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MORAL

DE LA
AMBIGÜEDAD

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SIMOME DE BEAUVOIR
lili:
SIMONE DE BEAUVOIR

PARA UNA MORAL


DE LA AMBIGÜEDAD

EDITORIAL LA PLEYADE
BUENOS AIRES
Título del original francés
POUR UNE MORALE DE L'AMBIGUITÉ

Traducción de
RUBÉN A. N. LAPORTE

Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723


© by EDITORIAL LA PLÉYADE — Sarandí 745 — Buenos Aires

Impreso en la Argentina — Printed, in Argentina


a Bianca

“La vida no es, en sí misma, ni buena


ni mala. Es, según cómo la vivamos,
el lugar del bien y del m al..
M ontaigne
I
1
“La continua labor de nuestra vida, consiste en
levantar los cimientos de la muerte”, dice Montaig­
ne. Cita a los poetas latinos: Prima quae vitam
dcdit, hora carpsit. Y también: Nascentes mori~
mur. Esta trágica ambivalencia que el animal y la
planta tan sólo sufren, el hombre la conoce, la pien­
sa. De ahí se introduce una nueva paradoja en su
destino. “Animal racional”, “caña pensante”, se eva­
de de su condición natural sin no obstante liberarse.
Este mundo, del cual es conciencia, se integra además
con él; se afirma como pura interioridad, contra la cual
no podría ninguna fuerza exterior, y se experimenta
también como una cosa aplastada por el peso oscuro
de las demás cosas. A cada instante puede asir la ver­
dad intemporal de su existencia; pero entre el pasado
que ya no es y el porvenir que no es todavía, este ins-
lante en el que existe no es nada. Este raro privilegio
del que sólo él goza: ser un sujeto soberano y único
en medio de un universo de objetos, lo comparte con
lodos sus semejantes. Objeto a su vez para los otros,
no es más que un individuo para la colectividad de
la cual depende.
9
Desde el momento en que hay hombres, y que es­
tos viven, todos experimentaron esta trágica ambigüe­
dad de su condición, pero desde el instante en que hay
filósofos, y que estos piensan, la mayoría trató de di­
simularla. Se esforzaron por reducir el espíritu a la
materia, o de reabsorber a la materia en el espíritu,
o de confundirlos en el seno de una sustancia única.
Los que aceptaron el dualismo establecieron entre el
cuerpo y el alma una jerarquía que permitía conside­
rar desdeñable la parte de uno mismo que no pudiera
salvar. Negaron la muerte, ya fuera integrándola a
la vida o bien prometiéndole al hombre la inmortali­
dad; o incluso negaron la vida, considerándola como
un velo de ilusión tras el cual se esconde la verdad
del Nirvana. Y la moral que propusieron a sus dis­
cípulos perseguía siempre el mismo fin: se trataba de
suprimir la ambigüedad haciéndose pura interioridad
o pura exterioridad, evadiéndose del mundo sensible
o devorándolo, accediendo a la eternidad, o encerrán­
dose en el instante puro. Con mayor ingenio, Hegel
pretendió no desdeñar ninguno de los aspectos de la
condición humana, conciliándolos todos. De acuerdo
con su sistema, el instante se conserva en el desarro­
llo del tiempo, la Naturaleza se afirma frente al Es­
píritu, que la niega al afirmarla, el individuo se reen­
cuentra en la colectividad, en cuyo seno se pierde, y
la muerte de cada hombre se realiza anulándose en
la Vida de la Humanidad. Así puede uno descansar
en un maravilloso optimismo, en el que las guerras
sangrientas no hacen más que expresar la fecunda
inquietud del Espíritu.
Existen aún en la actualidad bastantes doctrinas

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que eligen dejar en las sombras ciertos aspectos em­
barazosos de una situación demasiado compleja. Pero
es en vano que se intente mentirnos: la cobardía no
resulta. Esas metafísicas razonables, esas éticas con­
soladoras con las que se pretende engañarnos, no ha­
cen más que acentuar la confusión que padecemos.
Los hombres de hoy parecen experimentar con mayor
vivacidad que nunca la paradoja de su condición. Se
reconocen por el fin supremo al cual debe subordi­
narse toda acción; pero las exigencias de la misma los
obligan a tratarse unos a otros como instrumentos o
como obstáculos: como medios. Cuanto más se agran­
da su empresa en el mundo, más se encuentran abru­
mados por fuerzas incontrolables: amos de la bomba
atómica, ella no fue creada, sin embargo, más que
para destruirlos. Cada uno tiene en sus labios el gus­
to incomparable de su propia vida, y sin embargo
cada uno se siente más insignificante que un insecto
en el seno de la inmensa colectividad cuyos límites
se confunden con los de la tierra. Probablemente en
ninguna época hayan manifestado con mayor apa­
rato su grandeza, en ninguna época, tampoco, esa
grandeza ha sido tan atrozmente escarnecida. A pe­
sar de tantos sueños obstinados, a cada instante, en
cada ocasión, la verdad resurge: la verdad de la vida
y de la muerte, de mi soledad y de mis lazos con el
mundo, de mi libertad y de mi servidumbre, de mi in­
significancia y de la soberana importancia de cada
hombre y de todos los hombres. Hubo un Stalingrado
y un Buchenwald, y ninguno de ellos hace olvidar al
otro. Puesto que no tenemos éxito huyéndole, trate­
mos entonces de enfrentar a la verdad. Tratemos de

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asumir nuestra ambigüedad fundamental. Es en el
conocimiento de las auténticas condiciones de nues­
tra vida donde nos es necesario poner la fuerza de
vivir y las razones para la acción.
El existencialismo se ha definido desde el comien­
zo como una filosofía de la ambigüedad; afirmando
el carácter irreductible de la ambigüedad es como
Kierkegaard se opuso a Hegel; y, en nuestros días,
es por medio de la ambigüedad que Sartre en El ser
y la nada define fundamentalmente al hombre, ese
ser cuyo ser consiste en no ser, esa subjetividad que
no se realiza más que como presencia en el mundo,
esa libertad comprometida, ese surgir del para-sí que
es dato inmediato para el otro. Pero también se pre­
tende que el existencialismo es una filosofía del ab­
surdo y de la desesperación; encierra al hombre en
una angustia estéril, en una subjetividad vacía; es in­
capaz de suministrarle ningún principio de elección:
que actúe como le plazca; de todos modos la partida
está perdida. En efecto, ¿no declara acaso Sartre que
el hombre es “una pasión inútil”, que trata en vano
de realizar la síntesis del para-sí y del en-sí, de ha­
cerse Dios? Es verdad. Pero es también verdad que
las morales más optimistas han comenzado todas por
destacar la parte de fracaso que comporta la condi­
ción del hombre; sin fracaso, no hay moral. Para un
ser que se hallase de pronto en exacta coincidencia
consigo mismo, en perfecta plenitud, la noción de
deber ser no tendría sentido. No se proponen morales
a un Dios. Es imposible proponérselas al hombre, si
se lo define como naturaleza, como dato: las llama­
das morales psicológicas o empíricas no lograron cons-
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tituirse sino introduciendo subrepticiamente alguna
falla en el seno del hombre-cosa que habían definido
previamente. La conciencia moral no puede subsis­
tir, nos dice Hegel en la última parte de la Fenome-
nología del Espíritu, sino en la medida en que haya
desacuerdo entre la naturaleza y la moralidad; des­
aparece si la ley de la moral se convierte en ley de la
naturaleza. Por un “desplazamiento” paradójico, si
la acción moral es el fin absoluto, el fin absoluto re­
side también en que la acción moral no se halle pre­
sente. Lo que importa decir que sólo habría deber-ser
para un ser que, según la definición existencialista,
se ponga en cuestión con su ser, un ser que esté a dis­
tancia de sí mismo, y que tenga por ser a su ser.
Sea, se dirá. Pero es necesario aún que el fracaso
sea superado, y la ontología existencialista no per­
mite esa esperanza: la pasión del hombre es inútil,
no existe para él ningún medio de convertirse en ese
ser que no es. Es verdad, todavía. Y es verdad tam­
bién que en El ser y la nada, Sartre ha insistido so­
bre todo en el aspecto fallido de la aventura humana:
sólo en las últimas páginas abre las perspectivas de
una moral. Sin embargo, si se meditan sus descrip­
ciones de la existencia, percibimos que están lejos de
condenar al hombre sin recursos.
El fracaso descripto en El ser y la nada es defini­
tivo, pero es también ambiguo. El hombre, nos dice
Sartre, es “un ser que se hace carencia de ser, con el
fin de tener ser”. Es decir, en primer lugar, que su
pasión no le es inflingida desde afuera: él la elige,
constituye su mismo ser y como tal no implica la idea
de infelicidad. Si esta elección es calificada de inútil
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es porque no existe ante la pasión del hombre, fuera
de ella, ningún valor absoluto con relación al cual
podría ser definido lo inútil y lo útil. En el nivel de
descripción en que se sitúa E l ser y la nada, la pala­
bra útil no ha recibido aún sentido: no puede defi­
nirse más que en el mundo humano, constituido por
los proyectos del hombre y las finalidades que él se
ha planteado. En el desamparo original de donde
surge el hombre, nada es útil, nada es inútil. Es ne­
cesario entonces comprender que la pasión consen­
tida por el hombre no encuentra justificación exterior
alguna. Ningún llamado exterior, ninguna necesidad
objetiva permiten calificarla de útil; ella no tiene nin­
guna razón para quererse. Pero ello no quiere decir
que no pueda justificarse a sí misma, darse las razo­
nes de ser que no tiene. Y, en efecto, Sartre nos dice
que el hombre se hace carencia de ser con el fin de
tener ser; el término “con el fin” indica claramente
una intencionalidad, no es en vano que el hombre
aniquila al ser; gracias a ello el ser se revela y él
quiere esa revelación. Existe un tipo original de ad­
hesión al ser que no es la relación querer ser, sino
más bien querer revelar al ser. Entonces no hay aquí
fracaso, sino por el contrario éxito: este fin que el
hombre se propone haciéndose carencia de ser, se
realiza en efecto por su intermedio. Por su desarraigo
del mundo, el hombre se hace presente al mundo, el
mundo se torna presente. Quisiera ser el paisaje que
contemplo, quisiera que este cielo, esta agua calma,
se pensasen en mí, que fuera yo a quien expresasen
en carne y hueso, en tanto yo permaneciese a distan­
cia. Pero es también en razón de esta distancia que

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el cielo y el agua existen frente a mí; mi contempla­
ción es un desgarramiento porque es también una ale­
gría. No puedo apropiarme del campo de nieve en el
cual me deslizo: permanece extraño, prohibido; pero
tne complazco en ese esfuerzo, incluso hacia una po­
sesión imposible, y la experimento como un triunfo,
no como una derrota. Es decir que, en su vana tenta­
tiva por ser Dios, el hombre se hace existir como hom­
bre, y se satisface con esta existencia, coincide exac­
tamente con ella. No le está permitido existir sin ten­
der hacia ese ser que nunca será; pero le es posible
querer esta tensión, incluso con el fracaso que su­
pone. Su ser es carencia de ser, pero hay una manera
de ser de esa carencia que es precisamente la exis­
tencia. En términos hegelianos se podría decir que hay
aquí una negación de la negación por medio de la
cual se restablece lo positivo: el hombre se hace ca­
rencia, pero puede negar la carencia como tal, y afir­
marse como existencia positiva. Asume entonces el
fracaso. Y la acción, condenada en tanto que esfuerzo
por ser, reencuentra su validez como manifestación
de la existencia. Sin embargo, más que de una supe­
ración hegeliana, se trata aquí de una conversión;
puesto que en Hegel los términos superados no son
conservados más que como momentos abstractos, en
tanto que nosotros consideramos que la existencia
permanece todavía como negatividad en la afirma­
ción positiva de sí misma; y que no aparece a su vez
como el término de una síntesis ulterior: el fracaso
no ha sido superado, sino asumido; la existencia se
afirma como un absoluto que debe buscar en sí mis­
ma su justificación, y no suprimirse, aunque fuese

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conservándose. Para llegar a esta verdad, el hombre
no debe intentar disipar la ambigüedad de su ser, sino
por el contrario aceptar realizarla: no se reencuentra
más que en la medida en que consiente en permane­
cer a distancia de sí mismo. Esta conversión se distin­
gue profundamente de la conversión estoica en que
no pretende oponer al universo sensible una libertad
formal sin contenido; existir auténticamente no es ne­
gar el movimiento espontáneo de mi trascendencia,
sino solamente rehusar perderme en él. La conversión
existencialista debe ser asimilada más bien a la re­
ducción husserliana: que el hombre “ponga entre pa­
réntesis” su voluntad de ser, y ello lo conducirá a la
conciencia de su condición verdadera. Y así como la
reducción fenomenológica previene los errores del
dogmatismo suspendiendo toda afirmación concer­
niente al modo de la realidad del mundo exterior, del
cual no disputa sin embargo la presencia de carne y
hueso, de igual modo, la conversión existencialista
no suprime mis instintos, mis deseos, mis proyectos,
mis pasiones: previene solamente toda posibilidad de
fracaso rehusando plantear como absolutos los fines
hacia los cuales se proyecta mi trascendencia y consi­
derándolos en su relación con la libertad que los pro­
yecta.
La primera implicancia de tal actitud consiste en
que el hombre auténtico no consentirá en reconocer
ningún absoluto extraño. Cuando un hombre proyec­
ta en un cielo ideal esta imposible síntesis del para-sí
y del en-sí que denominamos Dios, es porque de­
sea que la visión de ese ser existente cambie su exis­
tencia en ser; pero si acepta no ser a fin de existir
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ai lien ticamente, abandonará el sueño de una objetivi­
dad inhumana; comprenderá que no se trata para él
d(* Icner razón ante los ojos de un Dios, sino de tener
razón ante sus propios ojos. Renunciando a buscar
fuera de sí mismo la garantía de su existencia, rehu­
ya rá también a creer en los valores incondicionados
que se erigirían como cosas a través de su libertad.
El valor es este ser fallido cuya libertad se hace ca­
rencia; y es porque se hace carencia que aparece el
valor; es el deseo lo que crea lo deseable, y el pro­
yecto lo que plantea el fin. Es la existencia humana la
que hace surgir en el mundo los valores de acuerdo
ion los cuales podrá juzgar las empresas en las cua­
les se comprometerá; pero se sitúa de antemano más
allá de todo pesimismo, así como de todo optimismo,
puesto que el hecho de su brote original es pura con­
tingencia: no hay antes de la existencia razón para
existir en mayor grado que razón para no existir. El
hecho de la existencia no puede ser estimado, puesto
que es el hecho a partir del cual se define todo prin­
cipio de estimación; no puede compararse a nada,
puesto que no hay nada fuera de él que pueda servir
de término de comparación. Esta repulsa de toda jus­
tificación extrínseca confirma también ese rechazo de
un pesimismo original que hemos planteado al princi­
pio; puesto que es, desde afuera, injustificable, ¿no
es condenar a la existencia declararla, desde afuera,
injustificada? Y en verdad fuera de la existencia no
hay nadie. El hombre existe. Para él no se trata de
preguntarse si su presencia en el mundo es útil, si la
vida vale la pena de ser vivida: son preguntas des­
17
provistas de sentido. Se trata de saber si quiere vivir,
y en qué condiciones.
Pero si el hombre es libre de definir por sí mismo
las condiciones de una vida valiosa a sus propios ojos,
¿no puede elegir lo que quiera, y actuar no importa
cómo? Dostoievsky afirmó: “Si Dios no existe, todo
está permitido”. Los no creyentes actuales retoman
por su cuenta esta fórmula. Restablecer al hombre en
el corazón de su destino, es repudiar, pretenden, toda
moral. Sin embargo, la ausencia de Dios no autoriza
toda licencia, por el contrario, es porque el hombre se
encuentra desamparado sobre la tierra, que sus actos
son compromisos definitivos, absolutos; lleva la res­
ponsabilidad de un mundo que no es la obra de un
poder extraño, sino de él mismo, en el cual se inscri­
ben tanto sus derrotas como sus victorias. Un Dios
puede perdonar, borrar, compensar; pero si Dios no
existe, las faltas del hombre no tienen expiación. Si se
pretende que, de todas maneras, esta apuesta terres­
tre no tiene importancia, es porque se invoca precisa­
mente esta objetividad inhumana que hemos comen­
zado por rechazar. No se puede decir, de antemano,
que nuestro destino terrestre tiene o no tiene impor­
tancia, puesto que depende de nosotros otorgársela.
Está en manos del hombre hacer que sea importante
ser un hombre, sólo él puede experimentar su triunfo
o su fracaso. Y si se dice aún que nada lo obliga a in­
tentar justificar de este modo su ser, es que se juega
todavía de mala fe con la noción de libertad. El cre­
yente es también libre de pecar; la ley divina no se le
impone más que desde el momento en que él decidió
salvar su alma. En la religión cristiana, si bien es cier-

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i'> >|tn- se habla poco de ello actualmente, existen tam­
bién condenados. Así, sobre el plano terrestre, una
vid.t (|iie no buscase fundamentarse sería pura con-
ilugcncia. Pero le está permitido querer darse un sen­
tido y una verdad; y encuentra entonces en el cora­
zón de sí misma rigurosas exigencias.
No obstante, incluso entre los partidarios de una
m o r a l laica, se encuentran muchos que reprochan al
i \ híencialismo no proponer al acto moral ningún
loníenido objetivo; esta filosofía es, se dice, un sub­
ir! Ivismo, es decir, un solepsismo; y, una vez ence­
llado en sí mismo, ¿cómo podría el hombre salir?
Pi ro esto también es dar prueba de mala fe; se sabe
borlante bien que el hecho de ser un sujeto es un
hecho universal, y que el Cogito cartesiano expresa
a la vez la experiencia más singular y la verdad más
ob|etiva. Al afirmar que la fuente de todos los valo­
res reside en la libertad del hombre, el existencialis-
nio no hace más que retomar la tradición de Kant,
Plchle, Hegel, quienes, según las palabras del mis­
mo Hegel, “han tomado como punto de partida el
principio según el cual la esencia del derecho y del
deber y la esencia del sujeto pensante y actuante
•.on absolutamente idénticas”. Lo que define todo hu­
manismo, es que el mundo moral no es un mundo
dailo, extraño al hombre y al cual éste debiera esfor­
zarse por acceder desde afuera: es el mundo deseado
por el hombre en tanto que su voluntad expresa su
auténtica realidad.
Sea, dirán algunos. Pero Kant escapa al solepsis-
ino, ya que para él la realidad auténtica es la persona
humana en tanto trasciende su encarnación empírica
19
y elige ser universal. Y sin duda Hegel afirmó: “El
derecho de los individuos a su particularidad está con­
tenido igualmente en la substancialidad moral, puesto
que la particularidad es la modalidad extrema, feno­
ménica, en la cual existe la realidad moral” (Filoso­
fía del derecho, § 154). Pero la particularidad no
aparece en él más que como un momento de la totali­
dad por medio de la cual debe superarse. En tanto
que para el existencialismo la fuente de los valores
no es el hombre impersonal, universal, sino la plura­
lidad de los hombres concretos, singulares, proyec­
tándose hacia sus propios fines a partir de situacio­
nes cuya particularidad es tan radical, tan irreducti­
ble como la misma sujetividad. Separados original­
mente, ¿cómo podrían los hombres volver a reunirse?
Y en efecto, llegamos al verdadero planteo del
problema. Pero plantearlo no es demostrar que ha­
brá de ser resuelto. Por el contrario, aún es necesa­
rio evocar aquí la noción de “desplazamiento” hege-
liano: no hay moral a menos que exista un problema
a resolver. Y podría decirse, invirtiendo la argumen­
tación precedente, que las morales que han aportado
soluciones sin tener en consideración el hecho de la
separación de los hombres, no son valederas, puesto
que sin duda esta separación tiene lugar. Una moral
de la ambigüedad, sería una moral que rehusara ne­
gar a priori que existencias separadas pudiesen al
mismo tiempo estar ligadas entre sí, que sus liberta­
des singulares pudiesen forjar al mismo tiempo leyes
valederas para todos.
Antes de emprender la búsqueda de una solución,
es interesante señalar que la noción de situación y el

20
reconocimiento de las separaciones que la misma im-
pilen, no son propios sólo del existencialismo. Los
11 encontramos también en el marxismo, que, desde
<leí lo punto de vista, podría ser considerado como
tina apoteosis de la subjetividad. Como todo huma­
nismo radical, el marxismo desaprueba la idea de una
objetividad inhumana y se sitúa en la tradición de Kant
y de Hegel. A diferencia de los viejos socialistas utó­
picos que confrontaban el orden terrestre con los ar­
quetipos de Justicia, de Orden, de Bien, Marx no con­
sidera que ciertas situaciones humanas sean por sí y
en forma absoluta preferibles a otras: son las necesi­
dades de un pueblo, las rebeliones de una clase, las
que definen los objetivos y los fines. Es desde el seno
de una situación rehusada, a la luz de ese rechazo, que
un estado nuevo se presenta como deseable: sólo la
voluntad de los hombres decide; y es a partir de un
arraigamiento singular en el mundo histórico y eco­
nómico como esta voluntad se lanza hacia el porve­
nir, eligiendo entonces una perspectiva desde la cual
cobran sentido las palabras objetivo, progreso, efica­
cia, éxito, fracaso, acción, adversarios, instrumentos,
obstáculos. Entonces ciertas reacciones pueden ser
consideradas como buenas, y otras como malas. Para
que surja el universo de valores revolucionarios, es
necesario que un movimiento subjetivo los cree en la
revolución y en la esperanza. Y ese movimiento se
presenta a los marxistas de un modo tan esencial que
si un intelectual, un burgués, pretenden también que­
rer la revolución, se desconfiará de ellos; se piensa
que el intelectual burgués puede adherir sólo desde
afuera, por medio de un reconocimiento abstracto, a

21
esos valores que él mismo no ha constituido. No im­
porta lo que haga, su situación interfiere para que los
fines perseguidos por los proletarios sean absoluta­
mente sus fines, puesto que no ha sido el impulso
mismo de su vida que los ha engendrado.
Solamente en el marxismo, si es verdad que la fina­
lidad, el sentido de la acción, son definidos por vo­
luntades humanas, estas voluntades no aparecen co­
mo libres: son el reflejo de condiciones objetivas por
medio de las cuales se define la situación de la cla­
se, del pueblo considerado. En el momento actual de
desarrollo del capitalismo, el proletariado no puede
dejar de querer su supresión como clase; la subjeti­
vidad se reabsorbe en la objetividad del mundo dado;
revolución, necesidades, esperanza, rechazos, deseos,
no son más que resultantes de las fuerzas exteriores;
la psicología del comportamiento se esfuerza por dar
cuenta de esta alquimia.
Sabemos que ése es el punto esencial en el cual la
ontología existencialista se opone al materialismo dia­
léctico: nosotros pensamos que el sentido de la situa­
ción no se impone a la conciencia de un sujeto pasivo,
que no surge sino por medio del develamiento que
opera en su proyecto un sujeto libre. Nos parece evi­
dente que para adherir al marxismo, para entrar en
un partido, y en éste, más bien que en aquél, para
permanecer ligado al mismo de una manera viviente,
le es necesario al marxista una decisión que tiene su
origen sólo en él; y esta autonomía no es el privile­
gio (o la tara) del intelectual, del burgués: el prole­
tariado tomado en su conjunto, en tanto que clase,
puede tomar conciencia de su situación de más de una
22
manera; puede querer la revolución a través de un
partido o de otro, puede dejarse engañar, como le
sucedió al proletariado alemán, o adormecerse en la
aburrida comodidad que le otorga el capitalismo, co­
mo hace el proletariado norteamericano. Se dirá que
en todos esos casos traiciona; pero incluso es nece­
sario que sea libre de traicionar. O, si se pretende
distinguir al verdadero proletariado de un proleta­
riado traidor, extraviado, inconsciente o mistificado,
ya no es más al proletariado de carne y hueso al que
nos estamos refiriendo, sino a la Idea del proletaria­
do: una de esas Ideas que Marx escarnecía.
Asimismo, prácticamente, el marxismo no niega
siempre la libertad; la noción misma de acción per­
dería todo sentido si la historia fuera un desarrollo
mecánico en el cual el hombre no apareciese más que
como un conductor pasivo de fuerzas extrañas. Ac­
tuando, así como predicando la acción, el marxista
revolucionario se afirma como un agente verdadero,
se plantea como libre. E incluso es curioso destacar
que la mayoría de los marxistas actuales —a diferen­
cia del mismo Marx— no experimentan repugnancia
por la edificante insipidez de los discursos moraliza-
dores. No se limitan a zaherir a sus adversarios en
nombre del realismo histórico: cuando los acusan de
cobardía, de falsedad, de egoísmo, de venalidad, es­
tán convencidos de condenarlos en nombre de un mo-
ralismo superior a la historia. Del mismo modo, en
los elogios que se disciernen unos a otros, exaltan vir­
tudes eternas: coraje, abnegación, lucidez, integri­
dad. Se dirá posiblemente que todas esas palabras
son empleadas con una finalidad de propaganda, que

