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SOBRE EL LLAMADO ‘LENGUAJE INCLUSIVO’

SOBRE EL LLAMADO ‘LENGUAJE INCLUSIVO’


Una contribución con aportes de la Antroposofía

Este texto es el resumen de una charla privada, ocurrida en el mes de enero de 2020 en la ciudad
de Buenos Aires, Argentina. Todos los asistentes tenían conocimientos generales de Antroposofía
y Pedagogía Waldorf, por tanto, vale aquí la misma aclaración que se hace para las conferencias
del Dr. Rudolf Steiner dadas a miembros de la Sociedad Antroposófica en cuanto a su
interpretación. La publicación de este material ha sido permitida por su autor, con el explícito
pedido de no revelar su nombre por considerar que el conocimiento no tiene autoría individual y
que ha de estar al alcance de quien lo necesite.
Todas las notas a pie de página o intercaladas en el texto, salvo la nota 3, han sido colocadas allí,
con permiso del autor, para facilitar la lectura fluida del texto. Si bien tienen relación con el mismo,
al ser esta una ponencia oral, el autor genera rodeos temáticos que, si bien son justificados en el
contexto de la oratoria, pueden ser engorrosos o dificultar la comprensión del hilo del
pensamiento que se está exponiendo si se toma como un escrito.

Queridos amigos:
Permítanme saludarlos con un lema meditativo de Rudolf Steiner que tiene profunda relación con
el tema de hoy.

A quien comprende el sentido del habla,


se le revela el mundo en imágenes.
A quien escucha el alma del habla,
se le abre el mundo como ser.
A quien vivencia el espíritu del habla,
le regala el mundo la fuerza de la sabiduría.
A quien pueda amar el habla,
ella misma le otorga su propio poder.
Así quiero dirigir el corazón y el sentido
hacia el espíritu y el alma del verbo,
y en el amor hacia él
percibirme del todo a mí mismo.

Este es un lema, o mantram, (aquí creo que lo llaman “verso”) que Rudolf Steiner dio para que sea
recitado por niños de quinto grado, antes del inicio de las clases de lengua extranjera o idioma.
¡Niños de quinto grado! Yo lo recito como adulto y siento que me queda enorme, como una ropa
demasiado grande. Imagínense.
Me han pedido que hablemos hoy de este tema tan actual, tan urgente, tan de esta época como
es el uso del llamado lenguaje inclusivo.
Quiero decirles, en primer lugar, que agradezco la posibilidad de poder expresar algunas ideas
generales acerca de este tema tan importante, que vive en mis pensamientos cada vez con mayor
urgencia. En segundo lugar, quiero enfáticamente aclarar que la idea central será exponer hechos
objetivos, desde distintos puntos de vista, para que cada quien luego pueda tomar el camino que
crea mejor, en base a una consciencia libre y una voluntad despierta. Por supuesto, yo tengo mi
parecer al respecto de este tema, y me será casi imposible no mezclarlo con el resto de mis
apreciaciones, máxime porque el tema me apasiona (como cualquier otro tópico de
conocimiento), pero no han de dejarse llevar ciegamente por mis creencias, las compartan o no,
sino tomarlas simplemente como lo que son: el fruto parcial de mis propias conquistas. Mucho
más importante es que puedan extraer los hechos objetivos de entre mis opiniones, y sobre la
base de aquellos, establecer sus propios juicios. Por favor, les pido esto muy encarecidamente;
realicemos este esfuerzo juntos.
Para comenzar es necesario siempre contextualizar, porque los objetos o situaciones que se miran
sólo tienen sentido y significado si están dentro de los contextos apropiados que los significan; de
lo contrario, estamos haciendo con la realidad lo mismo que hace el médico con un ser humano:
estudia su cadáver y cree poder sacar de éste conclusiones sobre lo vivo. (Cuántas veces por día
hacemos esto con nuestros pensamientos acerca de la vida cotidiana ¡¿no?!).
Vivimos en una época de inflexión, no hay duda de ello. En casi todos los países del mundo se
están poniendo en duda las estructuras políticas, económicas, sociales, religiosas, sexuales,
familiares, comerciales, nutricionales, y tantas otras que hasta ahora venían imperando como
sistema. Probablemente sea ese uno de los motivos por los cuales todo tambalea. Ningún
sistema, por bien que funcione, tiene una vida útil demasiado larga cuando se toman en cuenta
los extensos tiempos evolutivos de la humanidad. Incluso los imperios más poderosos han sabido
caer estrepitosamente justo en el momento en que se transformaban de organismos en sistemas.
Yo pienso que esto tiene que ver con la esencia misma de la naturaleza humana. Por más
esfuerzos que hagamos desde nuestro pensar intelectual y las llamadas ciencias exactas por
creer que el ser humano y el universo - incluidas las estructuras sociales - son un mecanismo, y
que funcionan como tal, más tarde o más temprano esta falacia conceptual, y todo aquello que
sobre ella se edifica, termina por implosionar, porque olvida un factor esencial: la vida. Todo
mecanismo, toda máquina, funciona porque porta dentro (o fuera) un componente vital, un núcleo
de vida que es aquello que alimenta su funcionamiento. Ninguna máquina actual, no importa lo
compleja que sea en su construcción o su operatoria, funciona apropiadamente si en algún lugar
de su desempeño, ya sea en su ideación o en su manejo, no existe un ser humano llevando a
cabo un papel vital para tal desempeño[1].
La vida no es ni puede nunca ser algo mecánico. No puede ser un sistema, en contextos sociales,
así como no puede ser un mecanismo automático en contextos individuales o singulares; ha de
ser un organismo, tanto más complejo cuanto más evolucionado sea el ser viviente que se
observe. Y como organismo, la vida es algo vivo (sin ánimo de ser redundante), cambiante, en
constante proceso de devenir, de llegar a ser. La característica de lo vivo es precisamente el ritmo
con el que se producen y desarrollan sus dos manifestaciones básicas: el crecimiento y la
reproducción. [Ninguna máquina puede, por ahora, crecer ni reproducirse; por ahora. N. del E.: ver
nota 1 en referencia a la mención de las máquinas]. Todo organismo vivo, desde la más elemental
célula vegetal hasta las órbitas planetarias, desde el órgano más (en apariencia) insignificante del
cuerpo humano hasta sociedades y pueblos enteros, incluso la humanidad misma como un
todo… todo organismo crece y se reproduce bajo ciertos movimientos rítmicos, como patrones,
que pueden evidenciarse a una observación cuidadosa y objetiva. La curva de Fibonacci, por
ejemplo, está siendo descubierta en cada vez más movimientos de crecimiento o desarrollo, no
importa si se trata de una rosa o de la órbita de Saturno. Quizá por ello seamos tentados a creer
que tales patrones responden a la imagen de una maquinaria, pero en el mismo momento en que
uno extrae la esencia vital de dicho patrón, el mismo se reseca, y eventualmente muere. La rosa
crece desde un cierto patrón de crecimiento, pero al sacarla del rosal, al privarla de la fuerza vital
que la empuja hacia arriba (y la estira desde arriba), ya no puede seguir respondiendo a dicho
patrón, y entonces muere. Sucede lo mismo con la órbita de Saturno, tal vez no con ella en sí
misma sino con nuestra vinculación conceptual para con su realidad vital, al extraerla del resto del
sistema planetario y del Cosmos como organismo, es decir, del ámbito de acción y vida de Seres
Superiores. Aquello que vemos como patrones son la mera cáscara de una realidad profunda que
trasciende el límite de lo que podemos percibir con los sentidos, pero no por ello tenemos el
derecho de negar su realidad y existencia, la realidad de la vida en sí misma, y cuando el
contexto, ese que da sentido, es el propio ser humano, entonces estamos tratando con la vida
humana en su mismísima y pura esencialidad real.
