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La Correspondencia Secreta de
Don Emiliano Zapata

Dedicatoria

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2019, Manuel Brambila

Derechos reservados

Primera edición 2019

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Prefacio

A medida que avanzaban por el sendero, la luna se opacaba por algunas nubecillas que

velaban su brillo. El viento empezó a enfriar el ambiente anunciando que la lluvia se

presentaría en cualquier momento. Luego algunas gotas hicieron que los tres viajeros se

cubrieran con capotes de plástico que llevaban por si el fenómeno se presentaba. Entones se

tupió la lluvia y el agua estilaba de los sombreros provocando angustia en el maestro al

igual que le causaba temor el silbido del viento entre las hojas de los robles y las agujas de

los pinos.

- Cada profesora, cada profesor, de los que reconocemos como nobles maestros rurales,

tuvieron sus propias dificultades para regresarse a la sede del curso de regularización que el

Gobierno del Estado organizaba, de la misma forma que cada fin de ciclo escolar, en

Guadalajara. También sufrían circunstancias inconvenientes para proteger los documentos

con los que darían sus reportes del ejercicio educativo que realizaron durante el periodo

terminado. Unos tuvieron que cruzar las montañas, a pie o en bestias proporcionadas por

los locatarios de las comunidades, otros pidieron “raite” a los conductores de camioneta o

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de camiones madereros, algunos se treparon en lanchas viejas y riesgosas para cruzar las

presas. ¡Cuántas mortificaciones afrontaron los jóvenes que ofrecieron un servicio a los

niños que aprovecharon sus esfuerzos como profesores en las humildes escuelas rurales del

estado de Jalisco

La luna brillaba a medio cielo en la madrugada en que Don Arnulfo Enciso, el

representante de los campesinos, Albino, nieto del mismo, y el maestro Manuel salieron

rumbo a Santa Mónica, en lo alto de la sierra de Ayutla, ahí donde se cargaban los grandes

camiones con pesados troncos de pino que llevarían hasta Autlán. Ellos querían llegar a

tiempo para alcanzar el transporte, que bien podrían ser la camioneta que día con día

viajaba hasta la ciudad costera sorteando las dificultosas barrancas, o bien alguno de los

camiones que nunca se negaban a dejar que los viajeros montaran en los troncos cuando no

alcanzaban al vehículo más ligero.

El tiempo no mejoraba y el camino a la estación maderera era demasiado empinado y

resbaloso. Tenían que llegar muy puntuales para subir a la troca; las mulas no avanzaban

debido al aguacero y al lodo. Don Arnulfo y el educador tenían marcado el horario para

recibir la dotación de calzado que le correspondía a la comunidad de El Carrizo. Eso era un

beneficio conseguido por las autoridades del sistema educativo, aunque no se pensara que

movilizar a los representantes de los padres de familia significaba un sacrificio para los

mismos.

Los escurrimientos de agua llenarían pronto el lecho de los arroyos, el profesor se

impacientaba por el lento desplazamiento de la bestia que él montaba. Entonces miraba al

callado acompañante y su desesperación crecía y sus pensamientos eran de maldición para

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el fenómeno meteorológico y para el animal que lo cargaba en su lomo. Por suerte la luz del

día ya se anunciaba.

A reniegue y reniegue, de pronto el educador tomó conciencia de que no eran dos los

humanos empapados por la lluvia, sino tres, pues Albino, alumno del renegón maestro, iba

ahí para cumplir con un cometido necesario: una vez que estuvieran en Santa Mónica, se

regresaría con las bestias hasta el rancho. Ahí tomó conciencia de la situación.

─ Oiga, don Arnulfo. Está lloviendo muy fuerte y los arroyos van a crecer, Albino se

regresará. ¿No cree que se pondrá muy peligroso el camino?

─ Pos… sí.

─ Sería mejor si se regresa de aquí para que alcance a cruzar el arroyo a tiempo. ¿No lo

cree?

─ Ya había pensado eso, pero no me animé a decírselo.

Siguieron solos la vereda. El instructor resbalando a cada instante y el hombre de la

comunidad, con pasos más firmes. El sol asomó con intensidad entre los árboles que

coronaban la cima de la montaña. Sintieron alivio al estar en terreno plano donde crecía,

junto a un transparente manantial, la hierbabuena y donde cortaron maduros tejocotes que

llevaron en la cantidad que cupo en sus bolsillos.

Los profesores rurales, instalados en el Hotel del Magisterio, habían de pasar una estancia

de quince días en estudio de las comunidades pequeñas de donde venían después de ofrecer

su servicio. El aprendizaje consistía en compartir las experiencias propias con todos los

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convocados, a fin de integrarlas a su propio currículum para ser mejores servidores

escolares.

Los primeros días el encuentro de formadores se desarrollaba con normalidad: las

exposiciones de desempeño docente abundaban en auto alabanzas, en presunción de logros;

en menor grado se manifestaban problemas de entendimiento con las personas de las

rancherías, aunque sí se henchían de heroicidad al contar las dificultades de desplazamiento

por montañas, ríos y presas.

Cuando los asesores del curso pusieron límites, definieron el objetivo del curso y

opacaron el brillo del oropel, los educadores empezaron a sentir el tedio que significan las

largas horas de estar encerrados en las aulas de la escuela donde se preparaban y las inútiles

horas de estar encerrados en los cuartos del edificio que los hospedaba.

Enrique Dávila, “El Raúl Velazco”, invitó a algunos de sus compañeros a darse una

vuelta por el barrio de San Juan de Dios para divertirse en alguno de los bares. Sólo lo

acompañó “El Nico” y, sin considerar lo inapropiado de su decisión pasaron varias horas

lejos del control de los responsables del buen orden de los cursillistas. Lo que resultó de

aquella diversión fue un drama al regresar al hotel.

─ Aquí no se permiten libertinajes a ninguno de los huéspedes ─dijo el administrador a

los dos ebrios que llegaron en desequilibrio corporal─. Este hotel conserva su prestigio

precisamente por las reglas observadas.

─ Somos adultos, señor ─adujo Enrique─. Nos tomamos unos tequilas y no le faltamos el

respeto a nadie.

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─ El respeto en este sitio es como lo marca el reglamento de este sitio.

Acto seguido, el administrador tomó el teléfono e hizo una llamada. Como respuesta, una

hora después el encargado de los muchachos hospedados estuvo ahí para platicar con los

desordenados. Los reunió a todos en la sala principal y los conminó a que se portaran a la

altura de personas dedicadas a la instrucción de los niños.

Virgilio, que era el nombre del encargado de la vigilancia del orden de los aspirantes a la

licenciatura docente, (porque todos ellos eran estudiantes en distintas Escuelas Normales

sabatinas), dio las indicaciones para la siguiente jornada, repartió información

mecanografiada, luego fue amotinado, por el simple descontento debido al aburrimiento

colectivo. Todos querían hablar al mismo tiempo y parecía que nadie entendía nada, hasta

que el más audaz se impuso y pidió ser la voz de los inconformes.

─ Maestro, sólo queremos decirle que mientras estamos en el curso todo está muy bien,

pero cuando nos venimos al hotel se nos carga el enfado. Quisiéramos más libertad para

salir a divertirnos. Queremos que nos vigilen menos y que confíen en nosotros.

─ ¿Pero yo qué podría hacer por ustedes, muchachos? Mi situación es igual que la suya.

Sálganse a pasear, dense una vuelta por el centro, conozcan la ciudad y regrésense

temprano para que no ocasionen ninguna molestia en la administración.

─ ¡No, maestro! ─dijo el joven que tomó el liderazgo─. La ciudad ya la conocemos. Nos

gustaría ir a tomarnos unas cervezas. Pero si hasta eso tenemos prohibido, que porque no

debemos dar mala imagen, que porque nuestra misión nos impone una obligación. Esto se

pasa de aburrido.

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─ Por otra parte ─agregó otro inconforme─, algunos no tenemos ni para un refresco.

¡Con la pinche compensación que nos dan, que se nos va en pagar autobuses! Si hasta para

bañarme, allá en el rancho, tengo que usar plantas jabonosas que los rancheros me han

enseñado a usar.

─ Veo, entonces, que no tienen vocación de servicio. Este curso está diseñado

especialmente para ustedes que necesitan regularizarse.

─ No quiera confundirnos, maestro ─defendió el líder─. Sí tenemos vocación: en las

comunidades somos felices y afrontamos con coraje las dificultades; aquí, en el hotel, nos

morimos de aburrimiento.

El asesor se encogió de hombros dando muestra de impotencia. Se disponía a dejarlos

pero se dio la vuelta para decirles:

─ Cuéntense historias, anécdotas, cuentos. Invéntense aventuras. La imaginación también

sirve para matar el tedio. Les propongo algo: si ustedes me cuentan las narraciones que

sepan o lo que inventen yo les cuento lo que conozco de Emiliano Zapata.

─ Eso ya lo aprendimos en la escuela.

─ No lo que yo me sé. Mañana empezaremos.

Con la intriga en sus pensamientos se retiraron todos a sus habitaciones. Algunos

revisaron los trabajos realizados en el curso, otros sacaron de sus equipajes diferentes

revistas: de caricaturas, de información farandulera, de fotografías de hermosas mujeres;

otros prefirieron dormirse de inmediato. La siguiente noche habría de ser distinta.

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PRIMERA SESIÓN

En la puerta del hotel estaban algunos de los profesores cuando llegó el maestro Virgilio.

Las miradas denotaban el interés por lo que pudiera ocurrir en las reuniones de

socialización narrativa. La verdad es que el tema que el guía les propuso no estaba en su

gusto, pues creían saber la historia de México a través de los libros de texto. ¿Y qué podría

decirse de Emiliano Zapata que no supieran ya? El maestro les tenía otra historia.

La jornada fue dura para toda la tropa: los hombres pusieron toda su bravura y las

mujeres se les igualaron llenando las carrilleras y auxiliando a sus machos para que

tumbaran al mayor número de pelones que se pudieran tumbar. No era que carecieran de

sentimientos nobles; era que en la refriega o mataban o los mataban, no había espacio para

la compasión con los enemigos. Emiliano Zapata entró a su despacho, ahí donde le daba

rienda suelta a los pensamientos de estrategia militar. Echó un vistazo a sus cosas

acomodadas en la mesa que le servía de escritorio y de comedor, pensó en dejar la revisión

minuciosa para después recostarse porque se sentía agotado. Iba a tumbarse en su catre

cuando se dio cuenta que un atado de papeles estaba a un lado de la correspondencia

ordinaria. El atado eran unas cartas que lo intrigaron. Así que decidió revisar el paquete y

abrir, al menos, una de ellas. Por principio, desató el nudo del listón de seda y revisó los

sobres con indiferencia, pero al mirar la letra tan fina y tan ordenada le nació el interés por

leer una primera carta.

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Querido General Zapata:

Soy una soldadera, una insignificante mujer, señor General. Soy una que

voluntariamente me uní a sus tropas para dar el servicio a la causa de la única

forma en que las mujeres sabemos darlo: apoyar a los hombres que a diario

ponen en riesgo sus vidas, porque esperan que nuestro país tenga un futuro

mejor que los tiempos que nos toco vivir a nosotros.

General Zapata, yo dejé mi casa, donde estaba tranquila porque todo me lo

daban mis padres, pero creí que no sólo los hombres tienen que arriesgarse por

la patria, sino que las mujeres también tenemos voluntad para sacar adelante

las campañas que emprenden ustedes, los hombres tan grandes de mi pueblo.

Atentamente su admiradora.

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La fiereza del hombre se desequilibró por unos instantes; él estaba consciente de su

potencial de seducción cuando tomaba la iniciativa para enamorar a cuanta mujer se le

pusiera por enfrente. Sin embargo, esto era un hecho inesperado, algo que no estaba en su

pensamiento; le fumó fuerte al cigarro que acababa de encender y recuperando el aplomo

exclamó enérgicamente:

─ ¿Quién será esa pinche vieja que no firma su cartita? ¿Para qué me escribe? ¡Sargento,

sargento! ¿Quién trajo las cartas? (El sargento levantó los hombros indicando así que

desconocía la respuesta) ¡Cómo que no sabe! ¿Así nomás se las dejaron? ¡Alguien tuvo que

haberlas traído! ¿Quién, que no sea del regimiento, vino con algún mensaje? (de nuevo el

cuestionado manifestó ignorancia sacudiendo, en negativa, la cabeza) ¡Cómo que nadie!

¡Esto es para encabronarse!

El sargento se sentía estúpido al no saber qué responderle a su jefe.

─Pero no narraré de corrido mi conocimiento si otros no nos cuentan sus historias.

El “Raúl Velazco”, ese era el pseudónimo del instructor que inició la protesta, tomó la

palabra para decirle al grupo:

─ Yo me declaro responsable de que estas pláticas se hayan iniciado y, por eso mismo,

quiero ser el primero en compartirles una conversación, un monólogo, mejor dicho, que me

compartió un joven del rancho en donde estuve este ciclo pasado. Se trata de un muchacho,

hijo de madre soltera, un joven que me dijo: “Yo no sé quien es mi padre”.

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“De niño siempre estuve a pregunte y pregunte, de adolescente hice muchos berrinches

porque mis preguntas siempre tenían la misma respuesta, ya mayor le insistía a mi mamá:

─ Dime, por favor, quién es mi padre. ¿Quién es el hombre que te amó para que yo

naciera? Es pura curiosidad, madre, no es para otra cosa que para saberlo. Dímelo.

─ No es nadie; yo soy tu madre y tu padre.

─ ¡Ay, amá! Eso ya lo sé. Así se dice cuando una madre le chinga duro pa sacar a sus

hijos adelante. Usted ha sido madre y padre toda mi vida. Pero yo nomás quiero saber quién

fue el hombre que se acostó con usted y me dejó en su vientre.

Mi madre nunca me hizo caso. Siempre le pregunté lo mismo y siempre me contestó

igual. Y luego se ponía a seguirle a sus quehaceres y a cantar y cantar para fingir que no me

oía: „Cariño que Dios me ha dado para quererlo‟.

Tengo mis sospechas: es que a mi madre, cuando era joven, le gustaba andar siguiendo a

los artistas que le gustaban. Mi abuela le decía:

─ Ahí andas de cómica, vas a acabar mal, yo sé lo que te digo: vas a acabar mal.

Pero mi madre no hacía caso de los consejos que mi abuela le daba. Ella seguía yendo a

los teatros y a las plazas de toros donde sus artistas favoritos se presentaban, y los buscaba

para que le firmaran en la libreta que fue llenando con las firmas de Jorge Negrete, Pedro

Infante, Luis Aguilar y muchos más. Y mi abuela seguía con sus regaños:

─ Gastas mucho dinero en puras tarugadas, ya deja de perder el tiempo y los centavos.

─ Para eso trabajo, amá. A veces me paso sin pagar, los que cobran ya me conocen.

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¿Se enredaría mi madre con algún taquillero y ese será mi padre? Tengo mis dudas.

─ Madrecita, dígame, por favor, quién es mi padre.

─ „Cariño que a mí me quere sin interés‟. Yo soy tu madre, yo soy tu padre.

¿Y si mi madre se metió a los camerinos y alguno de los artistas le dijo que se esperara

para darle un autógrafo especial y lo que quería era hacerla de sus deseos, y de sus cosas

que hayan hecho yo vine al mundo? ¡Qué feo es tener tantos pensamientos que no

encuentran acomodo en el cerebro!

─ Dígame, madre, se lo suplico: ¿Quién es mi padre?

─ „El cielo me dio un cariño para quererlo, mirando yo esos ojitos sabrás quién es‟. Yo

soy tu padre.

Mi madre me lo ha dicho en clave: soy hijo de Pedro Infante”.

Los aplausos llegaron hasta las habitaciones de los otros hospedados. El administrador

del hotel se presentó para pedirles que realizaran su velada sin alborotos y que, de

preferencia ya se retiraran a sus cuartos a dormir.

Virgilio apoyó la sugerencia del empleado.

─ Llevémonosla más despacio, mis queridos alumnos. Recuerden que la finalidad de

estos cursos no contempla el si nos aburrimos o nos divertimos. Este encuentro y los que

siguen son las cerezas del pastel. Mañana, después de la cena nos quedaremos en el

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comedor, si es que no causamos incomodidades. Y si no, nos venimos a este cuarto para

contarles más de las cartas secretas.

SEGUNDA SESIÓN

El representante de los muchachos que decidieron pertenecer al grupo de narradores,

Gerardo, “El Raúl Velazco”, platicó con el administrador del hotel pasa solicitar permiso

de que las reuniones se llevaran a cabo en el restaurante de edificio. El administrador le dijo

lo siguiente:

─ Si consumen mientras permanecen ahí, no hay ningún problema. De otra manera no se

puede porque estarían ocupando espacio sin ningún beneficio para nosotros.

─ Pero estamos hospedados aquí. Prácticamente somos clientes.

─ ¡Ah, qué joven! No se puede.

─ Bueno, por hoy nos reuniremos aquí, pero todos los días no tenemos presupuesto para

consumir.

La mortificación que Don Emiliano sentía por la gran cantidad de personas que lo

acompañaban en su lucha lo mantenía ocupado en cada cosa que ocurriera en el

campamento; se sentía responsable de cada una de las personas, de hombres y mujeres que

lo apoyaban. Sabía que lo admiraban por su reciedumbre y se esforzaba por no manifestar

ningún indicio de debilidad. Eso ocurría en presencia del contingente, pero al cerrar la

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puerta de su habitación se quitaba el sombrero, lo sacudía y lo colgaba en el respaldo de

una silla, sin quitarse más vestimenta que sus botas se recostaba en su catre, fumaba un

cigarro y sus ojos recorrían la habitación hasta fijarse en el montón de cartas que no

acababa de leer. Se incorporó para ir por otra de las misivas y darle lectura.