23
no se trata más que de un lenguaje útil. Pero ello su­
pone admitir que ese lenguaje es comprendido, que
despierta un eco en el corazón de aquellos a quienes
se dirige. Por lo tanto, ni el desprecio ni la estima ten­
drían sentido si se considerasen los actos de un hom­
bre como una pura resultante mecánica. Para indig­
narse, para admirar, es necesario que los hombres
tengan conciencia de la libertad de los demás y de
su propia libertad. Todo tiene lugar, entonces, en
cada hombre y en la táctica colectiva, como si los
hombres fuesen libres. Pero entonces, ¿qué revela­
ción podría pretender oponer un humanista cohe­
rente al testimonio que el hombre lleva sobre sí?
Como asimismo los marxistas se encuentran a menu­
do forzados a ratificar esta creencia del hombre en
su libertad, tratan de conciliaria como pueden con el
determinismo.
Sin embargo, en tanto que esta concesión les es
arrancada por la práctica misma de la acción, es pre­
cisamente en nombre de esta acción que pretenden
condenar una filosofía de la libertad. Declaran con
autoridad que la existencia de la libertad haría más
imposible toda empresa concertada. Según ellos, si el
individuo no estuviese constreñido por el mundo ex­
terior a querer esto en lugar de aquello, nada lo de­
fendería contra sus caprichos. Volvemos a encontrar
aquí, en otro lenguaje, el reproche formulado por el
creyente respetuoso de los imperativos sobrenatura­
les. A los ojos del marxista, como a los del cristiano,
parecería que actuar libremente fuera renunciar a jus­
tificar sus actos. Hay ahí un curioso retorno del “tú
debes, luego tú puedes” kantiano; en nombre de la
24
moralidad, Kant postulaba la libertad; el marxista,
por el contrario, declara: “Tú debes, luego tú no
puedes”; la acción de un hombre no le parece valiosa
a menos que este hombre haya contribuido a consti­
tuirla mediante un movimiento interior. Admitir la
posibilidad ontológica de una elección, es ya traicio­
nar la Causa. ¿Es decir, que la actitud revolucionaria
renuncia a ser de algún modo una actitud moral? Ello
sería lógico, puesto que hemos destacado, junto con
Hegel, que sólo en la medida en que la elección no
esté realizada de antemano puede constituirse como
elección moral. Pero aquí, una vez más, el pensa­
miento marxista vacila: se burla de las morales idea­
listas que no hacen mella en el mundo, pero sus bur­
las significan que no sabría encontrar una moral fue­
ra de la acción, no que la acción se rebaja al nivel de
un simple proceso natural; es bien evidente que la
empresa revolucionaria pretende tener un sentido
humano. La palabra de Lenin que dice, en substan­
cia: “llamo acción a toda acción útil al partido, in­
moral a toda acción que le es perjudicial”, es de do­
ble filo: por un lado rehúsa los valores perimidos,
pero ve también en la operación política una manifes­
tación total del hombre, en tanto que deber ser al
mismo tiempo que en tanto que ser. Lenin rehúsa
plantear abstractamente la moral, porque entiende
realizarla efectivamente. Y por todas partes, en los
discursos, los escritos, los actos de las marxistas, está
presente una idea moral. Es pues contradictorio re­
chazar con horror el momento de la elección, que es
precisamente el momento del pasaje del espíritu en la
25
naturaleza, el momento del perfeccionamient
creto del hombre y de la moralidad.
Sea como fuere, en lo que a nosotros se refiei
mos en la libertad. ¿Es cierto que esta creenci
conducirnos a la desesperación? ¿Es necesai
mitir esta curiosa paradoja: que desde el mi
en que un hombre se reconoce como libre, le es
hibido querer nada?
Nos parece por el contrario que es volviéi
hacia esta libertad como habremos de descul
principio de acción cuyo alcance será univer:
propio de toda moral considerar a la vida h
como una partida que uno puede ganar o pe:
enseñarle al hombre el modo de ganarla. Ahor
hemos visto que el designio original del hom
ambiguo: quiere ser, y en la medida en que c<
con esta voluntad, fracasa; todos los proyectos
cuales se actualiza este querer ser son condena
los fines circunscriptos por esos proyectos perm;
como espejismos. La trascendencia humana se
en vano en esas tentativas abortadas. Pero el b
se quiere también descubrimiento de ser, y si cc
con esta voluntad, gana, puesto que por su p
cia en el mundo, el mundo se hace presente. F
descubrimiento implica una tensión perpetua
mantener el ser a distancia, para arrancarse al i
y afirmarse como libertad; querer el descubrii
del mundo, quererse libre, es un solo e idéntico
miento. La libertad es la fuente de la que surg
das las significaciones y todos los valores; es 1;
dición original de toda justificación de la exist
el hombre que busca justificar su vida debe <

26
ante todo y en forma absoluta la libertad misma: al
mismo tiempo que ésta exige la realización de fines
concretos, de proyectos singulares, se exige univer­
salmente. No es un valor enteramente constituido que
se propondría desde fuera a mi adhesión abstracta,
sino que aparece (no en el plano de la facticidad, sino
en el plano moral), como causa de sí: es solicitada
necesariamente por los valores que plantea y a tra­
vés de los cuales se plantea: no puede fundamentar
un rechazo de sí misma, puesto que al rechazarse re­
husaría la posibilidad de toda fundamentación. Que­
rerse moral y quererse libre, es una sola e idéntica
decisión.
Parece entonces que se vuelve contra nosotros esa
noción de “desplazamiento” hegeliano en la cual nos
hemos apoyado en todo momento. No hay moral a
menos que la acción moral esté presente. Luego, Sar-
tre declara que todo hombre es libre, que no hay nin­
gún medio de no serlo; incluso cuando quiere escapar
a su destino, lo hace libremente. Esta presencia de
una libertad natural, por así decirlo, ¿no contradice
la noción de libertad moral? ¿Qué sentido pueden
preservar las palabras quererse libre, puesto que de
antemano somos libres? Es contradictorio plantear la
libertad como una conquista si es de antemano un don.
Esta objeción sólo tendría perspectivas si la liber­
tad fuese una cosa o una cualidad adherida natural­
mente a una cosa. En efecto, entonces o bien se la
poseería, o bien no se la poseería. Pero en verdad se
confunde con el movimiento mismo de esta realidad
ambigua que llamamos la existencia y que no es más
que haciéndose ser. En forma tal, que precisamente

27
es sólo debiendo ser conquistada como se da. Que­
rerse libre, es efectuar el paso de la naturaleza a la
moralidad, fundando una libertad auténtica sobre el
brote original de nuestra existencia.
Todo hombre es libre originalmente, en el sentido
de que se arroja espontáneamente en el mundo; pero si
la consideramos en su facticidad, esta espontaneidad
se nos aparece sólo como pura contingencia, una eclo­
sión tan estúpida como el clinamen del átomo epicú­
reo, que surgía en cualquier momento y en cualquier
dirección. Y sin embargo, era necesario que el átomo
llegase a alguna parte, pero su movimiento no se justi­
ficaba por ese resultado que no había sido elegido; se­
guía siendo, por lo tanto, absurdo. Así, la espontanei­
dad humana se proyecta siempre hacia algo; incluso
en los actos fallidos y en las crisis de nervios, el psico­
análisis descubre un sentido; pero para que ese sen­
tido justifique la trascendencia que lo devela, es ne­
cesario que sea él mismo fundado: no lo será si yo
mismo no elegí fundamentarlo. Ahora bien, yo puedo
eludir esa elección; hemos dicho que sería contradic­
torio quererse deliberadamente no libre, pero se pue­
de no quererse libre: en la pereza, el atolondramiento,
el capricho, la cobardía, la impaciencia, se disputa el
sentido del proyecto en el momento mismo en que se
lo define; entonces la espontaneidad del sujeto no es
más que una vana palpitación viviente, su movimiento
hacia el objeto, una huida, y él mismo, una ausencia.
Para convertir esta ausencia en presencia, mi huida
en voluntad, es necesario que asuma positivamente mi
proyecto; no se trata de replegarme en el movimiento
interior y por lo tanto abstracto de una espontanei­

28
dad dada, sino de adherir al movimiento concreto y
singular por el cual esta espontaneidad se definió
arrojándose hacia un fin; mediante este fin se plan­
tea cómo mi espontaneidad se confirma al reflexio­
nar sobre sí misma. Entonces, por un solo movimien­
to, mi voluntad, fundando el contenido del acto, se
legitima por él. Realizo como libertad mi evasión
hacia el otro luego que, planteando la presencia del
objeto, me coloco por ello frente a él como presencia.
Pero esta justificación exige una tensión constante:
nunca está realizada, es necesario que sin vacilar se
realice; mi proyecto jamás se ha fundado, mi pro­
yecto se funda. Para evitar la angustia de esta elec­
ción permanente, se puede intentar huir en el objeto
mismo, sumir en él su propia presencia; en la servi­
dumbre de lo formal, la espontaneidad original se
esfuerza en negarse; se esfuerza en vano y sin em­
bargo fracasa en realizarse como libertad moral.
Acabamos sólo de describir el aspecto subjetivo
y formal de esta libertad. Pero debemos también pre­
guntarnos si es mediante cualquier contenido como
podemos querernos libres. Es necesario destacar de
antemano que esta voluntad se desarrolla a través del
tiempo; a través del tiempo es como el fin se percibe
y como la libertad se confirma a sí misma, y esto su­
pone que se realiza como unidad a través de la parti­
ción del tiempo. No se escapa al absurdo del clinamen
sino escapando al absurdo del instante puro. Una
existencia no podría fundarse si se fundara instante
por instante en la nada; es por ello que ninguna cues­
tión moral se plantea al niño en tanto que es incapaz
de reconocerse en el pasado, de preverse en el porve-

29
nír. Sólo cuando los momentos de su vida comienzan
a organizarse en forma de conducta, es que puede de­
cidir y elegir. Concretamente, es mediante la pacien­
cia, el coraje, la fidelidad, como se confirma el valor
del fin elegido y, recíprocamente, como se manifiesta
la autenticidad de la elección. Si abandono detrás de
mí un acto que he cumplido, al caer en el pasado, éste
se convierte en cosa, no es más que un hecho estúpido
y opaco; para impedir esta metamorfosis, es necesario
que sin cesar lo retome y lo justifique en la unidad del
proyecto en el que estoy comprometido; fundar el
movimiento de mi trascendencia exige que nunca lo
deje recaer inútilmente sobre sí mismo, que lo pro­
longue indefinidamente. Así, no podría hoy querer
auténticamente un fin sin quererlo a través de toda
mi existencia entera, en tanto que futuro de este mo­
mento presente, en tanto que pasado sobrepasado
por los días que vendrán: querer, es comprometerse
a perseverar en mi voluntad. Ello no significa que no
haya de encarar ningún fin limitado: yo puedo de­
sear en forma absoluta y para siempre una revelación
de un instante; ello significa que el valor de este fin
provisorio será confirmado indefinidamente. Pero
esta confirmación viviente no habrá de ser sólo con­
templativa y verbal: es en acto como la misma se
opera; es necesario que el fin hacia el cual apunto se
me presente como punto de partida para una nueva
superación. Así se desarrolla felizmente, sin inmovi­
lizarse jamás como facticidad injustificada, una liber­
tad creadora. El creador se apoya sobre las creacio­
nes anteriores para crear la posibilidad de nuevas

30
creaciones; su proyecto actual abarca al pasado y
confiere a la libertad por venir una confianza que
nunca ha sido desmentida. A cada instante, revela
al ser con miras a una revelación ulterior; a cada ins­
tante su libertad se confirma mediante la creación
total.
Sin embargo, el hombre no crea el mundo; no con­
sigue develarlo sino en razón de las resistencias que
el mismo le opone. La voluntad sólo se define al sus­
citarse obstáculos, y por la contingencia de la facti-
cidad, ciertos obstáculos se dejan vencer, otros no.
Es lo que expresaba Descartes cuando decía que la
libertad del hombre es infinita, pero su poder limi­
tado. ¿Cómo puede conciliarse la presencia de esos
límites con la idea de una libertad confirmándose co­
mo unidad y movimiento indefinido?
Frente a un obstáculo imposible de franquear, el
empecinamiento es estúpido: si me obstino en dar pu­
ñetazos contra un muro inquebrantable, mi libertad
se agota en ese gesto inútil sin lograr darse un con­
tenido; se degrada en vana contingencia. Sin embar­
go, hay pocas virtudes más tristes que la resignación:
transforma en fantasmas, en ensueños contingentes,
los proyectos que se habían constituido previamente
como voluntad y como libertad. Un hombre joven ha
deseado una vida feliz, o útil, o gloriosa. Si el hom­
bre adulto en que se ha convertido contempla con in­
diferencia desilusionada esas tentativas abortadas de
su adolescencia, las tendremos fijadas para siempre
en el pasado muerto. Cuando un esfuerzo fracasa,
se declara con amargura que se ha perdido el tiem­
po, que se han desperdiciado las fuerzas; el fracaso
31
condena toda esa parte de nosotros mismos que ha­
bíamos comprometido en ese esfuerzo. Fue para es­
capar a ese dilema que los estoicos predicaron la indi­
ferencia. Podríamos en efecto afirmar nuestra liber­
tad contra toda restricción si consintiéramos en re­
nunciar a la singularidad de nuestros proyectos: si
una puerta rehúsa abrirse, aceptemos no abrirla, y nos
hallaremos libres. Pero con ello no se consigue sino
salvar una noción abstracta de la libertad, se la des­
poja de todo contenido y de toda verdad: el poder
del hombre cesa de ser limitado porque se anuía. La
singularidad del proyecto es lo que determina la limi­
tación del poder; pero es también lo que otorga al
proyecto su contenido y lo que le permite fundarse.
Hay personas a las cuales la idea del fracaso les ins­
pira tal horror que se abstienen de querer algo para
siempre; pero nadie soñaría con considerar esta som­
bría pasividad como un triunfo de la libertad.
En realidad, para que mi libertad no corra el ries­
go de morir contra el obstáculo que ha suscitado su
mismo compromiso, para que pueda aún a través del
fracaso proseguir su movimiento, es necesario que,
dándose un contenido singular, apunte mediante él
a un fin que no sea una cosa determinada, sino pre­
cisamente el libre movimiento de la existencia. La opi­
nión pública no es en esto mal juez, cuando admira a
un hombre que sabe, en caso de ruina, de accidente,
recuperarse, es decir, renovar su compromiso con el
mundo, afirmando con altura la independencia de la
libertad en relación con la cosa. Así, cuando Van
Gogh enfermo acepta serenamente la perspectiva de
un porvenir en el que ya no podrá pintar, no existe

32
en ello estéril resignación. La pintura constituía para
él un modo de vida personal y de comunicación con
los demás que podría, tomando otra forma, perpetuar­
se hasta en un asilo. En un renunciamiento similar, el
pasado se encontrará integrado y la libertad confir­
mada. Será vivido a la vez en el desgarramiento y en
la alegría: en el desgarramiento, porque el proyecto
se despoja entonces de su carácter singular, sacri­
fica su carne y su sangre; en la alegría, porque en el
momento en que la tensión afloja, uno se encuentra
con las manos libres y prestas a tenderse hacia un nue­
vo porvenir. Pero esta superación es concebible si el
contenido no es encarado como obstruyendo el por­
venir, sino, por el contrario, diseñando en él posibi­
lidades nuevas. Ello nos lleva por caminos diferentes
a los que habíamos señalado: mi libertad no debe tra­
tar de captar el ser, sino de develarlo. Este devela-
miento es el pasaje del ser a la existencia. La finali­
dad perseguida por mi libertad es conquistar la exis­
tencia por medio de la existencia siempre frustrada
del ser.
Sin embargo, este bienestar sólo es posible si, a des­
pecho de los obstáculos y los fracasos, un hombre con­
serva la disposición de su porvenir, si la situación le
abre todavía posibilidades. En el caso en el cual su
trascendencia es separada de sus fines, en que no tie­
ne ninguna posibilidad de captación sobre los objetos
que podrían darle un contenido valedero, su esponta­
neidad se disipa sin fundamentar nada. Entonces le
está prohibido justificar positivamente su existencia,
y experimenta la contingencia con desolador disgusto.
No existe manera más odiosa de castigar a un hom-
33
bre que obligarlo a realizar actos a los cuales rehúsa
otorgar sentido: como cuando le hacemos vaciar y
llenar indefinidamente una fosa, cuando se hace dar
vueltas en círculos a los soldados castigados, o cuan­
do forzamos a un escolar a copiar renglones. Las re­
vueltas que estallaron en Italia en el mes de setiem­
bre último se debieron a que se obligaba a los huel­
guistas a romper piedras que no servían para nada.
Se sabe también que ese fue el vicio que arruinó en
1848 a los Talleres Nacionales. Esta mistificación del
esfuerzo inútil es más intolerable que la fatiga. El en­
cierro de por vida es la más horrible de las penas,
puesto que conserva a la existencia en su pura facti-
cidad pero le impide toda legitimación. Una libertad
no puede quererse más que queriéndose como movi­
miento indefinido; debe rehusar en forma absoluta los
impedimentos que detienen su impulso hacia sí misma.
¡Este rechazo adquiere un carácter positivo cuando el
impedimento es natural: se rechaza a la enfermedad
curándose; pero reviste el carácter negativo de la re­
belión cuando el opresor es una libertad humana. No
se podría negar al ser: el en-sí es, y sobre este ser
pleno, esta positividad pura, la negación no tiene asi­
dero. No escapamos a esta plenitud: una casa des­
truida es una ruina, una cadena rota es chatarra; no
alcanzamos más que la significación, y a través de
ella, al para-sí que proyecta. El para-sí lleva la nada
en su corazón y puede ser aniquilado ya sea por el
surgir mismo de su existencia, o a través del mundo
en el cual se existe: la prisión es negada como tal
cuando el prisionero escapa de ella. Pero la rebelión,
en tanto que puro movimiento negativo, permanece
34
abstracta. No se perfecciona como libertad sino retor­
nando a lo positivo, es decir, dándose un contenido
por medio de una acción: evasión, lucha política, revo­
lución. Entonces la trascendencia humana refirma con
la destrucción de la situación dada, todo el porvenir
que surgirá de su victoria: renueva su relación inde­
finida consigo misma. Existen situaciones límites en
las que este retorno a lo positivo es imposible, en las
cuales el porvenir está definitivamente suprimido. En­
tonces la rebelión no puede verificarse más que me­
diante el rechazo definitivo de la situación impuesta:
por medio del suicidio.
Vemos así que, por una parte, la libertad puede sal­
varse siempre, puesto que se realiza como develamien-
to de la existencia a través de los mismos fracasos, y
puede incluso confirmarse por medio de una muerte
elegida libremente. Pero por otra parte, las situacio­
nes que devela a través de su proyecto hacia sí mis­
ma no aparecen como equivalentes: plantea como pri­
vilegiadas las que le permiten realizarse como movi­
miento indefinido. Es decir, que quiere superar todo
aquello que limite su poder, y este poder, sin embar­
go, es siempre limitado. Así, del mismo modo como
la vida se confunde siempre con el querer-vivir, la li­
bertad se presenta siempre como movimiento de libe­
ración. Sólo prolongándose a través de la libertad de
los otros alcanza a superar la muerte y a realizar­
se como unidad indefinida: veremos más adelante los
problemas que plantea tal relación. Nos basta por
ahora haber establecido que las palabras “quererse
libre” tienen un sentido positivo y concreto. Si el hom­
bre quiere salvar su existencia, lo que solo él puede

35
lograr, es necesario que su espontaneidad original se
eleve a la altura de una libertad moral, tomándose a
sí misma como fin a través del develamiento de un
contenido singular.
Pero de inmediato se plantea un nuevo interrogan­
te. Si hay para el hombre una manera y sólo una de
salvar su existencia, ¿cómo es posible que no pueda,
de todos modos, alcanzarla? ¿Cómo es posible que
exista en ello mala voluntad? Este problema lo en­
contramos en todas las morales, puesto que precisa­
mente la posibilidad de la existencia de una voluntad
pervertida es lo que da un sentido a la idea de virtud.
Conocemos la respuesta de Sócrates, de Platón, de
Spinoza: “Nadie es malo voluntariamente”. Y si el
Bien es un trascendente más o menos extraño al hom­
bre, se concibe que la falta pueda explicarse por error.
Pero si se admite que el mundo moral es el mundo
querido auténticamente por el hombre, toda posibi­
lidad de error queda abolida. Asimismo, en la moral
kantiana, que está en los orígenes de todas las mora­
les de la autonomía, es muy difícil dar cuenta de la
existencia de una mala voluntad. En virtud de que la
elección que el sujeto hace de su carácter ha sido efec­
tuada en el mundo inteligible por una voluntad pura­
mente racional, no se comprende cómo ésta podría re­
husar expresamente la ley que se da a sí misma. Pero
ello se debe a que el kantismo definía al hombre como
pura positividad, y no le reconocía, por tanto, otra
posibilidad más que la coincidencia consigo mismo.
Nosotros también definimos a la moralidad mediante
esta adhesión consigo mismo, y por ello decimos que
el hombre no puede optar positivamente entre la ne­

36
gación y la asunción de su libertad, puesto que, des­
de el momento en que opta, asume. No puede querer
positivamente no ser libre, puesto que una libertad así
se destruiría a sí misma. Solo que, a diferencia de
Kant, el hombre no se nos presenta esencialmente co­
mo una voluntad positiva: por el contrario, se define
ante todo como negatividad. Está de antemano a dis­
tancia de sí, no puede coincidir consigo sino aceptan­
do no reencontrarse con su propio ser. Existe en el
interior de sí mismo un juego perpetuo de lo nega­
tivo; y por ahí se escapa, se escapa de su libertad. Y
precisamente porque es posible aquí la existencia de
una mala voluntad, las palabras “quererse libre” tie­
nen un sentido. No solo afirmamos entonces que la
doctrina existencialista permite la elaboración de una
moral, sino que nos parece incluso que es la única fi­
losofía en la que una moral pueda tener su lugar.
Puesto que en una metafísica de la trascendencia, en
el sentido clásico de la palabra, el mal se reduce al
error, y en las filosofías humanistas, es imposible dar
cuenta de ella, puesto que el hombre ha sido defini­
do como pleno en un mundo pleno. Solo el existencia-
lismo, como las religiones, concede una parte real al
mal y es quizá por ello que se lo juzga tan mal: a los
hombres no les agrada sentirse en peligro. No obs­
tante, porque existe un peligro verdadero, fracasos
verdaderos, una verdadera condenación terrestre, las
palabras victoria, sabiduría o alegría tienen un senti­
do. Nada está decidido de antemano, y ello porque
el hombre tiene algo que perder, y puede perder, pero
puede también ganar.
Es, por lo tanto, propio de la misma condición hu-

37
mana, poder dejar de cumplir con esta condición. Para
cumplirla, le es necesario asumirse en tanto que ser
que “se hace carencia de ser a fin de obtener el ser”.
Pero el juego de la mala fe permite detenerse no im­
porta en qué momento: uno puede vacilar en hacerse
carencia de ser, retroceder delante de la existencia; o
bien puede afirmarse engañosamente como ser, o afir­
marse como nada. Uno puede no realizar su libertad
más que como independencia abstracta o, por el con­
trario, rechazar con desesperación la distancia que lo
separa del ser. Todos los errores son posibles, puesto
que el hombre es negatividad, y ellos son motivados
por la angustia que experimenta delante de su liber­
tad. Concretamente, los hombres se deslizan con in­
coherencia de una actitud a la otra. Nos limitaremos
a describir bajo una forma abstracta las que acaba­
mos de indicar.

