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EL ÚLTIMO VIAJE

Le agradaba bajar por las escaleras, tal vez por esa manía de ir contando los
peldaños en una cuenta atrás que le divertía, como por tonificar los músculos de las piernas.
Alrededor, nadie de sus colegas o alumnos lo notaba, apenas si la ubicaban como aquella
reemplazante que vino a cubrir una licencia maternal en la biblioteca, ésa que era poco
sociable y retraída, a menudo ordenando repisas en silencio, lacónica en su hablar para la
diaria entrega y recepción de libros. Con todo no pasaba inadvertida, si bien ya superaba los
cuarenta años su cuerpo esbelto, su notoria cabellera rubia trenzada con un toque retro,
resaltando sus ojos verdes la hacían parecer más joven, tanto que su presencia encandilaba
aún a los estudiantes de cursos superiores. En los tres meses que llevaba en el cargo
contadas veces compartió una charla en el casino con algún profesor, éstos intrigados por
galantear a esa mujer, “la alemana” como se referían a ella entre pasillos, desistían al
encontrarse con un muro infranqueable, no que fuera descortés o huraña, simplemente
eludía cualquier avance con tanto estilo que los desarmaba. Pese a que siempre trabajaba en
el turno vespertino, no aceptaba los ofrecimientos de llevarla al centro de Puerto Montt,
invariable, agradecía la consideración indicando que tomaría un taxi de los que circulaban
desde un terminal próximo, salvo cuando llovía la recogía un muchacho rubicundo, alto y
grueso como un oso, en un jeep azul, el cual ella señalaba como su hermano. De lunes a
jueves se quedaba en una pensión, en tanto, el fin de semana regresaba a su casa en algún
punto indeterminado de la ruta que bordeaba el lago Llanquihue hacia Ensenada.
Esa jornada le dieron permiso para salir una hora antes, lo desestimó puntualizando
que cumpliría con sus deberes hasta el final del turno. Lapso que aprovechó para borrar del
sistema todo su historial y archivos personales del equipo que tenía asignado, incluyendo el
bloqueo intencional de su clave de acceso. A continuación, sacó un espejo y repasó su
maquillaje, arrojó todas sus cosas en un bolso, antes de cerrarlo cogió del fondo un sobre,
lo abrió para palpar en su interior una cuerda de guitarra, un encargo que debía tener
presente, con cuidado lo devolvió para dejarlo al alcance su mano.
Transitó por el vestíbulo principal, el reloj mural le devolvió las 23:02, a un costado
sobre el mostrador de la recepción abrió el libro de asistencia y firmó la salida, al cerrarlo
llamó la atención del guardia, un hombre mayor que sacudiéndose de su letargo, le dijo:
-Hasta el lunes señorita Elizabeth, que le vaya bien.
-Buenas noches, será un hasta siempre don Rigo, ya terminé contrato con la U.
-Un gusto entonces- concluyó y tras mirarla en silencio le advirtió:
- Cuídese mucho que de noche sale gente mala.
-Lo tendré en cuenta, no se preocupe me sé cuidar muy bien, buenas noches y
gracias por todo- terminó cuando empujaba la puerta de vidrio y el aire frío del mar le
refrescaba el rostro. Se ajustó la bufanda y subió el cierre de su chaqueta, tras unos pasos en
pos de la calle, apoyó alternativamente sus pies en un escaño de hormigón para repasar los
broches de sus botas, asunto nimio lo sabía, pero era la excusa para vigilar si algún
inoportuno le seguía y por demás verificar la funda donde ocultaba un discreto puñal, uno
que portaba desde adolescente cuando su oma Clarita le enseñó a defenderse producto de
aquella vez en que, un par de conscriptos, intentaron abusarla en un bosque en las
inmediaciones de la parcela donde vivía en Ensenada.