Mi admirado General:

Se preguntará que porqué sé escribir si la mayoría de las damas que

acompañan a su tropa son analfabetas. Pues le digo: yo lo conozco a usted

desde que íbamos a la escuela con el maestro Emilio Vara; tal vez me

recuerde como la engreída que no socializaba con ninguno de los huarachudos,

así les decía yo. Yo era verdaderamente odiable. Usted era mayor que yo por

varios años, quizá ni en cuenta me tomaba porque sus amistades eran

muchachos de su generación; yo ni amistades tenía: mis padres me vigilaban

excesivamente.

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Sepa usted, General que aunque pequeña, lo miraba a usted con gran

admiración con toda su humildad de sombrero y huaraches, lo miraba

imponente, atractivo. Yo sentía algo muy especial por usted.

Atentamente su admiradora

─ ¡Me lleva la chingada! Esta puta ya me está parando el pito. Que la busquen y la

encuentren. ¡Sargento! Busque a esa cabrona y me la trae inmediatamente.

─ ¿Pero dónde la busco, mi General?

─ ¡Que no tiene idea ni en dónde! Por donde sea, ni que fuera tan grande el regimiento. Ni

que no hubiera forma de contar a las mujeres. ─el sargento sólo abría desmesuradamente

los ojos─. ¿Qué todas tienen su propio macho? ¡Alguna anda por ai desbalagada!

¡Encuéntrenla!

El sargento estaba dispuesto a obedecer al General; se desesperaba al no lograr la

complacencia con la celeridad que su jefe requería.

─ Que búsquemos y encuéntremos a la de las cartas; ¿dónde? Se le alborotó la calentura

al General. ¡Ni que no le sobrara con quien empiernarse!, si lo que le sobra son viejas. Bien

podría yo echarle mentiras y decirle que ya revisamos todo, que no encontramos a ninguna

mujer sin su compañero. ¡Total!, si así ha sido. Pero él sigue con su tesón de que por ai

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anda una vieja rara, de esas que son letradas. Aquí todas cargan a sus chamacos y nos hacen

la comida y nos calientan las cobijas y nos siguen a pata pa dondequiera que váyamos.

¡No!, mujeres estrañas no andan con nosotros. Y… no puedo hacerme pendejo sin buscar

de a de veras. El General es tan listo que, con nomás mirarme, sabría que no le hago la

lucha por encontrarle a su vieja misteriosa.

A la luz del mechón, aspirando el fétido humo, el jefe revolucionario apoyó sus codos en

la mesa mientras daba lectura al papel.

Don Emiliano:

Perdón por no decirle General, pero también decirle don es título de

grandeza, como la nobleza que usted tiene por su calidad de hombre.

Quiero platicarle, señor, que en una ocasión, cuando yo, como le he dicho, era

pequeña y usted ya empezaba a sentir emociones por las muchachas de su

talla. Yo lo vi, a usted y a otros amigos suyos, junto a los árboles del arroyo

que estaba cerca de la escuela. Ustedes no me vieron porque iban entretenidos

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en sus cosas. Los vi y los oí: platicaban asuntos de las novias, decían que se

harían una puñeta a la salud de la güera y de la prieta y de las otras a las que

les tenían ganas. Se desamarraron sus calzones, ustedes no usaban pantalón,

se sacaron sus pájaros que estaban tiesos, como otates, los empezaron a

masajear mientras suspiraban diciendo: por mi güerita, por mi morena. Yo me

asusté mucho y me retiré hasta la puerta de la escuela para esperar a que mi

mamá llegara por mí. Bueno, General, ya no le sigo platicando porque ahora

mismo siento vergüenza.

Siempre su admiradora.

─ No hay duda: esta señora quiere que me la coja. ¿Será una solterona? ¿Será una mujer

abandonada? ¿Será, acaso, una piruja que se enroló para ver cuántos cabrones le juegan la

panocha? A mí ya me calentó de a de veras. ¡Sargento!

─ De veras, General, ya busqué, ya buscamos rincón por rincón ─dijo el requerido oficial

sin esperar indicaciones─. Ya buscamos y nos fijamos a ver si alguna mujer se aparta de su

hombre y da señales de querer algo con otro. Pero, nada. No damos con bola. Si usted lo

ordena les preguntamos de una por una que si quieren dormir con usted.

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─ ¡No sea pendejo, sargento!

El maestro suspendió su narración para decirle al grupo:

─ Pues, sí, Emiliano era como cualquier otro muchacho en el inicio de la pubertad: se

emocionaba cuando mirando a las chicas se excitaba y recurría a los mismos ejercicios que

cualquier otro adolescente. Escucharán mañana el cómo se inició en la autocomplacencia.

TERCERA SESIÓN

De nuevo en la habitación de “El Raúl Velazco” y el Manolo, los compañeros se sentaron

en los bordes de las camas y en el piso, dejando una silla para el asesor que ya estaba en

disposición de continuar el relato.

Emiliano no se hizo acólito porque aprender latín le costaba mucho trabajo, además, de

solo pensar que en plena celebración se le fueran a caer las vinateras, esas botellitas que se

le arrimaban al sacerdote en el momento de la consagración, o que se le enrredaran los

huaraches en el tapete que cubría el piso del altar; no, no era para él ese tipo de

ocupaciones. Pero sus padres lo mandaban al templo para que fuera como Gustavito, el hijo

de los ricos de Anenecuilco, el muchacho que cuando era tiempo de estudios lo mandaban

sus padres al colegio de monjitas en Cuernavaca.

¡Qué iba a ser Emiliano como Gustavo! A él le gustaba ir a cortar leña y a sembrar maíz y

frijol, a pesar de que tenía solamente once años.

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Llegó el tiempo de vacaciones y Gustavo estaba en su pueblo, y casi siempre, metido en

el templo, rezando o ayudando al párroco en los quehaceres propios de la catequesis.

El cura organizó un paseo al campo para premiar a los niños por sus avances en la

doctrina. Con ellos fue Gustavo, quien invitó a Emiliano para no sentirse el único varón

entre las señoritas catequistas.

Emiliano se negaba a acompañarlos. Gustavo le insistió tanto al amigo que logró

convencerlo. Estaban en el sitio elegido para el convivio y los dos muchachos se aislaron

yéndose al arroyo para aventar guijarros al agua estancada..

─ ¿Ya te fijaste, Emiliano, que las catequistas son muy bonitas?

─ Sí, son bonitas.

─ ¿No se te alborota la pajarita cuando las ves?

─ ¿Cómo que si se me alborota?

─ Que si no se te pone dura.

─ A mí no.

─ A mí sí. ¿Ya te las has jalado?

─ ¿Qué si me he jalado qué?

─ ¡La pajarita! ─hizo movimientos, Gustavo, con la mano empuñada─. Que si ya te has

hecho una puñeta.

─ No sé qué es eso.

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─ Así, mira. Te la paras, la sobas y te sale la leche.

─ Eso es pecado.

─ Nada es pecado. Eso nos dicen nuestros papás para que no lo hagamos porque si lo

hacemos mucho nos puede doler o causar algún daño. ¿Te la jalo yo a ti y tú me la jalas a

mí?

─ ¡Estás pendejo!

─ Bueno, tú solo. ¿Cuántos años tienes? Yo tenía los mismos que tú, cuando lo hice por

primera vez.

La curiosidad que sentía Emiliano lo hizo caer en la tentación a la que lo condujo el

educado con religiosas. Gustavo vigilaba para que no los descubrieran los paseantes, pues

aquello significaría un escándalo para la familia de ambos, para el sacerdote y para el

pueblo de Anenecuilco.

Las aguas del arroyo purificaron las manos de Emiliano, quien una vez limpio preguntó:

─ ¿Se hace todos los días?

─ Si tú quieres, sí.

─ ¿Lo haremos mañana?

─ Aquí lo haces tú. Yo ingresaré al seminario mañana.

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El Nico platicó que en el rancho hizo algunos amigos con los que se reunía después de

dar sus lecciones y que se acompañaban al río a pescar chacales o al cerro, por las noches, a

casar venados. Platicó que uno de sus amigos estaba recién regresado de Ciudad Juárez en

donde hizo estudios de secundaria y de preparatoria. Nico ofreció la narración de aquel

amigo. Es la historia de una mujer desombligada.

─ ¿Querrás decir desobligada ─lo corrigió el maestro Virgilio─.

─ Dije desombligada. Escuchen bien.

“Después de mi trabajo me iba a la escuela y le ponía muchas ganas al estudio porque ya

no tenía edad para andarme con jugarreras, luego me regresaba a mi casa caminando para

ahorrarme los pesos que tuviera que gastar en el transporte. Tenía que pasar por la zona de

placer y me daba tentación tanto ruido, tanta música y tantas mujeres que ofrecían sus

servicios. Pero yo me había propuesto terminar mis estudios sin pretextos y pasaba como

Ulises, sordo ante el canto de las sirenas.

Un día… ¡No!, una noche, me encontré a una vecina que tenía su casa junto al

departamento que yo rentaba, ella era una mujer mayor que yo por varios años, por no decir

que por muchos. Me invitó a tomarme un café en su domicilio y acepté su invitación.

Mientras disfrutábamos la bebida me platicó de sus viejos amores y de sus fracasos

amorosos. Yo no sabía ni cómo hacerle plática para darle apoyo moral, lo único que hice

fue tocarla en los hombros y tomarla de las manos. Ella se abrazó a mí y me pegaba su

cuerpo con evidente insinuación. Le toqué sus senos y eso bastó para que me desabrochara

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la bragueta y me desnudara. Yo procedí en consecuencia y los dos estuvimos juntos por

toda la noche. Cuando despertamos me dijo:

─ ¿Ya viste que no tengo ombligo?

Me fijé en su vientre y me sorprendí al ver que eso era verdad. Me explicó que le hicieron

una operación; no me dijo de qué, y que la cerraron dejándola desombligada. Le di las

gracias por el café y por la primera noche. Lo demás sería una relación efímera que duró

solamente en lo que yo tuviera que hacer aquellas caminatas nocturnas”.

Aquellas charlas debían ser dosificadas por los tiempos para el descanso y para las

labores obligatorias. Cada uno se retiró a su respectiva habitación para dejar el interés a la

espera de las noches siguientes.

CUARTA SESIÓN

Primero habría, el maestro responsable de los jóvenes hospedados, de cerciorarse de que

quienes no se unieron al grupo de narradores estuvieran en correcta actitud en sus cuartos.

Se dio cuenta que algunas muchachas elaboraban manualidades y de que otras revisaban

sus tareas. Ya enterado se fue a contar las emociones que unas letras de mujer causaban en

el ánimo de un hombre.

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Las soldaderas seguían a sus hombres por todos los escabrosos caminos que recorrían al

trote de los caballos. Ellos avanzaban mucho, ellas se quedaban rezagadas, más que la tropa

de infantería que trataba de emparejarse con los montados, aunque no lo consiguieran por

completo. Sólo uno de a caballo iba a la retaguardia. Siempre ocurría eso por estrategia

militar; en el recorrido de esta vez era el sargento encargado de encontrar a la mujer de las

cartas. Las contó a todas pasando lista mental de los soldados que formaban el regimiento:

tantas ellas, tantos ellos; no sobraba ninguna; quien sobraba era otro sargento que no quería

enredos de faldas, pues había dejado a su familia con la madre a su cuidado; le había dicho:

“Tú te quedas y me das cuenta de cada uno de mis hijos y de ti; si me fallas, me encargaré

de cobrarte. Yo me voy a echar balas y no a otras cosas.

El cansancio por la dura refriega era evidente en el semblante del General. Sentado en su

silla, junto a la mesa-escritorio hizo a un lado toda correspondencia, estiró sus piernas

esperando que el aporreamiento se le disminuyera, hacía movimientos circulares con sus

pies, sin haberse quitado las botas, para provocar chasquidos en las articulaciones de los

tobillos.

En sus manos quedó otra carta que decía:

Apreciable General Emiliano:

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Desde que lo vi frotándose su pájaro, aunque me asusté mucho, todos los

días que seguimos en la escuela yo lo espiaba para ver si volvía a desamarrarse

el calzón. Nunca más volví a verlo mientras fui niña. Le digo que iban por mí

cuando terminaba el estudio. Mis asechanzas eran breves, en lo que

aparecían mi madre o mi padre o alguna vecina encargada de llevarme a mi

casa. Nunca más, en esa época, volví a verlo de su parte de hombre.

Siempre admirándolo.

─ Quiere verme encuerado. Se quedó necesitada de agarrarme del p… del pájaro, como

ella le dice. ¿Me vio una vez? ¡Según ella! Yo creo que me espió muchas veces. ¿Siempre

me vería jalándomela? Al menos en su mente así me miraba. ¿Será hija de ricos? ¡No! No

andaría siguiéndome, estaría casada con un hombre adinerado. Pero fue a la escuela, se ve

en sus cartas que no es una mujer como las nuestras que sus vidas consisten en criar hijos y

alimentarlos y cuidarlos. ¿Tendrá hijos? ¿Los dejaría para unirse a la tropa? ¡No lo parece!

El campamento estaba casi desierto, sólo dos viejas cuidaban los enseres y preparaban

alimentos. Las otras señoras acompañaban a los revolucionarios ayudándolos en llenar

carrilleras o en curar a los heridos. Ellas eran tan valientes como los hombres que echaban

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balas y derribaban enemigos, ellas eran tan heroínas como ellos fueron héroes. Las caras

femeninas estaban igual de chamuscadas por el sol y los fogonazos de los rifles como las

caras masculinas. El olor de sus vestidos no era de jabones perfumados ni de jabones de

legía, sus ropas olían a pólvora y a sudor.

─ La vieja de Juan no se le despega ni cuando él está disparándoles a los del gobierno.

Se pone en riesgo en cada encuentro. Hasta las balas la respetan, ya no se diga los

compañeros de la lucha. Cuando se puede dormir, ella se pega al cuerpo de su hombre

como si fuera su cobija. No hay forma de creer que esta señora quiera algo con otro que no

sea el hombre suyo. Si el General me pregunta: “Sargento, ¿está buscando a la mujer?”

puedo decirle que sí, pero que no es nada fácil; que seguiré buscando.

Era el turno de los muchachos. La noche era tierna y el cuarto del hotel estaba rebosante

de interés por escuchar historias. ¿Quién seguiría? Se miraron buscando al narrador

correspondiente. Una bella joven se puso de pie para decir:

─ Me va dar pena lo que voy a contarles ─se ruborizó, un poco, Marthita, la primera

atrevida profesora rural que aceptó participar en las veladas de narración propuestas por el

asesor Virgilio─. Es que, de todas las anécdotas que me contaron, la que les comparto es la

mejor. Esto pasó en una presa que quienes la conocen le dicen La Presa del Pochote.

“Ya era tarde: el sol estaba cerca de su ocaso. Toña y Pedro platicaban subidos en la

cabina de la camioneta que él se había comprado recientemente. Sujeta a su vehículo estaba

27
una lancha con la que tenía planeado darse unas buenas paseadas por el mar de Barra de

Navidad y de La Manzanilla. Al estímulo de la cercanía de ella, Pedro tuvo la ocurrencia de

irse a estrenar la lancha en la presa de “El Pochote”. Al principio no hubo aceptación por

parte de Toña, pero por la tentación de ser la primera invitada a montar en ese artefacto,

dijo que sí y, sin avisarle a nadie, se fueron hasta la presa.

─ ¿Dónde aprendiste a manejar esta lancha? ─preguntó la muchacha.

─ Sé manejar la camioneta o cualquier otro carro, es igual.

Se acercaban al vaso acuífero, la brecha de terracería estaba resguardada por una valla de

huizaches, guajes, tepemezquites y, por supuesto, de pochotes con sus vainas y sus gruesas

y leñosas espinas.

La presa estaba casi sola, a excepción de dos pescadores que, desde la orilla, lanzaban los

sedales y esperaban pacientemente a que las carpas se engancharan en los anzuelos.

─ No debimos haber venido, hay muy poca gente. Yo sabía que esta presa era muy

visitada.

─ Casi siempre los fines de semana se vienen familias completas a pasear, a pescar, a

bañarse y a acampar; hoy es martes. La presa es para nosotros; no necesitamos compartirla

con nadie.

Ya estando la lancha en el agua, primero se subió Pedro y tendió la mano a Toña para que

se apoyara y trepara confiada. Él se colocó en el sitio correspondiente para manipular el

motor; ella se sentó junto a él para sentirse segura en aquella experiencia que le hacía

mover toda su adrenalina. Era lo más atrevido que hasta entonces había hecho.

28
Recorrieron lo largo y lo ancho de la superficie risada por el viento de la tarde. Destellos

de plata adornaban el leve oleaje; Pedro quiso jugar con su pericia como lanchero y empezó

a dar vueltas por toda la presa, yendo desde la cortina hasta la parte más baja, donde la

profundidad era tan poca que podían verse las piedras del lecho. Su excitación era tanta que

a cada vuelta aumentaba la velocidad asustando a la inexperta novia. Eso también lo

llenaba de excitación.

Con el rostro congestionado por el entusiasmo, y la mente perdida en su aventura, no se

dio cuenta de que el combustible del motor se había terminado, hasta que la pequeña

barcaza fue disminuyendo su carrera por sí misma y paró al atorarse en las ramas de un

árbol seco que sobresalía de la superficie.

─ ¡Ya se le acabó la gasolina a esta chingadera!

─ ¿Y ahora qué vamos a hacer? ¡Tengo miedo, Pedro!

─ No pasa nada. Vamos descansando un poquito, luego nos vamos haciendo remo con las

manos y con un palo seco de esos ─señaló hacia las ramas salientes.

