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SOBRE PERSONA DE JOSÉ CARLOS AGÜERO:

COMPLEJIDADES EN EL TRABAJO Y USO DE LA MEMORIA

Antonio Baeza Henríquez

Persona es el título de un libro que incluye aforismos, crónicas, narraciones, poemas


y elementos gráficos que en conjunto exponen el proceso de elaboración del duelo y trauma
de su autor, José Carlos Agüero, escritor peruano e hijo de senderistas asesinados por agentes
del Estado peruano durante el conflicto de guerra interna entre tal y la facción radicalizada
del Partido Comunista Peruano conocida mediáticamente como Sendero Luminoso [PCP-
SL], la violencia fue perpetrada por distintos actores y también la memoria se enreda en tal
heterogeneidad. El conflicto ocurrió entre 1980 y 2000 fundamentalmente en la sierra
peruana y tuvo como principal victimario -numéricamente, al menos- al PCP-SL, con una
participación de todos modos central de los agentes del Estado y, en proporciones menores,
al Movimiento Revolucionario Tupac Amaru (MRTA) y los Grupos de Autodefensa
conformados por las propias comunidades (De Vivanco 2018). En un escenario tan complejo
de múltiples y diversos perpetradores y víctimas, la memoria del sobreviviente o el deudo,
implicada y afectada directamente en su vida emocional, resulta un proceso intrincado que,
precisamente debido a la búsqueda de modos de gestionarlo, arroja la emergencia de una
actitud filosófica frente al horror. En este documento se apunta a fundamentar la siguiente
hipótesis al respecto: Que en el libro Persona de Aguëro es posible distinguir, tanto en forma
como en contenido, asuntos implicados en los procesos de memoria que caracterizan su
complejidad, tales como la perpetuación del daño mediante la vía estética, el problema de la
legitimidad en quien usa tal memoria, la producción literaria como vía de elaboración y la
recuperación de la relevancia de la responsabilidad individual.
La historia no es gratuita. Deja vestigios y estragos en el mundo material y también
en las emociones individuales, grupales y colectivas. Se trata por un lado de cómo los
sobrevivientes o deudos se hacen cargo de las huellas disponibles de los sucesos y, por otro,
de cómo se sobrelleva la ausencia de los vestigios, los grados de incertidumbre asociados y
el estrés adicional asociado a la búsqueda, ausencia de descanso tanto físico como emocional
-si es que es posible diferenciarlos- de la que quienes viven no se permiten descansar hasta
subsanar la incógnita con la obtención del resto que trae la triste certidumbre. Cuando esto
ocurre en situaciones de muerte, tortura, desaparición y amedrentamiento, la insuficiencia
del resto resulta incluso más apabullante, pues de cuerpos enteros a veces sólo se hallan
fragmentos indistinguibles que sin el apoyo de la técnica arqueológica y forense no logran
configurarse en la certidumbre azotada de la gente como resto corroborado que adquiere
recién allí la facultad de cargar memoria.
Cuando desde la posición del perpetrador se ejecuta la destrucción de los cuerpos y
la gestión activa o pasiva de su desaparición -activa, como cavar una fosa; pasiva, como dejar
los cuerpos abandonados para que se los coman animales baguales-, precisamente se logra
extender el escarmiento sobre los deudos individuales y colectivos puesto que se dificulta el
ejercicio de la memoria mediante la no-disponibilidad de elementos concretos que sean
plataforma desde la que se inicia el esfuerzo de recuperación de aquellas representaciones y
sensaciones que son posibles de visualizar y que se refieren al vínculo con el ser que ya no