Recordaba vívidamente como se sentía desfallecer ante el forcejeo de sus agresores
cuando un disparo retumbó en sus oídos, sobre una peña la corajuda abuela apuntaba su
escopeta al tiempo que gritaba con su acento alemán - ¡Próximo no falla! Asustados
arrancaron, primero a gatas y luego, incorporándose uno de ellos, se volvió levantando el
brazo, gesto que, la anciana creyó, se asemejaba al saludo nazi, percutiendo nuevamente el
arma, el disparo quebró el gancho de un árbol, la mujer gritó: Verdammt kleine soldaten!
(¡Malditos soldados!) al tiempo que la gruesa rama golpeaba en los lomos de los
uniformados, quienes al segundo ya corrían hacia campo abierto. La quinceañera Elizabeth
llorando, ya en la vertical, se afanaba por ordenar sus maltrechas ropas, la anciana se allegó
con ella y la abrazó en silencio. Fue el abrazo más amoroso de su vida, sintió que volvía a
la vida y se desahogó entre sollozos.
-Oma, oma me sorprendieron, yo no sabía.
-Calla no dar explicaciones-le interrumpió acariciando su cabeza y tras un suspiro
tomándola por los hombros continuó.
-Escucha Elizabeth, la vida ser dura, un camino largo, muchos sufrimientos y pocas
alegrías, esto no tanto como parece, no tanto como parece- repitió aquietando sus ojos
azules en los de la muchacha.
- Te harás fuerte y aprenderás a ser valiente, luchadora… ¡luchadora como tu oma!
-dicho esto la estrechó y agregó:
-Andando, levanta cabeza, yo te enseñaré.
De ahí en adelante creció adquiriendo seguridad en sí misma y destreza física; su
vida fue dura a veces, nada a lo que no pudiese hacer frente, sin embargo, lo que padeció su
abuela en la guerra era por lejos peor; tanto que se preguntaba si, todo lo que le fue
relatando, podía volver a ocurrir, si el odio, la injusticia, la violencia y la maldad humana
que se entronaron en Alemania y Europa, podrían incubarse aún a miles de kilómetros, y
décadas después, en este rincón perdido de Sudamérica.
Prosiguió en dirección al paradero. Los alumnos de los cursos vespertinos tardarían
en salir hasta media hora más, por lo que avanzó aliviada por la acera vacía, mientras
menos gente mejor, así le sería más fácil conseguir el taxi. Una tras otra, las pozas que la
lluvia había dejado por la tarde, se desdibujaban bajo sus pisadas, no las eludía amaba que,
de alguna manera, su existencia se conectara con la naturaleza, sentir el aire gélido del sur,
correr, como en su niñez, por la rivera del lago resistiendo feliz una granizada para llegar a
quitarse la ropa mojada junto al calor maternal de la chimenea; nadie la regañaba por eso
pese a que, años antes, su madre había fallecido de neumonía, su oma siempre evitó
sobreprotegerla, lo mismo que el opa Manfred a quien, lo único que le aplacaba en su
tristeza por la muerte de su hija, era leerle libros a la nieta como también esmerarse en
llevarla de paseos a ver el mar.
La isla Tenglo apenas se figuraba en el horizonte, salpicada de escasas luces que
titilaban entre la nubosidad imperante. Todavía se preguntaba si podía ser tan inmensa
distante sólo a medio kilómetro de la costanera –Y eso que no has visto aún la Isla Grande
de Chiloé- le comentaba risueño el abuelo mientras jugaba a contar cuántas toninas
escoltaban la embarcación; por ese mismo estrecho navegaron tantos domingos y esa
noche, los lanchones atracados en el muelle, le parecieron frágiles cascarones de nuez
zarandeados por la marejada.
Cuando estuvo próxima al Estadio Chinquihue se detuvo para cruzar, un taxi
disminuyendo la marcha le tocó la bocina, ella escudriñó el rostro del conductor y negó
bajando la cabeza, en el momento en que el vehículo la superó apuró los pasos sobre las
franjas del paso peatonal. Guarnecida bajo el alero del paradero comprobó los mensajes en
su celular; se hizo silencio, la avenida quedó desierta, de pronto sobrevino una leve brisa
impropia para ese paisaje. Algo desconcertada repasó con la vista de un extremo al otro,
cerciorándose de la normalidad de su rutina retomó el celular y respondió los mensajes.