Se recostaron en el fondo de la lancha, la cara al cielo mirando que el azul se convertía en

gris oscuro y mirando las primeras estrellas que empezaban a mostrarse. Los cuerpos se

buscaron para quitarse el frío que la brisa les hacía sentir. Los labios se juntaron y las

lenguas buscaron la profundidad de las bocas; luego fueron los cuellos, los brazos, los

pechos, los abdómenes, las piernas, la vulva, los testículos. Luego eran un solo cuerpo en

una convulsión estrepitosa, un cuerpo gimiente y gritón, un cuerpo exigente de acción

imparable. Volvieron a estar de cara al cielo negro tachonado de botones de oro.

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─ Ahora sí, ya vámonos ─dijo Pedro al tiempo en que se paraba y pretendía alcanzar las

ramas con las que haría de remos.

Romper un leño firme era un trabajo difícil si no se contaba con un machete. Él jaloneó

apoyando sus pies en el borde de la lancha y su acción provocó que la barcaza se retirara y

él se fuera con todo su peso y su cansancio hacia las profundidades en donde quedó

atorado, sin posibilidades de que Toña lo pudiera auxiliar.

Los pescadores habían llenado sus cubetas y se habían retirado justo cuando se miraron

las primeras estrellas.

Toña no miraba las estrellas, sus ojos permanecieron fijos en el árbol seco que desde ese

instante sería, para ella, un símbolo de muerte”.

Siguiendo el ejemplo de Martita, otra de las educadoras, Elvira, pidió turno para narrar lo

que ella había elegido que sería su participación. Lo llevaba apuntado en su libreta porque

no quería titubear en la narración. Por lo mismo decidió leerlo, Todos giraron sus cuerpos

hacia el lugar de la joven y escucharon con interés:

“Decías que nadie como tú para hacer las cosas con tanta discreción y que a hombre nadie

había que pudiera ponerte la muestra. Decías que tus amores los vivías y los guardabas en

el cajón de tus secretos, los que a nadie darías a conocer. Decías que desde que te

divorciaste te abundaban los acercamientos corporales, que sólo tú y tus amadas sabían el

cuándo y el cómo, que nadie más que ellas y tú guardarían sus intimidades, porque los

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encuentros se daban en insospechados espacios y en impensados horarios. ¡Qué bueno que

tu seguridad te ayudó para conquistar una, dos, tantas mujeres! ¡Qué bueno que con todas

tuviste los cuidados necesarios para que su honorabilidad quedara a resguardo! Pero te

olvidaste que para uno que madruga hay otros que no se acuestan. ¿Qué te han parecido,

entonces, los comentarios de la vecina, la chismosa del pueblo? Ella me ha dicho que tú te

levantas a la hora del diablo, a las tres de la madrugada, que las infieles a sus casas te son

leales y con puntualidad te esperan bajo los arcos del puente. Dice, la chismosa, que en

ocasiones te acompaña una y se entretiene contigo por espacio de una hora, ahí en lo fresco

de la madrugada y del lugar. Dice, la que sabe de tus travesuras, que a veces llegan dos o

tres y que en sus juegos te hacen cosas y tú se las haces a ellas, que son cosas

extremadamente pecaminosas, dice que ella nunca se hubiera imaginado que esos juegos

fueran posibles entre hombres y mujeres. Dice que no tienes perdón de Dios y que ellas

mucho menos.

Pero, ¿qué te pasa, divorciado, acaso tu ex esposa no toleró tus perversidades y, por eso

se alejó de tu vida? Decías, indecente, que para guardar un secreto tú eras el mejor porque

los caballeros no tienen memoria. Sin embargo, olvidaste dos cosas: las paredes tienen

oídos, ojos y boca; y se te olvidó que un secreto de dos ya no es secreto”.

─ ¡A dormir, muchachos, a dormir! Mañana será otro día.

QUINTA SESIÓN

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Aunque pareciera rutinario el hecho de que saludaran al día con un desayuno después del

baño, para cumplir su cometido en el curso de regularización, los profesores encontraban

emocionante cada convivencia y cada aprendizaje en el hotel y en la escuela cede. Sin

embargo, lo que anhelaban, más que otras acciones, eran las pláticas con el maestro

Virgilio, que los vigilaba, y con los compañeros que tenían historias que contar.

Al salir del hotel caminaban dos cuadras hasta llegar a la esquina de la avenida Alcalde

en la que esperaban el autobús que los trasladaba al centro de estudios. Todos ordenados y

precavidos al cruzar las calles, dejaban ver lo pueblerinos que eran. Esa circunstancia les

daba un poco de pena en los primeros días; después asumieron que cada uno se comporta

de acuerdo a los aprendizajes naturales de sus lugares de origen; otros adquirieron pericia y

seguridad y se convirtieron en guardias de sus demás compañeros.

Absortos ante la presencia y la voz de Virgilio, todos atendían la narración.

De por sí reflexivo, el General pasaba horas dándole vueltas a las ideas de estrategia

guerrera. No era raro observarlo tan meditabundo y perdida su vista en la distancia. El

militar uniformado de campesino, de caporal, apoyaba su pierna en una piedra y sobre su

rodilla flexionada, el codo del brazo mientras fumaba al ritmo de sus fantasías.

─ ¿En qué piensa, mi General? Está perdido en sus pensamientos. ¿Lo angustia esta

guerra? No se apure tanto, mi General; un día va a acabarse todo esto y, si Dios quiere,

nuestra causa va a triunfar.

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─ En todo eso pienso todos los días, sargento, pero ahora me tiene apendejado el asunto

de las cartas. Usté lo sabe. Sobre todo la última que leí. Entérese por usté mismo, ándele,

lea.

Señor Zapata:

Recuerdo cuando usted tenía dieciocho años y yo ya era una joven de doce.

Ya habían pasado seis años de ver como se iba haciendo un hombre muy fuerte

y muy trabajador. Varias muchachas de Anenecuilco deseaban que usted las

cortejara. Sí, señor general, usted ilusionó a algunas, pero no se comprometió

con ninguna.

Mis años me exigían que incitara a los hombres. Algunos de mi edad me

buscaron; a mí me parecían unos niños insignificantes. Yo lo veía a usted,

miraba su piel oscura y sus negros y profundos ojos de águila. Su figura me

excitaba, me llenaba, me hacía temblar. Yo no significaba nada para usted.

Atentamente su ilusionada.

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─ Yo, la pura verdad, no me fijaba en las niñas de menor edad que la mía. Mi ambiente

era el trabajo en la hacienda. Los caballos eran mi diversión más grande, ellos y yo nos

entendíamos como hermanos: un „chu chu chu‟ era más que suficiente para que se me

arrimaran y me topearan en los hombros o en la espalda. Yo les daba maíz desgranado o

les echaba su manojo de hoja. Los caballos eran mis juguetes favoritos: los amansaba, los

entrenaba, los montaba; corría por el campo trepado en ellos, un día uno, otro día otro. Las

viejas sí me divertían y yo las divertía a ellas, nos íbamos a los arroyos y nos calentábamos

hasta que se nos mojaban los calzones.

─ Emiliano era muy suertudo en el amor, pero también era muy respetuoso con las

mujeres: nunca les faltaba al respeto y, si eran de condición humilde, no se aprovechaba de

ello para sus fines personales. Sin embargo, en una ocasión ocurrió que…

El patrón le dijo a Emiliano que el chivero se había puesto malo, que le había dado una

chorrera imparable por andar robándose la leche de las chivas, que no tenía a quien mandar

a que llevara a los animales al cerro a ramonear.

─ Pos, si Usté quiere, patrón, hoy desatiendo los caballos y me llevo a las cabras pal

cerro, que al cabo un día nomás es un día.

─ ¡Ándale pues! Voy a ver que le den yerbabuena al chivero pa que ya se le pare todo ese

chorro.

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─ Mejor que le hagan un cocimiento de hojas de guayabo. Eso nos da mi madre cuando

se nos afloja la panza.

Nadie como Emiliano para saberlo todo acerca de los trabajos del campo, así fueran los

de la tierra como de los caballos, las vacas y hasta de las chivas. Él era un hombre hecho

para el trabajo.

Las cabras avanzaron arreadas por la ronca voz del jovencito Emiliano. Trepaban sobre

las rocas y los riscos sin apartarse del rebaño, porque a la potente voz del campesino

obedecían integrándose al grupo de las cornudas.

Llegó, Emiliano, a unas laderas cubiertas de huizaches con puntas jugosas donde las

chivas se entretuvieron mascando retoños y más retoños. En la mente del muchacho se

formaban figuras de una vida tranquila en medio de una tierra sembrada de maíz y de frijol,

de una casa rodeada de corrales con caballos, vacas y chivas; con una esposa y algunos

hijos varones que le ayudaban a cultivar su terreno.

En sus sueños estaba el adolescente cuando se presentó una muchacha, jovencita también,

que le dijo:

─ ¿Me das un poco de leche de las chivas? Tengo hambre. Dame poquita.

─ Las chivas no son mías y no tengo un jarro en el que pueda ordeñar.

─ Y…, si detienes a una de esas y yo le mamo. ¿Me dejas?

─ Bueno ─dijo Emiliano tomando de los cuernos a la que tenía las ubres más

hinchadas─, de ésta que está más abultada.

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Le echó un lazo a la cabra y la llevó hasta un mezquite donde la amarró

─ Ven aquí, en esta sombra pa que la chiva no se ajogue más de lo que ya está.

La muchacha se hincó para poder llevar las tetas de la chiva a su boca. El ejercicio fue

difícil porque el animal esquivaba a la extraña, a pesar de que Emiliano la sujetaba y de que

estaba amarrada al mezquite.

─ Espérate, niña. Mejor acuéstate boca arriba debajo de la cabra, así le mamas más a

gusto y no dejas mover a este animal.

Emiliano ayudó a la jovencita para que se recostara y tomara el alimento. En la ayuda

hubo contacto de manos rudas con blandos senos y con caderas anchas. La joven se sostuvo

de los muslos del mozo y en el acomodo para seguir alimentándose ella, los cuerpos

quedaron en postura muy comprometedora.

─ Acomódate tú sola, yo soy muy tarugo pa ayudarte.

─ No eres tarugo, chivero. Deja que tus manos me ayuden como puedan ayudarme.

Emiliano entendió que la muchacha no se disgustaba por los roces de cuerpos. Entonces,

mientras una boca succionaba la leche de la cabra, otra boca lamía los pezones de la

hambrienta. Después los cuerpos se fusionaron y la chiva se movió del sitio en donde

estaba prisionera.

─ Me gustó mucho la leche, me quitaste el hambre y la sed que tenía.

─ Si quieres, puedes llevarte la chiva, pero escóndela cuando veas gente de la hacienda.

A ver que le digo al patrón cuando se dé cuenta de que falta un animal.

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A veces las veladas se ponían tan interesantes que ni el responsable del grupo ni los que

estaban para mejorar su desempeño docente se daban cuenta del avance de las horas. Tenía

que ser el administrador del hotel quien les advirtiera que ya era tiempo de dormir y dejar

que descansaran los que estaban ya en sus habitaciones.

─ Ya vamos a dejar la charla, amigo. Cuento lo que sigue y nos retiramos. Si gusta puede

oírnos.

─ Yo atenderé mi trabajo. Espero no regresar a correrlos.

El garañón coceaba nerviosamente haciendo que el polvo del corral se levantara hasta

cubrirlo totalmente. Era mágico verlo aparecer entre la nube creada por él. La vista de la

yegua, lista para ser preñada, inquietaba al imponente macho, lo calentaba, lo hacía cocear

más y levantar mucho más polvo. El falo del caballo se mostraba erguido y dispuesto para

introducirse en la hinchada vulva hasta el fondo donde depositaría su simiente.

Los peones de la hacienda hacían fiesta de chanzas y de comparaciones entre la anatomía

del bello animal y la anatomía genital de ellos mismos, se presumían tan poderosos como la

espectacular sexualidad animal.

─ Así le bailo yo a mi mujer cuando la hora del amor se llega.

─ No, pos sí te creemos, compadre; no entendemos por qué tu vieja siempre anda

tristona. A mí me parece que nomás te ve encuerado y se le acaba la alegría.

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─ Ya quisieras, atarantado, hacer gemir a tu señora como yo hago a la mía.

─ No gime por lo que dices, suspira de la purita decepción.

El apuntador brincó el cerco de piedras y se dirigió al caballo alborotado para esperar la

entrada de la yegua y ayudar en la operación introductoria para que el esfuerzo del brioso

corcel fuera mínimo y más efectivo. Otros peones acercaron a la hembra sosteniéndola del

bozal y dándole palmadas en los cuartos delanteros y acercándola al dispuesto cuaco

enamorado.

─ ¡Hey, Rosalío, ya que sueltes ese animalote que vas a agarrar, te vienes y agarras a éste

que te tengo apartado!

Rosalío era el nombre del hombre cuyo talento consistía en ir de hacienda en hacienda

ayudando con sus manos para que las crías de caballos se dieran bien.

La broma de aquél peón, el apuntador no estaba dispuesto a recibirla con agrado. La

molestia lo distrajo de tal modo que jaló el miembro viril y el caballo, en protesta, le

propinó tan ruda coz que Rosalío cayó sin sentido junto a las patas traseras de la yegua.

Los peones que sostenían a la hembra optaron por sacarla del corral para que los mirones

se llevaran al desmayado hombre de los apuntes.

─ ¡Llévense a este cabrón a los tejabanes y busquen al médico! ─ordenó el patrón─. Esta

chingadera no puede esperarse, la yegua está en sus días y el caballo está caliente. A ver

Emiliano, tú que eres experto en la doma de estos animales bien que podrás apuntarle a la

yegua.

─ Oiga, patrón, a mí ese trabajo no me gusta.

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─No te estoy preguntando si te gusta. Aquí el que sabe de caballos eres tú; tú eres el

adecuado para atender este asunto.

─ Pero patrón, ¿cómo le voy a agarrar el pito a ese caballo? ¡No se me vaya a quedar la

costumbre! Mejor deje que el caballo haga su lucha solito. Es macho y puede como

podemos todos los machos.

─ Emiliano, el patrón soy yo, el que sabe de caballos eres tú. ¡Bríncate la cerca y has el

trabajo!

Las chanzas de los peones se volcaron sobre Emiliano, quien por el disgusto de la nueva

experiencia en el trato de caballos, no quiso responder a los bromistas. Quien sí se impuso

para hacer callar a los mirones fue el patrón:

─ ¡Ya se callan, hijos de la chingada, no quiero más desmayados! ¡Órale, lárguense a

hacer su trabajo. Aquí nomás estorban!

El apuntador desmayado duró un largo tiempo para volver en sí, auxiliado por el médico

que acudió sin protestas de ninguna naturaleza; los peones regresaron a sus labores;

Emiliano logró que el brioso realizara su primer apareamiento; el patrón observaba junto al

experto en caballos.

─ Patrón, esta es primera y última. Yo no le vuelo a agarrar el chicote a ningún animal.

No faltó ocasión en que los profesores, a media sesión de trabajo escolar soltara la

carcajada estrepitosa interrumpiendo las labores de asesoría. Quienes asistían a las veladas

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narrativas sonreían o, también, reían ruidosamente porque rememoraban lo acontecido en

las reuniones.

Era turno para alguno de los muchachos. Ellos deberían continuar con los relatos.

Levantando la mano y sacudiéndola aceleradamente para hacerse más visible, otro de los

muchachos les dijo con mucha emoción:

─ Yo me sé una de caballos y de la gente de los ranchos. ¿Se las cuento?

─ Esa es la idea, compañero. Empiece ─ordenó el maestro Virgilio.

─ Se trata de una muchacha que estaba lavando y que…

─ Empiece, compañero, empiece ─se impacientó El Raúl Velazco.

“María de Jesús llevó un chiquihuite cargado de ropa sucia al arroyo. Buscó una piedra

larga y ancha que le sirviera para tallar los trapos y restregarlos con la barra de jabón. Los

pantalones, las camisas y los calzones de sus hermanos y de su padre fueron perdiendo la

tierra que los manchaba. El agua se llevaba la suciedad, dejando impecables cada una de las

piezas lavadas. Las ropas delicadas, menos sucias que las de los hombres, fueron limpiadas

con más cuidado para que duraran más tiempo, porque no era cosa de estar comprando

trapos nuevos, muy seguido.

A lave y lave estaba Jesusita y a tiende y tiende en los ramales para que cuando terminara

su tarea sobre la piedra, ya pudiera doblar los trapos secos y acomodarlos en el canasto de

varas.

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Miguelillo llegó a interrumpir el inspirado trabajo de la muchacha, pero ella no se dejó

perturbar y siguió tallando las manchas de zacate, de tierra y de sudores.

─ Hazme caso, Jesusita. Vine a platicar contigo.

─ ¡Ay, Miguel! Tengo mucho trabajo. No me interrumpas.

─ Bueno, pues si no quieres que te platique, te voy a cantar tu canción y la mía.

─ Pues tú sabrás. Cántala pues.

Y Miguel empezó: „Como nopal que echa tuna, me traes en la luna, María de Jesús…‟

─ ¡Qué bonito cantas, Miguel! Habrías de irte a la ciudad a buscar trabajo en el radio o en

la televisión. A lo mejor hasta en las películas te vamos a ver luego.

─ Sí, ya lo he pensado. Oye, ¿quién es aquél que está calando su caballo en el vado?

Cerca de ellos estaba un jinete sobre un brioso corcel, al que hacía bailar en lo blando de

la arena del vado. La figura era imponente, más impresionante para María de Jesús que la

canción que Miguel le dedicara. La mujer le dijo al novio:

─ Ya vete, Miguel, ya sabes que mis hermanos son muy celosos y pueden venir y hacerte

un arguende que, ¡Dios guarde la hora!

