarme víctima de una mala jugada del destino. Y me
compadecía muchísimo.

Pero otras, me hacía trampas a mi misma. Me decía que Daniel había llamado
pero que no deseaba hablar con la contestadora. Y pasaba el resto de la jornada
expectante, imaginándolo detrás de cada clic cuando alguien, luego de oír el
saludo grabado, colgaba sin decir nada.

Por las noches me abrazaba a la almohada con fuerza y trataba de olvidar que
tenía un cuerpo. No quería recordar lo que había pasado en él pero lo recordaba
de todas formas. Me negué a hacerle homenajes en solitario, era demasiado
doloroso. Lloraba mucho, dormía mal. Evaluaba la posibilidad de somníferos,
de vino, de tisanas, de buenas películas y malos libros, que son los que hacen
dormir.

En los días que siguieron a la ruptura, desfilaron por la casa mis amigos. Pero
nadie podía ayudarme a evocarlo, no tenía recuerdos que compartir con ellos, no
lo conocían. Lloré entre los brazos de Sergio, con mi mano en las de Bidi, ante la
mirada fija de Lorena. Me convertí en un patético personaje de telenovelas,
abandonada capítulo tras capítulo, la llorona de la serie. Contaba lo mismo una
y otra vez y preguntaba si debía esperarlo.

Lorena me respondió:
-No es que tengas nada mejor que hacer, así que espéralo. De todas maneras lo
vas a esperar, la duración depende de lo que tardes en encontrar otra persona,
teniendo en cuenta que eres de las que te aferras al pasado-la observación se
refería a Marcos, a quien Lorena no podía dejar de mencionar- Estoy segura de
que tejerás y destejerás la misma manta durante mucho tiempo-terminó
pronosticándome.

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-No voy a ir al psicólogo para contarle mi “mal de amores”-me dije un día en el
que me di algunas órdenes antes de empezar otra jornada de espera.

-No terminaré en un psiquiatra porque tengo trastornos bipolares de maníaca


depresiva-continué.

-No tomaré somníferos, ansiolíticos, ni antidepresivos.

-No integraré la cofradía de los redentores de las hierbas, las flores y la


homeopatía.

-No pediré un certificado porque me duele el alma y no puedo trabajar.

-No me quedaré sin bañarme o sin comer.

-No beberé.

-No comenzaré a fumar.

-No arrastraré los pies por la calle.

-No tendré cara de estúpida abandonada.

Olga me sonrió y tuve ganas de llorar en su hombro, entre sus pechos robustos.
De que me acariciara la cabeza y me mimara.

Desde nuestra conversación sobre el puesto de jefa de cátedra, no me había


preguntado nada más. Asumía que soy de las que se lo piensan todo lentamente.
Pero ya tenía la respuesta.

-Creo que puedo hacerlo, al menos hasta que regreses. Tendrás que explicarme
todo muy bien y darme los contactos de todos los que tendrán que ver conmigo-
le dije muerta de miedo pero con ganas de probarlo.

-Te irá muy bien, niña, te adorarán. Te daré todas las indicaciones y te dejaré
también cómo localizarme, ya verás como será un éxito. Como aquella

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presentación de Daniel Arco.

No lloré en el hombro mullido de Olga ni entre sus senos robustos. No le conté


nada. Entramos a la reunión donde Olga anunció que yo sería por un tiempo la
nueva jefa. Me alegró haber hecho cierta amistad con la secretaria, son las
personas claves en estos casos. Los demás me miraron y aplaudieron, calculando
si sería una tirana compulsiva o solo una temerosa sustituta.

Llegué a la casa y enumeré los últimos sucesos. En solo unas semanas se fue
Marcos, terminé con Daniel y me convertí en jefa de cátedra temporal. Me lavé
las manos y bebí agua mientras lo pensaba y escuchaba las llamadas.

El mecánico había terminado los arreglos y tenía gente citada, quería saber si
podía negociar el precio en caso de que alguien le pidiera rebajas.

Lorena me invitaba a la fiesta de aniversario y a festejar que le ofrecían exponer


en la UNAM, en México -No quiero oír excusas o iré a buscarte y te arrastraré
hasta mi casa-terminaba su discurso.

Sergio anunciaba que vendría para que habláramos un poco.-Te quiero mucho
y te quiero bien, Marian-susurró al final.

La madre de Marcos amenazaba con venir un día de estos a tomar otro café
conmigo. Imaginé que a actualizarme sobre la sucesión de éxitos de Marcos en
Londres.

Sonó el teléfono. Estaba segura de que sería Daniel.

-Se fue, Marian-comenzó a decir Adrián.-Acabo de regresar del aeropuerto.


Dios sabe cuánto le pedí que te lo dijera pero no lo convencí. Me besó antes de
atravesar la línea. Es la primera vez. Pero aunque lo soñé muchas veces, sé que
no era para mí. Así que tengo algo que te pertenece. No soy la persona más
adecuada para pedirte que lo perdones. Pero me atrevo a más que eso porque lo
que quiero decirte es que lo esperes. O lo esperemos, si quieres verme alguna
vez…

Adrián hablaba a la contestadora, imaginé que era más fácil para él. Lo
interrumpí:

-Gracias Adrián, ya hablaremos.

Sentí que la angustia es una enfermedad con síntomas clínicos, un dolor muy
fuerte en el esófago, un contraerse, volverse menos, congelarse. Temer. Por uno
mismo al borde de sí mismo.

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La ausencia.

Ya experimenté una sensación de pérdida. Murió mi madre. Aunque mientras


estuvo enferma, supe que la enfermedad no era una escala trabajosa hacia la
curación sino un doloroso corredor de la muerte, algo dentro de mí nunca se dio
por enterado. No lograba pensar en ese día en el que ella no estaría más. Vivía
cada jornada como un soldado extenuado que pierde la noción del tiempo en una
trinchera remota.

Cuando murió, mientras le tomaba la mano y la veía irse; en el funeral, rodeada


de personas que me compadecían; y en el cementerio, acompañándola al lugar
del que nunca más saldría, tampoco lo entendí.

Los primeros días después de su muerte me sentí liberada, ingrávidamente


triste y extraña. Todos se sorprendieron de mi entereza para cambiar cosas en
su habitación, disponer de sus ropas y medicinas, de los objetos que habían
construido la escenografía de su enfermedad. Era una hija que llevaba muy bien
su tristeza porque había hecho todo lo que estaba a su alcance para cuidar a su
madre. Y esa hija orgullosa de su buen corazón, no tenía mala conciencia y
podía permitirse el comenzar una transición hacia la felicidad.

Un día me di cuenta de que mi madre había muerto, que me había quedado


sola. Y me derrumbé. Comencé a imaginarla en la cocina para escuchar mis
comentarios, a soñar todas las noches con ella y a evocarla en cada nube lenta o
ruido cotidiano.

Expiaba el pecado de haber olvidado que un día podía morir. Me regodeaba en


la condena de echarla de menos y me negaba alegrías y la posibilidad de ese
sobreponerse que todos aconsejan. Mi madre merecía todo esto. Intentar ser
feliz me parecía una traición.

Daniel me hizo renunciar a ese voto de angustia. Olvidé que tenía que sufrir por
mi madre, por todo lo que ella se había sacrificado por mí. Fui feliz y
apasionada, luché por conservarlo, me sentí manipulada y celosa. Me permití un
montón de sentimientos terrenales, alejados de las cruces y el cielo. Daniel me
dio la mano entre risas y trampas y me convocó al mundo real.

Su partida no me devolvió a los muertos y su luto. Su pérdida se convirtió en la


pérdida real. Y me hizo ver que la razón era que la de mi madre era

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irremediable, pero que en esta nueva ausencia había algo que la hacía más
intolerable. La espera.

La espera

La depresión es la frustración que queda después de la ansiedad. La falta de


coraje para asumir los deseos no realizados, las plegarias no atendidas. La
ansiedad es la espera de algo, la incertidumbre. La depresión es la llegada del
día D sin desembarco de los aliados, el fin de la espera, el arribo de la certeza en
forma de no. La garantía de que todo seguirá justo como nuestra ansiedad no
deseaba. La depresión significa que la ansiedad no ha sido complacida.

Existe una solución. No esperar. No soñar, no fantasear. Gozar la paz de los


mismos pasos, el aire que nos oxigena y el agua que nos quita la sed. Cerrar las
puertas a la isla de Peter Pan y los jardines de Alicia. Cancelar el rayo de luz,
cerrarle la puerta, tapiar las ventanas y odiar las anunciaciones.

Fui al malecón como ejercicio sádico, como terapia de shock. Quería que el mar
estuviera triste, que lloviera, que las calles lo echaran de menos. Nada de eso. El
agua de la orilla parecía la de una playa limpia y transparente, las nubes
explotaban golosas sobre el azul jugando a algo con el sol, orgulloso de la luz que
encendía en el cielo.