El viento recuperó su habitual intensidad en la previa al frente de mal tiempo. Por la
avenida rodaba lento un taxi, lo conducía un hombre que seguía, con simétricas
oscilaciones de su cabeza, el ritmo marcial de una pieza clásica. El interior mantenía el
aroma cítrico de la silicona recién aplicada, si bien no era un vehículo moderno lucía
impecable, Augusto Gruhlke se esmeraba en la limpieza, por la tarde lo había aspirado
meticulosamente, un niño consentido de su madre, en un viaje anterior, comiendo galletas
le fastidió con un desparramo de migas y más le irritó la complacencia la mujer que
indiferente parloteaba al fono. Evocar el incidente le hizo tomar un paño amarillo, que, con
un doblez perfecto, mantenía en una gaveta tras la palanca de cambios; repasó los
contornos del panel y el círculo del volante “chilenos tenían que ser” pensó mientras se
untaba las manos con alcohol gel.
Procedente de Osorno trabajaba alternando con un negocio familiar que desde hace
unos meses venía en crisis. Correspondía a un hostal en Puerto Montt que administraba su
hermana mayor y donde él se encargaba de las reparaciones dada su experiencia en
construcción. Si bien las ganancias no eran de su entera satisfacción, lo compensaba tener
la libertad de salir con el taxi, salir de patrulla como a él le gustaba precisar. Sin embargo,
lo que más valoraba era tener los fines de semana a su disposición el amplio subterráneo de
la casona para reunirse con sus camaradas de la fraternidad que presidía, la Mutual
Germánica o la Süddeutsch como en privado le llamaban. Esa noche de viernes acabaría
con un pasajero más para luego sumarse a la tertulia.
En su recorrido alcanzó las instalaciones de la planta conservera, el turno de tarde
allí terminaba a la medianoche, no obstante, ya sabía que ahí no había clientela, los
operarios preferían esperar el último bus, excepcionalmente alguno lo abordaba y para su
disgusto tenía que tolerar el olor a harina de pescado que, según él, exudaban sus ropas. El
sacrificio valía la pena ya que los viajes eran largos y los hacía pagar una tarifa más
elevada. Prosiguió hacia el oriente unos doscientos metros, la siguiente parada era frente a
la universidad; ése era su preferida, mejor nivel de clientes y viajes a destinos más seguros;
a diario esperaba pasadas las 11 pm la salida de funcionarios, profesores o alumnos, a
varios de ellos ya les era familiar. Redujo su avance, tomó una lata y roció desodorante
ambiental, convencido que el olor de la faena pesquera se filtraba dentro. La imagen de sus
amigos degustando cerveza y embutidos a esa misma hora lo tentó a desistir y sin más volar
a la fraternidad, pero la silueta de una mujer vestida de negro lo reenfocó en su tarea, era
innegable que le seducía la posibilidad de llevarla pues se trataba de alguien como él, “ein
perfekter deutscher nachkomme” (una perfecta descendiente de alemanes) pensó satisfecho.
-Buenas noches, señorita Elizabeth- saludó mientras la pasajera abordaba. Ya eran
varias las vueltas en el último tiempo en que, alrededor de la misma hora, le hacía la
parada; el destino siempre era la pensión de calle Egaña, que por extraña coincidencia
quedaba en frente del hostal, localización más que favorable para prontamente sumarse a la
junta semanal y para ejercitar su afición de sumar adherentes para la Süddeutsch.
-Buenas noches don Augusto.