Ni tardo ni perezoso, Miguel huyó del lugar dejando a la Jesusita que terminara con la

lavada.

El jinete condujo a su caballo hasta la piedra donde se lavaba el último de los trapos. Con

habilidad de charro de asociación hizo bailar a la bestia sobre las aguas del charco donde la

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muchacha aún acomodaba las ropas secas. Las coces de las patas delanteras salpicaron a la

lavandera. Ella fingió disgusto:

─ Oiga, señor, me está mojando y a mi ropa seca también.

─ No chula. Mi caballo le está brindando un baile porque usted se lo merece.

─ ¡Ay, sí!

El jinete desmontó, amarró al cuaco en unas ramas y se acercó a la mujer que ya había

terminado su trabajo.

─ Voy a brincarme el cercado para recostarme a la sombra de aquellos fresnos. Usted ha

de estar cansada de tanto lavar. ¿Gusta acompañarme?

No dijo más el hombre y fue a la sombra de los árboles y se echó sobre la tierra. La

lavandera quedó pasmada por la invitación del charro, miró a todos lados. Vio que ni

Miguel ni sus hermanos ni alma en pena alguna rondaban por el arroyo. Brincó la cerca y

se fue a hacer la siesta junto al dueño del hermoso caballo”.

Habiendo dejado a sus pupilos satisfechos con el resultado de esa noche, Virgilio subió a

su automóvil para dirigirse a su domicilio, pues él no se hospedaba en el hotel puesto que

era residente de la ciudad.

SEXTA SESIÓN

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Los emocionados profesores nada decían aquella noche; pareciera que la expectativa de

todos fuera la misma: el maestro habría de continuar la narración de las incendiarias notas

de la mujer misteriosa, enamorada del hombre moreno conductor de una empresa

revolucionaria que exigía la justicia para el pueblo.

El discurso del sargento fue como sigue:

─ Primitivo y su señora siempre andan juntos, parecen estampillas, así les dicen: “las

estampillas”: comen y duermen juntos, juntos van para un lado, juntos van para otro. Para

lo único que no van juntos es a la pelea, ella se queda cuidando el rancho mientras él echa

el cuero al agua y se olvida de miedos apuntándole a los pelones y tumbando a cada uno de

los que les tira. Cuando ella se queda a cuidar rancho no hay modo de que esté

ofreciéndosele al General, porque el grande anda al pendiente de la campaña. La mujer de

Primitivo no puede ser.

Para Primitivo, el soldado raso, el marido de una de las soldaderas más bellas de la tropa

de Emiliano, la conducta del sargento se le había hecho muy sospechosa, se había dado

cuenta de que la vigilancia del oficial rebasaba los límites de la normalidad. ¿Por qué se le

fijaba tanto a su mujer? Cierto era que la belleza de su señora era notoria; también era

verdad que la soldadera no daba pie para que la perturbara ninguno de los hombres del

regimiento. Primitivo decidió enfrentarse con el sargento y arriesgarse a ser castigado por

confrontar a un superior.

─ Mi sargento, si me permite, quiero hablar con usté muy seriamente.

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─ Hable, soldado. ¿Cuál es el asunto?

─ Mire sargento, yo reconozco que me falta tiempo pa que me den otro grado y pa poder

hablar con Usté de igual a igual; reconozco que Usté es mi superior, pero aunque me dé un

escarmiento lo que tengo que decirle no tiene por qué esperar y se lo voy a decir ahora

mismo.

─ ¡Al punto, soldado, al punto!

─ Pos yo le digo, sargento, que a mí no me cuadra que nadie, ¡ni Usté, sargento, ni

nadie!, se le quede viendo a mi vieja como ya lo he sorprendido que la revisa.

─ ¿De qué habla, soldado? Usté está viendo moros con tranchete.

─ No, sargento. No crea que soy el único que está encabronado por la maña que le

estamos descubriendo. Yo me paso de buena gente al hablarle de mi disgusto, pero hay

otros que puede que no le avisen y nomás le lleguen con un chingadazo.

─ Mira, primitivo, te voy a disculpar esta pendejada que estás haciendo nomás porque me

parece que te estás portando como todo un macho.

─ Pos yo no le pido disculpas; nomás de digo que si tiene ganas de revisar viejas, pos

revise a la suya que, pa qué es más que la verdá: está más buena que las otras.

─ ¡Primitivo! ¡Soldado!

─ ¿Verdá que se encabrona uno?

─ Ya váyase a dormir y a cuidar lo que tanto le preocupa. No vaya siendo que desconfía

de unos y descuida a los demás.

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Primitivo se fue masticando improperios y dejando al sargento con una mueca de burla en

el rostro.

─ Ah, qué Primitivo, si supiera con quién puede perder.

La jornada fue difícil: infantería y caballería se enfrentaron al ejército enemigo. Los

recursos de la defensa eran menores en la gente del General. No había más que hacer uso de

las estrategias, ser más inteligentes. Matar o morir; tratar de vivir. El ejército del gobierno

no pudo superar a los humildes de huarache y sombrero, decidieron tomar la retirada.

Varios muertos, muchos heridos. La gente de Zapata se retiró a la hacienda en ruinas donde

se refugiaban.

Con los codos apoyados sobre la mesa-escritorio, el General leyó la siguiente epístola:

Don Emiliano Zapata:

Con mis trece años no soportaba la idea de que usted anduviera con la

Gertrudis y que la hiciera suspirar y que le platicara de los caballos y de la

tierra y de montar y de trotar y de galopar. Yo quería ser la que apretara su

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cintura, montada en ancas de “El Prieto”, tan brioso, que usted mismo domó.

Yo quería ser domada por usted, pero ni modo que yo se lo propusiera; las

señoritas decentes podíamos sentir pero no teníamos derecho de pedir. Si yo

hubiera sido la Gertrudis, usted me habría subido a su caballo y me hubiera

llevado a recorrer los potreros en los que usted trabajaba. Pero yo era yo, la

ignorada y Gertrudis era Gertrudis, la ignorante. ¡Perdón por ser tan

soberbia!

Atentamente la desencantada.

El temor era visible en el rostro del sargento por no lograr la localización de la misteriosa

mujer con la que ya se estaba encaprichando el jefe revolucionario.

─ ¡Se lo juro, General! ¡Palabra de hombre, General! Velé toda la noche, caminé por todo

el campamento, me pasié entre los guardias; allí estaban parados con sus rifles al hombro y

sus señoras acurrucadas junto a sus piernas, tapadas con sarapes y con cobijas; algunas

temblaban de frío y se acercaban más a los pies de sus compañeros y les pedían que las

abrazaran un ratito, pero ellos estaban cumpliendo con su deber y les decían: “Al cambio de

guardia te caliento, por lo pronto date masajito con los dedos”. Mi vieja, ¡pobrecita!, todas

estas veladas en que me ha tocado hacer la ronda, pos se tiene que calentar ella solita. Yo le

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cumplo a la causa y le cumplo a ella. Sólo espero, General, encontrarle pronto a su

dificultosa, para tener más tiempo de darle calor a mi señora.

─ Mire, sargento, a mí las cartas no me dan ninguna pista, pero si usted logra dar con la

desbalagada, le prometo que lo subo de grado. Pero aplíquese, sargento, que nomás de

pensar en esa doña hasta me da comezón en los tanates.

─ Mejor diviértase con otras mujeres, mi General. No digo que con las de aquí, porque

ninguna es como las que Usté ha logrado enamorar. Pero si fuera a buscar el olvido con una

de los burdeles…

─ ¡Ah, qué sargento! Seguramente yo necesito de sus consejos.

Y sí que se sabía divertir el hombre de Anenecuilco.

─ Esa vieja que está cantando está bien buena, amigo. Présteme un cuarto que tenga

cama, cierre su changarro y me la manda, porque a esta señora que enseña tanto las piernas

la quiero para mí sólo.

─ Con todo mi respeto, señor General Zapata, pero nosotros vivimos de este negocio. Yo

con mucho gusto, pero entiéndame por favor: si no vendemos, ¿cómo vamos a pagarle a los

empleados y a los artistas?

─ Usted avísele al dueño que esta noche nomás yo y mi gente nos vamos a divertir; no

queremos entremetidos. ¡Ah!, dígale que el vino que se iban a tragar otros cabrones,

nosotros nos lo vamos a meter entre pecho y espalda. Dígale que me mande la cuenta de las

ganancias de una noche como esta y se la pago por adelantado.

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─ Por favor, espere un poco mientras voy a ponerme de acuerdo con el patrón.

─ Ándele, pues. Pero no se tarde, porque no tengo su tiempo.

Los ojos del General siguieron al guardia de la entrada a través de las mesas y

traspasando la cortina de humo que elevaban los cigarrillos de los parroquianos. Vieron

como el empleado hablaba al oído del hombre que, de seguro, era el patrón del

establecimiento, vieron luego como se dirigían ambos señores a la estrella principal del

espectáculo. Siguieron recorriendo los pasos de la dama hasta mirarla cuchichear con las

coristas, vieron que las miradas de aquellas mujeres se dirigían a donde el grupo de

sombrerudos estaba esperando que la atención fuera para ellos exclusivamente.

─Asunto arreglado, señor General. Sólo una pregunta: los que ya estaban podrán

quedarse o tendremos que pedirles que se salgan.

─ Usted no haga escándalos, amigo. Deje que se diviertan y cuando quieran irse vuelva a

cerrar. Si alguno se alborota inconvenientemente, nosotros le quitaremos lo alborotado.

─ Una sugerencia, general: no solicite a la cantante que se vaya con usted desde ahora.

Déjela cantar y bailar primero, le aseguro que se va a divertir.

La Conesa inició su presentación entre rechiflas, gritos y sombrerazos. No acostumbrada

a tal recepción, se desconcertaba un poco e interrumpía su número. El General advirtió la

incomodidad de la artista y, parándose, dirigió su amable llamada de atención:

─ ¡Por eso pues, hijos de la chingada, las dejan trabajar o me los quiebro!

Mágicamente reinó el silencio en el Café Colón. Mágicamente la cantante sonrío

complacida y admiró al hombre de los grandes bigotes.

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─ Mire, compadre ─dijo Emiliano a uno de sus compañeros de mesa─, mire qué bonito

canta “que morrongo, que morrongo, que morrongo”. Mire, compadre, ese morrongo yo me

lo pongo, yo me lo pongo.

─ No sea así, General, no se ponga el morrongo todavía. Déjela que nos cante un poco

más. Luego se enmorronga todo lo que quiera.

El número de cierre llegó y La Conesa se dirigió en franca seducción a Emiliano Zapata:

─ “Ay, ay, ay, ay, mi querido capitán…”

─ Vea, compadre, ya me degradó esta señora. Pero así es la cosa: con las viejas, uno

pierde la guardia.

Los dedos índice y pulgar tomaron, con delicadeza, los bigotes del General a la vez que

lo atraían y lo arrastraban al antojo de la vedette más asediada de la capital del país. El

recio revolucionario se dejaba llevar por el hechizo de la dama y así, entre notas musicales.

Fueron los dos hasta el camerino.

─ “Ay, ay, ay, ay, mi querido General.

Ay, ay, ay, ay, mi querido General”.

Pero en campaña la cosa era diferente, nadie tomaba a diversión el enfrentamiento con los

federales. La rudeza de la acción era tomada tan en serio que, si morían por las balas, se

tomaban las pérdidas como un hecho natural y necesario puesto que sabían los riesgos a

que se enfrentaban al defender la causa de los hombres del campo.

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“El corneta” anunció que ya era hora de interrumpir el descanso para estar preparados

para iniciar la marcha. La noche anterior les había llegado un recado de que las fuerzas del

gobierno venían dispuestas a combatirlos y terminar con ellos. El General dio las órdenes

necesarias para que los estrategas distribuyeran hombres y armas, rumbos y posiciones.

Habría refriega, correría la sangre, nadie tendría la vida segura.

La gente de Zapata se parapetó en las lomas cercanas a la vieja hacienda. Algunos

estaban resguardados desde sitios estratégicos en los muros de adobe. Desde ahí

sostuvieron el ataque logrando que los del gobierno optaran por retirarse, llevándose a una

gran cantidad de heridos y a unos cuantos muertos.

─ ¡El General! ¿Dónde está el General?

El sargento encontró a Emiliano con un rozón de bala en la cabeza. Aquel impacto le

provocó un desmayo. ¡No estaba muerto! Sólo habría que atenderlo y estarse al pendiente

por si nuevos ataques llegaran a ocurrir en lo que él se recuperaba.

El médico de la tropa atendía la herida y le aplicó un sedante para evitar que el jefe, por

su carácter impulsivo, pusiera en riesgo su salud.

Todos estaban preocupados por el estado de su jefe. Todos preguntaban al médico de la

tropa y al sargento pues les mortificaba que su conductor pudiera fallecer y dejarlos en

desamparo.

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Como el talento de Emiliano Zapata no era, precisamente, el ejercicio de la lectura, se

desesperaba al ver que no terminaba de enterarse de las cosas que la misteriosa admiradora

le decía. Sin embargo no estaba dispuesto a ignorar la correspondencia.

─ Como que veo más cartas de las que me trajo el otro día, sargento. ¿Que usted no me

ha traído ninguna más? Pos yo veo más grande el montón de papeles, de sobres. ¿No sería

el que nos trajo el recado del ataque de los pelones? ¡Cómo que no! Mire, ésta ya la leí, ésta

también, todas éstas. Estas cartas no están abiertas, aquí veo más. ¿No las contó el día que

me las trajo? ¡Yo tampoco! ¡Cómo no se me ocurrió! ¡Cómo no se le ocurrió a usted! No, si

pa pendejo no se estudia. Lo digo por mí, sargento. Pero, pos si le queda el saco, póngaselo.

Se me ocurre una cosa, sargento: la que se pone a cantar en el campamento se ve que es

alegrona, como que busca un hombre que le atore. ¡Ya ve!: gallina que canta es que quiere

gallo. Ya me está llevando la chingada cada que usted me sale con que fulana no, zutana

tampoco. Sargento, fíjese bien en la que canta. Acuérdese que lo voy a subir de categoría.

En todos los pueblos, grandes o pequeños ─dijo un profesor─, hay historias muy

interesantes, como esta que le oí a uno de los alumnos de mayor edad. Pongan atención.

“Hace muchos, pero muchos años, cuando no existía la tecnología tan útil para la

investigación como la hay ahora, vivía, en un pueblo llamado El Escondite, un hombre

viejo muy conocedor de todo lo que la vida le había enseñado y de todo lo que de los libros

había aprendido. Si alguien tenía una duda, con acercarse a él y preguntarle, la duda

quedaba resuelta.

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Pero como todo lo que significa bondad tiene sus detractores, este viejo se creó, sin

proponérselo, una gran cantidad de inconformidades, por no decir que todos eran sus

enemigos que lo desvaloraban y le buscaban el más mínimo defecto para señalarlo como no

grato a la comunidad.

Es que la población de El Escondite era particularmente prejuiciada. Nadie se daba la

oportunidad de comprobar un evento cualquiera; bastaba con que una persona dijera que el

agua era azul para que los demás afirmaran lo mismo aunque escurriendo el líquido por sus

manos se le advirtiera lo incoloro.

─ El agua es transparente: no tiene color, el color que le vemos es reflejo del cielo,

entonces se ve azul, o es reflejo de la vegetación, luego es verde. Pero si estamos en el mar

y en el mar hay corales rojos, vemos un mar rojo, aguas rojas ─decía el sabio.

─ ¡Es un hereje, es un hereje! Está en contra de la palabra de Dios. Está en contra de la

Biblia. ¡Acusémoslo con el señor cura!

El viejo sabio optó por dejar que cada quien viviera con su ignorancia. Ahora ya no

podían señalarlo por sus aportaciones porque no las otorgaba. La gente estaba inconforme

por no tener qué recriminarle al estudioso varón; le buscaban algo de qué criticarlo y,

¡nada! Hasta que un día pasaron las auxiliares del templo, que iban a limpiar los muebles y

el altar, a encender las velas y a adornar con flores el recinto de oración.

El hombre estaba tomando el fresco del día, sentado a la puerta de su casa. Vio pasar a las

beatas y las saludó de esta manera:

─ ¡Muy buenas… tardes!

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─ ¡Viejo pelado, cochino, desvergonzado!

Las incondicionales del párroco siguieron su camino y antes de iniciar sus tareas buscaron

al sacerdote, le platicaron del saludo del viejo y el padre les dijo:

─ Yo entiendo que el hombre solamente las saludó.

─ ¡No, padre, pero cómo lo dijo!: ¡muy buenas…!

En otra ocasión el sabio saludó a una señora que pasaba con un niño tomado de su mano:

─ Buenas tardes, señora. Ese niño necesita un hermanito. Dígale a su marido que si tiene

problemas yo le presto mi…, mi libro de métodos.

La señora no le dijo nada. Apresuró sus pasos y cuando estuvo en su casa dio la queja al

marido, éste fue a ver al presidente municipal y él exigió al sabio que moderara su

comportamiento o se fuera de la villa.

A partir de entonces el viejo sabio construyó una cabaña en las afueras de la aldea para no

molestar a nadie.

Pasaron algunos años y en la población surgió una generación que requería de más

conocimientos y no se satisfacían con la información que los libros proporcionaban.

─ Madre, los compañeros de mi equipo y yo queremos hacerle una entrevista a la persona

más vieja y más conocedora de nuestra historia, la del pueblo. ¿A quién podremos

entrevistar?

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─ ¡Ay, hijo! El único que les puede ayudar es el hombre que vive allá, en la casa sola.