Existe un ámbito más, de entre tantos que se están poniendo en jaque desde sus cimientos hoy
en día: el ámbito pedagógico. Y dentro de él, en las últimas décadas ha entrado también en tela
de juicio el desarrollo y uso del lenguaje. O, mejor dicho, de la lengua. Claro, no estamos
hablando de la lengua como órgano del cuerpo humano, sino de la lengua como instrumento del
habla, como idioma de un pueblo o nación, como expresión de la intimidad del ser del hombre. El
lenguaje es algo muerto, algo estanco, algo sin vida, algo que no cambia, que ha llegado al
máximo de su desarrollo y madurez, es decir, un cadáver. La lengua en cambio es algo vivo, algo
en constante transformación. Es como si el lenguaje fuera el cuerpo de la lengua, su ropaje, así
como el cuerpo es el vestido del alma; aquello que da vida al cuerpo no es del cuerpo, sino del
alma. Por ello se suele hablar de lenguas vivas y lenguas muertas. Pero aquí existe ya un pequeño
detalle. Las llamadas lenguas muertas se supone que son aquellas que ya nadie en la Tierra
puede hablar, que han sido olvidadas y cuya existencia sólo queda en los libros como el Latín. Sin
embargo, me pregunto si realmente esto las hace ser en verdad lenguas muertas[2].
Ya casi nadie habla el Griego que se hablaba en épocas del Nuevo Testamento (aunque el Griego
en sí mismo no es ni por mucho una de las llamadas lenguas muertas), y, sin embargo, nadie
puede negar que el Griego antiguo es una lengua totalmente viva, mucho más incluso que las
lenguas modernas. Y esto es así por la constitución misma de la lengua, más allá de quien la
hable. En lengua Griega, por ejemplo, existe un tiempo verbal llamado ‘aorista’ o ‘aoristo’ que
cumple la función de nuestros gerundios en el español. El tiempo verbal ‘sea’, del verbo ‘ser’, de
la oración ‘santificado sea tu nombre’ en el Padre Nuestro que el Cristo Jesús les entrega a sus
discípulos en el Evangelio según Mateo, literalmente debiera traducirse como ‘santificado esté
siendo ahora a través de mi hablar y hacia el mundo tu nombre’ o algo similar. Por supuesto, es
imposible traducir de ese modo, pues rápidamente sería ilegible y carente de todo sentido, en el
contexto del castellano moderno. Sin embargo, este ejemplo patentiza la vida inherente al idioma
Griego (y lo mismo podría decirse de muchas otras lenguas, por ejemplo, del Hebreo usado en el
relato del Génesis) que no sólo conserva un estado de devenir de las acciones humanas, sino que
ese mismo devenir se realiza sólo por el hecho de que el ser humano lo nombra, lo enuncia, lo
expresa en su hablar. [Recordemos que el hablar es privativo de lo humano; ninguna otra criatura,
ni inferior ni superior al hombre, puede hablar]. Rastros de este estado de devenir existen en el
Inglés moderno, con los tiempos verbales terminados en ‘-ing’, o en el Alemán, con el prefijo
‘er-’[3].
Por supuesto, aquí existe la necesidad casi obvia de abordar una cierta reflexión con respecto al
tiempo, con respecto al ser humano no sólo como ser en el espacio sino también como ser en el
tiempo, porque de esta relación con el tiempo es de lo que estamos hablando cuando hablamos
sobre el ser en devenir, el ser que está siendo. Pero no podemos abordar todos los aspectos que
trae por debajo el tema en cuestión; algunos necesariamente deberán quedar sugeridos, con la
esperanza de que uno de ustedes pueda tomarlos y seguir el camino que invita a profundizarlos.
Nuestra lengua Española, tan bella, tan rica, tan profunda, también está siendo atacada desde
varios ángulos; algunos buscan estancarla e impedir su desarrollo, pero hay otros que, en
realidad, bajo el disfraz de un ‘lenguaje’ (así lo llaman, no lengua) inclusivo, intentan deformar toda
sustancia interior de la lengua, incluso aquella que no debe ser tocada, o al menos no antes de
ser profundamente vivenciada, estudiada y re-conocida. Pues en esta necesidad de revisión total
de los sistemas humanos, incluida la lengua, es necesario también ver el peligro en su doble
aspecto.
Uno ya lo hemos nombrado, aquel de la rigidez, de la sequedad, de lo vivo que muere y se
mecaniza, y desde ese mecanicismo, produce más muerte con apariencia de vida. Pero el otro
polo de este péndulo es la dilución de toda forma, la total evaporación de las estructuras más
elementales, llevando al mismo resultado: la muerte, o incluso peor, la no-vida, la vida que
siempre queda en estado germinal, porque nunca llega a tomar forma, una vida que se estanca en
un estado de pre-vida. En este polo entre rigidez y dilución pueden ser ubicadas, entre otros
tantos aspectos, muchas enfermedades humanas. La artrosis, por ejemplo, toca el polo de la
rigidez y de la sequedad, por lo cual los huesos literalmente se secan (el agua es el vehículo de la
vida) y eventualmente se parten o se atrofian, se endurecen y estancan. El cáncer, por el contrario,
se manifiesta en el polo de la dilución. Una célula se opone ferozmente a la misma estructura que
le da vida, infectando otras células y diluyendo toda su conformación interior, aunque esto mismo
le cause a la célula, eventualmente, también su propia muerte. Muchos de los órganos tomados
por el cáncer suelen presentar estructuras exógenas más o menos intactas, pero por dentro están
totalmente vacíos, licuados, consumidos por sí mismos. Bajo el mismo péndulo oscilan los
comportamientos humanos, individuales y sociales, la vida de las organizaciones y Estados, las
relaciones íntimas, la economía, la religión, la sexualidad, la educación, las cualidades del alma
humana, la evolución de la cultura y tanto más. E incluso, tomando los extremos de este
movimiento pendular como manifestaciones naturales, podemos ubicar allí también el cambio
estacional, entre el calor extremo, cuyo exceso produce evaporación y deformación, y el frio
extremo, que genera sequedad y rigidez.
Tal vez estén pensando que tal movimiento pendular no es tan lejano a lo que hemos dicho con
respecto al ritmo como factor esencial de la vida. Y es de hecho totalmente cierto que ambos
aspectos están íntimamente relacionados. Pero la vida no es, en este contexto, una alternancia
entre ambos polos, porque esto vuelve a ser mecánico. La vida es mucho más compleja, mucho
más difícil de asir con el intelecto. La vida está en medio de estos polos en una especie de
movimiento viviente (disculpen, pero no puedo expresarlo de otro modo), en un estado de frágil
equilibrio, ora estabilizándose, ora yendo hacia uno u otro de los extremos. Sería fácil, apoyados
en lo dicho hasta aquí, dictaminar que la característica de lo vivo es estar en el medio entre dos
polaridades y simplemente detener el movimiento justo en medio, pero aquí estaríamos
nuevamente cometiendo el error de matar, de mecanizar la vida con nuestro intelecto. Ya
llegaremos nuevamente a ello.
Pero permítanme antes avanzar un poco más con la cuestión de la lengua, que es lo que hoy nos
convoca como tópico central. Todo está conectado, porque está, en efecto, vivo, y es muy
saludable rodear un mismo tema desde varios puntos o aspectos, pero por algún lado hemos de
avanzar, y entonces quiero expresar algunas ideas generales más acerca de este tan complejo
tema del habla humana y los cambios que se le quieren, a mi juicio, imponer desde fuera. [Este
“desde fuera” es muy importante].
Podríamos, a bien de ordenar la enormidad de la imagen que tenemos en frente, circunscribirnos
a tres aspectos que tocan muy de cerca este tema de la lengua y el llamado lenguaje inclusivo.
El primer aspecto se circunscribe a lo físico-orgánico, es decir, a lo físico viviente. Aquí creo que
haremos bien en dejarnos estimular, inspirar, por la imagen evolutiva del niño pequeño. Tres son
las conquistas magnas que realiza todo ser humano para ser, precisamente, humano: andar,
hablar y pensar, y por regla general, lo hace en ese orden. De no alcanzar estas conquistas, o de
hacerlo deficientemente, tampoco llegamos a asir verdaderamente lo que significa ser hombre, ser
un ser humano[4].
Gracias a Dios existen numerosos trabajos de investigación sobre la relevancia de estas tres
capacidades que definen la esencia misma de lo humano, como los de Hennig Köeler, Michaela
Glöeckler, Karl König, y por supuesto los estudios de Rudolf Steiner mismo. Cada quien puede
remitirse (y es aconsejable que lo haga) a estudiar en profundidad estos textos, entre muchos
otros, para abarcar la enormidad de este proceso. Aquí recordemos lo más general, para poder
seguir avanzando.
