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ANÁLISIS DE VARIOS FILMES A TRAVÉS DEL

MÉTODO EXPUESTO.

BAILANDO EN LA OSCURIDAD

Bailando en la oscuridad, del danés Lars von Trier, ha logrado confundir al área de la
crítica impresionista: “melodrama musical”, “filme anti-musical”, “artificiocidad”,
“cinismo fílmico”, “manipulador de sentimientos”, “creación de una nueva
dramaturgia”, son algunas de las opiniones vertidas con las que no sólo se evidencia el
desconcierto, sino la falta de un método, la imposibilidad del intrusismo de un análisis
objetivo cuando está en presencia de una obra mayor.

Comencemos por el tan maltratado tema del género. Ciertamente, hasta donde alcanza
nuestro conocimiento de la historia del cine, los musicales han encuadrado en el género
melodrama; lo que ha permitido una preponderancia de lo musical (canciones,
coreografías, música en general) conducido siempre por endebles narraciones. Ningún
otro género más dúctil a tal objetivo, con sus soluciones casuales, su apelación a los
sentimientos primarios del ser humano, y sus finales felices.

Nos encontramos entonces con el primer aporte del guionista y director von Tiers: un
musical en el género madre, un musical en el género cuya trascendencia emana de la
inmolación, de la vehemencia, de la obsesión, de la profunda transformación
psicológica, y, principalmente, de la muerte como hecho y como idea gobernante del
comportamiento humano: la tragedia.

Inversión total de factores que permite el uso de los elementos como recursos
dramatúrgicos: si en el melodrama musical el atractivo primario es la música, en la
realista y dramática historia del danés, los momentos musicales actúan a modo de
rompimientos brechtianos como para evitar la sensiblería haciéndonos recordar que, en
fin de cuentas, también con el suyo estamos en presencia de un espectáculo. ¿De dónde
sacamos esta aseveración? No de pensar que se propuso crear el anti-musical, sino de
que al considerar el creador que históricamente los musicales no han sido más que un
escape inútil a la vez que una convención de reglas tranquilizadoras, destinadas a dejar
felices a quines se dejen seducir por ella, ha captado, sin embargo, la utilidad que
pueden tener esas periódicas evasiones como recursos estéticos para balancear la alta
tragicidad en momentos de su historia.

Es hora de que nos ocupemos entonces de la estructura. No es un secreto para cualquier


especialista que la gran aceptación de la que goza la estructura clásica se debe a que
compone de forma religiosamente igual a como el ser humano se proyecta en la vida, a
la expectativa psicológica que surge de un conflicto por la necesidad de una catarsis y
finalmente de un nuevo equilibrio. Una estructura que se sostiene y expresa en la
acción dramática y rechaza como momentos vacíos cualquier recurso de introspección o

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de regodeo que no haga avanzar la trama, y que propende a excluir todo elemento o
factor que no sea útil; es decir, patrones que emanan del canon griego que expresa que
la perfección está en la unidad de las partes. Ya lo decía Aristóteles y nosotros lo
repetimos en este Libro: “... lo que se puede añadir o no añadir, sin consecuencias
apreciables, no es parte del todo”. Con esos principios, cuya utilidad aprendió a muy
temprana edad el arte dramático comercial –lo que no niega, como en este caso, la
posibilidad de una gran obra con igual estructura- , no tiene que sorprender a nadie que
Bailando en la oscuridad sea una película también taquillera. Veamos si ciertamente se
trata de una estructura clásica o no, veámoslo acción por acción.

La acción principal -toda vez que es la que lleva la historia al clímax-, se manifiesta a
través de la lucha de Selma por reunir el dinero que necesita para operar al hijo, quien
padece o va a sufrir de la misma propensión a la ceguera que ella; la oposición, la
propia ceguera que cada vez más obstaculiza su trabajo; pero finalmente sabemos -así
se nos informa-, que el hijo fue operado. La segunda acción –subordinada como
únicamente debe ser- se expresa y funciona a través del casero de Selma (quien
también es un policía) que necesita dinero para mantener el nivel de vida al que ha
acostumbrado a su mujer, este señor se entera de que su inquilina está ahorrando y
comienza a luchar por hacerse de esa plata. La oposición se manifiesta en el hecho de
que la protagonista tiene escondido su botín. Finalmente, el policía descubre el
escondite y le roba el dinero. La tercera acción nos muestra a Selma, ya casi ciega, en
el empeño de recuperar su dinero, y al policía negándose a satisfacerla sin que lo prive
de la vida. En el forcejeo se escapa del arma del hombre el disparo que lo hiere. No
obstante, como no suelta el dinero, Selma lo remata y se hace de lo que es suyo. En la
cuarta acción hallamos a Jeff luchando por el amor de Selma, a lo que se opone que la
susodicha es más madre que mujer. Intento del hombre que definitivamente queda
frustrado con el desenlace de la historia. La siguiente acción, la número cuatro, se la
puede describir con el intento de nuestra protagonista por bailar en el musical que
ensaya; la oposición la constituye la misma ceguera que cada vez padece de forma más
absoluta, hasta que definitivamente la mujer renuncia a bailar y a cantar en el
espectáculo. Y como acción final, encontramos al enamorado de Selma, a su amiga y a
los abogados luchando por salvarla de la horca; pero las evidencias, los equívocos
políticos y la opción única de Selma: utilizar el dinero sólo en la operación del hijo, son
la oposición. Finalmente la sentencian y es ejecutada.

¿Habrá alguna forma de hallar innovaciones desde el punto de vista estructural?


Únicamente en las proporciones de dicha estructura. La dramaturgia comercial da un
tiempo exacto a cada una de las seis partes a través de las cuales se expresa y funciona
la acción dramática principal. Al extremo de exigir que la exposición de la historia tiene
que durar hasta el tercer rollo, y en términos de cuartilla, hasta la página quince del
guión. Habría que señalar entonces la herejía de Shakespeare que en Hamlet expone
hasta la página veinticuatro de la obra, cuando el fantasma del padre se le aparece y le
confiesa a su hijo la forma en que su tío y ahora rey de Dinamarca lo asesinó, además
de exigirle venganza. De igual forma von Tiers no respeta dichas exigencias; pero me
temo que una libertad semejante no añada méritos a quien los obtiene con mayor rigor o
autoexigencia.

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Descontado el aporte genérico, los mayores logros de Bailando en la oscuridad están en
la factura, son la consecuencia de haberse percatado de que si la connotación social de
una obra está en su contenido, al arte lo sustenta la forma; de modo que el creador que
hay en el danés sabe a la perfección que no basta con narrar una anécdota, y que ya sea
con los postulados del Manifiesto de Dogma 95 (que por demás ciertamente recuerda
los intentos estéticos de la década del sesenta), con cualquier otra militancia artística, o
simplemente siendo exigentes, manifestamos nuestro respeto a la inteligencia del
espectador y contribuimos al enriquecimiento de su espiritualidad.

Decir que Lars von Trier es un manipulador de sentimientos es ignorar la función


esencial del arte, mucho más del arte monologuista (un artista imponiéndonos sus
puntos de vista), cuando la polisemia de su obra, como todas las significativas, nos hace
hallar en su desarrollo múltiples sentidos que nos remiten a la complejidad de la vida
con sus fealdades y bellezas. Manipula quien simplifica hasta la idiotez, no el que nos
enriquece.

Por todo lo expuesto, ¿es de extrañar que Bailando en la oscuridad haya sido recibida
con cierta frialdad por los círculos hollywoodenses comerciales? No porque la
analizada conspire contra los modelos de pensamiento occidental, no lo hace al utilizar
una estructura determinista como la inmensa mayoría de nuestras obras y privilegia y
simplifica el cine comercial, sino porque le está enseñando que se puede ser taquillero
sin echarle mano a las estéticas infantiles a las que ellos son propensos, sin dejarse
dominar por lo que esos círculos dan y han obligado al público más sencillo a pedir, que
traducido a cualquier idioma quiere decir, sin hacer concesiones.

LOS OTROS

Una de las características del arte es la de maravillar, condición que, desde luego, no
tiene obligatoriamente que ver con el suspenso o la sorpresa abundantes en muchos
malos “thrillers”.

La diferencia entre el arte dramático y el simple entretenimiento se destaca en que,


mientras el segundo se apoya en los aspectos más externos de una historia, el primero
nos hace gozar con la innovación dentro del ámbito limitado de acciones dramáticas
posibles, nos sale por donde no lo esperamos y guía nuestra atención de manera sutil,
indirecta, hacia aspectos de la vida que no están comúnmente en primer plano.

En pocas palabras, el entretenimiento no pasa de la anécdota, mientras que el gran arte,


sin tener que darnos soluciones, escudriña, indaga en el ser humano y pone en evidencia
la postura de un autor. Que la hagamos nuestra o no depende de las creencias y los
mapas de comportamiento que nos hayan impuesto; mas siempre saldremos
enriquecidos de la confrontación inteligente con las ideas de una buena obra.

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Los otros, filme del joven chileno-español Alejandro Amenábar logra maravillar no
porque haga saltar en la butaca de la sala cinematográfica y el ritmo cardíaco se le
acelerare al máximo a los que, por falta de entrenamiento, no han podido establecer una
prudente y gozosa distancia proxémica entre ellos y el espectáculo; porque sobresaltar
con el suspenso también se consigue con oficio. Maravilla la película en cuestión,
primero que todo, por la concepción de su trabajo; por el juego en el que nos introduce;
por las posibilidades polisémicas que va regando a su paso y que proporcionan
múltiples lecturas, desde la más simple hasta la que puede interpretar que subyace
debajo de la anécdota el señalamiento crítico, el desenmascaramiento de la causa, el
origen del daño que le ocasiona al individuo algunos de los mecanismos de
socialización del grupo..., para no decir de sometimiento.

Tratemos de aplicarle el método para ver cómo lo ha logrado:

No podemos juzgar a Los otros con arreglo a nuestra razón, sino entramos primero al
mundo de los creyentes del más allá y la existencia de los espítitus. De modo que
estamos en presencia de una verdad poética que pretende desnudar un aspecto de
nuestra existencia.

No en balde las primeras imágenes, las de ubicación, evocan el mundo infantil.


“Dadme un niño hasta los siete años y responderé por el hombre que será mañana”,
decía el sacerdote y filósofo Félix Varela. El comienzo nos sitúa exactamente en la
edad de la forja, en la que, como esponja, recogemos las aguas buenas y las malas del
ser que vamos a ser mañana, o al menos sus bases sociales; aunque hasta las posibles
tendencias genéticas negativas pueden quedar anestesiadas con una buena orientación.
En la creación del mundo, según las escrituras sagradas, en sus instituciones de castigo,
sitúa el artista el origen del miedo, y con ello logra el tono de la tragedia desde un inicio
para que ningún espectador se equivoque.

Inmediatamente después nos lleva ya en trama a la caracterización de los bandos que se


convertirán en las sólidas columnas sobre las que se deslizará su relato: Grace (Nicole
Kidman), una joven madre que en los últimos días de la II Guerra Mundial trata de
proteger a sus dos pequeños hijos en una sombría mansión victoriana de Jersey, isla
normanda de Inglaterra ocupada por los nazis de 1940 a 1945; y tres personas que
supuestamente responden a la solicitud de empleados del servicio doméstico que ha
hecho la señora a través de un periódico: la señora Mills, el señor Tuttle y Lidia
(Fionnyla Flanagan, Eric Sykes y Elaine Cassidy respectivamente); personas estas
antiguos empleados de la misma mansión.

Por si alguien tuviera dudas, nos demuestra Amenábar que la ambigüedad es una
categoría artística, un recurso, porque los hechos son y no son como nos lo cuentan los
personajes del filme. Ni la obsesiva, y por tanto trágica, señora Grace es lo que dice, o
por mejor decir, tampoco sabe ella todo lo que es... ni los apacibles empleados que
acaba de contratar son tan desinteresados. Pronto se nos complica la historia cuando
sabemos, al menos, que han traído a la sombría casa un mandato, una misión. De aquí
la intriga, de aquí el suspenso o la expectativa que despierta el relato en los

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espectadores, y que no nos defraudará con mezquinos o simplistas recursos u objetivos.
Ya nos ha agarrado y no abandonaremos su filme hasta que se restaure un equilibrio, es
decir, sepamos toda la verdad de la historia.