Ese hombre es un peligro: no hay palabra que salga de su boca que no dañe a los más castos

oídos. ¡Pero es el único!

Se fue el equipo de estudiantes y solicitaron al sabio que les concediera la entrevista.

─ Díganme, muchachos, antes de que yo les conteste a sus preguntas, ¿ya son activos

sexualmente?

─ ¡Ay, don, qué preguntas hace!

─ Me contestan o yo no les contesto.

─ Pues yo no,

─ Pues yo poquito.

─ Pues yo sí.

─ Pues yo ya pronto.

─ Pues apúrense porque si no, se les va a podrir la cochinada.

Se estableció la confianza y los muchachos lograron su objetivo. De regreso a sus casas

todos escucharon la misma pregunta, y todos ellos dieron la misma respuesta.

─ ¿Cómo los trató el viejo sabio libidinoso?

─ ¡Ay, amá!, ese hombre es muy chistoso”.

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La noche se hizo larga y el maestro dejó a los muchachos para que descansaran

debidamente.

SÉPTIMA SESIÓN

Por lo general, las reuniones se realizaban al derredor de las nueve de la noche, para

suspender a las once o un poco más tarde si las narraciones se prolongaban; en esta ocasión

no llegaba el maestro y los muchachos creyeron que por una vez no tendían las charlas.

─ Ya es hora de que Virgilio hubiera llegado ─dijo El Raúl Velazco─. ¿Tendría algún

inconveniente? ¿Alguno de ustedes tiene el número de su teléfono?

─ Pidámoslo en la administración ─opinó Marthita.

─ ¡Aquí estoy, aquí estoy! ─Virgilio llegó en el momento en que los jóvenes se disponían

a preguntar por su número telefónico─. Bueno, pues a lo que venimos.

Con la carta en la mano y el cigarro en los labios, recargado en la roca, a la última luz del

día. El General Zapata recorrió lentamente las palabras de su admiradora desconocida. Lo

hizo con pausas, no por su inhabilidad lectora sino porque quería meter a sus pensamientos

cada idea de aquella mujer que ya deseaba. La imaginaba y quería ser el bruto que

arrancara sus prendas para poseerla.

Distinguido señor Zapata:

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Yo misma me pregunto para qué le escribo si sé que nunca tendré la

oportunidad de estar cerca de usted, aunque me mueva en el mismo espacio.

Mi respuesta es una sola: este hombre es grande, este hombre vale la pena

mirarlo aunque sea a distancia. ¡Qué tonta!, ¿verdad? Tonta he sido porque

su imagen me complementa suficientemente para vivir contenta. Verlo andar

de un lado para otro, cerciorándose de que la tropa actúe de acuerdo a las

indicaciones que usted les diera, ha sido sublime para mí. Oír su voz potente,

pero paternal y protectora al mismo tiempo, oírlo me sensibiliza tanto que,

atender las necesidades de la tropa me vuele una mujer satisfecha a plenitud.

Señor General, yo seguiré sus pasos a donde quiera que vaya y arriesgaré mi

seguridad con tal de vigilar su enorme personalidad.

Suya en mi pensamiento.

─ Se me ocurre que esta mujer podría ser una espía y que se propone apendejarme para

que me descuide y, así, poderme llevar hasta la trampa que los enemigos quieran tenderme.

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De que tiene labia… Sí, es labiosa la canija. Se me ocurre, sargento, que la descubran, me

la traigan, la desfloro y… ¡la mando a la chingada! Haga su trabajo, sargento, porque su

ascenso está a la vuelta.

─ Haga su trabajo, sargento. Busque a florecita fresca. ¿Quién le dijo al General que la

señora que lo provoca sea una santa? ¡La desfloro, la desfloro! Esa flor ha de estar más

deshojada que una rosa cortada el mes pasado. Don Emiliano ha de querer decir que la

monta y la deja que corra para el llano. ¡La desfloro! ¡Ah!

La noche estaba muy quieta, sólo se escuchaban los grillos y los perros. Los centinelas

vigilaban en sus puestos, la tropa dormía junto a las paredes de la construcción, los rifles

descansaban pegados a los cuerpos de los hombres, las mujeres se acurrucaban junto a sus

machos. El sargento recorría todos los espacios.

─ Chon se quedó dormido, profundamente dormido, roncando como un marrano. Le

podría bailar un son en su barriga, de seguro que no despertaría. Así es Chon: toca la

guitarra, me hace la segunda en la cantada, le empina al aguardiente y, ya que está bien

borracho, me jala pal rincón donde dormimos. Él se queda bien rendido y yo con los ojos

bien pelones porque su peste de sudor y mezcal y sus rugidos no me dejan dormir. Por eso

salí a caminar y a buscarte, sargento, pa preguntarte: ¿por qué me mirabas tanto cuando

estaba cantando? ¡A poco no te ajustan las orejas pa oírme! ¡O me vas a decir que te

provoco! Dime la verdá, sargento, ¿por qué me mirabas tanto?

─ ¿Tú harías tarugo a Chon?

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─ ¿Contigo, sargento?

─ Conmigo, con otro o con el General. ¿Te animarías a hacer tarugo a Chon?

─ Mira, sargento, el Chon me mata si yo le juego chueco y, casi lo juro, mata al carajo

que se atreva a enamorarme. Con quien no se arriesgaría sería con el General. Pero yo no

me meto con el jefe; él, todos lo saben, tiene muchos compromisos. Yo quiero un hombre

comprometido conmigo, nomás conmigo.

─ Entonces eres feliz con Chon. Él toca la guitarra muy bonito y tú levantas mucho la

voz.

─ Sí; él solamente toca la guitarra y yo solamente puedo levantar la voz.

─ Pos bueno, cantante, ya me tengo que ir a seguir haciendo la guardia.

─Oye, sargento, el Chon ya no está pa que me toque La Cucaracha y yo tengo muchas

ganas de levantarla.

La propuesta fue tan clara y el ambiente se presentaba tan propicio que, la esposa de

Chon y el angustiado sargento se pusieron a tocar la cucaracha y a levantar la voz lo más

silenciosos que pudieron. Habría que guardar el secreto, no tenía Chon por qué convertirse

en asesino.

Se fue el sargento a dar su reporte al General:

─ Con la novedad, General, que la cantante duerme con Chon, el de la guitarra. Sí, es una

mujer que alborota a los soldados, pero lo hace a propósito y a petición de su hombre. Él le

dijo, yo soy testigo: “Petronila, coquetéale a los indios, nomás no dejes que te agarren

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porque tú coges conmigo, nomás conmigo”. Y, ahí anda la cantante jondeándoles las

enaguas mientras cantaba las historias que Chon le enseña. No General, la Petronila no sabe

leer ni escribir, pero ella aprende de tanto oír a Chon todas las veces que repite las

canciones. Petronila no sabe hacer cartitas.

─ Léame esta carta, sargento, que ya no me da vergüenza compartirle estos mensajes. Son

para mí y usté lo sabe. Léamela y sígame guardando el secreto.

─ A sus órdenes, mi general.

Al sargento le temblaban las manos mientras abría el sobre y desdoblaba la hoja de

papel. Su voz era temblona también, por lo que tartamudeaba mucho y no hacía entendible

su lectura.

─ Controle sus nervios, sargento. Lea la carta como debe ser.

─ ¡A sus órdenes, General!

Excelentísimo Sr. Emiliano:

Cuando usted hizo suya a Inesita, yo estaba tan enojada que me encerré en

la casa y no salía ni a misa por mucho tiempo; me pasaba haciendo las cosas

que se necesitan para mantener el orden, el orden de la casa y el orden en mi

cabeza.
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Sí, General, de tonta me he pasado queriendo ser mirada por sus ojazos

negros, de idiota me he pasado deseando que sus manos tomaran las mías y que

sus brazos me apretaran contra su cuerpo.

La casa iba quedando en orden, pero mis pensamientos seguían dando vueltas

con su imagen. ¡Ah, General, si yo hubiera cabido en su mirada!

Con la ilusión deshecha, su admiradora.

¡Qué revolución! No la que reclamaba Tierra y Libertad, sino la lucha interna que don

Emiliano libraba para apaciguar sus instintos. Con los informes del sargento y con sus

propias observaciones no podía darse cuenta de cuál mujer lo estaba provocando de aquella

manera.

─ Inés, mi fiel Inés. Aunque yo tan cabrón siempre, ella ha estado esperando a que yo

regrese y, yo regreso. Algo tiene la Inés que no puedo dejarla por ninguna. Suerte que

tengo: la Inés no me deja a pesar de que sabe que voy y vengo con una y con otra. Ya vine,

mujer, ya puedes hacerme un lugar en la cama. “─Que espérate Emiliano a que se duerman

los hijos. ─Que no puedo esperarme, que no quiero esperar. ─Emiliano, sosiégate,

¡Emiliano, Emiliano! ─. ¡Qué me voy a sosegar!”. La Inés me da hijos y yo le doy

disgustos. Y esta vieja que me conoce todas las historias. ¿Será una de mis otras queridas?

¡Sargento! Investigue si alguna de mis viejas anda fuera de su casa, no vaya siendo que sea

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una de ellas la ofrecida que me tiene todo destanteado. ¡Sí sargento! Alguna de mis

mujeres. Usted ya sabe quiénes son.

Las salidas del sargento servían, además de obedecer las indicaciones de su superior, para

estudiar los movimientos de la gente del gobierno. Abandonaba su postura soldadesca, se

despojaba de cualquier indicio de arrogancia y ejercía su doble espionaje.

─Con el miedo que le tienen al General, o respeto, según ellas. Es miedo porque don

Emiliano es bravo. Pero, por sí o por no, voy a ir a vigilarlas. A ver cómo le hago para no

darles a saber que ando observando sus salidas. Va a estar dura la chinga de ir de un lado

para otro y tener cuidado de que no me descubran. Si mi General las tuviera juntas en una

sola casa… ¡Total!, de todos modos saben que su hombre es de todas.

Una joven profesora rural, Eloísa de nombre, platicó la anécdota que, entre otras que tenía,

seleccionó.

─ Como yo trabajo en una ranchería de Vallarta, oigan mi narración. Me lo platicó un

hombre sencillo que vende curiosidades en las playas del puerto.

“A punto de terminar el verano Puerto Vallarta estaba hasta el tope: todos los hoteles

tenían ocupadas sus habitaciones; a lo largo de la bahía los bañistas lucían sus trajes, se

miraban de todo tipo: pantalones short, trajes femeninos muy conservadores, biquinis

diminutos. Los vacacionistas disfrutan alimentos y bebidas bajo las sombrillas y tumbados

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en camastros, muchos de ellos hundiendo los pies en la arena porque era más reconfortante

estar así que el dejar que el fuerte calor del mes de septiembre los abrasara.

─ ¡Ah, qué puto calorón está haciendo ─pensaba Aniceto mientras fijaba, vigilante, su

mirada en Carmen, que brincaba cada vez que las olas le cubrían las piernas.

La mujer disfrutaba al máximo el vaivén de las aguas saladas; sólo pensaba en aprovechar

el frescor de los golpes de agua y espumas, no se preocupaba de que su esposo no quisiera

acompañarla en el juego común de los visitantes de las playas. De repente se tiraba en

clavado para que su cuerpo recibiera toda la frescura del océano. En algún momento miró a

su marido que en actitud indiferente se bebía una y otra michelada, bajo la sombrilla donde

estaba instalado. Únicamente pensaba: „Es un tonto, venir a Vallarta para estar aplastado

poniéndose pedo; mejor se hubiera quedado en casa‟.

Los juegos playeros de la mujer variaban un poco entre sortear los tumbos de las olas,

yendo de las bajas a las altas, y caminar por la arena húmeda hasta perderse de la vigilancia

de su indolente marido.

Los vendedores de todo se encontraban a lo largo de la playa y por el malecón. Entre

ellos caminaba un vendedor de artesanías de chaquira, era el hombre al que todos

reconocían como „el huichol‟ por el color de su piel y sus rasgos indígenas. Ese hombre

tenía una corpulencia muy notable, tenía muy bien trabajada de su musculatura. Eso llamó

la atención de Carmen, que no contuvo el deseo de hacer conversación con él.

─ Oiga, señor, ¿a cuánto da estos llaveros?

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─ Para a Usté, señito, se los voy a dar muy baratos, nomás deme cien pesos por cada uno.

Mire qué trabajo tan fino. Mírelos bien, son colibrís y tortuguitas. ¿Cuál le gusta más?

─ ¡Ay, no don! Los da muy caros y aquí no traigo dinero. Mejor otro día.

─ Señito, yo la espero mientras trai su dinero. Y no están caros; a los gringos se los doy a

un poco más.

Carmen se quedó contemplando los bíceps y los pectorales mientras pensaba: “Este

muchacho ha de ir todos los días al GIM, está muy fornido.

─ Mire, yo quiero comprarle varias piezas, vea para allá, ese hotel. ¿Ya lo vio? El cuarto

222 es el mío, vaya para allá, yo lo alcanzo porque quiero comprarle una docena”.

Los asistentes quedaron perplejos esperando un fin lógico de la historia contada por la

muchacha. Eloisa los observó y los dejó con la interrogante.

─ ¿Eso es todo?

─ ¿Qué pasó con la turista y el vendedor?

─ ¡Yo qué voy a saber! Usen su imaginación.

Todos quedaron intrigados por lo que pudiera haber pasado entre „el huichol‟ y Carmen.

Todos hicieron finales a su capricho.

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OCTAVA SESIÓN

El grupo de los narradores se incrementaba noche a noche porque las historias de Virgilio

y las anécdotas de los educadores despertaban más interés cada día; no faltaba alaguna o

alguno que, sabiendo la fuerza de los temas, se escandalizara y prefiriera permanecer en su

habitación. Otros se lamentaban de no haber hecho presencia desde que el maestro asesor

los invitara.

Muchos retratos mentales se pintó Emiliano de la mujer anónima: chaparrita. Delgadita,

alta, gorda, hermosa, fea, deforme, perfecta. La imagen obedecía, como plastilina, a las

elucubraciones del hombre intrigado: “A de ser un esperpento de mujer. A nadie se le ha de

antojar arrimarle el chicote. Si no, ¿por qué tan buscona?”

Sin embargo, se comía la carta con su mirada.

Respetabilísimo señor:

Abusaré de atrevida al platicarle que el día que usted sufrió la herida por la

bala del enemigo, el día…, mejor dicho, la noche en que usted estaba sin

sentido porque el médico lo mantuvo sedado, yo estuve haciendo el papel de

enfermera. Eso es un decir, pues la verdad lo que hice fue estarme al

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pendiente para que el doctor atendiera a los otros heridos y para que los

soldados se encargaran de enterrar a los que perdieron la vida.

Dirá usted que no cometo ningún atrevimiento al contarle esto. Pues no,

General, el atrevimiento viene ahora con esto que sigue: me quedé sola

cuidándolo y, como no tenía más que vigilarlo, me puse a verlo de pies a

cabeza, yo que tanto lo aprecio, yo que tanto he deseado ser suya. Ahí usted,

tendido sobre su camastro. Me entraron vivas ganas de acostarme pegada a

su cuerpo; me contuve…, me detuvo el temor de ser sorprendida por el médico

o por el sargento, que no dejaban de echarse vueltas para estar al pendiente.

¿Qué hice entonces? No atreviéndome a tenderme junto a usted, a discreción

empecé a tocarlo de su frente, de su nariz, de sus labios, de su mentón. Pasé

mis manos por su pecho, por su abdomen; me quedé paralizada cuando

magnéticamente mis manos se detuvieron en sus genitales. Usted estaba

inconsciente, pero su parte de hombre empezó a despertar. Lo miré a la cara,

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su rostro seguía perdido. Mis manos permanecieron atrapadas en lo que

antes me diera vergüenza tocar, pero que esa noche me hizo concebir una

pequeña esperanza. Oí unos pasos. El sargento se presentó para enterarse de

su estado de salud. Yo me retiré para no dar a sospechar de mi alocada acción.

¿Qué habría pasado, General, si por casualidad se hubiera despertado

cuando yo lo tocaba?

Atentamente su emocionada admiradora.

─ Está cerca. Anda con nosotros. Esta mujer… o es una santa o es una reprimida pero con

toda la calentura adentro. Ya no estoy tan seguro de qué es lo que siento por ella; a veces

pienso en encontrarla y cogérmela dos o tres veces para cumplirle su deseo; a veces creo

que me estoy encariñando y quisiera tenerla como mujer para siempre, que me dé hijos

para que se hagan hombres del campo o mujeres de su casa, mujeres y hombres que

aprendan a leer y a escribir como ella lo hace, que ella los enseñe primero y que después,

cuando acabe esta refriega, vayan a la escuela y se hagan gente de provecho. ¡Ah, cabrón!,

estoy soñando. ¡No, pos sí!, se me está metiendo a la cabeza. ¡Sargento! ¿Cómo va ese

asunto?

─ Ya le platiqué, General, que no he dejado de revisar por todas partes. Mire, vigilé a sus

señoras, yo y otros compañeros de confianza. No General. Pierda cuidado. Sus mujeres

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están donde usted las tiene. Las mujeres de aquí, ya ve, todas tienen a sus hombres.

Bueno… hay una que está sola, pero ella es madre de un soldado y está muy vieja para

andar de alborotada. ¡No puede ser! Porque la que usted quiere es menor de edad que usted.

Quiero decir… la que lo quiere a usted, no la que usted quiere. ¡Ya me hice bolas, General!

Con eso de que me tiene prometido el ascenso, pues sí, me ilusiono, pa qué es más que la

verdad.

─ ¡Le digo, sargento, le digo!

