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Ella no creía en “bilongos”

Gerardo del Valle (Venezuela, 1898- Cuba, 1973)

Que Ña Soledad estaba ya a la caja lo constaba su ágil


pugilismo con la ropa sucia y su incansable violineo con
la plancha. No obstante, allí, en el cuartucho reducido y
destartalado, con las peores tablas de “La Casa de Lola”,
continuaba Candita, su sobrina política. Estaba originando
apagadas habladurías, que a la muchacha no le pasaban por
alto; pero continuaba, como en otros tiempos, ayudando a
la negra, haciéndose cargo de la cocina, constituida por
una hornilla colocada sobre una lata vacía de gasolina;
también tendía la ropa y manejaba la aguja.

“La Casa de Lola” era un solar pequeño, situado en las


afueras del Cerro y lo integraban siete habitaciones,
todas de inquilinos negros retintos, sin la más mínima
claridad. Candita, por su piel y su pelo, mulata muy
adelantada, podía pasar por blanca, aunque jamás lo
pretendió.

Las preguntas apedreaban a Ña Soledad, porque estaba fuera


de lógica que su sobrina diera rápido te-boté al catalán
con quien se hallaba “comprometida” y él estaba “hasta
fuérate” “guillado” por el “pollo”, con casa puesta,
criada y soltando el billetaje para los vestidos a la moda
que usaba Candita, no muy baratos por cierto. La pobre
vieja solo tenía una conmovida explicación sobre “su niña”
idolatrada, que le habían puesto en sus manos desde recién
nacida: La Virgen de Regla había llamado a su corazón y se
sentía feliz junto a mamita, como así la llamó siempre. 

Pero la muchacha no había aparecido por el solar desde que


volara de allí para comprometerse con el noy, ni le
enviaba a la tía una simple tapa o un par de vestidos que
sustituyeran aquéllos de saladillo que forraban a la negra
vieja. No comprendían qué mosca le había picado, cuando le
avisaron que Ña Soledad parecía muy grave, para irrumpir
allí en una máquina, en compañía de dos médicos de fama;
no les había hecho mucha gracia que casi a empujones
botara del cuarto a un “babalao” que le curaba, apagando
las velas que ardían junto a una Santa Bárbara de bulto,

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colocada sobre un cajón pegado a la pared y arrojando a la
basura todas las yerbas y resguardos. La conocían bien y
así había sido desde niña, no obstante en aquel solar
predominaba el África, se vivían con pasión las creencias
yorubas y lucumíes en todo su  apogeo, con altares de
Changó, u Obatalá y Ochún en cada habitación; celebraban
los velorios a todo cabildo y acudían los mejores “tatas”
y “babalaos” de la Habana, Regla y Guanabacoa. Habían
perdonado esa profanación de la linda mulatica por
consideración y respeto a su difunto tío Rutilio que,
además de tata, había escrito páginas gloriosas en el
ñañiguismo, como “insué” de renombre en “fambás” de Atarés
y de Jesús María.

Había liquidado al “marido” blanco sin mediar palabra. El


pobre catalán acudió a buscarla e interesarse por mamita;
pero la encontró con el “santo subido”, pues le arrojó un
jarro a la cabeza y entre un millón de subidos improperios
le advirtió que no se ocupara más de ella, pues si
intentaba siquiera hablarle iría a parar a Emergencia...
Cosas raras en el carácter de Candita, a quien en el fondo
querían todos porque se pasaba el día cantando con muy
buena voz, haciendo chistes y realizando servicios a sus
vecinos; lo que no les permitía era que metieran la
cuchareta en su vida, llevándole recados y alcahueterías
de distintos tipos que la acuchicheaban. Sí. No obstante,
burlarse de sus santos y de sus trabajos, los vecinos
simpatizaban con ella... a excepción de la negrita Chela
la del número dos, que la miraba siempre muy seria y de
reojo y no le daba las gracias si le hacía un favor
cualquiera. Chela parecía la más interesada en averiguar
el verdadero motivo de su resolución en permanecer en “La
Casa de Lola”, sabiendo lo mucho que siempre había
renegado de la pobreza, de la brujería y del barrio, en lo
más aislado y maltrecho del suburbio. Chela rumiaba sola
sus sospechas y la estaba cazando. ¡Vaya! Quería cogerla
en el brinco, porque desde el instante de su llegada
presintiera la verdad y en su corazón pinchaba la
inquietud de que en esa conducta había algo que iba a ser
su perdición, perdiendo el sueño y el apetito. Papá
Casimiro —un espada en eso— le había echado los caracoles,
como él sabía hacerlo y nunca le engañaba. Y los “elifás”
le habían comunicado al viejo brujo que le dijera a Chela
“tuviera mucho cuidado con la canela clara, porque iba a
oscurecer lo más grande de su vida”. Lo más grande de su
vida era su “pelota” por Paulo, su marido, el negro más
fuerte y de mejor plante que trabajaba en el Mercado
Único, con quien vivía desde hacía dos años. Paulo se
había puesto de pie, junto a la puerta de su cuarto,
cuando llegó Candita vestida como una artista de Hollywood
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y la mulata le había mirado un momento, deteniéndose
varios segundos. Y como su visita a la tía era para llegar
y volverse en la misma máquina que la condujera, resultó
que después de esa mirada... se quedó ese día y todos los
demás, con la idea de fijar otra vez allí su domicilio. iY
las casualidades! Le tenía conseguida eso de que siempre
que Paulo llegaba, Candita se tropezaba con él y
aprovechaba su permanencia para llevarle a Chela algún
platico especial, pedirle algo prestado y sentarse con
ellos a charlar. ¡Y Paulo —aunque muy fiel y temeroso de
su mujer— parecía que comenzaba a corcovear! ¡A ella no se
la daban de verraca!... Estaba cubicando a la mulata y a
su hombre. Había descubierto sus sonrisas especiales y su
descuido —¡la muy descarada!—para que el negro admirara en
todos sus saltos sus senos erectos e incitantes,
aumentando los movimientos de su cuerpo... Cuando Paulo la
miraba de reojo...