38
2
La desgracia del hombre, ha dicho Descartes, pro­
viene de que primero fue un niño. Y en efecto, esas
elecciones desafortunadas que hacen la mayor parte
de los hombres sólo pueden explicarse por el hecho de
que se han operado a partir de la infancia. Lo que ca­
racteriza la situación del niño es que se encuentra
arrojado en un universo que no ha contribuido a cons­
tituir, que ha sido formado sin él y que se le aparece
como un absoluto al cual no puede someterse. A sus
ojos, las invenciones humanas: las palabras, las cos­
tumbres, los valores, son hechos dados, ineluctables
como el cielo y los árboles. Es decir, que el mundo
en que vive es el mundo de lo formal, puesto que es
propio del espíritu formal considerar los valores co­
mo cosas dadas. Y ello no significa que el niño mismo
sea formal. Por el contrario, le está permitido jugar,
derrochar libremente su existencia. En su círculo in­
fantil, experimenta que puede perseguir con pasión,
y alcanzar con alegría, las finalidades que se propuso
a sí mismo. Pero si lleva a cabo esta experiencia tan
tranquilamente, es precisamente porque el dominio
39
abierto a su subjetividad parece a sus propios ojos
insignificante, pueril, y se siente en él dichosamente
irresponsable. El mundo verdadero es el de los adul­
tos, en el que no le está permitido más que respetar y
obedecer. Víctima ingenua del espejismo del para-
otro, cree en el ser de sus padres, de sus profesores:
los toma por las divinidades que estos tratan en vano
de ser, y de las cuales se complacen en adoptar la
apariencia delante de sus ojos ingenuos. Las recom­
pensas, los castigos, los premios, las palabras de elo­
gio o de censura le insuflan la convicción de que existe
un bien, un mal, fines en sí mismos, como existen un
sol o una luna. En este universo de cosas definidas y
plenas, cree ser, él también, de modo definido y pleno:
es un buen muchacho o un mal sujeto, y se complace en
ello, si algo en su interior desmiente esta convicción,
disimula esta tara. Se consuela con una inconsisten­
cia que atribuye a su juventud orientada hacia el por­
venir: más tarde, también él se volverá una gran esta­
tua imponente; mientras llega el momento, juega a
ser: a ser un santo, un héroe, un vagabundo. Se siente
parecido a esos modelos que sus libros describen para
él en trazos gruesos, en imágenes sin equívocos: ex­
plorador, bandido, hermana de caridad. El juego de
lo formal adquiere tal importancia en la vida de un
niño que él mismo, efectivamente, se vuelve formal:
conocemos esos niños que son caricaturas de hom­
bres. E incluso cuando la alegría de existir es la más
fuerte, cuando el niño se abandona a ella, se siente
protegido contra el riesgo de la existencia por ese "te­
cho” que las generaciones humanas han edificado so­
bre su cabeza. Y es por ello que la condición del niño

40
es metafísicamente privilegiada (aún cuando pueda
ser en otros aspectos desgraciada). El niño escapa
normalmente a la angustia de la libertad. Puede ser,
a su gusto, indócil, perezoso, sus caprichos y sus fal­
tas le conciernen sólo a él, no pesan sobre la tierra. No
podrían alterar el orden sereno de un mundo que exis­
tía antes que él, sin él, y donde se siente seguro pre­
cisamente en virtud de su insignificancia. Puede hacer
impunemente todo aquello que le place, sabe que na­
da sucederá nunca por su culpa, que todo está dado
ya, que sus actos no comprometen a nadie, ni siquiera
a él mismo.
Existen seres cuya vida entera se desliza en un mun­
do infantil, porque mantenidos en un estado de ser­
vidumbre o de ignorancia, no poseen ningún medio
de romper ese “techo” edificado sobre sus cabezas.
Como los mismos niños, pueden ejercitar su libertad,
pero sólo en el seno de ese universo constituido antes
que ellos, sin ellos. Tal el caso, por ejemplo, de los es­
clavos, que no han sido elevados aún a la conciencia
de su esclavitud. No es entonces erróneamente que
los plantadores del Sur consideraban como “niños
grandes” a los negros que sufrían dócilmente su pa-
ternalismo. En la medida en que respetaban el mundo
de los blancos, la situación de los esclavos negros era
una situación infantil. En muchas civilizaciones, esta
situación es también la de las mujeres, que sólo pueden
sufrir las leyes, los dioses, las costumbres, las verda­
des, creadas por los hombres. Incluso hoy, en los paí­
ses de Occidente, existen todavía muchas mujeres
que no han hecho por medio del trabajo el aprendizaje
de su libertad, que se cobijan bajo la sombra de los
41
hombres: adoptan sin discusión las opiniones y valo­
res reconocidos por su marido o amante, lo cual les
permite desarrollar cualidades infantiles prohibidas
a los adultos, puesto que se apoyan en un sentimien­
to de irresponsabilidad. Si lo que se denomina la futi­
lidad de las mujeres tiene a menudo tanto encanto y
gracia, si por momentos posee incluso un carácter de
emocionante autenticidad, se debe a que, al igual que
los juegos infantiles, manifiestan un gusto gratuito y
puro de la existencia, a que carece totalmente de for­
malidad. Lo malo es que, en muchos casos, esta des­
preocupación, esta alegría, esas encantadores inven­
ciones, implican una profunda complicidad con el mun­
do de los hombres que parecen impugnar de modo tan
gracioso, y es con equivocado asombro que vemos,
cuando el edificio que las abriga parece peligrar, a
estas mujeres sensibles, ingenuas, ligeras, mostrarse
más ásperas, más duras, incluso más furiosas o más
crueles que sus maestros. Entonces se descubre cuál
es la diferencia que las distingue de un niño verdadero.
Al niño su situación le es impuesta, en tanto que la
mujer (entiendo la mujer occidental de la actualidad)
la elige, o por lo menos, la consiente. La ignorancia, el
error, son hechos tan ineluctables como los muros de
una prisión. El esclavo negro del siglo xviii, la musul­
mana encerrada dentro de un harem, no poseen nin­
gún instrumento que les permita atacar, aunque solo
fuese con el pensamiento, la sorpresa o la cólera, la
civilización que los oprime. Su conducta no se define
y no sabría juzgarse sino en el seno de lo dado, e in­
cluso puede suceder que en su condición, limitada co­
mo toda situación humana, realicen una perfecta afir-
42
mación de su libertad. Pero desde el momento en que
una liberación se presenta como posible, no explotar
esta posibilidad constituye una dimisión de la liber­
tad, dimisión que implica mala fe y que constituye una
falta positiva.
En realidad es muy raro que el mundo infantil se
mantenga más allá de la adolescencia. Desde la infan­
cia se revelan ya ciertas fallas. En la sorpresa, en la
rebelión, en la irrespetuosidad, poco a poco, el niño
se interroga: ¿por qué es necesario obrar así?, ¿de qué
sirve? y si actuase de otro modo, ¿qué sucedería? Des­
cubre su subjetividad, descubre la de los otros. Y una
vez que alcanza la edad de la adolescencia, todo su
universo vacila porque percibe las contradicciones que
enfrentan unos contra otros a los adultos, y también
sus vacilaciones, sus debilidades. Los hombres dejan
de aparecérsele como dioses, y al mismo tiempo, el
adolescente descubre el carácter humano de las reali­
dades que lo rodean: el lenguaje, las costumbres, la
moral, los valores, tienen su origen en esas inciertas
criaturas. Ha llegado el momento en que también él
va a ser llamado a participar en su operación; sus ac­
tos pesan sobre la tierra tanto como los de los otros
hombres, de ahora en más le será necesario elegir y
decidir. Se comprende que le dé pena vivir este mo­
mento de su historia, y en ello reside sin duda la causa
más profunda de la crisis de la adolescencia: en que
el individuo debe por fin asumir su subjetividad. En
cierto sentido, el derrumbamiento del mundo formal
constituye una liberación. Irresponsable, el niño se
sentía también sin defensa enfrentado con las oscuras
potencias que dirigían el curso de las cosas. Pero
43
cualquiera que sea la alegría de esta liberación, es con
un gran desgarramiento que el adolescente se encuen­
tra arrojado en un mundo que no está ya todo hecho,
sino que es necesario hacer, enfrentado con una liber­
tad que ya nada traba, desamparado, injustificado.
Frente a esta nueva situación, ¿qué ha de hacer? Es
entonces cuando se decide. Si la historia que podría­
mos llamar natural de un individuo: su sensualidad,
sus complejos afectivos, etc., dependen sobre todo de
su infancia, la adolescencia aparece como el momento
de la elección moral: es entonces cuando la libertad
se revela y cuando es necesario decidir una actitud
frente a ella. Sin duda, esta decisión puede ser siem­
pre controvertida, pero de hecho las conversiones
son difíciles, puesto que el mundo nos devuelve el re­
flejo de una elección que se confirma a través de ese
mundo que se ha conformado. De este modo se anuda
un círculo cada vez más riguroso, del cual se hace
cada vez más improbable escapar. La desgracia que le
sobreviene al hombre como consecuencia de haber
sido un niño, reside entonces en que su libertad le ha
sido enmascarada de antemano y en que conservará
durante toda su vida la nostalgia de un tiempo en que
ignoraba sus exigencias.
Esta desgracia tiene todavía otro aspecto. La elec­
ción moral es libre, y por lo tanto imprevisible. El niño
no contiene a ese hombre en el cual se convertirá. Sin
embargo, un hombre decide lo que va a ser siempre
a partir de lo que ha sido: en el carácter que se ha da­
do, en el universo que le es correlativo, apoya las mo­
tivaciones de su actitud moral. Por lo tanto ese carác­
ter, ese universo, han sido constituidos poco a poco

44
por el niño sin prever su desarrollo. Él ignoraba el
rostro inquietante de esta libertad que ejercía con atur­
dimiento, se abandonaba con tranquilidad a caprichos,
risas, lágrimas, cóleras, que le parecían sin mañana y
sin peligro y que sin embargo dejaban en torno de sí
huellas indelebles. El drama de la elección original
reside en que se opera instante tras instante durante
la vida entera, en que se opera sin razón, por en­
cima de toda razón, en que la libertad no está presente
en ella sino bajo la figura de la contingencia. Esta
contingencia no deja de recordar lo arbitrario de la
gracia acordada por Dios a los hombres, según la doc­
trina de Calvino. Aquí existe también una especie de
predestinación proveniente no de una tiranía exterior,
sino de la operación misma del sujeto. Pensamos que
el hombre tiene siempre un recurso; no hay elección
tan desdichada que no le permita ser salvado.
En este momento de la justificación —momento que
se extiende a través de toda su vida adulta— es cuan­
do la actitud del hombre se sitúa en un plano moral.
La espontaneidad contingente no podría ser juzgada
en nombre de la libertad. Sin embargo, un niño suscita
simpatía o antipatía. Todo hombre se arroja en el mun­
do haciéndose carencia de ser, con ello contribuye a
revestirlo de significación humana, lo devela. E in­
cluso el más desheredado experimenta por momentos
en ese movimiento la alegría de existir: manifiesta en­
tonces la existencia como una felicidad, y al mundo
como fuente de alegría. Pero pertenece a cada uno
hacerse carencia de aspectos más o menos diversos,
profundos y ricos del ser. Eso que se denomina vita­
lidad, sensibilidad, inteligencia, no son cualidades da­

45
das, sino una manera de arrojarse en el mundo y de
develar el ser. Sin duda cada uno se arroja a partir
de sus posibilidades fisiológicas, pero el cuerpo mismo
no es un hecho grosero, sino que expresa nuestra re­
lación con el mundo, y por ello es objeto de simpatía
o de repulsión. Por otra parte, no determina ninguna
conducta: no hay vitalidad sino por medio de una li­
bre generosidad, la inteligencia supone la buena vo­
luntad, e inversamente un hombre no es nunca estú­
pido si adapta su lenguaje y su conducta a sus capa­
cidades, y la sensibilidad no es otra cosa que la pre­
sencia atenta al mundo y a uno mismo. El valor de es­
tas cualidades espontáneas proviene de que hacen
aperecer en el mundo finalidades, significaciones.
Descubren razones para existir, nos confirman en
el orgullo y la alegría de nuestro destino de hombres.
En la medida en que subsisten en un individuo, y aún
cuando éste se haya vuelto odioso por el sentido que
ha dado a su vida, suscitan aún la simpatía: oí comen­
tar que en el proceso de Nüremberg, Goering ejercía
sobre sus jueces cierta seducción, a causa de la vita­
lidad que de él emanaba.
Si se trata de establecer entre los hombres una es­
pecie de jerarquía, se pondrá en el grado más bajo de
la escala a aquellos desprovistos de todo valor vital:
los tibios de los cuales habla el Evangelio. Existir, es
hacerse carencia de ser, es arrojarse en el mundo: po­
dría considerarse como sub-hombres a quienes se em­
plean en retener este movimiento original. Tienen ojos
y orejas, pero se hacen desde la infancia ciegos y sor­
dos: sin amor, sin deseos. Esta apatía manifiesta un
temor fundamental delante de la existencia, frente a

46
los riesgos y la tensión que ésta implica. El sub-hom-
bre rechaza esta “pasión” que es su condición de hom­
bre, el desgarramiento y el fracaso de este impulso
hacia el ser que nunca alcanza su objetivo, pero re­
chaza con ello a la existencia misma. Tal elección se
confirma bien pronto. Del mismo modo como un mal
pintor pinta con un solo movimiento cuadros malos y
se siente satisfecho, mientras que el artista encuentra
pronto en una obra de valor la exigencia de una obra
más elevada, así, la pobreza primitiva de su proyecto,
dispensa al sub-hombre de tratar de legitimarlo: no
descubre a su alrededor más que un mundo débil e in­
significante; ¿cómo podría este mundo despojado sus­
citar en él un deseo de sentir, de comprender, de vivir?
Cuanto menos existe, menos razones para existir hay
para él, puesto que éstas razones no se crean sino
existiendo.
Existe, sin embargo, desde el momento en que se
trasciende, indica ciertas finalidades, circunscribe
ciertos valores. Pero bien pronto borra estas sombras
inciertas, todas sus conductas tienden hacia una anu­
lación de sus fines, reduce a la nada el sentido de su
superación por la incoherencia de sus proyectos, sus
caprichos desordenados o su indiferencia. Sus actos
no son nunca elecciones positivas: solamente huidas.
No puede impedirse ser presencia en el mundo, pero
mantiene esta presencia en el plano de la facticidad
desnuda.
Sin embargo, si se le permitiese a un hombre ser
sólo un hecho bruto, se confundiría con los árboles y
con los guijarros, que no saben que existen. Conside­
raríamos con indiferencia esas vidas opacas y tran-
47
quilas. Pero el sub-hombre suscita el desprecio: es
decir, lo consideramos responsable de sí mismo desde
el momento en que le reprochamos no quererse, y en
efecto, ningún hombre es algo dado, sufrido pasiva-
mente. El rechazo de la existencia es todavía una ma­
nera de existir, y nadie puede conocer, viviente, la paz
de la tumba. En ello reside el fracaso del sub-hombre.
Quisiera olvidarse, ignorarse, estar ausente del mun­
do y de sí mismo, pero la nada que reside en el cora­
zón del hombre, es también la conciencia que tiene
de sí mismo. Su negatividad se revela positivamente
como angustia, deseo, apelación, desgarramiento, pe­
ro el sub-hombre elude este auténtico retorno a lo po­
sitivo. Del mismo modo que de comprometerse en un
proyecto, tiene miedo de una disponibilidad que lo
dejaría en peligro delante del futuro, en medio de sus
posibilidades. Por lo tanto, se ve obligado a refugiarse
en los valores siempre disponibles del mundo formal.
Proclamará ciertas opiniones, se cobijará detrás de
una etiqueta. Y para ocultar su indiferencia, se aban­
donará voluntariamente a violencias verbales e incluso
a arrebatos físicos. Monárquico ayer, anarquista hoy,
es de buen grado antisemita, anticlerical, antirepubli­
cano. Así, aún cuando lo hayamos definido como re­
chazo y huida, el sub-hombre no es un ser inofensivo:
se realiza en el mundo como una fuerza ciega, incon­
trolada, que cualquiera puede captar. En los lincha­
mientos, en los progroms, en todos los grandes movi­
mientos sangrientos y sin riesgos que organiza el fa­
natismo de lo formal y de la pasión, la mano de obra
se recluta entre los sub-hombres. Por ello todo hombre
que se quiere libre en el seno de un mundo humano

48
construido por hombres libres, experimentará tanto
disgusto por los sub-hombres. La moral es el triunfo
de la libertad sobre la facticidad. Y el sub-hombre no
realiza sinoda facticidad de su existencia. En lugar
de agrandar el reino humano, opone a los proyectos de
los otros hombres su resistencia inerte. En el mundo
que devela tal existencia, ningún proyecto tiene sen­
tido, el hombre es definido como una fuga salvaje. El
mundo a su alrededor es incoherente y desnudo. Nada
sucede jamás, nada merece un deseo o un esfuerzo. A
través de un mundo desprovisto de sentido, el sub­
hombre se encamina hacia una muerte que no hace si­
no confirmar su prolongada negación de sí mismo.
En esta experiencia, sólo se revela la absurda factici­
dad de una existencia que permanece por siempre in-
justicada, puesto que no supo justificarse.
Es en el hastío donde el sub-hombre experimenta el
desierto del mundo. Y el carácter extranjero de un
universo con el cual no ha creado ningún lazo, susci­
ta también en él cierto temor. Aplastado por los acon­
tecimientos presentes, se extravía delante de las ti­
nieblas del porvenir que agitan estremecedores espec­
tros: la guerra, la enfermedad, la revolución, el fa-
cismo, el bolchevismo. Estos peligros son tanto más
temibles en razón de ser indistintos. El sub-hombre
no sabe demasiado lo que tiene que perder, puesto que
nada posee, pero incluso esta incertidumbre refuerza
su terror: lo que teme, de hecho, es que el choque con
lo imprevisto lo lleve a la angustiante conciencia de
sí mismo.
Así, por fundamental que sea el temor de un hom­
bre delante de la existencia, aún cuando haya elegido
49
desde su edad más temprana negar su presencia en el
mundo, no podría impedir el hecho de que existe, ni
podría borrar la evidencia angustiante de su libertad.
Es por ello que, según acabamos de verlo, a fin de
librarse de su libertad, es conducido a comprometerla
positivamente. La actitud del sub-hombre es similar,
lógicamente, a la del hombre formal: se esfuerza por
asumir su libertad en el contenido que este acepta de
la sociedad, se pierde en el objeto a fin de aniquilar su
subjetividad. Esta actitud ha sido descripta tan a me­
nudo que no será necesario considerarla en extenso.
Hegel le ha consagrado páginas irónicas en la Feno­
menología del Espíritu. Ha demostrado que el hom­
bre formal se planteaba como inesencial frente al ob­
jeto, considerado como esencial. Se dejó abolir en pro­
vecho de la Cosa que, santificada por el respeto, apa­
rece bajo la forma de Causa: ciencia, filosofía, revo­
lución, etc. Pero, en verdad, esta astucia fracasa, pues­
to que la Causa no podría salvar al individuo en tanto
que existencia concreta y separada. Después de He­
gel, Kierkegaard y Nietzsche también se burlaron de
la engañosa torpeza del espíritu formal. E l ser y la
nada es, en gran parte, una descripción del hombre
formal y de su universo. El hombre formal se desem­
baraza de su libertad pretendiendo subordinarla a
valores que serían incondicionados. Imagina que el
acceso a esos valores lo valoriza a sí mismo de una
manera permanente: “derechos” en ristre, se realiza
como un ser escapando al desgarramiento de la exis­
tencia. Lo formal no se define por la naturaleza de los
fines perseguidos: una frívola elegante puede poseer
el espíritu formal al igual que un ingeniero. Existe lo

50
formal desde el momento en que se reniega de la li­
bertad en provecho de fines que se pretenden abso­
lutos.
En razón de ser todo eso bien conocido, quisiéra­
mos tan sólo proponer algunos reparos. Se comprende
con facilidad por qué de todas las actitudes inautén­
ticas ésta es la más expandida: porque todo hombre
ha sido anteriormente un niño; luego de haber vivido
bajo la mirada de los dioses, de haberse prometido a
si mismo la divinidad, no se acepta de buen grado ha­
cerse en la inquietud y la duda simplemente un hom­
bre. ¿Qué hacer? ¿En qué creer? A menudo, el adoles­
cente que no ha rechazado de antemano, como el sub­
hombre, la existencia, se espanta, sin embargo, ante la
idea de hallar respuesta a estas preguntas. Luego de
una crisis más o menos prolongada, se vuelve hacia el
mundo de sus padres o de sus maestros, o bien adhiere
a valores nuevos, pero que le parecen igualmente se­
guros. En lugar de asumir una afectividad que le arro­
jaría peligrosamente delante de sí, la rechaza. La li­
quidación bajo una forma clásica: tranferencia, su­
blimación, es un pasaje de lo afectivo a lo formal bajo
la propicia sombra de la mala fe. Lo que importa al
hombre formal no es tanto la naturaleza del objeto
que prefiere a sí mismo, sino el hecho de poder perder­
se en él. Aunque el movimiento hacia el objeto sea en
verdad, por su carácter arbitrario, la afirmación más
radical de la subjetividad: creer por creer, querer por
querer; es, desgarrando la trascendencia de su fin,
realizar su libertad bajo la forma vacía y absurda de
libertad de indiferencia.
La mala fe del hombre formal proviene de que está

51
obligado sin cesar a renovar el renunciamiento de esta
libertad. Eligió vivir en un mundo infantil; pero en el
niño, los valores están realmente dados; el hombre
formal debe disfrazar el movimiento por el cual se los
da, como la mitómana que pretende olvidar, al leer una
carta de amor, que es ella misma quien se la ha en­
viado. Hemos indicado ya que, en el universo de lo
formal, ciertos adultos pueden vivir de buena fe: aque­
llos a quienes se ha rehusado todo instrumento de
evasión, a quienes se esclaviza o se engaña. Cuanto
menos le permiten a un individuo las circunstancias
económicas y sociales actuar sobre el mundo, más ese
mundo se le presenta como dado. Es el caso de esas
mujeres que heredan una larga tradición de sojuzga-
miento, y de quienes llamamos los humildes. Hay a
menudo mucho de pereza y de timidez en su resigna­
ción, su buena fe no es absoluta. Pero en la medida
en que existe, su libertad permanece disponible, no se
reniega. Ellos pueden, en su condición de individuos
ignorantes, impotentes, considerar la verdad de su
existencia y elevarse a una vida propiamente moral.
Sucede incluso que vuelven además la libertad así con­
quistada contra el objeto merecedor de su respeto. Así
en Casa de muñecas, la ingenuidad infantil de la he­
roína la conduce a una rebelión contra el engaño de
lo formal. Por el contrario, el hombre que tiene los ins­
trumentos necesarios para evadirse de este engaño y
no quiere utilizarlos, consume su libertad al rehusarla.
Se hace a sí mismo formal, disimula su subjetividad
bajo la armadura de los derechos que emanan del uni­
verso ético por él reconocido. No es un hombre, sino

52
I un padre, un jefe, un miembro de la Iglesia Cristiana
o del Partido comunista.
Si uno reniega de la tensión subjetiva de la liber­
tad, se prohibe, evidentemente, querer en forma uni­
versal la libertad en un movimiento indefinido. Desde
el momento en que rehúsa reconocer que constituye
libremente el valor del fin que se plantea, el hombre
formal se hace esclavo de este fin. Olvida que toda
meta es al mismo tiempo un punto de partida y que la
libertad humana es el fin último, único, al cual debe el
hombre destinarse. Concede un sentido absoluto a
este epíteto único que, en verdad, no tiene mayor sen­
tido, si se lo considera aisladamente, que las palabras,
alto, bajo, derecha, izquierda. No designa más que
una relación y reclama un complemento: útil a esto o
aquello. El complemento mismo debe ser puesto en
tela de juicio y, como veremos más adelante, es en­
tonces cuando se plantea todo el problema de la ac­
ción. Pero el hombre formal no pone nada en tela de
juicio. Para el militar, el ejército es útil. Para el ad­
ministrador colonial, la carretera. Para el revolucio­
nario formal, la revolución. Ejército, carretera, revo­
lución, productos convertidos en ídolos inhumanos a
los cuales no se vacilará en sacrificar al hombre mis­
mo. Por ello, el hombre formal es peligroso: es natural
que se convierta en tirano. Desconociendo de mala
fe la subjetividad de su elección, pretende que a tra­
vés de ella se afirme el valor incondicional del objeto.
Y con un mismo movimiento, desconoce también el
valor de la subjetividad y de la libertad de los otros,
ya que al sacrificarlos a la cosa, se persuade de que
lo que sacrifica no es nada. El administrador colonial
53
que ha elevado a la carretera a la altura de un ídolo,
no tendrá escrúpulos en asegurar su construcción al
precio de un gran número de vidas indígenas. Ya que,
¿qué valor tiene una vida indígena, ineficaz para cons­
truir carreteras, inepta o perezosa? Lo formal conduce
a un fanatismo tan reprobable como el fanatismo de la
pasión. Es el fanatismo de la Inquisición que no va­
cila en imponer su credo, es decir, un movimiento in­
terior, mediante presiones exteriores. Es el fanatismo
de los Vigilantes de América, que defienden la mora­
lidad por medio de linchamientos. Es el fanatismo po­
lítico que vacía a la política de todo contenido humano
e impone al Estado, no para los individuos, sino con­
tra ellos.
Para justificar lo que estas conductas tienen de
contradictorio, de absurdo, de escandaloso, el hombre
formal se refugia de buen grado en una réplica de lo
formal, pero es a la formalidad de los otros que re­
plica, no a la suya propia. Así, el administrador colo­
nial no ignora el juego de la ironía: pone en tela de
juicio la felicidad, el confort, la vida misma del indí-
gina, pero reverencia la Carretera, la Economía, el
Imperio Francés, se reverencia incluso a sí mismo co­
mo servidor de tales divinidades. Casi todos los hom­
bres formales cultivan una provechosa ligereza. Co­
nocemos bien la alegría de buena ley de los católicos,
el “sentido del humor” de los fascistas. Existen tam­
bién quienes no experimentan la necesidad de tal ar­
ma, enmascaran la incoherencia de su elección por
medio de la huida. Desde el momento en que el Idolo
no le concierne más, el hombre formal se desliza hacia
la actitud del sub-hombre. Se contiene de existir, por-