Me senté en el muro, mirando el mare nostrum. Recordé que Daniel decía que el
agua del malecón era también agua del océano Atlántico, nunca mencionaba el
Mar Caribe. Le gustaba pensar que formábamos parte de algo más grande.

He sido tu atenta oyente, tú has sido mi contador de historias. Cuentero, juglar,


trovador, griot. Scheherezada que convierte las noches en cielos siempre
estrellados y la cama en alfombra voladora. Mentiroso, astuto, sobreviviente y
callejero. Vital y demasiado bueno para durar mucho-le confesé a un Daniel
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hecho de ondas que se movían incansables.

-¿Eres española?-me preguntó una señora mayor, que me miraba con


curiosidad. Le dije que no con la cabeza, no quería hablar. Estaba triste y no me
interesaba salir de mi tristeza.

-¿Francesa?

De nuevo negué con la cabeza, esta vez asombrada de su insistencia para


endilgarme otras nacionalidades.

-¿Eres cubana?-volvió a la carga.

Mi gesto era ya de cansancio, le dije que sí e hice ademán de levantarme.

-¿Cubana, de La Habana o de Miami?- continuó.

-¿Qué quiere?-le dije finalmente, curiosa.

-Tengo vajillas de porcelana de Sevres, estoy buscando a quien venderlas- Me


dijo entre feliz de que le hubiera respondido y apenada por interrumpirme.

Busqué en mi bolso la agenda y le di la tarjeta del anticuario a quien he


vendido mis cosas.

Me miró como si no me creyese. Me dio las gracias mientras miraba absorta la


tarjeta.

Decidí volver a casa. Cuando llegué no me lavé las manos ni bebí agua. Me senté
y escribí la escena del malecón. Bonjour Tristesse. La primera viñeta.

-El viaje de los que se van dura mucho más que un vuelo a Europa. Empieza
aquí, Marian, en el proyecto de salir de esta isla, de ver el resto del mundo, que
si bien es algo que hacen algunos cubanos, no está incluido como plan en la vida
de casi nadie.

La gente tiene tanta ansiedad por viajar que teme las preguntas de los oficiales
de inmigración y el retraso de los aviones. El viaje de antes del viaje es tan
fatigoso que terminan pensando que no lograrán irse-empezó diciendo BiDi el
día en que vino a recoger las pinturas de Lorena. Pero sospeché que su visita
tenía mucho de terapia, esa que los amigos están siempre dispuestos a ofrecerte.

-Y ya en el avión empieza ese “resto del mundo” del que nos sentimos a veces tan
aislados. No sabes atarte el cinturón, te intimida la aeromoza, no sabes qué es

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gratis o qué se paga en el servicio. Y una vez allá, del otro lado, puedes tardar
mucho en aprender qué cosa es un seguro o sacar dinero de un cajero
automático.
Uno se deslumbra con las mujeres bien vestidas, los hombres con portafolios,
traje y corbata cada mañana, comes todo lo que has soñado y en las cantidades
soñadas.
Pero la vida real llega también al resto del mundo. Comienzas a buscar
trabajo. Conoces la ciudad de arriba abajo, pero te es extraña y no has hecho un
amigo. Empiezas a recordar y los recuerdos te acorralan y te succionan.
Reconoces qué lindo es tu país y la gente. Idealizas una Habana que existe en tu
corazón. Y te resignas a vivir fuera de ella.

-O no la necesitas. Daniel no encaja en esa descripción de la nostalgia lacerante-


le dije.

-Los que están fuera necesitan más de nosotros que nosotros de ellos-me
respondió- Nuestros problemas se resuelven con algunos dólares. Lo que
necesitan ellos no cabe en un paquete de correos.

-Un día llega la esperada primera visita a Cuba-prosigue como un visionario


BiDi-Están aquí y no son de aquí. La Habana les es más ajena que Jakarta. Y
piensan que quieren volver a casa. ¿Pero no era esta su casa? No pertenecen a
ningún lugar. En el aeropuerto ya no les hacen tantas preguntas. Se las hacen
ellos mismos y solo después de mucho tiempo y muchas lágrimas encuentran la
respuesta.

-No imagino a Daniel añorando la vida que tenía aquí.

-Esa vida eras tú, su amigo, La Habana calentita de libros, el tiempo para
escribir y sus artes de vagabundo feliz. Créeme que dondequiera que esté no
creo que tenga mucho tiempo para Whitman o Lorca. Cuando dos cubanos se
encuentran fuera de Cuba, lo primero que se preguntan es ¿qué tiempo llevas
aquí?

-Parece un diálogo de presidiarios.

BiDi asintió y se levantó para irse.-No dejes de ir a la fiesta, Lorena no te lo


perdonará.

-No te preocupes, iré.

Daniel está en el Prado, mira Las Meninas y descubre algo que nadie ha visto.
Se le aguan los ojos frente a tanta grandeza. O en La Alhambra de noche, se
mira en la fuente de los leones, rodeado de genios y princesas. Yo estoy aquí y
me dedico a imaginarlo. Y me debato entre todo lo bueno que deseo para él y las
ganas de que no le vaya tan bien allá, sin mí-pensé mientras veía a BiDi salir del
edificio con los rollos de las pinturas, escoltado por una luz violácea de

80
anochecer.

Son las 7 de la mañana. La parada está repleta. La gente no pierde la costumbre


de intentar llegar al trabajo aunque el ministerio de transporte no quiera ayudar.
El hombre es pequeño. Tiene estatura de niño y cara de ensueño. Es uno de esos
down ligerísimos, que hacen pensar que no es falta de algo sino exceso de bondad
y fe. Espera el ómnibus aferrado a su carpeta llena de papeles. Ha llegado antes
que todos. Es el primero y encabeza una fila que con la espera se ha vuelto más
ancha que larga. Arriba el autobús. Todos pasan delante de él, lo empujan, lo
dejan atrás. No ha aprendido a subirse en un ómnibus a las siete de la mañana.
Los demás sí. El autobús parte, dejándolo con la mirada fija en los pasajeros, en
los que subieron antes que él, en los que lo dejaron abajo. Endereza la mirada, se
yergue y aprisiona su carpeta. Se coloca en la misma posición a esperar, de nuevo
como primero en la cola, la llegada de otro autobús. Secundado por una nueva fila
que engorda y se desordena en la espera. Bonjour Tristesse.

La madre de Marcos me besó ceremoniosamente y entró a la casa fingiendo un


embarazo que tenía como objetivo hacerme sentir incómoda y obligarme a ser
muy amable.

Hice lo que ella esperaba. Pregunté por Marcos.

-Marian bonita, la verdad es que estoy tan feliz que quise venir a contártelo
enseguida porque sé que tú también estarás contenta de saberlo. Marcos regresa
a La Habana.

-¿¡Ah sí!?-Mi asombro no fue fingido. Eso le encantó.

-Le han ofrecido una gerencia aquí. Una joint-venture con una empresa
canadiense que tiene filiales en todo el mundo.

Nunca he sido envidiosa. Pero me pregunté honestamente cómo es que lanzaban


los dados allá arriba para que algunos salieran siempre tan favorecidos y otros
tan excluidos.

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-Marcos es muy inteligente -aseveró sonriente. –No tiene porqué ser un
segundón en un país extranjero cuando puede hacer tanto por el suyo.

Me maravilló la capacidad de la madre de Marcos para identificar los


beneficios de su hijo con la buena suerte de la nación.

-Me gustaría tanto que ustedes volvieran. Siempre fuiste mi favorita. Soy de las
que cree eso de que “cada oveja con su pareja”

Asentí sonriendo. Por cosas como esta, he sido su favorita. Porque siempre me
he quedado callada frente a sus andanadas.

-Pero bueno, tú tienes otra persona según creo entender ¿Va todo bien con él?

-Sí, muy bien.

-Me alegro tanto Marian ¿es algún profesor de la Universidad?

-Es un escritor.

-Bueno, esos tienen siempre la cabeza en las nubes. Necesitarías alguien más
práctico, un hombro donde pudieras recostarte. La vida
cotidiana cubana necesita de mucha inventiva. Pero Marcos será siempre tu
amigo, eso lo sabes. Te quiere, bueno, te queremos. Y con nosotros siempre
podrás contar.

-Sí, lo sé, gracias. Lo mismo te digo.

-Sí bonita, ahora con lo de este cargo que asumirá Marcos, le harán muchas
verificaciones sociales y políticas por eso de la idoneidad y la confiabilidad.
Deben estar seguros de que no traicionará los intereses del país. Así que di tus
señas como persona a la que pueden pedir información. Espero no te moleste.

Finalmente. Creí que nunca me enteraría de la razón de su visita. Soy una


honesta ciudadana, cumplo con mis deberes cívicos y soy una profesora de la
Universidad, temporalmente jefa de Cátedra. Tengo cara de persona decente y
soy discreta y amable. Perfecta para dar una buena impresión a los
“verificadores”.

-No te preocupes. Hiciste bien, me alegrará ayudar a Marcos.

