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DE LA
AMBIGÜEDAD
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SIMOME DE BEAUVOIR
lili:
SIMONE DE BEAUVOIR
EDITORIAL LA PLEYADE
BUENOS AIRES
Título del original francés
POUR UNE MORALE DE L'AMBIGUITÉ
Traducción de
RUBÉN A. N. LAPORTE
10
que eligen dejar en las sombras ciertos aspectos em
barazosos de una situación demasiado compleja. Pero
es en vano que se intente mentirnos: la cobardía no
resulta. Esas metafísicas razonables, esas éticas con
soladoras con las que se pretende engañarnos, no ha
cen más que acentuar la confusión que padecemos.
Los hombres de hoy parecen experimentar con mayor
vivacidad que nunca la paradoja de su condición. Se
reconocen por el fin supremo al cual debe subordi
narse toda acción; pero las exigencias de la misma los
obligan a tratarse unos a otros como instrumentos o
como obstáculos: como medios. Cuanto más se agran
da su empresa en el mundo, más se encuentran abru
mados por fuerzas incontrolables: amos de la bomba
atómica, ella no fue creada, sin embargo, más que
para destruirlos. Cada uno tiene en sus labios el gus
to incomparable de su propia vida, y sin embargo
cada uno se siente más insignificante que un insecto
en el seno de la inmensa colectividad cuyos límites
se confunden con los de la tierra. Probablemente en
ninguna época hayan manifestado con mayor apa
rato su grandeza, en ninguna época, tampoco, esa
grandeza ha sido tan atrozmente escarnecida. A pe
sar de tantos sueños obstinados, a cada instante, en
cada ocasión, la verdad resurge: la verdad de la vida
y de la muerte, de mi soledad y de mis lazos con el
mundo, de mi libertad y de mi servidumbre, de mi in
significancia y de la soberana importancia de cada
hombre y de todos los hombres. Hubo un Stalingrado
y un Buchenwald, y ninguno de ellos hace olvidar al
otro. Puesto que no tenemos éxito huyéndole, trate
mos entonces de enfrentar a la verdad. Tratemos de
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asumir nuestra ambigüedad fundamental. Es en el
conocimiento de las auténticas condiciones de nues
tra vida donde nos es necesario poner la fuerza de
vivir y las razones para la acción.
El existencialismo se ha definido desde el comien
zo como una filosofía de la ambigüedad; afirmando
el carácter irreductible de la ambigüedad es como
Kierkegaard se opuso a Hegel; y, en nuestros días,
es por medio de la ambigüedad que Sartre en El ser
y la nada define fundamentalmente al hombre, ese
ser cuyo ser consiste en no ser, esa subjetividad que
no se realiza más que como presencia en el mundo,
esa libertad comprometida, ese surgir del para-sí que
es dato inmediato para el otro. Pero también se pre
tende que el existencialismo es una filosofía del ab
surdo y de la desesperación; encierra al hombre en
una angustia estéril, en una subjetividad vacía; es in
capaz de suministrarle ningún principio de elección:
que actúe como le plazca; de todos modos la partida
está perdida. En efecto, ¿no declara acaso Sartre que
el hombre es “una pasión inútil”, que trata en vano
de realizar la síntesis del para-sí y del en-sí, de ha
cerse Dios? Es verdad. Pero es también verdad que
las morales más optimistas han comenzado todas por
destacar la parte de fracaso que comporta la condi
ción del hombre; sin fracaso, no hay moral. Para un
ser que se hallase de pronto en exacta coincidencia
consigo mismo, en perfecta plenitud, la noción de
deber ser no tendría sentido. No se proponen morales
a un Dios. Es imposible proponérselas al hombre, si
se lo define como naturaleza, como dato: las llama
das morales psicológicas o empíricas no lograron cons-
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tituirse sino introduciendo subrepticiamente alguna
falla en el seno del hombre-cosa que habían definido
previamente. La conciencia moral no puede subsis
tir, nos dice Hegel en la última parte de la Fenome-
nología del Espíritu, sino en la medida en que haya
desacuerdo entre la naturaleza y la moralidad; des
aparece si la ley de la moral se convierte en ley de la
naturaleza. Por un “desplazamiento” paradójico, si
la acción moral es el fin absoluto, el fin absoluto re
side también en que la acción moral no se halle pre
sente. Lo que importa decir que sólo habría deber-ser
para un ser que, según la definición existencialista,
se ponga en cuestión con su ser, un ser que esté a dis
tancia de sí mismo, y que tenga por ser a su ser.
Sea, se dirá. Pero es necesario aún que el fracaso
sea superado, y la ontología existencialista no per
mite esa esperanza: la pasión del hombre es inútil,
no existe para él ningún medio de convertirse en ese
ser que no es. Es verdad, todavía. Y es verdad tam
bién que en El ser y la nada, Sartre ha insistido so
bre todo en el aspecto fallido de la aventura humana:
sólo en las últimas páginas abre las perspectivas de
una moral. Sin embargo, si se meditan sus descrip
ciones de la existencia, percibimos que están lejos de
condenar al hombre sin recursos.
El fracaso descripto en El ser y la nada es defini
tivo, pero es también ambiguo. El hombre, nos dice
Sartre, es “un ser que se hace carencia de ser, con el
fin de tener ser”. Es decir, en primer lugar, que su
pasión no le es inflingida desde afuera: él la elige,
constituye su mismo ser y como tal no implica la idea
de infelicidad. Si esta elección es calificada de inútil
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es porque no existe ante la pasión del hombre, fuera
de ella, ningún valor absoluto con relación al cual
podría ser definido lo inútil y lo útil. En el nivel de
descripción en que se sitúa E l ser y la nada, la pala
bra útil no ha recibido aún sentido: no puede defi
nirse más que en el mundo humano, constituido por
los proyectos del hombre y las finalidades que él se
ha planteado. En el desamparo original de donde
surge el hombre, nada es útil, nada es inútil. Es ne
cesario entonces comprender que la pasión consen
tida por el hombre no encuentra justificación exterior
alguna. Ningún llamado exterior, ninguna necesidad
objetiva permiten calificarla de útil; ella no tiene nin
guna razón para quererse. Pero ello no quiere decir
que no pueda justificarse a sí misma, darse las razo
nes de ser que no tiene. Y, en efecto, Sartre nos dice
que el hombre se hace carencia de ser con el fin de
tener ser; el término “con el fin” indica claramente
una intencionalidad, no es en vano que el hombre
aniquila al ser; gracias a ello el ser se revela y él
quiere esa revelación. Existe un tipo original de ad
hesión al ser que no es la relación querer ser, sino
más bien querer revelar al ser. Entonces no hay aquí
fracaso, sino por el contrario éxito: este fin que el
hombre se propone haciéndose carencia de ser, se
realiza en efecto por su intermedio. Por su desarraigo
del mundo, el hombre se hace presente al mundo, el
mundo se torna presente. Quisiera ser el paisaje que
contemplo, quisiera que este cielo, esta agua calma,
se pensasen en mí, que fuera yo a quien expresasen
en carne y hueso, en tanto yo permaneciese a distan
cia. Pero es también en razón de esta distancia que
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el cielo y el agua existen frente a mí; mi contempla
ción es un desgarramiento porque es también una ale
gría. No puedo apropiarme del campo de nieve en el
cual me deslizo: permanece extraño, prohibido; pero
tne complazco en ese esfuerzo, incluso hacia una po
sesión imposible, y la experimento como un triunfo,
no como una derrota. Es decir que, en su vana tenta
tiva por ser Dios, el hombre se hace existir como hom
bre, y se satisface con esta existencia, coincide exac
tamente con ella. No le está permitido existir sin ten
der hacia ese ser que nunca será; pero le es posible
querer esta tensión, incluso con el fracaso que su
pone. Su ser es carencia de ser, pero hay una manera
de ser de esa carencia que es precisamente la exis
tencia. En términos hegelianos se podría decir que hay
aquí una negación de la negación por medio de la
cual se restablece lo positivo: el hombre se hace ca
rencia, pero puede negar la carencia como tal, y afir
marse como existencia positiva. Asume entonces el
fracaso. Y la acción, condenada en tanto que esfuerzo
por ser, reencuentra su validez como manifestación
de la existencia. Sin embargo, más que de una supe
ración hegeliana, se trata aquí de una conversión;
puesto que en Hegel los términos superados no son
conservados más que como momentos abstractos, en
tanto que nosotros consideramos que la existencia
permanece todavía como negatividad en la afirma
ción positiva de sí misma; y que no aparece a su vez
como el término de una síntesis ulterior: el fracaso
no ha sido superado, sino asumido; la existencia se
afirma como un absoluto que debe buscar en sí mis
ma su justificación, y no suprimirse, aunque fuese
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conservándose. Para llegar a esta verdad, el hombre
no debe intentar disipar la ambigüedad de su ser, sino
por el contrario aceptar realizarla: no se reencuentra
más que en la medida en que consiente en permane
cer a distancia de sí mismo. Esta conversión se distin
gue profundamente de la conversión estoica en que
no pretende oponer al universo sensible una libertad
formal sin contenido; existir auténticamente no es ne
gar el movimiento espontáneo de mi trascendencia,
sino solamente rehusar perderme en él. La conversión
existencialista debe ser asimilada más bien a la re
ducción husserliana: que el hombre “ponga entre pa
réntesis” su voluntad de ser, y ello lo conducirá a la
conciencia de su condición verdadera. Y así como la
reducción fenomenológica previene los errores del
dogmatismo suspendiendo toda afirmación concer
niente al modo de la realidad del mundo exterior, del
cual no disputa sin embargo la presencia de carne y
hueso, de igual modo, la conversión existencialista
no suprime mis instintos, mis deseos, mis proyectos,
mis pasiones: previene solamente toda posibilidad de
fracaso rehusando plantear como absolutos los fines
hacia los cuales se proyecta mi trascendencia y consi
derándolos en su relación con la libertad que los pro
yecta.
La primera implicancia de tal actitud consiste en
que el hombre auténtico no consentirá en reconocer
ningún absoluto extraño. Cuando un hombre proyec
ta en un cielo ideal esta imposible síntesis del para-sí
y del en-sí que denominamos Dios, es porque de
sea que la visión de ese ser existente cambie su exis
tencia en ser; pero si acepta no ser a fin de existir
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ai lien ticamente, abandonará el sueño de una objetivi
dad inhumana; comprenderá que no se trata para él
d(* Icner razón ante los ojos de un Dios, sino de tener
razón ante sus propios ojos. Renunciando a buscar
fuera de sí mismo la garantía de su existencia, rehu
ya rá también a creer en los valores incondicionados
que se erigirían como cosas a través de su libertad.
El valor es este ser fallido cuya libertad se hace ca
rencia; y es porque se hace carencia que aparece el
valor; es el deseo lo que crea lo deseable, y el pro
yecto lo que plantea el fin. Es la existencia humana la
que hace surgir en el mundo los valores de acuerdo
ion los cuales podrá juzgar las empresas en las cua
les se comprometerá; pero se sitúa de antemano más
allá de todo pesimismo, así como de todo optimismo,
puesto que el hecho de su brote original es pura con
tingencia: no hay antes de la existencia razón para
existir en mayor grado que razón para no existir. El
hecho de la existencia no puede ser estimado, puesto
que es el hecho a partir del cual se define todo prin
cipio de estimación; no puede compararse a nada,
puesto que no hay nada fuera de él que pueda servir
de término de comparación. Esta repulsa de toda jus
tificación extrínseca confirma también ese rechazo de
un pesimismo original que hemos planteado al princi
pio; puesto que es, desde afuera, injustificable, ¿no
es condenar a la existencia declararla, desde afuera,
injustificada? Y en verdad fuera de la existencia no
hay nadie. El hombre existe. Para él no se trata de
preguntarse si su presencia en el mundo es útil, si la
vida vale la pena de ser vivida: son preguntas des
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provistas de sentido. Se trata de saber si quiere vivir,
y en qué condiciones.
Pero si el hombre es libre de definir por sí mismo
las condiciones de una vida valiosa a sus propios ojos,
¿no puede elegir lo que quiera, y actuar no importa
cómo? Dostoievsky afirmó: “Si Dios no existe, todo
está permitido”. Los no creyentes actuales retoman
por su cuenta esta fórmula. Restablecer al hombre en
el corazón de su destino, es repudiar, pretenden, toda
moral. Sin embargo, la ausencia de Dios no autoriza
toda licencia, por el contrario, es porque el hombre se
encuentra desamparado sobre la tierra, que sus actos
son compromisos definitivos, absolutos; lleva la res
ponsabilidad de un mundo que no es la obra de un
poder extraño, sino de él mismo, en el cual se inscri
ben tanto sus derrotas como sus victorias. Un Dios
puede perdonar, borrar, compensar; pero si Dios no
existe, las faltas del hombre no tienen expiación. Si se
pretende que, de todas maneras, esta apuesta terres
tre no tiene importancia, es porque se invoca precisa
mente esta objetividad inhumana que hemos comen
zado por rechazar. No se puede decir, de antemano,
que nuestro destino terrestre tiene o no tiene impor
tancia, puesto que depende de nosotros otorgársela.
Está en manos del hombre hacer que sea importante
ser un hombre, sólo él puede experimentar su triunfo
o su fracaso. Y si se dice aún que nada lo obliga a in
tentar justificar de este modo su ser, es que se juega
todavía de mala fe con la noción de libertad. El cre
yente es también libre de pecar; la ley divina no se le
impone más que desde el momento en que él decidió
salvar su alma. En la religión cristiana, si bien es cier-
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i'> >|tn- se habla poco de ello actualmente, existen tam
bién condenados. Así, sobre el plano terrestre, una
vid.t (|iie no buscase fundamentarse sería pura con-
ilugcncia. Pero le está permitido querer darse un sen
tido y una verdad; y encuentra entonces en el cora
zón de sí misma rigurosas exigencias.
No obstante, incluso entre los partidarios de una
m o r a l laica, se encuentran muchos que reprochan al
i \ híencialismo no proponer al acto moral ningún
loníenido objetivo; esta filosofía es, se dice, un sub
ir! Ivismo, es decir, un solepsismo; y, una vez ence
llado en sí mismo, ¿cómo podría el hombre salir?
Pi ro esto también es dar prueba de mala fe; se sabe
borlante bien que el hecho de ser un sujeto es un
hecho universal, y que el Cogito cartesiano expresa
a la vez la experiencia más singular y la verdad más
ob|etiva. Al afirmar que la fuente de todos los valo
res reside en la libertad del hombre, el existencialis-
nio no hace más que retomar la tradición de Kant,
Plchle, Hegel, quienes, según las palabras del mis
mo Hegel, “han tomado como punto de partida el
principio según el cual la esencia del derecho y del
deber y la esencia del sujeto pensante y actuante
•.on absolutamente idénticas”. Lo que define todo hu
manismo, es que el mundo moral no es un mundo
dailo, extraño al hombre y al cual éste debiera esfor
zarse por acceder desde afuera: es el mundo deseado
por el hombre en tanto que su voluntad expresa su
auténtica realidad.
Sea, dirán algunos. Pero Kant escapa al solepsis-
ino, ya que para él la realidad auténtica es la persona
humana en tanto trasciende su encarnación empírica
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y elige ser universal. Y sin duda Hegel afirmó: “El
derecho de los individuos a su particularidad está con
tenido igualmente en la substancialidad moral, puesto
que la particularidad es la modalidad extrema, feno
ménica, en la cual existe la realidad moral” (Filoso
fía del derecho, § 154). Pero la particularidad no
aparece en él más que como un momento de la totali
dad por medio de la cual debe superarse. En tanto
que para el existencialismo la fuente de los valores
no es el hombre impersonal, universal, sino la plura
lidad de los hombres concretos, singulares, proyec
tándose hacia sus propios fines a partir de situacio
nes cuya particularidad es tan radical, tan irreducti
ble como la misma sujetividad. Separados original
mente, ¿cómo podrían los hombres volver a reunirse?
Y en efecto, llegamos al verdadero planteo del
problema. Pero plantearlo no es demostrar que ha
brá de ser resuelto. Por el contrario, aún es necesa
rio evocar aquí la noción de “desplazamiento” hege-
liano: no hay moral a menos que exista un problema
a resolver. Y podría decirse, invirtiendo la argumen
tación precedente, que las morales que han aportado
soluciones sin tener en consideración el hecho de la
separación de los hombres, no son valederas, puesto
que sin duda esta separación tiene lugar. Una moral
de la ambigüedad, sería una moral que rehusara ne
gar a priori que existencias separadas pudiesen al
mismo tiempo estar ligadas entre sí, que sus liberta
des singulares pudiesen forjar al mismo tiempo leyes
valederas para todos.
Antes de emprender la búsqueda de una solución,
es interesante señalar que la noción de situación y el
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reconocimiento de las separaciones que la misma im-
pilen, no son propios sólo del existencialismo. Los
11 encontramos también en el marxismo, que, desde
<leí lo punto de vista, podría ser considerado como
tina apoteosis de la subjetividad. Como todo huma
nismo radical, el marxismo desaprueba la idea de una
objetividad inhumana y se sitúa en la tradición de Kant
y de Hegel. A diferencia de los viejos socialistas utó
picos que confrontaban el orden terrestre con los ar
quetipos de Justicia, de Orden, de Bien, Marx no con
sidera que ciertas situaciones humanas sean por sí y
en forma absoluta preferibles a otras: son las necesi
dades de un pueblo, las rebeliones de una clase, las
que definen los objetivos y los fines. Es desde el seno
de una situación rehusada, a la luz de ese rechazo, que
un estado nuevo se presenta como deseable: sólo la
voluntad de los hombres decide; y es a partir de un
arraigamiento singular en el mundo histórico y eco
nómico como esta voluntad se lanza hacia el porve
nir, eligiendo entonces una perspectiva desde la cual
cobran sentido las palabras objetivo, progreso, efica
cia, éxito, fracaso, acción, adversarios, instrumentos,
obstáculos. Entonces ciertas reacciones pueden ser
consideradas como buenas, y otras como malas. Para
que surja el universo de valores revolucionarios, es
necesario que un movimiento subjetivo los cree en la
revolución y en la esperanza. Y ese movimiento se
presenta a los marxistas de un modo tan esencial que
si un intelectual, un burgués, pretenden también que
rer la revolución, se desconfiará de ellos; se piensa
que el intelectual burgués puede adherir sólo desde
afuera, por medio de un reconocimiento abstracto, a
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esos valores que él mismo no ha constituido. No im
porta lo que haga, su situación interfiere para que los
fines perseguidos por los proletarios sean absoluta
mente sus fines, puesto que no ha sido el impulso
mismo de su vida que los ha engendrado.
Solamente en el marxismo, si es verdad que la fina
lidad, el sentido de la acción, son definidos por vo
luntades humanas, estas voluntades no aparecen co
mo libres: son el reflejo de condiciones objetivas por
medio de las cuales se define la situación de la cla
se, del pueblo considerado. En el momento actual de
desarrollo del capitalismo, el proletariado no puede
dejar de querer su supresión como clase; la subjeti
vidad se reabsorbe en la objetividad del mundo dado;
revolución, necesidades, esperanza, rechazos, deseos,
no son más que resultantes de las fuerzas exteriores;
la psicología del comportamiento se esfuerza por dar
cuenta de esta alquimia.
Sabemos que ése es el punto esencial en el cual la
ontología existencialista se opone al materialismo dia
léctico: nosotros pensamos que el sentido de la situa
ción no se impone a la conciencia de un sujeto pasivo,
que no surge sino por medio del develamiento que
opera en su proyecto un sujeto libre. Nos parece evi
dente que para adherir al marxismo, para entrar en
un partido, y en éste, más bien que en aquél, para
permanecer ligado al mismo de una manera viviente,
le es necesario al marxista una decisión que tiene su
origen sólo en él; y esta autonomía no es el privile
gio (o la tara) del intelectual, del burgués: el prole
tariado tomado en su conjunto, en tanto que clase,
puede tomar conciencia de su situación de más de una
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manera; puede querer la revolución a través de un
partido o de otro, puede dejarse engañar, como le
sucedió al proletariado alemán, o adormecerse en la
aburrida comodidad que le otorga el capitalismo, co
mo hace el proletariado norteamericano. Se dirá que
en todos esos casos traiciona; pero incluso es nece
sario que sea libre de traicionar. O, si se pretende
distinguir al verdadero proletariado de un proleta
riado traidor, extraviado, inconsciente o mistificado,
ya no es más al proletariado de carne y hueso al que
nos estamos refiriendo, sino a la Idea del proletaria
do: una de esas Ideas que Marx escarnecía.
Asimismo, prácticamente, el marxismo no niega
siempre la libertad; la noción misma de acción per
dería todo sentido si la historia fuera un desarrollo
mecánico en el cual el hombre no apareciese más que
como un conductor pasivo de fuerzas extrañas. Ac
tuando, así como predicando la acción, el marxista
revolucionario se afirma como un agente verdadero,
se plantea como libre. E incluso es curioso destacar
que la mayoría de los marxistas actuales —a diferen
cia del mismo Marx— no experimentan repugnancia
por la edificante insipidez de los discursos moraliza-
dores. No se limitan a zaherir a sus adversarios en
nombre del realismo histórico: cuando los acusan de
cobardía, de falsedad, de egoísmo, de venalidad, es
tán convencidos de condenarlos en nombre de un mo-
ralismo superior a la historia. Del mismo modo, en
los elogios que se disciernen unos a otros, exaltan vir
tudes eternas: coraje, abnegación, lucidez, integri
dad. Se dirá posiblemente que todas esas palabras
son empleadas con una finalidad de propaganda, que
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no se trata más que de un lenguaje útil. Pero ello su
pone admitir que ese lenguaje es comprendido, que
despierta un eco en el corazón de aquellos a quienes
se dirige. Por lo tanto, ni el desprecio ni la estima ten
drían sentido si se considerasen los actos de un hom
bre como una pura resultante mecánica. Para indig
narse, para admirar, es necesario que los hombres
tengan conciencia de la libertad de los demás y de
su propia libertad. Todo tiene lugar, entonces, en
cada hombre y en la táctica colectiva, como si los
hombres fuesen libres. Pero entonces, ¿qué revela
ción podría pretender oponer un humanista cohe
rente al testimonio que el hombre lleva sobre sí?
Como asimismo los marxistas se encuentran a menu
do forzados a ratificar esta creencia del hombre en
su libertad, tratan de conciliaria como pueden con el
determinismo.
Sin embargo, en tanto que esta concesión les es
arrancada por la práctica misma de la acción, es pre
cisamente en nombre de esta acción que pretenden
condenar una filosofía de la libertad. Declaran con
autoridad que la existencia de la libertad haría más
imposible toda empresa concertada. Según ellos, si el
individuo no estuviese constreñido por el mundo ex
terior a querer esto en lugar de aquello, nada lo de
fendería contra sus caprichos. Volvemos a encontrar
aquí, en otro lenguaje, el reproche formulado por el
creyente respetuoso de los imperativos sobrenatura
les. A los ojos del marxista, como a los del cristiano,
parecería que actuar libremente fuera renunciar a jus
tificar sus actos. Hay ahí un curioso retorno del “tú
debes, luego tú puedes” kantiano; en nombre de la
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moralidad, Kant postulaba la libertad; el marxista,
por el contrario, declara: “Tú debes, luego tú no
puedes”; la acción de un hombre no le parece valiosa
a menos que este hombre haya contribuido a consti
tuirla mediante un movimiento interior. Admitir la
posibilidad ontológica de una elección, es ya traicio
nar la Causa. ¿Es decir, que la actitud revolucionaria
renuncia a ser de algún modo una actitud moral? Ello
sería lógico, puesto que hemos destacado, junto con
Hegel, que sólo en la medida en que la elección no
esté realizada de antemano puede constituirse como
elección moral. Pero aquí, una vez más, el pensa
miento marxista vacila: se burla de las morales idea
listas que no hacen mella en el mundo, pero sus bur
las significan que no sabría encontrar una moral fue
ra de la acción, no que la acción se rebaja al nivel de
un simple proceso natural; es bien evidente que la
empresa revolucionaria pretende tener un sentido
humano. La palabra de Lenin que dice, en substan
cia: “llamo acción a toda acción útil al partido, in
moral a toda acción que le es perjudicial”, es de do
ble filo: por un lado rehúsa los valores perimidos,
pero ve también en la operación política una manifes
tación total del hombre, en tanto que deber ser al
mismo tiempo que en tanto que ser. Lenin rehúsa
plantear abstractamente la moral, porque entiende
realizarla efectivamente. Y por todas partes, en los
discursos, los escritos, los actos de las marxistas, está
presente una idea moral. Es pues contradictorio re
chazar con horror el momento de la elección, que es
precisamente el momento del pasaje del espíritu en la
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naturaleza, el momento del perfeccionamient
creto del hombre y de la moralidad.
Sea como fuere, en lo que a nosotros se refiei
mos en la libertad. ¿Es cierto que esta creenci
conducirnos a la desesperación? ¿Es necesai
mitir esta curiosa paradoja: que desde el mi
en que un hombre se reconoce como libre, le es
hibido querer nada?
Nos parece por el contrario que es volviéi
hacia esta libertad como habremos de descul
principio de acción cuyo alcance será univer:
propio de toda moral considerar a la vida h
como una partida que uno puede ganar o pe:
enseñarle al hombre el modo de ganarla. Ahor
hemos visto que el designio original del hom
ambiguo: quiere ser, y en la medida en que c<
con esta voluntad, fracasa; todos los proyectos
cuales se actualiza este querer ser son condena
los fines circunscriptos por esos proyectos perm;
como espejismos. La trascendencia humana se
en vano en esas tentativas abortadas. Pero el b
se quiere también descubrimiento de ser, y si cc
con esta voluntad, gana, puesto que por su p
cia en el mundo, el mundo se hace presente. F
descubrimiento implica una tensión perpetua
mantener el ser a distancia, para arrancarse al i
y afirmarse como libertad; querer el descubrii
del mundo, quererse libre, es un solo e idéntico
miento. La libertad es la fuente de la que surg
das las significaciones y todos los valores; es 1;
dición original de toda justificación de la exist
el hombre que busca justificar su vida debe <
26
ante todo y en forma absoluta la libertad misma: al
mismo tiempo que ésta exige la realización de fines
concretos, de proyectos singulares, se exige univer
salmente. No es un valor enteramente constituido que
se propondría desde fuera a mi adhesión abstracta,
sino que aparece (no en el plano de la facticidad, sino
en el plano moral), como causa de sí: es solicitada
necesariamente por los valores que plantea y a tra
vés de los cuales se plantea: no puede fundamentar
un rechazo de sí misma, puesto que al rechazarse re
husaría la posibilidad de toda fundamentación. Que
rerse moral y quererse libre, es una sola e idéntica
decisión.
Parece entonces que se vuelve contra nosotros esa
noción de “desplazamiento” hegeliano en la cual nos
hemos apoyado en todo momento. No hay moral a
menos que la acción moral esté presente. Luego, Sar-
tre declara que todo hombre es libre, que no hay nin
gún medio de no serlo; incluso cuando quiere escapar
a su destino, lo hace libremente. Esta presencia de
una libertad natural, por así decirlo, ¿no contradice
la noción de libertad moral? ¿Qué sentido pueden
preservar las palabras quererse libre, puesto que de
antemano somos libres? Es contradictorio plantear la
libertad como una conquista si es de antemano un don.
Esta objeción sólo tendría perspectivas si la liber
tad fuese una cosa o una cualidad adherida natural
mente a una cosa. En efecto, entonces o bien se la
poseería, o bien no se la poseería. Pero en verdad se
confunde con el movimiento mismo de esta realidad
ambigua que llamamos la existencia y que no es más
que haciéndose ser. En forma tal, que precisamente
27
es sólo debiendo ser conquistada como se da. Que
rerse libre, es efectuar el paso de la naturaleza a la
moralidad, fundando una libertad auténtica sobre el
brote original de nuestra existencia.
Todo hombre es libre originalmente, en el sentido
de que se arroja espontáneamente en el mundo; pero si
la consideramos en su facticidad, esta espontaneidad
se nos aparece sólo como pura contingencia, una eclo
sión tan estúpida como el clinamen del átomo epicú
reo, que surgía en cualquier momento y en cualquier
dirección. Y sin embargo, era necesario que el átomo
llegase a alguna parte, pero su movimiento no se justi
ficaba por ese resultado que no había sido elegido; se
guía siendo, por lo tanto, absurdo. Así, la espontanei
dad humana se proyecta siempre hacia algo; incluso
en los actos fallidos y en las crisis de nervios, el psico
análisis descubre un sentido; pero para que ese sen
tido justifique la trascendencia que lo devela, es ne
cesario que sea él mismo fundado: no lo será si yo
mismo no elegí fundamentarlo. Ahora bien, yo puedo
eludir esa elección; hemos dicho que sería contradic
torio quererse deliberadamente no libre, pero se pue
de no quererse libre: en la pereza, el atolondramiento,
el capricho, la cobardía, la impaciencia, se disputa el
sentido del proyecto en el momento mismo en que se
lo define; entonces la espontaneidad del sujeto no es
más que una vana palpitación viviente, su movimiento
hacia el objeto, una huida, y él mismo, una ausencia.
Para convertir esta ausencia en presencia, mi huida
en voluntad, es necesario que asuma positivamente mi
proyecto; no se trata de replegarme en el movimiento
interior y por lo tanto abstracto de una espontanei
28
dad dada, sino de adherir al movimiento concreto y
singular por el cual esta espontaneidad se definió
arrojándose hacia un fin; mediante este fin se plan
tea cómo mi espontaneidad se confirma al reflexio
nar sobre sí misma. Entonces, por un solo movimien
to, mi voluntad, fundando el contenido del acto, se
legitima por él. Realizo como libertad mi evasión
hacia el otro luego que, planteando la presencia del
objeto, me coloco por ello frente a él como presencia.