54
que no es capaz de existir sin garantía, Proust desta­
caba con sorpresa que un gran médico, un gran pro­
fesor, se muestra a menudo, fuera de su especialidad,
desprovisto de sensibilidad, de inteligencia, de hu­
manidad. Es que al haber abdicado sus libertades, no
les queda más que su técnica. En aquellos dominios
donde su técnica no tiene valor, o bien adhieren a los
valores más corrientes, o bien no se realizan más que
como huida. El hombre formal absorbe obstinada­
mente su trascendencia en el objeto que obstruye el
horizonte, que cierra el cielo. El resto del mundo es
un desierto sin rostro. Aquí se ve, una vez más, como
tal elección se confirma de inmediato. Si es que no
existe el ser más que bajo la forma, por ejemplo, del
ejército, ¿cómo podría el militar querer otra cosa que
no fuera la multiplicación de los cuarteles y las ma­
niobras? Ninguna voz se eleva de zonas abandonadas
en las cuales nada podemos cosechar porque nada ha
sido sembrado. Desde el momento en que deja el es­
tado mayor, el viejo general se vuelve sordo. Es por
ello que si el hombre formal se encuentra separado
de sus fines, su vida pierde todo sentido. Por lo común
no apuesta todo a una sola postura, pero si llega a su­
ceder que el fracaso o la vejez arruinen todas sus jus­
tificaciones, entonces, a menos que se produzca una
conversión siempre posible, no le queda más recurso
que la huida. Arruinado, deshonrado, este hombre
importante no es más que un “hombre liquidado”, se
confunde exactamente con el sub-hombre, a menos
que ponga fin, mediante el suicidio, al suplicio de su
libertad.
Por medio del miedo el hombre formal experimenta

55
r esta dependencia con relación al objeto. Y la primera
de sus virtudes es a sus ojos la prudencia. No escapa
a la angustia de la libertad más que para caer en la
preocupación, el cuidado. Todo le amenaza, puesto
I que la cosa erigida en ídolo, siendo exterioridad, se
encuentra en relación con el universo entero, está por
lo tanto amenazado por el universo entero. Y como,
a despecho de todas las precauciones, no será nunca
el amo de ese mundo exterior al cual ha consentido en
someterse, será sin cesar contrariado por el curso in­
controlable de los acontecimientos. Sin cesar se de­
clara defraudado, pues su voluntad de fijar el univer­
so en cosa, está desmentida por el movimiento mismo
de la vida. El futuro disputará sus éxitos presentes,
sus niños le desobedecerán, voluntades extrañas se
opondrán a la suya, será presa del mal humor y de la
acritud. Sus mismos éxitos tendrán gusto a ceniza.
Puesto que lo formal es una de las maneras de buscar
la síntesis imposible del en sí y del para sí. El hombre
formal se quiere dios: no lo es y lo sabe. Quiere librar­
se de su subjetividad, pero ésta, sin cesar, arriesga
desenmascararse, se desenmascara. Trascendiendo
todos los fines, la reflexión se pregunta: ¿para qué?
Entonces estalla el absurdo de una vida que ha bus­
cado fuera de sí las justificaciones que sólo ella hu­
biera podido darse. Separados de la libertad que hu­
biera podido fundarlos auténticamente, todos los fi­
nes perseguidos se presentan arbitrarios, inútiles.
Este fracaso de lo formal apareja por veces un
trastrocamiento radical. Consciente de no poder ser
nada, el hombre decide entonces no ser nada. Es la
actitud que llamamos nihilista. El nihilista está pró-
56
ximo al espíritu formal, p>'es en lugar de realizar
su negatividad como movimiento vivo, concibe su
aniquilación de una manera sustancial. Quiere no
ser nada y esa nada con la que sueña es todavía una
especie de ser, exactamente la antítesis hegeliana del
ser, un dato inmóvil. El nihilismo es lo formal decep­
cionado y volviéndose contra sí mismo. Tal elección
no se encuentra en quienes, experimentando la exis­
tencia como alegría, asumen su gratuidad. Aparece,
ya sea en el momento de la adolescencia, cuando el
individuo al ver desmoronarse su universo de niño,
siente la carencia que hay en su corazón, o bien más
tarde, cuando han fracasado las tentativas para rea­
lizarse como ser. En todo caso, en hombres que de­
seen liberarse de la inquietud de su libertad, negando
al mundo y a sí mismos. Mediante ese rechazo, se
aproxima al sub-hombre. La diferencia reside en que
su retroceso no es original. De antemano, se arroja­
ron en el mundo, incluso a veces con generosidad;
existen, y lo saben.
Sucede que, en su decepción, un hombre conserve
una especie de adhesión por el mundo formal. Así es
como, en el estudio que le ha consagrado, Sartre des­
cribe a Baudelaire. Baudelaire experimenta un agudo
rencor en relación con los valores de su infancia, pero
ese rencor encierra todavía el respeto: sólo el des­
precio libera. Él tiene necesidad de que el universo
que rechaza se perpetúe, a fin de detestarlo y escar­
necerlo. Es la actitud del demoníaco, como la ha des­
crito también Jouhandeau: uno conserva con empe­
cinamiento los valores de la infancia, los de una so­
ciedad o una Iglesia, con el fin de poder menospre-

57
ciarlos. El demoníaco está aún cerca de lo formal,
desea creer en ello, lo confirma incluso mediante su
rebelión. Se experimenta como negación y como liber­
tad, pero no realiza esta libertad como liberación po­
sitiva.
Podemos ir mucho más lejos en el rechazo, em­
pleándonos no en escarnecer, sino en aniquilar al mun­
do rechazado y a nosotros mismos con él. Este hom­
bre, por ejemplo, que se da a una causa que sabe per­
dida, eligió confundir al mundo con uno de sus aspec­
tos, que lleva en sí el germen de su ruina, comprome­
tiéndose en ese universo condenado y condenándose
con él. Otro consagra su tiempo y sus fuerzas a una
empresa que no estaba de antemano destinada al fra­
caso, pero que él mismo se encarniza en arruinar.
Otro, aún, reniega, uno después de otro, de todos
sus proyectos, desgajándolos en múltiples caprichos
y anulando con ello sistemáticamente los fines que
avizora. La constante negación de la palabra por la
palabra, del acto por el acto, del arte por el arte, ha
hallado su realización en la incoherencia dadaísta. Al
aplicar una consigna de desorden y de anarquía, se
obtuvo una abolición de todas las conductas, por lo
tanto de todos los fines y de uno mismo.
Pero esta voluntad de negación se da un desmen­
tido perpetuo, ya que en el momento en que se des­
pliega se manifiesta como presencia. Implica por lo
tanto una tensión constante, inversamente simétrica
de la tensión existencial, y más dolorosa. Pues si bien
es cierto que el hombre no es, es también verdad que
existe; y para realizar positivamente su negatividad
le será necesario contradecir sin cesar el movimiento

58
de la existencia. Si uno no se resigna al suicidio, se
desliza fácilmente hacia una actitud más estable que
el rechazo crispado del nihilismo. El surrealismo nos
provee un ejemplo histórico y concreto de las dife­
rentes evoluciones posibles. Algunos de sus adeptos,
como Veché, Crevel, debieron recurrir a la solución
radical del suicidio. Otros, destruyeron su cuerpo y
arruinaron su espíritu por medio de las drogas. Otros
lograron una especie de suicidio moral: a fuerza de
despoblar el mundo a su alrededor, se encontraron
en medio de un desierto, rebajados ellos mismos al
nivel de sub-hombres, ya no tratan de huir, se han
evadido. Hay también quienes buscaron de nuevo la
seguridad de lo formal. Se han ordenado, eligiendo
arbitrariamente como refugios el matrimonio, la polí­
tica, la religión. Ni siquiera los surrealistas que qui­
sieron permanecer fieles a ellos mismos, pudieron evi­
tar el retorno a lo positivo, a lo formal. La negación
de los valores estéticos, espirituales, morales, devino
una ética. La carencia de reglas, una regla. Se asistió
a la edificación de una nueva Iglesia con sus dogmas,
sus ritos, sus fieles, sus predicadores e incluso sus
mártires. Ya no hay nada de destructor, hoy, en Bre­
tón : es un papa. Y como todo asesinato de la pintura
es aún un cuadro, muchos surrealistas se encontraron
con que eran autores de obras positivas: su rebelión
se convirtió en la materia sobre la cual se edificó su
carrera. Por último, algunos entre ellos supieron, en
un auténtico retorno a lo positivo, realizar su liber­
tad. Le dieron un contenido sin renegar de ella. Se
comprometieron, sin perderse, en una acción política,

59
en investigaciones intelectuales o artísticas, en una
vida familiar o social.
La actitud del nihilista no puede perpetuarse como
tal a menos que se descubra, en su mismo corazón,
como positividad. Al rehusar su existencia el nihilista
debe rehusar también las existencias que la confir­
man. Si se quiere nada, es necesario también que toda
la humanidad sea aniquilada. Si no, por la presencia
de ese mundo que otro revela, se reencuentra consigo
mismo como presencia en el mundo. Pero esta sed de
destrucción toma asimismo la figura de una voluntad
de poderío. El gusto de la nada se encuentra con el
gusto original del ser, por el cual todo hombre se de­
finió de antemano. Se realiza como ser convirtiéndose
en aquello por lo cual la nada viene al mundo. Así,
el nazismo era a la vez voluntad de poderío y volun­
tad de suicidio. Históricamente, podemos hallar en él
muchas otras cosas más, y en especial, además del
negro romanticismo que incitó a Rauschnig a intitular
su obra La revolución del nihilismo, hallamos también
una sombría formalidad. Es que el nazismo estaba
puesto al servicio del pequeño-burgués formal. Pero
es interesante destacar que su ideología no hacía im­
posible esta alianza, pues lo formal se alía a veces
con un nihilismo parcial, negando todo aquello que
no es su objeto, a fin de disimularse las antinomias
de la acción.
Un ejemplo bastante puro de este nihilismo apasio­
nado, es, como sabemos, Drieu la Rochelle. La valija
vacía es el testimonio de un hombre joven que expe­
rimentaba de una manera aguda el hecho de existir
como carencia de ser, como no ser. Ésta es una expe-

60
rienda auténtica, a partir de la cual la única solución
posible es asumir la carencia, dar razón al hombre,
que existe, contra la idea de un Dios que no existe.
Por el contrario —una novela como Gilíes es prueba
de ello— Drieu se empecinó en su decepción. Eligió,
en su odio a sí mismo, rehusar su condición de hom­
bre, lo que lo condujo a odiar junto consigo a todos
los hombres. Gilíes no conoce satisfacción alguna
hasta el momento en que tira sobre los obreros espa­
ñoles y ve correr una sangre que compara con la san­
gre redentora de Cristo. Como si la única salvación
para el hombre estuviera en la muerte de otros hom­
bres, por la cual se cumpliese, al fin, la perfecta ne­
gación. Es natural que este camino haya llevado al
colaboracionismo, al confundirse para Drieu la ruina
de un mundo detestado con la anulación de sí mismo.
Un fracaso exterior lo condujo a dar a su vida la con­
clusión que ésta reclamaba dialécticamente: el sui­
cidio.
La actitud nihilista manifiesta cierta verdad: a tra­
vés de ella se experimenta la ambigüedad de la con­
dición humana. Pero el error reside en que define
al hombre no como la existencia positiva de una
carencia, sino como una carencia en el corazón de
la existencia, en tanto que en verdad la existencia
no se hace carencia en tanto que tal. Y si la liber­
tad se experimenta aquí como una forma de re­
chazo, no se lleva a cabo auténticamente. El nihi­
lista tiene razón al pensar que el mundo no posee
ninguna justificación, y que él mismo no es nada;
pero olvida que a él le corresponde justificar el mun­
do y hacerse existir en forma valiosa. En lugar de

61
integrar la muerte a la vida, ve en ella la sola verdad
de la vida, que no se le aparece más que como una
muerte disfrazada. Sin embargo, la vida existe, y el
nihilista se sabe vivo, y en ello reside su fracaso:
rechaza la existencia sin lograr aboliría. Niega todo
sentido a su trascendencia y sin embargo se trascien­
de. Un hombre ávido de libertad puede hallar un
aliado en el nihilista, porque ambos rechazan con­
juntamente el mundo de lo formal. Pero ve también
en él un enemigo, en tanto el nihilista significa un
rechazo sistemático del mundo y del hombre. Y si ese
rechazo concluye en voluntad positiva de destrucción,
se instaura entonces una tiranía contra la cual debe
alzarse la libertad.
La falta fundamental del nihilista es que, recusan­
do todos los valores dados, no encuentra, más allá de
su ruina, la importancia de este fin universal, abso­
luto, que es la libertad misma. Puede suceder que en
este fracaso un hombre conserve al menos el gusto
de una existencia que experimenta originalmente co­
mo alegría. Al no esperar ninguna justificación, se
complacerá por lo menos en vivir, no se distraerá por
las cosas en las cuales no cree. Buscará en ellas el
pretexto para un despliegue gratuito de su actividad.
Un hombre semejante es lo que se llama corriente­
mente un aventurero. Se arroja con ardor en empre­
sas: exploración, conquistas, guerra, especulación,
amor, política, pero no se adhiere al fin avizorado,
sino sólo a su conquista. Ama la acción por la acción.
Encuentra su alegría en desplegar a través del mun­
do una libertad que permanece indiferente a su con­
tenido. Sea que el gusto de la aventura aparezca so-

62
bre un fondo de desesperación nihilista, o que nazca
directamente de la experiencia de las horas felices de
la infancia, siempre implica que la libertad se realiza
como independencia frente a un mundo formal, y que,
además, la ambigüedad de la existencia se experimen­
ta no como una carencia, sino bajo su figura positiva.
Esta actitud encierra dialécticamente la refutación de
lo formal por parte del nihilismo, la del nihilismo por
la existencia como tal. Pero, por cierto, la historia con­
creta de un individuo no se identifica necesariamente
con esta dialéctica, desde el momento en que su con­
dición se le hace presente por completo a cada ins­
tante y que su libertad frente a ella es total en cada
instante. Desde la adolescencia, un hombre puede
definirse como aventurero, la unión de una original
vitalidad generosa y de un escepticismo reflexivo
conducirá más particularmente a esta elección.
Esta elección está bien cerca, lo vemos, de una
actitud auténticamente moral. El aventurero no se
propone ser. Se hace deliberadamente carencia de
ser, encara expresamente la existencia. Comprometi­
do en su empresa, está, al mismo tiempo, separado
del fin. Triunfe o fracase, se arrojará en una nueva
empresa a la que se entregará con el mismo ardor in­
diferente. No es de parte de las cosas que espera la
justificación de su elección. Considerándola en el mo­
mento de su subjetividad, tal conducta resulta con­
forme a las exigencias de la moral, y si el existencia-
lismo fuese, como generalmente se pretende, un solip-
sismo, debiera consagrar al aventurero como a su hé­
roe más realizado.
Es necesario antes destacar que la actitud del
63
aventurero no es siempre pura. A través de las apa­
riencias del capricho, hay muchos hombres que per­
siguen con total formalidad una finalidad secreta:
fortuna, por ejemplo, o gloria. Proclaman su escepti­
cismo con relación a los valores reconocidos, no to­
man la política en serio, se autojustifican para ser
colaboracionistas en el 41, comunistas en el 45. Y es
verdad que se burlan de los intereses franceses, de
los del proletariado, pero están adheridos a su ca­
rrera, a su éxito. Este arrivismo sin escrúpulos está
en las antípodas del espíritu de aventura, puesto que
el gusto de la existencia no es nunca experimentado
aquí en su gratuidad. Sucede también que el amor
auténtico por la aventura esté inextricablemente mez­
clado con una adhesión a los valores formales: Cor­
tés y los conquistadores servían a Dios y al empera­
dor, a la vez que servían a su propio placer. La aven­
tura puede estar también penetrada de pasión. El
gusto de la conquista se alia a menudo sutilmente al
de la posesión. Don Juan, ¿gusta solamente seducir?
¿No ama también a las mujeres? E, incluso, ¿no bus­
ca quizás una mujer capaz de satisfacerlo?
Pero aun cuando consideremos a la aventura en es­
tado puro, nos parecerá satisfactoria sólo en un mo­
mento subjetivo que es en verdad un momento total­
mente abstracto. El aventurero en su camino encuen­
tra siempre a los otros. El conquistador se encuentra
con los indios. El condottiero se abre una ruta a tra­
vés de la sangre y de las ruinas. El explorador tiene
camaradas en su torno o soldados bajo sus órdenes.
Frente a todo Don Juan están las Elviras. Toda em­
presa se desarrolla en un mundo humano e interesa

64
a los hombres. Lo que distingue a la aventura de un
simple juego, es que el aventurero no se limita a afir­
mar solitariamente su existencia. La afirma con rela­
ción a otras existencias: le es necesario tomar par­
tido.
Son posibles dos actitudes. Puede tomar concien­
cia de las verdaderas exigencias de su propia liber­
tad. Ésta no puede quererse más que destinándose
a un porvenir abierto, tratando de prolongarse me­
diante la libertad de los otros. Es necesario entonces,
en todo caso, respetar la libertad de los otros hom­
bres y ayudarlos a liberarse. Una ley similar impone
límites a la acción y, al mismo tiempo, le da de inme­
diato un contenido: más allá de lo formal rehusado,
se encuentra una auténtica gravedad. Pero el hombre
que actúa de ese modo con el fin de liberarse a sí
mismo y a los otros, que se esfuerza por respetar este
fin a través de los medios que emplea para alcanzar­
lo, no merece ya el nombre de aventurero. No pen­
samos, por ejemplo, en aplicarlo a un Lawrence, tan
avaro de la sangre de sus compañeros, tan respetuoso
de la vida y de la libertad de los otros, tan atormen­
tado por los problemas humanos que toda acción su­
pone. Es entonces cuando uno se encuentra en pre­
sencia de un hombre auténticamente libre.
Aquel que llamamos aventurero, por el contrario,
es el que permanece indiferente al contenido, es de­
cir, al sentido humano de su acción, aquel que cree
poder afirmar su propia existencia sin tener en cuen­
ta la de los otros. Poco le importa al condottiero la
suerte de Italia, a Pizarro las masacres de los indios,
a Don Juan las lágrimas de Elvira. Indiferentes al
65
fin que se proponen, son más indiferentes aún a los
medios necesarios para alcanzarlo: no se preocupan
más que por su placer o por su gloria. Esto implica
que el aventurero comparte el desprecio del nihilista
por los hombres, incluso por este desprecio cree des­
prenderse de la condición miserable en la cual perma­
necen los que no imitan su orgullo. Nada le impide
entonces sacrificar esos seres insignificantes a su
propia voluntad de poderío. Los tratará como instru­
mentos, los destruirá si se convierten en obstáculos.
Pero entonces aparecerá a los ojos de los otros como
un enemigo, su empresa ya no es sólo un desafío indi­
vidual: es un combate. No puede ganar la partida
sin convertirse en tirano o verdugo. Y como no sa­
bría imponer sin ayuda esta tiranía, se ve obligado
a servir al régimen que le permitirá ejercerla. Le son
necesarios dinero, armas, soldados, o bien el apoyo
de la policía y de las leyes. No es el azar, sino una
necesidad dialéctica lo que conduce al aventurero a
mostrarse complaciente con todos los regímenes que
defienden los privilegios de una clase o de un par­
tido, y más particularmente con los regímenes totali­
tarios y con el fascismo. Tiene necesidad de fortuna,
del ocio, del placer, y tomará esos bienes como fines
supremos para estar en condiciones de permanecer
libre respecto de todo fin. Por ello, confundiendo una
disponibilidad totalmente exterior con la verdadera
libertad, cae, bajo pretexto de independencia, en la
servidumbre del objeto. Se alineará junto a los regí­
menes que le garanticen esos privilegios y preferirá
aquellos que lo confirmen en su desprecio respecto al
común de los hombres. Se convertirá en cómplice, en

66
servidor o incluso en valet, alienando una libertad
que no puede realmente confirmarse como tal si no
reviste su figura verdadera. Por haber querido limi­
tarla a sí misma, por haberla vaciado de todo conte­
nido concreto, no la realiza más que como una inde­
pendencia abstracta que se convierte en servidumbre.
Debe someterse a amos, a menos que se convierta él
mismo en el amo supremo. Son suficientes unas pocas
circunstancias favorables para transformar al aven­
turero en dictador: él lleva en sí el germen, puesto
que considera a la humanidad como la materia indife­
rente destinada a soportar el juego de su existencia.
Pero lo que conocerá entonces será la suprema escla­
vitud de la tiranía.
La crítica dirigida por Hegel al tirano se aplica
al aventurero en la medida en que él mismo es tirano
o por lo menos cómplice del opresor: ningún hombre
puede salvarse solo. Sin duda, en el curso mismo de
la acción, el aventurero puede conocer una alegría
que se baste a sí misma, pero una vez concluida la
empresa, y fijada tras él como cosa, es necesario,
para que permanezca viva, que una intención humana
la anime de nuevo, la trascienda hacia el futuro me­
diante el reconocimiento o la admiración. Al morir,
es toda su vida entera lo que el aventurero abando­
nará en manos de los hombres. Ella no tendrá otro
sentido que el que éstos le acuerden. Él lo sabe, pues­
to que se describe a sí mismo, y a menudo incluso a
través de los libros. Muchos desean legar a la poste­
ridad, a falta de una obra, por lo menos su propia
figura. Tienen necesidad, mientras viven, al menos
de la aprobación de algunos fieles. Olvidado, detes-
67
tado, el aventurero pierde el gusto por su propia exis­
tencia. Posiblemente sin saberlo, es nuevamente a
través de los otros que aquélla le parecía tan pre­
ciosa. Ella se quería una afirmación, un ejemplo
frente a la humanidad, pero resulta vana e injustifi­
cada una vez vuelta sobre sí misma.
Así, el aventurero esboza una conducta moral por­
que asume positivamente su subjetividad, pero si re­
húsa con mala fe reconocer que esta subjetividad se
trasciende necesariamente hacia los otros, se ence­
rrará en una falsa independencia que será en realidad
servidumbre. Para el hombre libre, no será más que
un aliado del azar al cual no otorgará confianza, con­
virtiéndose fácilmente en un enemigo. Su falta con­
siste en creer que puede conseguir algo para sí sin
los otros, e incluso contra ellos.
El hombre apasionado es en cierto modo la antí­
tesis del aventurero. También en él se bosqueja la
síntesis de la libertad y su contenido. Pero mientras
que en el aventurero es el contenido el que no alcanza
a realizarse auténticamente, en el apasionado es la
subjetividad la que fracasa en confirmarse a sí misma.
Lo que caracteriza al apasionado es que coloca al
objeto como un absoluto, no como el hombre formal
como cosa desprendida de él, sino en tanto que deve­
lada por su subjetividad. Hay transiciones entre lo
formal y la pasión: una finalidad querida primero con
miras formales puede convertirse en objeto de la pa­
sión. A la inversa, una adhesión apasionada puede
convertirse en vínculo formal. Pero la pasión verda­
dera reivindica la subjetividad de su compromiso. En
la pasión amorosa, en particular, no se desea que el
68
ser amado sea admirado objetivamente, se prefiere
pensarlo desconocido, ignorado: se piensa en apro­
piárselo primero si se es el único en descubrir sus va­
lores. Esto es lo que toda pasión presenta de autén­
tico. Aquí se afirma de modo evidente en su forma
positiva el instante de la subjetividad en su movi­
miento hacia el objeto. Sólo cuando la pasión se de­
grada en necesidad orgánica cesa de elegirse, pero
en tanto permanece viva, es la subjetividad la que la
anima: sino por orgullo, al menos por complacencia
o por obstinación. Á1 mismo tiempo que asunción de
esta subjetividad, es también develamiento del ser.
Contribuye a poblar el mundo de objetos deseables,
de significaciones emotivas. Sólo en las pasiones que
llamaremos maniáticas para distinguirlas de las ge­
nerosas, la libertad no encuentra su auténtica figura:
el apasionado busca la posesión, trata de alcanzar el
ser. Se ha descrito su fracaso, y este infierno que él
mismo se crea. Hace brotar en el mundo algunas ri­
quezas insólitas, pero al mismo tiempo lo despoja.
Fuera del proyecto que ha encarado nada existe, y
nada podría incitarlo a modificar su elección. Al ha­
ber comprometido toda su vida en un objeto exterior
que puede escapársele sin cesar, experimenta trági­
camente su dependencia. Y aun cuando no se oculte
de manera definitiva, el objeto no se da jamás. El
apasionado se hace carencia de ser, no para tener
ser, sino para ser. Y permanece a distancia, y no se
siente nunca colmado.
Es por ello que al mismo tiempo que admiración,
el apasionado despierta cierto horror. Admiramos el
orgullo de una subjetividad que elige su fin sin ple-
69
garse a ninguna ley extraña, y el despliegue precioso
del objeto develado por la fuerza de esta afirmación,
pero consideramos también como enemiga a la sole­
dad en que esta subjetividad se encierra. Al haberse
retirado a una región particular del mundo, al no tra­
tar de comunicarse con los otros hombres, esta liber­
tad no se realiza más que como separación. Todo diá­
logo, toda relación con el apasionado es imposible.
A los ojos de quienes desean una comunión de liber­
tades, aparece como un extraño, como un obstáculo:
opone una resistencia opaca al movimiento de la li­
bertad que se quiere infinito. El apasionado es no
sólo facticidad inerte, está, él también, en el camino
de la tiranía. Sabe que su voluntad no emana sino
de él, pero puede, no obstante, pretender imponerla
a los otros. Se autoriza por ello a un nihilismo parcial:
sólo el objeto de su pasión le parece real y pleno, el
resto es insignificante. ¿Por qué entonces no traicio­
nar, asesinar, violar? Nunca se destruye nada. El
universo entero es aprehendido sólo como un con­
junto de medios o de obstáculos a través de los cua­
les se trata de alcanzar la cosa en la cual se ha com­
prometido el ser. Al no destinar a los hombres su
libertad, el apasionado no los reconoce como libres:
no vacilará en tratarlos como cosas. Si el objeto de
su pasión interesa al mundo en su conjunto, esta tira­
nía se convierte en fanatismo. En todos los movimien­
tos fanáticos existe una parte formal. Los valores in­
ventados por ciertos hombres en la pasión del odio,
del miedo, de la fe, son pensados y queridos por otros
hombres como realidades dadas. Pero no hay fana­
tismo formal que no tenga una base pasional, puesto