- ¿De vuelta a la pensión como siempre? - indagó sin demasiado interés suponiendo
la obvia respuesta mas ella, fijando la mirada en el retrovisor, respondió:
-No, hoy no, a Puerto Varas, calle Colón, entrando por San Francisco- recitó con
acentuada modulación, tono que molestó al hombre en parte, por el retraso de sus planes y
por esa dureza que no le cuadraba con la suavidad de viajes previos. “Seguro le afloró su
carácter teutón, ya me parecía demasiado extrovertida” pensó.
Elizabeth, una vez acomodada en el asiento trasero, mantuvo discretamente el
celular sobre su muslo y envió una nueva confirmación. Repasó el interior y acabó
fijándose en la credencial de línea que el tipo portaba arriba del panel: “Augusto Gruhlke
confirmado” digitó el siguiente mensaje. En la fotografía de la credencial le parecía con una
expresión más severa en contraste con la cordialidad a la que se había acostumbrado. En el
claro oscuro intermitente que repartían los focos de la avenida lo halló con su camisa
escocesa en negro y rojo, pantalón cargo color caqui, de afeitada pulcra y corte militar para
un cabello entrecano y rubio. Sus ojos celestes por el retrovisor la sorprendieron
examinándolo.
- ¿Y tiene familiares por allá?
- ¿Perdón? - dijo como fingiéndose absorta en sus pensamientos.
-Allá en Puerto Varas, si tiene familiares-clarificó. Dudó en responder, pero optó
por no contradecir la amabilidad exhibida anteriormente; fabricando una sonrisa respondió:
-Claro, unos tíos y primos, ya se imagina una gran reunión familiar entorno calor de
la estufa, el mate…-se contuvo recriminándose por hablar en exceso bien sabía que eso
denotaba nerviosismo incluso debilidad.
-Bien tarde se reúne la familia ¿no cree? - le lanzó con ese tono inquisitivo que ya
conocía y alertaba entrar en zona de riesgo. Optó por relativizar y con un dejo de
suficiencia replicó:
- Usted ya sabe, cada familia un mundo aparte ¿no?
-Cierto, toda la razón- comentó a la vez que examinaba en detalle el cambio de
luces del semáforo donde se hallaban esperando para cruzar una pareja de haitianos, los
miró con un gesto de repulsa y volvió a frotar con el paño los recovecos del tablero de
luces. Elizabeth siguió el deambular de ese obsesivo gesto moviendo la cabeza como quien
da una respuesta afirmativa.
-La entiendo, yo me junto con unos amigos tarde los viernes, de hecho, luego de
dejarla me regresaré para unírmeles- admitió haciendo una pausa para maniobrar por la
avenida Angelmó a la altura de la capitanía de puerto.
-Somos todos descendientes de alemanes, lo mejor ¿no cree? -espetó volteando un
momento como para cerciorarse que le respondiese.
- Qué bien, nada mejor que tener amigos con tanto en común- comentó reparando
en la tapa de un libro que el hombre portaba entre los asientos delanteros. “Mengele, el
ángel de la muerte” leyó para sí, “curioso, bueno era de suponer” pensó.
-Usted debe ser también de la colonia alemana ¿o me equivoco? - inquirió
sacándola de sus cavilaciones.
-Sí, así es- respondió calmada procurando no dar señas de inquietud o nervios, ya
que estaban por tomar la 5 Sur y ya no había vuelta atrás.
- Ya lo sospechaba. ¿Primera o segunda generación? –
-Mi abuela fue quien emigró de Alemania y se radicó en estas tierras- respondió ya
sin exhibir interés; le fastidiaba que cada frase la rematara con otra pregunta provocadora,
cualquier alemán en el sur de Chile acostumbraba a ser muy reservado al referirse al pasado
de su familia.
-Y su abuela ¿se vino antes o después de la guerra? - insistió, Elizabeth ya percibía
el rumbo que se empeñaba en darle la conversación. Se tomó unos segundos, inspirando se
decantó por darle todo el espacio para que se explayara alimentando su ego, tal como lo
aprendió, aquello lo disuadiría de alimentar sospechas.