Por si fuera poco, varias acciones subordinadas complementan y enriquecen en distintos


géneros la efectividad de su acción base. En primer lugar la que se constituye en un
símbolo o la que expresa de manera eficiente la premisa o superobjetivo del autor: los
inteligentes y bellos niños de la señora Grace padecen de fotofobia, por lo que la
mansión debe permanecer completamente cerrada. Útil recurso que contribuye al tono
de novela gótica necesario a la anécdota, pero que, a su vez, diseña el símbolo de lo que
se nos quiere decir: el encierro en nosotros mismos, en nuestros dogmas, la negación a
la luz de sol como expresión del saber. La limitación de la señora Grace, su miedo al
riesgo que es vivir, es quien mejor expresa la tendencia del guionista, director y músico
que es Amenábar, pues ridiculiza tal actitud cuando finalmente nos muestra la vida
como un proceso en cuyo devenir hay evolución: Grace comprueba que sus hijos no son
afectados cuando en complemento materializado del clímax se abren las ventanas de la
casa.

Contribuye la anterior acción subordinada y la siguiente al tono de “thriller” que, sin


serlo totalmente por la acción trágica principal, es la película Los otros. Anne, la aguda
niña de los hijos de la señora Grace, ve espíritus y su madre se enfrasca en la
persecución de los mismos para demostrarle su fantasía, su no existencia. Característica
de tragicomedia que, como hemos dicho en otros trabajos, lejos de ser lo que
comúnmente se cree, es un género no realista que se caracteriza por la aventura.

Pero a ésta añádase otra acción entre los dos personajes cuya intención la lleva la hija y
que da al traste con la compulsión dogmática de la madre en trágica solución, es decir,
la vida no es como se la han hecho concebir. Muerte psicológica en el mundo de
realidades formadas por las creencias de los personajes que nos cuentan la historia.
Aclaración imprescindible y reiterativa para poder entender que la condición de
veracidad que se le exige a los géneros realistas, que nos lleva a comparar las soluciones
del arte dramático con la vida, no tiene en cuenta la fantasía, la echa a un lado, la
considera una cuestión de estilo o de metáforas para una suprarealidad, y juzga sólo los
hechos intrínsecos de la historia que se nos narra. Es decir, una lógica interna de la
existencia en la obra, un mundo propio que emana en este caso de las creencias de los
personajes del filme Los otros, y no de la vida misma.

Pongamos dos ejemplos: en Hamlet, de William Shakesperare, el espíritu de su padre, o


el también espíritu del hermano de Willy Loman en La muerte de un viajante, de
Tennessee Williams. Ambas son tragedias en las que la existencia de figuras no reales
para nada cambia la profundidad psicológica del resto de los personajes, sus
características obsesivas y sus muertes físicas o psicológicas.

De modo que, repito, el género de Los otros debe juzgarse por los anteriores requisitos
y no por su mundo fantástico, lo que arroja como resultado en este caso una tragedia
clásica por su acción principal y un tono de tragicomedia (léase thriller”) por una de sus

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acciones subordinadas acompañantes en la mezcla de géneros que pueden ser las
historias contadas a través de personajes o tipos desde el teatro de la época isabelina
hasta nuestros días.

Con esta estructura y con una certera mezcla de géneros, cuyo tono, claro está, lo
impuso la tragedia por ser la acción básica, logró Amenábar la letra muerta, pero
cargada de potencialidad de un guión que luego recrearía, primero que todo, con la
acertada selección de su equipo (muchos olvidan lo que hay de creativo en la
escogencia de cualquiera de los elementos de una obra por simples que sean); luego -
téngase en cuenta lo variado de la procedencia en cuanto a los actores-, imponiendo la
necesaria uniformidad de estilo histriónico, o al lograr que los debutantes niños
estuvieran a la altura profesional de su sólido elenco; asimismo el trabajo de arte que,
aunque contó con muy buenos especialistas, al parecer recayó esencialmente sobre el
buen gusto del director. Todo resalta sin salirse de la mano firme de Amenábar: su
música, su iluminación, su maquillaje, su vestuario, su ambientación; sin dejar de
destacar la serenidad hasta en el vértigo fotográfico de Javier Aguirresarobe, al que
mucho le debe la unidad y excelente factura del filme.

¿Qué más podemos pedirle a un guionista, director y músico de veintinueve años,


después de que con tanto arte nos entretuviera y, desde “el más allá”, con valentía y
honestidad nos cuestionara la existencia del limbo o al que sin la rabia de una venganza
por el mucho miedo sufrido a la edad más indefensa, nos llame sin posturas extremas a
emanciparnos con su propio ejemplo de tanta cobardía acumulada por enseñanzas
deformadoras?

Nuestro único reparo, por baladí que pueda sonar después de la perfección reseñada en
este intento de análisis, es que el título del filme en lugar de tratar de ponerse
sugerentemente del lado del “thriller”, debió de haber estado a la altura de su poética.

LA ROSA PÚRPURA DE EL CAIRO.

La obra de Woody Allen demuestra con creces que el cine de autor se ha


metamorfoseado, que sigue existiendo, si consideramos que dicho modo de hacer es
algo más que una estructura de progresión acumulativa y la utilización del género pieza
como casi siempre había resultado, porque su definición ha residido siempre más en el
sello de un creador, en la personalidad fuerte de un artista que trata de imponernos su
punto de vista ideológico y estético, que en la no utilización de los cánones formales
que nos legara la Grecia clásica. Otros ejemplos vienen también a corroborar la
aseveración: Luis Buñuel, Olson Welles, Quentin Tarantino, Martín Scorsese, Pedro
Almodóvar, Lars von Trier, entre tantos otros.

La intención de que el cine sea algo más que peripecias deterministas y pueda resultar
un canal de indagaciones humanas, llevó a que el rigor de verdaderos artistas de
anteriores décadas los inclinara a la selección del género mencionado y a una estructura
menos efectista, una forma más apegada al fluir de la vida. Contribuyó también a esta

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preferencia el idóneo soporte técnico que es el cine con sus posibilidades realistas de
narración y su expresividad plástica. De modo que la anécdota venía a ser casi un
pretexto para ellos, una guía para la exploración, donde cada factor -desde el
vestuario hasta la banda sonora-, tenía igual categoría.

No cabe dudas de que con la pieza como género y la estructura de progresión


acumulativa logró el cine de autor llevar al séptimo arte al tope de su potencialidad
creativa, y en el plano de las ideas separarlo del optimismo elaborado como sucedáneo
engañoso de la desabrida cotidianidad. Pero, ¿podemos aseverar que era una fórmula
en nada determinista, que abría un diálogo con el espectador, que no había un autor
imponiéndonos su monólogo? Que nos fascine la agudeza y el nivel creativo de un
Bergman, de un Antonioni, y tantos otros, no quiere decir que dejemos de ser llevados,
de ser conducidos por un autor (porque sería inapropiado hablar de manipulación) a un
mundo muy determinado, a su concepción de la vida. Tan determinados resultaron los
temas del cine de autor, generalmente tratados a través de la acumulación informativa,
que, producto de su característica esencialmente expositiva, es decir, de inacción
estructural, de antemano sabíamos que luego de la desgarrante exploración humana
todo seguiría igual.

De manera que los creadores cinematográficos más contemporáneos se quedaron en


medio de una calle ciega: a la derecha, la puerta que desde hace muchos siglos les
mantenían y les mantienen abierta los clásicos griegos y que el cine comercial
continuaba –y continúa- elementalizando, a la izquierda la ventana ruso-asiática-
francesa, más aguda, más estética funcional, pero igualmente determinista, y al frente
un muro que muy pocos en el cine se atreven a saltar: la libérrima, participativa y
riesgosa estructura que nos legara Sócrates por conducto de Menípeo; la que, por todo
el peligro de cualquier tipo que entraña, ha ido a refugiarse con su indeterminismo en la
narrativa, a estructurarla, específicamente en la novela contemporánea, donde las
posibilidades carnavalescas y experimentales son mayores porque el riesgo económico
lógicamente siempre es menor.

Ante este panorama de callejón cerrado: dos estructuras deterministas y la que no lo es,
inoperante para un arte cuyos elevados costos de producción exigen al menos una
recuperación, han hecho que los realizadores contemporáneos de más talento propendan
últimamente a la comunicación (léase uso de los moldes griegos) sin renunciar a dejar
una huella, un testimonio de su visión personalísima de vida. Algo así como un
sometimiento burlón, irreverente, que revalora, pero también reta. ¿Hablamos de
postmodernidad?

Moviéndose en este contexto tenemos a un nuevo cine de autor donde la filmografía de


un Woody Allen resulta paradigmática, ejemplar. Observémoslo ya maduro en su filme
de 1985, La rosa púrpura de El Cairo.

Para demostrar su apego desprejuiciado al canon griego de la unidad como testimonio


de la perfección, no hay más que aplicar el método, revisar en detalles su obertura, su
punto de arranque, luego describir las acciones de su estructura y más tarde referirnos a

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las peculiaridades estilísticas que salvan al autor de la estandarización generalizada del
cine comercial.

El cine como enjuiciador de la función social del cine. No hay tiempo que perder, ahí
está el tema, en el poster o afiche del filme La Rosa Púrpura de El Cairo y el rostro de
la adicta cinéfila Cecilia que lo observa embelesada. Completa su caracterización, en lo
esencial, un instrumento o pedazo de hierro que sobresalta a la infeliz mujer al caérsele
a un trabajador de la sala cinematográfica desde la marquesina: la casualidad como
coqueteo o subversión, toda vez que la acción base que se inicia en este instante no está
tratada en melodrama, como veremos al final; es decir, un recurso prestado para el
inicio de la caracterización que junto a la música nos dan definitivamente el tono.
Luego el hombre, Allen (¿homenaje o remedo de la costumbre de Hitchcock de
aparecer en fugaces intervenciones dentro de sus filmes?), se interesa por su estado y le
informa que esta película es más romántica que la otra. Todo sin dispersión, con la
economía de lo genuinamente en trama como exigiría el mismísimo Aristóteles.

La segunda escena nos diseña la torpeza de Cecilia: en la cafetería donde trabaja una
mujer le señala su equivocación en cuanto al pedido que le ha hecho. Luego, nuestra
protagonista acude junto a su hermana, también una mesonera, y ambas se enfrascan en
una conversación cine-farandulera mientras trabajan. El dueño del establecimiento las
apremia y se queja con la hermana de la torpeza de Cecilia, pero entonces sabemos, por
el argumento de defensa del familiar, que aún está aprendiendo a trabajar. El dueño las
amenaza informándoles que hay mucha gente detrás de sus plazas. Finalmente a Cecilia
se le cae y rompe un plato, pero, por el momento, todo queda en el compromiso de la
reposición.

La tercera escena se ocupa de ubicarnos a Cecilia en cuando al ámbito familiar y


presentarnos al esposo: un explotador inmaduro que juega como un niño de barrio con
sus amigos: “Me alegra verte. ¿Tienes dinero?”. Hipocresía y motivo fundamental de
su unión con ella, el dinero. Monk es un vago que pone en juego todas sus elementales
artimañas genéricas con la mujer. Cecilia quiere que la acompañe al cine, pero el
marido prefiere quedarse jugando con los amigos.

Todavía en la tercera escena se remarca de modo sutil, pero melodramático, la soledad


de Cecilia: un hombre y una mujer, sucesivamente, compran dos entradas para cada
uno de ellos, mientras, en tercer lugar, Cecilia adquiere una, sólo una. No obstante,
siempre caracterizando, inmediatamente sabemos que la mujer es habitual a la sala de
cine: la taquillera, y el resto de los empleados la saludan con simpatía. Cecilia se
prepara a disfrutar con su evasión.

Comienza la película (La Rosa Púrpura de El Cairo) y nos nuestra a sus personajes y el
tono superficial del tema; pero nuestra protagonista la disfruta con suma concentración.
Este primer fragmento del filme tiene como objetivo presentarnos a Tom Baxter, un
explorador que busca la tumba de la esposa de un faraón sobre la que crecen rosas
púrpuras como las que el mismo monarca le pintaba a su mujer en vida. Pero los
turistas que se han encontrado a Tom Baxter lo invitan a regresar con ellos a Nueva

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York donde, al decir de ellos, las chicas se maravillarán al conocer a un verdadero
explorador. El aventurero se emociona en su ingenuidad y como le han dicho que
encontrará el amor en esa ciudad y sabe que la vida no es nada sin los riesgos, acepta.