Dicho proceso de hacerse hombre desde lo orgánico sucede, por un lado, de dentro hacia afuera
(o de abajo hacia arriba), es decir, tomando primero la voluntad, luego el sentir y por último el
pensar; o primero el cuerpo, luego el alma y por último el espíritu[5]. Por otro lado, en el caso de
los niños pequeños, este proceso no se promueve (o lo hace deficientemente) si los adultos en el
entorno del niño no acompañan tal desarrollo con cualidades dignas de ser imitadas, acordes con
la naturaleza espiritual de las mismas capacidades que el niño necesita adquirir. ¿Cómo,
entonces, viene desarrollándose este cambio en el llamado lenguaje inclusivo? Pues lo hace de
manera inversa al proceso descrito, como ya he dicho, es decir, comienza por el pensar, pasa al
sentir y luego se aplica en la voluntad. Y no del todo así, porque en realidad este cambio en el
lenguaje (uso este término adrede) está mucho más estimulado por un movimiento anímico, del
sentir, que por un movimiento del pensar. Esto está muy bien, porque aquí la imagen se
complejiza un poco.
Un primer aspecto en esta complejidad creciente podría mirarse desde la imagen pendular que
sembramos al inicio, y que toca al ser humano no como individuo sino como un ser inserto, desde
su singularidad, en un más grande ser social, pero que también tiene, constitutivamente,
características humanas, porque de hecho es conformado por seres humanos individuales. Como
organismo social en evolución, hemos pasado por una etapa de ser seres de pura voluntad, una
etapa que ha quedado muy lejos en el tiempo ya, donde nos movíamos y teníamos nuestro ser en
el seno de las Jerarquías, que eran quienes ordenaban esa voluntad (esa voluntad que constituía
nuestro ser más esencial) desde su propio ser anímico-espiritual. De alguna forma nosotros
éramos sus órganos del sentir y del pensar, a través de los cuales ellas no sólo podían percibir la
Creación sino también obrar en ella de acuerdo con las intenciones de la Divinidad[6]. Luego nos
introdujimos lentamente en una fase del sentir, despertando gradualmente a las sensaciones
anímicas más rudimentarias, en una primera instancia, para luego ir arribando a emociones y
sentimientos cada vez más complejos, en un camino de apropiación de un mundo anímico propio,
ya no regulado por las Jerarquías. Es sólo muy recientemente que nos estamos adentrando en la
fase del pensar, que, de manera similar, deja de ser propiedad de las Jerarquías para pasar a ser
una conquista individual, una capacidad que se aposenta en el desarrollo de facultades humanas
singulares, aunque, claro está, el obrar Jerárquico siempre sigue estando presente, detrás de todo
lo que vive y teje en el mundo. Sin embargo, nos es dada la posibilidad de independizarnos de
dicho obrar, y por ello, la oportunidad de conquistar la Libertad, pero también de hacer el Mal.
El otro aspecto nos lleva al desarrollo evolutivo individual, aunque claramente conectado con lo
anterior. Si bien en el niño pequeño el desarrollo siempre parte desde lo orgánico y luego se
interioriza, se asimila, y se convierte eventualmente en facultad del alma, y del espíritu
(conectando así una vida terrenal con la siguiente), en el adulto mayor de 21 años el proceso
efectivamente se invierte: ha de partir primero por el pensar, un pensar reflexivo e individual, que
impregna luego el sentir, domando las fuerzas del alma, y finalmente se manifiesta en actos de
voluntad consciente y libre. Pero este es el caso en los seres humanos adultos que deciden
trabajar sobre sí mismos (porque esta inversión del proceso no tiene lugar de forma natural, como
sucede con el proceso durante la infancia, sino sólo como fruto del esfuerzo del camino interior);
no así para los niños. Dicha inversión del proceso coincide en el tiempo con el momento histórico
evolutivo en que la humanidad ingresa en su fase evolutiva del pensar[7].
En la conferencia Andar, Hablar, Pensar, Rudolf Steiner destaca la cualidad de la veracidad en el
adulto como aquella que debe ser cultivada para acompañar el aprendizaje del hablar en el niño.
Y aquí conviene hacer una salvedad: el aprendizaje del habla, si bien tiene su epicentro durante el
segundo año de vida, en realidad se desarrolla a lo largo de todo el primer septenio.
Entonces, ¿cuánta verdad existe en este llamado lenguaje inclusivo?
Por supuesto, aquí necesitamos preguntarnos qué es la verdad, en primer lugar. Y esta no es una
pregunta de menor relevancia. Usualmente nos movemos por el mundo desde nuestras propias
verdades, subjetivas, limitadas y producidas por la experiencia que arroja nuestro contacto con
este mundo. Pero hemos olvidado, en siglos de evolución intelectual, que la verdad es una fuerza,
un ser, una substancia del mundo espiritual, que tiene entidad por sí misma, y una vida que le es
propia y que trasciende por mucho los pensamientos humanos más elevados. Creemos que la
verdad es aquel conjunto de conceptos con el que estamos de acuerdo, o que confirma nuestras
convicciones, y algo es verdad en la medida en que mi acuerdo con ello quede en evidencia.
Aquello con lo que no estoy de acuerdo, en cambio, no es verdad, o al menos es puesto en duda.
Este es un contacto con la verdad totalmente subjetivo, infantil, completamente anímico, porque
lo que prevalece es aquello que es verdad para mí, y no lo que es verdad por la fuerza inherente
que lleva dentro. El desarrollo del andar, hablar y pensar en el niño es un hecho objetivo,
verdadero por sí mismo y para todo niño sobre la Tierra, sin importar qué pienso o siento yo
acerca de ello, ni cuáles sean, de manera ideal, las condiciones del entorno del niño. Forzar la
colocación de mi verdad anímica personal por sobre la verdad espiritual del proceso del desarrollo
de un niño pequeño, ¿es la forma en la que deseamos, o más aún, en la que elegimos, libremente,
educar a las generaciones futuras?
Sí, mis queridos amigos; la cuestión de la verdad como cualidad moral humana toca íntimamente
el misterio de la libertad.
Uno de los argumentos más extendidos en la utilización del llamado lenguaje inclusivo es que el
lenguaje usado comúnmente se apoya en siglos de dominación masculina por sobre la mujer. Este
es un hecho histórico innegable. Sin embargo, creer que la lengua ha sido causa y/o instrumento
de dicha dominación es fallar en la concepción de la lengua en sí misma como creación. La
lengua no es una creación humana, sino divina. En el libro del Génesis, Adam, que no es un varón
ni una mujer sino ambos, recibe la tarea de nombrar a las criaturas de la Tierra, no de inventar el
habla. La lengua, el habla, es ya una potencia mucho antes de la existencia del ser humano sobre
la Tierra. Prueba de ello es que todo el organismo físico humano nace con la disposición natural a
adquirir esta capacidad, si el entorno es el apropiado. Dios mismo crea el mundo a través de la
Palabra. El fundamento de la creación en el Evangelio según Juan es llamado el “Verbo”. En la
escena de la Torre de Babel, en el libro del Génesis, es confundiendo las lenguas de los hombres
que los dioses logran dispersarlos. Y esto sólo por nombrar algunos ejemplos dentro de la historia
del pueblo Hebreo y Cristiano, tan ligada a la cultura occidental. Existen numerosas cosmogonías
que sitúan a la Palabra como el fundamento mismo de la creación del mundo. Nosotros somos
testigos del eco de tal poder cuando, con una palabra dicha desde el amor del corazón, podemos
sanar o sanarnos, construyendo mundos en el alma, así como cuando, con una palabra dicha
desde el odio o el temor, podemos enfermar o enfermarnos, destruyendo esos mismos mundos.
Entonces, desde este llamado “lenguaje que incluye”: ¿estamos construyendo o destruyendo?
¿qué le pasa al desarrollo del hablar en un niño pequeño que, por ser pura imitación, no recibe la
nutrición anímica necesaria para construir un hablar que le permita nombrar el mundo no desde su
propia subjetividad anímica, ni desde la del adulto que lo educa, sino desde la verdad que posee
el objeto o ser a ser nombrado? El nombre porta la esencia misma de quien lo posee, sea un
objeto o un ser vivo. Nombrar algo equivale a crearlo de nuevo dentro de mí mismo. ¿A qué
esencia me estoy dirigiendo al alterar los nombres de las cosas para que se adapten a mis
convicciones anímicas sociales o culturales? ¿a la del ser u objeto con que me encuentro, o a mi
propio ser puesto afuera, en ese otro ser u objeto, para que pueda yo reconocerme a mí mismo?