Claro, también Papá Casimiro le había recomendado que no


se abandonara un momento de las cosas religiosas, que no
fallan si se tiene fe y creencia en Changó y en Babalú; y
Chela ponía debajo de la almohada de Paulo las tijeritas
tocadas de la piedra imán, en forma de cruz y con un
pedazo de sus calzoncillos había amarrado los siete nudos,
pronunciando siete veces su nombre, enterrándolo después
en una maceta con ruda; mientras la matica no se
marchitaba no había peligro de que el negro quisiera
correrse. Y tampoco se quitaba de arriba copias de
oraciones milagreras como la de la Piedra Imán, la de
Justo Juez y la del Ánima Sola, rezándolas junto a su
altar, con velas encendidas y los bonitos collares que
tanto gusto dan a Santa Bárbara. Ella barruntaba que
Candita buscaba la forma de conectarse a solas con Paulo,
para provocarle y guillarle y no le perdía pie ni pisada
un solo segundo. Y cuando el negro estaba en el Mercado y
Candita salía, ella daba sus vueltas por los alrededores,
confiando también en algunos compañeros de su marido, que
la estimaban, para que le informaran si veían algún mal
movimiento...

La verdad era que Paulo ya no estaba en las mismas


condiciones que antes y permanecía mudo junto a ella,
mucho tiempo, como si pensara en otra cosa y hasta había
despreciado por dos veces las ricas palanquetas con
ajonjolí que ella preparaba como para chuparse los dedos o
solo había probado una cucharada de aquella sabrosa
combinación africana, el cocchanchú de hojas de malanga de
verdolaga, berenjena, tomate, cocido todo en sal y aceite.
¿Qué tenía la mulata que ella no tuviera? Su cuerpo era
tan airoso, tan bien formado, tan ágil, tan cimbreante,
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tan limpio y oloroso como el de Candita; sus caderas y
senos maravillosos, ojos de fuego, pulposa boca y blanca y
bien colocada dentadura... todo con mucho fuego y
sentimiento. Negra, muy negra, pero muy bonita y cuando
bailaba los legítimos cabildos africanos, sin perder un
solo ritmo del bembé, también había blancos, mulatos,
negros y pardos de mucho billetaje y fuerza política,
dispuestos a derramarse por ella; y ella prefería la vida
pobre y miserable al lado de Paulo, y su Paulo, que podía
tener muchas “carnes” a un tiempo, se sentía ancho con
ella sola, que le daba todo lo que su temperatura
exigía...

Aquella noche, después de conocer los números tirados en


la charada y en la bola de Castillo, Colón y Campanario y
fallar otra vez, pensó que la cosa podía no estar en
Candita ni en Paulo, sino en ella misma... Sí, en ella
misma. Lo reflexionó bien y anudó cordeles, porque mucho
antes de llegar la mulata se había detenido la buena racha
que ella tenía siempre, adivinando con frecuencia los
bichos colgados de la charada y combinando cábalas y pases
que le daban. Indudablemente estaba “basiliqueada”. Corrió
otra vez donde Papá Casimiro y el tata le dijo que
necesitaba una limpieza completa, en su mismo cuarto y a
presencia de todos los vecinos de “La Casa de Lola”... a
excepción de Candita, porque ella con su falta de creencia
estaba quitada, atrayendo a los malos seres y alejando a
Olorun, Obatalá, Changó, Yemayá y a Elegguá. Le encargó
que buscara las flores de Sacramento en la iglesia del
Salvador, pues en esa semana estaba el Santísimo de
jubileo circular y se podía aprovechar... porque cuando se
une la religión de los blancos con la de los negros se
obtienen mejores resultados en los trabajos. 