está. Se borra al ser humano y a su posibilidad de trascendencia en la memoria pese al fin
desgraciado del cuerpo. Así lo hace el ácido que disuelve a los muertos por el narcotráfico
en México, tal como la cámara de gas de la Alemania nazi, el riel que se hunde en el mar
chileno con una persona viva atada y, por cierto, el desordenado y desinteresado destino de
los restos mortales de mujeres y hombres en la sierra peruana, abandono anti-funerario en el
que el caos simplemente se encarga de esfumar las posibilidades de certidumbre a medida
que avanzan los años. Van Alphen (citado en Burucúa y Kwyatkowski 2014) sugiere una
manera de pensar este tipo de fenómenos en su carácter performativo; el acto violento no ha
terminado de ocurrir, dado que el trauma, la ausencia de vestigios y las insuficiencias y
contradicciones en los esfuerzos de reparación siguen doliendo a sobrevivientes y deudos.
Son otras etapas de la acción del arma sobre el cuerpo, onda expansiva de un acto violento
continuo en el tiempo y que alcanza distintos registros, moviéndose en particular gracias a
su carácter performativo, a la vía estética, dado que para este caso la violencia opera
concretamente mediante los sentidos. Permítase aquí un ejemplo terrible aunque
lamentablemente realista para estos efectos: Si se tiene certeza de que un ser querido fue
descuartizado por perpetradores, la escena mental en la que se proyectan las imágenes
generadas al respecto por el cuerpo/mente azotado del deudo son de tal nivel perturbador que
incluso a quienes leen esto -o a mí, que lo estoy escribiendo y que lo leeré luego- causan una
sensación que no deja de ser terrible, aunque si no se ha vivido ello como familiar o ser
querido directo tal experiencia resulta simplemente inimaginable. La condena a la repetición
de ese tipo de eventos de origen y carácter traumático -cuesta ocupar el prefijo -pos para estos
efectos- se configura como escena que logra, como tal, al momento de su evocación, una
sensación inmersiva que contribuye a intensificar y clarificar el contenido. Se trata de torturas
mentales cual réplicas de las originales que poco se apaciguan cuando una Comisión logra
esclarecer el suceso que se reemplaza con ese trozo oscuro de imaginación -sólo se tiene
material más confiable para actualizar la escena- y a lo que se puede aspirar es a olvidar -
difícil y a la vez imposible-, a disfrutar perversamente o a matar toda respuesta sensible
mediante el endurecimiento por costumbre o an-estesia mediante la repetición de la
representación en términos de Sontag (citada en Burucúa y Kwiatkowski 2014). Esto es sólo
un ejemplo del alcance de la violencia mediante la vía performática, uno que en particular
ocurre en el espacio interno de la subjetividad y que resulta ser una vivencia difícil de
externalizar si no es mediante el ejercicio narrativo oral o escrito. Para eso se requieren ganas
de escribir, grabarse o dar una entrevista. Y para ello, a su vez, se necesita que el cuerpo esté
disponible para moverse, algo que fácilmente se bloquea por efectos emocionales. No
sabemos qué porcentaje de los sobrevivientes y deudos han tenido ganas de escribir y
podemos intuir que se trata de una minoría. Una inmensa cantidad de personas hoy soporta
en silencio o bien flash-backs, o bien escenas imaginarias sustitutivas de información
ausente, profundas crisis existenciales, vidas emocionales trastocadas y una constante
sensación de impunidad irreparable y no han querido o no han podido escribir o hablar.
Personas que viven encarnadamente, dado que son quienes pueden constatarlas y sufrirlas,
las tres muertes a las que se refiere De Vivanco (2018):