Como ven, este primer aspecto, que tan ligado está a lo físico-orgánico, nos ha llevado paso a
paso hacia lo anímico, el segundo aspecto que podemos utilizar para ver este enorme y complejo
tema.
Una cosa más sobre lo orgánico. Recordemos que, tomando la substancia moral de los adultos en
su entorno a través de la imitación, el niño construye su corporalidad, sus órganos internos, que
serán luego, con el desarrollo de su biografía, los portadores de su propia vida ética, anímica y
espiritual. Si mi sentir personal detrás del uso de este lenguaje inclusivo es el de odio frente a la
dominación por parte del varón (yo he visto marchas con carteles en apoyo al llamado lenguaje
inclusivo que decían “muerte al macho”, algo en absoluto ‘inclusivo’), y el niño toma esa
substancia para aprender su hablar, ¿cómo será luego conformada su vida interior, en base a este
sentir tan basal durante su vida de niño? ¿cómo se desarrollarán luego sus órganos del habla, y
todo aquello que depende de ellos? ¿no nos sirve el ejemplo de las cada vez más complejas
deformaciones en el habla que produce el exponer a niños pequeños frente a aparatos
tecnológicos como el teléfono celular, la tableta, etc., para aproximar, aunque sea por
pensamiento asociativo, el terrible daño que podemos estar haciendo a los niños? ¿debe un niño
portar los conflictos y encrucijadas culturales a las que nosotros nos enfrentamos como adultos,
sólo porque no tuvimos el coraje de resolverlas por nosotros y entre nosotros? ¿o debe un niño,
simplemente, ser niño? ¿somos capaces aún de recordar qué significa ser niño, y permitir a la
niñez desenvolverse en toda su inocencia y su natural belleza? La calidad de la substancia
espiritual que podamos encontrar en el futuro, como fruto del trabajo interior que podamos
desarrollar de adultos, está profundamente ligada a la salud o enfermedad de lo orgánico de
nuestros cuerpos. Dice Rudolf Steiner en su libro Teosofía: “uno percibe tantos mundos como
órganos de percepción tenga”. Y estos órganos sensoriales que el niño construye (como el
cerebro, por ejemplo, que también es, en un sentido, un órgano de percepción), y sobre los cuales
luego pueden desarrollarse órganos de percepción superior, son construidos por nosotros como
adultos durante la primera infancia de los niños que estén bajo nuestro cuidado. Un niño que es
intelectualizado demasiado pronto, cuando aún no está maduro para ello, tiene serios problemas
luego para captar pensamientos espirituales con su cerebro como órgano del pensar. Esto lo
explica Rudolf Steiner, palabras más o menos, en varias de sus conferencias pedagógicas. ¿Qué
cimientos, entonces, queremos dejarles a los niños para que puedan devenir seres humanos
libres, incluso en lo orgánico, de nuestros propios conflictos y prejuicios? Esto toma una validez
capital sobre todo porque son cada vez más los maestros y educadores quienes están siendo
embarrados en este combate contra el lenguaje supuestamente machista, supuestamente
inclusivo, llegando incluso a dictar clases, en casi todos los niveles de escolaridad, haciendo uso
de términos tales como ‘les maestres’, ‘les niñes’, ‘todes nosotres’, ‘unes y otres’, o expresiones
por el estilo.
Abordemos ahora, aunque con el mismo carácter general que el punto anterior, el cariz anímico
que tiene este tema. Por supuesto, los pensamientos más bien simples que expusimos sobre el
aspecto corporal no son más que ideas disparadoras; cada uno puede tomar la que le apetezca y
seguir profundizando en ello tanto como pueda.
Si tuviéramos que establecer cierto paralelo entre los componentes del habla como lengua y el
aspecto físico de este tema tan actual, podríamos bien instituir que, así como el habla tiene una
base orgánica, constituida por todo el aparto fonador, y sus ramificaciones nerviosas y motoras,
que se van moldeando a través de las fuerzas anímicas que nosotros como adultos movilizamos
en el entorno del niño pequeño, también tiene un componente ‘físico’, en el sentido de aquello
que da estructura, solidez, cierto cimiento sobre el cual puede desarrollarse el habla, y este
componente lo constituyen las consonantes. Intenten por un momento hablar sólo con
consonantes, emitiendo sólo las consonantes de las palabras que necesitan para formar una
oración simple, por ejemplo: ‘l vrb s hz crn’. Imposible entender, ¿cierto? Pero del mismo modo es
innegable la cualidad de solidez que se evidencia sólo emitiendo sonidos consonánticos al hablar,
como si fuera una especie de envoltura, de marco o contorno estructurante y vivo dentro del cual
ondean luego las vocales. Ellas nos ligan más con el componente anímico de la lengua, mientras
que las consonantes lo hacen con el componente estructural, físico en el sentido de brindar
solidez, contorno. Cada vocal está íntimamente ligada con cierta faceta del alma, cierta emoción
primordial que se expresa de manera directa en el sonido vocálico correspondiente. Si nosotros
decimos: ‘A’, y lo repetimos varias veces, muy rápidamente nos sentimos abiertos, con cierta
esperanza, como queriendo recibir el mundo; se nos abre el pecho, nuestros brazos quieren ir
hacia adelante y hacia arriba casi naturalmente, abriéndose en un triángulo invertido que tiene
nuestra cabeza como vértice central. Si mi sensibilidad está despierta, también mis piernas van a
querer acompañar el gesto con cierta apertura triangular cuyo vértice es la cadera. Es la expresión
primordial del asombro, de la sorpresa, del encuentro con algo magnificente, inconmensurable.
Esa es la ‘A’ esencial, matriz. Si entonces digo ‘casa’, agregando las consonantes que dan
estructura a lo anímico de la ‘a’, la imagen primordial de aquello que constituye esencialmente un
hogar se presenta ante el ojo del alma, con la ‘c’ como elemento de golpe, cuyo sonido impacta
en el mundo, y la ‘s’ como elemento de fluidez, de cambio, de brindar espacios aireados. Aquí
incluso se patentiza esto en la forma física de la ‘A’, que es como una casa. Lo mismo podría
intentar con ‘mamá’, y noten ustedes que la cualidad anímica de la vocal cambia por estar
rodeada de una consonante diferente; como el agua, que toma el cariz (olor, color, sabor) del
envase que la contiene. La vocal sola no puede llegar a nuestro entendimiento, así como la
consonante sola no es capaz de despertar la emoción del asombro. Si dijera sólo las vocales de la
frase antes hablada con consonantes, sería: ‘y e eo e io ae´’. Se nota ya el flujo, la corriente de lo
anímico vital. Sin embargo, conceptualmente es imposible de asir, precisamente por faltarle la
estructura característica del mundo del pensar, el mundo que puede captar conceptos abstractos.
Pero juntas, la estructura física de las consonantes y la fluidez vital de las vocales, comienzan a
tomar sentido, un sentido que no está en ellas por separado sino en la relación que se teje al
unirse unas con otras. Lo mismo podría decirse de todas las otras vocales, cada una con su
propia identidad anímica. Y entonces, agrego a mi frase anterior esa identidad: ‘y el Verbo se hizo
carne’. Así, en la relación de vocales con consonantes se evidencia un aspecto puramente
anímico de la lengua: su capacidad de conectar, de vincular, de permitirnos entender, de dar
identidad a aquello que nombramos, incluidos a nosotros mismos como seres nombrados y
nombrantes (disculpen que use este término, pero creo que grafica lo que quiero expresar).
Esto está estrechamente relacionado, desde lo orgánico, con el aire, elemento esencial del habla,
ya que el aire que yo exhalo para decir estas palabras es el mismo que ustedes inhalan mientras
escuchan mi hablar[8]. Inhalar-escuchar, exhalar-hablar; he ahí el mundo de relaciones que se
tejen entre vocales y consonantes cuando hablamos, es decir, cuando comunicamos a otros
nuestro propio mundo interior, nuestro subjetivo mundo anímico (pues es de eso de lo que en
general hablamos; de hecho, cada vez más hablamos sólo de aquello que sentimos, de lo que nos
parece, de lo que opinamos, de nuestro punto de vista, muchas veces sin fundamento alguno
que, sobre una base de verdad supra-personal, sustente nuestro hablar. Hemos ya olvidado el
hablar que nos trasciende y a la vez nos da sentido, el hablar no siempre de y desde nosotros
mismos, sino evocando, en el habla, palabras que nos conecten con la substancia espiritual del
mundo).