-Y él a ti. Ya me dijo que tiene muchas ganas de verte. Seguro que en cuanto
llegue te hará la visita. No será un problema para ti, ¿no?

-Claro que no. Puede venir cuando quiera.

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-Gracias, querida. Sigue tan preciosa como siempre. Sabes todo lo bueno que te
deseo aunque me hubiera gustado que siguieras con nosotros. Bueno, Dios
dispone.

Me dio dos besos, a la española. Sacudió la cabeza y revolotearon sus mechones


perfectos, acotando un rostro de eterna triunfadora ¿Hará falta una madre así
para que a uno le vayan bien las cosas? -me pregunté al verla bajar los escalones
como quien desciende por las escaleras del Parliament House.

Las dos mujeres se comportan como actrices de una obra picante, se ofenden con
una ira casi sensual, compuesta por gestos obscenos y palabrotas .Son viejas,
fuertes y vivaces.

Parece un ajuste de cuentas, un juicio callejero. Una grita a la otra "puta, ladrona,
devuélvemelo que es mío".

La gente detiene la marcha, nadie tiene tanta prisa en esta ciudad como para
perderse una buena bronca ambulante. Se arremolinan los curiosos. Dos actrices
en medio de un anfiteatro, de una arena habanera.

Podría ser una litis por un hombre. Como en las tragedias y las comedias, las
óperas y las zarzuelas, el vodevil y la vida.

Una de ellas decide abandonar el escenario. Dedica una mirada burlona al


público congregado y pide paso. Se abre un corredor y ella, la ladrona de la farsa,
se aleja digna.

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La otra, la robada, la persigue primero con sus gritos y luego avivando el paso
hasta alcanzarla. Forcejean y se toman de los cabellos.

Los espectadores hacen lo de siempre en estos casos. Dividirse aritméticamente a


la mitad para tirar de ellas y separarlas.

Finalmente entra en escena el hasta entonces ignorado objeto de la discordia. Se


hace presente, quedando en medio como en un solo del último acto, un paraguas
amarillo. Todos ríen. Algunos aplauden y como en las obras moralistas, gana el
bueno y el malo recibe su castigo. La legítima dueña del paraguas lo recupera,
alisa su ropa y sus cabellos y saluda a los presentes con una coqueta reverencia.
Abre su paraguas amarillo y, cubierta por un círculo de luz dorada, se va.

Ha terminado la función y el grupo se dispersa. Regresan todos a lo que hacían


unos minutos antes, reanudan la marcha comentando lo sucedido. Como hace el
público entendido a la salida del teatro.

-Nunca me he acostado con nadie que no haya podido pagarme. Eso de "contigo
pan y cebolla" no es para mí.

Adrián y yo estábamos en una paladar, estilo ristorante italiano, en el último


piso de un edificio en Centro Habana. Con solo cuatro mesas donde casi todos
los comensales eran extranjeros.

Los camareros y algunos clientes conocían a Adrián. Nos sentamos en la única


mesa vacía. Adrián apartó mi silla y descorrió las cortinas de un ventanal.
Veíamos solo mar y cielo, como si estuviéramos en uno de esos restaurantes de
cruceros de las películas.

No conozco la comida italiana, salvo las pizzas, lasagnas, canelones y spaghettis


que poblaron y aplacaron nuestra hambre adolescente en los setenta y ochenta
en las pizzerías self service de cada esquina, con nombres como Vita Nuova,
Buona Sera y Cinecittá.

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O en aquellas con mayores pretensiones, manteles, camareros y algunas
exquisiteces: La Romanita, Montecatini, Castel Nuovo. En estas había además
risotto y tiramisú.

Pero parmiggiano reggiano, carpaccio y torta della nonna, no figuraron nunca


en ningún menú.

Leí la carta y era infinita. Miré los precios y me decidí por la más barata, una
Margarita. Pero Adrián sonrió y me dijo que no. Colocó la carta ante mis ojos y
cubrió el listado de precios con la mano dejándome ver solo los platos. Y me
advirtió que no sería una Margarita.

Adrián se comportaba como un rico tímido o un famoso que buscaba pasar


desapercibido sin ser grosero, en un lugar donde todos insistían en saludarlo y
sonreírle.

Seguramente vino aquí muchas veces con Daniel, hicieron planes y como dos
niños rieron, se contaron cosas terribles y hermosas y se prometieron eso que
todos hemos de alguna forma prometido a alguien.

-No sé escoger, podrías recomendarme algo.-le pedí ayuda.

Adrián organizó una especie de pequeño menú degustación para alfabetizarme


y me aseguró que me gustaría todo.

-Así cuando vengamos la próxima vez sabrás lo que quieres comer. El cocinero
es un cubano que vivió mucho tiempo en Roma y trabajó en una trattoria. Parece
que aprendió de verdad.

-Y luego regresó-acoté.

Sentí que todo lo que decía tenía segundas intenciones. Mi inconsciente delataba
mi obsesión a relacionarlo todo con Daniel.

-Sí. En uno de sus viajes de vacaciones a La Habana conoció al propietario de


esta casa. Estuvieron varios años viéndose solo en las vacaciones hasta que
abrieron este restaurante que ahora es muy conocido. Como ves, tiene una
clientela casi fija, todos esos a los que saludé.

-¿Nunca has pensado en irte? Con toda la gente que conoces te sería muy fácil.

- No conozco a nadie afuera lo suficiente como para dejar el sitio donde me


siento seguro y controlo mi vida. No quiero llegar a ninguna ciudad a ser el
prisionero de alguien y pasarme el día encerrado en un apartamento viendo
televisión por cable y comiendo palomitas de maíz, sin documentos ni amigos.
Esperaré a que Daniel se haga famoso para ir a curiosear por el resto del
mundo.

85
-A lo mejor podrías buscarte un trabajo.

-Ya tengo un trabajo, Marian. Durante años he llegado a mi casa por la mañana
luego de trabajar toda la noche, con las ojeras que me llegan a la rodilla pero
siempre con dinero en los bolsillos. Y con ese dinero me doy todos los gustos,
desde comprar perfumes caros hasta regalar libros viejos a mis amigos y sus
novias.

No había jactancia en su frase, más bien orgullo de haber cumplido algo que se
prometió a sí mismo.

Quise preguntarle si nunca se había enamorado pero pensé que el hecho de que
me contara su trabajo no me daba derecho a meterme en su vida sentimental.

-Soy amable con ellos--continuó- Les aguanto neurosis, depresiones, ansiedades,


obsesiones. Me alegro de lo bueno que les pasa. Los doy ánimos en las malas. Y
les cobro.

-Como en el psicoanálisis-bromeé.

Estábamos en los postres. Adrián me anunció que al final beberíamos un licor.


Amaretto o Limoncetto...etto, etto...-repetía riendo.

-Te estás perdiendo esto, Daniel-pensaba a cada momento-.Las dos personas


que más te amamos, frente a una ventana llena de mar.

-Mira, una guía de Madrid, la pedí para ti-me entregó un libro con una foto de
La Cibeles en la portada.-Ya la hojeé un poco, estaba curioso. Así podrás
imaginar dónde está Daniel.

Daniel llegó a nuestra conversación junto con los licores. Llegó también el
momento en que pude preguntar.

-Sabes algo de él ¿no?

-Sí- La frase terminó aquí, Adrián no sintió que mi pregunta lo obligaba a


discursos más largos.

-¿Está bien?

-No lo sé, Marian. Se oía mal y él estaba ansioso, quería contarme cosas y a la
vez quería escuchar. Y había ruido de lluvia en el cable, era difícil.

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-¿Preguntó por mí?

-Sí. Le dije que estabas bien, que sabías que se había ido y que seguramente nos
veríamos.

-¿No te dio ningún mensaje?

Adrián se debatió entre sus ganas de calmar mi ansiedad y su amistad hacia


Daniel. Entre sus deseos de ofrecerme también una buena noticia esta tarde y su
voto de silencio. Al final encontró una frase para regalarme.

-Dice que los plátanos de allá son más caros y menos buenos.

Madrid fue construida por Felipe II, en el medio de España. No tiene mar y el
río que la atraviesa no es importante.

Es ciudad de visita obligada para todos los que descendemos de los españoles.
Hace ciento diez años, también lo éramos nosotros.

Como en los calendarios, Madrid tiene las cuatro estaciones. Pero al menos
desde los tiempos de Franco no hay una buena nevada. El calor del verano es
seco y agobiante. Todos escapan de la ciudad, que se puebla de rebaños de
alemanes y nórdicos con sus botellitas de agua. En otoño llueve mucho, la gente
camina de prisa bajo los paraguas y como están siempre rehabilitando la ciudad,
las calles se convierten en un lodazal de lluvia y cemento.

Y como es verdad que hace ciento diez años también nosotros éramos españoles,

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allá vamos. Quizás buscando en el pasado una ayuda presente para
construirnos el futuro.