Pero esta justificación exige una tensión constante:
nunca está realizada, es necesario que sin vacilar se
realice; mi proyecto jamás se ha fundado, mi pro
yecto se funda. Para evitar la angustia de esta elec
ción permanente, se puede intentar huir en el objeto
mismo, sumir en él su propia presencia; en la servi
dumbre de lo formal, la espontaneidad original se
esfuerza en negarse; se esfuerza en vano y sin em
bargo fracasa en realizarse como libertad moral.
Acabamos sólo de describir el aspecto subjetivo
y formal de esta libertad. Pero debemos también pre
guntarnos si es mediante cualquier contenido como
podemos querernos libres. Es necesario destacar de
antemano que esta voluntad se desarrolla a través del
tiempo; a través del tiempo es como el fin se percibe
y como la libertad se confirma a sí misma, y esto su
pone que se realiza como unidad a través de la parti
ción del tiempo. No se escapa al absurdo del clinamen
sino escapando al absurdo del instante puro. Una
existencia no podría fundarse si se fundara instante
por instante en la nada; es por ello que ninguna cues
tión moral se plantea al niño en tanto que es incapaz
de reconocerse en el pasado, de preverse en el porve-
29
nír. Sólo cuando los momentos de su vida comienzan
a organizarse en forma de conducta, es que puede de
cidir y elegir. Concretamente, es mediante la pacien
cia, el coraje, la fidelidad, como se confirma el valor
del fin elegido y, recíprocamente, como se manifiesta
la autenticidad de la elección. Si abandono detrás de
mí un acto que he cumplido, al caer en el pasado, éste
se convierte en cosa, no es más que un hecho estúpido
y opaco; para impedir esta metamorfosis, es necesario
que sin cesar lo retome y lo justifique en la unidad del
proyecto en el que estoy comprometido; fundar el
movimiento de mi trascendencia exige que nunca lo
deje recaer inútilmente sobre sí mismo, que lo pro
longue indefinidamente. Así, no podría hoy querer
auténticamente un fin sin quererlo a través de toda
mi existencia entera, en tanto que futuro de este mo
mento presente, en tanto que pasado sobrepasado
por los días que vendrán: querer, es comprometerse
a perseverar en mi voluntad. Ello no significa que no
haya de encarar ningún fin limitado: yo puedo de
sear en forma absoluta y para siempre una revelación
de un instante; ello significa que el valor de este fin
provisorio será confirmado indefinidamente. Pero
esta confirmación viviente no habrá de ser sólo con
templativa y verbal: es en acto como la misma se
opera; es necesario que el fin hacia el cual apunto se
me presente como punto de partida para una nueva
superación. Así se desarrolla felizmente, sin inmovi
lizarse jamás como facticidad injustificada, una liber
tad creadora. El creador se apoya sobre las creacio
nes anteriores para crear la posibilidad de nuevas
30
creaciones; su proyecto actual abarca al pasado y
confiere a la libertad por venir una confianza que
nunca ha sido desmentida. A cada instante, revela
al ser con miras a una revelación ulterior; a cada ins
tante su libertad se confirma mediante la creación
total.
Sin embargo, el hombre no crea el mundo; no con
sigue develarlo sino en razón de las resistencias que
el mismo le opone. La voluntad sólo se define al sus
citarse obstáculos, y por la contingencia de la facti-
cidad, ciertos obstáculos se dejan vencer, otros no.
Es lo que expresaba Descartes cuando decía que la
libertad del hombre es infinita, pero su poder limi
tado. ¿Cómo puede conciliarse la presencia de esos
límites con la idea de una libertad confirmándose co
mo unidad y movimiento indefinido?
Frente a un obstáculo imposible de franquear, el
empecinamiento es estúpido: si me obstino en dar pu
ñetazos contra un muro inquebrantable, mi libertad
se agota en ese gesto inútil sin lograr darse un con
tenido; se degrada en vana contingencia. Sin embar
go, hay pocas virtudes más tristes que la resignación:
transforma en fantasmas, en ensueños contingentes,
los proyectos que se habían constituido previamente
como voluntad y como libertad. Un hombre joven ha
deseado una vida feliz, o útil, o gloriosa. Si el hom
bre adulto en que se ha convertido contempla con in
diferencia desilusionada esas tentativas abortadas de
su adolescencia, las tendremos fijadas para siempre
en el pasado muerto. Cuando un esfuerzo fracasa,
se declara con amargura que se ha perdido el tiem
po, que se han desperdiciado las fuerzas; el fracaso
31
condena toda esa parte de nosotros mismos que ha
bíamos comprometido en ese esfuerzo. Fue para es
capar a ese dilema que los estoicos predicaron la indi
ferencia. Podríamos en efecto afirmar nuestra liber
tad contra toda restricción si consintiéramos en re
nunciar a la singularidad de nuestros proyectos: si
una puerta rehúsa abrirse, aceptemos no abrirla, y nos
hallaremos libres. Pero con ello no se consigue sino
salvar una noción abstracta de la libertad, se la des
poja de todo contenido y de toda verdad: el poder
del hombre cesa de ser limitado porque se anuía. La
singularidad del proyecto es lo que determina la limi
tación del poder; pero es también lo que otorga al
proyecto su contenido y lo que le permite fundarse.
Hay personas a las cuales la idea del fracaso les ins
pira tal horror que se abstienen de querer algo para
siempre; pero nadie soñaría con considerar esta som
bría pasividad como un triunfo de la libertad.
En realidad, para que mi libertad no corra el ries
go de morir contra el obstáculo que ha suscitado su
mismo compromiso, para que pueda aún a través del
fracaso proseguir su movimiento, es necesario que,
dándose un contenido singular, apunte mediante él
a un fin que no sea una cosa determinada, sino pre
cisamente el libre movimiento de la existencia. La opi
nión pública no es en esto mal juez, cuando admira a
un hombre que sabe, en caso de ruina, de accidente,
recuperarse, es decir, renovar su compromiso con el
mundo, afirmando con altura la independencia de la
libertad en relación con la cosa. Así, cuando Van
Gogh enfermo acepta serenamente la perspectiva de
un porvenir en el que ya no podrá pintar, no existe
32
en ello estéril resignación. La pintura constituía para
él un modo de vida personal y de comunicación con
los demás que podría, tomando otra forma, perpetuar
se hasta en un asilo. En un renunciamiento similar, el
pasado se encontrará integrado y la libertad confir
mada. Será vivido a la vez en el desgarramiento y en
la alegría: en el desgarramiento, porque el proyecto
se despoja entonces de su carácter singular, sacri
fica su carne y su sangre; en la alegría, porque en el
momento en que la tensión afloja, uno se encuentra
con las manos libres y prestas a tenderse hacia un nue
vo porvenir. Pero esta superación es concebible si el
contenido no es encarado como obstruyendo el por
venir, sino, por el contrario, diseñando en él posibi
lidades nuevas. Ello nos lleva por caminos diferentes
a los que habíamos señalado: mi libertad no debe tra
tar de captar el ser, sino de develarlo. Este devela-
miento es el pasaje del ser a la existencia. La finali
dad perseguida por mi libertad es conquistar la exis
tencia por medio de la existencia siempre frustrada
del ser.
Sin embargo, este bienestar sólo es posible si, a des
pecho de los obstáculos y los fracasos, un hombre con
serva la disposición de su porvenir, si la situación le
abre todavía posibilidades. En el caso en el cual su
trascendencia es separada de sus fines, en que no tie
ne ninguna posibilidad de captación sobre los objetos
que podrían darle un contenido valedero, su esponta
neidad se disipa sin fundamentar nada. Entonces le
está prohibido justificar positivamente su existencia,
y experimenta la contingencia con desolador disgusto.
No existe manera más odiosa de castigar a un hom-
33
bre que obligarlo a realizar actos a los cuales rehúsa
otorgar sentido: como cuando le hacemos vaciar y
llenar indefinidamente una fosa, cuando se hace dar
vueltas en círculos a los soldados castigados, o cuan
do forzamos a un escolar a copiar renglones. Las re
vueltas que estallaron en Italia en el mes de setiem
bre último se debieron a que se obligaba a los huel
guistas a romper piedras que no servían para nada.
Se sabe también que ese fue el vicio que arruinó en
1848 a los Talleres Nacionales. Esta mistificación del
esfuerzo inútil es más intolerable que la fatiga. El en
cierro de por vida es la más horrible de las penas,
puesto que conserva a la existencia en su pura facti-
cidad pero le impide toda legitimación. Una libertad
no puede quererse más que queriéndose como movi
miento indefinido; debe rehusar en forma absoluta los
impedimentos que detienen su impulso hacia sí misma.
¡Este rechazo adquiere un carácter positivo cuando el
impedimento es natural: se rechaza a la enfermedad
curándose; pero reviste el carácter negativo de la re
belión cuando el opresor es una libertad humana. No
se podría negar al ser: el en-sí es, y sobre este ser
pleno, esta positividad pura, la negación no tiene asi
dero. No escapamos a esta plenitud: una casa des
truida es una ruina, una cadena rota es chatarra; no
alcanzamos más que la significación, y a través de
ella, al para-sí que proyecta. El para-sí lleva la nada
en su corazón y puede ser aniquilado ya sea por el
surgir mismo de su existencia, o a través del mundo
en el cual se existe: la prisión es negada como tal
cuando el prisionero escapa de ella. Pero la rebelión,
en tanto que puro movimiento negativo, permanece
34
abstracta. No se perfecciona como libertad sino retor
nando a lo positivo, es decir, dándose un contenido
por medio de una acción: evasión, lucha política, revo
lución. Entonces la trascendencia humana refirma con
la destrucción de la situación dada, todo el porvenir
que surgirá de su victoria: renueva su relación inde
finida consigo misma. Existen situaciones límites en
las que este retorno a lo positivo es imposible, en las
cuales el porvenir está definitivamente suprimido. En
tonces la rebelión no puede verificarse más que me
diante el rechazo definitivo de la situación impuesta:
por medio del suicidio.
Vemos así que, por una parte, la libertad puede sal
varse siempre, puesto que se realiza como develamien-
to de la existencia a través de los mismos fracasos, y
puede incluso confirmarse por medio de una muerte
elegida libremente. Pero por otra parte, las situacio
nes que devela a través de su proyecto hacia sí mis
ma no aparecen como equivalentes: plantea como pri
vilegiadas las que le permiten realizarse como movi
miento indefinido. Es decir, que quiere superar todo
aquello que limite su poder, y este poder, sin embar
go, es siempre limitado. Así, del mismo modo como
la vida se confunde siempre con el querer-vivir, la li
bertad se presenta siempre como movimiento de libe
ración. Sólo prolongándose a través de la libertad de
los otros alcanza a superar la muerte y a realizar
se como unidad indefinida: veremos más adelante los
problemas que plantea tal relación. Nos basta por
ahora haber establecido que las palabras “quererse
libre” tienen un sentido positivo y concreto. Si el hom
bre quiere salvar su existencia, lo que solo él puede
35
lograr, es necesario que su espontaneidad original se
eleve a la altura de una libertad moral, tomándose a
sí misma como fin a través del develamiento de un
contenido singular.
Pero de inmediato se plantea un nuevo interrogan
te. Si hay para el hombre una manera y sólo una de
salvar su existencia, ¿cómo es posible que no pueda,
de todos modos, alcanzarla? ¿Cómo es posible que
exista en ello mala voluntad? Este problema lo en
contramos en todas las morales, puesto que precisa
mente la posibilidad de la existencia de una voluntad
pervertida es lo que da un sentido a la idea de virtud.
Conocemos la respuesta de Sócrates, de Platón, de
Spinoza: “Nadie es malo voluntariamente”. Y si el
Bien es un trascendente más o menos extraño al hom
bre, se concibe que la falta pueda explicarse por error.
Pero si se admite que el mundo moral es el mundo
querido auténticamente por el hombre, toda posibi
lidad de error queda abolida. Asimismo, en la moral
kantiana, que está en los orígenes de todas las mora
les de la autonomía, es muy difícil dar cuenta de la
existencia de una mala voluntad. En virtud de que la
elección que el sujeto hace de su carácter ha sido efec
tuada en el mundo inteligible por una voluntad pura
mente racional, no se comprende cómo ésta podría re
husar expresamente la ley que se da a sí misma. Pero
ello se debe a que el kantismo definía al hombre como
pura positividad, y no le reconocía, por tanto, otra
posibilidad más que la coincidencia consigo mismo.
Nosotros también definimos a la moralidad mediante
esta adhesión consigo mismo, y por ello decimos que
el hombre no puede optar positivamente entre la ne
36
gación y la asunción de su libertad, puesto que, des
de el momento en que opta, asume. No puede querer
positivamente no ser libre, puesto que una libertad así
se destruiría a sí misma. Solo que, a diferencia de
Kant, el hombre no se nos presenta esencialmente co
mo una voluntad positiva: por el contrario, se define
ante todo como negatividad. Está de antemano a dis
tancia de sí, no puede coincidir consigo sino aceptan
do no reencontrarse con su propio ser. Existe en el
interior de sí mismo un juego perpetuo de lo nega
tivo; y por ahí se escapa, se escapa de su libertad. Y
precisamente porque es posible aquí la existencia de
una mala voluntad, las palabras “quererse libre” tie
nen un sentido. No solo afirmamos entonces que la
doctrina existencialista permite la elaboración de una
moral, sino que nos parece incluso que es la única fi
losofía en la que una moral pueda tener su lugar.
Puesto que en una metafísica de la trascendencia, en
el sentido clásico de la palabra, el mal se reduce al
error, y en las filosofías humanistas, es imposible dar
cuenta de ella, puesto que el hombre ha sido defini
do como pleno en un mundo pleno. Solo el existencia-
lismo, como las religiones, concede una parte real al
mal y es quizá por ello que se lo juzga tan mal: a los
hombres no les agrada sentirse en peligro. No obs
tante, porque existe un peligro verdadero, fracasos
verdaderos, una verdadera condenación terrestre, las
palabras victoria, sabiduría o alegría tienen un senti
do. Nada está decidido de antemano, y ello porque
el hombre tiene algo que perder, y puede perder, pero
puede también ganar.
Es, por lo tanto, propio de la misma condición hu-
37
mana, poder dejar de cumplir con esta condición. Para
cumplirla, le es necesario asumirse en tanto que ser
que “se hace carencia de ser a fin de obtener el ser”.
Pero el juego de la mala fe permite detenerse no im
porta en qué momento: uno puede vacilar en hacerse
carencia de ser, retroceder delante de la existencia; o
bien puede afirmarse engañosamente como ser, o afir
marse como nada. Uno puede no realizar su libertad
más que como independencia abstracta o, por el con
trario, rechazar con desesperación la distancia que lo
separa del ser. Todos los errores son posibles, puesto
que el hombre es negatividad, y ellos son motivados
por la angustia que experimenta delante de su liber
tad. Concretamente, los hombres se deslizan con in
coherencia de una actitud a la otra. Nos limitaremos
a describir bajo una forma abstracta las que acaba
mos de indicar.
38
2
La desgracia del hombre, ha dicho Descartes, pro
viene de que primero fue un niño. Y en efecto, esas
elecciones desafortunadas que hacen la mayor parte
de los hombres sólo pueden explicarse por el hecho de
que se han operado a partir de la infancia. Lo que ca
racteriza la situación del niño es que se encuentra
arrojado en un universo que no ha contribuido a cons
tituir, que ha sido formado sin él y que se le aparece
como un absoluto al cual no puede someterse. A sus
ojos, las invenciones humanas: las palabras, las cos
tumbres, los valores, son hechos dados, ineluctables
como el cielo y los árboles. Es decir, que el mundo
en que vive es el mundo de lo formal, puesto que es
propio del espíritu formal considerar los valores co
mo cosas dadas. Y ello no significa que el niño mismo
sea formal. Por el contrario, le está permitido jugar,
derrochar libremente su existencia. En su círculo in
fantil, experimenta que puede perseguir con pasión,
y alcanzar con alegría, las finalidades que se propuso
a sí mismo. Pero si lleva a cabo esta experiencia tan
tranquilamente, es precisamente porque el dominio
39
abierto a su subjetividad parece a sus propios ojos
insignificante, pueril, y se siente en él dichosamente
irresponsable. El mundo verdadero es el de los adul
tos, en el que no le está permitido más que respetar y
obedecer. Víctima ingenua del espejismo del para-
otro, cree en el ser de sus padres, de sus profesores:
los toma por las divinidades que estos tratan en vano
de ser, y de las cuales se complacen en adoptar la
apariencia delante de sus ojos ingenuos. Las recom
pensas, los castigos, los premios, las palabras de elo
gio o de censura le insuflan la convicción de que existe
un bien, un mal, fines en sí mismos, como existen un
sol o una luna. En este universo de cosas definidas y
plenas, cree ser, él también, de modo definido y pleno:
es un buen muchacho o un mal sujeto, y se complace en
ello, si algo en su interior desmiente esta convicción,
disimula esta tara. Se consuela con una inconsisten
cia que atribuye a su juventud orientada hacia el por
venir: más tarde, también él se volverá una gran esta
tua imponente; mientras llega el momento, juega a
ser: a ser un santo, un héroe, un vagabundo. Se siente
parecido a esos modelos que sus libros describen para
él en trazos gruesos, en imágenes sin equívocos: ex
plorador, bandido, hermana de caridad. El juego de
lo formal adquiere tal importancia en la vida de un
niño que él mismo, efectivamente, se vuelve formal:
conocemos esos niños que son caricaturas de hom
bres. E incluso cuando la alegría de existir es la más
fuerte, cuando el niño se abandona a ella, se siente
protegido contra el riesgo de la existencia por ese "te
cho” que las generaciones humanas han edificado so
bre su cabeza. Y es por ello que la condición del niño
40
es metafísicamente privilegiada (aún cuando pueda
ser en otros aspectos desgraciada). El niño escapa
normalmente a la angustia de la libertad. Puede ser,
a su gusto, indócil, perezoso, sus caprichos y sus fal
tas le conciernen sólo a él, no pesan sobre la tierra. No
podrían alterar el orden sereno de un mundo que exis
tía antes que él, sin él, y donde se siente seguro pre
cisamente en virtud de su insignificancia. Puede hacer
impunemente todo aquello que le place, sabe que na
da sucederá nunca por su culpa, que todo está dado
ya, que sus actos no comprometen a nadie, ni siquiera
a él mismo.
Existen seres cuya vida entera se desliza en un mun
do infantil, porque mantenidos en un estado de ser
vidumbre o de ignorancia, no poseen ningún medio
de romper ese “techo” edificado sobre sus cabezas.
Como los mismos niños, pueden ejercitar su libertad,
pero sólo en el seno de ese universo constituido antes
que ellos, sin ellos. Tal el caso, por ejemplo, de los es
clavos, que no han sido elevados aún a la conciencia
de su esclavitud. No es entonces erróneamente que
los plantadores del Sur consideraban como “niños
grandes” a los negros que sufrían dócilmente su pa-
ternalismo. En la medida en que respetaban el mundo
de los blancos, la situación de los esclavos negros era
una situación infantil. En muchas civilizaciones, esta
situación es también la de las mujeres, que sólo pueden
sufrir las leyes, los dioses, las costumbres, las verda
des, creadas por los hombres. Incluso hoy, en los paí
ses de Occidente, existen todavía muchas mujeres
que no han hecho por medio del trabajo el aprendizaje
de su libertad, que se cobijan bajo la sombra de los
41
hombres: adoptan sin discusión las opiniones y valo
res reconocidos por su marido o amante, lo cual les
permite desarrollar cualidades infantiles prohibidas
a los adultos, puesto que se apoyan en un sentimien
to de irresponsabilidad. Si lo que se denomina la futi
lidad de las mujeres tiene a menudo tanto encanto y
gracia, si por momentos posee incluso un carácter de
emocionante autenticidad, se debe a que, al igual que
los juegos infantiles, manifiestan un gusto gratuito y
puro de la existencia, a que carece totalmente de for
malidad. Lo malo es que, en muchos casos, esta des
preocupación, esta alegría, esas encantadores inven
ciones, implican una profunda complicidad con el mun
do de los hombres que parecen impugnar de modo tan
gracioso, y es con equivocado asombro que vemos,
cuando el edificio que las abriga parece peligrar, a
estas mujeres sensibles, ingenuas, ligeras, mostrarse
más ásperas, más duras, incluso más furiosas o más
crueles que sus maestros. Entonces se descubre cuál
es la diferencia que las distingue de un niño verdadero.
Al niño su situación le es impuesta, en tanto que la
mujer (entiendo la mujer occidental de la actualidad)
la elige, o por lo menos, la consiente. La ignorancia, el
error, son hechos tan ineluctables como los muros de
una prisión. El esclavo negro del siglo xviii, la musul
mana encerrada dentro de un harem, no poseen nin
gún instrumento que les permita atacar, aunque solo
fuese con el pensamiento, la sorpresa o la cólera, la
civilización que los oprime. Su conducta no se define
y no sabría juzgarse sino en el seno de lo dado, e in
cluso puede suceder que en su condición, limitada co
mo toda situación humana, realicen una perfecta afir-
42
mación de su libertad. Pero desde el momento en que
una liberación se presenta como posible, no explotar
esta posibilidad constituye una dimisión de la liber
tad, dimisión que implica mala fe y que constituye una
falta positiva.
En realidad es muy raro que el mundo infantil se
mantenga más allá de la adolescencia. Desde la infan
cia se revelan ya ciertas fallas. En la sorpresa, en la
rebelión, en la irrespetuosidad, poco a poco, el niño
se interroga: ¿por qué es necesario obrar así?, ¿de qué
sirve? y si actuase de otro modo, ¿qué sucedería? Des
cubre su subjetividad, descubre la de los otros. Y una
vez que alcanza la edad de la adolescencia, todo su
universo vacila porque percibe las contradicciones que
enfrentan unos contra otros a los adultos, y también
sus vacilaciones, sus debilidades. Los hombres dejan
de aparecérsele como dioses, y al mismo tiempo, el
adolescente descubre el carácter humano de las reali
dades que lo rodean: el lenguaje, las costumbres, la
moral, los valores, tienen su origen en esas inciertas
criaturas. Ha llegado el momento en que también él
va a ser llamado a participar en su operación; sus ac
tos pesan sobre la tierra tanto como los de los otros
hombres, de ahora en más le será necesario elegir y
decidir. Se comprende que le dé pena vivir este mo
mento de su historia, y en ello reside sin duda la causa
más profunda de la crisis de la adolescencia: en que
el individuo debe por fin asumir su subjetividad. En
cierto sentido, el derrumbamiento del mundo formal
constituye una liberación. Irresponsable, el niño se
sentía también sin defensa enfrentado con las oscuras
potencias que dirigían el curso de las cosas. Pero
43
cualquiera que sea la alegría de esta liberación, es con
un gran desgarramiento que el adolescente se encuen
tra arrojado en un mundo que no está ya todo hecho,
sino que es necesario hacer, enfrentado con una liber
tad que ya nada traba, desamparado, injustificado.
Frente a esta nueva situación, ¿qué ha de hacer? Es
entonces cuando se decide. Si la historia que podría
mos llamar natural de un individuo: su sensualidad,
sus complejos afectivos, etc., dependen sobre todo de
su infancia, la adolescencia aparece como el momento
de la elección moral: es entonces cuando la libertad
se revela y cuando es necesario decidir una actitud
frente a ella. Sin duda, esta decisión puede ser siem
pre controvertida, pero de hecho las conversiones
son difíciles, puesto que el mundo nos devuelve el re
flejo de una elección que se confirma a través de ese
mundo que se ha conformado. De este modo se anuda
un círculo cada vez más riguroso, del cual se hace
cada vez más improbable escapar. La desgracia que le
sobreviene al hombre como consecuencia de haber
sido un niño, reside entonces en que su libertad le ha
sido enmascarada de antemano y en que conservará
durante toda su vida la nostalgia de un tiempo en que
ignoraba sus exigencias.
Esta desgracia tiene todavía otro aspecto. La elec
ción moral es libre, y por lo tanto imprevisible. El niño
no contiene a ese hombre en el cual se convertirá. Sin
embargo, un hombre decide lo que va a ser siempre
a partir de lo que ha sido: en el carácter que se ha da
do, en el universo que le es correlativo, apoya las mo
tivaciones de su actitud moral. Por lo tanto ese carác
ter, ese universo, han sido constituidos poco a poco
44
por el niño sin prever su desarrollo. Él ignoraba el
rostro inquietante de esta libertad que ejercía con atur
dimiento, se abandonaba con tranquilidad a caprichos,
risas, lágrimas, cóleras, que le parecían sin mañana y
sin peligro y que sin embargo dejaban en torno de sí
huellas indelebles. El drama de la elección original
reside en que se opera instante tras instante durante
la vida entera, en que se opera sin razón, por en
cima de toda razón, en que la libertad no está presente
en ella sino bajo la figura de la contingencia. Esta
contingencia no deja de recordar lo arbitrario de la
gracia acordada por Dios a los hombres, según la doc
trina de Calvino. Aquí existe también una especie de
predestinación proveniente no de una tiranía exterior,
sino de la operación misma del sujeto. Pensamos que
el hombre tiene siempre un recurso; no hay elección
tan desdichada que no le permita ser salvado.
En este momento de la justificación —momento que
se extiende a través de toda su vida adulta— es cuan
do la actitud del hombre se sitúa en un plano moral.
La espontaneidad contingente no podría ser juzgada
en nombre de la libertad. Sin embargo, un niño suscita
simpatía o antipatía. Todo hombre se arroja en el mun
do haciéndose carencia de ser, con ello contribuye a
revestirlo de significación humana, lo devela. E in
cluso el más desheredado experimenta por momentos
en ese movimiento la alegría de existir: manifiesta en
tonces la existencia como una felicidad, y al mundo
como fuente de alegría. Pero pertenece a cada uno
hacerse carencia de aspectos más o menos diversos,
profundos y ricos del ser. Eso que se denomina vita
lidad, sensibilidad, inteligencia, no son cualidades da
45
das, sino una manera de arrojarse en el mundo y de
develar el ser. Sin duda cada uno se arroja a partir
de sus posibilidades fisiológicas, pero el cuerpo mismo
no es un hecho grosero, sino que expresa nuestra re
lación con el mundo, y por ello es objeto de simpatía
o de repulsión. Por otra parte, no determina ninguna
conducta: no hay vitalidad sino por medio de una li
bre generosidad, la inteligencia supone la buena vo
luntad, e inversamente un hombre no es nunca estú
pido si adapta su lenguaje y su conducta a sus capa
cidades, y la sensibilidad no es otra cosa que la pre
sencia atenta al mundo y a uno mismo. El valor de es
tas cualidades espontáneas proviene de que hacen
aperecer en el mundo finalidades, significaciones.
Descubren razones para existir, nos confirman en
el orgullo y la alegría de nuestro destino de hombres.
En la medida en que subsisten en un individuo, y aún
cuando éste se haya vuelto odioso por el sentido que
ha dado a su vida, suscitan aún la simpatía: oí comen
tar que en el proceso de Nüremberg, Goering ejercía
sobre sus jueces cierta seducción, a causa de la vita
lidad que de él emanaba.
Si se trata de establecer entre los hombres una es
pecie de jerarquía, se pondrá en el grado más bajo de
la escala a aquellos desprovistos de todo valor vital:
los tibios de los cuales habla el Evangelio. Existir, es
hacerse carencia de ser, es arrojarse en el mundo: po
dría considerarse como sub-hombres a quienes se em
plean en retener este movimiento original. Tienen ojos
y orejas, pero se hacen desde la infancia ciegos y sor
dos: sin amor, sin deseos. Esta apatía manifiesta un
temor fundamental delante de la existencia, frente a
46
los riesgos y la tensión que ésta implica. El sub-hom-
bre rechaza esta “pasión” que es su condición de hom
bre, el desgarramiento y el fracaso de este impulso
hacia el ser que nunca alcanza su objetivo, pero re
chaza con ello a la existencia misma. Tal elección se
confirma bien pronto. Del mismo modo como un mal
pintor pinta con un solo movimiento cuadros malos y
se siente satisfecho, mientras que el artista encuentra
pronto en una obra de valor la exigencia de una obra
más elevada, así, la pobreza primitiva de su proyecto,
dispensa al sub-hombre de tratar de legitimarlo: no
descubre a su alrededor más que un mundo débil e in
significante; ¿cómo podría este mundo despojado sus
citar en él un deseo de sentir, de comprender, de vivir?
Cuanto menos existe, menos razones para existir hay
para él, puesto que éstas razones no se crean sino
existiendo.
Existe, sin embargo, desde el momento en que se
trasciende, indica ciertas finalidades, circunscribe
ciertos valores. Pero bien pronto borra estas sombras
inciertas, todas sus conductas tienden hacia una anu
lación de sus fines, reduce a la nada el sentido de su
superación por la incoherencia de sus proyectos, sus
caprichos desordenados o su indiferencia. Sus actos
no son nunca elecciones positivas: solamente huidas.
No puede impedirse ser presencia en el mundo, pero
mantiene esta presencia en el plano de la facticidad
desnuda.
Sin embargo, si se le permitiese a un hombre ser
sólo un hecho bruto, se confundiría con los árboles y
con los guijarros, que no saben que existen. Conside
raríamos con indiferencia esas vidas opacas y tran-
47
quilas. Pero el sub-hombre suscita el desprecio: es
decir, lo consideramos responsable de sí mismo desde
el momento en que le reprochamos no quererse, y en
efecto, ningún hombre es algo dado, sufrido pasiva-
mente. El rechazo de la existencia es todavía una ma
nera de existir, y nadie puede conocer, viviente, la paz
de la tumba. En ello reside el fracaso del sub-hombre.