Siendo ya el habla adulta, por lo general, el vehículo mismo del alma, y agregándole los
componentes aún más animizados (¿o animalizados?) del llamado lenguaje inclusivo, ¿en qué se
transforma nuestra comunicación? ¿qué estamos comunicando, qué parte del alma está saliendo
en este hablar? Decir ‘niño’ y decir ‘niñe’ no es lo mismo, porque la ‘o’ no tiene el mismo carácter
que la ‘e’. De hecho, la ‘e’ posee un marcado gesto de erguirse, de ubicarse en el propio lugar,
dejando fuera todo aquello que no es uno mismo (este es sólo uno de sus múltiples rasgos). La ‘i’,
por otro lado, también porta un cierto gesto de elevación, de altura, de verticalidad, pero
conectada más con el arriba que con el afuera. Entonces la palabra ‘niñe’, de pronto – i-e – deja
ver un profundo gesto de individualismo, no un gesto de individualidad, sino de marcada
subjetividad: ‘este soy yo, aquí estoy, y no importa nada más que eso’. Al mismo tiempo, si el
contexto de la palabra remite a lo genérico, un ‘niñe’ no es ni varón ni mujer; no es que sea, desde
el enunciar, la posibilidad de ambos, la inclusión de ambos (como suele decirse y querer creerse),
sino que es la negación total de la identidad genérica que porta el cuerpo, y, por tanto, del ser que
vive dentro de ese cuerpo. En resumen: el izamiento de una individualidad exacerbada, y
adelantada en el tiempo de su madurez, mezclado con una falta total de estructura identitaria
desde lo físico. Una combinación altamente peligrosa, si me preguntan, sobre todo para los
adultos que habrán de resultar en un futuro de semejante concepción del hombre, escondida
detrás del llamado lenguaje inclusivo.
Yo creo que merece el esfuerzo de estudiar primero con marcada profundidad los aspectos
anímicos del hablar, así como las consecuencias de su mal o buen uso, antes de modificar la
estructura de la lengua simplemente porque no refleja mis convicciones emocionales con respecto
a la misma. El argumento de un lenguaje machista está muy bien fundado, sólo que, en este
contexto, los cambios que se proponen no sólo no acaban con ese machismo idiomático, sino
que lo exacerban. Aquí hay que ser muy metódicos y cuidadosos en el observar estos fenómenos,
porque la historia prueba, para quien quiere verlo, que los extremos producen aquello mismo en
contra de lo cual luchan. A mí mismo me han dicho que en realidad, no es que esté en contra del
lenguaje inclusivo, sino que estoy en contra del feminismo. ¿Alguien puede buscar un ejemplo
más claro de machismo que ese pensamiento unilateral, taxativo, sin posibilidad de cambio ni de
redefinición, que es muchas veces tan característico de los varones, y motivo de tanta queja por
parte de las mujeres, y que sin embargo queda en evidencia contundente con este llamado
lenguaje inclusivo como emergente de la corriente feminista? No voy a entrar aquí en cuestiones
personales; quienes me conocen, saben muy bien qué y cuál es el valor de lo femenino en mi vida
privada; de lo femenino, no de la mujer, o no tan sólo de la mujer. La mujer piensa, en su mayoría,
que es portadora exclusiva de lo femenino, como el varón lo es de lo masculino; este es el legado
de siglos de evolución en los que claramente esto era así. Pero ya no más. Desde hace ya varios
cientos de años queda cada vez más en evidencia que las cualidades masculinas y femeninas no
son privativas de lo genérico, es decir, ligadas a lo orgánico, sino que son cualidades anímicas,
provenientes del alma humana, y, por tanto, residen tanto en varones como en mujeres. El
poliamor, la metrosexualidad, y mucho más, entra dentro de este terreno tan nebuloso en donde lo
orgánico se toma como generador de lo anímico, cuando en realidad es exactamente al revés.
Pienso y siento cada vez más que nos falta, en la relación pedagógica pero también en las
relaciones con todo en general, considerar un componente esencial de la vida, tanto si miramos la
vida de la naturaleza, pero sobre todo si se trata de la vida humana: el tiempo. Vivimos inmersos
en un mundo de espacio, con límites concretos, cosas concretas, materiales concretos, incluso
tiempos concretos para cada cosa, como si el tiempo fuera también espacio. Esto está muy bien y
es lógico que así sea, por ser la nuestra la cultura del cuerpo físico material, que es el único de
nuestros miembros ligado esencialmente al espacio. Pero el tiempo es proceso, no momento, y
nosotros somos seres de tiempo, inmersos en una enorme variedad de procesos temporales.
Piensen por ejemplo en el ritmo diario, el ritmo semanal, el mensual, el anual, los ciclos
septenarios, los ritmos de los nodos lunares, el ritmo de los 33 años, los ritmos planetarios, los
ritmos orgánicos… una infinidad de ritmos nos atraviesan constantemente, y a través de ellos,
llevamos adelante el proceso de desarrollo de nuestro ser físico-orgánico, anímico y espiritual. El
habla también es ritmo, no sólo porque se asienta sobre la respiración, portadora por excelencia,
junto con la circulación, del ritmo interno, sino porque puede tomar formas rítmicas increíblemente
bellas y profundas, lo cual queda evidenciado en tantas maravillosas poesías y escritos que nos
han dejado almas enormes a lo largo de la historia, como Andersen, Novalis, Paz, Storni, Goethe,
Shakespeare, Lope de Vega, Schiller, etc.
Si tenemos en cuenta el habla como proceso en la vida del niño pequeño, entonces simplemente
sembraremos semillas, no frutos, permitiendo que el tiempo haga el resto, y que el niño devenido
joven y luego adulto pueda extraer desde las profundidades de su alma todo aquello que necesita
como alimento nuevo durante las distintas fases de su vida. Si en cambio colocamos en el alma
frutos pre-digeridos por nosotros mismos, por nuestros sistemas de conceptos, creencias, valores
morales subjetivos y tanto más, el niño morirá literalmente de hambre anímica años más tarde,
cuando le toque ser sustento de su propio mundo interior, o peor aún, en lugar de ser recolector
de las semillas del alma que hemos dejado allí durante su niñez, será cazador de las fuerzas
anímicas del mundo alrededor, o sea, de los otros seres humanos, simplemente por el hecho de
que no podría subsistir sin alimento anímico, como no podría hacerlo sin alimento físico [y así
como tratamos al mundo físico, tratamos también al mundo anímico, o en realidad, es a la inversa;
nuestro tratamiento del mundo físico es la consecuencia de cómo nos han enseñado a tratar con
el mundo anímico siendo niños]. No estoy siendo poético al hablar de inanición anímica; es algo
bien real. Miren sino las crecientes crisis sociales y ecológicas, por no hablar de las individuales,
que se dan en todo el mundo; ¿acaso creen que están aisladas unas de otras? ¿o que es casual
que en esta época se manifiesten juntas con tanta contundencia como nunca antes en la historia?
¿o porqué es entonces que se habla de ‘clima social’? Está claro que tanto el clima ecológico
como el clima social son profundamente manipulados, pero es que justamente esa manipulación
es ya el producto de una inanición anímica muy profunda (inconsciente) y totalmente
descontrolada.
La devoción combativa - si se me permite esta expresión - propia de la adolescencia, que cada
generación trae como impulso viviente para los cambios culturales y sociales que son necesarios,
es fruto de la emulación venerada que el niño de nueve o diez años ha podido sentir por una
autoridad amada durante su etapa escolar, y esta veneración a su vez es consecuencia de la
imitación sagrada, profundamente religiosa, con la que el niño se relaciona con el mundo en su
primer septenio desde la actividad misma de sus sentidos, como muy bien lo expone Rudolf
Steiner en el GA 297ª, traducido como Educación para la Vida, Autoeducación y Práctica
Educativa. Si la substancia que yo le proveo como estímulo para esa actividad religiosa sensorial,
de la cual yo mismo soy parte, no está cargada de mi propio elemento religioso, venerante,
devocional, en mi pensar, hablar (sentir) y hacer, es decir, si no soy digno de ser imitado, entonces
¿qué nutrición tendrá el niño devenido joven para vincularse con el mundo natural y social
cuando, años más tarde, sea su turno de implantar en ese mundo una visión espiritual del mismo,
sustentada en una visión espiritual de sí mismo como hombre? Y ya dijimos que el habla es la
quintaesencia de lo humano, junto con el andar y el pensar. Entonces ven ustedes que todo se
vuelve a cerrar sobre sí mismo.