De este modo ya están presentados los tres personajes principales, el tema y el


detonante, la infelicidad de Cecilia; toda vez que Gil Sheperd, el actor que interpreta a
Tom Baxter no es más que la versión realista de este último o su creador. Bien decía
Borges que los personajes no son peores o mejores que los mejores o peores momentos
de sus autores; sucede otro tanto con sus intérpretes en cuanto a la forma.

Excelente punto de arranque: sabemos donde acontece la historia, a quienes le sucede,


conocemos el momento histórico en el que se llevan a cabo los hechos, y lo esencial de
las características de esos tres personajes: Cecilia, inocencia; Monk, egoísmo; y Ton
Baxter y Gil Sheperd, ingenuidad; y, desde luego, no ha habido ni un instante de
dispersión, todo está clásicamente en trama; la obertura ha iniciado las acciones
dramáticas que van a estructurar la historia. Veámosla grosso modo y detectemos en
cada una el tipo de solución que le da género, para más tarde apreciar la efectividad de
la mezcla que nos ha proporcionado tan buen coctel.

La muerte psicológica que al final tiene lugar en Cecilia no deja lugar a la duda, su
infructuosa lucha por la felicidad a través de la evasión enmarca la acción central en
tragedia por esa conclusión. El cine se enjuicia con Woody Allen. He ahí el objetivo
que logra con divertida eficiencia al hacer acompañar este conflicto principal por la
aventura (léase tragicomedia) de una acción subordinada que principia con la fantasía
provocada por la devoción de Cecilia, la salida de su héroe de la pantalla, y las
persecuciones a la que da lugar.

Esta liga, esta primera mezcla de géneros, uno realista y otro que no lo es, en lugar de
minimizar la connotación desgarrante de un final como el señalado, lo hace asimilable
dentro del espectáculo y diríamos que los componentes agridulces que la integran hacen
que su penetración sea mucho más aguda.

La efectividad comunicativa de este filme se debe, en primer lugar, a su dinámica y a la


frustración de su personaje central. La lástima como empatía muestra una vez más su
nivel de utilidad. Luego responde a una estructura que no deja espacios en blanco, que
tiene a todos sus personajes o tipos en puras acciones dramáticas: el dueño de la
cafetería lucha por deshacerse de una empleada ineficiente y la hermana de Cecilia la
defiende, los actores del filme dentro de la historia y los productores del mismo porque
el personaje de Ton Baxter vuelva a la pantalla, pero éste, además, así como el actor
que lo ha interpretado, Gil Sheperd, están diseñados en dobles acciones, una por el
retorno o no a la historia del filme, y otra en la lucha respectiva por el amor o la
posesión de Cecilia.

¿Cabe alguna duda del basamento clásico de una estructura por la proliferación de
acciones extraordinariamente bien enlazadas y dependientes o de la utilización de la
tragedia como género después del fracaso de Cecilia o su muerte psicológica?

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Entonces, ¿dónde está lo distinto en Woody Allen como para considerar que su
filmografía se constituye en un nuevo cine de autor?

Primero que todo en su actitud de búsqueda, en su no conformismo, en su imagenería,


en su inteligente visión para nada autosatisfecha. Es por ello que se burla de si mismo
como muestra de gran madurez. Tómese en cuenta el verbalismo de su obra para un
medio que en buena lid considera a la palabra un recurso accesorio; pero observemos
también cómo contribuye esa verborrea a ubicarnos en el vértigo de una ciudad tan
dinámica como Nueva York, o lo que aporta esa verbosidad al propio ritmo de su
historia, sin que por esa causa se minimice el papel rector de una fotografía
expresivamente dramática.

Woody Allen nos maravilla con su sello, con su estilo personalísimo, con su visión
peculiar y aguda de los temas que aborda, con todo lo que hace por divertirnos de una
forma nada simplista, con sus burlas a los propios cánones que usa y a los estereotipos
de una sociedad que tiende a la estandarización. ¿No se siente en cada una de sus
películas la voz y los modos de un real artista?

Entonces, que las limitaciones de un medio tan costoso como el cine hayan hecho
revalorizar los recursos expresivos, no quiere decir que este no sea la continuidad de
aquel riguroso empeño de décadas anteriores o el surgimiento de un nuevo y
desprejuiciado cine de autor.

VATEL

Más que una fiesta cinéfila, Vatel es un filme para sibaritas. Emplear el método,
indagar en el entramado de su estructura es un difícil estudio que produce gran fruición,
goce en sus hallazgos al por ciento de una obra mayor.

Jeanne Labrune, su guionista, sabe que el cine no puede reemplazar al libro de historia,
y que la función esencial de un escritor de este medio es proporcionarle la potencialidad
a un espectáculo, que si de la didáctica se trata, apenas un filme alcanza a sobrepasar el
estímulo para una posterior profundización entre las páginas de aquel. Así, con esos
principios, se libró de las tentaciones disgregantes y tomó de la historia de un rey como
Luis XIV y de su corte, por demás ricos en peculiaridades, únicamente lo necesario a su
premisa, al significante que se desprende de una postura en lucha contra ajenos
intereses. Piénsese sólo en las características de un monarca que se consideraba el
Estado, que gustaba oírse llamar vice-diós o repárese en sus excesos como semental;
obsérvese como en el relato aparece únicamente en pocas oportunidades su consejero y
ministro de finanzas Juan Bautista Colbert, un hombre a cuya política de levas en masa
o penas de galeras hasta para niños de diez años o religiosas obligados a trabajar -junto
a la herencia richeliana-, se le atribuye a largo plazo la causa de la Comuna de 1793.

Nada de eso importa o distrae a un buen guionista, basta con la caracterización de


dichos personajes, pero en función de la unidad y el objetivo de la obra en cuestión. Al

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Colbert (Hywel Bennet) que nos da a conocer lo podemos suponer capaz de aquello,
pero en Vatel es suficiente con que le ponga resistencia a un príncipe como de Condé,
representante de una clase opuesta a la que él estimula, para que le sea útil a la trama,
porque lo que está en juego estructural es la posible -y en el fondo deseada por la corte-,
guerra con Holanda y no el resto de su trayectoria como estratega financiero. A esa
economía obliga la dramaturgia asumida y con creces se satisface desde lo escrito.
Veamos si no es así.

Francia, producto de la filosofía expansionista de Luis XIV y de la


superproducción como resultado de la política espoleatoria de Coubert, quien
evidentemente era más que todo un empresario, tenía a los florecientes
bancos holandeses en su mira, pero esencialmente irritaba a los galos la
insuficiencia de su flota dedicada al comercio, lo que hacía que los productos
franceses debían ser trasladados en las mil quinientas naves holandesas. Por
lo que la posible guerra con ese país es el acontecimiento social más relevante
del momento histórico en el que se enmarca el filme. Sin embargo, para la
anécdota no es más que lo que causa su detonante: la visita del rey Luis XIV
(Julián Sands) al castillo de Chantilly con vistas a explorar la actitud del
príncipe de Condé (Julián Glover) y ponerlo al frente de la guerra, toda vez que
éste fuera uno de los grandes que otrora participara en “el levantamiento de
los príncipes” contra la corona. Pero el magnífico estratega, representante de
la fuerza más conservadora, ahora está en bancarrota y necesita los favores
de un rey que propicia el empuje de un capitalismo en expansión. Evidencia
de las fuerzas sociales en contienda es, como ya señalamos, la animadversión
entre Coubert y de Condé, la mala voluntad del primero que le hace ver que
aún está lejos de ser el elegido cuando ya es un hecho prácticamente
consumado. Pero la premisa del filme poco tiene que ver con los hechos
históricos, o más bien estos son sólo un pretexto para un objetivo de más
elevada ética.

He aquí la trama central, la acción-base que, en lugar de enfrentar al príncipe


con la corte o cualquier posible composición de esta lid, tiene como
contendientes a Anne de Montausier (Uma Thurman), la preferida del rey, por
una parte, y por la otra al plebeyo artista de Chantilly, Vatel (Gérard
Depardieu). Anne, mujer de comedido estilo y delicado trato para con su
criada, se mece en aquel séquito como flor que ha sabido imponerse al
lodazal; lo que hace presuponer –para luego confirmarse-, que es poseedora
de una filosofía de combate más que irónica, de resignada tragedia; de ahí su
aislamiento en medio de la algaraza. Por eso la fascinación que ejerce Vatel en
la mujer es de índole humana: el primer contacto de ambos nada tiene que ver
con las virtudes artísticas del hombre, sino con las finezas de su alma. La
escena es de un virtuosismo ejemplar. La irregularidad de las campanas de
los relojes hacen a Vatel entrar en la habitación concentrado en el
cumplimiento de sus funciones de mayordomo, corregir a los descompasados
instrumentos; pero asusta a la recién instalada dama de compañía de la reina
y preferida del rey; la jaula que Anne sostenía en sus manos cae, y el diminuto

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pájaro revolotea desconcertado sin su habitual trapecio de descanso y
diversión. Vatel, con finura que nada tiene que ver con el servilismo, pero que
también lo caracteriza en su psicología de servidor, busca de inmediato con lo
que solucionar el desarreglo. Un suceso muy sencillo; pero la sensibilidad de
Anne queda impresionada con la concentrada dignidad con que Vatel repara el
daño ocasionado. Más que enamorarse ambos –ni remotamente el
mayordomo se fijaría en una dama de la corte-, es ella quien no está
acostumbrada al efluvio que debe haber percibido y que produce la verticalidad
de un hombre ético y realizado, y que luego le enviará un bello adorno rodeado
por una cinta de encaje negro, seda granadina de Alès con hilo de lino blanco.
Esta acción, por el conflicto que diseña a través de dos seres afines
imposibilitados de realización, caracteriza mejor que ninguna otra la condición
plebeya del artista-mayordomo.

De aquí en lo adelante, y como único hubiese podido concebirse, es ella quien


lo estudia, quien lo valora, quien lo seduce. ¿Qué reacción podría esperarse
de un hombre que aunque digno se sabe un servidor? Él la espía cada vez
con más necesidad y se expresa con su creación, con más objetos
ornamentales “armónicos y contrastantes”, como le exige su estética, que
nunca tuvieron para el hombre y para el creador mejor destino. Técnicamente
la resistencia a la seducción de Anne no viene de Vatel, sino de las respectivas
condiciones de ambos; de ahí que la trama misma exigiera el arrojo de una
mujer enamorada, su sorpresiva entrega. Todavía a la hora de los hornos es
Anne quien tiene que hacer entrar en tono a la escena, sus ojos tienen la
expresión del sexo; basta con ellos; es todo el erotismo del filme, ni desnudos
ni movimientos enervantes, porque el plato fuerte de la película es ella en sí
misma. Luego, emergen los amantes de la complicidad de las sábanas,
sobresalto que provoca la urgente noticia en voz de la criada, porque el rey la
reclama en su alcoba. Y he aquí la escena necesaria, el pre-clímax
estructural, lo que repotencializa la acción y pone sobre la ahora limpia mesa
las dos cartas del juego ético del conflicto: preferida de un rey corrupto, o
amante de un honesto y sensible vasallo. “No vayas, quédate”, se atreve a
pedirle Vatel. Valentía que necesita humillar la de Montausier en busca de una
equiparación mezquina, pero comprensible; por lo que se produce la
información trágica, especie de anagnórisis de índole moral: el príncipe de
Condé, su amo al que ha sido tan fiel, lo ha cedido al rey después de
habérselo jugado y ganado en juego de naipes.

Ya están los elementos fundamentales que diseñan la tragedia: una víctima


inocente -Vatel-, y la muerte psicológica de los amantes de una unión
imposible.