Quisiera olvidarse, ignorarse, estar ausente del mun
do y de sí mismo, pero la nada que reside en el cora
zón del hombre, es también la conciencia que tiene
de sí mismo. Su negatividad se revela positivamente
como angustia, deseo, apelación, desgarramiento, pe
ro el sub-hombre elude este auténtico retorno a lo po
sitivo. Del mismo modo que de comprometerse en un
proyecto, tiene miedo de una disponibilidad que lo
dejaría en peligro delante del futuro, en medio de sus
posibilidades. Por lo tanto, se ve obligado a refugiarse
en los valores siempre disponibles del mundo formal.
Proclamará ciertas opiniones, se cobijará detrás de
una etiqueta. Y para ocultar su indiferencia, se aban
donará voluntariamente a violencias verbales e incluso
a arrebatos físicos. Monárquico ayer, anarquista hoy,
es de buen grado antisemita, anticlerical, antirepubli
cano. Así, aún cuando lo hayamos definido como re
chazo y huida, el sub-hombre no es un ser inofensivo:
se realiza en el mundo como una fuerza ciega, incon
trolada, que cualquiera puede captar. En los lincha
mientos, en los progroms, en todos los grandes movi
mientos sangrientos y sin riesgos que organiza el fa
natismo de lo formal y de la pasión, la mano de obra
se recluta entre los sub-hombres. Por ello todo hombre
que se quiere libre en el seno de un mundo humano
48
construido por hombres libres, experimentará tanto
disgusto por los sub-hombres. La moral es el triunfo
de la libertad sobre la facticidad. Y el sub-hombre no
realiza sinoda facticidad de su existencia. En lugar
de agrandar el reino humano, opone a los proyectos de
los otros hombres su resistencia inerte. En el mundo
que devela tal existencia, ningún proyecto tiene sen
tido, el hombre es definido como una fuga salvaje. El
mundo a su alrededor es incoherente y desnudo. Nada
sucede jamás, nada merece un deseo o un esfuerzo. A
través de un mundo desprovisto de sentido, el sub
hombre se encamina hacia una muerte que no hace si
no confirmar su prolongada negación de sí mismo.
En esta experiencia, sólo se revela la absurda factici
dad de una existencia que permanece por siempre in-
justicada, puesto que no supo justificarse.
Es en el hastío donde el sub-hombre experimenta el
desierto del mundo. Y el carácter extranjero de un
universo con el cual no ha creado ningún lazo, susci
ta también en él cierto temor. Aplastado por los acon
tecimientos presentes, se extravía delante de las ti
nieblas del porvenir que agitan estremecedores espec
tros: la guerra, la enfermedad, la revolución, el fa-
cismo, el bolchevismo. Estos peligros son tanto más
temibles en razón de ser indistintos. El sub-hombre
no sabe demasiado lo que tiene que perder, puesto que
nada posee, pero incluso esta incertidumbre refuerza
su terror: lo que teme, de hecho, es que el choque con
lo imprevisto lo lleve a la angustiante conciencia de
sí mismo.
Así, por fundamental que sea el temor de un hom
bre delante de la existencia, aún cuando haya elegido
49
desde su edad más temprana negar su presencia en el
mundo, no podría impedir el hecho de que existe, ni
podría borrar la evidencia angustiante de su libertad.
Es por ello que, según acabamos de verlo, a fin de
librarse de su libertad, es conducido a comprometerla
positivamente. La actitud del sub-hombre es similar,
lógicamente, a la del hombre formal: se esfuerza por
asumir su libertad en el contenido que este acepta de
la sociedad, se pierde en el objeto a fin de aniquilar su
subjetividad. Esta actitud ha sido descripta tan a me
nudo que no será necesario considerarla en extenso.
Hegel le ha consagrado páginas irónicas en la Feno
menología del Espíritu. Ha demostrado que el hom
bre formal se planteaba como inesencial frente al ob
jeto, considerado como esencial. Se dejó abolir en pro
vecho de la Cosa que, santificada por el respeto, apa
rece bajo la forma de Causa: ciencia, filosofía, revo
lución, etc. Pero, en verdad, esta astucia fracasa, pues
to que la Causa no podría salvar al individuo en tanto
que existencia concreta y separada. Después de He
gel, Kierkegaard y Nietzsche también se burlaron de
la engañosa torpeza del espíritu formal. E l ser y la
nada es, en gran parte, una descripción del hombre
formal y de su universo. El hombre formal se desem
baraza de su libertad pretendiendo subordinarla a
valores que serían incondicionados. Imagina que el
acceso a esos valores lo valoriza a sí mismo de una
manera permanente: “derechos” en ristre, se realiza
como un ser escapando al desgarramiento de la exis
tencia. Lo formal no se define por la naturaleza de los
fines perseguidos: una frívola elegante puede poseer
el espíritu formal al igual que un ingeniero. Existe lo
50
formal desde el momento en que se reniega de la li
bertad en provecho de fines que se pretenden abso
lutos.
En razón de ser todo eso bien conocido, quisiéra
mos tan sólo proponer algunos reparos. Se comprende
con facilidad por qué de todas las actitudes inautén
ticas ésta es la más expandida: porque todo hombre
ha sido anteriormente un niño; luego de haber vivido
bajo la mirada de los dioses, de haberse prometido a
si mismo la divinidad, no se acepta de buen grado ha
cerse en la inquietud y la duda simplemente un hom
bre. ¿Qué hacer? ¿En qué creer? A menudo, el adoles
cente que no ha rechazado de antemano, como el sub
hombre, la existencia, se espanta, sin embargo, ante la
idea de hallar respuesta a estas preguntas. Luego de
una crisis más o menos prolongada, se vuelve hacia el
mundo de sus padres o de sus maestros, o bien adhiere
a valores nuevos, pero que le parecen igualmente se
guros. En lugar de asumir una afectividad que le arro
jaría peligrosamente delante de sí, la rechaza. La li
quidación bajo una forma clásica: tranferencia, su
blimación, es un pasaje de lo afectivo a lo formal bajo
la propicia sombra de la mala fe. Lo que importa al
hombre formal no es tanto la naturaleza del objeto
que prefiere a sí mismo, sino el hecho de poder perder
se en él. Aunque el movimiento hacia el objeto sea en
verdad, por su carácter arbitrario, la afirmación más
radical de la subjetividad: creer por creer, querer por
querer; es, desgarrando la trascendencia de su fin,
realizar su libertad bajo la forma vacía y absurda de
libertad de indiferencia.
La mala fe del hombre formal proviene de que está
51
obligado sin cesar a renovar el renunciamiento de esta
libertad. Eligió vivir en un mundo infantil; pero en el
niño, los valores están realmente dados; el hombre
formal debe disfrazar el movimiento por el cual se los
da, como la mitómana que pretende olvidar, al leer una
carta de amor, que es ella misma quien se la ha en
viado. Hemos indicado ya que, en el universo de lo
formal, ciertos adultos pueden vivir de buena fe: aque
llos a quienes se ha rehusado todo instrumento de
evasión, a quienes se esclaviza o se engaña. Cuanto
menos le permiten a un individuo las circunstancias
económicas y sociales actuar sobre el mundo, más ese
mundo se le presenta como dado. Es el caso de esas
mujeres que heredan una larga tradición de sojuzga-
miento, y de quienes llamamos los humildes. Hay a
menudo mucho de pereza y de timidez en su resigna
ción, su buena fe no es absoluta. Pero en la medida
en que existe, su libertad permanece disponible, no se
reniega. Ellos pueden, en su condición de individuos
ignorantes, impotentes, considerar la verdad de su
existencia y elevarse a una vida propiamente moral.
Sucede incluso que vuelven además la libertad así con
quistada contra el objeto merecedor de su respeto. Así
en Casa de muñecas, la ingenuidad infantil de la he
roína la conduce a una rebelión contra el engaño de
lo formal. Por el contrario, el hombre que tiene los ins
trumentos necesarios para evadirse de este engaño y
no quiere utilizarlos, consume su libertad al rehusarla.
Se hace a sí mismo formal, disimula su subjetividad
bajo la armadura de los derechos que emanan del uni
verso ético por él reconocido. No es un hombre, sino
52
I un padre, un jefe, un miembro de la Iglesia Cristiana
o del Partido comunista.
Si uno reniega de la tensión subjetiva de la liber
tad, se prohibe, evidentemente, querer en forma uni
versal la libertad en un movimiento indefinido. Desde
el momento en que rehúsa reconocer que constituye
libremente el valor del fin que se plantea, el hombre
formal se hace esclavo de este fin. Olvida que toda
meta es al mismo tiempo un punto de partida y que la
libertad humana es el fin último, único, al cual debe el
hombre destinarse. Concede un sentido absoluto a
este epíteto único que, en verdad, no tiene mayor sen
tido, si se lo considera aisladamente, que las palabras,
alto, bajo, derecha, izquierda. No designa más que
una relación y reclama un complemento: útil a esto o
aquello. El complemento mismo debe ser puesto en
tela de juicio y, como veremos más adelante, es en
tonces cuando se plantea todo el problema de la ac
ción. Pero el hombre formal no pone nada en tela de
juicio. Para el militar, el ejército es útil. Para el ad
ministrador colonial, la carretera. Para el revolucio
nario formal, la revolución. Ejército, carretera, revo
lución, productos convertidos en ídolos inhumanos a
los cuales no se vacilará en sacrificar al hombre mis
mo. Por ello, el hombre formal es peligroso: es natural
que se convierta en tirano. Desconociendo de mala
fe la subjetividad de su elección, pretende que a tra
vés de ella se afirme el valor incondicional del objeto.
Y con un mismo movimiento, desconoce también el
valor de la subjetividad y de la libertad de los otros,
ya que al sacrificarlos a la cosa, se persuade de que
lo que sacrifica no es nada. El administrador colonial
53
que ha elevado a la carretera a la altura de un ídolo,
no tendrá escrúpulos en asegurar su construcción al
precio de un gran número de vidas indígenas. Ya que,
¿qué valor tiene una vida indígena, ineficaz para cons
truir carreteras, inepta o perezosa? Lo formal conduce
a un fanatismo tan reprobable como el fanatismo de la
pasión. Es el fanatismo de la Inquisición que no va
cila en imponer su credo, es decir, un movimiento in
terior, mediante presiones exteriores. Es el fanatismo
de los Vigilantes de América, que defienden la mora
lidad por medio de linchamientos. Es el fanatismo po
lítico que vacía a la política de todo contenido humano
e impone al Estado, no para los individuos, sino con
tra ellos.
Para justificar lo que estas conductas tienen de
contradictorio, de absurdo, de escandaloso, el hombre
formal se refugia de buen grado en una réplica de lo
formal, pero es a la formalidad de los otros que re
plica, no a la suya propia. Así, el administrador colo
nial no ignora el juego de la ironía: pone en tela de
juicio la felicidad, el confort, la vida misma del indí-
gina, pero reverencia la Carretera, la Economía, el
Imperio Francés, se reverencia incluso a sí mismo co
mo servidor de tales divinidades. Casi todos los hom
bres formales cultivan una provechosa ligereza. Co
nocemos bien la alegría de buena ley de los católicos,
el “sentido del humor” de los fascistas. Existen tam
bién quienes no experimentan la necesidad de tal ar
ma, enmascaran la incoherencia de su elección por
medio de la huida. Desde el momento en que el Idolo
no le concierne más, el hombre formal se desliza hacia
la actitud del sub-hombre. Se contiene de existir, por-
54
que no es capaz de existir sin garantía, Proust desta
caba con sorpresa que un gran médico, un gran pro
fesor, se muestra a menudo, fuera de su especialidad,
desprovisto de sensibilidad, de inteligencia, de hu
manidad. Es que al haber abdicado sus libertades, no
les queda más que su técnica. En aquellos dominios
donde su técnica no tiene valor, o bien adhieren a los
valores más corrientes, o bien no se realizan más que
como huida. El hombre formal absorbe obstinada
mente su trascendencia en el objeto que obstruye el
horizonte, que cierra el cielo. El resto del mundo es
un desierto sin rostro. Aquí se ve, una vez más, como
tal elección se confirma de inmediato. Si es que no
existe el ser más que bajo la forma, por ejemplo, del
ejército, ¿cómo podría el militar querer otra cosa que
no fuera la multiplicación de los cuarteles y las ma
niobras? Ninguna voz se eleva de zonas abandonadas
en las cuales nada podemos cosechar porque nada ha
sido sembrado. Desde el momento en que deja el es
tado mayor, el viejo general se vuelve sordo. Es por
ello que si el hombre formal se encuentra separado
de sus fines, su vida pierde todo sentido. Por lo común
no apuesta todo a una sola postura, pero si llega a su
ceder que el fracaso o la vejez arruinen todas sus jus
tificaciones, entonces, a menos que se produzca una
conversión siempre posible, no le queda más recurso
que la huida. Arruinado, deshonrado, este hombre
importante no es más que un “hombre liquidado”, se
confunde exactamente con el sub-hombre, a menos
que ponga fin, mediante el suicidio, al suplicio de su
libertad.
Por medio del miedo el hombre formal experimenta
55
r esta dependencia con relación al objeto. Y la primera
de sus virtudes es a sus ojos la prudencia. No escapa
a la angustia de la libertad más que para caer en la
preocupación, el cuidado. Todo le amenaza, puesto
I que la cosa erigida en ídolo, siendo exterioridad, se
encuentra en relación con el universo entero, está por
lo tanto amenazado por el universo entero. Y como,
a despecho de todas las precauciones, no será nunca
el amo de ese mundo exterior al cual ha consentido en
someterse, será sin cesar contrariado por el curso in
controlable de los acontecimientos. Sin cesar se de
clara defraudado, pues su voluntad de fijar el univer
so en cosa, está desmentida por el movimiento mismo
de la vida. El futuro disputará sus éxitos presentes,
sus niños le desobedecerán, voluntades extrañas se
opondrán a la suya, será presa del mal humor y de la
acritud. Sus mismos éxitos tendrán gusto a ceniza.
Puesto que lo formal es una de las maneras de buscar
la síntesis imposible del en sí y del para sí. El hombre
formal se quiere dios: no lo es y lo sabe. Quiere librar
se de su subjetividad, pero ésta, sin cesar, arriesga
desenmascararse, se desenmascara. Trascendiendo
todos los fines, la reflexión se pregunta: ¿para qué?
Entonces estalla el absurdo de una vida que ha bus
cado fuera de sí las justificaciones que sólo ella hu
biera podido darse. Separados de la libertad que hu
biera podido fundarlos auténticamente, todos los fi
nes perseguidos se presentan arbitrarios, inútiles.
Este fracaso de lo formal apareja por veces un
trastrocamiento radical. Consciente de no poder ser
nada, el hombre decide entonces no ser nada. Es la
actitud que llamamos nihilista. El nihilista está pró-
56
ximo al espíritu formal, p>'es en lugar de realizar
su negatividad como movimiento vivo, concibe su
aniquilación de una manera sustancial. Quiere no
ser nada y esa nada con la que sueña es todavía una
especie de ser, exactamente la antítesis hegeliana del
ser, un dato inmóvil. El nihilismo es lo formal decep
cionado y volviéndose contra sí mismo. Tal elección
no se encuentra en quienes, experimentando la exis
tencia como alegría, asumen su gratuidad. Aparece,
ya sea en el momento de la adolescencia, cuando el
individuo al ver desmoronarse su universo de niño,
siente la carencia que hay en su corazón, o bien más
tarde, cuando han fracasado las tentativas para rea
lizarse como ser. En todo caso, en hombres que de
seen liberarse de la inquietud de su libertad, negando
al mundo y a sí mismos. Mediante ese rechazo, se
aproxima al sub-hombre. La diferencia reside en que
su retroceso no es original. De antemano, se arroja
ron en el mundo, incluso a veces con generosidad;
existen, y lo saben.
Sucede que, en su decepción, un hombre conserve
una especie de adhesión por el mundo formal. Así es
como, en el estudio que le ha consagrado, Sartre des
cribe a Baudelaire. Baudelaire experimenta un agudo
rencor en relación con los valores de su infancia, pero
ese rencor encierra todavía el respeto: sólo el des
precio libera. Él tiene necesidad de que el universo
que rechaza se perpetúe, a fin de detestarlo y escar
necerlo. Es la actitud del demoníaco, como la ha des
crito también Jouhandeau: uno conserva con empe
cinamiento los valores de la infancia, los de una so
ciedad o una Iglesia, con el fin de poder menospre-
57
ciarlos. El demoníaco está aún cerca de lo formal,
desea creer en ello, lo confirma incluso mediante su
rebelión. Se experimenta como negación y como liber
tad, pero no realiza esta libertad como liberación po
sitiva.
Podemos ir mucho más lejos en el rechazo, em
pleándonos no en escarnecer, sino en aniquilar al mun
do rechazado y a nosotros mismos con él. Este hom
bre, por ejemplo, que se da a una causa que sabe per
dida, eligió confundir al mundo con uno de sus aspec
tos, que lleva en sí el germen de su ruina, comprome
tiéndose en ese universo condenado y condenándose
con él. Otro consagra su tiempo y sus fuerzas a una
empresa que no estaba de antemano destinada al fra
caso, pero que él mismo se encarniza en arruinar.
Otro, aún, reniega, uno después de otro, de todos
sus proyectos, desgajándolos en múltiples caprichos
y anulando con ello sistemáticamente los fines que
avizora. La constante negación de la palabra por la
palabra, del acto por el acto, del arte por el arte, ha
hallado su realización en la incoherencia dadaísta. Al
aplicar una consigna de desorden y de anarquía, se
obtuvo una abolición de todas las conductas, por lo
tanto de todos los fines y de uno mismo.
Pero esta voluntad de negación se da un desmen
tido perpetuo, ya que en el momento en que se des
pliega se manifiesta como presencia. Implica por lo
tanto una tensión constante, inversamente simétrica
de la tensión existencial, y más dolorosa. Pues si bien
es cierto que el hombre no es, es también verdad que
existe; y para realizar positivamente su negatividad
le será necesario contradecir sin cesar el movimiento
58
de la existencia. Si uno no se resigna al suicidio, se
desliza fácilmente hacia una actitud más estable que
el rechazo crispado del nihilismo. El surrealismo nos
provee un ejemplo histórico y concreto de las dife
rentes evoluciones posibles. Algunos de sus adeptos,
como Veché, Crevel, debieron recurrir a la solución
radical del suicidio. Otros, destruyeron su cuerpo y
arruinaron su espíritu por medio de las drogas. Otros
lograron una especie de suicidio moral: a fuerza de
despoblar el mundo a su alrededor, se encontraron
en medio de un desierto, rebajados ellos mismos al
nivel de sub-hombres, ya no tratan de huir, se han
evadido. Hay también quienes buscaron de nuevo la
seguridad de lo formal. Se han ordenado, eligiendo
arbitrariamente como refugios el matrimonio, la polí
tica, la religión. Ni siquiera los surrealistas que qui
sieron permanecer fieles a ellos mismos, pudieron evi
tar el retorno a lo positivo, a lo formal. La negación
de los valores estéticos, espirituales, morales, devino
una ética. La carencia de reglas, una regla. Se asistió
a la edificación de una nueva Iglesia con sus dogmas,
sus ritos, sus fieles, sus predicadores e incluso sus
mártires. Ya no hay nada de destructor, hoy, en Bre
tón : es un papa. Y como todo asesinato de la pintura
es aún un cuadro, muchos surrealistas se encontraron
con que eran autores de obras positivas: su rebelión
se convirtió en la materia sobre la cual se edificó su
carrera. Por último, algunos entre ellos supieron, en
un auténtico retorno a lo positivo, realizar su liber
tad. Le dieron un contenido sin renegar de ella. Se
comprometieron, sin perderse, en una acción política,
59
en investigaciones intelectuales o artísticas, en una
vida familiar o social.
La actitud del nihilista no puede perpetuarse como
tal a menos que se descubra, en su mismo corazón,
como positividad. Al rehusar su existencia el nihilista
debe rehusar también las existencias que la confir
man. Si se quiere nada, es necesario también que toda
la humanidad sea aniquilada. Si no, por la presencia
de ese mundo que otro revela, se reencuentra consigo
mismo como presencia en el mundo. Pero esta sed de
destrucción toma asimismo la figura de una voluntad
de poderío. El gusto de la nada se encuentra con el
gusto original del ser, por el cual todo hombre se de
finió de antemano. Se realiza como ser convirtiéndose
en aquello por lo cual la nada viene al mundo. Así,
el nazismo era a la vez voluntad de poderío y volun
tad de suicidio. Históricamente, podemos hallar en él
muchas otras cosas más, y en especial, además del
negro romanticismo que incitó a Rauschnig a intitular
su obra La revolución del nihilismo, hallamos también
una sombría formalidad. Es que el nazismo estaba
puesto al servicio del pequeño-burgués formal. Pero
es interesante destacar que su ideología no hacía im
posible esta alianza, pues lo formal se alía a veces
con un nihilismo parcial, negando todo aquello que
no es su objeto, a fin de disimularse las antinomias
de la acción.
Un ejemplo bastante puro de este nihilismo apasio
nado, es, como sabemos, Drieu la Rochelle. La valija
vacía es el testimonio de un hombre joven que expe
rimentaba de una manera aguda el hecho de existir
como carencia de ser, como no ser. Ésta es una expe-
60
rienda auténtica, a partir de la cual la única solución
posible es asumir la carencia, dar razón al hombre,
que existe, contra la idea de un Dios que no existe.
Por el contrario —una novela como Gilíes es prueba
de ello— Drieu se empecinó en su decepción. Eligió,
en su odio a sí mismo, rehusar su condición de hom
bre, lo que lo condujo a odiar junto consigo a todos
los hombres. Gilíes no conoce satisfacción alguna
hasta el momento en que tira sobre los obreros espa
ñoles y ve correr una sangre que compara con la san
gre redentora de Cristo. Como si la única salvación
para el hombre estuviera en la muerte de otros hom
bres, por la cual se cumpliese, al fin, la perfecta ne
gación. Es natural que este camino haya llevado al
colaboracionismo, al confundirse para Drieu la ruina
de un mundo detestado con la anulación de sí mismo.
Un fracaso exterior lo condujo a dar a su vida la con
clusión que ésta reclamaba dialécticamente: el sui
cidio.
La actitud nihilista manifiesta cierta verdad: a tra
vés de ella se experimenta la ambigüedad de la con
dición humana. Pero el error reside en que define
al hombre no como la existencia positiva de una
carencia, sino como una carencia en el corazón de
la existencia, en tanto que en verdad la existencia
no se hace carencia en tanto que tal. Y si la liber
tad se experimenta aquí como una forma de re
chazo, no se lleva a cabo auténticamente. El nihi
lista tiene razón al pensar que el mundo no posee
ninguna justificación, y que él mismo no es nada;
pero olvida que a él le corresponde justificar el mun
do y hacerse existir en forma valiosa. En lugar de
61
integrar la muerte a la vida, ve en ella la sola verdad
de la vida, que no se le aparece más que como una
muerte disfrazada. Sin embargo, la vida existe, y el
nihilista se sabe vivo, y en ello reside su fracaso:
rechaza la existencia sin lograr aboliría. Niega todo
sentido a su trascendencia y sin embargo se trascien
de. Un hombre ávido de libertad puede hallar un
aliado en el nihilista, porque ambos rechazan con
juntamente el mundo de lo formal. Pero ve también
en él un enemigo, en tanto el nihilista significa un
rechazo sistemático del mundo y del hombre. Y si ese
rechazo concluye en voluntad positiva de destrucción,
se instaura entonces una tiranía contra la cual debe
alzarse la libertad.
La falta fundamental del nihilista es que, recusan
do todos los valores dados, no encuentra, más allá de
su ruina, la importancia de este fin universal, abso
luto, que es la libertad misma. Puede suceder que en
este fracaso un hombre conserve al menos el gusto
de una existencia que experimenta originalmente co
mo alegría. Al no esperar ninguna justificación, se
complacerá por lo menos en vivir, no se distraerá por
las cosas en las cuales no cree. Buscará en ellas el
pretexto para un despliegue gratuito de su actividad.
Un hombre semejante es lo que se llama corriente
mente un aventurero. Se arroja con ardor en empre
sas: exploración, conquistas, guerra, especulación,
amor, política, pero no se adhiere al fin avizorado,
sino sólo a su conquista. Ama la acción por la acción.
Encuentra su alegría en desplegar a través del mun
do una libertad que permanece indiferente a su con
tenido. Sea que el gusto de la aventura aparezca so-
62
bre un fondo de desesperación nihilista, o que nazca
directamente de la experiencia de las horas felices de
la infancia, siempre implica que la libertad se realiza
como independencia frente a un mundo formal, y que,
además, la ambigüedad de la existencia se experimen
ta no como una carencia, sino bajo su figura positiva.
Esta actitud encierra dialécticamente la refutación de
lo formal por parte del nihilismo, la del nihilismo por
la existencia como tal. Pero, por cierto, la historia con
creta de un individuo no se identifica necesariamente
con esta dialéctica, desde el momento en que su con
dición se le hace presente por completo a cada ins
tante y que su libertad frente a ella es total en cada
instante. Desde la adolescencia, un hombre puede
definirse como aventurero, la unión de una original
vitalidad generosa y de un escepticismo reflexivo
conducirá más particularmente a esta elección.
Esta elección está bien cerca, lo vemos, de una
actitud auténticamente moral. El aventurero no se
propone ser. Se hace deliberadamente carencia de
ser, encara expresamente la existencia. Comprometi
do en su empresa, está, al mismo tiempo, separado
del fin. Triunfe o fracase, se arrojará en una nueva
empresa a la que se entregará con el mismo ardor in
diferente. No es de parte de las cosas que espera la
justificación de su elección. Considerándola en el mo
mento de su subjetividad, tal conducta resulta con
forme a las exigencias de la moral, y si el existencia-
lismo fuese, como generalmente se pretende, un solip-
sismo, debiera consagrar al aventurero como a su hé
roe más realizado.
Es necesario antes destacar que la actitud del
63
aventurero no es siempre pura. A través de las apa
riencias del capricho, hay muchos hombres que per
siguen con total formalidad una finalidad secreta:
fortuna, por ejemplo, o gloria. Proclaman su escepti
cismo con relación a los valores reconocidos, no to
man la política en serio, se autojustifican para ser
colaboracionistas en el 41, comunistas en el 45. Y es
verdad que se burlan de los intereses franceses, de
los del proletariado, pero están adheridos a su ca
rrera, a su éxito. Este arrivismo sin escrúpulos está
en las antípodas del espíritu de aventura, puesto que
el gusto de la existencia no es nunca experimentado
aquí en su gratuidad. Sucede también que el amor
auténtico por la aventura esté inextricablemente mez
clado con una adhesión a los valores formales: Cor
tés y los conquistadores servían a Dios y al empera
dor, a la vez que servían a su propio placer. La aven
tura puede estar también penetrada de pasión. El
gusto de la conquista se alia a menudo sutilmente al
de la posesión. Don Juan, ¿gusta solamente seducir?
¿No ama también a las mujeres? E, incluso, ¿no bus
ca quizás una mujer capaz de satisfacerlo?
Pero aun cuando consideremos a la aventura en es
tado puro, nos parecerá satisfactoria sólo en un mo
mento subjetivo que es en verdad un momento total
mente abstracto. El aventurero en su camino encuen
tra siempre a los otros. El conquistador se encuentra
con los indios. El condottiero se abre una ruta a tra
vés de la sangre y de las ruinas. El explorador tiene
camaradas en su torno o soldados bajo sus órdenes.
Frente a todo Don Juan están las Elviras. Toda em
presa se desarrolla en un mundo humano e interesa
64
a los hombres. Lo que distingue a la aventura de un
simple juego, es que el aventurero no se limita a afir
mar solitariamente su existencia. La afirma con rela
ción a otras existencias: le es necesario tomar par
tido.
Son posibles dos actitudes. Puede tomar concien
cia de las verdaderas exigencias de su propia liber
tad. Ésta no puede quererse más que destinándose
a un porvenir abierto, tratando de prolongarse me
diante la libertad de los otros. Es necesario entonces,
en todo caso, respetar la libertad de los otros hom
bres y ayudarlos a liberarse. Una ley similar impone
límites a la acción y, al mismo tiempo, le da de inme
diato un contenido: más allá de lo formal rehusado,
se encuentra una auténtica gravedad. Pero el hombre
que actúa de ese modo con el fin de liberarse a sí
mismo y a los otros, que se esfuerza por respetar este
fin a través de los medios que emplea para alcanzar
lo, no merece ya el nombre de aventurero. No pen
samos, por ejemplo, en aplicarlo a un Lawrence, tan
avaro de la sangre de sus compañeros, tan respetuoso
de la vida y de la libertad de los otros, tan atormen
tado por los problemas humanos que toda acción su
pone. Es entonces cuando uno se encuentra en pre
sencia de un hombre auténticamente libre.
Aquel que llamamos aventurero, por el contrario,
es el que permanece indiferente al contenido, es de
cir, al sentido humano de su acción, aquel que cree
poder afirmar su propia existencia sin tener en cuen
ta la de los otros. Poco le importa al condottiero la
suerte de Italia, a Pizarro las masacres de los indios,
a Don Juan las lágrimas de Elvira. Indiferentes al
65
fin que se proponen, son más indiferentes aún a los
medios necesarios para alcanzarlo: no se preocupan
más que por su placer o por su gloria. Esto implica
que el aventurero comparte el desprecio del nihilista
por los hombres, incluso por este desprecio cree des
prenderse de la condición miserable en la cual perma
necen los que no imitan su orgullo. Nada le impide
entonces sacrificar esos seres insignificantes a su
propia voluntad de poderío. Los tratará como instru
mentos, los destruirá si se convierten en obstáculos.