La narración de Bruno, otro de los profesores, tocó el tema de las prácticas amorosas del

jefe revolucionario:

─ Me dijo un viejito de la comunidad donde yo estuve, que su padre conoció a don

Emiliano Zapata y que le dijo que el General era muy enamorado desde que era muy chico.

Me dijo que su padre le platicó de la primera vez que Zapata tuvo sexo con una vecina de

su pueblo, que el mismo General se lo platicó. Así va mi historia:

“Estaba mi madre eche y eche tortillas y atizándole a la lumbre pa que los frijoles se

acabaran de cocer porque ya era hora de almorzar. Mi padre y mis hermanos ya andaban

entre los surcos arreando a los bueyes. Yo estaba entre las primeras milpas retirándoles las

yerbas y poniéndoles tierra a las plantitas. Así fue pa que mi madre me avisara cuando ya

nos arrimáramos a recibir los alimentos.

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El tenamaste se llenó de calientes tortillas, los frijoles estaban bien cociditos y el chirmole

que hizo mi madre con tomates y chiles asados en el comal ya invitaban a hacer los tacos.

─ ¡Emiliano, tú que alcanzas a oírme, háblale a esos hombres que se vengan antes de

que se enfríe el almuerzo! Grítales fuerte, que te oigan.

Todos nos rodeamos del pretil del metate pa no dejar escapar las recién saliditas del

comal. El único que permaneció de pie fue mi padre que parecía vigilar la yunta de bueyes

y a los aperos de labranza.

─ Siéntate, hombre ─le dijo mi madre─, la comida debes tomarla con calma pa que te

haga provecho. Ni modo que los animales se vayan si los tienes uncidos, el yugo no los

deja moverse con mucha libertad.

No habíamos terminado con los frijoles ni de quitarnos lo enchilado, cuando llegó

Casimira, la mujer que nunca se casó, la mujer que dedicó su vida a vender casa por casa

botones, encajes, agujas, listones, hilos y otras tarugadas de esas que todas las mujeres

necesitan tanto pa arreglar los trapos que se ponen y los que los hombres nos ponemos

también.

─ Buenos días, mujer. Mira qué cosas tan chulas te traigo. Buenos días a todos, sigan

almorzando. Perdona, mujer, que llegue a esta hora; más vale llegar a tiempo que ser

invitada. No te apures, yo me espero a que termines de atender a tus hombres. Luego te

enseño estas cosas tan útiles. Oye, mujer, qué guapo se ha puesto el Emiliano. Si así está

ahora que tiene once años, ¡cómo se pondrá ya que vaya creciendo! Te lo van a robar,

mujer.

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─ Sí, siempre habrá alguna lagartija que quiera llevarse a mis muchachos. Pero ellos ya se

van a seguir con el trabajo. Ven, siéntate pa que almuerces.

Al terminarse el día, cuando se nos acabó la luz, dejamos suspendidos los trabajos de la

tierra. Desuncimos los bueyes y mi padre me ordenó:

─ Emiliano, lleva a estos animales al potrero del zacatal pa que coman y descansen.

Yo le obedecí al hombre más importante de mi casa y, luego de dejar a los animales en

donde majarían y dormirían, me regresé con ganas de cenar y acostarme. Pero vi a Casimira

parada a la puerta de su vivienda, parecía que me estaba espiando. Pienso eso por la forma

en que se asomaba cuidando no ser vista por otras personas.

─ Oye, Emiliano, hice arroz con leche. ¡Me quedó muy sabroso! Pásate pa que te tomes

una tacita.

Mis padres me han enseñado a que no sea desatento con las personas, por eso le dije que

sí, que muchas gracias.

─ Disculpe, doña Casimira, ¿usted y mi mamá tienen los mismos años?

─ ¡Cómo crees, Emiliano! Y no me digas doña, yo no soy casada.

Luego de que me tomé el arroz, Casimira me puso un dedo en la panza y me dijo:

─ ¿Me dejas ver tu ombligo? Yo te enseño el mío. Yo lo tengo hondito, ¿tú lo tienes

salidito?

Nos enseñamos los ombligos y jugamos a juntarlos y jugamos a juntar otras partes que no

se deben decir, porque andar diciendo esas cosas es un pecado muy feo.

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─ ¿Nunca habías jugado el juego de los ombligos, Emiliano?

─ ¡No! ─le contesté mientras amarraba mi calzón de manta.

─ Este juego se juega pero no se platica.

─ ¡Ah, bueno!

Cuando me fui, a mi casa, llevaba mucho miedo de que mi padre me diera de cuerazos

por haberme tardado tanto, pero nomás me habló muy fuerte:

─ ¿Por qué te tardaste tanto?

─ Me puse a jugar canicas.

─ Vénganse a cenar ─ordenó mi madre saliendo de la cocina.

─ ¿Qué hay de cenar, madre?

─ Lo de siempre: tortillas, frijoles y chile.

─ ¿Cuándo hace arroz con leche?

Desde aquel arroz con leche se me hizo maña seguir pasando por la casa de la vendedora

de botones. A veces me volvía a invitar a que pasara y, con arroz o sin arroz, el juego de los

ombligos sí lo volvíamos a jugar. Yo siempre decía en mi casa que me quedaba jugando a

las canicas; mi madre me regañaba y me daba de cenar al mismo tiempo. Mi padre me dijo

una de esas veces:

─ Como que juegas mucho a las canicas. Yo creo que ya estás grande pa andar jugando

cosas de niños.

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─ A mí me gusta mucho jugar a las canicas.

En una de las veces que quise meterme a la casa de Casimira, me estaba brincando por el

corral de piedras cuando desde lo oscuro del corredor salió volando una piedra como

derechito a mi cabeza. ¡Bendito sea Dios de que no me pegó!, me hubiera matado. Me

quedé apendejado por un ratito, como no sabiendo qué debía hacer. Me decidí por irme de

allí, no fuera a ser que otra piedra si le atinara a mi cabeza. Pa qué arriesgarme. Mejor me

iría a dormir. Ya iba caminando pa mi casa cuando se me ocurrió una cosa: „Ese hijo de la

chingada que me aventó la piedra tiene que salir cuando la Casimira le dé su arrocito con

leche y cuando terminen de jugarse los ombligos. Me voy a esconder pa saber a quién le

tocó el arroz. Si es mayor o más fuerte que yo, pos me aguanto y no me le doy a ver porque

si llego raspado a la casa no sé qué les diría a mis padres‟. Así estuve, escondido,

aburriéndome de no hacer nada más que espiar. Sólo pensaba que se me estaba haciendo

más tarde que de costumbre, pero ya me había hecho el ánimo de saber y lo iba a saber.

Empezó a rechinar la puerta de la casa de Casimira y abrí los ojos pa poder ver en la

oscuridad y vi al hombre que salía.

─ Ese paso, ese sombrero, yo los conozco… ─el hombre le dio una fuerte fumada a su

cigarro y pude ver su cara─. ¡Gabriel Zapata! Esposo de Cleofás.

Dejé que mi padre llegara a la casa primero que yo. Lo estuve viendo desde mi escondite

hasta que se perdió de mi vista, luego me encaminé a pasos cortos pa no alcanzarlo y pa

que no se diera cuenta de que era yo el que iba a brincar la cerca. Lo seguí divisando desde

lejos hasta que llegó a la casa y se metió. Entonces ya me fui a pasos normales hasta que

llegué y fui regañado por tardarme tanto.

71
─ ¿Otra vez te pusiste a jugar canicas? Cada vez te entretienes más.

─ Pos, sí padre, cuando uno se divierte tanto no se fija en el tiempo que pasa.

─ Mejor déjense de alegatas ─nos regañó mi madre a los dos─ y siéntense a cenar. Hice

arroz con leche”.

El entusiasmo provocado por la anécdota produjo otra participación:

─ Yo me sé otra de las travesuras de don Emiliano. ¡No, si los rancheros saben muchas

cosas que nosotros no leemos en los libros! Ahí les va:

“─¡Haija, haija, haija! ¡Hea, hea, hea!

El muchacho gritaba montando su caballo „El Prieto‟, galopándolo y haciendo que parara

bruscamente, produciendo chispas porque la talladura de las herraduras con las piedras del

pavimento de la calle llevaba todo el peso de la bestia y del jinete.

La gente se resguardaba en los umbrales de las puertas de sus casas; sobre todo las

mujeres, que protegían a sus niños poniéndoselos entre sus piernas.

A los hombres no les parecía tan amedrentador el espectáculo de un briago que se divertía

correteando con su caballo. A ellos les parecía un acto de hombría, un acto de hombre muy

macho.

─ Ya se hizo un hombre Emiliano. Su primera borrachera la está gozando a lo grande.

Así es la cosa, así somos los hombres de Anenecuilco.


72
─ Según ustedes. Yo lo que veo es que este muchacho da miedo haciendo esas

pantomimas. Los hombres lo disculpan porque han de creer que se ven muy chulos

haciendo esas piruetas. ¿Cómo puede alguien andar asustando a la gente? Ni quien pueda

salir a la calle, porque nos arriesgaríamos a que nos llevara entre las patas de su caballo.

¡Qué barbaridad, qué hombre tan inconsciente!

─ Emiliano sabe cómo controlar a su cuaco; si se ha pasado la vida domando los caballos

de los hacendados.

─ Eso todo el mundo lo sabe. Lo que no sabía nadie era que este joven un día se iba a

portar tan alocado por los tragos de mezcal que se tomó. Y, ¡bueno!, si no saben tomar,

mejor no tomaran.

─ Es que tú no entiendes, mujer: este muchacho acaba de perder a sus padres. Le llegó la

tristeza y se puso a beber pa olvidarse de la pena. Habías de entenderlo.

─ Sí, pretextos no faltan: si están tristes, se empinan las botellas; si están contentos, se

empinan las botellas. ¡A poco las mujeres no tenemos tristezas!

─ Pero ustedes son viejas. Emiliano es un macho muy macho.

─ ¡Qué casualidad! Ojalá esta borrachera sea la primera y la última, si no, el muchacho

va a acabar muy mal.

─ ¡Qué va a ser la última! Ni que no fuera hombre. Emiliano tiene algo que no todos

tienen. Una borrachera no lo va a cambiar en nada. Los güevos de Emiliano son los güevos

de Emiliano. Él tendrá que ser alguien importante. Yo sé lo que te digo.

73
Ahí paró la disertación acerca de la imagen de un borracho; pero el alcohol seguía

atravesando la garganta del joven huérfano y los gritos de entusiasmo o de dolor por los

padres perdidos seguían taladrando los oídos de las mujeres asustadizas.

─ ¡Haijaijai, haijaijai! ¡Yo soy Emiliano, el hijo de Cleofás y de Gabriel!”

En las comunidades donde los jóvenes dan su servicio también se saben divertir las

personas, y más cuando un entusiasta maestro los motiva con propuestas de juegos de mesa

como Serpientes y Escaleras o la Lotería; los rancheros prefieren las barajas españolas o

inglesas. Jueguen lo que jueguen, entre los cartones y las apuestas intercambian chismes,

cuentos y leyendas como el relato que el profesor José Prudencio compartió con el grupo.

Al parecer se trataba de tres personajes de la lotería.

“LA DAMA: Otra vez este hijo de chingada llegando hasta la madre de borracho; si tan

siquiera me hiciera mujer, aunque fuera con su pestilencia y todo, yo le disculparía su vicio.

Pero, ¡no! Ni siquiera traga de las chingaderas que yo le preparo, de seguro que por donde

anda le han de dar de tragar. Ni modo que con puro aguardiente tenga pa aguantar la

chamba del día siguiente. Pero, ¡bueno! A mí que me importa si traga o si se muere de

hambre, con que no se quedara dormido y me diera sus arrejuntones. Ahí estoy yo, que ya

ni me acuerdo cuando fue la última vez que me quitó los calzones. Así quien quiere tener

marido.

74
Y, luego esos pinches gatos que qué feo gruñen: si hasta parece que es el diablo que anda

por el tejado y que viene a llevarme por ser tan mala y no entender a mi hombre. Pero no,

no es el diablo, ya me ha explicado mi comadre, la sabionda, que cuando los gatos gruñen,

así de feo, es que se están apareando. Bueno que están cogiendo, como este borracho y yo

debiéramos estar ahorita mismo. ¡Ay, si yo fuera la gata!

Qué malos pensamientos tengo. Nomás pensando en puras porquerías. ¿Pero qué hago si

soy una mujer normal? Los borrachos debieran casarse con mujeres sin ganas. ¡Yo tengo

tantas!, que ya metí mis manos entre sus pantalones y, ¡nada! Yo creo que hasta para mear

le ha de costar trabajo. ¡Ay, méndigos gatos, qué bien chingan! Ni dejan dormir.

Yo que me puse mi perfume, el que él me regaló el día de mi santo, ese perfume que huele

tan bonito y que prometí usarlo todas las noches para antojármele. Si yo fuera botella de

aguardiente… sí me le antojaría.

¡Qué calor se siente aquí en el cuarto! Mejor me voy al patio pa que me dé el aire. ¡Qué

silencio se siente! La noche está tan avanzada que hasta miedo siento. Pero qué miedo ni

qué la chingada. Es la hora del diablo y voy a invocarlo para hacer un trato con él. Sí, voy a

hacer un pacto con el diablo.

¿Qué le voy a ofrecer al chamuco? ¿Qué le voy a pedir? No tengo nada que ofrecerle; que

me lleve al infierno cuando quiera pero primero que me cumpla un deseo. No quiero que le

quite lo borracho a mi viejo porque él ya está más endiablado que nada. Yo lo que quiero es

que me convierta en una gata para maullar, para gruñir todas las noches por los tejados.

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EL BORRACHO: Pos onde está esta pinche vieja, llego y no pasa nada porque me quedo

bien jetón por los traguitos que me aventé. Despierto y quiero que me atienda, que pegue

sus carnes con las mías y parece que ya no le gusto, que le doy asco, que no quiere nada

conmigo. Ha de andar en el baño; mientras regresa le voy a hablar a mi amiguito a ver si se

despierta y nos vamos a visitar el nidito de amor. ¡Ándale m‟hijo, ándale m‟hijo! ¿Qué te

cuesta portarte bien? Ora que me acordé que te tengo y pa lo que sirves. ¡Despiértate,

despiértate! No me hagas quedar mal. Mira, yo reconozco que tengo muy abandonada a mi

señora; tú tienes la culpa porque no me respondes como debe ser. ¿A qué santo debo rezarle

pa que me haga el milagro? San Judas Tadeo ya ni me pela, le pido y le pido y se hace

pendejo. ¡No que es el santo de los casos difíciles! ¿Y si le pido directamente a Dios?

¿Quién es más poderoso que Él? ¡Pero qué me va a hacer caso con lo borracho que soy! ¿Y

si cambio, si dejo la bebida? ¡No, ni madres! Mejor le voy a hablar al diablo, le voy a pedir

que me vuelva la hombría, que me haga funcionar este pedazo de pellejo, que me lo vuelva

de acero, que tumbe viejas a diestra y siniestra, que con verme se me rindan las mujeres,

que yo sea la envidia de todos los cabrones, que no encuentre la forma de ocultar mi bulto

aunque rompa los pantalones. ¡Diablo, diablo, te vendo mi alma!

EL DIABLO: ¿Para dónde le doy, par de pendejos? O voy con la insatisfecha o me voy

con el impotente. Cierto, soy el mal y puedo todo lo que El de Arriba se niega a hacer.

Dicen que Dios no cumple antojos ni endereza jorobados. Pero estos dos están más chuecos

que el de la catedral de Notre Dame. Tienen jorobadas sus almas y, así no me sirven para

nada. A mí que me las den derechitas para enchuecarlas yo. Ella hace más pecado

queriendo convertirse en bestia que si se saliera a putear por las calles, a fin de cuentas, si

tiene un marido inservible, un marido que no la sabe complacer, ¡qué falta tan pequeña

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sería que buscara por fuera lo que no tiene en casa! A este necio no le voy a hacer caso, no

necesito comprar lo que ya es mío. Más que comprometido conmigo está desde el momento

en que se gasta los pesos, que gana, en puro licor; si apartara un poco para los alimentos de

su familia, para medicinas, para la atención de los hijos y se gastara en sus gustos lo que

sobrara, se entendería que es un hombre con posibilidades de salvación. A esos hombres

yo les compro el alma para perderlos. Por eso me aprovecho de las desesperaciones no

imaginadas. Este borracho no me interesa, ¡que se chingue!

LA DAMA: ¡Diablo, demonio, Lucifer, Belcebú, Luzbel, te ofrezco mi alma! Vuélveme

una gata.

EL BORRACHO: ¡Diablito, diablito, alíviame este animalito!

EL DIABLO: Chinguen a su madre. ¡Lotería!”

Esta participación provocó tantas risas y tantos aplausos que el maestro Virgilio se vio en

apuros para acallar todo el alboroto. Con el índice en sus labios les pedía silencio, con las

palmas de sus manos les indicaba sosiego. De cualquier manera ya era hora de dormir. El

primero en retirarse fue el asesor. Subió a su automóvil y se dirigió a su domicilio por las

calles ya solitarias de la ciudad.

NOVENA SESIÓN

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─ Anoche estuve a punto de ir a regañarlos, maestro ─le dijo el administrador del hotel a

Virgilio cuando éste llegó para reunirse con sus pupilos─. Le pido que consideren que no

son los únicos hospedados aquí. Por favor.

─ Pierda cuidado y acepte nuestras disculpas. Seremos más moderados con nuestras

conductas.

Luego de hacer las advertencias correspondientes, a los narradores, el maestro continuó

con la historia de la correspondencia secreta de Emiliano Zapata.