70
que toda adhesión al mundo formal se realiza a tra­
vés de tendencias y complejos rechazados. Así, la
pasión maníaca representa un daño para quien la
elige, y para los otros hombres es una de las formas
de la separación que divide a las libertades. Conduce
a la lucha y a la opresión. Un hombre que busca el
ser lejos de los otros hombres lo busca contra ellos,
al tiempo que se pierde él mismo.
Sin embargo, puede bosquejarse una conversión en
el centro mismo de la pasión. Es necesario que el apa­
sionado acepte esta distancia al objeto que consti­
tuye su tormento, en lugar de querer vanamente abo­
liría: es la condición para el develamiento del objeto.
El individuo encontrará entonces su alegría en el mis­
mo desgarramiento que lo separa del ser cuya caren­
cia siente. Así, en las cartas de Mlle. de Lespinasse
hay un tránsito constante del dolor a la asunción de
este mismo dolor. La enamorada describe sus lágri­
mas, sus torturas, pero afirma que quiere su desdi­
cha: es para ella también una fuente de delicias. Se
complace en que a través de la separación el otro se
le presente como tal. Se complace en exaltar, con su
mismo sufrimiento, esta existencia extraña que eligió
como digna de todos los sacrificios. Es sólo como ex­
traño, como prohibido, en tanto que libre, que el otro
se devela como otro. Y amarlo auténticamente, es
amarlo en su alteridad y en esa libertad por la cual se
escapa. El amor es entonces renuncia a toda pose­
sión, a toda confusión. Renunciamos a ser a fin de
que exista ese ser que no se es. Tal generosidad no
puede entonces ejercerse en provecho de cualquier
objeto. No podríamos querer en su independencia y
71
su separación una cosa pura, puesto que la cosa no
posee independencia positiva. Si un hombre prefiere
la tierra que ha descubierto a la posesión de esa tie­
rra, un cuadro o una estatua a su presencia material,
es en tanto se le presentan como posibilidades abier­
tas a otros hombres. La pasión sólo se convierte en
libertad auténtica si a través del ser percibido —cosa
u hombre— se destina su existencia a otras existen­
cias, sin pretender disimularlo en la densidad del
en-sí.
Vemos entonces que ninguna existencia puede rea­
lizarse plenamente si se limita a sí misma: requiere
la existencia de otro. La idea de tal dependencia es­
tremece. Y la separación, la multiplicación de exis­
tencias suscita problemas más inquietantes. Se con­
cibe que hombres conscientes de los riesgos y de la
inevitable parte de fracaso que implica todo com­
promiso en el mundo, pretendan realizarse fuera del
mundo. Le está permitido al hombre separarse de este
mundo mediante la contemplación, pensarlo, e inclu­
so crearlo de nuevo. Algunos, en lugar de construir
su existencia a través del desarrollo indefinido del
tiempo, se proponen afirmarla bajo su aspecto eterno
y llevarla a cabo como un absoluto. Confían superar
así la ambigüedad de su condición. Así, muchos inte­
lectuales buscan su salvación mediante el ejercicio de
la crítica, o mediante una actividad creadora.
Hemos visto que el ser formal se cuestiona a sí
mismo por el hecho de no poder asir totalmente lo
formal. Se desliza así hacia un nihilismo parcial. Pero
el nihilismo es inestable, tiende hacia lo positivo. El
pensamiento crítico pretende realizar una refutación

72
universal de todos los aspectos de lo formal, pero sin
hundirse en la angustia de la pura negación. Posee
un valor superior, universal, intemporal, que sería la
verdad objetiva, y correlativamente, el crítico se de­
fine positivamente a sí mismo como la independen­
cia del espíritu. Fijando en realidad positiva el movi­
miento negativo de refutación de los valores, fija
también como presencia positiva la negatividad pro­
pia de todo espíritu. Cree escapar así a toda crítica
terrestre, no tiene para elegir entre la ruta y el indí­
gena, entre Norteamérica y Rusia, entre la produc­
ción y la libertad. Comprende, domina y rechaza, en
nombre de la verdad total, las verdades necesaria­
mente parciales que descubre todo compromiso hu­
mano. Pero la ambigüedad está en el centro de su
misma actitud, puesto que el espíritu independiente
es aún un hombre con su situación singular en el
mundo, y lo que él define como verdad objetiva, es
el objeto de su propia elección. Sus críticas caen en
el mundo de los hombres singulares. No describe so­
lamente: toma partido. Si no asume la subjetividad
de su juicio, caerá indefectiblemente en la trampa de
lo formal. En lugar del espíritu independiente que
pretende ser, no es más que el servidor vergonzoso
de una causa a la cual no ha elegido adherirse.
El artista y el escritor se esfuerzan de otra manera
por superar la existencia: intentan realizarla como
un absoluto. Lo que hace su esfuerzo auténtico es
que no se proponen alcanzar el ser. Por ello se distin­
guen de un ingeniero o de un maníaco. Lo que bus­
can fijar y hacer pasar a la eternidad es la existen­
cia. La palabra, el trazo, incluso el mármol indican
73
al objeto en tanto que ausencia. Sólo en la obra de
arte la carencia de ser se vuelve a lo positivo. El tiem­
po es detenido, surgen formas claras, significaciones
terminadas. En ese retorno, la existencia se confir­
ma, plantea su propia significación. A ello se refería
Kant cuando definió al arte como “una finalidad sin
fin”. Del hecho de que ha constituido así un objeto
absoluto, el creador se siente tentado a considerarse
él mismo como absoluto. Él justifica al mundo, y pien­
sa por tanto que no tiene necesidad de nadie para jus­
tificarse. Pero, en realidad, el esfuerzo creador es
auténtico en tanto que movimiento hacia la existen­
cia confirmándose a sí misma. Si la obra se convierte
en un ídolo mediante la cual el artista cree alcanzarse
como ser, reafirma en torno de sí el universo de lo
formal, cae en la ilusión que Hegel denunció cuando
describió a la raza de los “animales intelectuales”.
No hay para el hombre ningún medio de evadirse
de este mundo. Es en este mundo donde le es nece­
sario —evitando los escollos que acabamos de seña­
lar— realizarse moralmente. Es necesario que la li­
bertad se proyecte hacia su propia realidad, a través
de un contenido en el cual funda su valor. Un fin no
es valioso sino mediante un retorno a la libertad que
lo ha planteado y que se quiere a través de él. Pero
esta voluntad implica que la libertad no se aglutine
en algún fin y menos aún que se disipe vanamente
sin percibir su fin. No necesita que el sujeto trate de
ser, sino, por el contrario, debe aspirar a que tenga
ser. Quererse libre y querer que tenga ser, son una
sola y misma cosa: la elección que el hombre hace
de sí mismo en tanto que presencia en el mundo. No

74
puede decirse que el hombre libre quiere la libertad
para develar al ser, ni el develamiento del ser para
alcanzar la libertad: son dos aspectos de una misma
realidad. Y cualquiera sea el que se considere, am­
bos implican la relación entre cada hombre y los otros.
Esta relación no se revela a todos de repente. Un
hombre joven se quiere libre, quiere poseer el ser.
Esta generosidad espontánea que lo arroja con ardor
en el mundo puede aliarse con lo que denominamos
corrientemente egoísmo. A menudo el joven no apre­
hende de su relación con los otros sino el aspecto me­
diante el cual el otro se nos aparece como enemigo.
Pues en verdad es también un enemigo. En el prefa­
cio de La experiencia interior, Georges Bataille pone
de relieve con mucha fuerza que cada individuo quie­
re ser Todo. En cada hombre, y particularmente en
aquellos cuya existencia se afirma con mayor vigor,
ve una limitación, una condenación de sí mismo.
“Cada conciencia persigue la muerte de la otra”, dijo
Hegel. Y en efecto, a cada instante, otro me sustrae
el mundo entero: el primer impulso es odiarlo. Pero
este odio es ingenuo y la envidia se cuestiona pronto
a sí misma. Si verdaderamente yo fuera todo, no ha­
bría nada a mi lado, el mundo estaría vacío, no ha­
bría nada que poseer e incluso yo mismo no sería
nada. Si tiene buena voluntad, el joven comprenderá
pronto que al sustraerme el mundo, el otro también
me lo da, puesto que una cosa me es dada sólo por el
movimiento que la desgaja de mí. Querer que exista
el ser, es también querer que existan hombres por
quienes y para los cuales el mundo está dotado de
significaciones humanas. No podemos revelar al mun-

75
do más que sobre el fondo de un mundo revelado por
otros hombres. Ningún proyecto se define sino por
su interferencia con otros proyectos. Hacer “que
exista” el ser, es comunicarse a través del ser con
los otros.
Esta verdad se encuentra bajo otra forma cuan­
do decimos que la libertad no puede quererse sin en­
trever un futuro abierto. Es necesario que los fines
que se da no puedan ser trascendidos por ninguna
reflexión, pero sólo la libertad de los otros hombres
puede prolongarlos más allá de nuestra vida. He tra­
tado de demostrarlo en ¿Para qué la acción?: todo
hombre tiene necesidad de la libertad de los otros
hombres y, en cierto sentido, la quiere siempre, aun­
que sea un tirano. Le falta tan sólo asumir con buena
fe las consecuencias de tal voluntad. Sólo la libertad
de los otros impide a cada uno de nosotros fijarse en
el absurdo de la facticidad. Y si hemos de creer en el
mito cristiano de la creación, Dios mismo estaría de
acuerdo en este punto con la doctrina existencialista,
puesto que, según las palabras de un cura antifas­
cista, “tenía tal respeto por el hombre que lo creó
libre”.
Vemos entonces hasta qué punto se engañan —o
mienten— quienes pretenden asimilar el existencia-
lismo a un solipsismo que exaltaría, como Nietzsche,
tan sólo la voluntad de dominio. Según esta interpre­
tación, tan difundida como errónea, el individuo, co­
nociéndose y eligiéndose como creador de sus propios
valores, trataría de imponerlos a los otros. Resultaría
de ello un conflicto de voluntades adversas, encerra-

76
das en su propia soledad. Pero hemos visto por el con­
trario, que en la medida en que el espíritu de aventura,
la pasión, el orgullo, conducen a esta tiranía y a estos
conflictos, la moral existencialista los condena. Y ello,
no en nombre de una ley abstracta, sino porque si es
verdad que todo proyecto emana de una subjetividad,
lo es también que ese movimiento subjetivo plantea
por sí mismo una superación de la subjetividad. El
hombre no puede encontrar más que en la existencia
de los otros hombres la justificación de su propia exis­
tencia. Ahora bien: él tiene necesidad de tal justifi­
cación, no puede escapar de ella. La preocupación
moral no le viene al hombre desde fuera. Encuentra en
sí mismo esta ansiosa pregunta: ¿Para qué? O, para
decirlo mejor, él mismo es esta urgente interrogación.
No la evade sino evadiéndose, y desde el momento en
que existe, la responde. Se dirá probablemente que
sólo para él es moral, y que tal actitud es egoísta.
Pero no hay ninguna moral a la cual no pueda dirigir­
se este reproche, que bien pronto se destruye a sí mis­
mo, puesto que, ¿por qué habría de preocuparme de
aquello que no me concierne? Yo me preocupo por
los otros y es por mí por quien ellos se preocupan.
Ésta es una verdad inseparable: la relación yo-otros
es tan indisoluble como la relación sujeto-objeto.
Al mismo tiempo podemos prever ese otro reproche
que se dirige a menudo al existencialismo: el de ser
una doctrina formal, incapaz de proponer ningún con­
tenido a esta libertad que quiere comprometida. Que­
rerse libre es también querer libres a los otros. Esta
voluntad no es una fórmula abstracta, indica a cada

77
uno acciones concretas a cumplir. Pero los otros están
separados, incluso en oposición y en sus relaciones
con ellos, el hombre de buena voluntad ve surgir pro­
blemas concretos y difíciles. Este aspecto positivo de
la moralidad es el que vamos a examinar ahora.

78
3
1. — LA ACTITUD ESTÉTICA

Todo hombre tiene, por lo tanto, algo que ver con


los demás. El mundo en el cual se compromete es un
mundo humano, en el cual cada objeto está penetrado
de significaciones humanas. Es un mundo que habla,
del cual provienen solicitudes, requerimientos. Se com­
prende por ello que a través de este mundo cada indi­
viduo pueda dar un contenido concreto a su libertad.
Le es necesario develar el mundo para lograr un deve-
lamiento ulterior, y mediante un mismo movimiento
buscar liberar a los hombres para los cuales ese mun­
do adquiere un sentido. Pero vamos a encontrar
aquí la objeción que hemos ya encontrado al exami­
nar el momento abstracto de la moral individual. Si
todo hombre es libre, no sabría quererse libre. Del
mismo modo no sabría, se afirma, querer nada para
otro, puesto que ese otro es libre en todas las circuns­
tancias. Los hombres llevan siempre a cabo un deve-
lamiento del ser, sea en Buchenwald como en las pa­
radisíacas islas del Pacífico, en las chozas como en los
palacios. Siempre sucede algo en el mundo, y en el
movimiento de tener el ser a distancia, ¿no podemos
79
considerar con un júbilo desasido los diferentes ava-
tares? ¿o encontrar entonces razones para actuar?
Ninguna solución es mejor ni peor que otra.
Podemos llamar estética esta actitud, porque quien
la adopta pretende no tener con el mundo otra relación
que no sea la de una contemplación desasida. Fuera
del tiempo, lejos de los hombres, se coloca delante de
la historia, a la cual no cree pertenecer, como una pu­
ra mirada. Esta visión impersonal iguala todas las si­
tuaciones, no las aprehende sino en la indiferencia
de sus diferencias, excluye toda preferencia.
Así, el aficionado a las obras históricas asiste con
la misma serena pasión al nacimiento y a la decadencia
de Atenas, de Roma, de Bizancio. El turista considera
con la misma tranquila curiosidad las arenas del Co­
liseo, las ruinas de Siracusa, las termas, los palacios,
los templos, las prisiones, las iglesias: esas cosas exis­
tieron, ello es suficiente para satisfacerlo. ¿Por qué no
considera también con un interés imparcial las que
existen hoy? Es una tentación que se encuentra, por
ejemplo, en muchos italianos, a los que aplasta un
pasado mágico y engañoso: ya el presente se les apa­
rece como un futuro pasado. Sobre su tierra se han
sucedido guerras, querellas intestinas, invasiones,
servidumbres. Cada momento de esta historia ator­
mentada es desmentido por el siguiente, y sin embar­
go, del seno de esta vana agitación surgieron domos,
estatuas, bajorrelieves, pinturas, palacios que han
permanecido intactos a través de los siglos y que en­
cantan todavía a los hombres de hoy. Se concibe que
un intelectual florentino considere con escepticismo
los grandes movimientos inciertos que agitan a su país
80
y que se extinguirán, como se extinguieron las ebu­
lliciones de los siglos pasados. Lo que importa, piensa,
es sólo comprender los acontecimientos provisorios, y
cultivar a través de ellos esa belleza que no perece.
Este pensamiento sirvió de consuelo también a mu­
chos franceses en 1940 y en los años que siguieron.
“Tratemos de captar el punto de vista de la historia”,
se decía al conocer la entrada de los alemanes en Pa­
rís. Y durante toda la ocupación, ciertos intelectua­
les pretendieron mantenerse “fuera del lío” conside­
rando con imparcialidad hechos contingentes que no
les concernían.
Pero advertimos de inmediato que tal actitud apa­
rece en los momentos de desaliento, de confusión: de
hecho aparece como una posición de repliegue, una
manera de huir de la verdad del presente. A la luz
del pasado, este eclecticismo es legítimo. No estamos
en situación de tomar partido por Atenas, Esparta o
Alejandría, y la idea misma de una elección no tiene
ningún sentido. Pero el presente no es un pasado
en potencia, es el momento de la elección y de la ac­
ción y no podemos evitar vivirlo a través de un pro­
yecto. Y no hay proyecto que sea puramente contem­
plativo, puesto que uno se proyecta hacia algo, hacia
el futuro. Colocarse “fuera” es todavía una manera
de vivir el hecho ineluctable que se tiene delante.
Aquellos intelectuales franceses que pretendieron, en
nombre de la historia, de la poesía o del arte, dominar
el drama de la época, siendo de buen o mal grado los
actores, hicieron, más o menos explícitamente, el jue­
go a los ocupantes. Del mismo modo, el esteta italiano,
ocupado únicamente en acariciar los mármoles y

81
bronces de Florencia, desempeña incluso con su iner­
cia un papel político en la vida de su país. No podría
justificarse todo lo que es, afirmando que todo puede
ser igualmente objeto de contemplación, puesto que
el hombre no contempla nunca: hace.
Para el artista, para el escritor, el problema se plan­
tea de manera particularmente aguda y al mismo tiem­
po equívoca, puesto que no es en nombre de la pura
contemplación, sino de un proyecto definido que se
pretende plantear entonces la indiferencia de las si­
tuaciones humanas: el creador proyecta en la obra de
arte un dato que justificará en tanto que materia de
esta obra. No importa cual sea el dato que pueda ser
salvado de esta manera: una masacre tanto como una
mascarada. Esta justificación estética es por momen­
tos tan abrumadora que traiciona el designio del autor.
Cierto escritor quería comunicarnos el horror que le
inspiran los reformatorios: ha logrado un libro tan
hermoso, que encantados por el relato, el estilo, las
imágenes, olvidamos el horror por el reformatorio e
incluso nos sentimos inclinados a admirarlo. ¿No nos
inclinaremos entonces a pensar que si la muerte, la
miseria, la injusticia, pueden ser transfiguradas por
nuestra alegría, no hay nada de malo en que existan
la muerte, la miseria y la injusticia?
Pero aquí, nuevamente, es necesario no confundir
el presente con el pasado. Respecto del pasado, nin­
guna acción es posible. Hubo la guerra, la peste, el
escándalo, la traición, y no tenemos ningún medio
de impedir que ello hubiera sucedido. Sin nosotros, el
verdugo fue verdugo, la víctima sufrió su suerte de
víctima. Todo lo que podemos hacer, es impedir que

82
mi historia vuelva a caer en la noche indistinta del ser,
develarla, integrarla al patrimonio humano, elevarla
¡i la dignidad de la existencia estética que lleva en sí
mu finalidad. Pero era necesario de antemano que esa

historia se realizara: se realizó como escándalo, re­


vuelta, crimen, sacrificio, y no pudimos intentar res­
catarla sino porque nos ofrecía de antemano un rostro.
El hoy también debe existir antes de ser confirmado
en su existencia: sólo existe como compromiso y toma
de posición. Si consideramos de antemano al mundo
como un objeto a manifestarse, si lo pensamos salva­
do por este destino, de manera que todo nos parezca
ya justificado y no hubiese nada por rehusar, no ha­
bría entonces tampoco nada por decir, puesto que
ninguna forma se delinearía en él. Pero él no se devela
sino a través del rechazo, el deseo, el odio, el amor.
Para que el artista tenga un mundo que expresar, es
necesario antes que esté situado en ese mundo, opri­
mido u opresor, resignado o rebelde, hombre entre los
hombres. Pero encuentra entonces en el centro de su
existencia la exigencia común a todos los hombres.
Le es necesario querer la libertad en él y universal­
mente; le es necesario intentar conquistarla: a la luz de
este proyecto se jerarquizan las situaciones y se des­
cubren razones para actuar.