Luego resulta que allí no se ha perdido la costumbre de colonizar y catequizar.


Nadie te da un trabajo decente. Si eres una mujer y te paras dos minutos en una
calle, alguien te propondrá pagarte porque se la mames en la Casa de Campo. Si
quieres hacer amigos, te quedan las opciones de los chinos que trabajan
siempre, de los marroquíes que se juntan en las esquinas y de los búlgaros que
no hablan con nadie.

Madrid siempre tiene prisa. Puedes encontrar alguna sonrisa y un poco de


espacio en los bares más cutres, donde de borrachos que están todos, te pueden
hasta confundir con una de las infantas.

Madrid es esa ciudad en la que esperas que te pasen cosas buenas porque hace
ciento diez años éramos todos españoles. Pero no basta.

Madrid está llena de señoras con peinados aconchados y zapatos de tacones


cuadrados, que cargan bolsas de El Corte Inglés y cotillean todo el tiempo. De
policías de las academias franquistas y de pijos que quieren a toda costa
parecerse a los americanos. Gente a la que una vez en la escuela, le explicaron
que hace ciento diez años éramos todos españoles. Y que lo ha olvidado
definitivamente.

Madrid es una isla, la rodea un mar cálido que en algunas mañanas llega a las
calles y baña los pies de los transeúntes con espuma de olas pequeñas.

El centro de Madrid es un canal que desemboca en el mar. Lo recorren


góndolas, canoas y barcos de vela. Los viajeros comen salmones, arenques,
sardinas y mariscos que se multiplican y tienen colores y formas salidos del
pincel de El Bosco.

Muchos puentes cruzan el canal. De madera, de mármol, llenos de estatuas,


farolas, arcos o tiendas donde reglan felicidad, salud y la buenaventura.

Hay grandes boulevards, plazas monumentales, rinconcitos bohemios, viccolos


laberínticos, edificios fastuosos, rascacielos barrocos, modernistas, futuristas.
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Siempre con las ventanas llenas de flores.

Se hablan mil lenguas en Madrid. Cualquier idioma puede ser entendido. La


sonrisa es el esperanto de la ciudad. Todos son distintos y visten de colores
diferentes. Hay arcoiris aunque no llueva, aurora boreal y noches blancas. Al
ocaso tañen las campanas de las iglesias, de las mezquitas, de los templos. Y la
gente se arrodilla en la arena y reza, cada uno al Dios del otro pidiendo siempre
para el prójimo.

Se bebe en los bares, en las terrazas, en los pubs, en los bistrots, en los
chiringuitos. En la calle, en el metro, en los bancos, en el césped. En las oficinas,
las Cortes y las catedrales. En los bosques, los campos y las plazas.

Se baila. Es siempre carnaval en Madrid. La gente danza y se contonea con los


rostros cubiertos por máscaras. Los clochards vestidos de banqueros, los
sudacas se disfrazan de parlamentarios, los militares de hippies. La fila de
bailadores se mueve como una gran ola del goce, infinita, inagotada. El destino
es el cielo, pintado por Velázquez.

No abrí la guía de Adrián, de Madrid, de Daniel. La coloqué junto al teléfono,


en esa esquina del Nuevo Mundo.

Esta vez no había sorpresas, eso tiene la tristeza, que es tranquila. Me vestí para
la fiesta de Lorena sabiendo que esta vez Daniel no iría. Que yo no lo esperaría,
que su ausencia no me pondría ansiosa, que no discutiríamos ni me engañaría.
Que no haríamos el amor.

La noche era caliente. Decidí bordear el malecón. Ni siquiera en esta parte


había brisa.

La casa de Lorena es una de esas de principios de siglo, larga y sólida. Con


grandes ventanales enrejados y un portal de columnas. Lorena nació aquí y no
quiere ni oír hablar de mudarse. Sueña que sus hijos se casarán con buenas
mujeres, de esas que ya no existen, y fundarán familias que convivirán felices en
estos mismos pasillos, pisando losas antiguas y rozando paredes descoloridas.

Los ventiladores de los cuartos estaban por todas partes, despeinando y dando

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una mano a las ventanas abiertas a la noche cálida y húmeda.

La casa estaba repleta. Lorena sabe mezclar colores, mezclar sabores y mezclar
personas.

Nos abrazamos mucho. Le dije sin hablar todo lo que me pasaba y ella escuchó
las palabras que no pronuncié. Fuimos a la cocina, y allí me dio la noticia.

-No voy a ninguna parte. No me interesa viajar, ni por tres días ni para
quedarme del otro lado. No tengo tiempo ni deseos.

Lorena hablaba sin detenerse. Hacía uno de sus famosos arroces y se movía
entre ollas, especies e ingredientes variopintos, restos de comidas anteriores que
reposaban en espera de juntarse ennobleciendo cualquier cosa destinada a dar
de comer a muchos invitados.

-Por Dios, Lorena, qué estupidez estás diciendo, todo el mundo quiere viajar, es
normal y sobre todo aquí. ¿Por qué dejas pasar esta oportunidad? Será bueno
para ti desde todo punto de vista. Te pagan los gastos, el viaje es corto, hablarás
tu mismo idioma y luego de unos días diferentes regresarás y algo en ti habrá
cambiado.

-No quiero que nada cambie, Marian. No quiero que mis hijos me echen de
menos, que BiDi tenga que ocuparse de tareas que ahora dividimos a la mitad.
Serán primero los días antes de, esos del papeleo, la visa, los permisos, el pasaje,
las maletas, el dinero, los preparativos en la casa. Luego el viaje: levántate,
corre, sonríe, asómbrate, responde mil veces la misma cosa, camina, cánsate,
duerme mal, come cosas raras así hasta otro avión que me devolverá al lugar
que dejé en desorden, molida a palos y sin brújula.

-Pensemos que te va muy bien, que todo se resuelve fácil, que te gusta México,
que haces amigos, que tu obra gusta, que tienes oportunidades, que al regreso
estás llena de cosas que contar-insistí sin entender a dónde quería llegar Lorena.

-Ya lo pensé. Entonces mi vida será una mierda. Aquí todo el mundo se está
bastante tranquilo hasta que coge el primer maldito avión. Va a cualquier sitio
de mierda y ya. Les da una crisis de ansiedad, se sobreexcitan y luego no
consiguen vivir aquí normalmente. Pierden la capacidad de hablar de otras
cosas, creen que esa es la única virtud que les asiste y que valoran en los otros.
No hacen más que pensar en un próximo viaje, y en vez de atender la vida
presente se dedican a fabricar un futuro en otro asiento de avión para ir a otro
sitio de mierda. Y todos sus minutos, acciones y pensamientos están
encaminados a eso. Nada. Que de cualquier manera estás jodido.

Lorena, vestida con su delantal y blandiendo un enorme cucharón, removía la


olla con energía. Como una bruja de los hermanos Grimm.

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-Después de ese famoso primer viaje, no seré una artista sino una pre-viajera
ansiosa. No me podré concentrar en lo que hago porque tendré todas las
neuronas al servicio del dichoso segundo viaje, luego del tercero. No, gracias.
Déjame en esta esquina. No quiero sorpresas. Prefiero imaginar que algunas
cosas están aún donde deben. No creo que todo el mundo deba viajar, imagino
que haya gente a la que le de pereza moverse de su casa.

-Bueno, pues búscate un agente que se ocupe de tus obras y las exponga fuera.
Serás una rara artista cubana que no quiere salir de Cuba. Como publicidad no
está nada mal.

-No. Un agente es alguien que te dice que hagas una cosa diferente a la que
quieres hacer. No quiero mezclarme con esos. Mira, quien tiene un trabajo que
le gusta no lo descuida por un hobby. El que ama a su pareja no se busca un
amante. Y el que se siente bien en un sitio no anda husmeando en busca de otro.

-Lorena, todo el mundo viaja y nadie saca esas cuentas. Viajar es bueno, es una
cura de humildad para el egocentrismo que padecemos en esta isla, te enseña
que hay muchas formas de hacer las cosas, que el mundo es grande y diferente.
No puedes negarte a ver otras vidas, otras ciudades.

-Marian, existe gente que se funde con un paisaje que le pertenece. Que se
mueve en los escenarios que los turistas ven un ratico y les da las indicaciones
que necesitan. Gente que sale en fotos ajenas y forma parte de la descripción de
tal o mas cual sitio. Yo soy una de esas. No quiero ser una turista perdida,
haciendo falsos peregrinajes armada de una guía de bolsillo, una cámara digital
y mucha prisa.

-¿Qué dice BiDi? Estaba feliz con tu viaje.

-BiDi estaba feliz de despedirme y recibirme, sabes su obsesión con los límites.
Ya me hizo todas las historias de viajes desde Simbad a Conrad, pero no me ha
convencido. Mis dos maridos anteriores se fueron. No dejaré a mis hijos ni por
un viaje a Varadero. Ni seré una esposa intermitente. Hay que estar juntos en
las buenas y en las malas.