Al gran hombre, al recio como ningún otro, se le fue el sueño: ya había leído todas las

cartas de la amante no lograda. Sin embargo, en sus manos estaba la última misiva y la

releyó varias veces. El papel daba vueltas en sus manos como las ideas en su cerebro. Se

puso de pie; dejó la cama y su cuerpo dio vueltas por el cuarto buscando la estrategia

correcta, en tanto que encendía un cigarro que consumió con aspiraciones desesperadas.

─ Esto se hace a como dé lugar.

Amado General:

Esta es la última carta. Como se habrá fijado, los sobres están numerados y

se los dejé en orden. Yo supongo que las leyó siguiendo la numeración en que

se las presenté. De cualquier forma en que las haya leído, mi intención fue que

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usted pensara en mí como en una mujer a la que podría hacer feliz si así se lo

propusiera. Esta carta es la única que no dejé en el montón con lo que lo

empecé a inquietar, sino que la he escrito luego de darme cuenta que me ha

buscado y que se ha hecho muchas figuraciones con cualquiera de las mujeres

de su tropa. Sí, don Emiliano, el sargento me ha buscado hasta el cansancio y

no ha dado conmigo, a pesar de que yo he andado con ustedes desde el principio

de sus batallas. He sido cocinera,, lavandera, enfermera, bailadora y

cantadora, de acuerdo a lo que los momentos de la lucha han propiciado. He

sido la mujer de uno de sus hombres, pero enamorada de su persona desde antes

que otras lo gozaran como a mí me hubiera gustado disfrutarlo. No puedo

decirle mi nombre porque prefiero ser amante anónima. Su amante en mi

imaginación, pues pienso permanecer al lado del soldado que elegí para

meterme en esta aventura.

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Señor Emiliano, mi señor, mi ilusión, yo le doy compañía a mi hombre en las

noches, pero cuando me abraza y me hace suya, él no sabe que yo soy de usted,

que en mi mente son los brazos del General los que me aprietan, que son los

labios del General los que me besan, que es el cuerpo del General el que se

mete en mi cuerpo. Ya no me busque, General. El sargento siempre verá que

las soldaderas estarán junto a sus hombres sin dar motivos para que se juzgue

mal de ellas. Yo estoy aquí, con ustedes, principalmente con usted.

Le sugiero una cosa don Emiliano: si desea que mi cuerpo se le entregue,

entretenga a los hombres en algo de obligación la noche en que esté dispuesto;

haga que estén retirados de su cuarto-oficina, de allí donde usted descansa,

deje abierta la puerta; usted se sale para que yo entre para esperarlo en lo que

regresa de dar órdenes. Si mi atrevimiento no es de su agrado lo entenderé una

vez que no ocurra lo que le propongo.

Siempre suya la que lo quiere mucho.


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─ Ocurrirá, ocurrirá. ¿Dónde andará el sargento? ¡No! Esta vez no lo comprometeré

porque ya no es necesario que busque. Ya solita cayó la misteriosa. Por fin podré meterla

en mis cobijas. ¡No!, a nadie le diré que la caliente no aguantó su calentura y que vendrá a

calentarme los tanates. No es necesario que se entere el sargento. ¡Pobre! Tendrá que

esperarse a hacer más méritos para ganarse el siguiente grado. Yo, de corazón, le hubiera

dado el ascenso, pero no hay forma de justificar el beneficio.

Los hombres escarbaban la trinchera a quinientas zancadas alrededor de la vieja hacienda.

El General ordenó que no dejaran de escarbar porque había señales de que los del gobierno

se presentarían a combatirlos desde horas tempranas, les dijo que ya no confiaba en

parapetarse únicamente en los muros de la construcción, que si se requería de no dormir ni

una hora, así debería ser. El sargento recibió la orden de vigilar el trabajo de la tropa con la

fidelidad que hasta ese momento había mostrado para cumplir cualquier mandato del jefe

revolucionario.

Todas las mujeres rodearon al General cuando les hizo ver sus deberes de permanecer en

sus rincones cuidando las pertenecías de sus maridos, cuando les pidió que se mantuvieran

despreocupadas y descansando; sólo deberían obedecer esa orden y esperar pacientemente a

los soldados. Luego, el General se encaminó a su despacho.

─ Ya diviso su sombra, acaba de meterse a mi cuarto. Por fin sabré qué vieja me ha

seguido sin saberlo yo. Por fin podré arrancarle suspiros cuando le cumpla su ilusión. Sí,

allí está su sombra; apenas se puede ver el bulto porque no están prendidos los quinqués.

¿Será fea? ¿Por qué se habrá encaprichado con un hombre tan comprometido como yo?

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Virgilio manifestó su satisfacción por el gusto que mostraban los maestros rurales al

escuchar el asunto de las cartas de la mujer enamorada de Emiliano Zapata. También se

satisfacía por las aportaciones de cultura popular emitidas por los jóvenes y se completaba

su alegría porque el trabajo académico, a un día de concluir, se había realizado sin una

protesta más, sin una queja.

─ Ya pronto se develará el misterio; ahora es muy tarde, ustedes tienen que levantarse

temprano y no queremos verlos dormidos ni sucios. El curso también se aproxima a su

conclusión. Además, nos faltan aportaciones de ustedes. ¿Quién sigue?

A pesar de la inconformidad por la suspensión de la historia que contaba el asesor, los

instructores se acomodaron en sus sitios del suelo o en las sillas disponibles para escuchar

la participación del Manolo, el profesor que ofreció su relato para la sesión en turno. Éste

era el más tímido de los cursillistas, al grado de que los demás daban por hecho que no

contaría ninguna historia o que, incluso, abandonaría las reuniones una vez que advirtiera el

tono picaresco de los temas. Menudo chasco se llevaron cuando él solicitó ser el siguiente.

─ Es muy simple lo que yo les voy a contar, pero como lo que destaca es el amor, espero

que no se aburran con mi cuento.

“El poetastro del pueblo se enamoró de la Petra y todos los días le escribía sus, dizque

poemas. Al principio de su relación, el poetastro y la Petra, andaban muy tomaditos de las

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manos por todos lados. Hasta decía la gente que qué bonitos se veían estos novios, que tal

para cual, que él tan educado y ella tan alegre, que eran los novios ideales.

La Petra le dijo que sí después de que el poetastro le rogó demasiado. Ella había tenido

varios novios, todos muy diferentes al poetastro: hombres iletrados, rudos trabajadores del

campo o de la fábrica.

El poetastro también trabajaba, porque de hacer versitos no se podía mantener; él

trabajaba en su tienda de abarrotes. Cuando iba a ver a la Petra encargaba el negocio a su

madre y ésta le decía:

─ Pero te vienes pronto porque yo tengo que hacer mis trabajos de la casa.

─ Sí mamá. Nomás le leo sus versos a la Petra y me regreso prontito, prontito.

La Petra se ponía la mano en la boca o la cubría con un pañuelo para que el poetastro no

advirtiera los bostezos de aburrimiento que los poemas provocaban.

─ “Petra hermosa

Bella rosa

Eres la piedra esplendorosa

Del edificio de mi amor”.

─ ¡Aaaaaaaaaaah, qué bonito! ¿Cómo le haces para inventar tantas pen…sadas palabras

poéticas?

─ Tú eres la musa que me inspira, amada mía.

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Un día el poetastro quiso ser atrevido con sus creaciones literarias y se dijo: “Voy a

escribirle a la Petra un poema que le haga entender que ella es mi adoración, pero que

también entienda que la deseo apasionadamente. Así que hubo escrito su poema, encargó la

tienda a su madre y se fue a ver a su novia y le recitó los versos:

─ “Yo te quise llevar blanca

Llevarte blanca a la iglesia.

Yo te quise llevar blanca,

Mas tú te pusiste necia.

Yo te quise llevar…”

─ ¡Alto ahí, poeta! ─la Petra no pertmitió que el poetastro terminara de recitarle su

poema.

─ ¿Qué pasa amada mía? ¿Te ofenden mis versos? Mira, yo sólo quise ser un poeta

romántico-erótico.

─ Entiende esto poeta: ¿Recuerdas que fui novia de Emiliano, de Rigoberto, de

Bonifacio, de David y de otros muchos?

─ Sí, mi amor, pero eso ya no cuenta.

─ ¡Ay, poeta tan inocente! Para mí cuenta mucho, porque tú me diviertes con versitos

ridículos, mientas que ellos, ¡todos ellos!, me cogían.

El poetastro no tuvo más que decir. Desde entonces solamente escribe poemas a las flores

y a las aves”.

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La habitación quedó en silencio por varios segundos hasta que uno de los asistentes lanzó

la pregunta:

─ ¿Eso es todo? ─dijo inconforme, porque esperaba un desenlace diferente.

─ Les dije que es muy simple.

─ Yo les cuento otro ─dijo, poniéndose de pie y sacudiéndose el trasero, otro de los

jóvenes asistentes.

─ Será mañana. Tú empezarás la sesión ─cerró el asesor.

DÉCIMA SESIÓN

Virgilio se preguntaba si no estaría desviando el interés de los maestros rurales del

compromiso pedagógico hacia deseo de acabar con el aburrimiento en las horas de

descanso dentro del hotel. Los observaba realizando actividades didácticas con los

materiales que la Secretaría de Educación Pública les proporcionara para generar ideas del

qué y el cómo facilitar el aprendizaje en las pequeñas comunidades a donde regresarían.

Los muchachos y las señoritas, involucrados en esas tareas, salían de las aulas con el

cansancio propio de los estudios intensivos pero con el entusiasmo reflejado en sus rostros

y en sus comentarios por lo aprendido. “Todo está bien, todo bajo control”, pensó el asesor.

Tuvieron sus espacios de descanso y de alimentación. Esperaron la llegada del momento

de narraciones y, cuando éste hubo llegado, todos tomaron su lugar y le dieron la palabra a

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Pedro, quien solicitó, la noche anterior, ser el que contara un cuento extraído de la gente de

su comunidad. Y, como resultara que este joven desempeñó sus funciones en una escuela

de la periferia de la ciudad, su cuento a ese ambiente hizo referencia.

“Su jefita le dijo que no fuera a aquella colonia tan alejada y tan deplorable, que allá

estaban los de la banda „La quinta chingada‟ que anunciaban en la tele de las más

peligrosas de la ciudad; le dijo que los de esa banda andaban bien perros, que habían dicho

que a cualquier bato que se metiera con las morras de su colonia se lo iba a cargar la

chingada; que no nomás eran cabrones por vivir allá tan lejos del centro de Guadalajara

entre cartones y desperdicios que recogían de los tiraderos; que se llamaban „La quinta

chingada‟ porque también mandaban al otro barrio a quien invadiera sus terrenos. Pero

Lucio se había encaprichado con esa morra el día que „perreó‟ con ella en el casino „Río

Nilo‟, pues cuando le arrimó su enorme culo él se prometió que lo tendría sólo para él.

Su jefecita no estaba de acuerdo en que Lucio se portara tan libertino, por eso rezaba

todos los días a san Judas Tadeo, para que el caso tan difícil que era su hijo, con tantas

parrandas y con tan malas amistades ya cambiara. La señora decía que vivía con el alma en

un hilo, y más desde que él se había aferrado a la idea de que la morra, esa que vive en

barrio tan alejado de la mano de Dios, habría de ser una más de sus conquistas.

─ Lucio, no vayas a ver a esa muchacha. Ella es una descarada que no se respeta a sí

misma. Imagínate si habría de respetarte a ti. Aquí, en la colonia, hay muchachas más

decentes. Hazte una novia aquí, hijo.

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─ Mire jefa, ya sé que aquí hay viejas de a montón, pero las que no se pasan de apretadas

es que ya les soltaron las nalgas a mis compas y a mí. No jefa, de aquí no encuentro morra

que me lata.

─ Pero hijo, aquí no corres riesgos de que te ataquen. Aquí todos te conocen.

─ Jefa, tranquila, yo voy a tronarle los chetos a esa morra aunque tenga que agarrarme a

putazos con los batos de aquel barrio. A mí no hay „Quinta chingada‟ que me detenga

cuando me emputo por una morra.

Y aunque su jefita le rogó y le lloró y se le hincó, no hubo manera de convencer a Lucio:

se fue al barrio más distante del centro de la urbe. Se fue en su bicicleta. Llevaba una

camisa deportiva, unos pantalones vaqueros de mezclilla desteñida, unos tenis de marca

NIKE y una cachucha roja con la visera acomodada hacia la nuca.

La morra lo vio llegar y se metió a su casa porque también miró que los de la banda „La

quinta chingada‟ se aproximaban con palos, piedras y puntas de varilla.

Lucio cayó al piso violentamente cuando uno de los de la banda lo alcanzó y pateó la

llanta trasera de la bicicleta. El temerario estuvo a punto de sacar la pistola que traía metida

entre el pantalón y las nalgas, pero una lluvia de piedras lo desarmó dejándolo sin

posibilidad de defenderse. Los pandilleros arremetieron sobre el caído con palos y con

varillas destrozándole las carnes y cambiando los colores claros de su ropa en rojo intenso

por la sangre que brotaba de cada herida.

─ ¡Perros hijos de su puta madre, montoneros!

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Más golpes y patadas caían en las costillas, en los genitales y en el rostro. Ya estaba

Lucio sin sentido cuando el que traía la varilla puntiaguda le perforó el pecho, justamente

en la tetilla izquierda. Ya no salió ninguna voz de su boca; lo que sí salía era un chorro

incontenible de sangre por el agujero que le produjo la punta metálica.

Cuando su jefita pudo recoger el cuerpo también le regresaron las ensangrentadas ropas

en una bolsa, pero no le entregaron los tenis NIKE ni la bicicleta. No la vimos llorar en el

velorio que se llevó a cabo en el domicilio de la dolida familia. Lo que sí oímos fue su

última regañada:

─ ¡Yo te lo dije, pendejo, pero ahí vas a buscar tu fortuna. Cabrón, andabas queriendo

coger en otros lados, como si en esta colonia no abundaran las putas…Ya chingaste a tu

madre!”

Nadie quiso quedarse sin decir su anécdota. La que Carmela contó también tuvo su

gracia. Y dijo que era un hecho real.

“La casa de Serafina es, literalmente, un aviario. Es una casa antigua, de provincia, muy

similar a las viejas casonas de la España de siglos anteriores. El corredor está lleno de

jaulas y de trinos, y en los patios y en los corrales se desplazan aves exóticas, que en el

pueblo a nadie se le hubiera ocurrido adquirir, por lo costoso del animal y por lo

complicado de la alimentación para las especies raras.

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Anselmo llegó temprano a escuchar los trinos de los jilgueros, de los clarines y de los

otros pájaros que no sabía distinguir. Sin embargo él no iba a deleitarse con música de aves;

él fue llamado por Serafina para que le acondicionara una parte del enorme corral a fin de

dedicarlo a un par de avestruces que estaban a unos días de venirle a entregar.

─ Mira, Anselmo, desde esta pared hasta aquella otra quiero que me hagas un muro que

divida la parte de los avestruces con el jardín de los pavorreales. Tú eres bueno en tu

trabajo, así es que no necesito decirte de cómo deben ser los comederos y los bebederos.

Acuérdate que los avestruces son grandotes; piensa cómo vas a hacer las cosas.

─ ¡Ah qué Serafina!, ¿por qué le gustan los pájaros tan grandes?

─ También me gustan los pájaros chiquitos. ¿No te fijaste en los canarios y en los

cardenales?

─ Pos yo ni los conozco, doña.

─ No me digas doña, nos conocemos desde hace mucho tiempo.

Anselmo pegaba ladrillo tras ladrillo y chiflaba melodías campiranas mientras avanzaba

la construcción; suspendía la musicalidad cuando Serafina salía para alimentar a sus aves.

Entonces era la música de ella la que llenaba los espacios del corral y de los corredores.

Anselmo respetaba el „quichi, quichi, quichi‟ con que la solterona llamaba a los pavorreales

y a las grullas.

─ No dejes de chiflar, Chemo, se oye muy bonito. Es más, si te las sabes cantadas,

cántalas.

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─ Si Usté lo manda yo obedezco, Serafina. Lo que no quiero es que se espanten sus

animales.

─ ¡Qué se van a espantar, si ya te oí cantar El muchacho alegre. Tú no le pides nada a mis

ruiseñores.

Los días pasaron y las instalaciones para recibir a los enormes pájaros quedaron a la

perfección. Si hasta el alambrado de malla ciclónica quedó a gusto de la dueña de la casota

llena de plumas y de trinos. Serafina entregó la remuneración monetaria al albañil y al

depositar el pago se aferró a las callosas manos para hacer más evidente el agradecimiento.

¡No lo hubiera hecho!, porque el contacto de finos dedos con manos ásperas produjo un

sentimiento incontrolable en ambos.

─ Serafina, tengo un pajarito que a Usté le hace falta. Si Usté quiere se lo doy.

─ Sí lo quiero, pero tendrás que acondicionarle la jaula.

El albañil llegó muy tarde a su casa pretextando que se le complicó la instalación de la

puerta del corral. Ese no fue el último día de trabajo, pues siguió asistiendo a desempeñar

labores diferentes en el aviario particular de Serafina. Su trabajo se prolongó por mucho

tiempo ya que surgían detalles día con día.

Por las noches se reunían los amigos en la cantina del pueblo a comentar los sucesos

cotidianos.

─ Esa Serafinita, tiene todos los pájaros del mundo, menos el que le hace falta.

─ Sí, verdá ─dijo Anselmo”.

