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“Me pregunto cuál es la verdadera raíz del desprecio a la verdad. Creo que es el
desprecio a uno mismo. La verdad va del tal modo unida a la condición humana,
que el faltar deliberadamente a ella es lo más próximo al suicidio. El que miente a
sabiendas, está atentando contra sí mismo, se está hiriendo, mancillando,
profanando. Y, por supuesto, lo sabe. Por eso se puede advertir en el que miente-
intelectualmente, profesionalmente, o como sea- un inmenso descontento. Hay
una amargura, la más grave de todas, que no procede de lo que a uno le pasa, sino
de lo que se es.” (Julián Marías).
Tan cerca del otro y muriéndonos de soledad; porque nuestras palabras son
simples, nuestros gestos repetitivos, nuestras acciones monótonas.
Hablamos pero no llegamos; nos aproximamos pero no seducimos;
actuamos pero no atraemos. Nos estamos volviendo “comunes y
corrientes”; ya no hay fuerza, congruencia, apasionamiento en lo que
hacemos. Hemos dejado de ser extraordinarios porque nuestro trabajo o
servicio se volvió ordinario. Adolecemos, de un “virus oculto y silencioso”
que si no se detecta “mata el amor”: es la rutina y el miedo. No podemos
ser “pacientes terminales por patologías en la comunicación”; la afasia no
puede llegar a nuestros centros de atención a la salud.