Siendo aún más radical, no acceder a la justicia es como si las víctimas murieran
una vez más, en un nuevo acto de violencia simbólica. De este modo, éstas sufren una
primera muerte –simbólica– por marginación económica y exclusión social, que tuvo
como una de sus principales consecuencias la invisibilización durante años de su
condición de víctimas o de su desaparición; una segunda muerte –real– por la violencia
concreta ejercida por los grupos armados sobre los sujetos y sobre las colectividades
sociales subalternas; y una tercera muerte –simbólica– por una nueva exclusión, esta
vez de la justicia transicional. Este hecho parece sugerir, ahondando aún más la
hipérbole de Mirko Lauer, la categoría de los triplemente muertos o desaparecidos”
(De Vivanco 2018:130)

Personas cuya memoria no ha recibido la reparación por parte del mundo de los vivos
y sus aparatos. En el más acá, sus seres queridos son cuerpos que no han descansado de ser
violentados en su emocionar, proceso que va haciendo progresar un daño irreversible que, no
obstante, muchas y muchos se adiestran en gestionar. La producción literaria, así como de
cualquier otro arte, es una de esas vías de hacer frente a la onda expansiva de la violencia. Es
un ejercicio de la memoria en un nivel particular de elaboración pues es un modo de gestionar
los vestigios en conjunto con las ausencias para dar lugar a un producto distinto, a una especie
de ‘mapa’ o ‘informe’ de un momento específico de un proceso de memoria. Especifica y
ordena aquello que antes de ser palabras era punzadas indeterminadas y nocivas, entregando
una multiplicidad de ángulos posibles para observar el siempre crudo estado de los asuntos.
Dada la heterogeneidad de perpretradores, los vectores de violencia se confunden a
nuestra vista, dado que la que Žižek (2009) llama violencia objetiva, aquella que yace
naturalizada en nuestro sentido común y nuestros hábitos tácitos, proviene en el Perú
fundamentalmente de la acción de la alianza entre los grupos económicos y la administración
del Estado tal como el capitalismo opera en la generalidad de la región latinoamericana y
que, en cambio, la violencia subjetiva, aquella que afecta explícitamente en el ataque al
cuerpo o a la integridad humana tal como ocurre en el asesinato o la mutilación, tiene los
múltiples orígenes antes mencionados y sus características de crudeza terminaron por
desplazar la violencia estructural del foco principal de las referencias al asunto. El ‘río de
sangre’ fue considerado necesario por Abimael Guzmán para que el Partido cumpliera su
misión histórica y el horror pasó a ser condición tolerable para el senderista. Esta
jerarquización que beneficia la consideración de la disciplina político-militar por sobre la
conservación del respeto a los Derechos Humanos ve probablemente un efecto rebote en los
énfasis que la literatura ocurrida como respuesta histórica deliberada o circunstancial que en
su consideración del asunto no deja de deslizar, explícita o implícitamente, la pregunta
sentida al PCP-SL acerca del por qué de la abundante brutalidad proferida cuando en general
se contó antes, en Latinoamérica, con ejemplos de guerrillas de izquierda de alta integridad
ética incluso en lo militar; lo del PCP-SL es una irrupción perturbadora en la historia reciente
de la región, acostumbrada a que el verdugo sea el Estado y el capital internacional. Es
esperable que tal pregunta histórica -a modo de doloroso reclamo, por qué no decirlo- asedie
a quien en Latinoamérica escribe crítica al enfrentarse con el importante campo de
producción literaria que se ha formado en torno a este conflicto. Es la inquietud que surge al
constatar la cantidad de dolor y de densidad traumática presente en este extendido corpus,
duda que es posible de obviar dependiendo de las intenciones de cada estudio pero que en
este caso es ineludible dado que lo que nos convoca es el asunto de la memoria. Es lo presente
en lo planteado por el autor, ya ni siquiera como pregunta sino que como un quiebre resignado
respecto al legado del PCP-SL. Agüero se aproxima a la historia y compromiso de su madre
y de su padre con altura de mira política pero con un irreparable y necesario resentimiento
encarnado frente a una institución cuya doctrina y actuar colectivo llevó el curso de los
sucesos hacia la pérdida de los seres amados y que, además, hizo uso de ello con el fin de
nutrir la memoria heroica de la épica partidista, operación que el autor considera una
operación ilegítima de usufructo del vestigio de lo irreparable, actitud ante la que se
experimenta repulsión::

“Mis padres son menos que polvo, nada, muertos. Su memoria no me pertenece.
No le pertenece a los que eran sus enemigos, los que lo mataron, que sólo los invocan
como parte de una idea general, monstruosa, de un infierno terrorista.
Pero tampoco, tampoco, le pertenece a esta historia oficial comunista.
Quisiera decirles: quiten sus manos cínicas de esos cuerpos que son polvo torturado.
Me dan ganas de pedir en alguna parte: por favor, amigos, compañeros,
camaradas, pido respetuosamente, dejen de usar estas memorias para grandes o
pequeños fines.
Pero soy cobarde y me callo”
(Agüero 2017:124)