Cada inquilino de “La Casa de Lola” aportó su parte,


porque Chela quería que aquella limpieza presentara las
características de una verdadera fiesta. A Ochún le
agradaba mucho el sacrificio de chivos, a Obatalá, el de
las palomas, y a Changó el de los gallos negros y esos
elementos costaban dinero, así como los platos especiales
para después de terminada la limpieza. Cada uno llevó
también su imagen preferida que acompañaría a Changó en su
altar; Elegguá, Ogún, Ochosi, Ozacú, Bacoyo, Llansá, Ollá,
Yemayá, Ochún, Ebellí, Cascó, Naná Bucará, Obatalá... En
un rincón, con la vuelta a la pared pusieron a Echó, el
mismo diablo, que tantas molestias y salaciones vertía
sobre las personas decentes y debía sufrir cuando se le
probaba que eran una basura sus poderes maléficos, cuando
se tenía el aprecio de las fuerzas mayores. Era Echó quien
influenciaba sobre el Elegguá (el Ánima Sola), con buenas
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intenciones en el fondo y algunas veces ayudaba mucho. A
Llansá (Virgen de la Candelaria), por ser la patrona de
Candita, la habían adornado profusamente con los mejores
collares y tela de seda blanca, azul, amarillo y rojo,
para que ejerciera sus buenos oficios sobre el alma de la
mulatica y le borrara de la cabeza los malos pensamientos,
esos que se prenden como macaos, llevando a las muchachas
a encapricharse en quitarle los maridos a las que se lo
han ganado en juego limpio y lo tienen bien amarrado con
cariño.

Todo había sido discreción y disimulo para que Candita no


se apercibiera de la fiesta y se aprovechara que se
acostaba temprano y dormía profundamente. La misma Ña
Soledad fue una de las invitadas y había aportado su óbolo
y sus modestos adornos para el gran altar. Chela había
conseguido los ramilletes del jubileo por mediación del
sacristán, que le tenía amistad, regalándole claveles,
margaritas, lirios y hasta algunos gladiolos, todos bien
conservados.

El cuarto resultaba pequeño para tanta gente, pues las


inquilinas asistían en compañía de sus maridos e hijos
mayores, además de que junto a Papá Casimiro oficiaba otro
“babalocha” de fama. Cuarenta y nueve velas de a peseta,
de pura cera, iluminaban el altar en su gradería, de
arriba abajo y en una cazuela, en el suelo, se colocaron
los resguardos: colmillos de perro, ámbar, corales, piedra
imán, cayajabos, caracoles y saquitos de incienso y polvo
de sapos.

A las 12 de la noche se abrió la ceremonia con un tenue y


tembloroso golpe en el batucafú o bongó. Los asistentes se
hallaban en círculo, de cuclillas en el suelo y en el
centro de la habitación colocada la gran batea, dentro de
la cual Chela iba a ser despojada de todo el daño. Paulo
no se había opuesto al trabajo, por el contrario, se le
advertía contento y había contribuido con diez pesos y una
cesta de ñames, plátanos, maíz tierno, cocos, calabazas,
quimbombó, además de un garrafoncito de icó, el
aguardiente con miel de purga que calienta y no
emborracha; creyente sincero, quería a su negra y acataba
las leyes de Olorun sin resentimiento ni celos.