Nos reímos mientras ultimábamos los detalles de un arroz lleno de sorpresas.


Lorena es muy atea para citar sacramentos matrimoniales. Cree solo en cosas
que se mete en la cabeza y que no provienen de ninguna religión. Una vez dijo
que quien estaba bien con Dios no tenía que citarse con él en ninguna iglesia.

Hablamos de otras cosas. Lorena era mi amiga que no se quería ir y eso me


gustaba. Que quisiera estar siempre aquí. Por opción y no por inexorabilidad.

Regresé a la casa haciendo el mismo camino pero ya se levantaba la brisa y los


habaneros corrían a ocupar sus puestos en el muro. Me gusta esta ciudad, quería

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decir en voz alta. A Daniel.

Hay días en los que no te he esperado. En los que he salido a la calle y me he


dado cuenta de que el sol y el mar no te necesitan, que la ciudad tampoco, que
los millones de peatones irredentos que la atraviesan sumidos en sus fatigas y
logros cotidianos no saben que existes y que eso no hace sus vidas peores. Pero
luego, la constatación de que olvidarte por unas horas es mi única victoria del
día, me hace gritar que no hace falta tanto sacrificio. Porque te recordaré al día
siguiente-recé mientras apagaba la lámpara de noche, luego de un film lleno de
muertos de los dos bandos.

Sergio asumió que era normal que estuviera triste y ansiosa, que llorara y no
durmiera. Le parecían signos vitales. Amor y para él, el amor es siempre bueno
aún en sus desventajas. Pero cuando le pregunté por el futuro, ese ¿Qué crees
que pasará? no supo responderme y eso quería decir que podía pasar todo. Que
yo me decidiera a ir a Madrid, que Daniel regresara o que nos olvidásemos uno
del otro.

–Pero no hay que forzar las cosas, no aceleres, disfruta el azar. Es lo que está
mejor organizado-me aconsejó.

Rentar una de las habitaciones de mi casa- me dije sentada en la sala, evaluando


los metros cuadrados que poseía -. Como me aconsejó Daniel. O como vaticinó
que no haría. -No eres una sobreviviente para esta ciudad, Marian- recordé sus
palabras. A lo mejor sí. Había encontrado una buena razón para serlo.

Daniel regresaría y podríamos vivir aquí tranquilos, sin angustias cotidianas y


hasta darnos pequeños gustos. Dedicaría todo el tiempo a escribir, sin tener que
hacer trabajos forzados para pagar el alquiler o la calefacción de su hipotética
casa europea. Yo leería sus textos y le daría consejos que él juzgaría no
atendibles. Seríamos felices con cada libro publicado, que sería siempre mejor
que el anterior.

Acaricié estos sueños de lechera de fábula y me dediqué a evaluar ese pedazo


de ciudad que es el edificio en que he vivido desde que nací.

El edificio estaba sucio. Alguien había vomitado en las escaleras, supuse que
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algún borracho del night club de los bajos. En un tiempo nos entreteníamos en
firmar peticiones para que lo cerraran y convirtieran el local
en una biblioteca o un centro de educación sexual o terapia floral pero parece
que la mejor terapia y la cultura más eficaz es el baile. De todas formas, el
vómito era solo un detalle momentáneo que se adicionaba a la suciedad
permanente. La de las colillas de cigarros, papeles de caramelos, tierra, fango,
pasos.

No sé cuántas personas han limpiado el edificio. Siempre demasiado viejas para


subir ocho pisos con una frazada y un cubo en la mano. Tarde o temprano todas
dejan el trabajo y tarde o temprano aparece otra viejecita, de esas que tienen
una pensión pequeña y no quieren depender de los hijos. O no los tienen. O los
hijos no quieren que dependa de ellos.

Y como somos Tercer Mundo no podemos importar gente del Tercer Mundo
para que haga los trabajos que no nos gustan. Tenemos pensamientos del
Primero y economía del Tercero. Antes importábamos personas de otras
provincias que hacían lo que los habaneros no querían hacer, pero han regulado
la inmigración desde las provincias. La Habana está repleta. Parece que ya no
cabemos.

Bueno, el edificio está sucio. En unos días, los vecinos se resignarán a limpiar
sus pasillos y tramos de escaleras y así terminaremos por limpiarlo todo. Luego
se ensuciará de nuevo y así hasta que aparezca otra viejecita con el cubo y la
frazada.

La limpieza no debe ser un obstáculo para que yo rente la habitación de mi


madre. Yo también limpio mi tramo de escaleras-concluí.

Luego estaban los vecinos. Si me decidía a rentar sin licencia, tendría que
contar con la complicidad de todos ellos. Hice un inventario de esas personas
que viven encima, debajo y frente a mí. Esos con los que nunca me pongo de
acuerdo. Quizás por ser los vecinos. Imaginé un edificio de amigos, pero no
estaba segura de que la armonía y la amistad durarían mucho si estuviéramos
tan cerca siempre.

Los vagos del primer piso son muchos y hasta hace muy poco no trabajaban.
Todos estaban enfermos, disfrutando licencias sin sueldo o buscando otro
trabajo. Dedicaban los días a vagabundear y comprar cosas. A hacer
fisioterapias y colas. Eran puntualmente mantenidos por una prima lejana que
vivía en Miami desde hacía muchos años. Celebraban Navidades con turrones y
pavo y mandaban a buscar a los EEUU hasta las aspirinas, en su convicción de
que allá todo era mejor. Sabían siempre la última moda y conocían todas las
discotecas y boutiques de la ciudad.

La prima de Miami decidió venir a pasar las Navidades con esta familia tan
cariñosa y dependiente. Los primeros días le pareció muy normal que nadie se

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levantara antes de las diez de la mañana y que luego estuvieran todos dispuestos
a ir de compras y a comer fuera. Eran las Navidades. Pero, se acabaron las
fiestas y los horarios siguieron siendo los mismos. Extrañada, preguntó hasta
cuando eran las vacaciones y ahí comenzó un amasijo de historias de afecciones
ortopédicas, psíquicas y de descontentos con los jefes, búsqueda de mejores
puestos de trabajo y al final, la feliz certeza de que todo eso era posible porque
ella los mantenía.

La prima les explicó de dónde salía el dinero que les permitía a ellos ese ocio
ininterrumpido. Limpiaba un edificio de madrugada, luego cuidaba una viejita
hasta las ocho de la noche y los fines de semana limpiaba casas. Estas eran sus
primeras vacaciones en seis años. Y no creía que se podría permitir otras en
mucho tiempo.

Se acabaron las remesas jugosas, la prima no tuvo el corazón tan duro como
para dejarlos definitivamente sin abastecimientos, pero los vagos han tenido que
reducir los gastos y hasta un par de ellos ha encontrado trabajo.

Después de visitar Viena y Berlín, de ejecutar solo música para órgano en


catedrales góticas y auto promulgarse mensajero de ángeles, el músico del
segundo se fue al oriente del país a experimentar vivencias mística, como The
Beatles en la India. Dos meses después, regresó con una bailarina aborigen. En
ese momento nos enteramos todos que aún existían en Cuba esas comunidades
que vivían en barbacoas, comían casabe y bailaban areíto.

Se casaron en la Iglesia cercana, adonde fuimos todos los vecinos, gozosos del
morbo de ver una muchacha que parecía una modelo de Gauguin, enrollada en
un vestido blanco lleno de vuelos y lazos sobre el que resplandecía una cabellera
larga y casi azul, que miraba santos inmóviles y oía retahílas sacramentales con
una sonrisa que no supimos si era de astucia o inocencia.

Pocas semanas después comenzaron a llegar los familiares. Pero no se


aclimataron. En vez de aprovechar las cacareadas bondades de la capital,
evocaban espacios donde ver el sol y un río donde bañarse de verdad. Añoraban
comer cosas sanas que no se fabricaran en lugares desconocidos y desconfiaban
de tantos chillidos provocados por el timbre de la puerta, el teléfono, la televisión
y el estéreo.

Sin embargo, escuchaban durante horas los ensayos del músico, inmóviles
frente a los minuetos y preludios de Bach y al final, asentían con la cabeza y se
quedaban en silencio. Comenzaron a irse a su aldea y
hablaban de llevarse la muchacha, según me comentó el músico apesadumbrado.
Todo les resultaba muy agresivo.

Pero cada día es más difícil escapar a la neurosis de la modernidad. No sé


cuánto les durará este remanso de paz. Los sustentadores del falso confort, de
los autos veloces y de celulares con cámara y vibrador, eternos fabricantes de

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cualquier cosa, están empeñados en evangelizar a estos infieles sin videos ni
computadoras.

Mi vecino más cercano es el héroe. Su nombre está en los libros de historia y su


casa está llena de diplomas y fotos históricas en blanco y negro o colores sepia.
Es un héroe de verdad. No cuenta sus proezas, supone que todos las hemos leído.
El héroe se casó primero con su novia del pueblo, la que temió por su vida, lo
esperó cuando estuvo en prisión, la que ocultó sus documentos comprometedores
y le dio hijos. La que atendió su casa para que él pudiera hacer Revolución en su
oficina de héroe con altas responsabilidades.