- Después, a fines de 1945, se vino buscando paz y seguridad ya no quería vivir con
miedos-le lanzó mirándolo sin pestañar en el reflejo del retrovisor, sin darle tiempo de
alternar continuó:
- La guerra marcó a toda esa generación para bien o para mal, ¿no cree?
-Lo más probable, lo que importa es aprender de los errores y trabajar para que
Alemania vuelva a ser grande- reflexionó y pese a que la oscuridad de la carretera les
blindaba un tanto las expresiones, las luces de un camión en sentido contrario, le descubrió
su rostro acaso sonrojado. Elizabeth no le permitió alargar el discurso.
-Y usted ¿nació en Alemania o en Chile? - preguntó distraída como restando
importancia a lo anterior. Augusto se notó algo irritado, sin embargo, no podía perder la
ocasión de fluir en su empeño proselitista.
-Llegué de un año en 1946, mi padre combatió por Alemania, era sargento de
infantería de la Wehrmacht, sobrevivió a la guerra y también buscó en estas latitudes algo
de paz.
- Y ¿la encontró? - volvió a interrumpir, con la intención de mantener al hombre en
su introspección.
- La verdad es que no, se dio al trago de seguro intentando olvidar sus culpas y su
debilidad- admitió meditabundo, para disimular la frustración que le causaba, oprimió una
secuencia en la radio para programar música y enderezando el tronco volvió sobre sus
palabras:
-Y si digo que su debilidad fue mayor que su patriotismo es porque fue uno de los
que se rindió ante los americanos.
-Eso era mejor opción que ir a un gulag con los soviéticos- lo interrumpió.
-Señorita Elizabeth, la superioridad de nuestra raza se basa también en el honor y en
luchar hasta entregar la vida si es necesario por Alemania- sentenció ya empoderado de su
rol que le permitió liderar la Süddeutsch; de pronto acometió inquiriéndole:
-Y, su abuela habrá sido, me imagino, una buena alemana, ¿qué me cuenta?
-Sin duda mi oma fue una gran mujer- contestó eludiendo caer en la trampa de
juicios que él había tendido; desestimó contarle de la persecución del régimen nazi, de la
internación en el campo de Sachsenhausen, que de niña no lograba comprender el por qué
ser judío fue razón suficiente para hacerle mal a su oma, ella era tan alemán como
cualquiera. No valía la pena entrar en la polémica, a fin de cuentas, lo que se hablara en ese
taxi perdía relevancia y no cambiaría el objetivo del viaje. Tomando la iniciativa le
sorprendió con otra pregunta:
-Veo que lleva un libro sobre Mengele, el ángel de la muerte, ¿por qué le llama la
atención?
-Oh sí, a veces quiero indagar en otras versiones de lo sucedido; el doctor Mengele,
el ángel de la muerte, como lo llamaron, una exageración, coincido en que, quizás fue
demasiado lejos en alguna de sus investigaciones, luego lo atacaron, como era de esperar,
en esa conspiración orquestada por los sionistas, pero sabe señorita Elizabeth, de sus
experimentos la ciencia oficial se benefició y después se hicieron los desentendidos.
-Impresionante, qué quiere que le diga, cuesta asimilar que haya gente como usted
con esa visión de lo que ocurrió, es usted un negacionista -observó conteniéndose para no
arrojarse sobre él, “Cíñete al plan ya vendrá el momento” se dijo.
-En alguna medida sí, claro hubo excesos, pero ya sabe la historia la escriben los
vencedores y como verdaderos alemanes no podemos tranzar estas verdades. Siempre ando
con este libro por eso mis colegas taxistas me llaman el Ángel de Muerte-volvió a resaltar
Augusto. Percibía la molestia de la mujer que se empeñaba en ver la carretera eludiendo sus
ojos.
-El destino nos pone en estrecho y nos junta en este viaje señorita Elizabeth
Steinberg- dijo pronunciando lento y con énfasis el apellido.