Pero entonces aparecerá a los ojos de los otros como
un enemigo, su empresa ya no es sólo un desafío indi
vidual: es un combate. No puede ganar la partida
sin convertirse en tirano o verdugo. Y como no sa
bría imponer sin ayuda esta tiranía, se ve obligado
a servir al régimen que le permitirá ejercerla. Le son
necesarios dinero, armas, soldados, o bien el apoyo
de la policía y de las leyes. No es el azar, sino una
necesidad dialéctica lo que conduce al aventurero a
mostrarse complaciente con todos los regímenes que
defienden los privilegios de una clase o de un par
tido, y más particularmente con los regímenes totali
tarios y con el fascismo. Tiene necesidad de fortuna,
del ocio, del placer, y tomará esos bienes como fines
supremos para estar en condiciones de permanecer
libre respecto de todo fin. Por ello, confundiendo una
disponibilidad totalmente exterior con la verdadera
libertad, cae, bajo pretexto de independencia, en la
servidumbre del objeto. Se alineará junto a los regí
menes que le garanticen esos privilegios y preferirá
aquellos que lo confirmen en su desprecio respecto al
común de los hombres. Se convertirá en cómplice, en
66
servidor o incluso en valet, alienando una libertad
que no puede realmente confirmarse como tal si no
reviste su figura verdadera. Por haber querido limi
tarla a sí misma, por haberla vaciado de todo conte
nido concreto, no la realiza más que como una inde
pendencia abstracta que se convierte en servidumbre.
Debe someterse a amos, a menos que se convierta él
mismo en el amo supremo. Son suficientes unas pocas
circunstancias favorables para transformar al aven
turero en dictador: él lleva en sí el germen, puesto
que considera a la humanidad como la materia indife
rente destinada a soportar el juego de su existencia.
Pero lo que conocerá entonces será la suprema escla
vitud de la tiranía.
La crítica dirigida por Hegel al tirano se aplica
al aventurero en la medida en que él mismo es tirano
o por lo menos cómplice del opresor: ningún hombre
puede salvarse solo. Sin duda, en el curso mismo de
la acción, el aventurero puede conocer una alegría
que se baste a sí misma, pero una vez concluida la
empresa, y fijada tras él como cosa, es necesario,
para que permanezca viva, que una intención humana
la anime de nuevo, la trascienda hacia el futuro me
diante el reconocimiento o la admiración. Al morir,
es toda su vida entera lo que el aventurero abando
nará en manos de los hombres. Ella no tendrá otro
sentido que el que éstos le acuerden. Él lo sabe, pues
to que se describe a sí mismo, y a menudo incluso a
través de los libros. Muchos desean legar a la poste
ridad, a falta de una obra, por lo menos su propia
figura. Tienen necesidad, mientras viven, al menos
de la aprobación de algunos fieles. Olvidado, detes-
67
tado, el aventurero pierde el gusto por su propia exis
tencia. Posiblemente sin saberlo, es nuevamente a
través de los otros que aquélla le parecía tan pre
ciosa. Ella se quería una afirmación, un ejemplo
frente a la humanidad, pero resulta vana e injustifi
cada una vez vuelta sobre sí misma.
Así, el aventurero esboza una conducta moral por
que asume positivamente su subjetividad, pero si re
húsa con mala fe reconocer que esta subjetividad se
trasciende necesariamente hacia los otros, se ence
rrará en una falsa independencia que será en realidad
servidumbre. Para el hombre libre, no será más que
un aliado del azar al cual no otorgará confianza, con
virtiéndose fácilmente en un enemigo. Su falta con
siste en creer que puede conseguir algo para sí sin
los otros, e incluso contra ellos.
El hombre apasionado es en cierto modo la antí
tesis del aventurero. También en él se bosqueja la
síntesis de la libertad y su contenido. Pero mientras
que en el aventurero es el contenido el que no alcanza
a realizarse auténticamente, en el apasionado es la
subjetividad la que fracasa en confirmarse a sí misma.
Lo que caracteriza al apasionado es que coloca al
objeto como un absoluto, no como el hombre formal
como cosa desprendida de él, sino en tanto que deve
lada por su subjetividad. Hay transiciones entre lo
formal y la pasión: una finalidad querida primero con
miras formales puede convertirse en objeto de la pa
sión. A la inversa, una adhesión apasionada puede
convertirse en vínculo formal. Pero la pasión verda
dera reivindica la subjetividad de su compromiso. En
la pasión amorosa, en particular, no se desea que el
68
ser amado sea admirado objetivamente, se prefiere
pensarlo desconocido, ignorado: se piensa en apro
piárselo primero si se es el único en descubrir sus va
lores. Esto es lo que toda pasión presenta de autén
tico. Aquí se afirma de modo evidente en su forma
positiva el instante de la subjetividad en su movi
miento hacia el objeto. Sólo cuando la pasión se de
grada en necesidad orgánica cesa de elegirse, pero
en tanto permanece viva, es la subjetividad la que la
anima: sino por orgullo, al menos por complacencia
o por obstinación. Á1 mismo tiempo que asunción de
esta subjetividad, es también develamiento del ser.
Contribuye a poblar el mundo de objetos deseables,
de significaciones emotivas. Sólo en las pasiones que
llamaremos maniáticas para distinguirlas de las ge
nerosas, la libertad no encuentra su auténtica figura:
el apasionado busca la posesión, trata de alcanzar el
ser. Se ha descrito su fracaso, y este infierno que él
mismo se crea. Hace brotar en el mundo algunas ri
quezas insólitas, pero al mismo tiempo lo despoja.
Fuera del proyecto que ha encarado nada existe, y
nada podría incitarlo a modificar su elección. Al ha
ber comprometido toda su vida en un objeto exterior
que puede escapársele sin cesar, experimenta trági
camente su dependencia. Y aun cuando no se oculte
de manera definitiva, el objeto no se da jamás. El
apasionado se hace carencia de ser, no para tener
ser, sino para ser. Y permanece a distancia, y no se
siente nunca colmado.
Es por ello que al mismo tiempo que admiración,
el apasionado despierta cierto horror. Admiramos el
orgullo de una subjetividad que elige su fin sin ple-
69
garse a ninguna ley extraña, y el despliegue precioso
del objeto develado por la fuerza de esta afirmación,
pero consideramos también como enemiga a la sole
dad en que esta subjetividad se encierra. Al haberse
retirado a una región particular del mundo, al no tra
tar de comunicarse con los otros hombres, esta liber
tad no se realiza más que como separación. Todo diá
logo, toda relación con el apasionado es imposible.
A los ojos de quienes desean una comunión de liber
tades, aparece como un extraño, como un obstáculo:
opone una resistencia opaca al movimiento de la li
bertad que se quiere infinito. El apasionado es no
sólo facticidad inerte, está, él también, en el camino
de la tiranía. Sabe que su voluntad no emana sino
de él, pero puede, no obstante, pretender imponerla
a los otros. Se autoriza por ello a un nihilismo parcial:
sólo el objeto de su pasión le parece real y pleno, el
resto es insignificante. ¿Por qué entonces no traicio
nar, asesinar, violar? Nunca se destruye nada. El
universo entero es aprehendido sólo como un con
junto de medios o de obstáculos a través de los cua
les se trata de alcanzar la cosa en la cual se ha com
prometido el ser. Al no destinar a los hombres su
libertad, el apasionado no los reconoce como libres:
no vacilará en tratarlos como cosas. Si el objeto de
su pasión interesa al mundo en su conjunto, esta tira
nía se convierte en fanatismo. En todos los movimien
tos fanáticos existe una parte formal. Los valores in
ventados por ciertos hombres en la pasión del odio,
del miedo, de la fe, son pensados y queridos por otros
hombres como realidades dadas. Pero no hay fana
tismo formal que no tenga una base pasional, puesto
70
que toda adhesión al mundo formal se realiza a tra
vés de tendencias y complejos rechazados. Así, la
pasión maníaca representa un daño para quien la
elige, y para los otros hombres es una de las formas
de la separación que divide a las libertades. Conduce
a la lucha y a la opresión. Un hombre que busca el
ser lejos de los otros hombres lo busca contra ellos,
al tiempo que se pierde él mismo.
Sin embargo, puede bosquejarse una conversión en
el centro mismo de la pasión. Es necesario que el apa
sionado acepte esta distancia al objeto que consti
tuye su tormento, en lugar de querer vanamente abo
liría: es la condición para el develamiento del objeto.
El individuo encontrará entonces su alegría en el mis
mo desgarramiento que lo separa del ser cuya caren
cia siente. Así, en las cartas de Mlle. de Lespinasse
hay un tránsito constante del dolor a la asunción de
este mismo dolor. La enamorada describe sus lágri
mas, sus torturas, pero afirma que quiere su desdi
cha: es para ella también una fuente de delicias. Se
complace en que a través de la separación el otro se
le presente como tal. Se complace en exaltar, con su
mismo sufrimiento, esta existencia extraña que eligió
como digna de todos los sacrificios. Es sólo como ex
traño, como prohibido, en tanto que libre, que el otro
se devela como otro. Y amarlo auténticamente, es
amarlo en su alteridad y en esa libertad por la cual se
escapa. El amor es entonces renuncia a toda pose
sión, a toda confusión. Renunciamos a ser a fin de
que exista ese ser que no se es. Tal generosidad no
puede entonces ejercerse en provecho de cualquier
objeto. No podríamos querer en su independencia y
71
su separación una cosa pura, puesto que la cosa no
posee independencia positiva. Si un hombre prefiere
la tierra que ha descubierto a la posesión de esa tie
rra, un cuadro o una estatua a su presencia material,
es en tanto se le presentan como posibilidades abier
tas a otros hombres. La pasión sólo se convierte en
libertad auténtica si a través del ser percibido —cosa
u hombre— se destina su existencia a otras existen
cias, sin pretender disimularlo en la densidad del
en-sí.
Vemos entonces que ninguna existencia puede rea
lizarse plenamente si se limita a sí misma: requiere
la existencia de otro. La idea de tal dependencia es
tremece. Y la separación, la multiplicación de exis
tencias suscita problemas más inquietantes. Se con
cibe que hombres conscientes de los riesgos y de la
inevitable parte de fracaso que implica todo com
promiso en el mundo, pretendan realizarse fuera del
mundo. Le está permitido al hombre separarse de este
mundo mediante la contemplación, pensarlo, e inclu
so crearlo de nuevo. Algunos, en lugar de construir
su existencia a través del desarrollo indefinido del
tiempo, se proponen afirmarla bajo su aspecto eterno
y llevarla a cabo como un absoluto. Confían superar
así la ambigüedad de su condición. Así, muchos inte
lectuales buscan su salvación mediante el ejercicio de
la crítica, o mediante una actividad creadora.
Hemos visto que el ser formal se cuestiona a sí
mismo por el hecho de no poder asir totalmente lo
formal. Se desliza así hacia un nihilismo parcial. Pero
el nihilismo es inestable, tiende hacia lo positivo. El
pensamiento crítico pretende realizar una refutación
72
universal de todos los aspectos de lo formal, pero sin
hundirse en la angustia de la pura negación. Posee
un valor superior, universal, intemporal, que sería la
verdad objetiva, y correlativamente, el crítico se de
fine positivamente a sí mismo como la independen
cia del espíritu. Fijando en realidad positiva el movi
miento negativo de refutación de los valores, fija
también como presencia positiva la negatividad pro
pia de todo espíritu. Cree escapar así a toda crítica
terrestre, no tiene para elegir entre la ruta y el indí
gena, entre Norteamérica y Rusia, entre la produc
ción y la libertad. Comprende, domina y rechaza, en
nombre de la verdad total, las verdades necesaria
mente parciales que descubre todo compromiso hu
mano. Pero la ambigüedad está en el centro de su
misma actitud, puesto que el espíritu independiente
es aún un hombre con su situación singular en el
mundo, y lo que él define como verdad objetiva, es
el objeto de su propia elección. Sus críticas caen en
el mundo de los hombres singulares. No describe so
lamente: toma partido. Si no asume la subjetividad
de su juicio, caerá indefectiblemente en la trampa de
lo formal. En lugar del espíritu independiente que
pretende ser, no es más que el servidor vergonzoso
de una causa a la cual no ha elegido adherirse.
El artista y el escritor se esfuerzan de otra manera
por superar la existencia: intentan realizarla como
un absoluto. Lo que hace su esfuerzo auténtico es
que no se proponen alcanzar el ser. Por ello se distin
guen de un ingeniero o de un maníaco. Lo que bus
can fijar y hacer pasar a la eternidad es la existen
cia. La palabra, el trazo, incluso el mármol indican
73
al objeto en tanto que ausencia. Sólo en la obra de
arte la carencia de ser se vuelve a lo positivo. El tiem
po es detenido, surgen formas claras, significaciones
terminadas. En ese retorno, la existencia se confir
ma, plantea su propia significación. A ello se refería
Kant cuando definió al arte como “una finalidad sin
fin”. Del hecho de que ha constituido así un objeto
absoluto, el creador se siente tentado a considerarse
él mismo como absoluto. Él justifica al mundo, y pien
sa por tanto que no tiene necesidad de nadie para jus
tificarse. Pero, en realidad, el esfuerzo creador es
auténtico en tanto que movimiento hacia la existen
cia confirmándose a sí misma. Si la obra se convierte
en un ídolo mediante la cual el artista cree alcanzarse
como ser, reafirma en torno de sí el universo de lo
formal, cae en la ilusión que Hegel denunció cuando
describió a la raza de los “animales intelectuales”.
No hay para el hombre ningún medio de evadirse
de este mundo. Es en este mundo donde le es nece
sario —evitando los escollos que acabamos de seña
lar— realizarse moralmente. Es necesario que la li
bertad se proyecte hacia su propia realidad, a través
de un contenido en el cual funda su valor. Un fin no
es valioso sino mediante un retorno a la libertad que
lo ha planteado y que se quiere a través de él. Pero
esta voluntad implica que la libertad no se aglutine
en algún fin y menos aún que se disipe vanamente
sin percibir su fin. No necesita que el sujeto trate de
ser, sino, por el contrario, debe aspirar a que tenga
ser. Quererse libre y querer que tenga ser, son una
sola y misma cosa: la elección que el hombre hace
de sí mismo en tanto que presencia en el mundo. No
74
puede decirse que el hombre libre quiere la libertad
para develar al ser, ni el develamiento del ser para
alcanzar la libertad: son dos aspectos de una misma
realidad. Y cualquiera sea el que se considere, am
bos implican la relación entre cada hombre y los otros.
Esta relación no se revela a todos de repente. Un
hombre joven se quiere libre, quiere poseer el ser.
Esta generosidad espontánea que lo arroja con ardor
en el mundo puede aliarse con lo que denominamos
corrientemente egoísmo. A menudo el joven no apre
hende de su relación con los otros sino el aspecto me
diante el cual el otro se nos aparece como enemigo.
Pues en verdad es también un enemigo. En el prefa
cio de La experiencia interior, Georges Bataille pone
de relieve con mucha fuerza que cada individuo quie
re ser Todo. En cada hombre, y particularmente en
aquellos cuya existencia se afirma con mayor vigor,
ve una limitación, una condenación de sí mismo.
“Cada conciencia persigue la muerte de la otra”, dijo
Hegel. Y en efecto, a cada instante, otro me sustrae
el mundo entero: el primer impulso es odiarlo. Pero
este odio es ingenuo y la envidia se cuestiona pronto
a sí misma. Si verdaderamente yo fuera todo, no ha
bría nada a mi lado, el mundo estaría vacío, no ha
bría nada que poseer e incluso yo mismo no sería
nada. Si tiene buena voluntad, el joven comprenderá
pronto que al sustraerme el mundo, el otro también
me lo da, puesto que una cosa me es dada sólo por el
movimiento que la desgaja de mí. Querer que exista
el ser, es también querer que existan hombres por
quienes y para los cuales el mundo está dotado de
significaciones humanas. No podemos revelar al mun-
75
do más que sobre el fondo de un mundo revelado por
otros hombres. Ningún proyecto se define sino por
su interferencia con otros proyectos. Hacer “que
exista” el ser, es comunicarse a través del ser con
los otros.
Esta verdad se encuentra bajo otra forma cuan
do decimos que la libertad no puede quererse sin en
trever un futuro abierto. Es necesario que los fines
que se da no puedan ser trascendidos por ninguna
reflexión, pero sólo la libertad de los otros hombres
puede prolongarlos más allá de nuestra vida. He tra
tado de demostrarlo en ¿Para qué la acción?: todo
hombre tiene necesidad de la libertad de los otros
hombres y, en cierto sentido, la quiere siempre, aun
que sea un tirano. Le falta tan sólo asumir con buena
fe las consecuencias de tal voluntad. Sólo la libertad
de los otros impide a cada uno de nosotros fijarse en
el absurdo de la facticidad. Y si hemos de creer en el
mito cristiano de la creación, Dios mismo estaría de
acuerdo en este punto con la doctrina existencialista,
puesto que, según las palabras de un cura antifas
cista, “tenía tal respeto por el hombre que lo creó
libre”.
Vemos entonces hasta qué punto se engañan —o
mienten— quienes pretenden asimilar el existencia-
lismo a un solipsismo que exaltaría, como Nietzsche,
tan sólo la voluntad de dominio. Según esta interpre
tación, tan difundida como errónea, el individuo, co
nociéndose y eligiéndose como creador de sus propios
valores, trataría de imponerlos a los otros. Resultaría
de ello un conflicto de voluntades adversas, encerra-
76
das en su propia soledad. Pero hemos visto por el con
trario, que en la medida en que el espíritu de aventura,
la pasión, el orgullo, conducen a esta tiranía y a estos
conflictos, la moral existencialista los condena. Y ello,
no en nombre de una ley abstracta, sino porque si es
verdad que todo proyecto emana de una subjetividad,
lo es también que ese movimiento subjetivo plantea
por sí mismo una superación de la subjetividad. El
hombre no puede encontrar más que en la existencia
de los otros hombres la justificación de su propia exis
tencia. Ahora bien: él tiene necesidad de tal justifi
cación, no puede escapar de ella. La preocupación
moral no le viene al hombre desde fuera. Encuentra en
sí mismo esta ansiosa pregunta: ¿Para qué? O, para
decirlo mejor, él mismo es esta urgente interrogación.
No la evade sino evadiéndose, y desde el momento en
que existe, la responde. Se dirá probablemente que
sólo para él es moral, y que tal actitud es egoísta.
Pero no hay ninguna moral a la cual no pueda dirigir
se este reproche, que bien pronto se destruye a sí mis
mo, puesto que, ¿por qué habría de preocuparme de
aquello que no me concierne? Yo me preocupo por
los otros y es por mí por quien ellos se preocupan.
Ésta es una verdad inseparable: la relación yo-otros
es tan indisoluble como la relación sujeto-objeto.
Al mismo tiempo podemos prever ese otro reproche
que se dirige a menudo al existencialismo: el de ser
una doctrina formal, incapaz de proponer ningún con
tenido a esta libertad que quiere comprometida. Que
rerse libre es también querer libres a los otros. Esta
voluntad no es una fórmula abstracta, indica a cada
77
uno acciones concretas a cumplir. Pero los otros están
separados, incluso en oposición y en sus relaciones
con ellos, el hombre de buena voluntad ve surgir pro
blemas concretos y difíciles. Este aspecto positivo de
la moralidad es el que vamos a examinar ahora.
78
3
1. — LA ACTITUD ESTÉTICA
81
bronces de Florencia, desempeña incluso con su iner
cia un papel político en la vida de su país. No podría
justificarse todo lo que es, afirmando que todo puede
ser igualmente objeto de contemplación, puesto que
el hombre no contempla nunca: hace.
Para el artista, para el escritor, el problema se plan
tea de manera particularmente aguda y al mismo tiem
po equívoca, puesto que no es en nombre de la pura
contemplación, sino de un proyecto definido que se
pretende plantear entonces la indiferencia de las si
tuaciones humanas: el creador proyecta en la obra de
arte un dato que justificará en tanto que materia de
esta obra. No importa cual sea el dato que pueda ser
salvado de esta manera: una masacre tanto como una
mascarada. Esta justificación estética es por momen
tos tan abrumadora que traiciona el designio del autor.
Cierto escritor quería comunicarnos el horror que le
inspiran los reformatorios: ha logrado un libro tan
hermoso, que encantados por el relato, el estilo, las
imágenes, olvidamos el horror por el reformatorio e
incluso nos sentimos inclinados a admirarlo. ¿No nos
inclinaremos entonces a pensar que si la muerte, la
miseria, la injusticia, pueden ser transfiguradas por
nuestra alegría, no hay nada de malo en que existan
la muerte, la miseria y la injusticia?
Pero aquí, nuevamente, es necesario no confundir
el presente con el pasado. Respecto del pasado, nin
guna acción es posible. Hubo la guerra, la peste, el
escándalo, la traición, y no tenemos ningún medio
de impedir que ello hubiera sucedido. Sin nosotros, el
verdugo fue verdugo, la víctima sufrió su suerte de
víctima. Todo lo que podemos hacer, es impedir que
82
mi historia vuelva a caer en la noche indistinta del ser,
develarla, integrarla al patrimonio humano, elevarla
¡i la dignidad de la existencia estética que lleva en sí
mu finalidad. Pero era necesario de antemano que esa
2. - LIBERTAD Y LIBERACIÓN
86
■
.mtcs de llegar a su meta. El sabio, que determinado
Ienómeno puede seguir permaneciendo oscuro. El téc
nico, que su tentativa puede fracasar. Esos retroce
sos, esos errores, son todavía un modo de develamien-
to del mundo. Y por cierto, un obstáculo material pue
de frustrar cruelmente una empresa: las inundacio
nes, los terremotos, la langosta, las epidemias, la peste,
son calamidades. Pero nos encontramos aquí con una
verdad del estoicismo: un hombre debe asumir inclu
so sus desdichas, y puesto que no debe nunca abdicar
en favor de cosa alguna, la destrucción de ninguna co
sa será para él una ruina radical. Incluso su muerte
no es un mal, puesto que no es hombre sino en tanto
que es mortal. Debe asumirla como el término natural
de su vida, como el riesgo implicado por todo tránsito
viviente. Sólo el hombre puede ser un enemigo para
otro hombre, sólo él puede quitarle el sentido de sus
actos, de su vida, porque sólo a él le compete confir
marlo en su existencia, reconocerlo efectivamente co
mo libertad. Aquí es donde la distinción estoica entre
las “cosas que no dependen de nosotros” y aquellas
que “dependen de nosotros” se muestra insuficiente:
ya que “nosotros” son legión y no un individuo. Cada
uno depende de los otros y lo que me llega de los
otros depende de mí en cuanto a su sentido. No se
sufre una guerra, una ocupación, del mismo modo
que se sufre un terremoto: es necesario tomar partido
a favor o en contra, y por lo mismo las voluntades ex
trañas se vuelven aliadas o hostiles. Esta interdepen
dencia es lo que explica que la opresión sea posible
y que sea odiosa. Según hemos visto, mi libertad, para
realizarse, exige desembocar en un futuro abierto:
87
son los otros hombres los que me abren el porvenir,
son ellos quienes, constituyendo el mundo del mañana,
definen mi futuro. Pero si en lugar de permitirme par
ticipar en este movimiento constructor, me obligan a
consumir vanamente mi trascendencia, si me mantie
nen por debajo del nivel que han conquistado y a
partir del cual se efectuarán las nuevas conquistas,
entonces me separan del futuro, me transforman en
cosa. La vida se emplea a la vez en perpetuarse y en
superarse. Si no hace más que mantenerse, vivir es
solamente no morir, y la existencia humana no se dis
tingue de una vegetación absurda. Una vida se jus
tifica tan solo si su esfuerzo por perpetuarse está in
tegrado en su superación, y si esta superación no tiene
otros límites que aquellos que el sujeto se asigna a sí
mismo. La opresión divide al mundo en dos clanes:
aquellos que edifican a la humanidad arrojándola de
lante de sí misma, y aquellos condenados a sufrir sin
esperanzas, solo para entretener a la colectividad. Su
vida es pura repetición de gestos mecánicos, su ocio
les alcanza solo para la recuperación de sus fuerzas.
El opresor se nutre con su trascendencia, y se rehúsa
a prolongarla mediante un libre reconocimiento. No
le queda al oprimido sino una solución: negar la ar
monía de esta humanidad de la cual se pretende ex
cluirlo, probar que es un hombre y que es libre rebe
lándose contra los tiranos. Para prevenir esta revuelta,
uno de los trucos de la opresión será disfrazarse tras
una situación natural, puesto que, en efecto, no pode
mos rebelarnos contra la naturaleza. Cuando un con
servador quiere demostrar que el proletariado no está
oprimido, declara que la distribución actual de las
88
riquezas es un hecho natural y que no hay por lo tanto
medio de rehusarla. Y sin duda no tiene dificultad en
probar que no toba al obrero, estrictamente hablando,
el producto de su trabajo, puesto que la palabra robo
supone convenciones sociales que, por otra parte, au
torizan ese tipo de explotación. Pero lo que el revolu
cionario indica mediante esa palabra, es que el régi
men actual es un hecho humano. Y en tanto que tal de-
lie ser rechazado. Este rechazo separa a su vez a la
voluntad del opresor de ese futuro hacia el cual pre
tendía arrojarse solo: se le sustituye por otro futuro,
que es el de la revolución. La lucha no es de palabras
o de ideologías, es real y concreta: si este futuro es
el que triunfa, y no aquél, es el oprimido el que se rea
liza como libertad positiva y abierta, es el opresor
quien se convierte en un obstáculo, en una cosa.
Hay entonces dos maneras de superar el dato: es
bien diferente planear un viaje o evadirse de la pri
sión. En los dos casos, el dato está presente en su su
peración. Pero en un caso, presente en tanto que acep
tado, en el otro, en tanto que rechazado, lo que cons
tituye una diferencia radical. Hegel ha confundido
estos dos movimientos bajo el ambiguo vocablo “au-
fheben”. Y sobre esta ambigüedad reposa todo el edi
ficio de un optimismo que niega el fracaso y la muerte.
Ello es lo que permite considerar el futuro del mundo
como un desarrollo continuo y armonioso. Esta con
fusión es la fuente, y también la consecuencia, un
perfecto resumen de esa blandura idealista y verbosa
que Marx reprocha a Hegel y a la cual opone una
dureza realista. La rebelión no se integra al desarrollo
armonioso del mundo, no quiere integrarse, sino más
89
bien explotar en el centro de ese mundo y quebrar la
continuidad. No fue por azar que Marx definió ne
gativa y no positivamente la actitud del proletariado:
no lo muestra afirmándose a sí mismo, ni tratando de
realizar una sociedad sin clases, sino ante todo tra
tando de suprimirse en tanto que clase. Y precisamen
te porque esta situación no tiene sino una salida nega
tiva, es que debe suprimirse.
Todos los hombres están interesados en esta su
presión y, como el mismo Marx lo dice, tanto el opre
sor como el oprimido, ya que cada uno tiene necesidad
de que todos los hombres sean libres. Hay casos en
que el esclavo no conoce su servidumbre y en los cua
les será necesario aportarle desde fuera el germen de
su liberación: su sumisión no es suficiente para jus
tificar la tiranía que se ejerce entra él. El esclavo es
sumiso cuando se ha tenido éxito en mistificarlo de tal
modo que su situación no le parezca impuesta por los
hombres, sino dada inmediatamente por la naturaleza,
por los dioses, por potencias contra las cuales no tiene
sentido la rebelión. No es entonces como un menos
cabo de su libertad que acepta esa condición, puesto
que no puede soñar siquiera con otra. Y en el interior
de ese mundo en el cual lo encierra su ignorancia pue
de, en sus relaciones con sus camaradas, por ejemplo,
vivir como un hombre moral y libre. El conservador
argumentará que no debemos perturbar esta paz: es
necesario no dar educación al pueblo ni confort a los
indígenas colonizados. Hay que amordazar a los ca
becillas, es el sentido de un viejo cuento de Maurras.
Es preciso no despertar al dormido, ya que ello sería
despertar la desgracia. Por cierto no se trata, bajo
90
pretexto de liberación, de arrojar a los hombres a su
pesar en un mundo nuevo, que no han elegido, del
cual no tienen conciencia. Los esclavistas de la Caro
lina mostraban complacidos a sus vencedores viejos
esclavos negros, desconcertados ante una libertad
con la cual no sabían qué hacer y reclamando a llan
tos a sus viejos amos. Estas falsas liberaciones —aun
cuando en ciertos casos sean inevitables— agobian
a quienes son sus víctimas como un nuevo golpe del
ciego destino. Lo que se debe hacer es suministrar al
esclavo ignorante el medio para trascender su situa
ción por la rebelión, es disipar su ignorancia. Sabe
mos que el problema de los socialistas del siglo xix fue
precisamente desarrollar en el proletariado una con
ciencia de clase. Vemos por ejemplo en la vida de
una Flora Tristón hasta qué punto era ingrata una
tarea semejante. Lo que quería para los trabajadores,
le era necesario antes quererlo sin ellos. Pero, ¿con
qué derecho queremos algo para los otros? pregunta el
conservador, que considera sin embargo al obrero o
al indígena como a un “niño grande” y no vacila en
disponer de la voluntad de ese niño. Y en efecto, na
da es más arbitrario que intervenir como extraño en
un destino que no es el nuestro: precisamente uno de
los escándalos de la caridad —en el sentido corrien
te de la palabra— es que se ejerce desde afuera, se
gún el capricho de quien la distribuye, que está sepa
rado de su objeto. Porque la causa de la libertad es
tanto del otro como mía: es universalmente humana.
Si quiero que un esclavo tome conciencia de su servi
dumbre, es por no ser yo mismo tirano —puesto que
toda abstención es complicidad, y la complicidad es
91
aquí tiranía— a la vez que porque se abren al esclavo
liberado posibilidades nuevas y a través de él, a todos
los hombres. Querer la existencia, querer develar el
mundo, querer a los hombres libres, constituye una
sola voluntad.