La segunda esposa del héroe fue su secretaria, algo más joven y muy entusiasta.
Completamente emancipada, fumadora y con un bellísimo culo aprisionado en
pantalones muy ajustados. La que llegó a saber tanto de su vida que se convirtió
en su memoria. La que se quedaba hasta altas horas de la noche
mecanografiando y escribiendo cartas. La que durmió en el sofá porque había
solo unas pocas horas para descansar y no valía la pena ir a la casa. La que
convirtió la oficina del héroe en un hogar tan acogedor que el héroe dejó de ir a
su casa y de hablar con su mujer.

La tercera esposa del héroe es una muchacha muy joven. No ha hecho nada por
el héroe, lo conoció investigando hechos históricos en las revistas viejas para un
trabajo de su primer año de universidad. Un día él le dio botella para ir a clases
y ella se quedó prendada de este señor valiente y dulce, que le decía niña. A
pesar de lo que pudiera augurarse, ella le es muy fiel. En vez de convertir al
héroe en un señor ridículamente ataviado con ropa de joven, luchando
trabajosamente por no quedarse atrás, ella ha comenzado a vestir como una
señora madura. Se recoge el cabello en una cola severa, usa perlas pequeñas y
ropa sin edad. Habla despacio y camina a su mismo paso. Un día los vecinos
comentaron jocosamente que habrá una próxima esposa porque esta es ya
demasiado vieja para el héroe.

La mejor amiga de la mujer del héroe es una anciana, la del cuarto piso. En el
año sesenta y uno conoció a Jackie Onassis cuando aún era Kennedy, comió con
ella en la Cote Basque y se hizo fotografiar por el camarero. Desde su regreso a
La Habana, unos años después, no ha hecho más que “vivir del cuento” La foto y
sus recuerdos se han estirado como un chiclet de otros tiempos. Ha sido
consultora para investigaciones sobre la crisis de Octubre, la lucha de Luther
King por los derechos civiles, para guías turísticas de Manhattan y biografías de
Truman Capote. Sale más en televisión que el tipo de la meteorología. Viaja
muchísimo, es constantemente entrevistada, imparte conferencias sobre los
Kennedy y los años sesenta, sobre aquitectura neoyorquina, la short story
norteamericana o Woodstock. Tiene un web site y un club de fans. Y lo primero
que ves al entrar en su casa, cada vez más desteñida y borrosa, es su cara
sonriente al lado de la bellísima ex primera dama de los EEUU, en la foto que
cambió su vida.

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Los “gusanos” que nunca han podido irse viven en el pent house. Desde el año
cincuenta y nueve repiten que su familia no se mezcla en política y recuerdan
todas las marcas de cereales americanos. Han sido muy consecuentes con eso de
mantenerse al margen. Pero, curiosamente, ninguno se ha ido del país. No tienen
a nadie que los reclame en los EEUU y tampoco han tenido la oportunidad del
viaje de trabajo del que no se regresa más.

Han terminado por ser patriotas de otros tiempos, que veneran a Estrada
Palma y la Constitución del cuarenta. Son muy decentes y mantienen su casa en
un status quo de los cincuenta, así que hacerles la visita es como rebobinar el
tiempo. Cada vez que se habla de ellos, son tachados de apáticos pero muy
correctos. Son de los que aún te abren la puerta del elevador y ayudan con las
bolsas pesadas. Totalmente demodé.

Y en la planta baja están las muchachas, que van al gimnasio de día y a las
discotecas de noche y que no se mueven por la ciudad si no es en carro. Animales
nocturnos que duermen hasta el mediodía y tienen siempre una sonrisa y el pelo
brillante.

Concluí que ninguno era temible. Que nadie me delataría porque algunos días
al mes un tipo extraño, rojo de sol tropical y con una botellita de agua entrara
en mi casa farfullando un mal español y sonriendo a todos. Me dije que lo
pensaría.

Releí en voz alta la última viñeta, apenas terminada. Me preguntaba si había


sido capaz de contar lo que ví y si los lectores sentirían lo que yo intentaba
describir.

Mi relación con la literatura es la de una polilla golosa. Aprendí a leer sola, con
un par de indicaciones de mi madre, que desde entonces comenzó a regalarme
libros. Esos fueron mis mejores amigos, siempre al alcance para darme una
mano y sin pedirme nada que no fuera tiempo y deseos de dedicárselo. Los libros
me han provocado más emociones y sensaciones que la vida real. Y la han
escoltado siempre.

Escogí paladear y desmenuzar lo que escribieron otros. Fui a la Facultad de


Letras a estudiar Literatura, casi sin poder creer que me darían un título
universitario por hacer lo que más me gustaba en el mundo.

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Una vez graduada permanecí en el mismo recinto, repitiendo las cosas que me
repetía a mi misma durante la carrera: ahora en voz alta, desde el estrado y con
la pizarra detrás. Para los alumnos.

Inventé que escribía un libro para animar a mi madre moribunda. El libro se


volvió más urgente que la enfermedad, más balsámico que las medicinas, más
placentero que la realidad. Disfrutamos mucho una novela de la que no escribí
siquiera la primera palabra.

Antes de que llegara Daniel a mi vida, llegó "El esquimal". Leí sus palabras sin
haber visto su rostro. Las primeras frases que recibí de él fueron escritas y no
pronunciadas. Lo conocí a través de su libro. La literatura fue la causa de
nuestra primera discusión. La que nos reconcilió como amigos y nos volvió
amantes.

Su idea de escribir un libro a dúo fue el último espejismo que vivimos, el último
plan en que no hubo partidas ni separaciones. El que auguraba que estaríamos
juntos y haríamos muchas cosas.

Escribir mi parte de Bonjour Tristesse era como bailar un pas de deux sin
partenaire, como dialogar sin interlocutor o masturbarse sin fantasías. Como
vivir sin Daniel.

Camino detrás de dos hermanos. Son ancianos y uno de ellos, retardado. Se ve que
el otro lo ha cuidado desde niño. Que le ha dedicado su vida. Que no tienen
recursos, que no conocen a nadie. Que no hacen trampas, que son pobres y
honestos. El hermano mayor lleva en las manos un portafolio muy viejo, que
parece ser su tesoro. Y guía al otro. Ha sido así desde siempre. Nunca han
preguntado a Dios por qué.
Cada sonrisa del hermano niño es una respuesta para el hermano padre. Para ellos
no existen los logros, las ambiciones, los proyectos cimeros. Caminan serenos por
las calles que componen su pequeño planeta. Y agradecen esas cosas que nosotros
no somos capaces de degustar.

La Literatura fue el puente por el que caminé con y hacia las personas amadas.
Pero no resultó suficientemente sólido. Murió mi madre a pesar de su
entusiasmo por la novela que inventé para ella. Se fue Daniel pese a su libro y a
nuestro proyecto de escribir otro a dúo.

Intenté que la literatura fuera el ovillo hacia la felicidad, el talismán para


detener las ausencias. Para no quedarme rodeada solo por ella.

Porque ya no me bastaba. Le había pedido esos tres dones que todos queremos
que nos concedan las hadas. Los tres deseos de las fábulas y la vida. La banda
sonora de todos los brindis, plegaria festiva pero no por ello menos fervorosa.

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Salud, Dinero y Amor. Y no me concedió ninguno.

Murió mi madre. Mi salario era risible en La Habana de estos días y Daniel me


abandonó para ir a hacer literatura en otro sitio.

Releí todas las viñetas desde el inicio y llegué de nuevo a la última frase, la de
unos minutos antes. Detuve el cursor en el punto y final y oprimí la tecla para
cancelar en retroceso. Como una boca abierta que serpentea en marcha atrás, la
nada comenzó a devorar cada letra y espacio, dejando cada frase sin su mitad,
acortándola hasta hacerla desaparecer. Reduciendo cada palabra a un
monosílabo sin sentido hasta llegar al inicio. A la primera mayúscula del primer
día. Y la canceló.

Frente a la pantalla blanca, como antes de, como muchos días atrás, me asaltó
esa utopía recurrente, mística y científica. Regresar al inicio y rehacerlo todo.
Cambiar los hechos. Volver atrás y empezar de nuevo. Cancelar el pasado.
Como si el tiempo no fuera unidireccional e irreversible.

Había cambiado algo. Era de nuevo la de antes, la que no escribía. Había roto
mi parte de algo con Daniel.

Pero, aunque no escribiera el libro del que él no se acordaba, lo esperaba aún.

Marcos inundó la sala con olores que no sabía que existían. Algo en su frente
anunciaba que había pensado mucho en estos meses. Aunque conservaba su
eterna seguridad, sus movimientos no eran avasalladores. No me trajo flores ni
bombones sino un cartel de la primera representación de Peter Pan el 27 de
diciembre de 1904 en el Duke of York.