- ¿Cómo sabe mi apellido? ¿Acaso me espía? -inquirió forzando una voz temblorosa
-No fue necesario recuerde que su pensión queda al frente del hostal y la
Süddeutsch tiene oídos en toda la región de Los Lagos. Podemos parecer invisibles, pero no
hemos cesado de trabajar en la construcción del Cuarto Reich- proclamó con voz
altisonante.
Elizabeth mantenía la vista baja, repasando lo que debía acometer, si bien se
mostraba aplomada hasta su propia serenidad le era extraña aquellas declamaciones
excedían lo que hubiera imaginado. Sus dedos sostenían el sobre que contenía la cuerda de
guitarra, sutilmente fue extrayéndola. El hombre la miraba por el espejo retrovisor, sonreía
burlonamente sabiéndose dominador de la situación. Deslizó su índice hacia el panel de la
radio, tras unas pulsaciones seleccionó otra pista y luego el volumen. Una ópera de Wagner
hacía vibrar los altavoces de la cabina, ella de inmediato la reconoció era el preludio de Los
Maestros Cantores de Nuremberg.
-Imagino le gusta la música- afirmó el taxista inclinándola cabeza hacia la radio del
automóvil.
- ¿Y qué le hace pensar eso? - cuestionó sosteniendo la mirada al frente, intentando
mostrarse segura de sí misma, cualquier seña equivoca alertaría a Augusto.
-Usted como bibliotecaria de una universidad tendrá un alto nivel cultural-prosiguió
al tiempo que aceleraba ya excediendo los 120 kilómetros por hora.
-Puede ser que sólo me guste la literatura-replicó la mujer desviando la mirada hacia
el horizonte oscuro.
-Quizás, pero sólo alguien que sabe de música compra una cuerda de guitarra marca
Adagio, señorita Elizabeth- sentenció con los ojos muy abiertos como reconcentrado en un
punto lejano del horizonte.
De nuevo, empeñándose en no acusar el efecto que el hombre le ocasionaba, se hizo
la distraída observando la carretera; entonces reparó que, una vez dejaron el área urbana de
la ciudad, tomaron rumbo por la 5 Sur y al rebasar el parque industrial iban ahora por la
Ruta Alerce. ¿En qué momento ocurrió? ni siquiera recordaba haber salido de la
Panamericana, envió un mensaje “cambio ruta por Alerce” seguido inspiró profundo para
afirmar la voz e inclinándose hacia adelante lo confrontó:
-Oiga, ¿por qué vamos por esta ruta? Creo que fui clara al subir que prefería la más
directa por la 5 Sur entrando por calle San Francisco a Puerto Varas.
-No se preocupe, yo aquí soy el que sabe cuál es la mejor forma de llevarla-
manifestó al tiempo que subió aún más el volumen a la ópera de Wagner y volvía a sonreír
bajando el mentón mirándola de soslayo.
- ¡Deténgase! Me quiero bajar- exclamó alzando la voz y evidenciando nerviosismo.
-Señorita Steinberg sólo hago mi trabajo, ya lo sabe soy el Ángel de la Muerte, qué
va hacer sola en la oscuridad de la noche en medio del campo - advirtió con un tono de
fingida amabilidad al tiempo que introduciendo la mano derecha bajo el libro de Mengele
accionó el bloqueo de las puertas y ventanas. En tanto, al ver que ella digitaba sobre la
pantalla de un celular agregó:
- Déjelo de una vez, a estas alturas ya no hay señal, no es la primera vez que hago
esto.
Elizabeth devolvió el aparato dentro de su bolso. El cielo, el campo y el bosque le
parecían una sola mancha de matices oscuros y violáceos, fundiéndose con la tormenta
eléctrica y la lluvia. Distante, entre coigües, pinos y canelos, algunos claros de la pradera se
le asemejaban a los que le describía su oma Clarita allá en Ensenada, en una infancia que
ahora venía a ser un cuadro idílico de lo que la anciana añoraba de Baviera, la imaginó otra
vez corriendo por un campo cercano a Rosenheim; la imagen de una niña vital, precursora
de esa mujer fuerte que hizo de todo por huir a Chile, vino a ser un refrigerio en la aflicción
de estar prisionera en ese taxi. Abrió los ojos, el conductor canturreaba en fluido alemán.