Por último, nos falta considerar el aspecto espiritual de este tema, o al menos, ofrecer algunas
ideas más bien como disparadores de procesos interiores, sin ningún afán de que sean el fondo
del asunto.
Vimos que, desde lo orgánico, nuestra responsabilidad como educadores (y todo adulto que se
encuentre ante niños es un educador per se) es de máxima relevancia, y que el proceso del
llamado lenguaje inclusivo se encuentra en relación inversa con el desarrollo del andar, hablar y
pensar en el niño. Este lenguaje se mueve desde el sentir, quiere ascender hacia el pensar para
modificarlo, a veces a costa de lo que sea, y luego manifestarse como voluntad, incluso, en
algunos casos, coercitivamente. Luego, en el ámbito de lo anímico, observamos que cada vocal y
cada consonante tienen una identidad emotiva, si puedo usar esa expresión, y que hablar
comunica mucho más que aquello que soy en mi alma, sino que también puede comunicar mi ser
esencial, mi ser espiritual, así como puede vincularme con el ser esencial de las cosas y personas
del mundo que habito; nombrar y ser nombrado.
Desde el aspecto espiritual del asunto la cuestión es, me parece, igual que en los otros dos
ámbitos: simple y compleja a la vez. Aquí podemos retomar esta impresión de que el llamado
lenguaje inclusivo parte más desde lo anímico y entender lo espiritual como vinculado al pensar
humano, y, por tanto, circunscribirnos, dentro de nuestras consideraciones, a aquello que a este
tema le falta de estudio, de conocimiento, es decir, de ejercicio del pensar propio, individual y
libre.
Dos son los ámbitos que creo necesitan mayor investigación, o al menos dos.
Uno tiene que ver con el conocimiento de la lengua en sí misma. En castellano existen los
participios activos como derivado de los tiempos verbales. El participio activo del verbo atacar es
“atacante”; el de salir es “saliente”; el de cantar es “cantante” y el de existir, “existente”. ¿Cuál es
el participio activo del verbo ser? Es “ente”, que significa ‘aquel que tiene ‘identidad’, en definitiva
‘aquel que es’. Por ello, cuando queremos nombrar a la persona que denota la capacidad de
ejercer la acción que expresa el verbo, se añade a éste la terminación ‘ente’. Así, al que preside,
se le llama ‘presidente’ y nunca ‘presidenta’, independientemente del género (masculino o
femenino) del que realiza la acción; en todo caso, cambiará el artículo determinado, ‘el’ o ‘la’, pero
nunca el participio.[9] Menciono esto específicamente porque también se han introducido cambios
dentro del hablar en este sentido; de hecho, estos cambios fueron los antecesores (hace mas o
menos diez años que empecé a notarlos) de aquellos que ahora se manifiestan en los
sustantivos[10]. Y en el caso de los sustantivos con supuesta terminación masculina, cuando la
oración justifica el contexto (que es la mayoría de las veces), tal terminación no hace referencia a
lo genérico del sustantivo sino a la condición humana misma. Todos somos hombres, algunos
varones, otras mujeres, pero todos somos hombres. Decir ‘hombre’ y decir ‘ser humano’ es lo
mismo. Que la historia del castellano (entre otras lenguas) se haya encargado de asimilar el
término ‘hombre’ al término ‘varón’ es otra cuestión, y hay que debatirla, mirarla, entenderla y
estudiarla. Pero los sustantivos que remiten a la condición humana nos engloban a todos. Es tan
válido cuestionar si el término ‘hombre’ incluye a la mujer, como lo es el preguntar por qué la
mujer no se siente incluida en tal término, y que la respuesta no sea “porque soy excluida por el
varón” sino que sea una respuesta elaborada desde su propia subjetividad anímica femenina, y en
todo caso, asumiendo responsabilidad sobre ella. Cuando yo digo “queridos niños” estoy
hablando de todos los niños, y hasta ahora no me he encontrado (después de muchos años de
ser maestro) con ninguna niña, si su alma está limpia de todo esto, que venga a decirme que no
se siente incluida en mi habla. Y no sólo me estoy refiriendo a todos los niños porque el sustantivo
que utilizo no es genérico, en el sentido de género sexual (un niño aún no porta su sexualidad en
la consciencia, algo también para mirar con cuidado en esto del lenguaje inclusivo) sino genérico
en términos de generalidad humana; también incluyo a todos los niños porque en mi sentir y en mi
pensar están todos y cada uno de ellos, y lo están en su esencia más íntima, aquella que
trasciende lo genérico y los revela como seres únicos, irrepetibles, sagrados. Yo no creo que
Rudolf Steiner se dirigiera sólo a los varones cuando comenzaba sus conferencias diciendo
“Queridos amigos…”, máxime cuando más del ochenta por ciento de su público eran mujeres.
Así, este tema de los sustantivos masculinos o femeninos revela en realidad nuestra incapacidad
anímica no sólo de entender, desde el pensar, la lengua que hablamos (y por eso intentamos
cambiarla, porque siempre queremos cambiar aquello que no conocemos, cuando es un cambio
no consciente, para que se amolde a aquello que conocemos; básicamente aquí se esconde el
temor a lo desconocido como motor central de esta actitud), sino también de circunscribir la
esencia humana a lo genérico sexual físico, incluso en niños que aún no están maduros para
comprender su identidad sexual ni necesitan estarlo.
Pero nosotros creemos que somos inclusivos, porque esto nos permite descubrir, entre otras
cosas, que ayudamos a las niñas a que no crezcan sojuzgadas por el varón, o que, si uno niño es
homosexual desde pequeño (suponiendo que tal cosa sea posible), le ayudamos a aceptar sus
inclinaciones. Esto no lo estoy inventando; esto me ha pasado a mí. Alguien vino a argumentar
que, si no usábamos lenguaje inclusivo desde la temprana infancia, esto nos impedía descubrir la
identidad sexual de los niños, adoctrinando su masculinidad ya desde la niñez más temprana,
como cuando se lo obliga a jugar sólo con la pelota, lo cual replicaba y eternizaba el modelo
machista de comunicación, tanto en niñas como en niños. Como el argumento de creer que,
quienes están detrás de la Real Academia Española, son también funcionales al sistema patriarcal
desde lo idiomático, asumiendo que también son como una especie de dueños del idioma. No voy
a juzgar estos hechos; cada quien saque sus propias conclusiones. Sólo observo cada vez más
que el nivel de argumentación, cuando descansa sólo en el sentir, no es en absoluto inclusivo,
sino al contrario, cada vez divide más, y lo que es peor, como al parecer no nos alcanza estar
divididos entre nosotros, ahora también queremos que los niños lo estén. Y esta división, como
fenómeno observable, es un termómetro que nos sirve para medir cuanta sustancia anímica tienen
este tipo de cambios sociales. La sustancia espiritual, cuando promueve estos cambios, no
divide; al contrario, une, si es verdadera sustancia espiritual, porque busca comprender,
armonizar, tejer puentes, en definitiva, amar. En cambio, lo anímico, si se desboca y no es
contenido e iluminado por el pensar, separa, animaliza, destruye, fabrica muros en lugar de
puentes, y obra desde el temor, o peor aún, desde el odio. Con esta doble posibilidad ante el ojo
del alma, los hechos hablan por sí solos; es preciso querer ver, nada más.
El otro aspecto dentro del ámbito espiritual de este tópico tan estimulante también tiene que ver
con el estudio, con el cultivo del conocimiento, pero en este caso, del desarrollo mismo del hablar.
Ya tocamos este punto al pasar por el tamiz de lo orgánico, y el impacto que tiene la cualidad
moral del adulto sobre la conformación de los órganos del habla en el niño pequeño. Pero ahora
quisiera, ya para ir terminado, abordar un aspecto más, que, si bien se apoya sobre el orgánico,
también lo trasciende. Ese aspecto es precisamente el desarrollo del habla como capacidad
humana.