Lo escabroso del proceso de memoria en Agüero logra una empresa considerable de


elaboración en su proyecto literario. En Persona, el autor elabora una obra compuesta de
aforismos y notas con distintas apreciaciones acerca de distintos episodios de su proceso
personal respecto a la muerte de sus padres. El lenguaje tiende a ser llano aunque con visitas
relativamente frecuentes a autores académicos para referirse a conceptos específicos que
desembocan rápidamente, en el curso de unas frases, en una bajada hacia lo elemental. Una
de las inquietudes que Agüero amasa es el nido de preguntas acerca de cómo ejercer la
memoria, cómo hacer frente a la desorientación dolorosa del duelo por quien ha muerto bajo
crueldad, qué elementos tomar como punto de partida:

“Mi madre, ¿qué huellas ha dejado? ¿Hay que reconstruirla por sus pasos, sus
rutinas, sus hitos, sus amores, sus hijos, sus fotos, sus amigos, sus canciones, su tiempo,
su época, su militancia, su idea de sí, la idea que tenía de su vida, de su cuerpo, de sus
motivos, de sus deseos, de sus sueños? […] por sus muertos? ¿Por sus ancestros, por
sus padres, sus hermanos, sus deudas, sus tristezas, sus vergüenzas, su pobreza, sus
planes, sus barrios, su casa¨[…] por las personas que ayudó, por su solidaridad, por su
trabajo social y político? […] ¿Hay que encontrarla en las personas que le sobreviven?
[…] sus compañeros, sus camaradas, izquierdistas, progresistas, sindicalistas,
senderistas, emerretistas […] en los inocentes, los subversivos, los terroristas […] en
los presos, las presas, las torturadas, las violadas, las desaparecidas, los muertos y los
liberados? […] ¿O hay que encontrarla, sobre todo, en las personas que dañó, en ese
rastro de personas vivas y muertas que dejó su paso de mujer revolucionaria por el
mundo?
(Agüero 2017:28)

La memoria es un esfuerzo de recuperación de la huella de sensaciones previas y,


como tal, es un trabajo de evocación que ocurre mediante operaciones de reconstrucción o
de reconstitución. Es un esfuerzo que requiere de subsidios en el mundo de los sentidos,
correlatos que operen como puntos de referencia y permitan mantener la viabilidad de un
mapa mental, de un esquema respecto al objeto que se quiere hacer perdurar. Sin el vestigio
material o narrativo la recuperación se va diluyendo a medida que avanza el tiempo. Incluso
las caras pueden olvidarse. Se requiere, además, de un método personal o de una mínima
estrategia para hacer andar los procesos internos de memoria pues se trata de una avalancha
de información perturbadora de la que hay que hacerse cargo para no perder la integridad de
la identidad y la estabilidad. El humor es una de las herramientas que usa Agüero para
enfrentarse a tal asunto, actitud que de todos modos suele ser solapada y deslizada de modo
elegante y algo translúcido. Vich y Hibbett (2009) asocian el uso del humor como modo de
generar una relación de complicidad entre el sujeto de la escritura y el de la lectura, no
necesariamente un uso intencional pero sí un impulso implícito de establecimiento de alianza
frente a la desolación causada por el horror. Además, la ironía contribuye a exponer la
reducción al absurdo de trozos del sentido común, actuando por tanto con un enorme poder
de crítica:

“Llevar pasaporte y Documento Nacional de Identidad (DNI) es útil en una mirada


optimista del mundo. Mejor lleva siempre a la mano un odontograma y, cada vez que
se pueda, renueva las cartillas de colores. En algún momento alguien tendrá que
buscarnos […] Sonríe. Imperativo categórico”
(Agüero 2017:62)