2. - LIBERTAD Y LIBERACIÓN

Una de las principales objeciones que se hacen al


existencialismo es que el precepto querer la libertad,
no es más que una fórmula vacía, que no propone nin-
83
gún contenido concreto para la acción. Pero ello se
debe a que se ha comenzado por vaciar a la palabra
libertad de su sentido concreto. Ya hemos visto que
la libertad no se realiza sino comprometiéndose en el
mundo, si bien, para el hombre, su proyección hacia
la libertad se encarna en conductas definidas.
Querer la libertad, querer develar el ser, es una
sola y misma elección. Por ella se define un tránsito
positivo y constructivo de la libertad, que hace pasar
el ser a la existencia en un movimiento superado sin
cesar. La ciencia, la técnica, el arte, la filosofía, son
conquistas indefinidas de la existencia sobre el ser.
Asumiéndose como tales es como adquieren un rostro
verdadero. A la luz de esta asunción es que la palabra
progreso adquiere su sentido real. No se trata de re­
conciliarse con un término fijo: el Saber absoluto, la
felicidad del hombre, o la perfección de la belleza.
Entonces todo esfuerzo humano estaría condenado al
fracaso, puesto que a cada paso el horizonte retroce­
de un paso. Se trata, para el hombre, de proseguir la
expansión de su existencia y de recuperar como ab­
soluto este mismo esfuerzo.
La ciencia se condena al fracaso porque, cediendo
al vértigo de lo formal, pretende alcanzar el ser, con­
tenerlo y poseerlo. Pero encuentra su verdad si se
considera como un libre compromiso del pensamiento
y del dato, viendo en cada descubrimiento no la fu­
sión con la cosa, sino la posibilidad de nuevos descu­
brimientos. Lo que proyecta el espíritu, entonces, es
la realización concreta de su libertad. Se pretende por
veces buscar en la técnica una justificación objetiva
de la ciencia. Pero de ordinario, el matemático se
84
preocupa por las matemáticas, el físico de la física, y
no de sus aplicaciones. Y por otra parte, ni siquiera la
técnica misma está objetivamente justificada. Si plan­
tea como fines absolutos la economía de tiempo y de
trabajo que permite realizar, el confort y el lujo a los
cuales permite acceder, se nos presenta entonces co­
mo inútil, como absurda, puesto que el tiempo que
uno economiza no puede almacenarse en un granero.
Es contradictorio querer economizar la existencia, que
precisamente no existe sino gastándose, y uno se
vería en dificultades para demostrar que los aviones,
las máquinas, el teléfono y el telégrafo hacen a los
hombres de hoy más felices que a los de antaño. Pero
no se trata en realidad de dar a los hombres tiempo,
felicidad. No se trata de detener el movimiento de la
vida: se trata de realizarla. Si la técnica pretende lle­
nar esa carencia que la existencia lleva en su seno,
fracasa radicalmente. Pero escapa a toda crítica si se
admite que a través de ella la existencia, lejos de
desear reposarse en la seguridad del ser, se arroja de­
lante de sí misma, a fin de arrojarse más adelante to­
davía. Que encara un develamiento indefinido del ser
mediante la transformación de la cosa en instrumento,
y la apertura para el hombre de posibilidades siempre
nuevas. En cuanto al arte, hemos dicho ya que no
debe pretender instituir ídolos: debe descubrir a los
hombres la existencia como razón de existir. Por ello
Platón, que quería apartar a los hombres de la tierra
y destinarlos al cielo de las Ideas, condenaba a los
poetas. Por ello todo humanista, por el contrario, los
corona de laureles. El arte revela a lo transitorio co­
mo absoluto, Y como la existencia transitoria se per-
85
petúa a través de los siglos, es necesario también que
a través de los siglos el arte perpetúe esa revelación
que no será nunca perfeccionada. Así, las actividades
constructivas del hombre no adquieren un sentido va­
ledero sino cuando son asumidas como movimiento
hacia la libertad. Y recíprocamente, se percibe que un
movimiento así es concreto: descubrimientos, inven­
ciones, industrias, cultura, pinturas, libros, pueblan
concretamente el mundo y abren para los hombres
posibilidades concretas.
Puede sernos permitido soñar con un porvenir en el
cual los hombres no conozcan otro uso de su libertad
que el libre despliegue de la misma: será posible para
todos una actividad constructiva, cada uno podrá en­
carar positivamente a través de sus proyectos su pro­
pio porvenir. Pero la realidad, hoy, es que hay hom­
bres que no pueden justificar su vida sino mediante
una acción negativa. Lo hemos visto ya: todo hombre
se trasciende. Pero sucede que esta transformación es
condenada a caer inútilmente sobre sí porque se la
separa de sus fines. Eso es lo que define una situación
de opresión. Tal situación no es nunca natural: el hom­
bre no es oprimido por las cosas. Del mismo modo, a
menos que sea un niño ingenuo que golpea las piedras,
o un príncipe contrariado que hace castigar al mar,
no se rebela contra las cosas, sino solamente contra
los hombres. La resistencia de la cosa sostiene la ac­
ción del hombre como el aire el vuelo de la paloma.
Y al proyectarse a través de ella, el hombre acepta
constituirla en obstáculo, asume el riesgo de un fra­
caso en el cual no ve un desmentido de su libertad. El
Explorador sabe que puede ser obligado a retroceder

86


.mtcs de llegar a su meta. El sabio, que determinado
Ienómeno puede seguir permaneciendo oscuro. El téc­
nico, que su tentativa puede fracasar. Esos retroce­
sos, esos errores, son todavía un modo de develamien-
to del mundo. Y por cierto, un obstáculo material pue­
de frustrar cruelmente una empresa: las inundacio­
nes, los terremotos, la langosta, las epidemias, la peste,
son calamidades. Pero nos encontramos aquí con una
verdad del estoicismo: un hombre debe asumir inclu­
so sus desdichas, y puesto que no debe nunca abdicar
en favor de cosa alguna, la destrucción de ninguna co­
sa será para él una ruina radical. Incluso su muerte
no es un mal, puesto que no es hombre sino en tanto
que es mortal. Debe asumirla como el término natural
de su vida, como el riesgo implicado por todo tránsito
viviente. Sólo el hombre puede ser un enemigo para
otro hombre, sólo él puede quitarle el sentido de sus
actos, de su vida, porque sólo a él le compete confir­
marlo en su existencia, reconocerlo efectivamente co­
mo libertad. Aquí es donde la distinción estoica entre
las “cosas que no dependen de nosotros” y aquellas
que “dependen de nosotros” se muestra insuficiente:
ya que “nosotros” son legión y no un individuo. Cada
uno depende de los otros y lo que me llega de los
otros depende de mí en cuanto a su sentido. No se
sufre una guerra, una ocupación, del mismo modo
que se sufre un terremoto: es necesario tomar partido
a favor o en contra, y por lo mismo las voluntades ex­
trañas se vuelven aliadas o hostiles. Esta interdepen­
dencia es lo que explica que la opresión sea posible
y que sea odiosa. Según hemos visto, mi libertad, para
realizarse, exige desembocar en un futuro abierto:

87
son los otros hombres los que me abren el porvenir,
son ellos quienes, constituyendo el mundo del mañana,
definen mi futuro. Pero si en lugar de permitirme par­
ticipar en este movimiento constructor, me obligan a
consumir vanamente mi trascendencia, si me mantie­
nen por debajo del nivel que han conquistado y a
partir del cual se efectuarán las nuevas conquistas,
entonces me separan del futuro, me transforman en
cosa. La vida se emplea a la vez en perpetuarse y en
superarse. Si no hace más que mantenerse, vivir es
solamente no morir, y la existencia humana no se dis­
tingue de una vegetación absurda. Una vida se jus­
tifica tan solo si su esfuerzo por perpetuarse está in­
tegrado en su superación, y si esta superación no tiene
otros límites que aquellos que el sujeto se asigna a sí
mismo. La opresión divide al mundo en dos clanes:
aquellos que edifican a la humanidad arrojándola de­
lante de sí misma, y aquellos condenados a sufrir sin
esperanzas, solo para entretener a la colectividad. Su
vida es pura repetición de gestos mecánicos, su ocio
les alcanza solo para la recuperación de sus fuerzas.
El opresor se nutre con su trascendencia, y se rehúsa
a prolongarla mediante un libre reconocimiento. No
le queda al oprimido sino una solución: negar la ar­
monía de esta humanidad de la cual se pretende ex­
cluirlo, probar que es un hombre y que es libre rebe­
lándose contra los tiranos. Para prevenir esta revuelta,
uno de los trucos de la opresión será disfrazarse tras
una situación natural, puesto que, en efecto, no pode­
mos rebelarnos contra la naturaleza. Cuando un con­
servador quiere demostrar que el proletariado no está
oprimido, declara que la distribución actual de las
88
riquezas es un hecho natural y que no hay por lo tanto
medio de rehusarla. Y sin duda no tiene dificultad en
probar que no toba al obrero, estrictamente hablando,
el producto de su trabajo, puesto que la palabra robo
supone convenciones sociales que, por otra parte, au­
torizan ese tipo de explotación. Pero lo que el revolu­
cionario indica mediante esa palabra, es que el régi­
men actual es un hecho humano. Y en tanto que tal de-
lie ser rechazado. Este rechazo separa a su vez a la
voluntad del opresor de ese futuro hacia el cual pre­
tendía arrojarse solo: se le sustituye por otro futuro,
que es el de la revolución. La lucha no es de palabras
o de ideologías, es real y concreta: si este futuro es
el que triunfa, y no aquél, es el oprimido el que se rea­
liza como libertad positiva y abierta, es el opresor
quien se convierte en un obstáculo, en una cosa.
Hay entonces dos maneras de superar el dato: es
bien diferente planear un viaje o evadirse de la pri­
sión. En los dos casos, el dato está presente en su su­
peración. Pero en un caso, presente en tanto que acep­
tado, en el otro, en tanto que rechazado, lo que cons­
tituye una diferencia radical. Hegel ha confundido
estos dos movimientos bajo el ambiguo vocablo “au-
fheben”. Y sobre esta ambigüedad reposa todo el edi­
ficio de un optimismo que niega el fracaso y la muerte.
Ello es lo que permite considerar el futuro del mundo
como un desarrollo continuo y armonioso. Esta con­
fusión es la fuente, y también la consecuencia, un
perfecto resumen de esa blandura idealista y verbosa
que Marx reprocha a Hegel y a la cual opone una
dureza realista. La rebelión no se integra al desarrollo
armonioso del mundo, no quiere integrarse, sino más
89
bien explotar en el centro de ese mundo y quebrar la
continuidad. No fue por azar que Marx definió ne­
gativa y no positivamente la actitud del proletariado:
no lo muestra afirmándose a sí mismo, ni tratando de
realizar una sociedad sin clases, sino ante todo tra­
tando de suprimirse en tanto que clase. Y precisamen­
te porque esta situación no tiene sino una salida nega­
tiva, es que debe suprimirse.
Todos los hombres están interesados en esta su­
presión y, como el mismo Marx lo dice, tanto el opre­
sor como el oprimido, ya que cada uno tiene necesidad
de que todos los hombres sean libres. Hay casos en
que el esclavo no conoce su servidumbre y en los cua­
les será necesario aportarle desde fuera el germen de
su liberación: su sumisión no es suficiente para jus­
tificar la tiranía que se ejerce entra él. El esclavo es
sumiso cuando se ha tenido éxito en mistificarlo de tal
modo que su situación no le parezca impuesta por los
hombres, sino dada inmediatamente por la naturaleza,
por los dioses, por potencias contra las cuales no tiene
sentido la rebelión. No es entonces como un menos­
cabo de su libertad que acepta esa condición, puesto
que no puede soñar siquiera con otra. Y en el interior
de ese mundo en el cual lo encierra su ignorancia pue­
de, en sus relaciones con sus camaradas, por ejemplo,
vivir como un hombre moral y libre. El conservador
argumentará que no debemos perturbar esta paz: es
necesario no dar educación al pueblo ni confort a los
indígenas colonizados. Hay que amordazar a los ca­
becillas, es el sentido de un viejo cuento de Maurras.
Es preciso no despertar al dormido, ya que ello sería
despertar la desgracia. Por cierto no se trata, bajo

90
pretexto de liberación, de arrojar a los hombres a su
pesar en un mundo nuevo, que no han elegido, del
cual no tienen conciencia. Los esclavistas de la Caro­
lina mostraban complacidos a sus vencedores viejos
esclavos negros, desconcertados ante una libertad
con la cual no sabían qué hacer y reclamando a llan­
tos a sus viejos amos. Estas falsas liberaciones —aun
cuando en ciertos casos sean inevitables— agobian
a quienes son sus víctimas como un nuevo golpe del
ciego destino. Lo que se debe hacer es suministrar al
esclavo ignorante el medio para trascender su situa­
ción por la rebelión, es disipar su ignorancia. Sabe­
mos que el problema de los socialistas del siglo xix fue
precisamente desarrollar en el proletariado una con­
ciencia de clase. Vemos por ejemplo en la vida de
una Flora Tristón hasta qué punto era ingrata una
tarea semejante. Lo que quería para los trabajadores,
le era necesario antes quererlo sin ellos. Pero, ¿con
qué derecho queremos algo para los otros? pregunta el
conservador, que considera sin embargo al obrero o
al indígena como a un “niño grande” y no vacila en
disponer de la voluntad de ese niño. Y en efecto, na­
da es más arbitrario que intervenir como extraño en
un destino que no es el nuestro: precisamente uno de
los escándalos de la caridad —en el sentido corrien­
te de la palabra— es que se ejerce desde afuera, se­
gún el capricho de quien la distribuye, que está sepa­
rado de su objeto. Porque la causa de la libertad es
tanto del otro como mía: es universalmente humana.
Si quiero que un esclavo tome conciencia de su servi­
dumbre, es por no ser yo mismo tirano —puesto que
toda abstención es complicidad, y la complicidad es

91
aquí tiranía— a la vez que porque se abren al esclavo
liberado posibilidades nuevas y a través de él, a todos
los hombres. Querer la existencia, querer develar el
mundo, querer a los hombres libres, constituye una
sola voluntad.
Por tanto miente el opresor cuando sostiene que el
oprimido quiere positivamente la opresión: se abstiene
solamente de no quererla, porque ignora incluso la
posibilidad del rechazo. Todo lo que puede proponer­
se una acción exterior es poner al oprimido en pre­
sencia de su libertad: entonces decidirá positiva, li­
bremente. El hecho reside en que se decida contra la
opresión, entonces comienza verdaderamente el mo­
vimiento de liberación. Pues si es verdad que la causa
de la libertad es la causa de cada uno, también es
verdad que la urgencia de la liberación no es igual
para todos. Marx lo dice con razón: solo al oprimido
se le aparece como inmediatamente necesaria. No cree­
mos en cuanto a nosotros en una necesidad de hecho,
sino en una exigencia moral. El oprimido no puede
realizar su libertad de hombre más que en la rebelión,
puesto que lo propio de la situación contra la cual se
rebela reside precisamente en impedirle todo desarro­
llo positivo. Solo en la lucha social y política su tras­
cendencia se proyecta al infinito. Y por cierto, el pro­
letario no es un hombre moral más naturalmente que
otro: puede escapar de su libertad, disiparla, vegetaí
sin deseos, consagrarse a un mito inhumano. Y la as­
tucia de un capitalismo “esclarecido” consistiría en
hacerle olvidar su preocupación por una justificación
auténtica, proponiéndole, a la salida de la fábrica en
la cual un trabajo mecánico absorbe su trascendencia,
92
diversiones donde termina de perderse: tal la política
de los empresarios norteamericanos, que atrapan al
obrero en el cepo de los espectáculos deportivos, las
estrellas de cine, los autos y las heladeras. Sin em­
bargo, en conjunto hay menos tentaciones de traición
que entre los miembros de las clases privilegiadas, por­
que el hartazgo de sus pasiones, el placer por la aven­
tura, las satisfacciones del formalismo social les están
vedados. Y sobre todo, al mismo tiempo que pueden
cooperar en la lucha contra la opresión, le es posible
al burgués, al intelectual, usar en forma positiva su
libertad: su futuro no cerrado. Es lo que indica Ponge,
por ejemplo, cuando escribe que hace literatura “pos­
trevolucionaria”. Le es permitido al escritor, del mis­
mo modo que al sabio, al técnico, realizar, en tanto la
revolución no se perfeccione, esta recreación del mun­
do que debiera ser la obra de todos los hombres, si en
algunas partes la libertad no estuviera aún encade­
nada. Que sea o no deseable anticiparse al porvenir,
que los hombres deban renunciar al uso positivo de su
libertad en tanto la liberación de todos no se haya
cumplido, o que por el contrario, toda realización hu­
mana sirva a la causa del hombre, es un punto sobre el
cual vacila la misma política revolucionaria. En el
interior de la Unión Soviética, la relación entre la
construcción del porvenir y la lucha presente parece
estar definida de modos muy diversos según los mo­
mentos y las circunstancias. Es también un punto so­
bre el cual cada individuo debe imaginar libremente
su propia solución. En todo caso, lo que podemos afir­
mar es que el oprimido está más totalmente compro­
metido en la lucha que quienes, rechazando del mismo

93
modo que él su servidumbre, no la sufren; pero qu<
por otra parte, todo hombre está comprometido er
esta lucha de una manera tan esencial que no podríc
realizarse moralmente sin tomar parte en ella.
El problema se complica prácticamente por el hecho
de que hoy la opresión tiene más de una cara: el cam­
pesino árabe está oprimido a la vez por los jeques }
por la administración francesa o inglesa, ¿a cuál de I o í
dos enemigos debe combatir? Los intereses del pro­
letariado francés no son los mismos que los del indí­
gena colonizado: ¿a cuáles servir? Pero el dilema e¡
aquí político más que moral: es necesario tender a
que toda opresión sea suprimida. Cada uno debe en­
carar su lucha en relación con la de los demás e inte­
grándose en un esquema general. ¿Qué orden seguir'i
¿Qué táctica adoptar? Es cuestión de oportunidad >
de eficacia. Ello depende también, para cada uno, de
su situación particular. Puede suceder que se vea obli­
gado a sacrificar provisoriamente una causa cuyo éxi­
to esté subordinado al de otra cuya defensa es más
urgente. Puede suceder, por el contrario, que se juz­
gue necesario mantener la tensión de la rebelión con­
tra una situación que no se quiere consentir a ningún
precio. Así, por ejemplo, cuando Norteamérica en
guerra solicita a los líderes negros renunciar en el in­
terés general a sus propias reivindicaciones, Richard
W right rehúsa hacerlo, estimando que incluso du­
rante el transcurso de la guerra, su causa debía seguir
siendo defendida. Lo que la moral exige, en todo caso,
es que el combatiente no se vea enceguecido por el
fin que se propone hasta el punto de caer en el fana­
tismo de lo formal o de la pasión. La causa a la que
94
sirve no debe cerrarse sobre sí creando un nuevo ele­
mento de separación: a través de su propia lucha de­
be tratar de servir la causa universal de la libertad.
El opresor presenta de inmediato una objeción: ba­
jo el pretexto de la libertad, dice, se me oprime a la
vez: usted me priva de mi libertad. Es el argumento
que los esclavistas del Sur oponían a los abolicionis­
tas, y sabemos que los Yanquis estaban tan penetra­
dos de los principios de una democracia abstracta que
no se reconocieron el derecho de rehusar a los plan­
tadores del Sur la libertad de poseer esclavos: fue só­
lo por un pretexto formal que estalló la guerra de
Secesión. Tales escrúpulos hacen sonreír1. Sin em­
bargo, aún hoy el norteamericano reconoce más o me­
nos implícitamente a los blancos de los Estados del
Sur la libertad de linchar a los negros. Es el mismo
sofisma que se despliega con inocencia en los perió­
dicos del P. R. L. * y en forma más o menos sutil en
todos los diarios conservadores. Cuando un partido
promete a las clases dirigentes defender sus liberta­
des, ello significa exactamente que reivindica para
ellas la libertad de explotar a las clases trabajadoras.
Y no es en nombre de una justicia abstracta que tal
reivindicación escandaliza, sino por la contradicción
existente, que se disimula con muy mala fe. Ya que
una libertad no se quiere auténticamente sino querién­
dose como movimiento indefinido a través de la li­
bertad del otro, desde el momento en que se repliega
sobre sí, se niega en provecho de algún objeto que
* Partí Révolutionnaire de la Liberté (Partido Revolucionario de la
Libertad). Partido político de tendencia reaccionaria actualmente desa­
parecido, (N. del T.)

95
r
■ prefiere a sí misma. Sabemos bastante bien cuál es
libertad que el P. R. L. reclama: se trata de la p:
piedad privada, el usufructo, el capital, el confon
la seguridad moral. No debemos respetar la libert
sino cuando se destina a la libertad, no cuando se <
I travía, se disipa y se desmiente a sí misma. Una lib
tad que no se emplea sino para negar la libertad, c
be ser negada. Y no es cierto que el reconocimiei
de la libertad de los otros limita mi propia libertad: :
libre no implica el poder de hacer cualquier cosa,
poder superar lo dado hacia un porvenir abierto,
existencia de los otros en tanto que libertad def¡
mi situación y es incluso condición de mi propia lib'
tad. Se me oprime si se me arroja en una prisión, nc
se me impide arrojar en ella a mi prójimo.
De igual modo, el mismo opresor es consciente
este sofisma, y no osa siquiera recurrir a él. Más bí
que en reivindicar en su forma más descarnada la
bertad de opresión, se presenta como más preocupa
defensor de ciertos valores. No es en su nombre q
lucha: es en nombre de la civilización, de las instii
ciones, de los monumentos, de las virtudes que res
zan objetivamente la situación que entiende manten
Declara a todas esas cosas bellas y buenas en sí m
mas, defiende un pasado que ha revestido la dignid
helada de serlo, contra un porvenir incierto cuyos \
lores no han sido aún conquistados. Esto es lo q
expresa con claridad el rótulo: “conservador”. Coi
algunos son conservadores de un museo o de un esc
parate de medallas, otros se hacen conservadores c
mundo dado, ponen de relieve todos los sacrifici

i
96
que entraña necesariamente todo cambio, optan por
aquello que ha sido contra lo que todavía no es.
Es bien cierto que la superación del pasado hacia
el porvenir exige siempre sacrificios. Pretender que
al destruir un viejo barrio para reconstruir sobre sus
ruinas casas nuevas se lo conserva dialécticamente,
no es más que un juego de palabras: ninguna dialéc-
tica podría resucitar al viejo puerto de Marsella. El
pasado, en tanto que no superado, en su presencia de
carne y hueso, se desvanece en forma absoluta. Todo
lo que puede pretender un optimismo obcecado es que
bajo esta forma singular y rígida, el pasado no nos
concierne y que al sacrificarlo no sacrificamos nada.
Así, muchos revolucionarios juzgan sano rehusar to­
da ligadura con el pasado, profesar un desprecio por
los monumentos, por las tradiciones. “¿Qué hacemos
aquí?, perdemos el tiempo”, decía un periodista de
izquierda pisando con impaciencia una calle de Pom-
peya. Esta actitud se confirma por sí misma: aparté­
monos del pasado y no quedará traza de él para el
presente ni para el porvenir. La gente de la Edad Me­
dia había olvidado de tal modo la antigüedad que na­
die entre ellos deseaba conocerla. Podemos vivir sin
el griego, sin el latín, sin catedrales, sin historia. Sí,
pero también hay muchas otras cosas sin las cuales se
podría vivir: el hombre no tiende a reducirse, sino a
acrecentar su poder. Abandonar el pasado a la noche
de la facticidad, es una manera de despoblar el mun­
do. Yo desconfiaría de un humanismo demasiado indi­
ferente a los esfuerzos de los hombres de antaño. Si
ese develamiento del ser que han realizado nuestros
ancestros no nos alcanza de ningún modo, ¿por qué

97
estar tan interesados en el que se opera hoy, por qué
desear tan ardientemente realizaciones futuras?
Afirmar el reino humano, es reconocer al hombre
tanto en el pasado como en el porvenir. Los Humanis­
tas del Renacimiento son un ejemplo de la ayuda que
el entroncamiento con el pasado puede aportar a un
movimiento de liberación. Sin duda, no en todas las
épocas el estudio del griego y del latín tiene esta fuer­
za vivaz, pero el hecho de tener un pasado es, en todo
caso, parte de la condición del hombre. Si el mundo
detrás de nosotros estuviera desnudo, no sabríamos
percibir delante otra cosa que un desierto yermo. Es
necesario tratar de retomar por nuestra cuenta, a
través de nuestros proyectos vivos, esta libertad que
se halla comprometida con el pasado, e integrarla en
el mundo presente.
Pero, por otra parte, sabemos que si el pasado nos
concierne, no es en tanto dato en bruto, sino en tanto
posee una significación humana. Si esta significación
no puede ser reconocida más que por un proyecto
que rehúsa el legado del pasado, entonces esa heren­
cia debe ser rechazada. Sería absurdo mantener con­
tra el hombre un dato que no es precioso sino en tanto
exprese la libertad del hombre. Existe un país en el
cual, más que en ningún otro, el culto del pasado se
ha erigido en sistema: es el Portugal de hoy. Pero ello
tiene lugar al precio de un desdén deliberado por el
hombre. Sobre todas las colinas en las cuales se alzan
ruinas, Salazar ha hecho construir, sin reparar en gas­
tos, fastuosos castillos. En Obidos, no vaciló en afec­
tar a estas restauraciones sumas destinadas a la Ma­
ternidad, que se vieron obligados a cerrar. En los
98
alrededores de Coimbra, donde debía ser edificada
lina colonia infantil, derrochó tanto dinero en hacer re­
producir a escala reducida los diferentes tipos de casas
antiguas portuguesas, que apenas cuatro niños pu­
dieron ser albergados en esa monstruosa ciudad. Por
todas partes se estimulan las danzas, los cantos, las
fiestas locales, el uso de viejos trajes regionales: no
se abre jamás una escuela. Se percibe aquí, en su for­
ma extrema, el absurdo de una elección que prefiere
la Cosa al Hombre, de quien solamente aquélla pue­
de recibir su valor. Las danzas, los cantos, los trajes
regionales, pueden ser emocionantes porque en las du­
ras condiciones en que vivían los paisanos de otrora
esas fantasías representaban la única realización libre
que les estaba permitida. Por medio de estas creacio­
nes se evadían de su trabajo servil, trascendían su si­
tuación y se afirmaban como hombres frente a las bes­
tias. Dondequiera esas fiestas existan aún espontá­
neamente, ahí donde hayan guardado ese carácter,
tienen su sentido y su valor. Pero reproducidas cere­
moniosamente para edificación de turistas indiferen­
tes, no son más que un documental fastidioso, es decir,
una manifestación odiosa. Es un sofisma querer man­
tener mediante la violencia cosas cuyo valor surge,
precisamente, del hecho de que los hombres inten­
taban, mediante ellas, liberarse de la violencia. Del
mismo modo, todos los que oponen a la evolución so­
cial el respeto por los encajes antiguos, los tapices,
los peinados campesinos, las casas pintorescas, las
costumbres regionales, los tejidos a mano, los viejos
idiomas, saben bien que lo hacen de mala fe: ellos
mismos no desdeñan tanto la realidad presente de las
99
cosas y, la mayor parte del tiempo, su vida lo de­
muestra muy bien. Por cierto, tratan de estúpidos a
quienes no reconocen el valor incondicionado de un
punto Alen^on, pero en el fondo saben que estos ob­
jetos son menos preciosos en sí que como manifesta­
ción de la civilización que representan: más que la
puntilla, admiramos la paciencia y la sumisión de las
manos afanosas adheridas a la aguja. Y por ello, al
rechazar la paciencia y la sumisión, rechazamos la
puntilla. Sabemos también que los nazis hacían en­
cuadernaciones y pantallas muy bonitas con la piel
humana.
Así, la opresión de ningún modo podría justificarse
en nombre del contenido que defiende, y que de mala
fe erige en ídolo. Adherido a la subjetividad que la
fundó, ese contenido exige su propia superación. No
amamos el pasado en su verdad viviente si nos obsti­
namos en mantener las formas rígidas y momificadas.
El pasado es una apelación, una apelación hacia el
futuro que a veces no se puede salvar sino destru­
yéndolo. Que esta destrucción sea un sacrificio, sería
iluso negarlo. Puesto que el hombre desea que exista
el ser, no puede renunciar sin pesar a ninguna forma
de ser. Pero una moral auténtica no enseña a rehusar
el sacrificio, ni a negarlo: es necesario asumirlo.
El opresor no intenta sólo justificarse en tanto que
conservador. A menudo prefiere invocar realizacio­
nes futuras, habla en nombre del porvenir. El capi­
talismo se plantea como el régimen más favorable a la
producción. El colono es el único capaz de explotar
las riquezas que el indígena dejaría perder. Por me­
dio de su utilidad, la opresión intenta defenderse.