Versalles le resulta demasiado corrupta a la honestidad y sencillez de un


artista al que le basta la realización que obtiene de los suyos, al que le es
suficiente el ejemplo de la muerte de sus propios padres por fidelidad a un rey.
La entendible pero cobarde decisión de Anne, y la de ahorrarse el calco de la

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historia paterna lo llevan a la libertad del suicidio. ¿Podría la ingenuidad de
Vatel tener un destino diferente a la tragedia que ejemplarmente va creciendo
a través de todo el relato? Luego sabremos que la también defraudada de
Montausier nunca más fue vista por los palacios de Paris.

Hasta aquí la cadena de sucesos que configura la trama central, con cuya
descripción ya puede apreciarse la contribución de alguna de las acciones
subordinadas que la acompañan. Pero pasemos a sus pormenores.

Dos bandos también tenemos en las personas del príncipe de Condé y en la


de Vatel, el mayordomo-artista con el que cuenta el propietario del castillo de
Chantilly para congratular al monarca. Está en su poder, en el talento creador
de su vasallo para preparar suculentos banquetes y montar mecánicos
espectáculos temáticos, para crear perfumadas cremas u obsequiar arreglos
florales azucarados salidos de sus manos.

Vatel es un artista cuyo arte le proporciona un admirable equilibrio emocional;


poco necesita, pues el talento va con su persona; lo que transforma en
fidelidad y dedicación a los suyos hasta el auto-sacrificio. Por si faltara con la
mayor ofrenda a de Condé en su entrega a la labor de ganarse el favor del
rey, lo demuestra el vasallo creador al ceder los corazones de sus aves
preferidas para el absurdo remedio que se supone curará la gota de su
príncipe.

No obstante, la escala de valores del gran estratega de Francia, aunque


aprecia a Vatel, no mide las sutilezas del alma, su fiel artista también es un
objeto de cambio, o más bien de regalo interesado. Como ya vimos,
apremiado por la codicia de su mujer, acepta el juego y le gana a las cartas su
vasallo al rey contra las joyas de la corona de una de las damas de compañía
de la reina, pero luego se lo obsequia al monarca. De esta manera se puede
apreciar el enlace de esta acción subordinada a la acción central.
Orgánicamente emana, a manera de información a través de lo decidido por
Anne de Montausier. No cabe dudas de que, aunque interviene la separación
de la pareja, es éste el hecho que provoca el suicidio de Vatel.

Un artista compensado por su arte, un hombre honesto que ama y defiende a


los suyos, que rechaza toda vanidad y ostentación, que tiene a la fidelidad por
norma, que respeta y valora la protección del príncipe, es regalado por éste a
quien representa la negación de su sencillo modo de concebir la vida, el rey
Luis XIV y su ostentosa y depravada corte de Versalles.

La perfección dramatúrgica de este filme, amén de los factores de representación que


dejaremos para el final, emerge de la subordinación de las acciones que acompañan a la
trama central y a la que lleva su premisa de digna libertad. Ya vimos también la que
provoca el detonante, la visita y exploración del rey para poner a de Condé al frente de

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la guerra. Analicemos entonces la supeditación de las restantes al conflicto de la
atracción de la pareja o al de Vatel con su príncipe.

Anne, además de ser la preferida del rey, es asediada por el conde de Lauzun
(Tim Roth). Esta acción subordinada, preparada desde la exposición, cuando
el día antes de la llegada del rey el conde dispuso que se ubicara a la dama en
una alcoba frente a la suya, y que luego tiene su complicación con el
humillante y más tarde perenne rechazo de la mujer, llega a su clímax cuando
el servidor de Luis XIV descubre la relación carnal de la dama con el artista en
momentos en que el rey reclama su compañía. De aquí el chantaje al que se
ve sometida la mujer. Anne de Montausier, en evidente sacrificio por salvar a
Vatel de la cólera del monarca y ocultar su propia infidelidad, se entrega al
malévolo conde. Tragedia también si se tiene en cuenta la muerte espiritual
que tal decisión le provoca.

De lo descrito surge también otra acción que tiene como contrincantes a los
mismos conde Lauzun y a Vatel, con Anne como presa codiciada. La rivalidad
del primero se manifiesta en pretendidas burlas a la condición vasalla del
segundo, al interés de informarle al rey de la negativa del mayordomo a
presentarse al llamado del monarca, -lo que impide el hermano del rey-, como
también en una paliza que detienen los hombres del mismo aristócrata
homosexual, ya ganado en simpatía por la honorabilidad del mayordomo.
Y para seguir enlazando orgánicamente todos los sucesos de modo
ejemplarmente unitario, dos acciones que concluyen dando una
caracterización global de un ser tridimensional como Vatel, y que tiene como
participantes a este último y al mencionado hermano del rey. La compulsiva
homosexualidad del sujeto lo hace seleccionar para su séquito a un joven
trabajador, casi un niño, de los que trabajan bajo las órdenes del mayordomo
(graficación de lo que hemos señalado en cuanto a la política laboral del
consejero y ministro de finanzas Juan Bautista Colbert); pero Vatel lo impide,
oculta al niño. Luego – y esta es la segunda acción- el familiar de Luis XIV le
envía un emisario con la tarea de conquistarlo sexualmente para él; pero Vatel
se lo gana al rechazarlo con humana y honorable respuesta que los iguala,
aunque de modo diferente, en la búsqueda de la realización personal.
Como vemos, la imbricación o interdependencia de la cantidad de acciones
existentes y descritas, hacen del filme Vatel no sólo eficaz por su dinamismo,
sino altamente coherente. Categoría muy difícil cuando se trata de someter la
historia sin falsearla a los requerimientos de un espectáculo dramatizado.
Finalmente, tres son los hechos que llevan a Vatel al suicidio: La traición del príncipe
de Condé, la imposibilidad, como vasallo, de preservar a la mujer que le atrae, y la
suposición de que la congratulación al rey concluiría en fracaso, toda vez que le
anuncian que el pescado para el banquete del último día no llegará. Esto último se
descarta como una de las causas, pues Vatel, antes de suicidarse, llega a saber que el
pescado finalmente arriba a la cocina. Pero, cualquier espectador puede llegar a la

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conclusión en esta historia de que el suicidio de Vatel se debió al rechazo del mundo
que le tocó vivir. Al menos, hasta ahora, en el castillo de Chantilly, junto al príncipe de
Condé, se había compensado con su arte y entre los suyos.

Cabe finalmente señalar en primer orden los logros de factura del filme todo, su
excelente dirección de arte, la ajustada reproducción de época, principalmente el uso de
las, para entonces, recientes maravillas de la mecánica, las coreografías con sus lógicas
torpezas, y una fotografía y una música todo el tiempo en función de los objetivos del
filme. Pero si maravilla la concepción del relato y lo que entraña al espectáculo,
también lo hacen la sobriedad, la mesura del elenco todo, y la mano firme de su
excelente director, Roland Joffé. Por todas las virtudes logradas y sin lugar a dudas,
Vatel se gana la entrada y permanencia a las listas de las mejores películas de los
últimos diez años. Es una clase magistral del uso de la historia en el espectáculo
fílmico, una obra para el hedonismo de cinéfilos.

BILLY ELLIOT

De nuevo el tema de la tolerancia es abordado acertadamente por el buen cine de


entretenimiento; con la eficiencia de la sencillez, sin edulcoraciones, y en el marco de
una comedia musical muy agradable.

Comprender que la homosexualidad no es el resultado ni de una enfermedad o


aberración moral ni de los malos ejemplos o descuido de la sociedad, y mucho menos
de la práctica de determinadas profesiones -como es el caso-, sino algo que sin estar
suficientemente estudiado al parecer se sustenta más en la participación de las hormonas
que definen a ambos sexos, y cuya integración, por supuesto, tiene su génesis misma en
la etapa fetal..., comprender tal cosa, repetimos, desprejuicia y ubica el tema en torno a
los derechos humanos, toda vez que nadie tiene culpa por nacer con las preferencias
eróticas que le imponen los componentes de su naturaleza, siempre y cuando –al igual
que cualquier heterosexual- su comportamiento no dañe las naturales reglas de
preservación social.

Con parecida postura ante el asunto, y una inocultable simpatía sin paternalismos por la
clase obrera, es abordado el filme británico Billy Elliot por su guionista, Lee Hall, y su
director, Stephen Daldry.

La intolerancia es vista por ellos en dos campos, el artístico y el político-laboral; pero


también emerge de la escala de valores patriarcales. No por gusto los guantes de
boxeos con los que Billy (Jaime Bell) practica eran de su abuelo, y la tendencia hacia
las manifestaciones artísticas de su abuela (Jeam Heywood) y de su difunda madre.

Apliquemos el método comenzando por lo menos trascendente de la estructura, la


acción subordinada que evidencia la condición heterosexual de Billy, sus reacciones
ante el interés que provoca en la hija de la maestra de ballet. Es ella –apenas diez años-
quien lo insta a incorporarse a las prácticas, a las clases de baile; con ellos se gana su

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participación desde el punto de vista técnico; pero la relación, finalmente frustrada por
el devenir de la vida, es de una candidez y belleza raramente lograda. Maravilla la
carga espiritual obtenido con el diseño de la niña en medio de las relaciones
descarnadas de sus padres de donde, lógicamente, ha aprendido el toma y daca humano:
“Quiere que te enseñe mi bollito”. Sorprende con lógica aplastante esta reacción
infantil; la traducción que puede hacerse parece querer evidenciarnos la condición
siempre interesada del ser humano: si lo quiero algo tengo que darle. No por gusto le
preocupa que a Billy no le agraden los suyos.

Luego el contraste de otra acción que nos permite constatar la diferencia: el desarrollo
de un gay (Stuart Wells) en la persona del amiguito -al que también cautiva Billy-, que
nada tiene que ver con la vocación danzaria de nuestro protagonista. La ausencia de
miedo de este último le permite observar con naturalidad el crecimiento de la
homosexualidad del amigo y preservar el cariño hacia su persona.

Con mayor trascendencia estructural aparece la condición de huelguista del hermano


mayor (Jaime Drayen) de Billy, quien está en dos acciones, la propia de la huelga, y la
que configura con la fabulosa maestra de ballet y que tiene como presa codiciada al
jovencito. El familiar es golpeado y apresado el mismo día en el que, por la oposición
familiar, su mentora (Julie Walters) iba a sufragar los gastos del viaje de ambos a
Londres para presentar a prueba las condiciones danzaria del niño al Royal Ballet; por
lo que se frustra ese primer intento. El hermano, conjuntamente con el padre también
minero, refleja la oposición a la política neoliberal de la primer ministra Margaret
Tatcher, quien consideraba a los trabajadores como “el enemigo interno”. Tema que los
realizadores han sabido imbricar de forma ejemplarmente orgánica dentro de la historia,
como seguiremos observando.

El padre del estudiante de ballet (Gary Lewis) y la maestra –encarnación de la que


luego hablaremos- tienen a su cargo otra acción dramática vinculada de manera
indisoluble a la de la huelga, a la del gay y a la básica; esta última, la que se produce
entre Billy y su progenitor, que presenta su escena necesaria el día en que el minero
sorprende a los amiguitos en el gimnasio, “tutú” por en medio, tratando de bailar una
danza. La intolerancia del primero es minada, vencida por el buen dibujo psicológico
del niño; su tozudez lo lleva a retar al padre bailando para él todo lo que ha aprendido y
es capaz, donde, si antes no hubiesen estado justificados los recursos de la música y la
danza, con su emotivo ballón, quedan definitiva y dramáticamente en trama. Dicha
escena, conjuntamente con la que luego en parecida circunstancia se produce con el
hermano, logra la transformación psicológica del hasta ese momento intolerante padre;
para que nadie tenga duda de que estamos técnicamente en presencia de una edificante
comedia.

Queda también la película toda como un homenaje a los imprescindibles maestros


iniciadores, esos cuyos nombres pocas veces llegan a ser públicos en pago ínfimo a su
desinterés y entrega, pero que en agridulce actitud terminan sintiéndose realizados con
los éxitos de sus alumnos; lo que se conjuga como verdadero amor al arte.

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De lo narrado en lo adelante se impone una humanidad que lleva al padre a intentar el
sacrificio extremo, incorporarse al trabajo, romper individualmente la huelga para
lograr el dinero que posibilite a su hijo menor satisfacer su vocación. Pero el hijo
mayor se lo impide en una escena de lograda emotividad y que da pie al sentido del clan
y del grupo, toda vez que el sacrificio de los recuerdos familiares de escaso valor y la
solidaridad del sindicato son los que posibilitan el dinero para el retomado viaje a
Londres.