La referencia a la inutilidad del documento de identidad, asociable a una persona,


apunta a uno de los troncos centrales de lo que logra exponer Agüero acerca del ejercicio de
la memoria. La ‘persona’ resulta ser el resultado final esperado de una larga reconstitución
desde fragmentos que han de ser analizados con ayuda de la técnica arqueológica y forense.
Además de un método personal para soportar la cara interna del proceso de memoria, se
requiere la esquematicidad de la racionalidad científica para poder identificar los restos
mortales que, de otro modo, sólo se perderían en un anonimato eterno. Se expone así el
sinsentido del DNI como una ventana para esbozar una visión pesimista respecto a la
permanencia misma de la identidad personal frente a las fuerzas de desintegración y
degradación de los sucesos históricos: La persona cuyo cuerpo ha sido destruido comienza a
recuperarse recién cuando se establece una correspondencia de dos restos con un mismo
organismo previo y así también ocurre con los vestigios inmateriales asociados a la narración
de los deudos. Es trabajoso recordar. Hay pasos previos de los procesos de memoria donde
la persona aún no se ha recuperado pues recién se buscan sus fragmentos entre varios otros
con los que se confunden y mimetizan.
Volviendo a la pregunta desconcertada por el por qué de la brutalidad, Agüero desliza
una interesante crítica a la idea de ‘banalidad del mal’, célebremente promovida en Eichmann
en Jerusalén por Hannah Arendt. El autor desconfía de aquella despersonalización que
ocurriría en el autor material de los hechos violentos por orden de niveles superiores; se
hallaría allí un vestigio colonialista y pro-jeraquizador que asumiría llanamente la supresión
de la voluntad en quienes no toman las decisiones políticas y militares sino que las ejecutan,
una desaparición de la posibilidad de voz interna y externa en tales actores de los que Agüero
desconfía profundamente, no creyendo en la instrumentalización totalizante:

“El pozolero mexicano decía que sólo trabajaba. Su esposa lo justifica, dura es
la vida en el norte, no hay mucho qué hacer para ganarse el sustento. Eichmann latino,
chabacano, sin los planes épicos del Reich, sujeto a las lógicas de dominio y comercio
de los carteles.
Dan ganas de decir cosas así. Pero no hay banalidad del mal. Es simple retórica.
Eichmann era antisemita, nazi, sabía lo que hacía y lo hizo a conciencia […] Sabían.
Intuían. Intuir es tanto, es casi todo, es a veces más que saber […] no se puede hablar
sino con la voz eurocéntrica y, por lo tanto, cada vez que un subalterno dice algo,
incluso al quejarse, no lo hace sino con la voz prestada […] incluso al rebelarse,
obedece. Estos administrativos, estos pozoleros, eichmanns, al ejecutar, al disponer
cuerpos sólo trabajan, atravesados por las lógicas de la producción. No son sujetos
activos. Más aún, no son sujetos. No hay conciencia moral en ellos. Hablan la voz de
otros. Son las manos de otro”
(Agüero 2017:73)

Trozos como este ponen en evidencia la dificultad de configurar al victimario en el