Todas las velas se apagaron y el babalao comenzó a cantar


en un meloso murmullo una evocación a todas las deidades
africanas, coreándolas casi imperceptiblemente todos los
invitados. Plenamente a oscuras, Chela se despojaba de
todas las ropas y zapatos, hasta quedar completamente
desnuda. Allí ninguno de los hombres debía sentir deseos
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ni pensamientos lascivos cuando tornó a encender las velas
y la negrita, ya en el centro de la batea, comenzó a
recibir del yaloche y su ayudante el frotamiento de la
sangre de gallo negro, las plumas del mismo hechas casi
polvo, y volcaba sobre su cabeza, cayendo hasta los pies,
chumbas llenas de coco rallado, maíz seco y un preparado
con agua limpia de albahaca, yerba buena y algunas de las
flores del Sacramento jubilar. Terminado este baño, Papá
Casimiro recogió todos los condimentos, reuniéndolos en un
mantel blanco y rojo, haciendo un lío. La batea vacía fue
colocada bocabajo y sobre ella, de pie, se situó Chela. El
babalao frotó todo su cuerpo con un pollo negro y alcanzó
de encima del altar una lata llena de manteca de corojo,
de la que le untó con su mano desde las plantas de los
pies hasta el pelo. La negrita se sentía feliz, respiraba
y aspiraba como si estuviese gozando en un balneario y
miraba tiernamente a su negro, extasiado y orgulloso de
aquellas líneas perfectas que afirmaban a su mujer como
una escultórica diosa de ébano. Y los demás hombres,
reprimiendo sus lujurias, le envidiaban y retiraban sus
miradas bajando los ojos al suelo. Todos los muebles del
cuarto habían sido retirados. Junto a la pared reservaban
un catre de lona, nuevo, de paquete; Papá Casimiro lo
abrió, ordenando a Chela se tendiera sobre él, arropándola
entonces con una sábana blanca que le extendió una de las
vecinas presentes. Solo faltaba rellenar el pollo negro
para llevarlo a cuatro esquinas y arrojarlo —sin que nadie
lo viera—, para que se llevara algún resto de daño que
pudiera quedar. Esa parte se realizaría después de la
comida, dispuesta en la contigua habitación y se esperaba
transcurriera el tiempo prudencial en que Chela debía
permanecer acostada, bien distendidos los músculos y
cerrados los ojos...

Llamaron a la puerta...

El babalao hizo señas. No podía abrirse hasta que la


purificada se vistiera, con otras ropas, completamente. No
podía ser la policía pues el capitán del distrito les
autorizaba esas ceremonias, siempre que no ocasionaran
escándalos y broncas.

La llamada en la puerta fue por segunda vez más fuerte,


más violenta.

—Que se canse tocando, hasta que llegue la hora, murmuró


Papá Casimiro. Pero quien llamaba era otra persona de
arrestos e impaciencia inflamable y no de las que se
resignan a retirarse o esperar mucho tiempo. Y ante el
susto y asombro de todos se sintió el estruendo de un
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terremoto y aquella puerta, que no era muy fuerte, se
abrió de par en par y frente a ella se plantó sonriente,
desafiante con los brazos en jarra, altiva... nada menos
que la misma Candita.

Se había frustrado la precaución para que ella ignorara la


ceremonia. Estaba informada desde el mismo día en que
Chela acudiera a la casa de Papá Casimiro, porque disponía
de amigos que le informaban de las cosas que le
interesaban. Y había sabido que ella, ella misma,
constituía el centro de las preocupaciones de Chela, de
sus celos y sospechas. ¡Claro! Tenía toda la razón y no le
extrañaba su actitud, porque las mujeres adivinan esas
cosas y no se les puede engañar. Estaba guillada,
locamente guillada por Paulo y se había desprendido de la
riqueza, del lujo, del vivir perezoso, solamente porque
desde su llegada circunstancial, a la primera impresión
aquel pecho de Hércules, aquellos ojos negros y serenos, y
aquella sonrisa de hombre sano y bueno, fuerte y bravo, le
habían revuelto la sangre africana. Porque hasta entonces
no lo había sentido así, ni por el catalán ni por ninguno,
blanco, pardo, o mulato y hasta se burlaba de esas cosas.
Esperaba pacientemente la ocasión de atraer al negro sin
lograrlo, porque su mujer le pasmaba todos los momentos
propicios. Y ya estaba cansada y su pasión la impelía a
realizar algo sonado, sin bilongos, y sin brujerías,
porque ella no creía en cuentos de chinos manilas. La
noche escogida para efectuar la limpieza se había fingido
dormida y había dejado que se desarrollara: por una
rendija lo había presenciado todo y cuando vio a su rival
desnuda, con un cuerpo digno de causar admiración a
cualquier hombre, tan bello y macizo como el de ella,
temió que no pudieran sus encantos femeninos impresionar a
Paulo. Ella, Candita, es verdad que bailaba bien, pero sin
África, a lo moderno, y la misma rumba y el son tenían esa
tonalidad yanqui que los legítimos negros desdeñan y
desprecian.

No sabía lo que se disponía a realizar cuando resolvió


penetrar violentamente en el cuarto de Chela, al hacer la
primera y discreta llamada. Cuando advirtió el silencio
despreciativo, como ignorándola, su fácil cólera subió al
máximo y resolvió que penetraría de todos modos. Y
retrocediendo se impulsó en una carrera y echó los hombros
sobre la puerta, arrancándola casi de sus bisagras
carcomidas.