Nerviosos avatares de la prueba permiten contrastar dos mundos diferentes, el de las


manifestaciones refinadas de la gente del ballet y la elementalidad de personas a la que
su situación no le ha permitido un desarrollo cultural; pero que posibilitan también la
identificación por medio de la fuerte vocación del niño que borra diferencias y posibles
prejuicios porque los primeros entienden que en los últimos está la cantera natural del
arte. No en balde el profesor que dirige la prueba a Billy en el Royal Ballet finalmente
le desea al minero el éxito en su huelga.

Luego, cuando ya Billy es todo un bailarín de veinticinco años (Adam Cooper), tiene
lugar el desenlace del filme en el emocionante estreno del Lago de los cisnes
protagonizado por él, al que acuden los orgullosos padre y hermano para constatar que
nada tienen que ver las preferencias sexuales con el arte o con profesión alguna, porque,
mientras su familiar baila con magistral y viril desenvolvimiento, al lado de ambos
descubren al fiel amigo de la infancia de aquel acompañado por su indiscutible pareja
homosexual.

SEÑALES DE AMOR

Como con anterioridad abordamos en este Libro la historia del melodrama (1) y el
momento de la aberración que quiso –y aún quiere- hacerlo subir hasta las posibilidades
de la tragedia sin contar con las soluciones adecuadas o pertinentes, vamos a ocuparnos
ahora, sin repetirnos en lo posible, de un filme donde se supo estructurar un relato
moderno y moverse dentro de los parámetros propios del divertimento que cabe al
primer género mencionado, Señales de amor, con guión de Marc Klein y la dirección de
Peter Chelsom.

Nada de comedia romántica, como la hacen llamar genéricamente sus divulgadores. Se


trata de un melodrama con todas las de la ley. No porque trate el tema del amor, dicho
sentimiento puede abordarse desde cualquiera de los seis géneros existentes. Es
melodrama por el tipo de solución que tuvo su acción base.

Para que fuera comedia tendría que existir un vicio o una compulsión en el protagonista
o en la primera figura, algo que los arrastrara y que finalmente, como producto de la
cadena de sucesos de la historia, propiciara su evolución, toda vez que la ligeraza de la

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comedia tiene como finalidad lo edificante, pero con soluciones realistas, puesto que el
género integra el grupo de los tres que lo son.

Si a través del método analizamos la acción base del filme que nos ocupa, veremos
como trabaja con una solución suprema improbable. Es decir, propia del melodrama o
de los otros dos géneros que no son realistas, la farsa y la tragicomedia. Pero
decididamente es lo primero porque se sustenta más en los fortuito que en la aventura,
no altera los estereotipos ni el lenguaje ni el tono ni llega al absurdo. Veamos su
desarrollo.

En un navideño día neoyorkino de 1990, Jonathan Trager (John Cusack) busca en una
tienda un regalo para su novia. Ve unos guantes apropiados y va a tomarlos, pero
aparece el primer elemento casual: Sara Thomas (Kate Beckinsale) entra a cuadro en el
mismo momento y se hace de uno de ellos. Más allá de la disputa por el objeto la
corriente de simpatía entre los jóvenes es mutual de inmediato. De aquí en lo adelante
la noche que pasan juntos será memorable; no obstante Sara también está comprometida
con un joven músico y su tendencia a creer en los mandatos del destino la hace ver ese
obstáculo como una señal de algo imposible: deben separarse. Pero, ¿alguno de los dos
quiere realmente hacerlo? Hasta aquí una magnífica exposición que por serlo
desemboca en la complicación de la historia: la joven, diseñada suficientemente evasiva
como para ello, propone dejar la satisfacción de lo que ambos desean al azar: escribirá
su teléfono en un billete de cinco dólares y lo gastará para que eche a andar, si vuelve a
él sabrá como localizarla; de igual forma lo hará con un libro de difícil localización
contentivo de una novela que él desea leer; por alguna de las dos vías, si la moira así lo
propicia, se producirá el reencuentro; pero pasa el tiempo y ambos comprenden que
proponer y aceptar aquella solución fueron dos errores. La elipsis, el salto del tiempo
que se produce a renglón seguido, propicia técnicamente lo adecuado, pues de
inmediato vemos a los dos enamorados en lucha por tomar sus destinos de las riendas,
lo que da pie a varias acciones subordinadas que no vamos a analizar, pero que están
signadas por el fracaso, toda vez que la solución viene de donde mismo se ideó para
lograr la perfecta unidad de acción que nos lleve al producto de lo casual, de lo fortuito,
al deus ex machina. Es decir, ambos lucharon por el reencuentro, mas este no se
produjo por ese esfuerzo, sino por la casualidad, como magna solución, de que el día
de la boda de Jonathan su novia le regalara precisamente el viejo libro que andaba
buscando y donde aparece el modo de localizar a Sara. Con la presencia de esta
casualidad que nos lleva al clímax, ¿existe la menor duda de que estamos en presencia
de un melodrama?

Sin embargo, hay que agradecer que en lugar de la pretensión que producto del aspecto
aberrante que el género ha padecido desde mediados del siglo XIX, emular con la altura
emotiva de la tragedia -y que vemos a diario en las malas telenovelas-, Señales de
amor se restringe al divertimento como única posibilidad funcional del género a través
del cual se expresa.

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Para ello también se apoya en una muy buena factura, principalmente si se sabe de la
utilización de la nieve artificial, puesto que las escenas invernales del filme se rodaron
en agosto; actuaciones todo el tiempo en apropiada levedad, ingredientes juveniles
procedentes no tan sólo de la edad de la mayoría de los personajes, sino también del
colage de números musicales; aunque también da pie a la añoranza con el Louis
Armstrong de Cool Yule; una fotografía de John de Borman por momentos cercana al
documental, principalmente en las escenas de calle, lo que la hace muy apropiada al
ritmo de la búsqueda incesante...; y por último, el eficaz trabajo de edición de quien en
American Beauty ya nos había mostrado su talento, Christopher Greenbury.

Todos estos ingredientes apoyan el buen manejo de un melodrama contemporáneo, de


donde –ya que se han anquilosado en el género- debieran tomar parámetros de renovada
ubicación los libretistas de telenovelas, para así al menos, cuando no haya un buen libro
al que echarle mano para un enriquecimiento realmente provechoso, gastar el tiempo en
una evasión más simpática.
En defensa del melodrama.

LA PIANISTA

Escuchar decir que el cine norteamericano es una fórmula para niño nos produce un
sentimiento contradictorio, por un lado nos maravilla lo feliz de una conceptualización
que pudiera haberse estado gestando en nuestro cerebro, es decir, que motiva la envidia
por no habernos adelantado, y en segundo lugar porque sabemos que no hubiésemos
sido capaces de terminar de concebirla, o al menos de expresarla, ya que, como toda
generalización, no es completamente justa. Introduce en una gran bolsa al cine
experimental e incluso a ciertas producciones independientes o del propio cine
comercial que tratan de superar, o que superan, las concesiones o el determinismo de
“lo que le gusta al público”.

Pero la tendencia al cine lindo con finales felices que el cine norteño ha impuesto con
su hegemonía concibe al séptimo arte únicamente como un producto de fácil
asimilación; en él no tienen cabida la ambigüedad como categoría estética, el subtexto,
o la sugerencia de cualquier simbología. En pocas palabras, ha hecho de la condición
primera de este arte, el entretenimiento, una simplificación esterilizadora. Por lo que no
es de extrañar que haya un público que rechace el más insignificante intento de una
obra por indagar, por analizar los aspectos menos atractivos del ser humano.

En esta última categoría se encuentra el filme franco-austriaco La pianista, con guión y


dirección de Michael Haneke.

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Con un tempo de pieza y una estructura clásica nada ortodoxa, logra esta cinta sus
virtudes, apoyada más en el aspecto psicológico de su tema, el histrionismo de sus
actores, la funcionalidad de su serena cámara, una deleitosa banda sonora y una puesta
en pantalla poco convencional, que en el academicismo de una cerrada dramaturgia que
pudiera considerar como defectos la acción subordinada del alumno que la descubre en
la tienda pornográfica o la escena donde en el autocine rascabuchea, fisgonea a la pareja
que hace el amor dentro del automóvil, cuyos efectos no conducen a otro resultado
técnico que a la caracterización.

Para el método lo clásico de su forma se expresa en el trío de acciones que estructura el


relato. La básica, cuya iniciativa la hallamos primero en el estudiante (Benoit
Magimenl) que se esfuerza por conquistar a su rígida profesora de piano (Isabelle
Huppert), y que luego casi convierte a la intención en su oponente; y dos acciones
subordinadas: una que nos da la oportunidad de un análisis psicologista, la de la madre
(Annie Girardot) de castradora actitud posesiva que rompe la ropa de su hija para que
esté todo el tiempo libre con ella, que vela más por su lucimiento profesional que por
humanizar sus relaciones, y que llega a reveladora catarsis cuando en casi lésbica e
incestuosa escena la hija logra y confiesa haberle visto los bellos del pubis a su madre;
y la otra acción subordinada, la que muestra en trama la maldad a la que puede llevar la
rigidez, el conflicto con la alumna, cuya debilidad lleva al joven a mostrarle solidaridad
y despierta el odio en la maestra hasta el punto de ponerle en el abrigo fragmentos de
vidrios que van a dañarles los dedos de su mano. Ambas, la de la madre y la de la
alumna, están estrechamente vinculadas a la acción base, obstaculizan o ayudan a su
desarrollo y entendimiento.

Sin embargo, tal y como está concebido el relato, principalmente por la acción que tiene
que ver con la madre, el filme no supera la visión psicologista que se ha hecho
tradicional en nuestros lares, el recurrente Freud de generaciones inmaduras. La
explicación que nos da la historia en este caso es sesgada o insuficiente, porque no
siempre en madres posesivas tienen su explicación las aberraciones. Hay aspectos de
índole psico-estructural en la maestra que imposibilitaron la ruptura natural y madura
de esa dependencia. De modo que, ante la imposibilidad de una radiografía abarcadora
de las causas y la escasa utilidad que tienen para el humano las soluciones existenciales
del arte, hubiésemos preferido prescindir de una explicación de culpabilidad y
quedarnos en la función espiritualizadora del sexo, ese que convertido en bumerang
nuestra sociedad ha visto regresar dimensionado en deformidades por no haberlo
entendido, más allá de un mecanismo reproductor, como una manifestación de la
necesidad de afecto que padecemos. “Acaríciame, acaríciame”, suplica finalmente la
vencida maestra. Porque las caricias son la evidencia de que no estamos solos,
confirmación de consuelo que va de la materia al espíritu. No por gusto la sabiduría
griega hizo notar el daño seguro que causa reprimir las necesidades del Dioniso que nos
integra.

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No obstante, Haneke nos evidenció en el relato la trayectoria de una persona cuyos
mapas de rigidez, sea quien sea el culpable, van fraguando su tragedia. Su método es
infalible: la forma como garante de lo artístico, y como única fuente de originalidad, la
valentía de apegarse más a la vida que a las fórmulas. Nos sorprende, nos asusta, nos
maravilla por ello, y por romper esteriotipos o modelos de pensamiento como la tan
generalizada pasividad sexual de la mujer o el no menos incuestionado patrimonio
sensible de un artista. Nos hace gozar tanto con los efectos de imposturas o ridiculeces
como con los de candidez y belleza de sentimientos.

Por todo ello, y por no pretender un perfeccionismo dramatúrgico que en última


instancia nada le dice al espectador, pensamos que La pianista, sólo por esa actitud de
vida en el arte que posibilitó el magisterio de intérpretes y realizadores, bien se tiene
merecido el Gran Premio del Jurado del Festival de Cannes 2001, el de los protagonista
y primera figura... y muchos más.

UNA MENTE BRILLANTE

Cuando en la totalidad de las artes un artista cualquiera selecciona ya está creando, ya


se está jugando la vida o al menos arriesgando su éxito, así como también
expresándonos su estética y su ideología en sentido general.