90
Continuando su narración, Virgilio paseaba la mirada por todos y cada uno de los que

decidieron pertenecer a esa dinámica para matar el tedio y los deseos de vagabundear por

lugares que ofrecían poca seguridad. Se dio cuenta que había interés por todo lo que se

extrae de convivir con los habitantes de las rancherías, así como por las emociones que él

les estaba trasmitiendo con sus cuentos zapatistas. Sentía que agregaba un logro extra al

que la institución esperaba de su desempeño. A veces contaba sentado frente a todos, a

veces caminaba mientras fluía su historia. De pronto le ponía más énfasis o más pausas a

sus oraciones y atrapaba el interés de los educadores

Convencido de que su acción fue positiva, continuó con su historia.

─ Aquí estoy, General, con vergüenza por lo que hago, pero con todo el deseo de hacerlo

una y mil veces. ¡No, General! No prenda las luces. Deje el quinqué como está. Déjeme

seguir en el misterio. Permítame seguir anónima siempre. Yo estaré para usted cada que las

ganas de mi presencia le lleguen. Déjeme ser anónima.

─ ¿Eres fea?

─ Creo que no, General.

─ Entonces déjame verte.

─ Ahora no, General. Ahora estoy desnuda, ahora venga conmigo. Tal vez otro día me

atreva a mostrarme para que sepa quién soy. Ahora déjeme gozarlo y déjeme hacerlo feliz.

¡Quiero hacerlo feliz!

91
─ Tu cuerpo, mujer misteriosa, tu cuerpo lo siento bonito, sedoso. Me lo dicen mis manos

tan rudas: tus pechos son duros y son duras tus nalgas; son grandes tus bultos de arriba y

tus bultos de debajo de tu espalda son duros. Me quitas el aire mujer misteriosa. Yo no

quiero imaginarte, quiero encender el quinqué para verte y gozarte mejor.

La enamorada quiso dejarlo hacer, pero lo detuvo al decirle:

─ Quédese así, General, que su cuerpo recupere el aliento. Usted manda y yo obedezco.

Yo misma prenderé la luz ─el quinqué iluminó la habitación.

─ ¡Usted! ─se sorprendió el General, quien parecía no sorprenderse nunca─. La mujer

de…

─ No lo mencione, por favor. Él no sabe que yo sí fui a la escuela.

Nadie más lo supo, ni las mujeres que estaban recluidas en un rincón de la hacienda

esperando y rezando para que sus hombres aguantaran la nocturna tarea de escavar una

zanja honda en aquél duro terreno. Ninguna advirtió que no estaban todas.

Nadie más lo supo. No lo supieron los hombres que, entre el disgusto por una tarea

inesperada y las mentadas de madre porque se golpeaban con las piedras o con las

herramientas, se dedicaban a cumplir las órdenes del jefe. Lo habrían hecho aunque no

tuvieran la permanente vigilancia del sargento. No lo supieron porque la obediencia a la

voz del General nadie se oponía.

─El General nos ordenó cavar para hacer la trinchera; que no le paráramos en toda la

noche, nos dijo. Dijo que yo vigile a los soldados para que no se duerman antes de haber

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terminado la zanja. ¡Está bien larga la cabrona! A ver si no se me desmayan estos amigos o

a ver si no se me alborotan y quieren echarme pleito porque los estoy vigilando, porque yo

no agarré los picos y las palas. Pero órdenes son órdenes; a mí me pusieron a ver y a ellos, a

escarbar bien hondo alrededor de la hacienda. ¡Qué trazas del General! ¡Cómo se le ocurre!

Si siempre nos hemos defendido bien desde los muros y en las laderas y desde atrás de las

piedras… todos han de creer que yo no me canso, pero eso de estar dando vueltas y más

vueltas viendo como cada carajo haga su trabajo es de lo más cansado que he hecho en mi

vida. Y luego, como que se me debilitan las corvas y me ponen en peligro de caer

desmayado. Ya hasta me mentaron la madre como si yo fuera el que los tengo a pique y

pique y a palada y palada.

─ Habrías de venirte tú también a chingarle.

Me dicen cada cosa como si yo fuera el que manda. No; si pa mandar sólo el General. Yo

apenas soy sargento, si le cumplo al jefe con el encargo de la misteriosa, pos… me sube de

cargo. ¡Pero eso es si la encuentro!, de otro modo no pasaré de sargento en toda la refriega.

¿Cuánto irá a durar esta madre? Yo no quisiera que mi vieja fuera a parir a mis hijos

andando en estas chingas. Ella, de algún modo se ajusta a los trabajos que pasamos, igual

que las viejas de mis compañeros. ¡Pobrecitas! Cargando niños que les nacieron en estos

campos, cargando cosas que hay que llevar de aquí para allá. Y las panzonas que apenas

dan paso y que tienen que moverse rapidito cuando nos vamos de un lado para otro. Yo ya

quisiera que acabaran estos pleitos aunque no agarre más grados militares. Lo que yo sueño

es que mi vieja tenga su casita y me dé hijitos que nos alegren la vida. ¡Pobre mujer!, allá

esperándome acostada en el duro suelo. Ya mero acaban los soldados de escarbar la

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trinchera. A ver si de cansados que están no los agarra el gobierno todos apendejados y

adormilados. ¡Lo que se hace por una causa! Yo también estoy que me carga la chingada.

─ A ver mi sargento, no es por faltarle al respeto, pero todos estamos que nos lleva la

pelona de tan cansados porque esta cabrona zanja, además de estar muy honda tiene tramos

muy duros y con unas pinches piedrotas que, cómo se le ocurre que en una noche puédamos

hacerla. Usté muy a gusto, nomás vigilándonos y pasiándose de un lado pa otro. Yo ya no

aguanto esta cintura que me duele un chingo. Había de calarle Usté a picar y a echar

paladas. No nomás nos esté viendo.

─ Mire, soldado, a Usté le tocó escarbar y a mí, vigilar. Y si viera qué facilito es no tener

permiso de sentarse ni un ratito a andar a la vuelta y vuelta. Fácil que está la chamba pa mí.

¡Claro! Y a Usté se le ocurre que yo me ponga a picar; sí, soldado, si me pongo a picar va a

ser a picarle el culo. Ya no se haga pendejo y sígale chingando. ¡Ah!, si tiene algo que

reclamar, vaya a reclamarle al General, él dio la orden. ¡Órale, vaya!

─ Perdone, sargento, no vuelve a ocurrir.

La reunión estaba en el entusiasmo total cuando uno de los jóvenes le preguntó a

Virgilio:

─ Maestro, tengo otra historia que me platicaron, ¿puedo contarla antes de que usted

continúe con es asunto de Zapata?

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─ Me gustaría mucho que todos agregaran más narraciones, pero la verdad es que esta es

la última sesión. Si ustedes quieren cuentan sus historias y yo dejo la mía, porque ya no

habrá más tiempo.

─ ¡No, no! ─protestaron, al unísono, varias voces─. Continúe, maestro.

Y continuó la historia no contada en los libros de escuela. Ya todos esperaban el final de

la noche del General y la misteriosa. Tarde se les hacía para escuchar a los reunidos en el

cuarto de hotel elegido. Todos aguzaban sus oídos y sus mentes.

─ Antes de darles la conclusión de esta historia de las cartas ─dijo el maestro narrador─,

quiero decirles que otras mujeres se le insinuaban a don Emiliano, aún sabiendo que tenía

sus compromisos familiares. Pongan toda su atención a esta confesión que el mismo Zapata

le hizo a uno de sus subordinados y que éste le contó a uno de sus nietos y que el nieto, ya

siendo viejo, me lo contó a mí. Pueden, ustedes, creerlo o no, al fin que nadie les hará

examen de lo aprendido en estas sesiones.

─Yo estaba con Inesita, mi fiel esposa, habíamos terminado de comer y me senté en el

corredor, junto al montón de mazorcas de maíz. Me estaba fumando un cigarrito para luego

ponerme a desgranar. Era un sábado y los niños estaban en la doctrina. Le dije a mi mujer:

─ Mira, Inés, si me apuro o si me ayudas, este maíz estará desgranado para antes de que

se meta el sol.

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─ Pues sí te ayudo, como siempre lo he hecho. Pero primero acabo con el quehacer de la

cocina. Tú no te esperes, empieza la desgranada, si no, no vas a acabar hasta el año que

entra cuando se te junten las cosechas.

─ ¡Ah, qué vieja tan ocurrente! Eso lo dices para que yo solo haga el trabajo.

Inesita levantó los hombros y se metió a la cocina. Yo nomás escuchaba el ruido de los

platos y de los jarros que entraban y salían del balde del agua donde mi esposa los estaba

lavando. En eso oí que llegaban los hijos; traían una escandalera que me figuré que no eran

los míos. Inés también los oyó y salió para recibirlos y pedirles que se acercaran a comer.

─ No vienen solos ─dijo mi señora─. Tenía que venir esa vieja con ellos.

─ ¡Cálmate, mujer! No tienes por qué hablar así.

─ Es que no la soporto. ¡Como si no supieras por qué!

─ Vendrá por algún asunto de la doctrina de los niños. Se habrán portado mal.

─ No creo que se porten más mal que ella.

─ Mira, llévate a los niños para que les des de comer; yo mientras veo qué se le ofrece.

Muy de mala gana me obedeció mi Inesita: metió a los niños a la cocina. Yo le pedí a la

Lupe que me contara su asunto.

─ Con mucho respeto, don Emiliano, quiero mostrarle el catecismo que están estudiando

sus hijos.

Me mostró un librito que del Padre Ripalda y me enseñó unas hojas con preguntas y con

respuestas y me dijo:
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─ De aquí a aquí ─señaló unas páginas─, son las preguntas que se tienen que aprender de

memoria, la verdad es que están muy atrasados y ya pronto será el examen.

La Lupe me enseñaba el librito y al acercarse me enseñaba los pechos. Es que su vestido

estaba muy escotado.

─ Mire, estas dos preguntas les cuestan mucho trabajo. Le voy a pedir que se las repita

todas las veces que sea necesario.

Inés estaba recargada en la puerta de la cocina mirándonos con unos ojos muy enojados.

La Lupe seguía diciéndome de las preguntas y arrimándome sus senos. Yo le dije:

─ Yo creo que Inés se encargará de eso. Poco faltó para que mi señora me hiciera quedar

mal perdiéndome el respeto con unas palabrotas. Gracias a Dios se aguantó las ganas de

pelearme.

La mera verdad es que la Lupe tiene su fama de andar de puta, y hasta se ha dicho que

puteaba conmigo, ¡pero no! Yo creo que conmigo no se anima porque sabe que yo jamás la

tomaría en serio. ¡No, conmigo no ha puteado la Lupe! De todos modos entiendo el enojo

de Inés.

─ Mire señor, quiero dejarle bien claro… ─insistió la Lupe.

─ Todo está claro ─cortó tajante mi esposa─. Ya se puede ir.

La Lupe no necesitó de más discurso y se retiró de la casa.

─ No tenías por qué ser tan grosera ─reprendí a Inés.

─ ¡Méndiga vieja! Le da la carne al diablo y le ofrece los huesos a Dios.

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Las muchachas y los muchachos, que ya abandonarían al día siguiente las instalaciones

de aquel hotel, esperaban ansiosos la conclusión del enredo de la misteriosa y el General:

La trinchera quedó terminada, los montones de tierra completaron el resguardo de la

gente del General Emiliano Zapata. Los agotados revolucionarios se quedaron dormidos en

el fondo de la zanja, tirados junto a sus herramientas de trabajo. Ahí quedaron hasta

recuperarse del esfuerzo realizado. El sargento, más cansado que nadie por haber recorrido

en vigilancia toda la noche, se presentó con don Emiliano para dar el reporte de los

trabajos.

─ Se ha ganado el ascenso, sargento. Sus compromisos aumentaron.

Todos los asistentes se preguntaban, unos a otros y también al asesor:

─ ¿Qué pasó después? ¿Fueron amantes de una noche, solamente? ¿Permaneció anónima

la mujer?

─ ¡Calma, muchachos! Con el General había que andarse con cuidado y hacer las cosas

como a él le gustaban. Fue de muchos amores; desconozco si escuchó sus voces. Lo que sí

sé es que sus mujeres lo apercibían de que tuviera cuidado en sus relaciones con otros

personajes de la revolución. Así pasó el día en que lo mataron a traición en Chinameca.

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─ ¿Qué hace este montón de viejas en mi camino? Yo las dejé en sus casas y en sus

casas debieran estar. Burlaron la vigilancia de mi cuartel. ¿Por qué tienen esas caras de

amargura? Nunca han sido tan entrometidas en mis asuntos. ¿Quién las trajo a mi camino?

Una mujer se pegó a la pierna del General. El se la sacudía con rudeza para que lo soltara

y poder avanzar hasta la hacienda donde se habría de entrevistar con Jesús Guajardo, el

hombre que no era de sus ideas, el hombre que dijo que si se aliaban pondrían fin a tanto

derramamiento de sangre, el hombre que dijo que su alianza daría frutos para el bien de la

causa.

Emiliano no estaba convencido de la oferta del coronel, el hombre de Pablo González, el

hombre de Venustiano Carranza. Sin embargo, tenía una esperanza: el pueblo al que él

representaba, tendría, por fin, justicia para sus demandas. Emiliano no era hombre de

traiciones, Emiliano era hombre de buena fe.

─ ¡No vayas a Chinameca, Emiliano, ese hombre no tiene tus ideales. General, siga con

su lucha. Emiliano no vayas!

─ ¡Suéltame, Inés! Di mi palabra de que me entrevistaría con el coronel y mi palabra

vale. Voy a la hacienda. ¡Suéltame, mujer, obedéceme!

La mujer caminaba a grandes zancadas para ir al parejo del caballo que montaba Zapata.

Las piernas le dolían por el esfuerzo tan grande que hacía al tratar de convencer a su

hombre de que tuviera precaución.

─ ¡No sea terco, General! ─le dijo otra─. Usté puede solo, sin ayuda de hombres que no

son de su pueblo. ¿Para qué quiere aliarse con la gente contraria? A mí no me da buena

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espina esta propuesta que le hace el coronel. Luche aquí, General, luche con nosotros y por

nosotros.

─ La terca eres tú, Josefa, que no entiendes que para que una causa llegue a lograrse, hay

que hacer arreglos hasta con gente que parece del bando enemigo. Hay personas que

piensan y cambian. Regrésate a tus quehaceres, Josefa. Vete a estar al pendiente de tus

cosas.

Siete mujeres le gritaban desde las piedras de la cerca cuando lo miraron pasar decidido a

enfrentarse a un posible enemigo, cuando decidió correr el riego porque en su mente estaba,

en primer lugar, darles a los campesinos la tierra y la educación por las que él luchaba.

─ ¡No vayas, Emiliano! ¡No vayas, Emiliano! ¡No vayas Emiliano! ¡No vayas Emiliano!

¡No vayas Emiliano! ¡No vayas Emiliano! ¡No vayas Emiliano!

Nueve mujeres le gritaron con la angustia y las malas corazonadas en sus rostros:

─ ¡No vayas a Chinameca, Emiliano!

─ ¡Ah, qué viejas tan argüenderas, regrésense a sus casas! El destino ha de cumplirse. Yo

voy tras mi destino.

Después de Chinameca, sólo quedaron nueve mujeres viudas con nombres reconocidos.

Antes de que el curso para los maestros rurales llegara a su fin, antes de que los

muchachos regresaran a sus lugares de origen, a sus hogares, antes de que se integraran a

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los espacios remotos de la sierra, de la costa o de otros espacios, Virgilio les ofreció la

conclusión de su historia.

─La misteriosa seguirá anónima para ustedes, queridos profesores. Otras mujeres

tuvieron nombre; ésta fue anónima por deseo propio y, por respeto para ella seguirá en la

sombra su nombre, como también es anónimo el esposo. Pretender saber más de ella es un

morbo que este narrador no está dispuesto a satisfacerles. Mejor les digo lo que ella misma

contó de las consecuencias de su amor oculto.

Después de la traición de Guajardo, después de que el General estuvo ahí, tendido, con

los orificios que las balas le hicieron, con la enorme mancha de sangre en su camisa,

después de que nos arrimamos a que nos hicieran un retrato junto al cuerpo del amado

General, los dolores del parto me empezaron a dar, primero de a poquito y luego más y más

fuertes.

─ ¡Ándale, Adelaida, ayúdame a moverme para otro lado! Se me hace que la criatura ya

está por salir. Que alguien busque al teniente, que le digan que su hijo ya está por nacer,

que se apure. ¡Ojalá pueda dejar de hacer lo que está haciendo! Pero si él no viene,

ayúdame tú, Adelaida, haz que mi criatura nazca bien. Le cortas la tripa y me arrimas a la

criatura, para darle su chichi.

─ ¡Ya viene, ya viene! Haz más fuerza, pújale más. Ayuda pa que salga. Falta poco. El

teniente no viene, ha de estar ocupado organizándose porque no sabemos a quién nos

vamos a juntar pa seguir en la lucha o si ya le paramos y nos escondemos en algún cerro pa

que no nos agarren los hombres de Carranza. ¡Ya viene la cabeza! El teniente ya viene, se

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está apiando del caballo. Se ve nervioso, viene dando zancadas. ¡Ya nació el niño! Es un

hombre. Aquí no fume, teniente, termínese su cigarro allá afuera, o tírelo.

─ Es un hombre, es un macho. Gracias, mujer. Esto es lo mejor que has hecho por mí.

¡Qué muchachote! Es más prietito que tú y que yo y tiene muchas greñas bien prietas. ¡Qué

lástima que ya no pueda verlo el General! De seguro que él habría sido su padrino. Porque

don Emiliano nos quería mucho. ¡No se hubiera negado a ser mi compadre! Ya me lo

imagino cuando lo abrazara como si fuera su propio hijo; si hasta se parece un poquito a él.

¡Maldito seas Jesús Guajardo!

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Se terminó de editar en los talleres de ______________

el ______ del ______del 2019

con un tiraje de ____________ más reposiciones

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