Estimó que iban a la mitad de la ruta V505, restaban unos cinco minutos para alcanzar las
primeras calles iluminadas de Puerto Varas. Se acarició el antebrazo como emulando ese
momento en que su oma se subía la manga y le explicaba el significado de la cifra que ahí
tenía impresa, de aquello ya 30 años. Ella había sobrevivido y hoy le tocaba hacer lo suyo.
De pronto se dobló lanzándose al piso convulsionado. El hombre sobresaltado al oírla
vomitar detrás de su asiento presionó los frenos orillándose fuera de la carretera. Justo
cuando giraba el tronco para revisar qué ocurría, Elizabeth se erigió veloz tras el respaldo e
izando las manos por sobre la cabecera retuvo su cuello tensando con los puños la cuerda
de la guitarra, mientras lo estrangulaba Augusto Gruhlke forcejeaba buscando dar con las
manos de Elizabeth, luego en un supremo esfuerzo blandió un cuchillo que extrajo de abajo
del asiento en un vano intento por repeler el ataque; cuando el preludio de Wagner ya
concluía, ella le remachaba al oído:
- Du liegst falsch, Nazi. Ich bin dein todesengel! Du liegst falsch, Nazi. Ich bin dein
todesengel!, (¡Te equivocas nazi, yo soy tu ángel de la muerte!)
Tras unos segundos el cuerpo dejó de resistirse y hubo expirado, se dedicó a limpiar
la escena, desbloqueó las puertas y apagó el motor y las luces, reservó para el final la radio.
Cuando acabó de limpiar el interior del vehículo reparó en el libro sobre Mengele,
tomándolo decidió llevarlo consigo. Registró la guantera, dentro el tipo portaba un
revólver, también lo cogió junto al celular y todos los objetos de valor del muerto y los
dispuso en su bolso. Descendió, meticulosamente frotó las manillas de las puertas, revisó su
teléfono celular, la señal ya estaba reestablecida, a las 23:44 horas envió el mensaje de
confirmación y echó a andar por la berma hacia Puerto Varas. A medida que se alejaba su
brazos y manos se fueron relajando, respiraba tranquila más aún cuando las primeras gotas
de lluvia le mojaban el rostro, recordó a su oma Clarita de seguro estaría corriendo feliz por
los campos de Rosenheim. Un furgón de reparto de una fábrica de quesos, la alcanzó
iluminándola, se detuvo, se desprendió de su bolso, por la ventana una mano le acercó otro
exactamente igual.
-Buenas noches, destruye la evidencia, que arda en una buena estufa sureña.
-Así será no te preocupes- señaló alguien desde la cabina, acelerando viró hacia una
calle de terracería perpendicular a la carretera.
Elizabeth siguió su camino, una vez que acostumbró los ojos nuevamente a la
oscuridad, distinguió en la distancia las primeras luminarias de la ciudad, en el cielo los
truenos predecían la lluvia que iba in crescendo cual clímax wagneriano; acto seguido
desarmó su trenza dando soltura a su cabellera con los dedos; mojarse le trajo alivio, sonrió,
ella era parte del Llanquihue y su paisaje. Momentos después el ruido de un motor le hizo
voltear, desde un jeep azul le abrieron la puerta, se acomodó en el asiento, en la penumbra
un hombre asió cariñosamente su mano masajeando la marca, todavía visible, del metal de
la cuerda, a continuación, le habló:
- Geht es Ihnen gut, Agent Steinberg? (¿Está usted bien agente Steinberg?)
-Ja, mission erfüllt. (Sí, misión cumplida).

FIN

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