Por tanto miente el opresor cuando sostiene que el
oprimido quiere positivamente la opresión: se abstiene
solamente de no quererla, porque ignora incluso la
posibilidad del rechazo. Todo lo que puede proponer
se una acción exterior es poner al oprimido en pre
sencia de su libertad: entonces decidirá positiva, li
bremente. El hecho reside en que se decida contra la
opresión, entonces comienza verdaderamente el mo
vimiento de liberación. Pues si es verdad que la causa
de la libertad es la causa de cada uno, también es
verdad que la urgencia de la liberación no es igual
para todos. Marx lo dice con razón: solo al oprimido
se le aparece como inmediatamente necesaria. No cree
mos en cuanto a nosotros en una necesidad de hecho,
sino en una exigencia moral. El oprimido no puede
realizar su libertad de hombre más que en la rebelión,
puesto que lo propio de la situación contra la cual se
rebela reside precisamente en impedirle todo desarro
llo positivo. Solo en la lucha social y política su tras
cendencia se proyecta al infinito. Y por cierto, el pro
letario no es un hombre moral más naturalmente que
otro: puede escapar de su libertad, disiparla, vegetaí
sin deseos, consagrarse a un mito inhumano. Y la as
tucia de un capitalismo “esclarecido” consistiría en
hacerle olvidar su preocupación por una justificación
auténtica, proponiéndole, a la salida de la fábrica en
la cual un trabajo mecánico absorbe su trascendencia,
92
diversiones donde termina de perderse: tal la política
de los empresarios norteamericanos, que atrapan al
obrero en el cepo de los espectáculos deportivos, las
estrellas de cine, los autos y las heladeras. Sin em
bargo, en conjunto hay menos tentaciones de traición
que entre los miembros de las clases privilegiadas, por
que el hartazgo de sus pasiones, el placer por la aven
tura, las satisfacciones del formalismo social les están
vedados. Y sobre todo, al mismo tiempo que pueden
cooperar en la lucha contra la opresión, le es posible
al burgués, al intelectual, usar en forma positiva su
libertad: su futuro no cerrado. Es lo que indica Ponge,
por ejemplo, cuando escribe que hace literatura “pos
trevolucionaria”. Le es permitido al escritor, del mis
mo modo que al sabio, al técnico, realizar, en tanto la
revolución no se perfeccione, esta recreación del mun
do que debiera ser la obra de todos los hombres, si en
algunas partes la libertad no estuviera aún encade
nada. Que sea o no deseable anticiparse al porvenir,
que los hombres deban renunciar al uso positivo de su
libertad en tanto la liberación de todos no se haya
cumplido, o que por el contrario, toda realización hu
mana sirva a la causa del hombre, es un punto sobre el
cual vacila la misma política revolucionaria. En el
interior de la Unión Soviética, la relación entre la
construcción del porvenir y la lucha presente parece
estar definida de modos muy diversos según los mo
mentos y las circunstancias. Es también un punto so
bre el cual cada individuo debe imaginar libremente
su propia solución. En todo caso, lo que podemos afir
mar es que el oprimido está más totalmente compro
metido en la lucha que quienes, rechazando del mismo
93
modo que él su servidumbre, no la sufren; pero qu<
por otra parte, todo hombre está comprometido er
esta lucha de una manera tan esencial que no podríc
realizarse moralmente sin tomar parte en ella.
El problema se complica prácticamente por el hecho
de que hoy la opresión tiene más de una cara: el cam
pesino árabe está oprimido a la vez por los jeques }
por la administración francesa o inglesa, ¿a cuál de I o í
dos enemigos debe combatir? Los intereses del pro
letariado francés no son los mismos que los del indí
gena colonizado: ¿a cuáles servir? Pero el dilema e¡
aquí político más que moral: es necesario tender a
que toda opresión sea suprimida. Cada uno debe en
carar su lucha en relación con la de los demás e inte
grándose en un esquema general. ¿Qué orden seguir'i
¿Qué táctica adoptar? Es cuestión de oportunidad >
de eficacia. Ello depende también, para cada uno, de
su situación particular. Puede suceder que se vea obli
gado a sacrificar provisoriamente una causa cuyo éxi
to esté subordinado al de otra cuya defensa es más
urgente. Puede suceder, por el contrario, que se juz
gue necesario mantener la tensión de la rebelión con
tra una situación que no se quiere consentir a ningún
precio. Así, por ejemplo, cuando Norteamérica en
guerra solicita a los líderes negros renunciar en el in
terés general a sus propias reivindicaciones, Richard
W right rehúsa hacerlo, estimando que incluso du
rante el transcurso de la guerra, su causa debía seguir
siendo defendida. Lo que la moral exige, en todo caso,
es que el combatiente no se vea enceguecido por el
fin que se propone hasta el punto de caer en el fana
tismo de lo formal o de la pasión. La causa a la que
94
sirve no debe cerrarse sobre sí creando un nuevo ele
mento de separación: a través de su propia lucha de
be tratar de servir la causa universal de la libertad.
El opresor presenta de inmediato una objeción: ba
jo el pretexto de la libertad, dice, se me oprime a la
vez: usted me priva de mi libertad. Es el argumento
que los esclavistas del Sur oponían a los abolicionis
tas, y sabemos que los Yanquis estaban tan penetra
dos de los principios de una democracia abstracta que
no se reconocieron el derecho de rehusar a los plan
tadores del Sur la libertad de poseer esclavos: fue só
lo por un pretexto formal que estalló la guerra de
Secesión. Tales escrúpulos hacen sonreír1. Sin em
bargo, aún hoy el norteamericano reconoce más o me
nos implícitamente a los blancos de los Estados del
Sur la libertad de linchar a los negros. Es el mismo
sofisma que se despliega con inocencia en los perió
dicos del P. R. L. * y en forma más o menos sutil en
todos los diarios conservadores. Cuando un partido
promete a las clases dirigentes defender sus liberta
des, ello significa exactamente que reivindica para
ellas la libertad de explotar a las clases trabajadoras.
Y no es en nombre de una justicia abstracta que tal
reivindicación escandaliza, sino por la contradicción
existente, que se disimula con muy mala fe. Ya que
una libertad no se quiere auténticamente sino querién
dose como movimiento indefinido a través de la li
bertad del otro, desde el momento en que se repliega
sobre sí, se niega en provecho de algún objeto que
* Partí Révolutionnaire de la Liberté (Partido Revolucionario de la
Libertad). Partido político de tendencia reaccionaria actualmente desa
parecido, (N. del T.)
95
r
■ prefiere a sí misma. Sabemos bastante bien cuál es
libertad que el P. R. L. reclama: se trata de la p:
piedad privada, el usufructo, el capital, el confon
la seguridad moral. No debemos respetar la libert
sino cuando se destina a la libertad, no cuando se <
I travía, se disipa y se desmiente a sí misma. Una lib
tad que no se emplea sino para negar la libertad, c
be ser negada. Y no es cierto que el reconocimiei
de la libertad de los otros limita mi propia libertad: :
libre no implica el poder de hacer cualquier cosa,
poder superar lo dado hacia un porvenir abierto,
existencia de los otros en tanto que libertad def¡
mi situación y es incluso condición de mi propia lib'
tad. Se me oprime si se me arroja en una prisión, nc
se me impide arrojar en ella a mi prójimo.
De igual modo, el mismo opresor es consciente
este sofisma, y no osa siquiera recurrir a él. Más bí
que en reivindicar en su forma más descarnada la
bertad de opresión, se presenta como más preocupa
defensor de ciertos valores. No es en su nombre q
lucha: es en nombre de la civilización, de las instii
ciones, de los monumentos, de las virtudes que res
zan objetivamente la situación que entiende manten
Declara a todas esas cosas bellas y buenas en sí m
mas, defiende un pasado que ha revestido la dignid
helada de serlo, contra un porvenir incierto cuyos \
lores no han sido aún conquistados. Esto es lo q
expresa con claridad el rótulo: “conservador”. Coi
algunos son conservadores de un museo o de un esc
parate de medallas, otros se hacen conservadores c
mundo dado, ponen de relieve todos los sacrifici
i
96
que entraña necesariamente todo cambio, optan por
aquello que ha sido contra lo que todavía no es.
Es bien cierto que la superación del pasado hacia
el porvenir exige siempre sacrificios. Pretender que
al destruir un viejo barrio para reconstruir sobre sus
ruinas casas nuevas se lo conserva dialécticamente,
no es más que un juego de palabras: ninguna dialéc-
tica podría resucitar al viejo puerto de Marsella. El
pasado, en tanto que no superado, en su presencia de
carne y hueso, se desvanece en forma absoluta. Todo
lo que puede pretender un optimismo obcecado es que
bajo esta forma singular y rígida, el pasado no nos
concierne y que al sacrificarlo no sacrificamos nada.
Así, muchos revolucionarios juzgan sano rehusar to
da ligadura con el pasado, profesar un desprecio por
los monumentos, por las tradiciones. “¿Qué hacemos
aquí?, perdemos el tiempo”, decía un periodista de
izquierda pisando con impaciencia una calle de Pom-
peya. Esta actitud se confirma por sí misma: aparté
monos del pasado y no quedará traza de él para el
presente ni para el porvenir. La gente de la Edad Me
dia había olvidado de tal modo la antigüedad que na
die entre ellos deseaba conocerla. Podemos vivir sin
el griego, sin el latín, sin catedrales, sin historia. Sí,
pero también hay muchas otras cosas sin las cuales se
podría vivir: el hombre no tiende a reducirse, sino a
acrecentar su poder. Abandonar el pasado a la noche
de la facticidad, es una manera de despoblar el mun
do. Yo desconfiaría de un humanismo demasiado indi
ferente a los esfuerzos de los hombres de antaño. Si
ese develamiento del ser que han realizado nuestros
ancestros no nos alcanza de ningún modo, ¿por qué
97
estar tan interesados en el que se opera hoy, por qué
desear tan ardientemente realizaciones futuras?
Afirmar el reino humano, es reconocer al hombre
tanto en el pasado como en el porvenir. Los Humanis
tas del Renacimiento son un ejemplo de la ayuda que
el entroncamiento con el pasado puede aportar a un
movimiento de liberación. Sin duda, no en todas las
épocas el estudio del griego y del latín tiene esta fuer
za vivaz, pero el hecho de tener un pasado es, en todo
caso, parte de la condición del hombre. Si el mundo
detrás de nosotros estuviera desnudo, no sabríamos
percibir delante otra cosa que un desierto yermo. Es
necesario tratar de retomar por nuestra cuenta, a
través de nuestros proyectos vivos, esta libertad que
se halla comprometida con el pasado, e integrarla en
el mundo presente.
Pero, por otra parte, sabemos que si el pasado nos
concierne, no es en tanto dato en bruto, sino en tanto
posee una significación humana. Si esta significación
no puede ser reconocida más que por un proyecto
que rehúsa el legado del pasado, entonces esa heren
cia debe ser rechazada. Sería absurdo mantener con
tra el hombre un dato que no es precioso sino en tanto
exprese la libertad del hombre. Existe un país en el
cual, más que en ningún otro, el culto del pasado se
ha erigido en sistema: es el Portugal de hoy. Pero ello
tiene lugar al precio de un desdén deliberado por el
hombre. Sobre todas las colinas en las cuales se alzan
ruinas, Salazar ha hecho construir, sin reparar en gas
tos, fastuosos castillos. En Obidos, no vaciló en afec
tar a estas restauraciones sumas destinadas a la Ma
ternidad, que se vieron obligados a cerrar. En los
98
alrededores de Coimbra, donde debía ser edificada
lina colonia infantil, derrochó tanto dinero en hacer re
producir a escala reducida los diferentes tipos de casas
antiguas portuguesas, que apenas cuatro niños pu
dieron ser albergados en esa monstruosa ciudad. Por
todas partes se estimulan las danzas, los cantos, las
fiestas locales, el uso de viejos trajes regionales: no
se abre jamás una escuela. Se percibe aquí, en su for
ma extrema, el absurdo de una elección que prefiere
la Cosa al Hombre, de quien solamente aquélla pue
de recibir su valor. Las danzas, los cantos, los trajes
regionales, pueden ser emocionantes porque en las du
ras condiciones en que vivían los paisanos de otrora
esas fantasías representaban la única realización libre
que les estaba permitida. Por medio de estas creacio
nes se evadían de su trabajo servil, trascendían su si
tuación y se afirmaban como hombres frente a las bes
tias. Dondequiera esas fiestas existan aún espontá
neamente, ahí donde hayan guardado ese carácter,
tienen su sentido y su valor. Pero reproducidas cere
moniosamente para edificación de turistas indiferen
tes, no son más que un documental fastidioso, es decir,
una manifestación odiosa. Es un sofisma querer man
tener mediante la violencia cosas cuyo valor surge,
precisamente, del hecho de que los hombres inten
taban, mediante ellas, liberarse de la violencia. Del
mismo modo, todos los que oponen a la evolución so
cial el respeto por los encajes antiguos, los tapices,
los peinados campesinos, las casas pintorescas, las
costumbres regionales, los tejidos a mano, los viejos
idiomas, saben bien que lo hacen de mala fe: ellos
mismos no desdeñan tanto la realidad presente de las
99
cosas y, la mayor parte del tiempo, su vida lo de
muestra muy bien. Por cierto, tratan de estúpidos a
quienes no reconocen el valor incondicionado de un
punto Alen^on, pero en el fondo saben que estos ob
jetos son menos preciosos en sí que como manifesta
ción de la civilización que representan: más que la
puntilla, admiramos la paciencia y la sumisión de las
manos afanosas adheridas a la aguja. Y por ello, al
rechazar la paciencia y la sumisión, rechazamos la
puntilla. Sabemos también que los nazis hacían en
cuadernaciones y pantallas muy bonitas con la piel
humana.
Así, la opresión de ningún modo podría justificarse
en nombre del contenido que defiende, y que de mala
fe erige en ídolo. Adherido a la subjetividad que la
fundó, ese contenido exige su propia superación. No
amamos el pasado en su verdad viviente si nos obsti
namos en mantener las formas rígidas y momificadas.
El pasado es una apelación, una apelación hacia el
futuro que a veces no se puede salvar sino destru
yéndolo. Que esta destrucción sea un sacrificio, sería
iluso negarlo. Puesto que el hombre desea que exista
el ser, no puede renunciar sin pesar a ninguna forma
de ser. Pero una moral auténtica no enseña a rehusar
el sacrificio, ni a negarlo: es necesario asumirlo.
El opresor no intenta sólo justificarse en tanto que
conservador. A menudo prefiere invocar realizacio
nes futuras, habla en nombre del porvenir. El capi
talismo se plantea como el régimen más favorable a la
producción. El colono es el único capaz de explotar
las riquezas que el indígena dejaría perder. Por me
dio de su utilidad, la opresión intenta defenderse.
100
Pero hemos visto que pretender dar a la palabra “útil”
un sentido absoluto es uno de los embustes del espí
ritu formal. Nada es útil si no es útil al hombre. Nada
es útil al hombre si éste no está en condiciones de defi
nir sus propios fines y sus valores, si no es libre. Sin
duda, un régimen de opresión puede realizar cons
trucciones que servirán al hombre: le servirán sólo el
día que sea libre de servirse de ellas. Ninguno de los
beneficios de la opresión es un beneficio real en tan
to dure el reinado del opresor. Ni en el pasado ni en
el porvenir podemos preferir una Cosa al Hombre
que, solo, puede constituir la razón de todas las cosas.
Por fin, el opresor se complace en mostrar que el
respeto por la libertad no tiene nunca lugar sin difi
cultades, e incluso puede llegar a afirmar que nunca
podríamos respetar a la vez todas las libertades. Pero
ello significa solamente que el hombre debe aceptar
la tensión de la lucha, que su liberación debe buscar
activamente perpetuarse, sin avizorar un estado im
posible de equilibrio y de reposo. No significa que
deba preferir a esta conquista incesante el sueño de
la esclavitud. Cualesquiera que sean los problemas
que se le planteen, los fracasos que deberá asumir, las
dificultades en las cuales se debatirá, deberá recha
zar la opresión a todo precio.
101
en nombre de lo formal, o de sus pasiones, de su v<
luntad de poder o de sus apetitos, rehúsa renuncú
a sus privilegios. Para que la acción liberadora fuei
una acción integralmente moral, sería necesario qt
se realizase a través de una conversión de los opresc
res: tendría lugar entonces una reconciliación de te
das las libertades. Pero nadie osaría abandonar:
hoy día a esas ensoñaciones utópicas. Sabemos di
masiado bien que no podemos contar con una conve]
sión colectiva. Sin embargo, los opresores, por el he
cho mismo de que rehúsan cooperar en la afirmació
de la libertad, encarnan a los ojos de todos los hon
bres de buena voluntad el absurdo de la facticidae
La moral, al reclamar el triunfo de la libertad sobi
la facticidad, reclama también que se los suprimí
Y puesto que, por definición, su subjetividad escap
a nuestra empresa, sólo será posible actuar sobre s
presencia objetiva: será necesario aquí tratar a le
otros como una cosa, hacerles violencia, confirmand
así el hecho doloroso de la separación de los hombre;
He aquí entonces al opresor a su vez oprimido, y le
hombres que lo violentan se vuelven a su vez amo:
verdugos, tiranos: en su rebelión, los oprimidos s
metamorfosean en una fuerza ciega, una fatalidad
brutal. En el centro de sí mismos tiene lugar el escán
dalo que divide al mundo. Y, sin duda, está fuera d
cuestión retroceder delante de estas consecuencia:
ya que la mala voluntad del opresor pone a cada un
en la alternativa de ser enemigo de los oprimidos :
no se lo es de su tirano. Es necesario, evidentemente
elegir sacrificar a quien es un enemigo del hombre
Pero el hecho es que nos vemos forzados a tratar .
102
ciertos hombres como cosas para conquistar la liber
tad de los demás.
Una libertad que se emplea en rechazar la libertad
es en sí misma tan escandalosa, que el escándalo dé
la violencia que se ejerce contra ella queda casi anu
lado: el odio, la indignación, la cólera (que incluso
el marxista cultiva a pesar de la fría imparcialidad de
la doctrina) esfuma todos los escrúpulos. Sólo que el
opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices en
tre los mismos oprimidos. La mistificación es una de
las formas de la opresión. La ignorancia es una si
tuación en que el hombre puede ser encerrado tan
estrechamente como en una prisión. Lo hemos dicho
ya: cada individuo puede ejercer su libertad en el in
terior de su mundo, pero no todos tienen los medios
para rechazar, aunque sea por la duda, los valores,
los tabúes, las consignas de que se los ha rodeado.
Sin duda, las conciencias respetuosas adhieren por
su cuenta al objeto de su respeto, en ese sentido son
responsables, como son responsables de su presencia
en el mundo; pero no son culpables si su adhesión no
es una dimisión de su libertad. Cuando un joven nazi
de dieciséis años moría gritando: “¡Heil Hitler!”, no
era culpable, y no era a él a quien aborrecíamos, sino
a sus amos. Lo que hubiera sido deseable era reedu
car a esa juventud equivocada. Sería necesario de
nunciar la mistificación y colocar a los hombres que
son sus víctimas en presencia de su libertad. Pero la
urgencia de la lucha impide ese lento trabajo. Al mis
mo tiempo que al opresor, estamos obligados a des
truir a todos quienes lo sirven, sea por ignorancia o
por obligación.
103
Ya hemos visto también que la situación del mundo
es tan compleja que no podríamos luchar en todas
partes a la vez y por todos. Para obtener una victoria
urgente, deberemos renunciar, al menos provisoria
mente, a servir algunas causas valiosas, e incluso es
posible que nos veamos obligados a combatirlas. Así,
ningún partido antifascista podía desear, durante la
última guerra, el éxito de las rebeliones indígenas en
el seno del Imperio Británico: tales rebeliones eran
apoyadas, por el contrario, por los regímenes fascis
tas; y sin embargo, no se podría culpar a quienes,
considerando su liberación como la cosa más urgen
te, aprovechaban la situación para tratar de obtenerla.
Es posible entonces, e incluso sucede a menudo, que
nos veamos obligados a oprimir, a matar, a hombres
que persiguen fines cuya validez en sí misma reco
nocemos.
Pero no reside en ello el peor escándalo de la vio
lencia. No sólo nos obliga a sacrificar a los hombres
que se convierten en obstáculos de nuestros desig
nios, sino también a quienes luchan junto con nos
otros, y a nosotros mismos. Puesto que no podemos
vencer a nuestros enemigos sino actuando sobre su
facticidad, reduciéndolos a cosas, nosotros mismos
debemos hacernos cosas. En esta lucha, en la cual
las voluntades son constreñidas a afrontarse a través
de los cuerpos, los cuerpos de nuestros aliados, como
los de nuestros adversarios, están expuestos al mismo
azar brutal: serán heridos, muertos, sufrirán hambre.
Toda guerra, toda revolución, exige de quienes la
emprenden el sacrificio de una generación, de una co
lectividad. E incluso fuera de los períodos de crisis
104
en los cuales corre la sangre, la posibilidad perma
nente de la violencia puede constituir entre las nacio
nes, entre las clases, entre las razas, un estado de
guerra larvado en el cual los individuos son sacrifi
cados de manera permanente.
Nos encontramos así en presencia de la paradoja
de que ninguna acción puede llevarse a cabo a favor
del hombre, sin ser realizada asimismo contra los
hombres. Esta verdad evidente, universalmente cono
cida, es sin embargo tan amarga que la primera preo
cupación de una doctrina de la acción reside ordina
riamente en enmascarar esta parte de fracaso que
toda empresa comporta. Los partidos de opresión es
camotean el problema: niegan el valor de lo que sa
crifican, de manera que pretenden no sacrificar nada.
Pasando con muy mala fe de lo formal al nihilismo,
plantean a la vez el valor incondicionado de su fin
y la insignificancia de los hombres de los cuales se
sirven como instrumentos. Por elevado que s¿a, el
número de las víctimas es siempre mensurable; y cada
una de ellas, tomada una por una sigue siendo siem
pre un individuo. Sin embargo, a través del espacio
y del tiempo, el triunfo de la causa abarca el infinito,
interesa a la colectividad entera. Es suficiente, para
negar el escándalo, negar al precio de esta colecti
vidad la importancia del individuo: ella es todo, él
no es más que cero.
En cierto sentido, en efecto, un individuo es poca
cosa. Y así comprendemos las palabras de un misán
tropo que declaraba en 1939: “Después de todo,
cuando consideramos a la gente una por una, real
mente no da tanta lástima hacer la guerra contra ella”.
105
Reducido a la pura facticidad de su presencia, fijado
en su inmanencia, desgajado de su porvenir, privado
de su trascendencia y del mundo que esta trascen
dencia devela, un hombre no se presenta sino como
una cosa entre las cosas, que podemos sustraer de la
colectividad de las demás cosas sin que su ausencia
deje ningún trazo sobre la tierra. Aun cuando uno
multiplique por millares de ejemplares esta existen
cia miserable, su insignificancia permanece. Las ma
temáticas mismas nos enseñan que cero, multiplicado
por cualquier número finito, sigue siendo cero. Puede
suceder incluso que en esta vana abundancia, la mi
seria de cada elemento se afirme aún más. Delante
de las fotografías de los osarios de Buchenwald y de
Dachau, de las fosas sembradas de cadáveres, el ho
rror por momentos se destruye a sí mismo, toma la
figura de la indiferencia. Esta carne descompuesta,
esta carne animal parece de tal modo destinada a la
putrición, que no se puede ni siquiera lamentar que
haya cumplido su destino. Cuando un hombre está
vivo su muerte se nos presenta como un escándalo,
pero un cadáver tiene la tranquilidad estúpida de los
árboles y de las piedras: es fácil, dicen quienes han
hecho la prueba, caminar sobre un cadáver, y más
todavía a través de montones de cadáveres. Y por la
misma razón se explica el endurecimiento que experi
mentan los deportados que han escapado a la muerte:
a través de la enfermedad, del sufrimiento, del ham
bre, de la muerte, no percibían en sus camaradas y en
ellos mismos sino una horda animal en la cual nada
justificaba ya ni la vida ni los deseos, en la cual in
cluso las rebeliones no eran sino sobresaltos de bes-
106
tías. Hubiera sido necesario estar sostenido por una
fe política, un orgullo intelectual, una caridad cris
tiana, para ser capaz de percibir al hombre a través
de esos cuerpos humillados. Y es por ello que los na
zis ponían un encarnecimiento sistemático en arrojar
en la abyección a los hombres que querían destruir:
el disgusto que las víctimas experimentaban en rela
ción consigo mismas ahogaba la voz de la rebelión
y justificaba a sus propios ojos a los verdugos. Todos
los regímenes de opresión se fortifican mediante el
envilecimiento de los oprimidos. He visto en Argelia
a muchos colonos tranquilizar su conciencia mediante
el desprecio que sentían por los árabes, hundidos en
la miseria. Cuanto más miserables eran, más despre
ciables parecían, tanto, que nunca había lugar para
los remordimientos. Es verdad que ciertas tribus del
sur estaban tan estragadas por el hambre y las enfer
medades, que no se podía sentir en su presencia ni
rebelión ni esperanza. Se deseaba más bien la muerte
de esos desdichados, reducidos a una animalidad tan
elemental que incluso el instinto maternal estaba en
ellos abolido. Sin embargo, en el seno de esta sórdida
resignación había niños que jugaban y que sonreían
y su sonrisa denunciaba la hipocresía de los opreso
res: era un llamado y una promesa. Proyectaba de
lante del niño un porvenir: un porvenir de hombre.
Si en todos los países oprimidos un rostro de niño es
tan emocionante, no es porque el niño sea más emo
cionante, porque tenga más derecho a la felicidad que
los otros: es porque constituye la afirmación viva de
la trascendencia humana, una mirada al acecho, una
mano ávida que se tiende hacia el mundo, es espe-
107
ranza, proyecto. La astucia de los tiranos reside en
encerrar al hombre en la inmanencia de su facticidad,
fingiendo olvidar que el hombre es siempre, según
las palabras de Heidegger, "infinitamente más de lo
que sería si se lo redujese a ser aquello que es”. El
hombre es ser de lejanías, movimiento hacia el por
venir, proyecto. El tirano se afirma a sí mismo como
trascendencia, considera a los otros como puras in
manencias: se arroga así el derecho de tratarlos co
mo bestias. Vemos sobre qué sofisma fundamenta su
conducta: de la condición ambigua de todos los hom
bres retiene, para él, el único aspecto de una trascen
dencia capaz de justificarse; para los otros, el aspecto
contingente e injustificado de la inmanencia.
Pero tal desprecio del hombre, si bien es cómodo,
es también peligroso. El sentimiento de la abyección
puede confirmar a los hombres en una resignación
sin esperanzas, pero no incitarlos a la lucha y al
sacrificio consentido de su vida. Es lo que se vio en
tiempos de la decadencia romana, cuando los hom
bres habían perdido, junto con el gusto por su vida,
el de arriesgarla. Del mismo modo, el tirano mismo
no erige abiertamente este desprecio en principio uni
versal: es al judío, al negro, al indígena a quienes en
cierra en su inmanencia. Para sus servidores, para
sus soldados, tiene otro lenguaje. Ya que resulta de
masiado claro que si el individuo es un puro cero, esta
suma de ceros que es la colectividad es también un
cero. Ninguna empresa tiene importancia, ninguna
derrota, como tampoco ninguna victoria. Para apelar
a la devoción de sus tropas, el jefe, el partido autori
tario, utilizará una verdad que es el reverso de aque-
108
lia que lo autoriza a la opresión brutal: que el valor
del individuo no se afirma sino en su superación.
Éste es uno de los aspectos de la doctrina de Hegel
que emplean voluntariamente los regímenes dictato
riales. Y un punto en el cual se encuentran la ideolo
gía fascista y la marxista. Una doctrina que se pro
ponga la liberación del hombre no podría evidente
mente apoyarse en el desprecio por el individuo, pero
tampoco puede proponerle otra salida que su subor
dinación a la colectividad. Lo finito no es nada, sino
su pasaje hacia el infinito, la muerte de un individuo
no es un fracaso si está integrada en un proyecto que
sobrepasa los límites de la vida, puesto que la sus
tancia de esta vida está fuera del mismo individuo,
en la clase, en el estado socialista. Si enseñamos al
individuo a consentir su sacrificio, este sacrificio re
sulta abolido en cuanto tal, y el soldado que ha
renunciado a sí mismo en favor de su causa, morirá
jubilosamente. Y es así en efecto como morían los
jóvenes hitleristas. Sabemos cuántos discursos edifi
cantes ha inspirado esta filosofía: perdiéndose es co
mo uno se encuentra, muriendo es como se cumpli
menta una vida, aceptando la esclavitud como realiza
su libertad, así es como predican todos los conduc
tores de hombres. Y si algunos rehúsan ese lenguaje,
están equivocados, son cobardes: como tales no va
len nada, no merecen que uno se preocupe por ellos.
El hombre valeroso muere alegremente por su propio
consentimiento; quien se rehúsa a morir no merece
más que la muerte. He aquí cómo se resuelve con ele
gancia el problema.
Pero uno podría preguntarse si esta cómoda solu-
109
ción no se contradice a sí misma. En Hegel el indivi
duo no es más que un momento abstracto de la His
toria del Espíritu absoluto. Ello se explica por la in
tuición primera de un sistema que, identificando lo
real y lo racional, vacía al mundo humano de su den
sidad sensible. Si la verdad del aquí y ahora, son so
lamente el Espacio y el Tiempo universal, si la verdad
de la causa de uno es su pasaje en el otro, entonces la
adhesión a la sustancia individual de la vida es evi
dentemente un error, una actitud inadecuada. El mo
mento esencial de la moral hegeliana es el momento
del reconocimiento de las conciencias una por otra.