Si estudiamos profundamente este proceso, las fases que atraviesa se manifiestan por sí solas;
pero aquí voy a describir una imagen general. La primera fase del habla emerge en la voluntad, y
tiene relación con la expresión de deseos básicos, como el hambre, el sueño o la limpieza, el
dolor, etc. Por eso el niño grita o llora, o llora gritando, ni bien nace, y ese grito es la primera
forma del habla, un habla que apenas si es comunicación basal, matriz, de aquello que constituye
su mundo más primordialmente instintivo. Durante casi todo un año la comunicación en el niño
será a través de estos sonidos simples, monosilábicos, que quieren comunicar la expresión de un
deseo o una necesidad vital. Karl König llama a esta fase del habla el “decir”[11]. De adultos, es
decir, siendo ya capaces de combinar consonantes y vocales para formar palabras y luego
oraciones, seguimos en muchos ámbitos utilizando todavía este ‘decir’; piensen por ejemplo en
los partidos de futbol, de rugby, u otro de esos deportes que estimulan lo animal; piensen en un
recital de rock, en el clímax de una relación sexual, en una fuerte discusión con alguien, etc., etc.
Todos estos son ejemplos de un hablar que no es en realidad un hablar, sino un cuasi-hablar, una
comunicación rudimentaria, sub-humana. En el niño pequeño esto es esperable, y deseable, pero
no siendo adultos, cuando se supone, justamente porque el proceso es inverso al del niño, que
deberíamos pensar antes de hablar. Al parecer, no es tan fácil como parece.
La siguiente fase la atraviesa el niño como proceso arquetípico a lo largo del segundo año (por
supuesto, estos son cálculos temporales más bien arbitrarios; luego habrá que ver cómo se
desarrolla cada niño en forma individual a través de este proceso). Se trata del tiempo del
“nombrar” (así lo llama Karl König), en el cual el niño manifiesta tener una especie de conexión
directa con los conceptos esenciales de los objetos del mundo, “entendiendo” de forma
espontánea e instantánea aquello que constituye la médula funcional de lo que observa. Por
ejemplo, cuando un niño pudo asir el concepto ‘auto’, llamará auto (tutú) a todo lo que tenga
ruedas y se desplace, sea un auto, una bicicleta, una silla de ruedas, un palillo que él imagina ser
un auto, etc.; nosotros, como adultos, solemos divertirnos mucho en esta etapa de la infancia, por
la simpleza y sencillez que se esconde detrás de esta capacidad, e incluso la estimulamos al decir
al niño, de todo aquello que no queremos que haga o toque: “no Pepito, esto caca, esto malo”,
incluyendo en el concepto ‘caca’ todo aquello que no queremos que el niño haga, toque, diga,
etc. En este momento evolutivo del niño interviene el desarrollo de un sentido que Rudolf Steiner
llama el sentido conceptual, dentro de los doce sentidos que conforman el organismo sensorio
humano. Es sólo lentamente que el niño logra separar un concepto primordial, un concepto
matriz, en diferentes objetos que cumplen funciones similares. Y sobre esta misma capacidad se
desarrolla la enorme imaginación de un niño pequeño, que puede hacer de un ínfimo palillo, un
auto, un avión, un bastón, una lombriz, una espada, y tanto más. Mientras cumpla con dos o tres
condiciones básicas (que el niño mismo coloca con su imaginación) un palillo puede ser un mundo
entero.
Esta fase del nombrar es de absoluta importancia en la vida de un niño, porque, si bien los
objetos del mundo ya existen, en realidad el niño los descubre al nombrarlos, porque al hacerlo,
les da entidad, como si estuviera hablando en el aoristo griego. De igual modo le dan entidad sus
padres al nombrarlo, y no será la misma la entidad que el niño perciba de sí mismo si escucha su
nombre como “Pepito” o como “Pedro”. En esta fase del nombrar el niño replica, en un tiempo y
una potencia y un marco histórico mucho más pequeños, la misma fase por la que atravesó la
humanidad cuando comenzó a desarrollar el habla, y que en la Biblia se muestra con la escena en
que Dios da a Adam la tarea de ‘nombrar’ a los animales y seres de la creación. Al nombrar un
objeto o un ser, lo estoy colocando frente a mí en su esencialidad más íntima, es decir, lo estoy
separando de mí, para poder percibirlo, reconocerlo, y, por tanto, comprenderlo. Al ser nombrado,
mi yo atraviesa un proceso similar: es reconocido, en la forma de mi nombre, por los otros, y
entonces, al sentirse reconocido, ocupa dentro mío el lugar que le corresponde. Por eso los
maestros Waldorf utilizan el recurso del nombre completo del niño casi siempre (me refiero sólo al
nombre, no al apellido, aunque también podría usarse). En el nombre vive el yo de los seres, su
identidad más profunda, vive mi propio yo para todos los demás menos para mí mismo, porque
sólo yo no puedo nombrarme a mí con mi propio nombre (salvo que sea un niño muy pequeño)
[12]; aquello que yo soy para mí, aquello que soy y que para mí suena ‘yo’, para todos los demás
suena a mi nombre. Esta identidad casi Mistérica de los objetos y seres del mundo es la que el
niño revela y desvela en esta fase del nombrar.
Finalmente se llega así a la fase del “hablar” propiamente dicho, en la cual el niño pasó de
monosílabos a bisílabos (muchos de los nombres utilizados por los niños en la fase del nombrar
están compuestos por bisílabos o monosílabos repetidos), y de éstos a palabras completas, para
luego formar frases cada vez más complejas que le permitan comunicar, en primera instancia, su
propio mundo anímico. Este no es un detalle menor, y lo reitero. El hablar como facultad, se
produce antes que el pensar, no después. Es decir que el niño no habla acerca de aquello que
piensa, sino acerca de aquello que siente. Y esto está bien que así sea. Así ha de ser el desarrollo
del proceso como arquetipo, si nosotros no interfiriéramos con nuestras excelentes ideas acerca
de lo apropiado que es que un niño piense lo antes posible. Sólo más tarde, años más tarde, el
niño aprende, si todo va bien y es acompañado por un adulto amoroso, que el pensar puede
volcarse al contenido del alma, discernirlo, comprenderlo, envolverlo, y, por tanto, modificar el
hablar para que exprese el contenido no sólo de emociones sino de ideales morales superiores.
¿En qué fase les parece que está este llamado lenguaje inclusivo? ¿o desde qué fase emerge?
¿desde la del decir, el nombrar, o el hablar? Si es un hablar (que orgánicamente está claro que lo
es) ¿será un hablar posterior al pensar, es decir, enriquecido por éste, o previo al mismo? Si este
complejo desarrollo del hablar y la lengua en un niño pequeño es acompañado por un lenguaje
cargado de elementos del decir y del hablar sensual, y con la íntima relación que posee el hablar
con el posterior desarrollo del pensar, ¿qué clase de adultos estamos criando? ¿con qué recursos
anímicos para enfrentarse a opiniones que difieren de las propias?, (el decir, como una de sus
características, justamente no tolera otra forma de decir que la propia), ¿con qué recursos
espirituales para asir el mundo de las ideas con veracidad objetiva? ¿con qué base orgánica para
una comunicación que pueda portar un nombrar que desvele la esencia de los objetos y seres del
mundo?
Existe un aspecto más a tener en cuenta, muy ligado a esta imagen, y que constituye la
contracara del hablar, su complemento, y este es el escuchar. Escuchar no es oír (como decir no
es nombrar, ni nombrar es hablar); oír tiene base orgánica, y hay muchas personas sordas en el
mundo que no oyen, pero pueden escuchar. Escuchar se ejerce con el oído del alma, no del
cuerpo (como el que usaba Beethoven), y deviene capacidad anímica cuando mi nombrar, pero
sobre todo mi hablar, se han desarrollado saludablemente durante mi niñez. Piensen, ¿cuántas
personas que ustedes conocen y que utilizan el llamado lenguaje inclusivo, pueden escuchar
estas palabras de hoy, objetivamente, sin juicio ni condena interior? ¿cuántos de nosotros aquí
sentados, tan creídos quizá de ser superiores por estar hablando de estos temas, podemos en
verdad escuchar la necesidad anímica urgente que se esconde detrás del uso de este lenguaje
inclusivo, y que en realidad no tiene nada que ver con la lengua en sí misma, sino con algo mucho
más profundo y complejo que nos engloba a todos como humanidad que evoluciona de una
cultura a otra, de una época a otra?