proceso de memoria. Agüero rescata la responsabilidad individual del perpetrador desde un
pozo en el que se encontraba minimizada como epifenómeno cuasi-ilusorio de los procesos
sociológicos de control. No se niega, en modo alguno, la responsabilidad política tanto de los
gobiernos del Perú como de la alta dirección del PCP-SL, pero se sitúa el foco en los costos
en violencia subjetiva localizada que tuvo el conflicto, escena que se asume extendida a
muchos otros casos que resultan terribles, por cierto, en sus características únicas y
particulares. El daño es generalizado sólo en un nivel sociológico; el horror fue específico y
personalizado, no necesariamente planificado -muchas veces sí lo fue- desde la logística que
da soporte al perpetrador, pero sí una tortura hecha a la medida de cada persona, familia y
comunidad. De hecho, el ensombrecimiento del sufrimiento localizado en favor de traer a
primer plano el terror generalizado es parte del daño mismo y opera también como obstáculo
a la memoria. El dolor local se refiere a muertos con nombre y apellido y son aquellas
personas las que se busca restituir mediante el hallazgo, validación y conservación de
fragmentos materiales e inmateriales. La pérdida de lo particular en lo general es lo que se
combate y eso implica no sólo la recuperación de la persona del asesinado, sino que en la
individualización del asesino, dimensión donde tiene lugar la sustancia de lo terrible.
Recapitulando, la lectura de Persona de Agüero aborda una serie de puntos en los que
es posible notar lo intrincado de los procesos de memoria frente a la violencia política. Por
un lado, se observa un ejemplo capital de cómo la producción literaria provee una vía de
elaboración del trauma personal y psicosocial frente a la onda expansiva que perpetúa los
hechos violentos mediante la vía estética tanto en el mundo subjetivo interno como en la
constatación de la insuficiencia de reparación en el dominio social. Esto incluye la presencia
del humor como uno de los modos disponibles de gestión de los contenidos perturbadores y
de visibilización del absurdo devenido en sentido común Además, el autor se refiere a la
complejidad de los esfuerzos de recuperación de contenido dada la insuficiencia de vestigios
materiales e inmateriales y el carácter fragmentario de los mismos. Esto se realiza sobre un
telón de fondo de incertidumbre y de extravío mayoritariamente inevitable de los restos
corporales o narrativos de los muertos, torturados y desaparecidos donde la recuperación
individualizada de los asideros locales de la violencia requiere no sólo un método para tratar
los fragmentos de las víctimas sino que además precisa relevar el elemento de la
responsabilidad individual del perpetrador dado que la violencia subjetiva, costo asumido por
las partes del conflicto y fuertemente criticado y resentido por Agüero, tiene sustancia
precisamente en los hechos específicos. El libro logra exponer distintos colores del duelo y
el trauma referido a hechos de crueldad motivados a hechos políticos, llamando la atención
respecto a las jerarquías de motivaciones que asume el ser humano y al examen minucioso
de la ética resultante, de las decisiones que finalmente se toman. El retrato del dolor es denso
y pone frente a nuestros rostros las consecuencias extendidas de tal forma de actuar, de
planificar la acción y de justificarla. La conciencia no ha de pesar sólo por la tortura ejercida
hace años, sino que por el desmedro persistente en el tiempo de distintas dimensiones de lo
humano en víctimas y deudos. La obra, así como el corpus de literatura asociado al conflicto,
resulta también, sin duda, un llamado de atención a todos quienes simpatizamos con los
proyectos de izquierda en Latinoamérica y que hemos validado en algún momento la vía
armada como proyecto político. Nos vemos obligados a definir mejor cuáles son los límites
de tal idea y también cuáles son los estándares éticos que podrían garantizar que los proyectos
revolucionarios mantengan su integridad y sean procesos sanadores en lugar de traumáticos,
tanto para las personas individuales como para las familias, las comunidades y las sociedades.
Es cierto, la historia no es gratuita. Los cambios sociales tienen costos. Escritos como
Persona llaman precisamente a cotizar esos costos a quienes sentimos indignación por la
violencia objetiva -y la subjetiva, por cierto- que diariamente ejerce la alianza entre capital
internacional y clase política sobre los pueblos que sostienen la producción y la vida en los
países de la región. Allí reside su carácter edificante.
Trabajos Citados

Agüero, José Carlos. Persona. Lima: Fondo de Cultura Económica, 2017.

Burucúa, José Emilio y Nicolás Kwiatkowski. Cómo sucedieron estas cosas. Representar
masacres y genocidios. Buenos Aires: Katz, 2014.

de Vivanco, Lucero. “Tres veces muertos: narrativas para la justicia y la reparación de la


violencia simbólica en el Perú”. Revista Chilena de Literatura 97 (2018): 127-152.

Vich, Victor y Alexandra Hibbett. “La risa irónica de un cuerpo roto”. Juan Carlos Ubilluz,
Alexandra Hibbett y Víctor Vich. Contra el sueño de los justos: la literatura
peruana ante la violencia política. Lima: IEP, 2009.175-189.

Žižek, Slavoj. Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. Buenos Aires: Paidos, 2009.

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