En el caso de un guionista, aunque somos de la idea de que la mayoría de las opciones


le viene dada por el tema que ha hecho suyo (he aquí la máxima selección), tiene que
escoger la estructura y el género, con todos los ingredientes de la forma que ambos
recursos expresivos entrañan. Si es una estructura clásica debe ajustarse a los
requerimientos de sus seis componentes y darle una relativa proporcionalidad, y en
cuanto al género, saber que el tono depende del tipo de solución de las acciones
principales, la básica o la más fuerte de las subordinadas.

Digamos, en una tragedia tiene que haber o una muerte física o una muerte psicológica,
y una comedia debe contar con un protagonista o una primera figura que padezca de un
vicio, aberración o mala tendencia de cualquier tipo para que, a través de la cadena de
sucesos de la historia la evolucione o se redima. Esos, como ingredientes esenciales,
aunque hay otros elementos definitorios en ambos casos.

Comencemos por la estructura del guión de Akiva Goldsman. Se supone que la acción
básica de Una mente brillante comienza cuando aparece el primer indicio de
esquizofrenia en el personaje que representa al científico John Forbes Nash, Jr., toda
vez que su lucha contra el mal es quien lleva a la historia al clímax. Ahora bien, a los
efectos del público, en cuanto a la expectativa que en él debe producirse, comienza a
sentirla prácticamente a mitad de película, exactamente cuando aparece el médico que
por primera vez informa lo de la enfermedad degenerativa; lo que se constituye en un
punto de giro o complicación demasiado adentrado en la historia. Luego sabremos que
el primer vestigio de la dolencia apareció desde el mismo momento en que el

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protagonista conoce a su condiscípulo y acompañante de habitación, toda vez que el
sujeto es parte de su fantasía y no una realidad; pero al sustraerle tal información al
espectador éste la da como verídica y no despierta suspenso alguno, no espera nada de
la situación, simplemente observa peripecias caracterizadoras.

Si nos ajustamos a los parámetros clásicos, ya estamos en presencia de una


desproporción que, efectivamente, provoca que a más allá de la media hora de
proyección aún no sepamos exactamente cuál es el conflicto del filme.

No obstante, veamos lo que a nuestro juicio aún puede introducir más enrarecimiento en
la historia. Aunque el tema de la esquizofrenia es serio -diríamos que suficientemente
grave-, estamos en presencia de una comedia. No hay muerte física, no hay muerte
psicológica. Un estudiante genial de ciencia diríamos que subvalora el aspecto
sentimental de la vida, juega con él, para al final superar esa tendencia que le impuso su
entrega vocacional. Recuérdese el reconocimiento que hace a su esposa por todos los
años de sacrificio y solidaridad por su enfermedad y con su persona en las palabras de
agradecimiento por el Novel recibido. Concientes o no, esta solución dio el pie para
que al menos el protagonista asumiera con cierta ligereza su papel y el público riera con
las apariciones de los personajes de su trágica fantasía.

¿En qué sentido esta selección –la genérica- aporta a la asimilación sin melodramatismo
en un tema tan propenso a él como el de cualquier enfermedad? Es cierto, ese puede
ser un aporte del filme analizado; pero..., ¿no será también la causa del estupor, o
confusión o desasosiego que sentimos al concluir la proyección en un público que ya
espera gran virtuosismos por los premios recibidos y por la expectativa creada por los
divulgadores en torno a posibles y futuros galardones?

No ponemos en tela de juicio el resto de los valores de esta película, simplemente


expresamos dudas en lo relacionado al modo de asumir la historia en cuanto a la
desproporción de su estructura y, principalmente, por la fuerte presencia de la comedia,
quien tal vez no permita dimensionar realmente la odisea humana de quien superó lo
insuperable, o al menos aprendió a vivir, aportando su sapiencia, con los fantasmas de
la esquizofrenia.

Nos percatamos de que la propia trayectoria del personaje real conduce a la tentación –
muy a gusto del sentido recaudatorio de los productores- de un agridulce final feliz;
pero, ¿no es esta concepción de “usted también puede tener un Buick” lo que edulcora o
superficializa la anécdota y nos impide medir realmente el desgarramiento de un ser y la
trascendencia humana del ejemplo de John Forbes Nash, Jr?

En la información que del filme nos llegó reza lo siguiente: “Una mente brillante
recibió seis nominaciones a los Globos de Oro, incluyendo Mejor Película Dramática,
Mejor Director (Ron Howard), Mejor Actor (Russell Crowe), Mejor Libreto, Mejor
Actriz de Reparto (Jennifer Connelly), cuatro nominaciones a los premios del Instituto
Fílmico Norteamericano incluyendo Mejor Película y Mejor Actor y se perfila como
una de las favoritas para las nominaciones al Oscar de la Academia de Arte y Ciencias

22
Cinematográficas de Hollywood”. No dudamos de que tenga méritos suficientes para
haber obtenido o lograr lo que se le augura; pero, por medio del método, hemos
expuesto nuestras dudas de concepción en cuanto a lo que nos atañe, su dramaturgia.

Tampoco se nos escapa que en un momento en el que se le pide a los cineastas


norteamericanos la exaltación patriótica pueda haber más de un jurado conocedor que,
por lo que representa el personaje en este momento para la vida del país, minimice
nuestros reparos.

LA CIÉNAGA

El mismo John Howard Lawson, con su autoridad y acertada teoría de la especificidad


del cine (1), no tiene reparos en aceptar que las estructuras y técnicas del séptimo arte
son en gran medida una continuidad de las tradiciones dramáticas.

Por lo que para empezar a entender qué pasa con La Ciénaga, ópera prima de la
argentina Lucrecia Martel, no nos queda más remedio que relacionarla con un tema ya
tratado en este Libro, el purismo fotográfico de C. A. Smith y sus colegas de la
británica Escuela de Brighton, como hacen Bergman, Godard, Antonioni. Truffaut,
Fellini y tantas otras fuertes personalidades del cine de autor, pero remontarse más a la
influencia asiática del teatro de Antón Chéjov, puesto que fue este autor ruso quien, sin
percatarse de ello, consolidó para occidente el género pieza -el más realista-, y la
estructura de progresión acumulativa, cuya característica principal emana de la ausencia
de acciones dramáticas y, por ende, ofrece el mecanismo ideal para los temas
decadentes preferidos por los mencionados: nadie lucha, los personajes sólo se exponen.

La estructura entonces –puesto que no puede concebirse una obra artística carente de
ella- se diseña sobre la base del avance acumulativa de información, viñetas casi
inconexas, que cierran prácticamente de forma aislada, pero que para completar un
retornello usa, además del tema, un recurso unitario formal, en este caso el arrastre de
las viejas sillas metálicas en la piscina o pileta del punto de arranque que se repite en el
desenlace, sólo que con un relevo generacional en esta oportunidad: “nadie se salva”,
parece decirnos. No hay muerte física en la línea central, o si la hay no está antecedida
de suspenso alguno. Él alto nivel dramático de los hechos en la pieza es seco, y por lo
tanto, más reflexivo que emocional, de más penetración, más desgarrante.

Eficiente por omisión de causa o señalamiento de un culpable, todo apunta en este filme
al cuestionamiento de una sociedad organizada de tal manera que produce en sus
ciudadanos la evasión o la apatía. Hacia el exterior sólo observamos gruesas
diversiones como en la búsqueda de un huir permanente, y hacia el interior se centra la
historia en dos núcleos familiares emparentados: uno, igualmente evasivo, habitantes de
una empobrecida hacienda de las afueras de la ciudad de La Ciénaga, provincia de
Salta, con su clima tropical serrano: lluvia y nubosidad que tan bien supo utilizar sonora
y visualmente este filme; propiedad rural cuyos moradores son Mecha y su marido,
personas a las que las frustraciones respectivas han llevado al alcoholismo; padres de

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cuatro hijos con distintos niveles de irresponsabilidad existencial. El menos tratado
figura como un símbolo agresivo de ceguera, una de sus cuencas vacía y su modo
grosero de engullirse la comida así lo diseñan. Lo sigue la abúlica hermana mayor que
se divierte haciéndole probar a un mestizo al que llaman “el Perro” una ropa destinada
supuestamente a su hermano, para luego asquearse con su mal olor, o que se dibuja
también a través de la ambigua atracción erótica que la relaciona con el mismo familiar.

Como una de las tres viñetas más desarrolladas en la que participan los habitantes de la
hacienda, el hijo mayor del matrimonio de Mecha y su marido expone su vagancia
huyéndole a su jefa-amante, amiga y compañera de juventud de su madre, para ir al
refugio donde mejor alimentan su actitud, su casa; finalmente cierra volviendo a la
mujer, aunque para seguir en lo mismo: promete ir a trabajar más tarde, pero cubre su
cuerpo con la cálida sábana de la cama de su amante y madre sustituta. ¿No subyace en
esta tolerancia transferida la corresponsabilidad por la también sustentación femenina
del machismo?

La segunda viñeta más elaborada sucede entre la misma Mecha y un marido que en
medio de su borrachera no atiende la herida que inicialmente su mujer se hiciera en el
pecho, o del que sólo quedan atisbos del hombre que fue en la vanidad de teñirse el
pelo, de lo que se queja la esposa porque mancha su almohada; protesta que se añade a
la de su inutilidad, hasta que concluye con la decisión de que vaya a dormir a otra
habitación. La misma Mecha, en su magistral diseño, representa a esa burguesa
provincial venida a menos, discriminatoria hasta la crueldad con la criada mestiza que
atrae a su hija menor; vínculo que más que lésbico -o ello incluido como evidencia de
la necesidad de afecto-, es el reflejo del personaje más humanizado de entre sus hijos.
No por gusto ella y su acosada preferencia son las dos únicas personas que atienden a
Mecha cuando resulta herida con los vidrios de las copas junto a la pileta o piscina. Se
destaca esta humanización y la actitud nada paternalista de la realizadora, pero si
esperanzadora con los de abajo: “El Perro”, el también mestizo apestoso que preña a la
criada no le falla, solidariamente se responsabiliza con el embarazo de la muchacha y se
la lleva, lo que causa una desesperanza tan desgarrante en la hija menor de Mecha que
ni siquiera la religión puede servirle de refugio, arrastra finalmente una de las vieja
sillas metálicas que se aglomeran alrededor de la pileta y se cierra el retornello: “Fui
al lugar donde aparece la virgen. No la vi”.

La otra familia emparentada con Mecha la forman su prima Tali y el marido de ésta;
igualmente con cuatro hijos. Pero de este núcleo emergen tan solo dos viñetas: la del
también símbolo de anormalidad del pequeño al que le crecen demasiados dientes y
muere al caerse de una escalera para simbólicamente hacernos ver hasta donde ha
llegado el daño, y la que realmente vincula dramatúrgicamente las partes: Mecha y Tali
planean un viaje por carretera a Bolivia para comprar los útiles escolares de sus hijos
menores. Objetivo este que más que remedo del soñado viaje a Moscú de y en Las tres
hermanas, de Chéjov, es un recurso para expresar las metas nunca alcanzadas de la
pieza. ¿Quién lo impide en este caso? Un hombre bueno y un dedicado padre, el
marido de Tali; pero quien no sólo no la escucha cuando le pregunta por los papeles del
auto, sino que irrespeta el deseo de su mujer al comprarle en la ciudad a sus hijos lo

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necesario para la escuela. A pesar de que es éste uno de los múltiples aspecto del
ámbito familiar o social que aborda el filme, nos parece que es donde más cala
profundo, donde aborda con más sutileza una violencia que por no ser ni verbal ni física
es, por hegemónica, más despersonalizadora; la ley del más fuerte por ancestral mapa
social. Desgarrante impotencia la de Tali cuando lo engaña para que no sepa que ha
roto el bombillo de la lámpara como reacción por haberle frustrado un viaje que no era
otra cosa que la evasión de una madre agobiada.