100
Pero hemos visto que pretender dar a la palabra “útil”
un sentido absoluto es uno de los embustes del espí­
ritu formal. Nada es útil si no es útil al hombre. Nada
es útil al hombre si éste no está en condiciones de defi­
nir sus propios fines y sus valores, si no es libre. Sin
duda, un régimen de opresión puede realizar cons­
trucciones que servirán al hombre: le servirán sólo el
día que sea libre de servirse de ellas. Ninguno de los
beneficios de la opresión es un beneficio real en tan­
to dure el reinado del opresor. Ni en el pasado ni en
el porvenir podemos preferir una Cosa al Hombre
que, solo, puede constituir la razón de todas las cosas.
Por fin, el opresor se complace en mostrar que el
respeto por la libertad no tiene nunca lugar sin difi­
cultades, e incluso puede llegar a afirmar que nunca
podríamos respetar a la vez todas las libertades. Pero
ello significa solamente que el hombre debe aceptar
la tensión de la lucha, que su liberación debe buscar
activamente perpetuarse, sin avizorar un estado im­
posible de equilibrio y de reposo. No significa que
deba preferir a esta conquista incesante el sueño de
la esclavitud. Cualesquiera que sean los problemas
que se le planteen, los fracasos que deberá asumir, las
dificultades en las cuales se debatirá, deberá recha­
zar la opresión a todo precio.

3. - LAS ANTINOMIAS DE LA ACCIÓN


Como hemos visto, si el opresor fuera consciente
de las exigencias de su propia libertad, él mismo de­
bería denunciar la opresión. Pero actúa de mala fe:

101
en nombre de lo formal, o de sus pasiones, de su v<
luntad de poder o de sus apetitos, rehúsa renuncú
a sus privilegios. Para que la acción liberadora fuei
una acción integralmente moral, sería necesario qt
se realizase a través de una conversión de los opresc
res: tendría lugar entonces una reconciliación de te
das las libertades. Pero nadie osaría abandonar:
hoy día a esas ensoñaciones utópicas. Sabemos di
masiado bien que no podemos contar con una conve]
sión colectiva. Sin embargo, los opresores, por el he
cho mismo de que rehúsan cooperar en la afirmació
de la libertad, encarnan a los ojos de todos los hon
bres de buena voluntad el absurdo de la facticidae
La moral, al reclamar el triunfo de la libertad sobi
la facticidad, reclama también que se los suprimí
Y puesto que, por definición, su subjetividad escap
a nuestra empresa, sólo será posible actuar sobre s
presencia objetiva: será necesario aquí tratar a le
otros como una cosa, hacerles violencia, confirmand
así el hecho doloroso de la separación de los hombre;
He aquí entonces al opresor a su vez oprimido, y le
hombres que lo violentan se vuelven a su vez amo:
verdugos, tiranos: en su rebelión, los oprimidos s
metamorfosean en una fuerza ciega, una fatalidad
brutal. En el centro de sí mismos tiene lugar el escán
dalo que divide al mundo. Y, sin duda, está fuera d
cuestión retroceder delante de estas consecuencia:
ya que la mala voluntad del opresor pone a cada un
en la alternativa de ser enemigo de los oprimidos :
no se lo es de su tirano. Es necesario, evidentemente
elegir sacrificar a quien es un enemigo del hombre
Pero el hecho es que nos vemos forzados a tratar .

102
ciertos hombres como cosas para conquistar la liber­
tad de los demás.
Una libertad que se emplea en rechazar la libertad
es en sí misma tan escandalosa, que el escándalo dé
la violencia que se ejerce contra ella queda casi anu­
lado: el odio, la indignación, la cólera (que incluso
el marxista cultiva a pesar de la fría imparcialidad de
la doctrina) esfuma todos los escrúpulos. Sólo que el
opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices en­
tre los mismos oprimidos. La mistificación es una de
las formas de la opresión. La ignorancia es una si­
tuación en que el hombre puede ser encerrado tan
estrechamente como en una prisión. Lo hemos dicho
ya: cada individuo puede ejercer su libertad en el in­
terior de su mundo, pero no todos tienen los medios
para rechazar, aunque sea por la duda, los valores,
los tabúes, las consignas de que se los ha rodeado.
Sin duda, las conciencias respetuosas adhieren por
su cuenta al objeto de su respeto, en ese sentido son
responsables, como son responsables de su presencia
en el mundo; pero no son culpables si su adhesión no
es una dimisión de su libertad. Cuando un joven nazi
de dieciséis años moría gritando: “¡Heil Hitler!”, no
era culpable, y no era a él a quien aborrecíamos, sino
a sus amos. Lo que hubiera sido deseable era reedu­
car a esa juventud equivocada. Sería necesario de­
nunciar la mistificación y colocar a los hombres que
son sus víctimas en presencia de su libertad. Pero la
urgencia de la lucha impide ese lento trabajo. Al mis­
mo tiempo que al opresor, estamos obligados a des­
truir a todos quienes lo sirven, sea por ignorancia o
por obligación.

103
Ya hemos visto también que la situación del mundo
es tan compleja que no podríamos luchar en todas
partes a la vez y por todos. Para obtener una victoria
urgente, deberemos renunciar, al menos provisoria­
mente, a servir algunas causas valiosas, e incluso es
posible que nos veamos obligados a combatirlas. Así,
ningún partido antifascista podía desear, durante la
última guerra, el éxito de las rebeliones indígenas en
el seno del Imperio Británico: tales rebeliones eran
apoyadas, por el contrario, por los regímenes fascis­
tas; y sin embargo, no se podría culpar a quienes,
considerando su liberación como la cosa más urgen­
te, aprovechaban la situación para tratar de obtenerla.
Es posible entonces, e incluso sucede a menudo, que
nos veamos obligados a oprimir, a matar, a hombres
que persiguen fines cuya validez en sí misma reco­
nocemos.
Pero no reside en ello el peor escándalo de la vio­
lencia. No sólo nos obliga a sacrificar a los hombres
que se convierten en obstáculos de nuestros desig­
nios, sino también a quienes luchan junto con nos­
otros, y a nosotros mismos. Puesto que no podemos
vencer a nuestros enemigos sino actuando sobre su
facticidad, reduciéndolos a cosas, nosotros mismos
debemos hacernos cosas. En esta lucha, en la cual
las voluntades son constreñidas a afrontarse a través
de los cuerpos, los cuerpos de nuestros aliados, como
los de nuestros adversarios, están expuestos al mismo
azar brutal: serán heridos, muertos, sufrirán hambre.
Toda guerra, toda revolución, exige de quienes la
emprenden el sacrificio de una generación, de una co­
lectividad. E incluso fuera de los períodos de crisis

104
en los cuales corre la sangre, la posibilidad perma­
nente de la violencia puede constituir entre las nacio­
nes, entre las clases, entre las razas, un estado de
guerra larvado en el cual los individuos son sacrifi­
cados de manera permanente.
Nos encontramos así en presencia de la paradoja
de que ninguna acción puede llevarse a cabo a favor
del hombre, sin ser realizada asimismo contra los
hombres. Esta verdad evidente, universalmente cono­
cida, es sin embargo tan amarga que la primera preo­
cupación de una doctrina de la acción reside ordina­
riamente en enmascarar esta parte de fracaso que
toda empresa comporta. Los partidos de opresión es­
camotean el problema: niegan el valor de lo que sa­
crifican, de manera que pretenden no sacrificar nada.
Pasando con muy mala fe de lo formal al nihilismo,
plantean a la vez el valor incondicionado de su fin
y la insignificancia de los hombres de los cuales se
sirven como instrumentos. Por elevado que s¿a, el
número de las víctimas es siempre mensurable; y cada
una de ellas, tomada una por una sigue siendo siem­
pre un individuo. Sin embargo, a través del espacio
y del tiempo, el triunfo de la causa abarca el infinito,
interesa a la colectividad entera. Es suficiente, para
negar el escándalo, negar al precio de esta colecti­
vidad la importancia del individuo: ella es todo, él
no es más que cero.
En cierto sentido, en efecto, un individuo es poca
cosa. Y así comprendemos las palabras de un misán­
tropo que declaraba en 1939: “Después de todo,
cuando consideramos a la gente una por una, real­
mente no da tanta lástima hacer la guerra contra ella”.

105
Reducido a la pura facticidad de su presencia, fijado
en su inmanencia, desgajado de su porvenir, privado
de su trascendencia y del mundo que esta trascen­
dencia devela, un hombre no se presenta sino como
una cosa entre las cosas, que podemos sustraer de la
colectividad de las demás cosas sin que su ausencia
deje ningún trazo sobre la tierra. Aun cuando uno
multiplique por millares de ejemplares esta existen­
cia miserable, su insignificancia permanece. Las ma­
temáticas mismas nos enseñan que cero, multiplicado
por cualquier número finito, sigue siendo cero. Puede
suceder incluso que en esta vana abundancia, la mi­
seria de cada elemento se afirme aún más. Delante
de las fotografías de los osarios de Buchenwald y de
Dachau, de las fosas sembradas de cadáveres, el ho­
rror por momentos se destruye a sí mismo, toma la
figura de la indiferencia. Esta carne descompuesta,
esta carne animal parece de tal modo destinada a la
putrición, que no se puede ni siquiera lamentar que
haya cumplido su destino. Cuando un hombre está
vivo su muerte se nos presenta como un escándalo,
pero un cadáver tiene la tranquilidad estúpida de los
árboles y de las piedras: es fácil, dicen quienes han
hecho la prueba, caminar sobre un cadáver, y más
todavía a través de montones de cadáveres. Y por la
misma razón se explica el endurecimiento que experi­
mentan los deportados que han escapado a la muerte:
a través de la enfermedad, del sufrimiento, del ham­
bre, de la muerte, no percibían en sus camaradas y en
ellos mismos sino una horda animal en la cual nada
justificaba ya ni la vida ni los deseos, en la cual in­
cluso las rebeliones no eran sino sobresaltos de bes-

106
tías. Hubiera sido necesario estar sostenido por una
fe política, un orgullo intelectual, una caridad cris­
tiana, para ser capaz de percibir al hombre a través
de esos cuerpos humillados. Y es por ello que los na­
zis ponían un encarnecimiento sistemático en arrojar
en la abyección a los hombres que querían destruir:
el disgusto que las víctimas experimentaban en rela­
ción consigo mismas ahogaba la voz de la rebelión
y justificaba a sus propios ojos a los verdugos. Todos
los regímenes de opresión se fortifican mediante el
envilecimiento de los oprimidos. He visto en Argelia
a muchos colonos tranquilizar su conciencia mediante
el desprecio que sentían por los árabes, hundidos en
la miseria. Cuanto más miserables eran, más despre­
ciables parecían, tanto, que nunca había lugar para
los remordimientos. Es verdad que ciertas tribus del
sur estaban tan estragadas por el hambre y las enfer­
medades, que no se podía sentir en su presencia ni
rebelión ni esperanza. Se deseaba más bien la muerte
de esos desdichados, reducidos a una animalidad tan
elemental que incluso el instinto maternal estaba en
ellos abolido. Sin embargo, en el seno de esta sórdida
resignación había niños que jugaban y que sonreían
y su sonrisa denunciaba la hipocresía de los opreso­
res: era un llamado y una promesa. Proyectaba de­
lante del niño un porvenir: un porvenir de hombre.
Si en todos los países oprimidos un rostro de niño es
tan emocionante, no es porque el niño sea más emo­
cionante, porque tenga más derecho a la felicidad que
los otros: es porque constituye la afirmación viva de
la trascendencia humana, una mirada al acecho, una
mano ávida que se tiende hacia el mundo, es espe-

107
ranza, proyecto. La astucia de los tiranos reside en
encerrar al hombre en la inmanencia de su facticidad,
fingiendo olvidar que el hombre es siempre, según
las palabras de Heidegger, "infinitamente más de lo
que sería si se lo redujese a ser aquello que es”. El
hombre es ser de lejanías, movimiento hacia el por­
venir, proyecto. El tirano se afirma a sí mismo como
trascendencia, considera a los otros como puras in­
manencias: se arroga así el derecho de tratarlos co­
mo bestias. Vemos sobre qué sofisma fundamenta su
conducta: de la condición ambigua de todos los hom­
bres retiene, para él, el único aspecto de una trascen­
dencia capaz de justificarse; para los otros, el aspecto
contingente e injustificado de la inmanencia.
Pero tal desprecio del hombre, si bien es cómodo,
es también peligroso. El sentimiento de la abyección
puede confirmar a los hombres en una resignación
sin esperanzas, pero no incitarlos a la lucha y al
sacrificio consentido de su vida. Es lo que se vio en
tiempos de la decadencia romana, cuando los hom­
bres habían perdido, junto con el gusto por su vida,
el de arriesgarla. Del mismo modo, el tirano mismo
no erige abiertamente este desprecio en principio uni­
versal: es al judío, al negro, al indígena a quienes en­
cierra en su inmanencia. Para sus servidores, para
sus soldados, tiene otro lenguaje. Ya que resulta de­
masiado claro que si el individuo es un puro cero, esta
suma de ceros que es la colectividad es también un
cero. Ninguna empresa tiene importancia, ninguna
derrota, como tampoco ninguna victoria. Para apelar
a la devoción de sus tropas, el jefe, el partido autori­
tario, utilizará una verdad que es el reverso de aque-

108
lia que lo autoriza a la opresión brutal: que el valor
del individuo no se afirma sino en su superación.
Éste es uno de los aspectos de la doctrina de Hegel
que emplean voluntariamente los regímenes dictato­
riales. Y un punto en el cual se encuentran la ideolo­
gía fascista y la marxista. Una doctrina que se pro­
ponga la liberación del hombre no podría evidente­
mente apoyarse en el desprecio por el individuo, pero
tampoco puede proponerle otra salida que su subor­
dinación a la colectividad. Lo finito no es nada, sino
su pasaje hacia el infinito, la muerte de un individuo
no es un fracaso si está integrada en un proyecto que
sobrepasa los límites de la vida, puesto que la sus­
tancia de esta vida está fuera del mismo individuo,
en la clase, en el estado socialista. Si enseñamos al
individuo a consentir su sacrificio, este sacrificio re­
sulta abolido en cuanto tal, y el soldado que ha
renunciado a sí mismo en favor de su causa, morirá
jubilosamente. Y es así en efecto como morían los
jóvenes hitleristas. Sabemos cuántos discursos edifi­
cantes ha inspirado esta filosofía: perdiéndose es co­
mo uno se encuentra, muriendo es como se cumpli­
menta una vida, aceptando la esclavitud como realiza
su libertad, así es como predican todos los conduc­
tores de hombres. Y si algunos rehúsan ese lenguaje,
están equivocados, son cobardes: como tales no va­
len nada, no merecen que uno se preocupe por ellos.
El hombre valeroso muere alegremente por su propio
consentimiento; quien se rehúsa a morir no merece
más que la muerte. He aquí cómo se resuelve con ele­
gancia el problema.
Pero uno podría preguntarse si esta cómoda solu-

109
ción no se contradice a sí misma. En Hegel el indivi­
duo no es más que un momento abstracto de la His­
toria del Espíritu absoluto. Ello se explica por la in­
tuición primera de un sistema que, identificando lo
real y lo racional, vacía al mundo humano de su den­
sidad sensible. Si la verdad del aquí y ahora, son so­
lamente el Espacio y el Tiempo universal, si la verdad
de la causa de uno es su pasaje en el otro, entonces la
adhesión a la sustancia individual de la vida es evi­
dentemente un error, una actitud inadecuada. El mo­
mento esencial de la moral hegeliana es el momento
del reconocimiento de las conciencias una por otra.
En esta operación, el otro es reconocido como idénti­
co a mí, lo que significa que en mí mismo solo es re­
conocida la verdad universal de mi yo. He aquí en­
tonces negada la singularidad, y la misma no podrá
reaparecer más que en el plano natural y contingen­
te. La salud moral residirá en la superación hacia ese
otro que es igual a mí mismo y que se superará a su
vez hacia otro. Hegel mismo reconoce que si ese pa­
saje se produjese indefinidamente, la Totalidad no se
realizaría nunca, lo real se disiparía en relación: no
se podría sacrificar indefinidamente cada generación
a la siguiente sin caer en el absurdo. La historia hu­
mana no sería entonces sino una interminable serie de
negaciones que nunca alcanzarían lo positivo. Toda
acción sería destrucción y la vida una vana fuga. Es
necesario admitir que habrá una recuperación de lo
real y que todos los sacrificios encontrarán su figura
positiva en el seno del Espíritu absoluto. Pero ello
tiene lugar no sin dificultad. El espíritu es sujeto, pero
¿quién está sujeto? ¿Cómo ignorar, después de Des-
110
caries, que subjetividad significa radicalmente sepa­
ración? Y si admitimos, al precio de una contradicción
que el sujeto serán los hombres del futuro reconci­
liados, será necesario también reconocer que perma­
necen por siempre excluidos de esta reconciliación
los hombres de hoy, que se supone han sido la sus­
tancia de lo real, y no sujetos. Por otra parte, incluso
Hegel retrocede ante la idea de este porvenir inmó­
vil: puesto que el Espíritu es inquietud, la dialéctica
de la lucha y de la conciliación no podría detenerse
nunca: el porvenir que encara no es la paz perpetua
de Kant, sino un estado de guerra indefinido. Hegel
declara que esta guerra no aparecerá más como un
mal el día en que todo individuo habrá hecho don de sí
mismo al Estado. Pero precisamente aquí tiene lugar
otra vuelta de tuerca, ya que ¿Por qué habría de con­
sentir en ese don, puesto que el Estado no podría ser
la superación de lo real, la Totalidad recuperándose a
sí misma? Todo el sistema se presenta como una vasta
mistificación, puesto que subordina todos sus momen­
tos a un término del cual no se atreve a plantear el ad­
venimiento. El individuo renuncia a sí mismo, pero
nunca resulta afirmada ni recuperada ninguna reali­
dad en favor de la cual pueda renunciar. A través de
de toda esa sabia dialéctica volvemos al sofisma que
denunciamos: si el individuo no es nada, la sociedad
tampoco podría ser algo mejor. Que se le prive de su
substancia, y el Estado no tendrá más substancia. Si
no tiene nada que sacrificar, tampoco habrá delante
de él nada por qué sacrificarse. La plenitud hegeliana
pasa repentinamente a la nada de la ausencia. Y la
misma magnitud de este fracaso hace surgir la ver-
111
dad: sólo el sujeto puede justificar su propia existen­
cia. Ningún sujeto extraño, ningún objeto, podría
aportarle desde fuera la salvación. No se le puede
considerar como una nada, puesto que en él está la
conciencia de todas las cosas.
Así, el pesimismo nihilista y el optimismo raciona­
lista fracasan en su esfuerzo por escamotear la verdad
amarga del sacrificio: suprimen también todas las
razones para quererlo. Alguien decía a una joven en­
ferma que lloraba porque le era necesario abandonar
su casa, sus ocupaciones, toda su vida pasada: “Cú­
rese. El resto no tiene importancia”. “Pero si nada
tiene importancia, respondió ella, ¿de qué sirve que
me cure?”. Tenía razón. Para que este mundo tenga
alguna importancia, para que nuestras empresas ten­
gan un sentido y merezcan ciertos sacrificios, es ne­
cesario que afirmemos la densidad concreta y singu­
lar de este mundo, la realidad singular de nuestros
proyectos y de nosotros mismos. Es lo que compren­
den las sociedades democráticas: se esfuerzan por
confirmar a los ciudadanos en el sentimiento de su
valor individual. Todo el aparato ceremonial de los
bautismos, de los matrimonios, de los entierros, es un
homenaje de la colectividad hacia el individuo. Y los
ritos de la justicia tratan de manifestar el respeto de
la sociedad por cada uno de sus miembros, considera­
do en su singularidad. Nos sorprendemos, e incluso
nos irritamos cuando vemos, luego o durante un pe­
ríodo de violencia en el cual los hombres son tratados
como objetos, que la vida humana recobra en ciertos
casos un carácter sagrado. ¿Por qué esas vacilaciones
de los tribunales, esos largos procesos, cuando los

112
hombres han muerto por millones, como mueren las
bestias, cuando esos mismos a quienes se juzga los
han masacrado fríamente? Es que tan pronto como ha
pasado el período de crisis durante el cual, de buen
o mal grado, las mismas democracias han debido re­
solverse por la violencia ciega, entienden que deben
restablecer al individuo en sus derechos. Más que
nunca, les es necesario devolver a sus miembros el
sentido de su dignidad, el sentido de la dignidad de
cada hombre, tomado uno por uno. Es necesario que
el soldado se haga de nuevo ciudadano a fin de que
la ciudad continúe subsistiendo como tal, continúe me­
reciendo que nos consagremos a ella.
Pero si el individuo es planteado como valor sin­
gular e irreductible, la palabra sacrificio recobra todo
su sentido. Lo que un hombre pierde renunciando a
sus proyectos, a su futuro, a su vida, no se presenta
ya como una cosa desdeñable. Incluso si decide que
para justificar su vida le es necesario consentir en li­
mitar el curso de la misma, incluso si acepta morir, hay
en el centro de esta aceptación un desgarramiento.
Ya que la libertad exige a la vez recuperarse a sí mis­
ma como un absoluto y prolongar indefinidamente su
movimiento: es a través de este movimiento indefini­
do que desea volver sobre sí misma y confirmarse. No
obstante, la muerte detiene su impulso. El héroe puede
trascender su muerte hacia una realización futura,
pero no estará presente en ese futuro. Esto es necesa­
rio comprender si queremos restituir al heroísmo su
verdadero valor: que no es ni natural ni fácil. El hé­
roe puede superar su pesar y consumar su sacrificio,
el cual sigue siendo de todos modos un renunciamiento

113
absoluto. La muerte de aquellos a quienes nos ligan
lazos singulares será también consentida como una
desgracia singular e irreductible. Una concepción co­
lectivista del hombre no acuerda existencia valiosa a
sentimientos como el amor, la ternura, la amistad.
Tan sólo la identidad abstracta de los individuos au­
toriza entre ellos una camaradería por la cual cada
uno se asimila a cada uno de los otros. En el marchar
juntos, en las canciones cantadas en coro, en los tra­
bajos comunes y las luchas en común, todos los de­
más se presentan como él mismo: nadie muere nunca.
Por el contrario, si los individuos se reconocen en sus
diferencias, se producen entre ellos relaciones singu­
lares y cada uno se vuelve para los otros irremplaza-
ble. Y la violencia no provoca solamente en el mundo
el desgarramiento del sacrificio consentido, resulta
también sufrida en la rebelión y en el rechazo. In­
cluso aquél que desea una victoria y sabe que es ne­
cesario pagar por ella se preguntará con amargura:
¿por qué con mi sangre en vez de la de otros? ¿Por
qué fue mi hijo el que resultó muerto? Y hemos visto
que toda lucha nos obliga a sacrificar gente a quienes
nuestra victoria no concierne, gente que, con buena fe,
la rechaza como un cataclismo: morirán sumidos en
la sorpresa, en la cólera o en la desesperación. Su­
frida como una desgracia, para quien la ejerce, la vio­
lencia se presenta como un crimen. Es por ello que
Saint-Just, que creía en el individuo y que sabía que
toda autoridad es violencia, decía con sombría lucidez:
“Nadie gobierna inocentemente”.
Se concibe que todos quienes gobiernan no tengan
el coraje de hacer tal confesión, y por otra parte, po-