Para modificar el hablar, hay que aprender a escuchar. Curiosamente, al hacerlo, nos van
quedando cada vez menos ímpetus para modificar el afuera, porque entendemos de a poco que lo
único que podemos en verdad cambiar es nuestro interior, nuestro escuchar.
Gracias por este espacio de hoy, por la apertura de sus almas, y por las fuerzas del mundo
espiritual que nos permitieron abordar, aunque sea superficialmente, un tema tan complejo.
Espero sea de utilidad para ustedes y otros no presentes.

[1] [No estamos tan lejos de crear máquinas que puedan independizarse del accionar humano en
todo su proceso productivo, si es que no han sido creadas ya (algunas investigaciones sostienen
que la tan nombrada y tan temida Inteligencia Artificial ya existe), pero esto no es lo mismo que
crear vida. El androide que conduce un programa de noticias en Rusia, Japón, o no recuerdo ya
en qué país, no está en verdad vivo, y cualquiera con una sensibilidad despierta puede darse
cuenta de ello. Las muñecas robots creadas a pedido según los deseos de sus compradores (creo
que en Inglaterra o E.E.U.U.), no sólo en cuanto a figura estética sino también en cuanto a
“programación emocional”, tampoco están verdaderamente vivas, esencialmente vivas, y no es
difícil notarlo, por más fascinación que nos produzca la asombrosa creatividad humana, para
alguien con el alma abierta a lo sutil. Otro tanto puede decirse del androide sexual creado para las
mujeres. La vida, la vida real, es algo mucho más complejo que unir ciertas partes entre sí y
programarlas para que ejecuten ciertas funciones. Eso es vida mecánica, no vida viviente. Es vida
invertida, vida al revés, vida que nace de la muerte, no de la vida. Al margen de que sigue
habiendo intervención humana (por el momento) en la creación de estas máquinas tan complejas,
es interesante notar, por ejemplo, que, en inglés, la sigla A.I. (Artificial Intelligence) suena igual que
la ‘I’ (que se lee ‘a-i’) que en ese idioma enuncia lo mismo que aquello que en español se llama
‘Yo’, o ‘Ich’ en alemán. Si recordamos qué es ser un ‘yo’, una individualidad, una esencia
irrepetible, y viva, una entidad individual única, divina, creada a imagen y semejanza de su
Creador… si recordamos todo esto, comienza a ser muy llamativo, por decir lo menos, que esta
A.I. no tenga un yo propio (porque allí donde está el yo humano, está la vida humana en su misma
médula, precisamente; y es eso lo que no podemos crear aún, ni siquiera como inteligencia
artificial), y que, por tanto, ha de tomar su identidad (su yo) de algo más, o de alguien más,
solamente porque, de no hacerlo, no llegaría nunca a ser una inteligencia autosuficiente, sino
apenas una copia autómata. Pero este es precisamente el punto. Donde surge el automatismo, no
hay vida. La vida es enemiga de lo rígido, porque la rigidez trae muerte, y de la muerte no nace la
vida, al menos no en forma natural. Porque en forma antinatural es bastante asombroso cómo
estamos buscando incesantemente simular al Creador. Pero la vida sólo puede provenir de la vida;
lo viviente es hijo de lo viviente].
[2] [Que algo se encuentre muy lejos en el pasado no significa que esté muerto, sino simplemente
que está más lejos en el tiempo y en el espacio. Todo aquello que ha formado parte de los hechos
de la creación, sea que provengamos de una casual explosión cósmica, o sea que hayamos sido
creados a imagen y semejanza de una Divinidad omnisciente y omnisapiente, todos los hechos,
por más irrelevantes que parezcan, siguen estando presentes en sus efectos en la actualidad].
[3] N. del E:: Por ejemplo, ‘loving’ se traduce como ‘amoroso’ o ‘cariñoso’, pero en realidad
debiera traducirse como ‘estar amando’ o ‘estar siendo amante’. En alemán, el verbo’ erkennt’,
que suele traducirse como ‘reconocer’ o ‘discernir’, habría de traducirse como ‘estar
reconociendo’, ‘estar en actitud de reconocimiento’ o ‘estar siendo en el reconocer’. En ambos
idiomas es de vital importancia el contexto dentro del cual se usa determinada palabra para
discernir si está haciendo uso de un sustantivo, como ‘amoroso’, o de una acción verbal en
devenir, como ‘estar siendo amante’.
[4] [Existen numerosos ejemplos de niños que no han sabido o no han podido conquistar estas
capacidades, permaneciendo en un estado evolutivo que podríamos llamar animal (sólo para
poder entendernos entre nosotros) pero que en realidad habría que llamar sub-humano. Dentro de
la llamada educación especial pueden encontrarse otros tantos ejemplos. Por favor, no interpreten
con ello ningún comentario descalificador ni peyorativo; estoy simplemente describiendo hechos
que cualquiera puede ir a corroborar desde una observación empírica, o mejor aún, desde una
observación Goetheana. Las biografías de Kaspar Hauser y de Hellen Keller son sólo dos de entre
una multitud de ejemplos asombrosos para estudiar en profundidad este tópico].
[5] [Esta primera imagen es muy simplista, porque paralelamente se produce una contra corriente
de arriba hacia abajo, o de afuera hacia adentro, y es importante considerarla como parte de la
totalidad evolutiva que presenta el niño; sólo puedo mencionar esto ahora, quizá para profundizar
en otro momento].
[6] [Esta es una idea muy chocante para nosotros hoy, el concebirnos casi como autómatas, cuya
intencionalidad de acción no residía dentro sino fuera, como sucede hoy entre nosotros y las
máquinas que creamos].
[7] [En forma similar al proceso biográfico individual, en el camino evolutivo que recorremos como
humanidad también hemos pasado ese momento en donde el proceso se invierte, no sólo porque
hemos llegado a la fase del desarrollo del pensar, sino porque, como sucede con el joven, dicho
desarrollo sólo sucede si es impulsado, promovido por los seres humanos; claramente las
Jerarquías ayudan en ese proceso, pero cambia drásticamente la dirección. Ya no es de arriba
hacia abajo, sino de abajo hacia arriba, y para que pueda darse debe ser asumida en libertad por
cada ser humano individual].
[8] [Es más, mi aire exhalado está lleno de veneno que ustedes inhalan al escuchar. Si no
interviniera un elemento más elevado aún, un elemento de índole espiritual pura (además de la
relación con el reino vegetal), y esta habitación estuviera totalmente sellada, moriríamos todos en
pocas horas. Pero el habla puede ser espiritualizada por la consciencia humana, al menos en
parte, y así portar aquel Verbo hecho carne].
[9] [De manera análoga, se dice capilla ‘ardiente’, no ‘ardienta’; se dice ‘estudiante’, no
‘estudianta’; se dice ‘independiente’ y no ‘independienta’; ‘paciente’, no ‘pacienta’; ‘dirigente’, no
‘dirigenta’; "residente", no ‘residenta’].
[10] [Si quisiéramos ir un poco más profundo en la trimembración del lenguaje, hemos de recordar
que el verbo tiene que ver con la voluntad, el adjetivo con el sentir y el sustantivo con el pensar.
Entonces, estos cambios en el lenguaje llamado inclusivo se dieron en el ámbito de la voluntad,
de los verbos, porque de pronto comenzó a transformárselos en adjetivos o sustantivos
adjetivados. Ahora son los mismos sustantivos los que están siendo modificados. Aquí queda muy
en evidencia la falta que tenemos, como humanidad, de una imagen clara del ser humano como
organismo trimembre].
[11] [Es interesante notar que el idioma alemán posee dos términos diferentes, uno para el ‘decir’,
orto para el ‘hablar’; en castellano también están, pero casi no los usamos en ese sentido].
[12] [De hecho, la fase del nombrar termina cuando el niño interioriza su nombre y eventualmente
deja de llamarse en tercera persona a sí mismo, y comienza a decirse ‘yo’, es decir, interioriza su
propia esencia individual, al menos en un primer paso].

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