Muchos y grandes son los logros de este filme, piénsese -además de lo tratado- tan sólo
en la organicidad de su trabajo histriónico y por ende en su conducción, obsérvese la
dirección de arte, la banda sonora, etcétera; pero, ¿a quien le extraña? Argentina, la
maltratada, pero hermosa e indispensable nación subamericana, cuenta con una fuerte
tradición cinematográfica que desde 1896 sembraron y regaron nombres pioneros como
Eugenio Py, Eugenio Cardini, Mario Gallo..., pasando por los creadores de la etapa que
solemos recordar en el marco del melodrama aberrado, pero que indudablemente fue de
consolidación profesional, o columnas continentales de renovación y pedagogía como la
del entrañable Fernando Birri; o los más actuales en una injusta relación por sus
omisiones: los inconmesurables María Luisa Bemberg, Puenzo, los Docampo, Stagnaro,
Trapero, y hasta el recién nominado Campanella. A la larga lista que haría justicia al
talento cinematográfico argentino se une ahora sin rubor por la maestría ya lograda en
su opera prima, Lucrecia Martel. Se incorpora no con una “nueva dramaturgia
latinoamericana”, como algunos han querido verle; no le hace falta. Le sobra con
conocer las posibilidades de la tradición dramática, y con lo demostrado, la valentía y el
talento de una realizadora que se lanza al ruego en busca de lo esencial y genuino, sin
coqueteos o concesiones que busquen un éxito taquillero que, si bien el pragmatismo
actual insiste en ofrecérnoslo como patrón de medida, su resultado nada dice a la
honestidad de creadores como ella que sienten el deber de ensanchar el universo de la
conciencia humana.

(1) El proceso creador del filme.

PECADO ORIGINAL

Cuando entrevistan a los actores Antonio Banderas y Angelina Jolie,


protagónico y primera figura respectivamente del filme Pecado original, escrita
y dirigida por Michael Cristofer, sus respuestas giran en torno a la psicología:
complejidad de sentimientos y matices caracterológicos de sus personajes.
Confusión de la que ninguno de los dos es culpable; a no ser sólo del hecho de
haber aceptado papeles cuyos diseños estaban fuera del género que les
hubiese permitido un logro a través de todo el esfuerzo que hicieron. Algo de
esto percibieron Mel Gibson y Harrison Ford al rechazar la oferta del personaje
central.

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Dejemos las culpas para más adelante; pero el intento al rigor de los artistas
mencionados al pretender introducirse en honduras humanas nos obliga a profundizar y
libera de justificar un análisis de fondo como el que quisiéramos lograr.

¿Qué hacemos? ¿Por dónde comenzar? ¿Con un elogio a la reproducción de época o


señalamos que el barroquismo cubano, mucho más que en la arquitectura, se reflejaba y
se refleja en los componentes de una nacionalidad aún en ciernes para la época en que
se ubica la historia? De manera que, para los ojos informados, algunos de los exteriores
no pasan como verdaderos. ¿Cabe señalar que lo que caracteriza por proliferación a
Cuba es la palma real que, aunque es esbelta y robusta, no alcanza la altura de las
existentes en las costas de México o de Venezuela, por ejemplo? ¿Soporta el tema
anacronismos como el de una santera practicando en medio de una plaza movimientos
del arte marcial asiático, o la utilización de la música de la comparsa El dandy que no
es tan remota, o el uso de un número que mencione a José Rosario Oviedo como
“Malanga, rumbero mayor”, que, aunque no se conoce la edad que tenía al morir, nació
en el 1902? En compañía de la más o menos exacta ambientación que factura a la
historia (vestuario, composición étnica, etcétera), y su ubicación mayoritariamente en el
extremo oriental de la Isla, debió haberse utilizado únicamente música basada en la
contradanza de origen francés (ni siquiera la que escuchamos de Ignacio Cervantes que
es posterior), puesto que los hacendados cafetaleros que introdujeron el grano y su
cosecha en esa región eran el producto del éxodo de la revolución haitiana, y no ritmos
que suenan al modo de componer de los negros de la costa del Pacífico en el Perú. No
vamos a detenernos en la invención de los nombres de las calles, pero sí en la
exageración de las vías de comunicación existentes para la época entre Santiago de
Cuba, La Habana y la ciudad matancera de Cárdenas. Si bien la Isla tuvo un sistema
ferroviario antes que España, su metrópolis, para la época en que se ubica la historia del
filme viajar casi de un extremo a otro de la mayor de las antillas sólo era posible a
través del Camino Real, por lo que el tiempo empleado para llegar en volantas,
quitrines o carruajes de uno de los lugares mencionados al otro no bajaba
conservadoramente de una semana. La imprecisión debe ser el producto del traslado de
los hechos de Nueva Orleáns a Cuba, lugar aquel donde, al parecer, se ubica la anécdota
original.

Pero bien, recapitulemos y veamos si es preciso o no pedirle a una historia como la que
nos han contado fidelidad en la reproducción o si es una exageración de nuestra parte la
caterva de detalles exactos que exigimos.

No vamos ni siquiera a introducirnos en un análisis estructural donde por


encima apuntan expectativas abiertas como la contradicción entre el personaje
de Angelina Jolie y la mujer del amigo y socio de su ahora esposo, que nunca
se desarrolla y cierra. Ocupémonos sólo de donde está su error fundamental,
el tratamiento del género.

¿A qué género pertenecen las soluciones de los conflictos con los que se
estructura la anécdota de Pecado original? ¿Es una tragedia o una

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tragicomedia? Comencemos por aclarar, una vez más, que una tragicomedia
no es lo que comúnmente se cree: una historia que tiene partes de tragedia y
partes de comedia. No. Una tragicomedia es un género no realista. Con la
tragicomedia trabaja el cine negro, los policíacos, las historias de los
vengadores errantes, los “wensters”; donde quiera que existan persecuciones,
venganzas, héroes y malvados, buenos y malos. De modo que, como se va
viendo, en lugar de desarrollarse a través de personajes lo hace con tipos,
cuya finalidad es representar conceptos, para los cuales las complejidades
psicológicas estorban, perjudican, empañan la simplicidad que el género
requiere. Como arquetipos al fin, las soluciones de las figuras que nos narran
las historias se mueven entre lo posible y lo imposible, y por lo tanto su
concepción es ligera, el actor, en lugar de un diseño complejo debe trabajar en
el logro de la estilización de lo que representan, como lo hizo a la perfección
Thomas Jane, el amante del personaje de Angelina Jolie; su villanía está a flor
de piel, su actuación se mueve sólo entre la simulación y la evidencia.

En cambio, la tragedia, como es de suponer, obliga al guionista a probar que lo


que narra se ajusta al comportamiento lógico del ser humano con todas sus
complejidades y matices, con sus malicias y bondades, toda vez que sí es un
género realista. Sufrimos por ello las agonías de Banderas y de Jolie en sus
inútiles esfuerzos de plasmar las complejidades de sus respectivos personajes
por medio de las peripecias de un género que se los impide por no ser realista.

Pasemos entonces al enfoque de la historia de Pecado original, de modo que


podamos deducir definitivamente a qué género pertenece:

Luego de un punto de arranque que nos establece en convención la forma en que, en la


primera persona del personaje femenino, nos van a narrar lo que acontecerá, la historia
comienza en retrospectiva con el dueño de una próspera plantación de café; lo que
suponía entonces una fuerte dotación de esclavos, gran poder y psicología de amo y
señor de vida y hacienda; quien espera a una fea mujer norteamericana con la que se
casará por el simple hecho de que sea de esa nacionalidad y le sirva para la
reproducción. Surge aquí el atisbo de una posibilidad que no tiene en cuenta las
relaciones aún medioévicas de entonces y sus fuertes tendencias a los compromisos
matrimoniales entra familias del mismo nivel económico o con la aristocracia
fundamentalmente europea donde, más que en la Norteamérica de entonces, se
formaban los hijos de los terratenientes cubanos. Es decir, aunque es posible la
situación, no refuerza la credibilidad. Pero, oh sorpresa la que se lleva el hasta aquí
independiente, frío y pragmático protagonista: la beldad que aparece ante sus ojos no
era lo que se esperaba, sino una mujer cuyo biotipo se ajusta más al de la mulata cubana
(piel cobriza y labios prominentes) que al de una estadounidense típica, y que justifica
el cambio de identidad a nombre de una increíble limpieza de procedimiento: le envió
la fotografía de una mujer fea para que el hombre que espera por ella no se enamore de
su belleza. Bien, hasta aquí todo ha sonado a tragicomedia: ligereza en el
planteamiento, aunque ya la pretensión visual apunta hacia cierto verismo impropio del
género.

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¿Dónde es que se aberra la historia con el traslado o la utilización de
procedimientos de otro género, en este caso la tragedia? En la pasión y la
vehemencia que desata dicha mujer en el hombre, cargada de erotismo,
dependencia sentimental y hasta sadismo; una atracción fatal (y no quiero
establecer comparaciones con la insinuación de aquel título donde todo fue
propio y genuino) que únicamente cabe en el género madre, en la tragedia.
De aquí el embrollo que tiene que haber existido en las cabezas de los actores
y la causa de que pusieran tanto hincapié en la psicología de sus respectivos
personajes y no en el estereotipo como únicamente solicitaban las soluciones
de sus peripecias y conflictos aventureros. Hubiésemos estado dispuestos a
aceptar cualquier alteración de la realidad (léase tragicomedia) en función del
espectáculo, si no hubiera sido por las pretensiones psicológicas de este filme
y su afán no logrado de reproducir un entorno epocal, ambos procedimientos
propios de la tragedia.

Estas cosas suceden por la subestimación que históricamente ha existido en


relación al tema de los géneros. Con las fallas de Pecado original se evidencia
la importancia que tiene no sólo para el guionista, sino para el director, para los
actores, en fin, para todo el colectivo de creación, saber en qué género se está
trabajando. Por lo que, para mayor claridad, autocitémosno: “De la realidad
brotan las características de los personajes que asumen actitudes y logran
soluciones enmarcadas en las convenciones que los teóricos de la literatura
dramática en su devenir histórico de ya más de veinticinco siglos han preferido
ir llamando género, por lo que es imprescindible para ejecutar o apreciar
cabalmente una obra dramática, conocerlos. Estas convenciones, los géneros,
aportan el esclarecimiento y afirman la categoría del arte a través de sus leyes
formales. No se le puede ignorar”.

Pero, ¿quién es el culpable? No pensemos únicamente en Pecado original y


vayamos a la historia de estas aberraciones.

La proliferación de acciones subordinadas que se produjo en el Renacimiento


surtió también el efecto de la subestimación al tema de los géneros. Desde
entonces, como cada acción subordinada puede traer un género distinto -
aunque se preserva siempre la categorización genérica de la obra a través de
la acción fundamental o básica, la que siempre gira en torno al protagonista-,
esta mezcla ha resultado siempre engorrosa y se obvia o se le resta
importancia, sin tener en cuenta que el ignorarla daña irremediablemente el
resultado final.

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Me viene a la mente Los Caprichos de Paganini, composición para virtuosos del violín
que podría tener su homólogo dramático en la tragedia del irlandés Sean O´Casey, Juno
y el pavorreal, donde, por su también excelencia, cada una de las acciones en las que se
ven involucrados los personajes están en géneros distintos, manteniendo, como siempre
sucede, la pureza de sus respectivos géneros en todas sus trayectorias; sólo que al
convivir alternativa o simultáneamente dichas acciones la obra resulta una mezcla.

Pecado original no es el caso, además de extrapolar soluciones de nuestra


contemporaneidad a la época de la historia que nos narra, se han violentado
las acciones dramáticas en sus convenciones genéricas, o lo que es lo mismo,
obligado a personajes de profundas psicologías trágicas a resolver sus
conflictos al modo como lo harían los estereotipos aventureros de una
tragicomedia, y el resultado es un híbrido que defrauda y hace pensar que la
ignorancia que mata, también derrocha mucho dinero y ridiculiza a buenos
artistas dignos de mejor empeño.

FRESA Y CHOCOLATE

Los grandes logros del cine de Tomás Gutiérrez-Alea los obtuvo siempre en lucha
obstinada por separarse del contagio del cine comercial. Téngase en cuenta sólo a Las
doce sillas, La muerte de un burócrata, Memoria del subdesarrollo y La última cena.
Actitud mucho más evidente en los dos últimos títulos mencionados. Memoria..., por
medio de una estructura más cercana a la narrativa y La última cena a través de una
muy bien asimilada mezcla teatral. Sumémosle a dicha postura el talento de un gran
artista, inquisitivo en su inconformidad; amén del dominio técnico de los recursos
expresivos que logró (histriónicos y fotográficos) más allá de sus primeras películas de
entrenamiento y que ya aparecen totalmente a su servicio y nuestro disfrute en los dos
primeros filmes que hemos relacionado de su obra.