-No hay nada como el país de uno-dijo parado en la terraza mientras miraba la
lluvia. -Ni siquiera la lluvia es igual.

Seguro. Sobre todo cuando el posesivo mi país es abarcador y real. Es muy


bueno regresar por la puerta grande. Gozar lo bueno de aquí: el sol, el mar, la
gente y la seguridad de que conoces todos los atajos y recovecos. Teniendo
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además todos los problemas resueltos. Libre de las angustias del dinero, la
comida, el transporte, la casa y hasta las vacaciones y los viajes, problemas que
una gran parte de la gente no tiene, porque ni siquiera se los plantea como
metas.
No creo que haya mejor vida en el mundo que la buena vida aquí y ahora.

Pensé todo esto pero no dije nada. Ahorraba muchas frases con Marcos, como si
no habláramos un lenguaje común. Sus reflexiones no estimulaban las mías.

En cambio, estaba siempre colgada de los labios de Daniel. Todo lo que decía
movía cosas dentro de mí. Para él, tenía siempre respuestas y preguntas.

-¿Qué tal Londres? ¿Te gustó?

-No. Todo lo que has leído, visto y oído sobre Londres, es verdad. Es gris, llueve
mucho y los ingleses son presuntuosos.

-Bueno, para saber eso basta con ver las películas. ¿No tienes ninguna visión
más personal, de alguien que ha vivido allí?

-Sí. La de un extranjero con un negocio mediano en medio de una ciudad que


parece un planeta. Ves mucha gente distinta y te crees que es porque todos son
bienvenidos. No es así. Ellos saben muy bien quiénes son los suyos. Y te lo hacen
saber. No eres un Smith de ojos claros. Acostúmbrate a tu sitio. Y nosotros
aplaudiremos tus buenas costumbres recordándote siempre que no eres de los
nuestros. ¿Sabes cuántos refugiados hay en el mundo por conflictos políticos?
Diez millones. Europa está harta. Siguen teniendo la torta en las manos pero es
cada vez más pequeña y los comensales somos muchos más. No creen que les
deben nada a nadie. Dicen que han luchado por lo suyo y por eso ahora están
menos mal que los demás. No les hacen mucha gracia las invasiones de
extranjeros tratando de ganarse la vida y trabajando por menos que ellos. Los
culpan de todo lo que no funciona. De la delincuencia, la violencia, los bajos
salarios y el terrorismo. No me extrañaría que volviéramos a los años de los
autobuses de Montgomery.

Marcos había sufrido mucho el no ser un Smith de ojos claros. De lo contrario,


racismo y xenofobia no serían para él más que palabras de los periódicos de
izquierda. No era que no le gustara Londres, es que no llegó a dominarla. Y
ahora regresaba al sitio donde sería poderoso y estaría por encima de la media,
como le ha enseñado su madre que se debe vivir.

-Es la manipulación, la democracia del dinero-continuó su diatriba contra el


capitalismo feroz.-Se supone que si tienes un coche y un móvil, eres feliz. Y para
mantener esa felicidad la gente traga amargamente. No es verdad que todos se
van de vacaciones. Pese al cacareado bienestar europeo, hay gente que pasa
trabajo para llegar a fin de mes, que pierde su trabajo, y no puede pagar las
facturas, que un buen día no es un obrero medio sino un desempleado sin mas
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futuro que el de convertirse en un mendigo. Europa está en crisis. Es normal que
no quieran extranjeros. Tienen miedo. La miseria trae siempre consigo
mezquindad de espíritu.

Esta vez lo escuché atentamente, preguntándome si sus reflexiones estaban por


primera vez impulsadas por el bien de la humanidad y un mundo más justo, o si,
como tantas veces antes, eran solo hijas del deseo de su propio bien y un mundo
igual de injusto pero a su favor.

-¿Dejaste a Mónica porque no podías resistir la ciudad?

-Sí. Bueno, intenté convencerla de establecernos en un lugar menos agresivo,


donde nos sintiéramos más cómodos. Sólo que ellos están habituados a ser
extranjeros en todas partes. O quizás porque los del Primer Mundo no son
extranjeros cuando cambian de país. Solo somos forasteros nosotros, los del
Tercero cuando entramos en el Primero.

-Sería bueno que todo el mundo fuera Primer Mundo. Siempre habría
aventureros que cambiarían su lugar de residencia pero sería solo moverte a un
lugar con costumbres y clima diverso- traté de imaginar un planeta como el que
había descrito.

-Le propuse al padre de Mónica, mil ideas para entrar en otros lugares mucho
menos competitivos. Preparé proyectos que lo habrían hecho millonario. Pero
nada, son muy testarudos. Lo más que conseguí fue una reunión de la Compañía
donde la mayoría votó en contra mía. Y ahí se acabó todo.

-Centralismo democrático. La minoría se subordina a la mayoría. Lo


aprendimos en las clases de marxismo-le dije sonriendo.

-Claro. Es el cuento de que muchos estúpidos reunidos hacen un inteligente.


¿Cuántos iluminados conoces? ¿Cuánta gente realmente genial, visionaria hay
en el mundo? ¿Por qué debemos hacerle caso a los mediocres? ¿Solo porque son
más? ¿Quién ha hecho avanzar el mundo, masas grises o genios individuales?
Los inteligentes son unos pocos, y la estupidez humana es larga y ancha. ¿La
solución a un problema llega con el sentido común de las mayorías o con la
inspiración de uno o dos?

-No creo en los solitarios que van tan adelantados que su meta deja de ser
visible para los que vienen detrás. Hay muchas personas grises como dices tú,
trabajando con metas humildes para lograr cosas que a la larga se convierten
en grandes proezas hechas lenta y mancomunadamente. Muy bien ser el
arquitecto de la pirámide pero si nadie acarrea las piedras no se hace real.

-Debiste haber sido monja, Marian. Esa resignación tuya me pareció siempre

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una renuncia anticipada a todo lo bueno que se puede alcanzar en la vida. Un
perder antes de empezar y quedarse conforme. ¿Cómo te va?

-Bien. Yo estoy aquí. Todos son como yo. Tengo apellidos españoles como los
demás y lo que hacemos con los extranjeros es venerarlos en vez de
despreciarlos.

Marcos rió. A pesar de todo lo que dijo, estaba contento. Lo esperaban muchas
cosas buenas y el matrimonio fallido no parecía importarle mucho. Me dijo que
aún no se había divorciado legalmente. Quizás valoraba si sería conveniente.

-Bueno, Marian, ya estoy de regreso. En estos días estaré atareadísimo con lo de


la oficina nueva y el trabajo pero prométeme que en cuanto esté libre, vendrás
conmigo a cenar. ¿Sabes que en Londres se come muy mal?

-No, pensaba que solo bebían té.

Marcos miró la lluvia y respiró hondo. Pese a que sus motivos para regresar
podían ser muy calculados, le gustaba estar de nuevo aquí.

Se despidió.

-¿Y tu nuevo amigo? No has dicho nada de él.

Marcos es de la vieja escuela. No consigue otra palabra para nominar su


sucesor.

-Se fue.

-¿Adónde?

-Madrid. No sé nada de él desde entonces.-añadí rápidamente, como si


dispusiera de mucha información que no quería darle.

-Regresará, ya verás.

Me besó en la frente y se fué.

A Daniel nadie le ha ofrecido una gerencia en una empresa canadiense en La


Habana. No tiene una mansión en un barrio alto y una madre pseudo-
emperatriz. Ni una mujer de estirpe empresarial y pedigrí. Quizás sea feliz allí si
consigue mantener sus sueños hasta hacerlos realidad. Mientras, dirá que las
cosas realmente buenas de España son para todos, como los cuadros y las calles.
Su Europa será diferente, mucho menos ambiciosa-me dije mientras veía
enflaquecer las gotas de lluvia hasta desaparecer.

Londres es áspero y sin mar. Miré La Habana, rodeada de océano y por

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primera vez me pareció sitiada por el agua. El malecón no es playa, no podemos
recorrerlo. Solo mirarlo desde aquí. Existe como una promesa del resto del
mundo. Pero es incierta. Como el regreso de Daniel.

Decidí salir.

El agua quieta era como una manta con la que alguien hubiera cubierto el mar
para que durmiera. El malecón parecía flanqueado por dos soles. Uno dentro de
una franja de nube larga y gris, suspendida e inmóvil sobre el mar. Otro en el
agua, que dibujaba un círculo naranja. El sol de las nubes descendía a reunirse
con el sol del mar. Era como si alguien allá arriba hubiera encendido una luz.
La ciudad era amarilla, un viernes a las seis de la tarde.

Todos los que habían esperado la escampada salieron apurados de los trabajos.
La hilera de carros en ambos sentidos del malecón era larga. Los peatones
hacían pases de toreros frente a choferes malhumorados como un miura con
banderillas.