En esta operación, el otro es reconocido como idénti
co a mí, lo que significa que en mí mismo solo es re
conocida la verdad universal de mi yo. He aquí en
tonces negada la singularidad, y la misma no podrá
reaparecer más que en el plano natural y contingen
te. La salud moral residirá en la superación hacia ese
otro que es igual a mí mismo y que se superará a su
vez hacia otro. Hegel mismo reconoce que si ese pa
saje se produjese indefinidamente, la Totalidad no se
realizaría nunca, lo real se disiparía en relación: no
se podría sacrificar indefinidamente cada generación
a la siguiente sin caer en el absurdo. La historia hu
mana no sería entonces sino una interminable serie de
negaciones que nunca alcanzarían lo positivo. Toda
acción sería destrucción y la vida una vana fuga. Es
necesario admitir que habrá una recuperación de lo
real y que todos los sacrificios encontrarán su figura
positiva en el seno del Espíritu absoluto. Pero ello
tiene lugar no sin dificultad. El espíritu es sujeto, pero
¿quién está sujeto? ¿Cómo ignorar, después de Des-
110
caries, que subjetividad significa radicalmente sepa
ración? Y si admitimos, al precio de una contradicción
que el sujeto serán los hombres del futuro reconci
liados, será necesario también reconocer que perma
necen por siempre excluidos de esta reconciliación
los hombres de hoy, que se supone han sido la sus
tancia de lo real, y no sujetos. Por otra parte, incluso
Hegel retrocede ante la idea de este porvenir inmó
vil: puesto que el Espíritu es inquietud, la dialéctica
de la lucha y de la conciliación no podría detenerse
nunca: el porvenir que encara no es la paz perpetua
de Kant, sino un estado de guerra indefinido. Hegel
declara que esta guerra no aparecerá más como un
mal el día en que todo individuo habrá hecho don de sí
mismo al Estado. Pero precisamente aquí tiene lugar
otra vuelta de tuerca, ya que ¿Por qué habría de con
sentir en ese don, puesto que el Estado no podría ser
la superación de lo real, la Totalidad recuperándose a
sí misma? Todo el sistema se presenta como una vasta
mistificación, puesto que subordina todos sus momen
tos a un término del cual no se atreve a plantear el ad
venimiento. El individuo renuncia a sí mismo, pero
nunca resulta afirmada ni recuperada ninguna reali
dad en favor de la cual pueda renunciar. A través de
de toda esa sabia dialéctica volvemos al sofisma que
denunciamos: si el individuo no es nada, la sociedad
tampoco podría ser algo mejor. Que se le prive de su
substancia, y el Estado no tendrá más substancia. Si
no tiene nada que sacrificar, tampoco habrá delante
de él nada por qué sacrificarse. La plenitud hegeliana
pasa repentinamente a la nada de la ausencia. Y la
misma magnitud de este fracaso hace surgir la ver-
111
dad: sólo el sujeto puede justificar su propia existen
cia. Ningún sujeto extraño, ningún objeto, podría
aportarle desde fuera la salvación. No se le puede
considerar como una nada, puesto que en él está la
conciencia de todas las cosas.
Así, el pesimismo nihilista y el optimismo raciona
lista fracasan en su esfuerzo por escamotear la verdad
amarga del sacrificio: suprimen también todas las
razones para quererlo. Alguien decía a una joven en
ferma que lloraba porque le era necesario abandonar
su casa, sus ocupaciones, toda su vida pasada: “Cú
rese. El resto no tiene importancia”. “Pero si nada
tiene importancia, respondió ella, ¿de qué sirve que
me cure?”. Tenía razón. Para que este mundo tenga
alguna importancia, para que nuestras empresas ten
gan un sentido y merezcan ciertos sacrificios, es ne
cesario que afirmemos la densidad concreta y singu
lar de este mundo, la realidad singular de nuestros
proyectos y de nosotros mismos. Es lo que compren
den las sociedades democráticas: se esfuerzan por
confirmar a los ciudadanos en el sentimiento de su
valor individual. Todo el aparato ceremonial de los
bautismos, de los matrimonios, de los entierros, es un
homenaje de la colectividad hacia el individuo. Y los
ritos de la justicia tratan de manifestar el respeto de
la sociedad por cada uno de sus miembros, considera
do en su singularidad. Nos sorprendemos, e incluso
nos irritamos cuando vemos, luego o durante un pe
ríodo de violencia en el cual los hombres son tratados
como objetos, que la vida humana recobra en ciertos
casos un carácter sagrado. ¿Por qué esas vacilaciones
de los tribunales, esos largos procesos, cuando los
112
hombres han muerto por millones, como mueren las
bestias, cuando esos mismos a quienes se juzga los
han masacrado fríamente? Es que tan pronto como ha
pasado el período de crisis durante el cual, de buen
o mal grado, las mismas democracias han debido re
solverse por la violencia ciega, entienden que deben
restablecer al individuo en sus derechos. Más que
nunca, les es necesario devolver a sus miembros el
sentido de su dignidad, el sentido de la dignidad de
cada hombre, tomado uno por uno. Es necesario que
el soldado se haga de nuevo ciudadano a fin de que
la ciudad continúe subsistiendo como tal, continúe me
reciendo que nos consagremos a ella.
Pero si el individuo es planteado como valor sin
gular e irreductible, la palabra sacrificio recobra todo
su sentido. Lo que un hombre pierde renunciando a
sus proyectos, a su futuro, a su vida, no se presenta
ya como una cosa desdeñable. Incluso si decide que
para justificar su vida le es necesario consentir en li
mitar el curso de la misma, incluso si acepta morir, hay
en el centro de esta aceptación un desgarramiento.
Ya que la libertad exige a la vez recuperarse a sí mis
ma como un absoluto y prolongar indefinidamente su
movimiento: es a través de este movimiento indefini
do que desea volver sobre sí misma y confirmarse. No
obstante, la muerte detiene su impulso. El héroe puede
trascender su muerte hacia una realización futura,
pero no estará presente en ese futuro. Esto es necesa
rio comprender si queremos restituir al heroísmo su
verdadero valor: que no es ni natural ni fácil. El hé
roe puede superar su pesar y consumar su sacrificio,
el cual sigue siendo de todos modos un renunciamiento
113
absoluto. La muerte de aquellos a quienes nos ligan
lazos singulares será también consentida como una
desgracia singular e irreductible. Una concepción co
lectivista del hombre no acuerda existencia valiosa a
sentimientos como el amor, la ternura, la amistad.
Tan sólo la identidad abstracta de los individuos au
toriza entre ellos una camaradería por la cual cada
uno se asimila a cada uno de los otros. En el marchar
juntos, en las canciones cantadas en coro, en los tra
bajos comunes y las luchas en común, todos los de
más se presentan como él mismo: nadie muere nunca.
Por el contrario, si los individuos se reconocen en sus
diferencias, se producen entre ellos relaciones singu
lares y cada uno se vuelve para los otros irremplaza-
ble. Y la violencia no provoca solamente en el mundo
el desgarramiento del sacrificio consentido, resulta
también sufrida en la rebelión y en el rechazo. In
cluso aquél que desea una victoria y sabe que es ne
cesario pagar por ella se preguntará con amargura:
¿por qué con mi sangre en vez de la de otros? ¿Por
qué fue mi hijo el que resultó muerto? Y hemos visto
que toda lucha nos obliga a sacrificar gente a quienes
nuestra victoria no concierne, gente que, con buena fe,
la rechaza como un cataclismo: morirán sumidos en
la sorpresa, en la cólera o en la desesperación. Su
frida como una desgracia, para quien la ejerce, la vio
lencia se presenta como un crimen. Es por ello que
Saint-Just, que creía en el individuo y que sabía que
toda autoridad es violencia, decía con sombría lucidez:
“Nadie gobierna inocentemente”.
Se concibe que todos quienes gobiernan no tengan
el coraje de hacer tal confesión, y por otra parte, po-
114
dría ser muy peligroso para ellos hacerla en voz de
masiado alta. Tratan de disimular el crimen. Por lo
menos tratan de ocultarlo a los ojos de quienes pade
cen su ley. Si no pueden negarlo totalmente, tratan al
menos de justificarlo. La justificación más radical se
ría demostrar que es necesario: cesa entonces de ser
un crimen, se convierte en fatalidad. Incluso si un fin
es planteado como necesario, la contingencia de los
medios vuelve arbitrarias las decisiones del jefe y ca
da sufrimiento singular se presenta como injustifica
do: ¿por qué esta revolución sangrienta en lugar de
reformas lentas? ¿Y quién osará designar a la víctima
exigida anónimamente por la voluntad general? Por
el contrario, si se avisora como posible un solo camino,
si el desarrollo de la historia es fatal, no queda ya
lugar para la angustia de la elección, ni para el
lamento, ni para el escándalo, ninguna rebelión
puede surgir ya en ningún corazón. Esto es lo que
hace del materialismo histórico una doctrina tan
reconfortante: se elimina por su intermedio la idea
fastidiosa de un capricho subjetivo o de un azar ob
jetivo. El pensamiento y la voz de los dirigentes no
hacen sino reflejar las exigencias fatales de la His
toria. Pero para que esta fe sea viviente y eficaz, es
necesario que ninguna reflexión mediatice la subje
tividad de los jefes y la haga aparecer como tal. Si el
jefe considera que no refleja simplemente el dato, si
no que lo interpreta, lo veremos proa a la angustia:
¿quién soy yo para creer en mí mismo? Y si el soldado
abre los ojos, preguntará también: ¿quién es él para
mandarme? En lugar de un profeta, no verá más que
a un tirano. Por ello todo partido autoritario considera
115
al pensamiento como un peligro, a la reflexión como a
un crimen. Es por ellos que el crimen aparece como tal
en el mundo. Este es uno de los sentidos de Cero y el
infinito, de Koestler. Rubatchov se desliza fácilmente
por el sendero del consentimiento, pues percibe que
la hesitación y la duda constituyen la más radical, la
más imperdonable de las faltas. Más que constituir una
desobediencia caprichosa, minan el mundo de la ob
jetividad. Sin embargo, por duro que sea el yugo, a
pesar de las depuraciones, de las muertes, de las de
portaciones, todo régimen tiene opositores: subsiste
la reflexión, la duda, la resistencia. E incluso si el opo
sitor se equivoca, su error pone de relieve una verdad:
que hay lugar en este mundo para el error, para la
subjetividad. Ya sea que esté equivocado o tenga ra
zón, triunfa, pues demuestra que los hombres que de
tentan el poder pueden también equivocarse. Y estos
además lo saben. Saben que vacilan y que deciden con
riesgo. Más que una fe, la doctrina de la necesidad
es un arma. Y si uno se sirve de ella, es porque sabe
bien que el soldado podría actuar de otro modo que
como lo hace, de otro modo que como quisiéramos,
que podría desobedecer: sabemos bien que es libre y
encadenamos su libertad. Es el primer sacrificio que
le imponemos: el de renunciar a su propia libertad,
hasta a sus pensamientos, a fin de lograr una libera
ción del hombre. Para disimular la violencia no se ha
ce más que recurrir a una violencia nueva que alcanza
incluso el plano del espíritu.
Sea, pero esa violencia es útil, responde el partida
rio seguro de sus fines. Y la justificación que invoca
es la que, de la manera más general, inspira y legitima
116
toda acción. Desde los conservadores a los revolucio
narios, a través de vocabularios idealistas y morales
o bien realistas y positivos, es en nombre de la utili
dad como se excusa el escándalo de la violencia. Poco
importa que la acción no esté fatalmente comandada
por los acontecimientos anteriores, si ha sido orienta
da por el fin propuesto. Este fin funda los medios que
se le subordinan, y gracias a esta subordinación po
demos, no sin duda evitar el sacrificio, pero sí legiti
marlo: esto es lo que importa al hombre de acción. El
consiente, como Saint-Just, en perder su inocencia. Lo
que le repugna, es lo arbitrario del crimen, más que el
crimen mismo. Si los sacrificios consentidos encuen
tran su lugar racional en el seno de la empresa, esca
pamos a la angustia de la decisión y a los remordi
mientos. Es necesario tan solo triunfar. La derrota
tornaría un escándalo injustificado las muertes, las
destrucciones, puesto que entonces habrían tenido
lugar en vano. Pero la victoria da su sentido y su uti
lidad a todos los infortunios que han servido para con
quistarla.
Tal posición sería sólida y satisfactoria si la pala
bra útil tuviera en sí un sentido absoluto. Ya lo he
mos visto, precisamente es propio del espíritu formal
conferirle un sentido elevando la Cosa o la Causa a
la dignidad de un fin incondicionado. Entonces, el
único problema que se plantea es un problema técni
co. Los medios serán elegidos conforme a su eficacia,
su seguridad, su rapidez, su economía. Se trata sola
mente de mensurar las relaciones de estos factores:
tiempo, gastos, probabilidades de éxito. Incluso en
tiempo de guerra la disciplina evita a los subordinados
117
esos cálculos: los mismos conciernen únicamente al
Estado Mayor. El soldado no cuestiona ni el fin, ni
los medios para alcanzarlo: obedece sin discutir. Lo
único que distingue a la guerra y a la política de cual
quier otra técnica, es que el material que utilizan es
un material humano. Por lo tanto, del mismo modo
que no podemos tratar como una simple mercancía el
trabajo humano, tampoco podemos tratar como instru
mentos ciegos los esfuerzos y las vidas humanas. Al
mismo tiempo que medio para alcanzar el fin, el hom
bre es en sí mismo fin. La palabra útil reclama un com
plemento y no podría tener más que uno: el hombre
mismo. Y el soldado más disciplinado se amotinaría si
una propaganda juiciosa no lo persuadiese de que está
consagrado a la causa del hombre, es decir, a su causa.
Pero la causa del hombre, ¿es la de cada hombre?
Esto es lo que, luego de Hegel, se esfuerzan por de
mostrar las morales utilitarias. Se trata siempre, si
se quiere dar a la palabra útil un sentido universal y
absoluto, de reintegrar a cada hombre en el seno de
la humanidad. Se declara que a despecho de las de
bilidades carnales y de este temor singular que cada
uno experimenta delante de su muerte particular, el
interés verdadero de cada uno se confunde con el in
terés general. Y es verdad que cada uno está ligado
a todos, pero en ello reside precisamente la ambi
güedad de su condición: en su superación hacia los
otros, cada uno existe absolutamente como para sí.
Cada uno está interesado en la liberación de todos,
pero en tanto que existencia separada, comprometi
da en sus proyectos singulares. De tal modo, que los
términos: útil al Hombre, útil a este hombre, no se
118
recuperan nunca. El Hombre universal, absoluto, no
existe en ninguna parte. Por este lado, se encuentra
nuevamente la misma antinomia: la única justifica
ción del sacrificio es su utilidad. Pero lo útil es aque
llo que sirve al Hombre. Por lo tanto, para servir a los
hombres, es necesario perjudicar a otros. ¿En nom
bre de qué principio elegir entre ellos?
Es necesario recordar aún que el fin supremo al
que el hombre debe tender es su libertad, la única ca
paz de fundar el valor de todo fin. Subordinaremos en
tonces el confort, la felicidad, todos los bienes rela
tivos que definen los proyectos humanos a esa condi
ción absoluta de realización. La libertad de un hombre
sólo debe importar más que una cosecha de algodón
o de caucho. Aún cuando este principio no sea, de
hecho, respetado, es de ordinario teóricamente reco
nocido. Pero lo que torna tan dificultoso el problema,
es que se trata de elegir entre la negación de una
o de otra libertad: toda guerra supone una disciplina,
toda revolución una dictadura, toda política fraudes.
De la muerte a la mistificación, la acción implica to
das las formas del avasallamiento. ¿Es, en todo caso,
absurda? ¿O se puede encontrar, a pesar de todo, en
el mismo seno del escándalo que implica, razones para
querer una cosa más que otra?
Por un extraño compromiso que señala que toda
acción trata a la vez al hombre como medio y como
fin, como objeto exterior y como interioridad, tene
mos en cuenta generalmente consideraciones numé
ricas. Vale más salvar la vida de diez hombres que la
de uno solo. Así, se considera al hombre como fin,
puesto que plantear la cantidad como valor, implica
119
r
■
I
plantear el valor positivo de cada unidad. Pero es
plantearla como valor cuantificable, por lo tanto co
mo exterioridad. Conocí un racionalista kantiano que
sostenía con pasión que es tan inmoral elegir la muerte
de un solo hombre como dejar perecer diez mil. Tenis
■ razón en el sentido de que en cada muerte el escán
dalo es total. Diez mil muertes no constituyen die2
mil repeticiones de una muerte singular, ninguna mul
tiplicación puede ser hecha sobre la subjetividad. Perc
olvidaba que, para quien debe tomar la decisión, los
hombres son dados, sin embargo, como objetos que
podemos contar. Es por tanto lógico, aún cuando esta
lógica implique un escandaloso absurdo, preferir la
salvación de la mayor cantidad. Este planteo del pro
blema es bastante abstracto, sin embargo, ya que es
bien raro que fundemos la elección sobre la cantidad
pura. Estos hombres entre los cuales vacilamos tienen
funciones en la sociedad. El general que economiza
la vida de sus soldados, las economiza en tanto que
material humano útil de reservar para las batallas de
I mañana o para la reconstrucción del país. Y por veces,
condena a la muerte a millares de civiles cuya suerte
I no le concierne, para salvar la vida de cien soldados
I o de diez especialistas. Un caso límite es el que des
cribe David Rousset en Los días de nuestra muerte:
los S.S. obligaban a los responsables de los campos
¡ de concentración a designar ellos mismos a los dete
nidos que habrían de ir a la cámara de gas. Los polí
ticos aceptaban asumir esta responsabilidad porque
creían poseer un valioso principio de selección: pro-
j tegían a los hombres de su partido, puesto que la vida
de esos hombres consagrada a una causa que consi-
120
deraban justa, les parecía la más útil para preservar.
Sabemos que se ha reprochado mucho a los comunis
tas esta parcialidad. Sin embargo, puesto que de nin
gún modo se podía eludir la atrocidad de esas masa
cres, el único partido a adoptar era tentar, en la me
dida de lo posible, de racionalizarlas.
Parece que no hemos avanzado demasiado, puesto
que en suma hemos vuelto a decir que lo que se pre
senta como útil, es sacrificar a los hombres menos
útiles por aquellos que lo son en mayor medida. Pero
incluso esta remisión de lo útil a lo útil nos va a escla
recer: el complemento de la palabra útil, es la palabra
hombre, pero lo es también la palabra futuro. Es el
hombre en tanto que, según la fórmula de Ponge, es
“el futuro del hombre”. Y en efecto, desgajado de su
trascendencia, reducido a la facticidad de su presen
cia, un individuo no es nada. Mediante su proyecto
es como se realiza, por el fin encarado como se jus
tifica. Esta justificación está por lo tanto siempre por
venir. Sólo el futuro puede retomar por su cuenta el
presente y conservarlo vivo al superarlo. A la luz del
futuro, que es el sentido y la sustancia misma de la
acción, es como se hará posible una elección. Sacri
ficaremos a los hombres de hoy a los de mañana, por
que el presente aparece como la facticidad que es ne
cesario trascender hacia la libertad. Ninguna acción
es concebible sin esta afirmación soberana del porve
nir. Pero todavía es necesario que nos entendamos
sobre lo que esta palabra encubre.
121
4. - EL PRESENTE Y EL FUTURO
La palabra futuro tiene dos sentidos, correspon
dientes a dos aspectos de la condición ambigüa del
hombre, que es carencia de ser y que es existencia.
Es a la vez como ser y como existencia que debe ser
encarado. Cuando me enfrento a mi futuro, considero
ese momento que, prolongando mi existencia de hoy,
cumplirá mis proyectos presentes y los superará ha
cia fines nuevos. El futuro es el sentido definido de
una trascendencia singular y está tan estrechamente
ligado con el presente, que compone con él una sola
forma temporal. Este futuro es el que Heidegger con
sidera como una realidad dada a cada instante. Pero
los hombres han soñado a través de los siglos con otro
futuro en el cual les fuera permitido recuperarse co
mo seres en la Gloria, la Felicidad o la Justicia. Este
futuro no prolongaba el presente, instalaba en el mun
do una especie de cataclismo anunciado por signos
que cortaban la continuidad del tiempo: mediante un
Mesías, por meteoros, por las trompetas del Juicio
Final. Transportando al cielo el reino de Dios, los
cristianos lo han despojado casi de su carácter tem
poral, aún cuando no fuese prometido al creyente sino
al término de su vida. Es el humanismo anticristiano
del siglo xvm el que hace descender nuevamente el
mito a la tierra. Entonces, mediante la idea de pro
greso, se elabora una idea del futuro en la cual se
fusionan sus dos aspectos: el futuro aparece a la vez
como el sentido de nuestra trascendencia y como la
inmovilidad del ser. Es humano, terrestre, y es a la vez
122
el reposo de las cosas. Bajo esta forma se refleja con
vacilación en el sistema de Hegel y en el de Augusto
Comte. Bajo esta forma se lo evoca tan a menudo hoy,
sea en tanto que unidad del Mundo, sea en tanto que
Estado socialista realizado. En ambos casos, el Fu
turo aparece a la vez como el infinito y como la tota
lidad, como el número y como la unidad de la conci
liación: es la abolición de lo negativo, la plenitud y la
felicidad. Se concibe que pueda reclamarse en su nom
bre no importa qué sacrificio finito. Cualquiera sea la
cantidad de los hombres sacrificados hoy, la que apro
vechará de este sacrificio es infinitamente más ele
vada. Por otra parte, frente a la positividad del futu
ro, el presente no es más que lo negativo que debe
ser suprimido en cuanto tal: sólo consagrándose a
esta positividad lo negativo puede ahora y ya retor
nar a lo positivo. El presente es la existencia transi
toria que está hecha para ser abolida: no se recupera
sino trascendiéndose hacia la permanencia del ser fu
turo. Solo como instrumento, como medio, solo por su
eficacia en lo que concierne al acontecimiento del fu
turo, el presente se realiza en forma valiosa. Reduci
do a sí mismo no es nada: podemos disponer de él a
nuestro antojo. En ello reside el sentido acabado de
la fórmula: el fin justifica los medios. Todos los me
dios resultan autorizados en virtud de su misma indi
ferencia. Así, unos piensan con serenidad que la opre
sión actual no tiene importancia si, a través de ella,
el Mundo puede realizarse en cuanto tal. Entonces,
en el seno del armonioso equilibrio del trabajo y de la
riqueza, la opresión desaparecerá por sí misma. Otros
piensan con serenidad que la dictadura actual de un
123
partido, sus engaños, sus violencias, no tienen impor
tancia si, a través de ella, se realiza el Estado socia
lista. Entonces desaparecerán para siempre la arbitra
riedad y el crimen de la faz de la tierra. Y otros pien
san, más muellemente todavía, que los plazos y los
compromisos no tienen importancia puesto que de una
u otra manera, el porvenir terminará por triunfar. To
dos los que proyectándose hacia un Porvenir-Cosa,
sacrifican a él su libertad, encuentran la tranquilidad
de lo formal.
Sin embargo, hemos visto que, a pesar de las exi
gencias de su sistema, Hegel mismo no se atrevió a
admitir el engaño de la idea de un futuro inmóvil. Ad
mitió que por ser el espíritu inquietud, la lucha no ce
sará nunca. Marx no consideraba el advenimiento
del Estado socialista como una finalidad absoluta,
sino como el término de una prehistoria a partir de la
cual comienza la historia verdadera. Sería suficiente
sin embargo, para que el mito del porvenir fuese legí
timo, que esta historia pudiese ser concebida como un
desarrollo armonioso en el cual los hombres recon
ciliados se realizarían como pura positividad. Pero
este sueño no está permitido, puesto que el hombre es
originalmente negatividad. Ninguna convulsión so
cial, ninguna conversión moral puede suprimir esta
carencia que reside en su corazón. Haciéndose caren
cia de ser es como el hombre existe, y la existencia po
sitiva es esta carencia asumida, pero no abolida. No
podemos fundar en la existencia una sabiduría abs
tracta que, apartándose del ser, no vislumbre más que
la armonía de los existentes, ya que entonces el silen
cio absoluto del en-sí se cerraría sobre esta negación
124
de la negatividad. Sin ese movimiento singular que lo
arroja hacia el ser, el hombre no existiría. Pero enton
ces no podríamos imaginar la reconciliación de las
trascendencias: estas no tienen la docilidad indife
rente de una pura abstracción, son concretas y se
disputan concretamente el ser. El mundo que develan
es un campo de batalla en el que no hay terreno neu
tral y que no podemos parcelar, puesto que es a través
del mundo entero como cada proyecto singular se
afirma. La ambigüedad fundamental de la condición
humana abrirá siempre a los hombres la posibilidad
de opciones opuestas. Siempre habrá en ellos el deseo
de ser ese ser del que se sienten carentes, la huida de
lante de la angustia de la libertad. El plano del infier
no, de la lucha, nunca será abolido. La libertad nunca
será dada, sino algo por conquistar. Es lo que expre
saba Trotsky cuando imaginaba el futuro como revo
lución permanente. Es también el sofisma que se es
conde en ese abuso verbal del que se sienten autori
zados todos los partidos para justificar su política,
cuando declaran que el mundo está todavía en guerra.
Si se entiende por esto que la lucha no ha terminado
aún, que el mundo se debate entre intereses opuestos
que se enfrentan en la violencia, se dice la verdad.
Pero se quiere decir también que tal situación es anor
mal y reclama conductas anormales. La política que
ello comporta puede recusar todo principio moral,
puesto que no tiene más que una forma provisoria:
más tarde, se actuará de acuerdo con la justicia y con
la verdad. A la idea de una guerra actual, se opone la
de una paz futura, en la cual el hombre encontrará,
con una situación estable, la posibilidad de una moral.
125
Pero en verdad, si la división y la violencia definen
la guerra, el mundo ha estado siempre en guerra, y lo
estará siempre. Si el hombre aguarda la paz universal
para tratar de fundar legítimamente su existencia, es
perará indefinidamente: nunca tendrá otro porvenir.
Puede que algunos recusen esta afirmación como
fundada sobre presuposiciones ontológicas cuestio
nables. Se debe reconocer al menos que este futuro
armonioso no es más que un sueño incierto, y que en
todo caso no es nuestro. Nuestra empresa sobre el
porvenir está limitada, el movimiento de expansión
de la existencia exige que nos esforcemos a cada ins
tante por acrecerlo. Pero ahí donde nuestra empresa
se detenga, se detiene también nuestro porvenir. Más
allá no hay nada, puesto que nada es develado. De
esta noche informe no sabríamos extraer ninguna jus
tificación para nuestros actos. Ella los condena con
la misma indiferencia. Al borrar las faltas y derrotas
de hoy, borrará también los triunfos. Tanto como un
paraíso, puede construir el caos o la muerte. Un día,
quizás, los hombres retornarán a la barbarie, un día
la tierra no será más que un planeta helado. Desde
esta perspectiva, todos los momentos se confunden
en la indistinción de la nada y del ser. No es a este
futuro incierto, extraño, que el hombre debe confiar
el cuidado de su salvación: es su responsabilidad ase
gurarlo en el seno de su propia existencia. Esta exis
tencia no es concebible, ya lo hemos dicho, sino como
afirmación del futuro, pero de un futuro humano, de
un futuro finito.
Este sentido de la finitud es difícil de salvaguardar
hoy día. Las ciudades griegas, la república romana,
126
pudieron concebirse en su finitud, porque el infinito
que las investía no era para ellas sino tinieblas. Ellas
murieron en esa ignorancia, pero también vivieron en
ella. Hoy, sin embargo, no nos resulta tan cómodo
vivir, puesto que estamos demasiado aplicados a pre
venir la muerte. Somos conscientes de que el mundo
entero está interesado en cada una de nuestras em
presas, y esta ampliación espacial de nuestros proyec
tos comanda también su dimensión temporal. Por una
paradójica simetría, mientras un individuo acuerda
un precio a una jornada de su vida, a una ciudad, a un
año, los intereses del mundo se calculan por siglos.
Cuanto más grande es la densidad humana que se
considera, mayor es la incidencia del punto de vista de
la exterioridad sobre el de la interioridad. Y la idea
de exterioridad implica también la de cantidad. Así.
las medidas han cambiado de escala. A nuestro alre
dedor el espacio y el tiempo se han dilatado. Un mi
llón de hombres es hoy poca cosa, y un siglo no nos
parece más que un momento provisorio. Sin embargo,
el individuo no resulta tocado por esta transformación,
su vida conserva el mismo ritmo, su muerte no retro
cede delante de él. Prolonga su empresa sobre el mun
do por medio de instrumentos que le permiten devorar
las distancias y multiplicar el rendimiento de su es
fuerzo en el tiempo, pero sigue siendo siempre uno
solo. Sin embargo, en lugar de aceptar sus límites, tra
ta de abolirlos. Pretende actuar sobre todo, sabién
dolo todo. A través del siglo xvm y xix se desarrolló
el sueño de una ciencia universal que, manifestando
la solidaridad de las partes con el todo, permite tam
bién un dominio universal. Era un sueño “soñado por
127
la razón”, según palabras de Valéry, pero que no deja
de ser cruel, como todos los sueños. Puesto que un sa
bio que pretendiera saberlo todo de un fenómeno, lo
disolvería en el seno de la totalidad; y un hombre que
pretendiera actuar sobre la totalidad del Universo
vería desvanecerse el sentido de su acción. Del mismo
modo que el infinito abierto a mi mirada se contrae
por encima de mi cabeza en un cielo azul, así mi tras
cendencia hacina a lo lejos el espesor opaco del por
venir. Pero entre el cielo y la tierra hay un campo per
ceptivo con sus formas y colores, y en el intervalo que
me separa hoy de un porvenir imprevisible existen
significaciones, fines hacia los cuales dirigir mis actos.