Su resistencia al cine comercial se centraba en la dramaturgia; así se lo dijimos en una


oportunidad, mucho antes de Fresa y chocolate, sin que pudiéramos convencerlo de que
compartíamos su rechazo a las fórmulas ni que entendiera que ellas estaban mucho más
en el sistema de estrellas y en la gramática fotográfica que en la estructura de una
narración por medio de personajes o tipos que nos deja cierto margen de operatividad.

Como todos los que ponemos reparos a moldes de pensamiento que favorecen a unos y
perjudican a los más, anduvo siempre Titón cuestionando una moral y hasta una fe que
responde a esos objetivos. Supo o intuyó que detrás de las formas que crea una
sociedad desde sus orígenes está el fin de la justificación de sus intereses. Su obra es un
grito de alerta, la rebeldía inteligente y comprometida, la búsqueda de reglas naturales;
pero expresa asimismo la estrechez formal del campo que exploramos, es muestra de la
limitada gama estructural en la que un artista dramático se mueve, donde más que
subvertir la sustentación nos viene por esencia: al final del sendero está siempre la voz
rectora, ancestral, que nos enseñó el modo de caminar.

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Indudablemente que Fresa y chocolate es la más clásica de las estructuras que haya
usado Gutiérrez-Alea. Pero, ¿llegó a ella el artista por sometimiento al imperio de
nuevas circunstancias económicas y posibilidades de mercado, o finalmente halló en el
canon griego un margen de funcionamiento lo suficientemente amplio o apropiado para
continuar con sus propósitos de indudable prédica humana y enriquecimiento espiritual?
Sin idealizar al individuo nos resulta impensable la primera opción después de una vida
creativa donde el riesgo estético y hasta político fue siempre más acicate que cualquier
banalidad. Entonces, pues, conociendo su rigor y la certeza de que cuanto hizo todo el
tiempo fue producto de su conciencia creadora, hay que llegar a la conclusión de que
por esta vez halló posibilidades de expresión dentro de los más estrictos parámetros
aristotélicos.

La idea de que sea verídica dicha especulación, lejos de alegrarnos por un hipotético
triunfo sobre algo que no defendemos a ultranza como él lo consideró entonces,
ciertamente sí nos confirma que en el ámbito estrecho que nos deja la cultura occidental
desde el punto de vista formal, son moldes aún utilizables para objetivos, si no
revolucionarios, al menos de crecimiento humano.

Sin lugar a dudas, la fuente motivacional, el basamento literario que tuvo Fresa y
chocolate en el cuento de Senél Paz, El hombre y el lobo, con la fuerza humanística de
lo narrado y el orden de una anécdota que no necesitaba mayores reforzamientos
formales, predispuso a la concepción más sencilla y lineal. ¿Empezó con la lectura del
cuento y sus posibilidades creativas la comprensión de lo que en aquella oportunidad
del diferendo no pudieron nuestros argumentos teóricos? Tenemos la absoluta certeza
de haber hallado el detonante esclarecedor, el que más que por el intelecto penetra por
la intuición; esa primera lectura tuvo que aportarle a un tiempo inspiración y visión de
estrategia al director; supo, por la tremenda consonancia con el punto de vista de su
autor, que podía y quería como ejercicio profesional hacer multiplicación enriquecida
de aquella obra lograda de por si en la narrativa, y que sus modos, con dos o tres
añadidos, podían ser similares.

Varias mini-acciones, como las iniciales de la posada o la de la heladería, imprimen


gran dinamismo al entramado que tiene lugar entre las siete acciones que se subordinan
a la trama central, como exigiría la más ortodoxa preceptiva del Estagirita en busca de
la unidad.

Con el atractivo tema de la homosexualidad, quien como veremos más adelante nos
expresa la premisa de tolerancia de todo el filme, se ha camuflageado a la perfección la
acción-base, definida por llevar la historia a su conclusión, al clímax. Diego deja de
luchar contra la Institución cultural y decide abandonar el país. Este momento de la
estructura es donde también se nos define categóricamente el rango protagónico y cuyo
tipo de solución nos va a dar el género fundamental: para alguien con un sentimiento de
nacionalidad tan trascendental, tal determinación no sólo es un desgarramiento, sino que
es una muerte psicológica; es decir, una solución de tragedia.

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Pero la eliminación de una compulsión humana, propia de la comedia, funciona en el
tema homo-heterosexualidad no para hacer abandonar las respectivas tendencias
sexuales, sino en la eliminación de los prejuicios que ambos sustentaban al respecto; de
modo que --y parece ser esta la solicitud que nos hace la historia--, Diego y David
terminan siendo más tolerantes en sentido general.

Aunque esta acción subordinada utiliza un elemento del melodrama, la casualidad, en la


escena donde David descubre el vínculo de Diego con un diplomático (recordemos que
Shakespeare también lo emplea ocasionalmente en momentos no trascendentes de sus
comedias y tragedias, entre ellas Romeo y Julieta), los personajes realistas de esta
historia, y principalmente la pérdida por separación física de una bonita amistad, la
enmarca definitivamente, en tanto suprema solución, en los parámetros de una
indiscutible tragedia. El personaje de David, aunque argumenta en contra de lo decidido
por Diego, tiene en la escena climática un gesto muy elocuente de total comprensión de
la realidad del amigo: ante la desgracia que le acaba de contar, dolorosa y
solidariamente, cierra la ventana.

De manera que ya podríamos definir genéricamente a Fresa y chocolate como una


tragedia con tono de comedia (se observar también el fuerte humorístico de su
codirector Juan Carlos Tabío); mezcla que bastaría para explicarnos la efectividad del
relato; pero continúa añadiendo acciones con igual combinación.

Tenemos un conflicto entre Diego y Germán. Tampoco aquí cabe la menor duda de que
la solución es de tragedia: Germán, descubierto lo endeble de su moral, vendido por un
"viajecito a México", rompe su propia obra.

De igual manera Vivian ha muerto espiritualmente, hay en ella una renuncia a un


sentimiento real en nombre de placeres materiales: "Yo te quiero, le dice a David, pero
me gusta vivir bien". Clásico desenlace de una tragedia contemporánea.

La ignorancia e idealización de David da pie a otra acción subordinada en comedia; el


personaje crece porque Diego lucha por eliminar sus vacíos culturales, lo enseña a
valorar su entorno, a corregir sus escritos y, sin decírselo, le proporciona su casa para
que se acueste con Nancy. Pero, sobre todo, le da un ejemplo de valiente civismo.

Miguel y David ejecutan una acción que bien vale describirla en detalles por lo
enlazadora que resulta: David, escandalizado por el estilo de vida de Diego, le
cuenta a Miguel que ha conocido a alguien “raro”, y éste le pide que lo espíe.
David cree que si acepta la propuesta de Miguel es porque el fracaso con
Vivian lo está convirtiendo en una mala persona. David comienza a
escondérsele a Miguel, pues humanamente cada día se acerca más a Diego.
Miguel emplaza a David, cree que éste ha sido captado sexualmente por
Diego. David defiende a Diego ante Miguel. David no espía a Diego, por el
contrario, queda a su lado. Y concluye con una mini-acción incorporada que se
describiría así: Miguel quiere que Diego le firme una carta para expulsar a

31
David de la Universidad. Diego se niega, pero Miguel anuncia la continuidad de
la lucha por la misma causa, lo que da lugar a un final abierto.

La solución determinante de la escena-acción que se acaba de estudiar es de


comedia en tanto muestra la transformación de David: ya no es aquel
prejuiciado de al principio; pero bien podría ser de tragedia por la
trascendencia del castigo moral que presagia en un entorno machista. En este
caso lo que va a evidenciar su condición de comedia es el estilo en el que se
ha montado la escena, el sentido hilarante que adquiere con la presencia y el
equívoco de las flores en manos de David.

David es también una presa codiciada por Nancy. De igual forma aquí la comedia se
enmarca en la humanización de Diego: echa a un lado su compulsión de conquistador
homosexual y pasa a ser el amigo que propicia la iniciación sexual de su antiguo
objetivo con una mujer.
Y concluimos el análisis de la estructura con otra acción subordinada en comedia,
precisamente la que logra el halo optimista que, a pesar de la tragedia que expresa su
acción-base, queda en el espectador de Fresa y chocolate. De la tendencia al suicidio
como salida --falsa o verdadera--, por el desasosiego y el vacío de su vida, nos queda
una Nancy que en actos de purificación procura hacer salir lo mejor de sí en ofrenda al
amor que ha hallado.

Una de las perfecciones artísticas de este filme es que no se expresa su


premisa, pero se respira, se hace sentir, y he aquí su eficacia, porque de esta
manera la tolerancia trasciende el tema de la homosexualidad para convertirse
en una propuesta de convivencia social más generalizada.

Pero antes de continuar con la altura clásica que logró su equipo de creación,
detengámonos en los pequeños reproches que habría que hacerle a este filme.

Habría que censurarle aquella escena solamente de caracterización de Nancy,


es decir, dudosamente en trama, cuando nos la muestran como una "bisnera"
vendiéndole productos de la bolsa negra a una cliente; momento que lo único
que hace es reiterar lo que ya sabemos porque lo ha evidenciado en su
relación con Diego; y el otro, el error de dirección de actores en una sola
escena, en la que el mismo Diego, con una virilidad sorpresiva cruza la calle
para tener un gesto valiente: echar en el buzón la carta con la que se va a
jugar su suerte. Esa actitud masculina en ese instante, sin su habitual
amaneramiento, desmiente por el tiempo de la escena la propuesta humanista
de la película. Hace inferir que hay que ser muy hombre para llevar a cabo
semejante acción. Pensamos que fue un lapsus dentro de la eficacia narrativa
y su buena intención; pero evidencia de manera rotunda que todos los
elementos con los que se expresa una historia de manera clásica, aristotélica,

32
tienen que confirmar su premisa, es decir que con el montaje escénico también
“se hace" dramaturgia.

La anfibología que logra Fresa y chocolate comienza por la incongruencia del


tiempo al que se refiere; lo que le ha permitido recorrer casi cuarenta años del
proceso cubano en el espacio de su anécdota. Pero va mucho más allá, el
conflicto que narra propicia en trama el destaque del acervo cultural nativo,
desde Cervantes con su contradanza, pasando por los boleros de Benny Moré
o los sones de Adalberto Alvarez, la erótica pintura de Cabrera Moreno, los
collares bélico-religiosos de la Sierra Maestra, la imagen del Ché, el homenaje
al portento insólitamente desconocido de Lezama Lima, a Rita Montaner, al
plástico levmotiv de Amelia Peláez; y en la cima de todos los reconocimientos
el sol que alumbra con su integral ejemplo, el José Martí que, al igual que
postula la película analizada, buscaba lo universal sin que se le salieran las
raíces de la tierra bella y fértil. Pero ni la buena intención hubiese justificado
en Gutiérrez-Alea otra concepción, una belleza externa, la fuera de tono,
“Habana bonita” que desconcertantemente solicitara como falta un director
europeo. La de su película es La Habana que está en trama con la fealdad de
los errores o deficiencias señaladas, porque su estética tiene más que ver con
el concepto del “eikós” honesto que con las estampas folklóricas en busca de
turistas.

Decir que con Fresa y chocolate finalmente Titón entendió que el juego con la camisa
de fuerza que significa asumir una estructura clásica está en someterla, acomodarla en
sus limitaciones a la talla de nuestro objetivo, sería deshonesto, buscar un elogio para el
artista-amigo desaparecido que está lejos de necesitar. Para tal aseveración habría que
olvidar los desaciertos estructurales de su casi póstuma Guantanamera. Tal vez donde
mejor demostró su talento Gutiérrez-Alea fue en la rebeldía, en la vital búsqueda de
donde sacó siempre la agudeza de sus contenidos, sus formas, y la estética de los filmes
que lo harán estar con nosotros mientras existamos; todo el tiempo maravillándonos
hasta con sus imperfecciones, porque en fin de cuentas el cine, sin bien no puede
prescindir de ella, es siempre algo más que dramaturgia.

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