Los concurrentes, reaccionando, se llenaron de ira e iban


a abalanzarse sobre la muchacha, cuando el babalao los
contuvo y les ordenó que ocuparan sus puestos en el
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círculo. Chela pugnaba por levantarse y fue la misma Ña
Soledad quien la persuadió a mantenerse acostada y
tranquila. Papá Casimiro habló dulcemente a la invasora:

—Niña Candita, hija mía, ¿sabes lo que has hecho? Recuerda


que eres sobrina carnal de Rutilio, que tanto veneramos.
Has burlado las cosas más santas de tu raza y esto te va a
traer desgracia. No eres tú, yo lo sé, quien ha hecho
estos disparates, sino Echó, que no descansa en hacer daño
y Elegguá, que es fácil de engañar por el Malo...

Estas palabras arrancaron a Candita una estrepitosa


carcajada. Sobre su cuerpo solo llevaba un ligero traje de
dormir y a la luz de múltiples velas advertían sus formas
magníficas y sensuales, impregnadas de penetrantes
perfumes, contoneándose coqueta... —Mira, babalao —exclamó
en voz alegre— aunque yo me siento más negra que blanca,
estoy quitada de toda la santería; soy moderna y no creo
en nada que no sea lo efectivo, que se vea... Y como tengo
que solucionar también mi problema ahora mismo voy a usar
mi sistema...

Y abriendo de arriba abajo el “rique” del traje nocturno,


dejó visible en todo su apogeo su cuerpo de bronce,
triunfal y provocativo, trémulo de deseo y ansiedad,
clavando sus ojos ofídicos en los de Paulo, que la
contemplaba extático, tembloroso, anhelante también. Los
demás hombres la miraban también embelesados y embrujados
por el perfume genésico, impregnado a los ricos perfumes
franceses que exacerbaban todos los instintos, que
paralizaban todas las disciplinas, ahuyentando todos los
temores supersticiosos y religiosos para sentirse como de
rodillas ante la realidad pagana de la vida en erupción y
en invitación a fundirse en sus estremecimientos
voluptuosos. El mismo babalao, viejo ya, no pudo articular
palabra alguna, y las mujeres, aunque encolerizadas y
temerosas del castigo misterioso, la admiraban y
envidiaban. El estupor fue elevado al máximo cuando
Candita, en pasos voluptuosos, llegó basta el sitio donde
se hallaba Paulo y rodeando sus brazos por el cuello y
acercando su boca, le besó con furia, como si quisiera
beberlo de un soplo. El negro olvidó el lugar, la
ceremonia y a su propia mujer, que había perdido el
sentido, tendida en el catre, y correspondió a aquel
arranque oprimiendo el cuerpo de la joven.

—Vámonos de aquí —le ordenó ella arrastrándole.

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Y el negro, sugestionado, estremecido de lujuria y de
embriaguez por aquel cuerpo y por aquella voz, que también
acariciaba, la obedeció.

Todos querían detenerlos, pero Papá Casimiro, al tiempo


que auxiliaba a Chela, les detuvo, con su autoridad
religiosa.

—Déjenles que se vayan. Nada ni nadie puede evitarlo: me


lo está diciendo Changó y todos los demás: Los dos están
prisioneros de Echó y hay que esperar que se consuma el
fuego malo que los guía. Vamos a invocar a los seres
poderosos para que los salven y entonces vuelva la paz
para este hogar adolorido.

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Tomado del libro Cuentos cubanos del siglo XX. Antología.


Biblioteca básica de literatura cubana. Editorial Arte y
Literatura. La Habana, 1975. Pp.105-116.

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Gerardo del Valle: Narrador, poeta y periodista. Nació en


Maracaibo, Venezuela, en 1898, de padres cubanos. Falleció en
1973 en Cuba. Vino a Cuba a los cuatro años. Publicó cuentos,
crónicas, artículos y reportajes que se encuentran diseminados
en publicaciones cubanas y extranjeras. Entre 1928 y 1950
obtuvo diversos premios, entre ellos el del Concurso
Internacional de la Revista de La Habana (1930) con "Un hombre
gordo y un hombre flaco" que apareció en Social (1931), el
Premio Varona (1948 y 1949) y el Premio Bachiller y Morales, de
la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación por el
libro de cuentos Retazos (1950). Estuvo entre los iniciadores
del movimiento poético de vanguardia en Cuba y fue uno de los
primeros cultivadores de la tendencia negrista en nuestra
narrativa.

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