Desde que introducimos en el mundo la presencia del
individuo finito -—presencia sin la cual no hay mun
do—, se recortan formas finitas a través del espacio y
del tiempo. Y del mismo modo que el paisaje no es
solamente una transición sino un objeto singular, un
acontecimiento no es solo un pasaje, sino una realidad
singular. Si se niega, con Hegel, la densidad concre
ta del aquí y ahora, en provecho del espacio-tiempo
universal; si se niega la conciencia separada en bene
ficio del Espíritu, se yerra, junto con Hegel, respecto
a la verdad del mundo.
Del mismo modo que al Universo, es necesario con
siderar a la Historia como una totalidad racional. El
hombre, la humanidad, el universo, la historia son,
según la expresión de Sartre, “totalidades destotali
zadas”, es decir, que la separación no excluye la re
lación, ni a la inversa. No existe sociedad más que
por la existencia de individuos singulares. Del mis
mo modo, las aventuras humanas se destacan sobre
128
el fondo del tiempo, una a una finitas, aun cuando es
tén totalmente abiertas sobre el infinito del porvenir,
y por ello sus figuras singulares se impliquen sin des
truirse. Tal concepción no contradice la de una in
teligibilidad histórica, puesto que no es verdad que
el espíritu deba optar entre el absurdo contingente
de lo discontinuo y la necesidad racionalista de lo
continuo. Le corresponde, por el contrario, destacar
sobre el fondo único del mundo, una pluralidad de
conjuntos coherentes e, inversamente, comprender
esos conjuntos en la perspectiva de una unidad ideal
del mundo. Sin suscitar del todo el problema de la
comprehensión y de la causalidad históricas, es sufi
ciente comprobar en el seno de las formas tempora
les la presencia de encadenamientos inteligibles para
que las previsiones sean posibles y, al mismo tiempo,
lo sea la acción. Y en verdad, cualquiera que sea la
filosofía a la cual uno adhiera, sea que nuestra incer
tidumbre manifieste una contingencia objetiva y fun
damental o que exprese nuestra ignorancia subjetiva
frente a una necesidad rigurosa, la actitud práctica
es siempre la misma: nos es necesario decidir sobre
la oportunidad de un acto y tratar de medir su efica
cia sin conocer todos los factores intervinientes. Del
mismo modo que un sabio, para conocer un fenó
meno, no espera que brille sobre él la luz de la cien
cia: aclarando el fenómeno, por el contrario, contri
buye a constituir esa misma ciencia: así, el hombre de
acción no esperará nunca, para decidir, que un cono
cimiento perfecto le pruebe la necesidad de una elec
ción determinada. Debe elegir de antemano, y contri
buye así a construir la historia. Tal elección no es
129
más arbitraria que una hipótesis: no excluye la re
flexión y ni siquiera el método, pero también es libre,
e implica riesgos que es necesario asumir como tales,
El movimiento del espíritu surge siempre desde las
tinieblas, sea que lo consideremos pensado o volunta
rio. Y, en el fondo, importa prácticamente bien poco
que exista o no una Ciencia de la historia, puesto que
esta Ciencia no puede descubrirse sino al término del
futuro, y en el seno de cada momento singular será
necesario, en todo caso, maniobrar en la duda. Los
comunistas mismos admiten que les es subjetivamente
posible equivocarse, a pesar de la dialéctica rigurosa
de la Historia. Ésta no se les revela hoy bajo su for
ma acabada: están obligados a prever su desarrollo,
y esta previsión puede ser errónea. Desde el punto
de vista político y táctico, no habrá entonces ninguna
diferencia entre una doctrina de la pura necesidad
dialéctica y una doctrina que deje lugar a la contin
gencia: la diferencia es de orden moral. Puesto que,
en el primer caso, admitimos una recuperación de
cada instante en el futuro y no se pretende justifi
carlo entonces por sí mismo. En el segundo caso, cada
empresa, suponiendo nada más que un porvenir fi
nito, debe ser vivida en su finidad y considerada co
mo un absoluto que ningún tiempo extraño alcanzará
nunca a salvar. En verdad, quien afirma la unidad
de la historia reconoce también que se destacan en
ella conjuntos distintos. Y quien subraya la singula
ridad de esos conjuntos admite que todos confluyen
en un horizonte único, del mismo modo que existen
para todos a la vez individuos y una colectividad. La
afirmación de la colectividad contra el individuo se
130
opone no en el plano de los hechos, sino en el plano
moral, a la afirmación de una colectividad de indivi
duos existentes cada uno para sí. Lo mismo sucede
en lo que concierne al tiempo y sus momentos, y del
mismo modo que estimamos que al negar a cada in
dividuo uno por uno, anulamos a la colectividad pen
samos también que si el hombre se aboca a una perse
cución indefinida del porvenir, perderá su existencia
sin posibilidades de recuperarla: se parecerá a un
tonto que corre tras su sombra. Los medios serán, de
cimos, justificados por el fin. Pero son aquéllos quie
nes definen a éste. Y si lo contradicen en el momento
en que lo plantean, toda esperanza se hundirá en el
absurdo. Así, se defiende la actitud de Inglaterra en
España, en Grecia, en Palestina, bajo el pretexto de
que debe tomar posiciones contra la amenaza rusa,
para salvar, junto con su propia existencia, su civi
lización y los valores de la democracia. Pero un de
mócrata que se defiende por opresiones equivalen
tes a las de los regímenes autoritarios reniega preci
samente de todos sus valores. Cualesquiera sean las
virtudes de una civilización, las desmiente tan pronto
como las adquiere por medio de la injusticia y de la
tiranía. Inversamente, si el fin justificador es arro
jado hacia el fondo de un porvenir mítico, deja de re
flejarse sobre los medios. Al estar más próximo y más
claro, el medio mismo se convierte en el fin entrevis
to. Cierra el horizonte, sin ser, no obstante, delibe
radamente querido. El triunfo de la Unión Soviética
se propone como un medio para la liberación del pro
letariado internacional, ¿pero no se convirtió para los
stalinistas en un fin absoluto? El fin no justifica los
131
medios a menos que permanezca presente, que se en
cuentre totalmente develado en el curso de la em
presa actual.
Por ello, si es verdad que los hombres buscan en el
futuro una garantía de su éxito, una negación de sus
fracasos, es verdad también que experimentan la ne
cesidad de negar la huida indefinida del tiempo y de
retener su presente entre sus manos. Es necesario
afirmar la existencia en el presente si no se quiere
que la vida entera se defina como una fuga hacia la
nada. Por ello las sociedades instituyen fiestas cuya
función es detener el movimiento de la trascenden
cia, plantear el fin como fin. Las horas que siguieron
a la liberación de París, por ejemplo, fueron una in
mensa fiesta colectiva que exaltaba el fin dichoso y
absoluto de esa historia singular que fue, precisamen
te, la ocupación de París. Hubo en ese momento es
píritus afligidos que sobrepasaban el presente en
vista de las dificultades futuras. Rehusaban regoci
jarse bajo el pretexto de que bien pronto habrían de
plantearse nuevos problemas. Pero este mal humor
sólo se encontraba entre aquellos que no habían de
seado demasiado la derrota alemana. Todos quienes
habían hecho de ese combate su combate, aunque sólo
fuera por la sinceridad de sus esperanzas, considera
ban también la victoria como una victoria absoluta,
cualquiera que hubiese de ser el futuro. Nadie era lo
suficientemente ingenuo como para ignorar que bien
pronto la desdicha adquiriría otros rostros. Pero éste
había sido borrado de la tierra, de modo absoluto.
Éste es el sentido moderno de la fiesta, tanto la pú
blica como la privada. La existencia intenta confir-
132
marse positivamente en tanto que tal. Es por ello,
como lo ha señalado Bataille, que se caracteriza por
la destrucción. La moral del ser es la moral del aho
rro, al acumular, se avizora la plenitud inmóvil del
en-sí. La existencia, por el contrario, es consumo:
no se hace más que deshaciendo. Para indicar ade
cuadamente su independencia con relación a la cosa
tiene lugar ese movimiento negador que la fiesta rea
liza : se come, se bebe, se encienden fuegos, se rompe,
se gastan tiempo y riquezas, se los gasta en vano.
A través del derroche se trata también de establecer
una comunicación de los existentes, ya que es me
diante el movimiento de reconocimiento que va del
uno al otro como la existencia se confirma. En los
cantos, en las risas, en las danzas, el erotismo, la em
briaguez, se busca a la vez una exaltación del instante
y una complicidad con los otros hombres. Pero la ten
sión de una existencia realizada como pura negativi-
dad no podría mantenerse durante mucho tiempo. Es
necesario que bien pronto se comprometa en una em
presa nueva, que se lance hacia el porvenir. El ins
tante de desasimiento, la pura afirmación del pre
sente subjetivo no son sino abstracciones. La alegría
se sofoca, la embriaguez cae en la fatiga, nos encon
tramos con las manos vacías porque nunca podemos
poseer el presente: esto es lo que confiere a las fies
tas su carácter patético y decepcionante. Una de las
funciones del arte es la de fijar de un modo más du
rable esta afirmación apasionada de la existencia: la
fiesta está en los orígenes del teatro, de la música,
de la danza, de la poesía. Al contar una historia, al
representarla, se la hace existir en su singularidad
133
con su comienzo, su fin, su gloria o su vergüenza.
Y es así como en verdad es necesario vivirla. En la
fiesta, en el arte, los hombres experimentan su nece
sidad de sentirse en forma absoluta. Deben cumplir
realmente ese anhelo. Lo que les detiene es que, des
de el momento en que confieren a la palabra fin el do
ble sentido de meta y de terminación, perciben clara
mente esta ambigüedad de su condición, que es la
más fundamental de todas: que todo movimiento vi
viente es un deslizamiento hacia la muerte. Pero si
aceptan enfrentarlo, descubren también que todo mo
vimiento hacia la muerte es vida. Se gritaba antes:
“El rey ha muerto, viva el rey”. Así, es necesario que
el presente muera para que siga viviendo. La existen
cia no debe negar esta muerte que lleva en su cora
zón, sino quererla. Debe afirmarse como absoluto en
su misma finitud. Es en el seno de lo transitorio don
de el hombre se realiza, nunca fuera de él. Le es nece
sario considerar sus empresas como finitas, y que
rerlas en forma absoluta.
Resulta claro que esta finitud no es la del puro ins
tante. Hemos dicho que el porvenir era el sentido y la
sustancia de toda acción. Los límites no podrían ha
ber sido trazados a priori. Existen proyectos que de
finen un porvenir de un día, de una hora. Y otros que
se insertan en estructuras capaces de desarrollarse a
través de uno, dos, o varios siglos, y tienen por ello
asidero concreto sobre uno, dos, o varios siglos.
Cuando se lucha por la liberación de los indígenas
oprimidos, por la liberación de los negros norteame
ricanos, por la edificación de un estado palestino, por
la revolución socialista, es evidente que se encara una
134
meta de largo plazo. Y se la encara concretamente in-
cluso más allá de la propia muerte, a través del mo
vimiento, de la liga, de las instituciones, el partido
que se ayuda a constituir. Lo que pretendemos es que
no haga falta aguardar que ese fin se vea justificado
en tanto punto de partida de un nuevo porvenir. En
la medida en que tengamos ya participación de ese
tiempo que fluirá más allá de su advenimiento, nada
debemos esperar de ese tiempo para el cual hemos
trabajado: otros hombres vivirán esas alegrías y esas
penas. En cuanto a nosotros, en tanto que fin deberá
ser la meta considerada. Tenemos que justificarla, a
partir de nuestra libertad que la ha proyectado, por
el conjunto de movimientos que contribuyen a su cum
plimiento. Las tareas que nos proponemos y que, des
bordando el límite de nuestras vidas, son nuestras,
deben encontrar su sentido en sí mismas, y no en una
finalidad mítica de la Historia.
Pero entonces, si rechazamos la idea de un porve
nir-mito para no retener más que la de un porvenir
viviente y finito, delimitando formas transitorias, la
antinomia de la acción sigue vigente. Los sacrificios
y los fracasos actuales se nos presentan como no res
catados a lo largo del tiempo. Y la utilidad no puede
ya definirse en forma absoluta. ¿No terminamos de
este modo por condenar a la acción como criminal y
absurda al tiempo que condenamos al hombre a ella?
135
5. - LA AMBIGÜEDAD
136
ma. No es el vano desplazamiento de una muela gi-
rando en el vacío. Se concreta en cada tela como exis
tencia absoluta. El arte, la ciencia, no se constituyen
a pesar de los fracasos, sino a través de ellos. Lo cual
no impide que existan verdades y errores, obras maes
tras y desechos, según que el descubrimiento, el cua
dro, hayan sabido o no ganarse la adhesión de las
conciencias humanas. Es decir que el fracaso, siem
pre inevitable, resulta en ciertos casos salvado y en
otros no.
Es interesante proseguir con esta comparación.
No porque asimilemos la acción a una obra de arte
o a una teoría científica, sino porque en todo caso la
trascendencia humana debe enfrentar el mismo pro
blema: le es necesario fundarse, aun cuando le sea
impedido por siempre poder realizarse. Ahora bien,
sabemos que ni la ciencia, ni el arte, han transferido
al porvenir el cuidado de justificar su existencia pre
sente. En ninguna época el arte se ha considerado
como un encaminamiento hacia el Arte: el arte lla
mado arcaico no prepara el clasicismo sino a los ojos
de los arqueólogos. El escultor que esculpió las Co
reas de Atenas pensaba con razón que hacía una obra
terminada. En ninguna época, la ciencia se ha consi
derado parcial, con lagunas. Sin creerse definitiva,
se ha querido siempre sin embargo expresión total
del mundo y es su totalidad lo que ella se replantea
de tiempo en tiempo. Éste es un ejemplo de la ma
nera como el hombre debe en todo caso asumir su
finitud: no planteando su existencia como transito
ria, relativa, sino reflejando en ella al infinito, es de
cir, planteándola como absoluto. El arte existe por
137
que en todo momento se ha querido de manera abso
luta. Del mismo modo, no habrá liberación del hom
bre a menos que, entreviéndose, la libertad se realice
en forma absoluta por el hecho mismo de entreverse.
Esto exige que cada acción sea considerada como una
forma acabada cuyos diferentes momentos, en lugar
de huir hacia el infinito para encontrar allí su justi
ficación, se reflejen los unos en los otros, confirmán
dose unos con otros, aun cuando no exista una se
paración definida entre presente y futuro, medios y
fines.
Pero si esos momentos constituyen una unidad, no
debe haber entre ellos contradicción. Puesto que la
liberación entrevista no es una cosa situada en un
tiempo extraño, sino un movimiento que se realiza
tendiendo a conquistarse, no podría alcanzarse si re
niega de antemano de sí mismo. La acción no puede
intentar realizarse por medios que destruirían su mis
mo sentido. Al punto de que en ciertas situaciones no
habrá para el hombre otra alternativa que el rechazo.
En lo que se denomina realismo político no hay lugar
para el rechazo, puesto que el presente es conside
rado como transitorio. No hay rechazo sino cuando
el hombre reivindica su existencia como un valor ab
soluto. Debe rechazar entonces en forma absoluta
todo lo que niegue este valor. De modo más o menos
consciente, en nombre de una moral tal, es que conde
namos hoy a un magistrado que entregó a un comu
nista para salvar a diez rehenes y con él a todos los
partidarios de Vichy que pretendían “seguir la co
rriente” : no se trataba de racionalizar el presente tal
como nos era impuesto por la ocupación alemana, sino
138
de rechazarlo sin condiciones. La resistencia no pre
tendía una eficacia positiva: era negación, rebelión,
martirio. Y en este movimiento negativo, la libertad
resultaba positiva y absolutamente confirmada.
En cierto sentido, la actitud negativa es fácil. El
objeto rechazado es dado sin equívocos, y define sin
equívocos la rebelión que se le opone. Así, todos los
franceses antifascistas estaban unidos durante la ocu
pación por su resistencia común contra un solo opre
sor. El retorno a lo positivo encuentra mayores esco
llos, como bien pudo verse en Francia, donde resuci
taron, al mismo tiempo que los partidos, las divisiones
y los rencores. En el momento del rechazo, la antino
mia de la acción se esfuma, el medio y el fin se unifi
can. La libertad se plantea inmediatamente a sí mis
ma como su fin y se cumple al plantearse. Pero la
antinomia reaparece desde el momento en que la li
bertad se dé nuevamente fines que se encuentren a
distancia, en el futuro. Entonces, a través de las resis
tencias de lo dado, se proponen medios divergentes
y algunos se definen como contrarios a sus fines. Se
ha podido comprobarlo a menudo: sólo la rebelión es
pura. Toda construcción implica el escándalo de la
dictadura, de la violencia. Éste es el tema, entre otros,
de Espartaco, de Koestler. Quienes no quieren, como
este Espartaco simbólico, retroceder ante el escán
dalo y consagrarse a la impotencia, buscan de ordi
nario refugio en los valores de lo formal. Por ello,
tanto en los individuos como en las colectividades, el
momento negativo es a menudo el más auténtico. Goe
the, Barres, Aragón, en su juventud romántica, des
deñosa o rebelde, rompen con los viejos conformis
139
mos y proponen de este modo una liberación real, aun
cuando incompleta. Pero más tarde lo vemos a Goe
the servidor del Estado, a Barres del nacionalismo,
a Aragón del conformismo stalinista. Sabemos cómo
el espíritu cristiano, que era rechazo de la Ley muer
ta, relación subjetiva del individuo con Dios a través
de la fe y de la caridad, ha sido substituido por el
formalismo de la Iglesia católica. La Reforma ha sido
una rebelión de la subjetividad, pero el protestantis
mo a su vez se convirtió en un moralismo objetivo en
el cual el formalismo de las obras reemplazó a la in
quietud de la fe. El humanismo revolucionario, por
su parte, no acepta sino raramente la tensión de la
liberación permanente. Ha creado una Iglesia en la
cual la salvación se adquiere mediante la inscripción
al partido, del mismo modo como se compra en otras
mediante el bautismo y las indulgencias. Hemos visto
que estos recursos a lo formal son engañosos. Entra
ñan el sacrificio del hombre a la Cosa, de la libertad
a la Causa. Para que el retorno a lo positivo sea
auténtico, es necesario que comprenda la negativi-
dad, que no disimule las antinomias entre medio y fin,
presente y futuro, sino que las mismas sean vividas
en una tensión permanente. Es necesario no retroce
der delante del escándalo de la violencia, ni negarla
o, lo que es igual, asumirla con ligereza. Kierkegaard
dice que lo que diferencia del fariseo al hombre moral
auténtico, es que el primero considera a su angustia
como prenda cierta de su virtud. Cuando se pregunta
¿Soy Abraham?, se responde: soy Abraham, pero la
moralidad reside en el dolor de una interrogación in
definida. El problema que planteamos no es el mis-
140
mo que el de Kierkegaard. Lo que nos importa es
saber, en las condiciones dadas, si es necesario o no
matar a Isaac. Pero pensamos también que lo que dis
tingue al tirano del hombre de buena voluntad, es
que el primero descansa en la certidumbre de sus fi
nes, en tanto que el segundo se pregunta en incesan
te interrogación: ¿Estoy realmente trabajando por la
liberación de los hombres? Esta finalidad, ¿no se ve
contradecida por todos los sacrificios a través de los
cuales puedo entreverla? Al plantearse sus fines, la
libertad debe colocarlos entre paréntesis, confrontar
los a cada momento con este fin absoluto que ella
misma constituye e impugnar en su propio nombre los
medios de que se vale para conquistarse.
Estas consideraciones permanecen, se dirá, bas
tante abstractas. Prácticamente, ¿qué es necesario ha
cer? ¿Cuál acción es buena? ¿Cuál mala? Plantear tal
pregunta, es también caer en una abstracción inge
nua. No preguntamos a un físico cuáles hipótesis son
verdaderas. Ni al artista mediante qué procedimien
to podemos fabricar una obra cuya belleza esté ga
rantizada. La moral, de igual manera que la ciencia
y el arte, no provee recetas. Solamente pueden pro
ponerse métodos. Así, en la ciencia, el problema fun
damental es la adecuación de la idea a su contenido,
de la ley a los hechos. El lógico comprueba que en el
caso en que la presión de los datos hace estallar el
concepto que sirve para comprenderlos, se recurre
al ardid de inventar un nuevo concepto. Pero no
puede definir a priori el momento de la invención,
menos aún preverlo. De manera análoga, puede de
cirse que en el caso en que el contenido de la acción
141
desmienta el sentido, es necesario modificar no el sen
tido, que es querido aquí en forma absoluta, sino el
contenido mismo. Sin embargo es imposible decidir
abstracta y universalmente esta relación del sentido
con el contenido. Es necesario en cada caso particu
lar una experiencia y una decisión. Pero del mismo
modo como sin esperar de sus reflexiones ninguna
solución definitiva, el físico encuentra provechoso re
flexionar sobre las condiciones de la invención cien
tífica, y el artista sobre las de la creación artística, es
útil para el hombre de acción tratar de encontrar en
qué condiciones sus empresas son legítimas. Habre
mos de ver que a partir de ahí se descubren perspec
tivas positivas.
Se nos hace evidente de antemano que el individuo
en cuanto tal es uno de los fines a los cuales debe des
tinarse nuestra acción. Coincidimos aquí con el pun
to de vista de la caridad cristiana, el culto epicúreo de
la amistad, el moralismo kantiano, que trata a cada
hombre como un fin. No es sólo como miembro de
una clase, de una nación, de una colectividad, que nos
interesa, sino en tanto que es sólo un hombre. Esto
nos distingue del político sistemático que no se preo
cupa más que de los destinos colectivos. Y sin duda
no ayuda en nada a la liberación de los hombres que
un vagabundo encuentre placer en beberse un litro
de vino, un niño en jugar con su pelota, un lazarone
napolitano en holgazanear al sol. Es por ello que la
voluntad abstracta del revolucionario desprecia la
bondad concreta que se emplea para saciar deseos sin
mañana. Sin embargo, no debemos olvidar que hay
un lazo concreto entre libertad y existencia. Querer
142
al hombre libre, es querer que exista el ser, es querer
el develamiento del ser en la alegría de la existencia.
Para que la idea de liberación tenga un sentido con
creto es necesario que la alegría de existir se vea afir
mada en cada uno, a cada instante. Es densificándose
en placer, en felicidad, como el movimiento hacia la
libertad adquiere en el mundo su figura carnal y real.
Si la satisfacción de un anciano que bebe un vaso de
vino no cuenta para nada, entonces la producción, la
riqueza, no son más que mitos vacíos. No tienen sen
tido a menos que sean susceptibles de recuperarse en
alegría individual y viviente. La economía del tiempo,
la conquista del ocio no tienen ningún sentido si la
risa de un niño que juega no nos toca. Si no amamos
la vida por nuestra propia cuenta y a través de los
otros, es en vano buscar justificarla de alguna ma
nera.
La política tiene razón sin embargo al rechazar la
bondad en la medida en que ésta sacrifica con aturdi
miento el porvenir al presente. En las relaciones con
cada individuo, tomados uno a uno, la ambigüedad
de la libertad, que muy a menudo no se emplea sino
para huir, introduce un difícil equívoco. ¿Qué signi
fica exactamente amar al prójimo? ¿Qué significa
considerarlo como un fin? Es evidente que no alcan
zaremos a cumplir en todo caso la voluntad de todos
los hombres. Hay casos en que un hombre quiere po
sitivamente el mal, es decir, la servidumbre de otros
hombres, y es necesario entonces combatirlo. Sucede
también que sin causar daño a nadie evade su propia
libertad, buscando apasionada y solitariamente alcan
zar el ser que sin cesar se le sustrae. Si pide nuestra
143
ayuda, ¿es necesario acordársela? Censuramos a un
hombre que necesita una droga para intoxicarse, a un
desesperado que se suicida, porque pensamos que
esas conductas inconsideradas constituyen atentados
del individuo contra su propia libertad. Es necesario
hacerle tomar conciencia de su error, ponerlo en pre
sencia de las verdaderas exigencias de su libertad.
Sea, pero ¿si se empecina? ¿es necesario usar enton
ces la violencia? Una vez más todavía, lo formal se
emplea aquí para esquivar el problema. Una vez que
quedan planteados los valores de la vida, de la sal
vación, del conformismo moral, no se vacilará en im
ponerlos a los demás. Pero sabemos que ese fariseís
mo puede entrañar los peores desastres: carente de
droga, puede suceder que el intoxicado se mate. Si
bien es cierto que es necesario no ceder a la ligera a
los impulsos de la piedad y de la generosidad, tam
bién es cierto que no debemos servir con empecina
miento a una moral abstracta. La violencia no se jus
tifica a menos que abra posibilidades concretas a esa
libertad que pretendo salvar. Ejerciéndola, asumo de
buen o mal grado un compromiso en relación con los
otros o conmigo mismo. Un hombre al que arranco de
la muerte que había elegido tiene el derecho de soli
citarme los medios y las razones para vivir. La tiranía
ejercida sobre un enfermo no puede justificarse a no
ser que resulte curado. Cualquiera que sea la pureza
de la intención que me anima, toda dictadura consti
tuye una falta que debo hacerme perdonar. Del mis
mo modo, no estoy en condiciones de tomar cualquier
decisión a costa de no importa qué. El ejemplo del
desconocido que se arroja al Sena y que dudo en res-
144
catar o no, es totalmente abstracto. En ausencia de
lazos concretos con ese desesperado, mi elección no
será nunca más que facticidad contingente. Si me en
cuentro en situación de ejercer violencia sobre un
niño, un débil mental, un enfermo o un demente, es
porque, de una u otra manera, estoy también encar
gado de su educación, de su felicidad, de su cura
ción: pariente o profesor, enfermero, médico, amigo...
Entonces, por una convención tácita, por el mismo
hecho de que se me solicita, se acepta o incluso se
desea el rigor de mi decisión. Ella es por lo tanto,
tanto más justificada cuando asumo más profunda
mente mis responsabilidades. Por ello el amor auto
riza severidades que no le están permitidas a la indi
ferencia. Lo que hace al problema tan complejo es
que, por una parte, no debemos hacernos cómplices
de esta huida de la libertad que encontramos en el
aturdimiento, en el capricho, la manía, la pasión; pero
que, por otra parte, el movimiento fallido del hombre
hacia el ser es lo que constituye su misma existencia,
puesto que a través del fracaso asumido se afirma
como libertad. Querer impedirle a un hombre errar,
es impedirle cumplir su propia existencia, es privarlo
de su vida. Al comienzo de Los zapatos de raso, de
Claudel, el marido de Doña Prouhéze, el Juez, el Jus
to, según el pensamiento del autor, explica que toda
planta, para crecer derecho, tiene necesidad de un
jardinero y que él es el que el cielo ha destinado para
su joven esposa. Aparte de que uno resulta chocado
por la arrogancia de tal pensamiento (ya que ¿cómo
sabe él que es ese jardinero esclarecido? ¿no será so
lamente un marido celoso?) esta asimilación de un
145
alma a una planta no es aceptable, pues, retomandt
las palabras de Kant, el valor de un acto no reside tar
sólo en su conformidad con un modelo exterior, sinc
en su verdad interior. Recusamos a los inquisidore;
que quieren crear desde fuera la fe y la virtud. Recu
samos todas las formas de fascismo que pretender
lograr desde fuera la felicidad del hombre. Y tambiér
al paternalismo que cree haber hecho algo por el hom
bre prohibiéndole algunas posibilidades de tentación
cuando era necesario darle razones para resistir.
Así, la violencia no se halla justificada de entrade
cuando se opone a voluntades que se juzga perverti
das. Se hace inadmisible si se escuda en la ignorancia
para negar una libertad que, ya lo hemos visto, puede
en verdad ejercerse en el seno de la misma ignoran
cia. Que las "élites esclarecidas” se esfuercen poi
cambiar la situación del niño, del analfabeto, del pri
mitivo aplastado por las supersticiones: ésta es una
de sus tareas más urgentes. Pero incluso en este es
fuerzo, ellas deben respetar una libertad que es, come
la suya, un absoluto. Estas minorías se han opuesto,
por ejemplo, a la extensión del sufragio universal ar
gumentando la incompetencia de las masas, de las
mujeres, de los indígenas de las colonias. Pero esto
es olvidar que el hombre tiene derecho a decidir acer
ca de sí en las tinieblas, que le es necesario querer
más allá de lo que conoce. Si el saber infinito fuera
necesario (suponiendo incluso que fuera concebible),
entonces el administrador colonial no tendría un de
recho mayor a la libertad. Se encuentra mucho más
lejos del conocimiento perfecto que lo que lo está del
suyo el salvaje más atrasado. En verdad, votar no es
gobernar. Y gobernar no es tan sólo maniobrar. Exis
te hoy un equívoco, y particularmente en Francia,
porque pensamos que nuestro destino se nos escapa.
Ya no esperamos contribuir a hacer la historia, nos
resignamos a sufrirla. Nuestra política interna no
hace más que reflejar el juego de fuerzas exteriores.
Ningún partido pretende determinar la suerte del
país, sino solamente prever el porvenir que preparan
al mundo las potencias extranjeras y emplear de la
mejor manera esta cuota de imprevisión que escapa
todavía a sus previsiones. Arrastrados por este rea
lismo táctico, los ciudadanos mismos consideran al
voto no más como la afirmación de su voluntad, sino
como una maniobra, ya sea que uno adhiera total
mente a la maniobra de un partido, ya sea que uno
invente su propia estrategia. Los electores se consi
deran a sí mismos no como hombres a los cuales se
consulta sobre un punto en especial, sino como fuer
zas a las cuales se empadrona y ordena con miras a
fines lejanos. Y sin duda por ello los franceses, an
taño tan ávidos por proclamar sus opiniones, se des
interesan por un acto que se ha convertido en una
decepcionante estrategia. Entonces, efectivamente, es
necesario no votar, sino medir el peso de ese voto.
Este cálculo exige conocimientos tan vastos, tal se
guridad de previsión, que sólo un técnico especiali
zado puede tener la audacia de emitir un pronóstico.