El muro del malecón se poblaba rápidamente. La gente se sentaba a mirar la


ciudad mojada, la puesta de sol y esta avenida, compuesta de mar y edificios
coloridos y temblorosos.

Se miraban unos a los otros. Para venderse cosas, intercambiar frases amables o
comentar lo malo que estaba todo. O lo buenas que eran estas lluvias de tarde
para aliviar el calor. O para decirse que aunque lloviera, no cambiaba nada.

Ocupé mi lugar en estas gradas. Me gustaba este “después de la lluvia”.

Un carro aminoró la marcha y una mujer abrió la puerta trasera para dejar en
medio de la cuádruple hilera de automóviles en esta vía rápida, un perrito. Era
pequeño y parecía desnudo.

-¡Coño! ¡Miren eso!-gritaron unos muchachos a mi lado.

-¡Qué clase de Hache Pe que son!

-¿Lo recogemos?

-No nos dará tiempo.

-Yo no quiero mirar-dijo la única muchacha del grupo.

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Seguí hipnotizada la escena. El animalito se quedó en el medio. Desconcertado
por las luces, los autos y el ruido, miraba alejarse el carro. Estaba sobre la línea
amarilla. Trató de avanzar. No pudo. Tembló y lo intentó de nuevo. Un carro
logró esquivarlo haciendo una maniobra suicida y él regresó a la raya amarilla,
tembloroso. Retrocedió aún más y fue embestido por otro, por alguien que no
era tan buen chofer o tan buena persona.

Cerré los ojos y no ví el final. Los muchachos gritaron y supe que todo había
acabado. Me pregunté si habría sido capaz de escribir esto para la colección de
tristezas.

Olga estaba sentada en mi silla y sonreía cálidamente. Su cara era entre blanca
y rosada, como un culo de bebé nórdico. Me abrazó mucho y sentí que algo
bueno me pasaría, que alguna energía vikinga traída por ella cambiaría mi vida.

Todos eran felices a nuestro alrededor, como si Olga y yo fuéramos muy


especiales y nuestro re-encuentro, algo que todos esperaban.

-Marian, me iré a vivir a Reykjavik. Me caso con el decano de la Facultad de


Lenguas Extranjeras. Tendré que dejarlos a todos. ¿Me echarás de menos?

Esta sí que no me la esperaba. Olga, la gorda adorable, mi ángel opulento, la


que me cuidaba aun sin saberlo. Las gordas sesentonas no se casan con
islandeses. La jefa de la Cátedra de Lengua Española de la Universidad de La
Habana, no se va a vivir a un lugar donde hablan algo entre sueco y latín.

-¿Sabes lo que han dicho todos aquí? Que eres una jefa estupenda, que estarán
encantados de trabajar contigo los próximos doscientos años.

Todos asintieron y aplaudieron. Tuvieron una muy buena vida durante mi


jefatura pero es verdad que yo no les exigí nada más que impartir clases y hacer
exámenes. Y cumplieron. Tuvimos pocas reuniones y en ellas no ordené sino
pedí las cosas de favor.

En este tiempo, entendí que el verbo “resolver” es algo más que lo que se ejerce
sobre ecuaciones, acertijos y crucigramas. Que abarca casas en la playa, leche en
polvo, uniformes para los hijos o un turno para hacerse un ultrasonido.

Y que el tiempo gramatical del verbo resolver es siempre el horario de trabajo. Y

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finalmente, que no es culpa de nadie.

Por lo cual, l.q.q.d.


El verbo resolver, cuando se ejerce en este tiempo gramatical, debe ser
considerado como un sinónimo del verbo trabajar.

Fui democrática, según opinión de todos.

Volvieron las razones de la otra vez. Esas que me repetían que la lengua
española se inventó en España, que la Real Academia está en Madrid. Que
estamos siempre tutelados por ellos para que no olvidemos las palabras que nos
regalaron cuando nos dejaron sin las nuestras. Que Olga ha ido muchas veces a
la Madre Patria por asuntos de la cátedra. Y que, quién sabe.

En las escaleras me encontré con mis alumnos. Ya habían saludado a Olga,


sabían que se casaba, que se iría y que yo sería la próxima jefa, si aceptaba.
Imaginé que ya habrían sacado sus cuentas de si les iría mejor o peor, para al
final decidir eso que uno decide siempre cuando es joven. Que el asunto no era
tan importante y que se las arreglarían de cualquier modo.

Si yo fuera una estudiante de dieciocho años, ya habría olvidado a Daniel, pensé


cuando Ana me hizo un guiño mientras bajaba las escaleras con pasos de baile.

A la salida, la secretaria me interceptó para decirme que la periodista que


nunca logró entrevistar a Daniel, quería que yo le respondiera algunas
preguntas sobre los proyectos conjuntos de la Universidad y la Unión de
Escritores.

Mientras hablábamos, frente a nosotros se detuvo una Harley Davidson de los


60, como sacada de un fotograma de Easy Rider.

Descendió un muchacho alto, vestido de negro, llevando en una mano el casco y


en la otra, un marpacífico. Ana corrió hacia él, lo abrazó y lo besó
repetidamente. Sus amigas del aula se acercaron y saludaron al muchacho, que
sonreía todo el tiempo y acariciaba el pelo de Ana.

Se montaron en la moto y Ana dijo adiós a sus amigas, a la secretaria y a mí. La


Harley Davidson partió, como si su destino fuera el final de un filme o de una
novela.

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Muchos años después de la guerra, el hambre, los muertos, los campos, los
matrimonios, las separaciones, los divorcios, los libros…*

Estaba parada en la esquina del cuarto junto al contestador. Como siempre que
sonaba el teléfono, no levanté el auricular. Esperé mientras el corazón me latía.

…él había llamado. Soy yo. Por la voz, ella lo había reconocido. Soy yo.*

Era Daniel.

…Su voz había temblado, es entonces cuando ella reconoció el acento…*

Hablaba con otro acento. El de los que han domesticado las inflexiones del
español de los cubanos para inclinarlas a favor de ese otro más castizo. Con el
auricular entre las manos, pero aún muda, me apoyé en la pared de la esquina y
me deslicé hasta quedar sentada.

Otra Marian más valiente respondió, dijo algo tan absurdo que lo hizo reír.
Su risa era la misma de antes. Aquella que abarcaba mi cuerpo, la que llenaba
de ruido la habitación como si entrase el mar. Su modo de gozarme como gozaba
de todo. Mi modo de amarte Daniel, porque tú eras todo y yo quería ser todo
para ti.

No supe disimular mi nerviosismo. Quería decirle que en estos meses infinitos


no había hecho otra cosa que pensar en él. O que a pesar de todas las cosas, aún
pensaba en él.

Decirle: Ven ahora mismo. Quiero verte, quiero que me toques y me digas todo
eso que quizás ya has olvidado y que yo me repito cada noche. O no decirte
nada. Solo anunciarte que me muero de ganas.

*Marguerite Durás. El amante de la China del Norte

Pero era difícil decir esto a alguien que regresaba convertido en una voz con
acento extranjero. Así que hice las preguntas que se hacen en estos casos. Me
respondió que estaba aquí desde hacía mucho y ya me explicaría porqué no me
había llamado antes. Le dije que no tenía que explicarme nada.

-¿Cuándo nos vemos? -pregunté mirando el reloj.

-A eso de la una, si me invitas a comer.

Mi cabeza empezó a funcionar después de mucho tiempo. Le dije que sí


mientras recordaba el teléfono de dos paladares que traían comida china a casa.

Compraré cervezas, hay calor. Cristal, era la que le gustaba. Y helados. Y café,
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uno de los que no tupen la cafetera. Y unos cigarrillos suaves. Los Lucky Strike
estarán bien. Puedo encontrar todo eso en la gasolinera de la esquina-planifiqué
en pocos segundos.

-Te espero.

- Eso espero. No has cambiado- escuché sin saber si era una pregunta o una
afirmación.

-Sí he cambiado. Estoy hecha un desastre- respondí como si eso me hiciera feliz.

A las seis de la tarde, la mesa tenía el aspecto resignado de quien no recibiría


codos, migajas y manchas de cualquier cosa. No tapé la comida intacta, no
retiré los platos, vasos y cubiertos limpios. No quité el mantel impoluto. No
encendí un Lucky Strike virgen ni abrí una cerveza casi helada. Mientras
buscaba mi bolso, las llaves, la puerta de salida y un itinerario en la ciudad,
pensaba en mi madre muerta, en la soledad, en los días pasados y las cosas
perdidas. En Daniel, y en que se acababa el tiempo de la espera.

Sonó el teléfono y escuché la voz de Sergio mientras dejaba un mensaje. Siete


mil sitios arqueológicos irakíes han sido saqueados durante la guerra y en esta
cruzada que se lleva por delante lo más antiguo que somos, han destruido el
original de Las Mil y Una Noches.

FIN

Mylene Fernández Pintado

La Habana-Montagnola
Octubre 2006- Septiembre 2008

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