Pero éste constituye uno de esos abusos por los cua
les se pierde todo el sentido de la democracia. Se de
bería lógicamente tender a la supresión del voto. El
voto debe ser en realidad la expresión de una volun
tad concreta, la elección de un representante capaz
147
de defender, en el cuadro general del país y del mun
do, los intereses singulares de sus electores. El hom
bre ignorante y desheredado tiene, él también, inte
reses que defender. Él sólo es “competente” para de
cidir acerca de sus esperanzas y de su confianza. Por
un sofisma que se apoya en la mala fe de lo formal,
no sólo se arguye acerca de su impotencia formal
para elegir, sino que se argumenta sobre el contenido
de su elección. Recuerdo, entre otros, los ingenuos
razonamientos de una jovencita bien pensante, que
decía: “El voto de las mujeres está muy bien en prin
cipio, sólo que si damos el voto a las mujeres votarán
a los rojos”. Con la misma desvergüenza, se declara
casi unánimemente hoy en Francia que si se permi
tiese a los indígenas de la Unión Francesa disponer
de ellos mismos, vivirían tranquilamente en sus po
blados sin hacer nada, lo que sería nefasto para los
superiores intereses de la Economía. Y sin duda, el
estado de estancamiento en que elegirían vivir no es
el que un hombre puede desear para otro hombre.
Es deseable abrir delante de los negros indolentes
posibilidades nuevas, de modo que un día probable
mente los intereses de la Economía se confundan con
los suyos. Pero por el momento, se los deja vegetar
en situación tal que su libertad puede ser solamente
negativa. Lo mejor que pueden desear es no fatigar
se, no sufrir, no trabajar. E incluso se les niega esa
libertad. Es la forma más depurada y más inacepta
ble de la opresión.
Sin embargo, objeta la “élite esclarecida”, no se
deja que un niño disponga de sí mismo, no se le per
mite votar. Éste es otro sofisma. En la medida en
148
que la mujer, el esclavo feliz o resignado viven en el
mundo infantil de valores ya dados, tiene un sentido
llamarles “niños eternos”, “niños grandes”, pero la
analogía es sólo parcial. La infancia es una situación
singular: es una situación natural cuyos límites no
son creados por otros hombres y que, por ello, es in
comparable con una situación de opresión. Es una si
tuación común a todos los hombres y provisoria para
todos. No representa por lo tanto un límite que corte
las posibilidades del hombre, sino por el contrario el
momento de un desarrollo en el cual se conquistan
nuevas posibilidades. El niño es ignorante porque no
ha tenido todavía tiempo para instruirse, no porque
ese tiempo le haya sido negado. Tratarlo como a un
niño, no significa cerrarle el porvenir, sino abrírselo.
Tiene necesidad de que se lo vigile, reclama la auto
ridad, que es la forma que toma para él esta resis
tencia de la facticidad a través de la cual se opera
toda liberación. Y por otra parte, incluso en esa situa
ción, el niño tiene derecho a su libertad y debe ser
respetado como una persona humana. Lo que consti
tuye el valor del Emilio, es que Rousseau haya afir
mado en él ese principio en forma contundente. Hay
en el Emilio un optimismo naturalista bien estimulan
te. En la instrucción del niño, como en toda relación
con otro, la ambigüedad de la libertad implica el es
cándalo de la violencia. En cierto sentido, toda edu
cación es un fracaso. Pero Rousseau tiene razón en
rehusar que se oprima al niño. Y en la práctica, es
bien diferente educar a un niño que cultivar una
planta, a la cual no se consulta sobre sus necesida
149
des, o considerarlo como una libertad delante de la
cual es necesario abrir un porvenir.
Así podemos plantear un primer punto: el bien de
un individuo o de un grupo de individuos merece ser
tomado como fin absoluto de nuestra acción, pero no
estamos autorizados para decidir a priori acerca de
ese bien. A decir verdad, no estamos nunca autoriza
dos de antemano a ninguna conducta, y una de las
consecuencias de la moral existencialista es el rechazo
de todas las justificaciones previas que podrían ex
traerse de la civilización, de la edad, de la cultura:
es el rechazo de todo principio de autoridad. Positi
vamente, el precepto será tratar al otro (en la me
dida en que esté también interesado, que es el caso
que consideramos ahora) como una libertad en pro
cura de su libertad. Utilizando ese hilo conductor de
beremos, en cada caso singular, inventar, a riesgo de
errar, una solución inédita. Por despecho amoroso,
una joven ingiere un tubo de gardenal. Los amigos la
encuentran una mañana moribunda, llaman a un mé
dico, la salvan. Con el tiempo se convierte en una ma
dre de familia amante. Sus amigos tuvieron razón en
considerar su suicidio como un acto precipitado y
aturdido y en colocarla en situación de rechazarlo
o de reasumirlo libremente. Pero vemos en los asilos
depresivos que han intentado matarse veinte veces,
que consagran su libertad a buscar el medio de esca
par de sus carceleros y poner fin a sus intolerables
angustias. El médico que les palmea amigablemente
las espaldas es su tirano y su verdugo. Un amigo in
toxicado por el alcohol o las drogas me pide dinero
para adquirir el veneno que le es necesario. Yo lo ex-
150
horto a curarse, lo conduzco a un médico, trato de
ayudarle a vivir. En la medida en que tengo chances
de triunfar, actúo correctamente rehusándole la suma
pedida. Pero si las circunstancias me impiden hacer
nada para cambiar la situación en que se debate, no
tengo más remedio que ceder. Una privación de algu
nas horas no hará más que exasperar inútilmente sus
tormentos. Y es posible que acuda a medios extremos
para obtener lo que no le doy. Es el problema abor
dado por Ibsen en El pato salvaje. Un individuo vive
en ana situación de engaño. El engaño es violencia,
tiranía: ¿diré la verdad para liberar a la víctima?
Sería necesario antes haber creado una situación tal
que la verdad fuese soportable y que, perdiendo sus
ilusiones, el individuo engañado encontrase en torno
suyo razones para esperar. Lo que hace el problema
más complejo es que la libertad de un hombre inte
resa casi siempre la de otros individuos. Considere
mos, por ejemplo, a una pareja que se empecina en
vivir en una covacha. Si no tenemos éxito en infun
dirles el deseo de habitar en un lugar más sano, es
necesario dejarles seguir sus preferencias. Pero la
situación cambia si tienen niños. La libertad de los
padres sería la ruina de sus niños, y como de parte
de éstos está el porvenir, la libertad, es a ellos a quie
nes debemos tener en cuenta. El prójimo es múltiple,
y a partir de ahí, nuevos problemas se plantean.
Podemos preguntarnos ante todo para quién bus
camos la libertad, la felicidad. Así planteado, el pro
blema es abstracto. La respuesta será por lo tanto
arbitraria y lo arbitrario no tiene nunca lugar sin es
cándalo. No es por cierto culpa de la dama de cari-
151
dad si resulta fácilmente odiosa. Por el hecho de que
disponiendo de su tiempo y de su dinero en cantidad
limitada, vacile antes de distribuirlo a éste o a aquél,
se presenta ante los otros como pura exterioridad,
como facticidad ciega. Contrariamente al rigor for
mal del kantismo que considera al acto tanto más
virtuoso cuanto más abstracto, la generosidad nos
parece, por el contrario, tanto más fundada, y por
lo tanto más valiosa, cuando el otro se distingue me
nos de nosotros mismos y cuando nosotros nos reali
zamos tomándola por fin. Eso es lo que se produce si
estoy comprometido con relación a otro. Los estoicos
recusaban los lazos de familia, de amistad, de nacio
nalidad, para no reconocer más que la figura univer
sal del hombre. Pero el hombre es hombre a través
de situaciones cuya singularidad es precisamente un
hecho universal. Hay hombres que esperan el socorro
de ciertos hombres y no el de otros, y sus espectati-
vas definen líneas de acción privilegiadas. Conviene
que el negro luche por el negro, el judío por el judío,
el proletario por el proletario, el español en España.
Es necesario solamente que la afirmación de estas so
lidaridades individuales no contradiga la voluntad de
una solidaridad universal y que cada empresa termi
nada quede también abierta sobre la totalidad de los
hombres.
Pero entonces encontramos bajo una forma con
creta los conflictos que hemos descripto abstracta
mente. Pues la causa de la libertad no puede triunfar
sino a través de sacrificios singulares. Y por cierto
existen jerarquías entre los bienes deseados por los
hombres. No se vacilará en sacrificar el confort, el
152
lujo, el ocio de algunos para asegurar la liberación
de otros, pero cuando se trata de elegir entre dos li
bertades, ¿cómo decidir?
Repitámoslo, no se podría indicar sino un método.
El primer punto es considerar siempre qué interés hu
mano verdadero satisface la forma abstracta que pro
ponemos como fin a la acción. La política pone en pri
mer término Ideas: Nación, Imperio, Unión, Econo
mía, etc. Pero ninguna de estas formas tiene valor en
sí, y no lo tendrá a menos que comprenda a individuos
concretos. Si una nación no puede afirmarse orgullo-
sámente sin detrimento de sus miembros, si una na
ción no puede crearse sin detrimento de aquellos que
pretende unir, la nación, la unión deben ser rechaza
das. Repudiamos todos los idealismos, misticismos,
etc., que prefieren una Forma al hombre mismo. Pero
el problema se hace verdaderamente angustiante cuan
do se trata de una causa que sirve auténticamente al
hombre. Por ello el problema de la política stalinista,
el problema de la relación del partido con las masas
de las que se sirve a fin de servirlas, está en el pri
mer plano de las preocupaciones de todos los hombres
de buena voluntad. Son pocos, sin embargo, quienes
lo plantean sin mala fe, y es necesario tratar de ante
mano de disipar algunos sofismas.
El adversario de la Unión Soviética utiliza un sofis
ma cuando, subrayando la parte de violencia criminal
asumida por la política .stalinista, desdeña confron
tarla con los fines perseguidos. Sin duda las depura
ciones, las deportaciones, los abusos en las ocupacio
nes, las dictaduras policiales sobrepasan en importan
cia a las violencias ejercidas en cualquier otro país.
153
El hecho mismo de que haya en Rusia ciento sesenta
millones de habitantes multiplica el coeficiente numé
rico de las injusticias cometidas. Pero estas conside
raciones cuantitativas son insuficientes. Del mismo
modo como no se puede separar el fin del medio que
lo define, no se pueden juzgar los medios sin tener en
cuenta el fin que les da su sentido. Linchar a un ne
gro o suprimir a cien opositores, no son actos análo
gos. El linchamiento es un mal absoluto, representa la
supervivencia de una civilización perimida, la perpe
tuación de una lucha de razas que debe desaparecer:
es una falta sin justificación, sin excusa. Suprimir cien
opositores es sin duda un escándalo, pero es posible
que tenga un sentido, una razón. Se trata de mantener
un régimen que aporta a una inmensa masa de hom
bres un mejoramiento de su suerte. Es posible que esa
medida hubiera podido ser evitada. Posiblemente re
presente tan solo esa parte necesaria de fracaso que
comporta toda construcción positiva. No se podría
juzgarla sino reubicándola en el conjunto de la causa
que sirve.
Pero por otra parte, el defensor de la Unión So
viética utiliza un sofisma cuando justifica incondicio
nalmente en virtud del fin perseguido los sacrificios
y los crímenes. Sería necesario antes probar que, por
una parte, el fin es incondicionado y por otra, que los
crímenes cometidos en su nombre eran rigurosamente
necesarios. A la muerte de Bukarin se opone Stalin-
grado, pero sería necesario saber en qué efectiva me
dida los procesos de Moscú aumentaron las chances
de la victoria rusa. Una de las astucias de la ortodoxia
stalinista es que, jugando con la idea de necesidad,
154
de meter la revolución entera en uno de los platos de
la balanza, en comparación, el otro plato parece siem
pre poco cargado. Pero la idea misma de una dialéc
tica global de la historia no implica que algún factor
sea siempre determinante. Por el contrario, si se ad
mite que la vida de un hombre puede cambiar el cur
so de los acontecimientos, se adhiere a la concepción
que acuerda un papel preponderante a la nariz de
Cleopatra, a la arenilla de Cromwell. Con total mala
fe se juega aquí con dos concepciones distintas de la
idea de necesidad: una sintética, la otra analítica; una
dialéctica, la otra determinista. La primera hace apa
recer a la Historia como un devenir inteligible en el
seno del cual se reabsorbe la singularidad de los ac
cidentes contingentes. El encadenamiento dialéctico
de los momentos solo es posible si hay en cada mo
mento una indeterminación de los elementos singu
lares tomados uno por uno. Si por el contrario se ad
mite el determinismo riguroso de cada serie causal,
arribamos a una visión contingente y desordenada del
conjunto, siendo la conjunción de las series producto
del azar. Un marxista debe por lo tanto reconocer que
ninguna de sus decisiones singulares compromete a la
revolución en su totalidad. Se trata únicamente de ac
tivar o retardar el acontecimiento, de evitar el empleo
de otros medios más costosos. Ello no significa que
deba retroceder delante de la violencia, sino que no
debe considerarla a priori justificada por sus fines. Si
considera a su empresa en su verdad, es decir en su
finitud, comprenderá que siempre tendrá que oponer
a los sacrificios que reclama una apuesta finita, y que
esta apuesta es incierta. Por cierto, esta incertidumbre
155
no debe impedirle cuestionar sus fines, pero le exigi
rá que se preocupe en cada caso por encontrar un equi
librio entre el fin y los medios.
Así recusamos toda condenación, al igual que toda
justificación a priori, de las violencias ejercidas con
miras a un fin legítimo. Es necesario legitimarlos con
cretamente. Es imposible aquí un tranquilo cálculo
matemático. Se debe intentar apreciar las probabili
dades de éxito que determinado sacrificio implica. Pe
ro de antemano ese juicio será siempre dudoso. Ade
más, encarada la realidad inmediata del sacrificio, la
noción de chance es difícil de considerar. Por una par
te, se puede multiplicar hasta el infinito una probabi
lidad sin encontrar nunca la certidumbre. Sin embar
go, prácticamente, termina por confundirse con esta
asíntota: en nuestra vida privada, así como en nuestra
vida colectiva, no existe otra verdad que la estadística.
Por otra parte, los intereses en juego no se dejan po
ner en ecuación. El sufrimiento de un hombre, el de
un millón de hombres no son comparables con las con
quistas realizadas por millones de otros hombres; la
muerte presente no es mensurable con la vida por ve
nir. Sería utópico querer plantear por un lado las pro -
habilidades de éxito multiplicadas por la recompensa
que se piensa alcanzar, y por el otro lado el peso del
sacrificio inmediato. Nos encontramos nuevamente
frente a la angustia de la decisión libre. Y es por ello
que la elección política es una elección ética: al mismo
tiempo que una apuesta, es una decisión. Apostamos
respecto a las chances y los riesgos de la medida en
carada, pero respecto a que las chances y los riesgos
deban o no ser asumidos en las circunstancias dadas,
156
es necesario decidirlo sin auxilio, y al hacerlo pone
mos en juego valores. Si los Girondinos rechazaban,
en el 93, las violencias del Terror, en tanto que Saint-
Just, Robespierre, las asumían, es porque no tenían la
misma concepción de la libertad. Del mismo modo, no
era la misma república la que entreveían, entre 1830
y 1840, los republicanos que se limitaban a una opo
sición puramente política, y aquellos que adoptaban
la técnica de la insurrección. Se trata en cada caso de
definir un fin y de realizarlo, sabiendo que la elección
de los medios utilizados interesa a la vez a esta defi
nición y a esta realización.
De ordinario, las situaciones son tan complejas que
es necesario un prolongado análisis político antes de
poder plantear el momento ético de la elección. Nos
limitaremos a considerar aquí algunos ejemplos muy
simples que permiten precisar un poco nuestra acti
tud. Cuando en un movimiento revolucionario clan
destino se descubre la presencia de un traidor, no se
vacila en abatirlo. Es un peligro presente y futuro del
cual es necesario desembarazarse. Pero si el hombre
es sólo sospechoso de traición, el caso es más ambiguo.
Se condena a esos paisanos del norte que durante la
guerra de 1914-18 masacraron a una familia inocente
que se supuso hacía señales al enemigo. Es que no
solo las presunciones eran vagas, sino que el peligro
era incierto. De todos modos, bastaba con meter a los
sospechosos en prisión. Era fácil, en tanto se aguar
daba una investigación seria, impedirles que causaran
daño. Sin embargo, si un individuo dudoso tiene la
suerte de otros hombres en sus manos, si, por evitar el
riesgo de matar a un inocente, se corre el de dejar mo
157
rir a diez, es razonable sacrificarlo. Lo único que se
puede pedir es que tales decisiones no sean tomadas
con precipitación o ligereza y que en su conjunto el
mal que se inflige sea inferior al que se previene.
Existen casos todavía más inquietantes, porque en
ellos la violencia no es inmediatamente eficaz. Las
violencias de la resistencia no suponían el debilitamien
to material de Alemania. Se proponía precisamente
crear un estado de violencia tal que la colaboración
fuese imposible. En cierto sentido, era un precio de
masiado caro la supresión de tres oficiales enemigos
si costaba el incendio de todo un pueblo francés. Pe
ro estos incendios, las masacres de rehenes, formandó
parte del plan, creaban un abismo entre ocupantes y
ocupados. Del mismo modo las insurrecciones de Pa
rís y de Lyon, a principios del siglo xix, o las rebelio
nes de los indios, no pretendían quebrar de un golpe
el yugo del opresor, sino crear y mantener el sentido
de la rebelión, volver imposibles las mistificaciones de
la conciliación. Tentativas que se saben una por una
volcadas al fracaso pueden legitimarse mediante el
conjunto de la situación que crean. Es también el sen
tido de la novela de Steinbeck, Un combate dudoso,
en la que un jefe comunista no vacila en desencadenar
una huelga costosa, de éxito dudoso, pero mediante
la cual nacerá, con la solidaridad de los trabajadores,
la conciencia de la explotación sufrida y la voluntad
de rechazarla.
Me parece interesante oponer a este ejemplo el de
bate que relata John Dos Passos en Aventuras de un
hombre joven. Como secuela de una huelga, tres mi
neros norteamericanos son condenados a muerte. Sus
158
camaradas tratan de que se revise su proceso. Se pro
ponen dos métodos: se puede actuar oficiosamente, y
se sabe que entonces se tienen grandes posibilidades
de ser oídos. Se puede también hacer un proceso sen
sacional, tomando el partido comunista en sus manos
el asunto, suscitando una campaña de prensa y peti
ciones internacionales, pero el tribunal no querrá en
tonces ceder a esta intimidación. El partido logrará
mediante este arbitrio una gran publicidad, pero los
mineros serán condenados. ¿Qué decidirá aquí un
hombre bien intencionado?
El héroe de Dos Passos elige salvar a los mineros,
y le damos la razón. Por cierto, si hubiese sido necesa
rio elegir entre la revolución por entero y la vida de
dos o tres hombres, ningún revolucionario hubiese va
cilado. Pero se trataba solamente de ayudar a la pro
paganda del partido, o mejor, de ayudar un poco a sus
probabilidades de desarrollo en el interior de los Es
tados Unidos. El interés inmediato del partido comu
nista en ese país no está ligado más que hipotética
mente al de la revolución. De hecho, un cataclismo co
mo la guerra ha trastornado de tal modo la situación
que gran parte de las ganancias y las pérdidas del pa
sado han sido barridas por el viento. Si verdaderamen
te el movimiento pretende servir a los hombres, debe
aquí preferir la vida de tres individuos concretos a una
probabilidad muy débil e incierta de servir un poco
más eficazmente por medio de su sacrificio a la hu
manidad por venir. Si considera a esas vidas desde
ñables, se coloca, también, del lado de los políticos
formales que prefieren la Idea a su contenido. Es que
se prefiere a sí mismo, en su subjetividad, más que a
159
los fines a los cuales pretende consagrarse. Además,
en tanto en el ejemplo de Steinbeck la huelga era in
mediatamente una apelación a la libertad de los traba
jadores y constituía en su mismo fracaso una libera
ción, el sacrificio de los mineros es mistificación y
opresión. Se les engaña haciéndoles creer que se trata
de salvar sus vidas, y se engaña con ellos a todo el
proletariado. Así, en uno y otro caso, nos encontramos
delante del mismo caso abstracto: algunos hombres
deben morir para que el partido que pretende servirlos
realice una ganancia limitada. Pero un análisis con
creto nos conduce a soluciones morales opuestas.
Vemos que el método que nos proponemos, análogo
en ello a los métodos científicos o estéticos, consiste
en confrontar en cada caso los valores realizados y los
valores previstos, el sentido del acto con su contenido.
El hecho es que en oposición al sabio o al artista, y
aún cuando la parte de fracaso que asume es bastante
más escandalosa, el político raramente se preocupa por
emplearlo. ¿Será que hay una dialéctica irresistible
del poder que no deja ningún lugar a la moral?
La preocupación ética, incluso bajo su forma realista
concreta, ¿es nefasta a los intereses de la acción? Se
nos objetará seguramente que la vacilación, la inquie
tud, no hacen más que retardar la victoria. Puesto
que de todas formas hay en cada éxito una parte de
fracaso, puesto que es necesario en todo caso superar
la ambigüedad, ¿por qué no rehusar tomar conciencia
de ella? En el primer número de Cuadernoside Acción,
un lector declaraba que se debería considerar al mili
tante comunista, de una vez por todas, como “el hé
roe permanente de nuestro tiempo” y rehusar la fati-
160
gante tensión exigida por el existencialismo. Instala
do en la permanencia del heroísmo, nos dirigimos cie
gamente hacia un fin incontestado. Pero nos asemeja
remos entonces al coronel de La Roque que marchaba
firmemente delante suyo sin saber hacia dónde iba.
Malaparte relata que los jóvenes nazis, para hacerse
insensibles al sufrimiento de los otros, se ejercitaban
en arrancar los ojos a gatos vivos. No podrían evitar
se de modo más radical las trampas de la ambigüe
dad. Pero una acción que quiere servir al hombre debe
por el contrario cuidar no olvidarlo en el curso de la
ruta. Si elige cumplirse ciegamente perderá su sentido
o revestirá un sentido imprevisto, ya que el fin no está
fijado de una vez por todas: se define a lo largo del
camino que a él conduce. Solo la vigilancia puede per
petuar la validez de las metas y la afirmación autén
tica de la libertad. Por otra parte, la ambigüedad no
puede dejar de abrirse paso, es padecida por la víc
tima, y su rebelión o sus lamentos la hacen existir
también para el tirano. Este se sentirá entonces tenta
do de cuestionarlo todo, de renunciar, renegando así
de sí mismo y de sus fines. O, si se empecina, conti
nuará encegueciéndose, multiplicando sus crímenes y
pervirtiendo de más en más sus designios originales.
En verdad, no es por respeto a sus fines que el hombre
de acción se hace dictador: es porque sus fines son
necesariamente planteados a través de su voluntad.
Hegel ha señalado en la Fenomenología esta confu
sión inextricable entre objetividad y subjetividad. Un
hombre no se entrega a una Causa sino haciéndola su
Causa. Como se realizará en ella, es también a través
suyo que ella se expresa, y la voluntad de poder no
161
se distingue aquí de la generosidad. Lo que un indi
viduo o un partido toman como fin cuando eligen
triunfar a no importa qué precio es su propio triunfo.
Si se realizase la fusión del Comisario y del Yogi, ha
bría en el hombre de acción una autocrítica que le de
nunciaría a cada instante la ambigüedad de su volun
tad, deteniendo el impulso imperioso de su subjetivi
dad y al mismo tiempo cuestionando el valor incondi
cionado del fin. Pero, en realidad, la política sigue la
pendiente de la facilidad. Es fácil adormecerse ante la
infelicidad de los otros o considerarla en menos. Es
más fácil arrojar a prisión a cien hombres de los cuales
noventa y siete son inocentes que descubrir a los tres
malhechores que se esconden entre ellos. Es más fá
cil matar a un hombre que vigilarlo. Toda política uti
liza a la policía, que pregona profesionalmente un des
precio radical por el individuo y que ama la violencia
por sí misma. Lo que designamos con el nombre de
necesidad política, es en parte la pereza y la brutali
dad policiales. Por ello corresponde a la moral remon
tar una pendiente que no es fatal, sino libremente
consentida. Es necesario que se haga efectiva a fin de
que se vuelva difícil lo que era anteriormente fácil. A
falta de crítica interna, este es el papel que debe pro
ponerse la oposición. Hay dos tipos de oposición. La
primera es un rechazo radical de los fines mismos plan
teados por un régimen: es la oposición del antifascis
mo al fascismo, del fascismo al socialismo. En el se
gundo tipo, el opositor acepta el fin objetivo, pero cri
tica el movimiento subjetivo que lo intenta. Incluso es
posible que no desee un cambio de poder, sino que juz
gue necesario efectuar un cuestionamiento que hará
162
aparecer como tal lo subjetivo. Del mismo modo, exige
una permanente puesta en tela de juicio de los medios
por el fin, del fin por los medios. Debe tener cuidado él
también de no arruinar mediante los medios que em
plea el fin que se propone, y en primer término, de no
ponerse al servicio de los opositores del primer tipo.
Pero por delicado que sea, su papel no es menos nece
sario. En efecto, por una parte, sería absurdo contra
decir una acción liberadora con el pretexto de que im
plica el crimen y la tiranía, ya que sin crimen y tira
nía no podría haber liberación del hombre: no es
posible escapar a esta dialéctica que va de la libertad
a la libertad a través de la dictadura y de la opresión.
Pero, por otra parte, seríamos culpables si dejásemos
que el movimiento liberador se fijase en un momento
que es aceptable solo si se transmite a su contrario.
Es necesario impedir que la tiranía y el crimen se ins
talen triunfalmente en el mundo. La conquista de la
libertad es su única justificación y contra ellos debe
mos por lo tanto mantener viviente la afirmación de
la libertad.
163
C O N C L U S IO N
166
en su totalidad puesto que es precisamente ella quien
crea los criterios de lo verdadero y lo falso. El arte
es mistificación en Platón puesto que existe el cielo
de las Ideas. Pero en el dominio terrestre, toda glori
ficación de la tierra es verdadera desde el momento
en que está realizada. Que los hombres adjudiquen
un precio a las palabras, a las formas, a los colores, a
los teoremas matemáticos, a las leyes físicas, a las
proezas deportivas, al heroísmo. Que en el amor, en
la amistad, acuerden un precio entre ellos, y los obje
tos, los acontecimientos, los hombres tendrán también
ese precio inmediato, lo tendrán en forma absoluta.
Es posible que un hombre se rehúse a querer nada
sobre la tierra. Probará este rechazo y lo efectivizará
mediante el suicidio. Si vive es porque, no importa
lo que diga, permanece en él cierto apego por la exis
tencia. Su vida será a la medida de este apego, se jus
tificará en la medida en que justifique auténticamente
al mundo.
Esta justificación, aunque abierta sobre el universo
entero a través del espacio y del tiempo, será siempre
finita. No importa lo que uno haga, no realiza nunca
más que una obra limitada, como esta misma existen
cia que intenta fundarse a través de ella y que la
muerte también limita. La afirmación de nuestra fini-
tud es lo que sin duda da a la doctrina que acabamos
de evocar su austeridad y, a los ojos de algunos, su
tristeza. Desde el momento en que consideramos abs
tracta y teóricamente un sistema, nos situamos efecti
vamente sobre el plano de lo universal, es decir, de lo
infinito. Por ello la lectura del sistema hegeliano es
tan consoladora: recuerdo haber experimentado un
167
gran sosiego al leer a Hegel en el marco impersonal
de la Biblioteca Nacional, en agosto de 1940. Pero
luego que me encontré nuevamente en la calle, en mi
vida, fuera del sistema, bajo un cielo verdadero, el
sistema no me sirvió ya de nada: eran, bajo el color
del infinito, las consolaciones de la muerte las que me
había ofrecido, y yo deseaba todavía vivir en medio
de hombres vivientes. Pienso que, inversamente, el
existencialismo no propone al lector los consuelos de
una evasión abstracta: el existencialismo no propone
ninguna evasión. Por el contrario, es en la verdad de
la vida donde se comprueba su moral y entonces se
presenta como la única proposición de salvación que
se pueda dirigir a los hombres. Retomando por su
cuenta la rebelión de Descartes contra el genio ma
ligno, el orgullo de la caña pensante frente al universo
que la aplasta, afirma que a pesar de sus límites, a
través de ellos, corresponde a cada uno realizar su
existencia como un absoluto. Cualesquiera sean las
dimensiones vertiginosas del mundo que nos rodea, la
densidad de nuestra ignorancia, los riesgos de las ca
tástrofes por venir y nuestra debilidad individual en
el seno de la inmensa colectividad, permanece el he
cho de que somos libres hoy y en forma absoluta si
elegimos querer nuestra existencia en su finitud abier
ta sobre el infinito. Y de hecho, todo hombre que ha
ya tenido verdaderos amores, verdaderas rebeliones,
verdaderos deseos, verdaderas voluntades, sabe bien
que no hay necesidad de ninguna garantía extraña pa
ra estar seguro de sus fines. Su certidumbre le viene
de su propio impulso. Hay un viejo refrán que dice:
“Haz lo que debes, sucederá lo posible”. Es decir,
168
de otro modo, que el resultado no es exterior a la bue
na voluntad que se realiza al vislumbrarlo. Si suce
diese que cada hombre hiciese lo que debiera, la exis
tencia de cada uno resultaría salvada, sin que hubiese
necesidad de soñar con un paraíso en el que todos
quedaríamos reconciliados luego de nuestra muerte.
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INDICE
Pág.
1) ...................................................................................................................................................... 9
2 ) ................................................................................................... 39
3 ) ................................................................................................... 79
5. — La am bigüedad............................................................. 136
C o n c l u s i ó n ...................................................................................... 165
171