114
dría ser muy peligroso para ellos hacerla en voz de­
masiado alta. Tratan de disimular el crimen. Por lo
menos tratan de ocultarlo a los ojos de quienes pade­
cen su ley. Si no pueden negarlo totalmente, tratan al
menos de justificarlo. La justificación más radical se­
ría demostrar que es necesario: cesa entonces de ser
un crimen, se convierte en fatalidad. Incluso si un fin
es planteado como necesario, la contingencia de los
medios vuelve arbitrarias las decisiones del jefe y ca­
da sufrimiento singular se presenta como injustifica­
do: ¿por qué esta revolución sangrienta en lugar de
reformas lentas? ¿Y quién osará designar a la víctima
exigida anónimamente por la voluntad general? Por
el contrario, si se avisora como posible un solo camino,
si el desarrollo de la historia es fatal, no queda ya
lugar para la angustia de la elección, ni para el
lamento, ni para el escándalo, ninguna rebelión
puede surgir ya en ningún corazón. Esto es lo que
hace del materialismo histórico una doctrina tan
reconfortante: se elimina por su intermedio la idea
fastidiosa de un capricho subjetivo o de un azar ob­
jetivo. El pensamiento y la voz de los dirigentes no
hacen sino reflejar las exigencias fatales de la His­
toria. Pero para que esta fe sea viviente y eficaz, es
necesario que ninguna reflexión mediatice la subje­
tividad de los jefes y la haga aparecer como tal. Si el
jefe considera que no refleja simplemente el dato, si­
no que lo interpreta, lo veremos proa a la angustia:
¿quién soy yo para creer en mí mismo? Y si el soldado
abre los ojos, preguntará también: ¿quién es él para
mandarme? En lugar de un profeta, no verá más que
a un tirano. Por ello todo partido autoritario considera

115
al pensamiento como un peligro, a la reflexión como a
un crimen. Es por ellos que el crimen aparece como tal
en el mundo. Este es uno de los sentidos de Cero y el
infinito, de Koestler. Rubatchov se desliza fácilmente
por el sendero del consentimiento, pues percibe que
la hesitación y la duda constituyen la más radical, la
más imperdonable de las faltas. Más que constituir una
desobediencia caprichosa, minan el mundo de la ob­
jetividad. Sin embargo, por duro que sea el yugo, a
pesar de las depuraciones, de las muertes, de las de­
portaciones, todo régimen tiene opositores: subsiste
la reflexión, la duda, la resistencia. E incluso si el opo­
sitor se equivoca, su error pone de relieve una verdad:
que hay lugar en este mundo para el error, para la
subjetividad. Ya sea que esté equivocado o tenga ra­
zón, triunfa, pues demuestra que los hombres que de­
tentan el poder pueden también equivocarse. Y estos
además lo saben. Saben que vacilan y que deciden con
riesgo. Más que una fe, la doctrina de la necesidad
es un arma. Y si uno se sirve de ella, es porque sabe
bien que el soldado podría actuar de otro modo que
como lo hace, de otro modo que como quisiéramos,
que podría desobedecer: sabemos bien que es libre y
encadenamos su libertad. Es el primer sacrificio que
le imponemos: el de renunciar a su propia libertad,
hasta a sus pensamientos, a fin de lograr una libera­
ción del hombre. Para disimular la violencia no se ha­
ce más que recurrir a una violencia nueva que alcanza
incluso el plano del espíritu.
Sea, pero esa violencia es útil, responde el partida­
rio seguro de sus fines. Y la justificación que invoca
es la que, de la manera más general, inspira y legitima
116
toda acción. Desde los conservadores a los revolucio­
narios, a través de vocabularios idealistas y morales
o bien realistas y positivos, es en nombre de la utili­
dad como se excusa el escándalo de la violencia. Poco
importa que la acción no esté fatalmente comandada
por los acontecimientos anteriores, si ha sido orienta­
da por el fin propuesto. Este fin funda los medios que
se le subordinan, y gracias a esta subordinación po­
demos, no sin duda evitar el sacrificio, pero sí legiti­
marlo: esto es lo que importa al hombre de acción. El
consiente, como Saint-Just, en perder su inocencia. Lo
que le repugna, es lo arbitrario del crimen, más que el
crimen mismo. Si los sacrificios consentidos encuen­
tran su lugar racional en el seno de la empresa, esca­
pamos a la angustia de la decisión y a los remordi­
mientos. Es necesario tan solo triunfar. La derrota
tornaría un escándalo injustificado las muertes, las
destrucciones, puesto que entonces habrían tenido
lugar en vano. Pero la victoria da su sentido y su uti­
lidad a todos los infortunios que han servido para con­
quistarla.
Tal posición sería sólida y satisfactoria si la pala­
bra útil tuviera en sí un sentido absoluto. Ya lo he­
mos visto, precisamente es propio del espíritu formal
conferirle un sentido elevando la Cosa o la Causa a
la dignidad de un fin incondicionado. Entonces, el
único problema que se plantea es un problema técni­
co. Los medios serán elegidos conforme a su eficacia,
su seguridad, su rapidez, su economía. Se trata sola­
mente de mensurar las relaciones de estos factores:
tiempo, gastos, probabilidades de éxito. Incluso en
tiempo de guerra la disciplina evita a los subordinados
117
esos cálculos: los mismos conciernen únicamente al
Estado Mayor. El soldado no cuestiona ni el fin, ni
los medios para alcanzarlo: obedece sin discutir. Lo
único que distingue a la guerra y a la política de cual­
quier otra técnica, es que el material que utilizan es
un material humano. Por lo tanto, del mismo modo
que no podemos tratar como una simple mercancía el
trabajo humano, tampoco podemos tratar como instru­
mentos ciegos los esfuerzos y las vidas humanas. Al
mismo tiempo que medio para alcanzar el fin, el hom­
bre es en sí mismo fin. La palabra útil reclama un com­
plemento y no podría tener más que uno: el hombre
mismo. Y el soldado más disciplinado se amotinaría si
una propaganda juiciosa no lo persuadiese de que está
consagrado a la causa del hombre, es decir, a su causa.
Pero la causa del hombre, ¿es la de cada hombre?
Esto es lo que, luego de Hegel, se esfuerzan por de­
mostrar las morales utilitarias. Se trata siempre, si
se quiere dar a la palabra útil un sentido universal y
absoluto, de reintegrar a cada hombre en el seno de
la humanidad. Se declara que a despecho de las de­
bilidades carnales y de este temor singular que cada
uno experimenta delante de su muerte particular, el
interés verdadero de cada uno se confunde con el in­
terés general. Y es verdad que cada uno está ligado
a todos, pero en ello reside precisamente la ambi­
güedad de su condición: en su superación hacia los
otros, cada uno existe absolutamente como para sí.
Cada uno está interesado en la liberación de todos,
pero en tanto que existencia separada, comprometi­
da en sus proyectos singulares. De tal modo, que los
términos: útil al Hombre, útil a este hombre, no se

118
recuperan nunca. El Hombre universal, absoluto, no
existe en ninguna parte. Por este lado, se encuentra
nuevamente la misma antinomia: la única justifica­
ción del sacrificio es su utilidad. Pero lo útil es aque­
llo que sirve al Hombre. Por lo tanto, para servir a los
hombres, es necesario perjudicar a otros. ¿En nom­
bre de qué principio elegir entre ellos?
Es necesario recordar aún que el fin supremo al
que el hombre debe tender es su libertad, la única ca­
paz de fundar el valor de todo fin. Subordinaremos en­
tonces el confort, la felicidad, todos los bienes rela­
tivos que definen los proyectos humanos a esa condi­
ción absoluta de realización. La libertad de un hombre
sólo debe importar más que una cosecha de algodón
o de caucho. Aún cuando este principio no sea, de
hecho, respetado, es de ordinario teóricamente reco­
nocido. Pero lo que torna tan dificultoso el problema,
es que se trata de elegir entre la negación de una
o de otra libertad: toda guerra supone una disciplina,
toda revolución una dictadura, toda política fraudes.
De la muerte a la mistificación, la acción implica to­
das las formas del avasallamiento. ¿Es, en todo caso,
absurda? ¿O se puede encontrar, a pesar de todo, en
el mismo seno del escándalo que implica, razones para
querer una cosa más que otra?
Por un extraño compromiso que señala que toda
acción trata a la vez al hombre como medio y como
fin, como objeto exterior y como interioridad, tene­
mos en cuenta generalmente consideraciones numé­
ricas. Vale más salvar la vida de diez hombres que la
de uno solo. Así, se considera al hombre como fin,
puesto que plantear la cantidad como valor, implica

119
r

I
plantear el valor positivo de cada unidad. Pero es
plantearla como valor cuantificable, por lo tanto co­
mo exterioridad. Conocí un racionalista kantiano que
sostenía con pasión que es tan inmoral elegir la muerte
de un solo hombre como dejar perecer diez mil. Tenis
■ razón en el sentido de que en cada muerte el escán­
dalo es total. Diez mil muertes no constituyen die2
mil repeticiones de una muerte singular, ninguna mul­
tiplicación puede ser hecha sobre la subjetividad. Perc
olvidaba que, para quien debe tomar la decisión, los
hombres son dados, sin embargo, como objetos que
podemos contar. Es por tanto lógico, aún cuando esta
lógica implique un escandaloso absurdo, preferir la
salvación de la mayor cantidad. Este planteo del pro­
blema es bastante abstracto, sin embargo, ya que es
bien raro que fundemos la elección sobre la cantidad
pura. Estos hombres entre los cuales vacilamos tienen
funciones en la sociedad. El general que economiza
la vida de sus soldados, las economiza en tanto que
material humano útil de reservar para las batallas de
I mañana o para la reconstrucción del país. Y por veces,
condena a la muerte a millares de civiles cuya suerte
I no le concierne, para salvar la vida de cien soldados
I o de diez especialistas. Un caso límite es el que des­
cribe David Rousset en Los días de nuestra muerte:
los S.S. obligaban a los responsables de los campos
¡ de concentración a designar ellos mismos a los dete­
nidos que habrían de ir a la cámara de gas. Los polí­
ticos aceptaban asumir esta responsabilidad porque
creían poseer un valioso principio de selección: pro-
j tegían a los hombres de su partido, puesto que la vida
de esos hombres consagrada a una causa que consi-

120
deraban justa, les parecía la más útil para preservar.
Sabemos que se ha reprochado mucho a los comunis­
tas esta parcialidad. Sin embargo, puesto que de nin­
gún modo se podía eludir la atrocidad de esas masa­
cres, el único partido a adoptar era tentar, en la me­
dida de lo posible, de racionalizarlas.
Parece que no hemos avanzado demasiado, puesto
que en suma hemos vuelto a decir que lo que se pre­
senta como útil, es sacrificar a los hombres menos
útiles por aquellos que lo son en mayor medida. Pero
incluso esta remisión de lo útil a lo útil nos va a escla­
recer: el complemento de la palabra útil, es la palabra
hombre, pero lo es también la palabra futuro. Es el
hombre en tanto que, según la fórmula de Ponge, es
“el futuro del hombre”. Y en efecto, desgajado de su
trascendencia, reducido a la facticidad de su presen­
cia, un individuo no es nada. Mediante su proyecto
es como se realiza, por el fin encarado como se jus­
tifica. Esta justificación está por lo tanto siempre por
venir. Sólo el futuro puede retomar por su cuenta el
presente y conservarlo vivo al superarlo. A la luz del
futuro, que es el sentido y la sustancia misma de la
acción, es como se hará posible una elección. Sacri­
ficaremos a los hombres de hoy a los de mañana, por­
que el presente aparece como la facticidad que es ne­
cesario trascender hacia la libertad. Ninguna acción
es concebible sin esta afirmación soberana del porve­
nir. Pero todavía es necesario que nos entendamos
sobre lo que esta palabra encubre.

121
4. - EL PRESENTE Y EL FUTURO
La palabra futuro tiene dos sentidos, correspon­
dientes a dos aspectos de la condición ambigüa del
hombre, que es carencia de ser y que es existencia.
Es a la vez como ser y como existencia que debe ser
encarado. Cuando me enfrento a mi futuro, considero
ese momento que, prolongando mi existencia de hoy,
cumplirá mis proyectos presentes y los superará ha­
cia fines nuevos. El futuro es el sentido definido de
una trascendencia singular y está tan estrechamente
ligado con el presente, que compone con él una sola
forma temporal. Este futuro es el que Heidegger con­
sidera como una realidad dada a cada instante. Pero
los hombres han soñado a través de los siglos con otro
futuro en el cual les fuera permitido recuperarse co­
mo seres en la Gloria, la Felicidad o la Justicia. Este
futuro no prolongaba el presente, instalaba en el mun­
do una especie de cataclismo anunciado por signos
que cortaban la continuidad del tiempo: mediante un
Mesías, por meteoros, por las trompetas del Juicio
Final. Transportando al cielo el reino de Dios, los
cristianos lo han despojado casi de su carácter tem­
poral, aún cuando no fuese prometido al creyente sino
al término de su vida. Es el humanismo anticristiano
del siglo xvm el que hace descender nuevamente el
mito a la tierra. Entonces, mediante la idea de pro­
greso, se elabora una idea del futuro en la cual se
fusionan sus dos aspectos: el futuro aparece a la vez
como el sentido de nuestra trascendencia y como la
inmovilidad del ser. Es humano, terrestre, y es a la vez
122
el reposo de las cosas. Bajo esta forma se refleja con
vacilación en el sistema de Hegel y en el de Augusto
Comte. Bajo esta forma se lo evoca tan a menudo hoy,
sea en tanto que unidad del Mundo, sea en tanto que
Estado socialista realizado. En ambos casos, el Fu­
turo aparece a la vez como el infinito y como la tota­
lidad, como el número y como la unidad de la conci­
liación: es la abolición de lo negativo, la plenitud y la
felicidad. Se concibe que pueda reclamarse en su nom­
bre no importa qué sacrificio finito. Cualquiera sea la
cantidad de los hombres sacrificados hoy, la que apro­
vechará de este sacrificio es infinitamente más ele­
vada. Por otra parte, frente a la positividad del futu­
ro, el presente no es más que lo negativo que debe
ser suprimido en cuanto tal: sólo consagrándose a
esta positividad lo negativo puede ahora y ya retor­
nar a lo positivo. El presente es la existencia transi­
toria que está hecha para ser abolida: no se recupera
sino trascendiéndose hacia la permanencia del ser fu­
turo. Solo como instrumento, como medio, solo por su
eficacia en lo que concierne al acontecimiento del fu­
turo, el presente se realiza en forma valiosa. Reduci­
do a sí mismo no es nada: podemos disponer de él a
nuestro antojo. En ello reside el sentido acabado de
la fórmula: el fin justifica los medios. Todos los me­
dios resultan autorizados en virtud de su misma indi­
ferencia. Así, unos piensan con serenidad que la opre­
sión actual no tiene importancia si, a través de ella,
el Mundo puede realizarse en cuanto tal. Entonces,
en el seno del armonioso equilibrio del trabajo y de la
riqueza, la opresión desaparecerá por sí misma. Otros
piensan con serenidad que la dictadura actual de un

123
partido, sus engaños, sus violencias, no tienen impor­
tancia si, a través de ella, se realiza el Estado socia­
lista. Entonces desaparecerán para siempre la arbitra­
riedad y el crimen de la faz de la tierra. Y otros pien­
san, más muellemente todavía, que los plazos y los
compromisos no tienen importancia puesto que de una
u otra manera, el porvenir terminará por triunfar. To­
dos los que proyectándose hacia un Porvenir-Cosa,
sacrifican a él su libertad, encuentran la tranquilidad
de lo formal.
Sin embargo, hemos visto que, a pesar de las exi­
gencias de su sistema, Hegel mismo no se atrevió a
admitir el engaño de la idea de un futuro inmóvil. Ad­
mitió que por ser el espíritu inquietud, la lucha no ce­
sará nunca. Marx no consideraba el advenimiento
del Estado socialista como una finalidad absoluta,
sino como el término de una prehistoria a partir de la
cual comienza la historia verdadera. Sería suficiente
sin embargo, para que el mito del porvenir fuese legí­
timo, que esta historia pudiese ser concebida como un
desarrollo armonioso en el cual los hombres recon­
ciliados se realizarían como pura positividad. Pero
este sueño no está permitido, puesto que el hombre es
originalmente negatividad. Ninguna convulsión so­
cial, ninguna conversión moral puede suprimir esta
carencia que reside en su corazón. Haciéndose caren­
cia de ser es como el hombre existe, y la existencia po­
sitiva es esta carencia asumida, pero no abolida. No
podemos fundar en la existencia una sabiduría abs­
tracta que, apartándose del ser, no vislumbre más que
la armonía de los existentes, ya que entonces el silen­
cio absoluto del en-sí se cerraría sobre esta negación
124
de la negatividad. Sin ese movimiento singular que lo
arroja hacia el ser, el hombre no existiría. Pero enton­
ces no podríamos imaginar la reconciliación de las
trascendencias: estas no tienen la docilidad indife­
rente de una pura abstracción, son concretas y se
disputan concretamente el ser. El mundo que develan
es un campo de batalla en el que no hay terreno neu­
tral y que no podemos parcelar, puesto que es a través
del mundo entero como cada proyecto singular se
afirma. La ambigüedad fundamental de la condición
humana abrirá siempre a los hombres la posibilidad
de opciones opuestas. Siempre habrá en ellos el deseo
de ser ese ser del que se sienten carentes, la huida de­
lante de la angustia de la libertad. El plano del infier­
no, de la lucha, nunca será abolido. La libertad nunca
será dada, sino algo por conquistar. Es lo que expre­
saba Trotsky cuando imaginaba el futuro como revo­
lución permanente. Es también el sofisma que se es­
conde en ese abuso verbal del que se sienten autori­
zados todos los partidos para justificar su política,
cuando declaran que el mundo está todavía en guerra.
Si se entiende por esto que la lucha no ha terminado
aún, que el mundo se debate entre intereses opuestos
que se enfrentan en la violencia, se dice la verdad.
Pero se quiere decir también que tal situación es anor­
mal y reclama conductas anormales. La política que
ello comporta puede recusar todo principio moral,
puesto que no tiene más que una forma provisoria:
más tarde, se actuará de acuerdo con la justicia y con
la verdad. A la idea de una guerra actual, se opone la
de una paz futura, en la cual el hombre encontrará,
con una situación estable, la posibilidad de una moral.

125
Pero en verdad, si la división y la violencia definen
la guerra, el mundo ha estado siempre en guerra, y lo
estará siempre. Si el hombre aguarda la paz universal
para tratar de fundar legítimamente su existencia, es­
perará indefinidamente: nunca tendrá otro porvenir.
Puede que algunos recusen esta afirmación como
fundada sobre presuposiciones ontológicas cuestio­
nables. Se debe reconocer al menos que este futuro
armonioso no es más que un sueño incierto, y que en
todo caso no es nuestro. Nuestra empresa sobre el
porvenir está limitada, el movimiento de expansión
de la existencia exige que nos esforcemos a cada ins­
tante por acrecerlo. Pero ahí donde nuestra empresa
se detenga, se detiene también nuestro porvenir. Más
allá no hay nada, puesto que nada es develado. De
esta noche informe no sabríamos extraer ninguna jus­
tificación para nuestros actos. Ella los condena con
la misma indiferencia. Al borrar las faltas y derrotas
de hoy, borrará también los triunfos. Tanto como un
paraíso, puede construir el caos o la muerte. Un día,
quizás, los hombres retornarán a la barbarie, un día
la tierra no será más que un planeta helado. Desde
esta perspectiva, todos los momentos se confunden
en la indistinción de la nada y del ser. No es a este
futuro incierto, extraño, que el hombre debe confiar
el cuidado de su salvación: es su responsabilidad ase­
gurarlo en el seno de su propia existencia. Esta exis­
tencia no es concebible, ya lo hemos dicho, sino como
afirmación del futuro, pero de un futuro humano, de
un futuro finito.
Este sentido de la finitud es difícil de salvaguardar
hoy día. Las ciudades griegas, la república romana,

126
pudieron concebirse en su finitud, porque el infinito
que las investía no era para ellas sino tinieblas. Ellas
murieron en esa ignorancia, pero también vivieron en
ella. Hoy, sin embargo, no nos resulta tan cómodo
vivir, puesto que estamos demasiado aplicados a pre­
venir la muerte. Somos conscientes de que el mundo
entero está interesado en cada una de nuestras em­
presas, y esta ampliación espacial de nuestros proyec­
tos comanda también su dimensión temporal. Por una
paradójica simetría, mientras un individuo acuerda
un precio a una jornada de su vida, a una ciudad, a un
año, los intereses del mundo se calculan por siglos.
Cuanto más grande es la densidad humana que se
considera, mayor es la incidencia del punto de vista de
la exterioridad sobre el de la interioridad. Y la idea
de exterioridad implica también la de cantidad. Así.
las medidas han cambiado de escala. A nuestro alre­
dedor el espacio y el tiempo se han dilatado. Un mi­
llón de hombres es hoy poca cosa, y un siglo no nos
parece más que un momento provisorio. Sin embargo,
el individuo no resulta tocado por esta transformación,
su vida conserva el mismo ritmo, su muerte no retro­
cede delante de él. Prolonga su empresa sobre el mun­
do por medio de instrumentos que le permiten devorar
las distancias y multiplicar el rendimiento de su es­
fuerzo en el tiempo, pero sigue siendo siempre uno
solo. Sin embargo, en lugar de aceptar sus límites, tra­
ta de abolirlos. Pretende actuar sobre todo, sabién­
dolo todo. A través del siglo xvm y xix se desarrolló
el sueño de una ciencia universal que, manifestando
la solidaridad de las partes con el todo, permite tam­
bién un dominio universal. Era un sueño “soñado por
127
la razón”, según palabras de Valéry, pero que no deja
de ser cruel, como todos los sueños. Puesto que un sa­
bio que pretendiera saberlo todo de un fenómeno, lo
disolvería en el seno de la totalidad; y un hombre que
pretendiera actuar sobre la totalidad del Universo
vería desvanecerse el sentido de su acción. Del mismo
modo que el infinito abierto a mi mirada se contrae
por encima de mi cabeza en un cielo azul, así mi tras­
cendencia hacina a lo lejos el espesor opaco del por­
venir. Pero entre el cielo y la tierra hay un campo per­
ceptivo con sus formas y colores, y en el intervalo que
me separa hoy de un porvenir imprevisible existen
significaciones, fines hacia los cuales dirigir mis actos.
Desde que introducimos en el mundo la presencia del
individuo finito -—presencia sin la cual no hay mun­
do—, se recortan formas finitas a través del espacio y
del tiempo. Y del mismo modo que el paisaje no es
solamente una transición sino un objeto singular, un
acontecimiento no es solo un pasaje, sino una realidad
singular. Si se niega, con Hegel, la densidad concre­
ta del aquí y ahora, en provecho del espacio-tiempo
universal; si se niega la conciencia separada en bene­
ficio del Espíritu, se yerra, junto con Hegel, respecto
a la verdad del mundo.
Del mismo modo que al Universo, es necesario con­
siderar a la Historia como una totalidad racional. El
hombre, la humanidad, el universo, la historia son,
según la expresión de Sartre, “totalidades destotali­
zadas”, es decir, que la separación no excluye la re­
lación, ni a la inversa. No existe sociedad más que
por la existencia de individuos singulares. Del mis­
mo modo, las aventuras humanas se destacan sobre
128
el fondo del tiempo, una a una finitas, aun cuando es­
tén totalmente abiertas sobre el infinito del porvenir,
y por ello sus figuras singulares se impliquen sin des­
truirse. Tal concepción no contradice la de una in­
teligibilidad histórica, puesto que no es verdad que
el espíritu deba optar entre el absurdo contingente
de lo discontinuo y la necesidad racionalista de lo
continuo. Le corresponde, por el contrario, destacar
sobre el fondo único del mundo, una pluralidad de
conjuntos coherentes e, inversamente, comprender
esos conjuntos en la perspectiva de una unidad ideal
del mundo. Sin suscitar del todo el problema de la
comprehensión y de la causalidad históricas, es sufi­
ciente comprobar en el seno de las formas tempora­
les la presencia de encadenamientos inteligibles para
que las previsiones sean posibles y, al mismo tiempo,
lo sea la acción. Y en verdad, cualquiera que sea la
filosofía a la cual uno adhiera, sea que nuestra incer­
tidumbre manifieste una contingencia objetiva y fun­
damental o que exprese nuestra ignorancia subjetiva
frente a una necesidad rigurosa, la actitud práctica
es siempre la misma: nos es necesario decidir sobre
la oportunidad de un acto y tratar de medir su efica­
cia sin conocer todos los factores intervinientes. Del
mismo modo que un sabio, para conocer un fenó­
meno, no espera que brille sobre él la luz de la cien­
cia: aclarando el fenómeno, por el contrario, contri­
buye a constituir esa misma ciencia: así, el hombre de
acción no esperará nunca, para decidir, que un cono­
cimiento perfecto le pruebe la necesidad de una elec­
ción determinada. Debe elegir de antemano, y contri­
buye así a construir la historia. Tal elección no es
129
más arbitraria que una hipótesis: no excluye la re­
flexión y ni siquiera el método, pero también es libre,
e implica riesgos que es necesario asumir como tales,
El movimiento del espíritu surge siempre desde las
tinieblas, sea que lo consideremos pensado o volunta­
rio. Y, en el fondo, importa prácticamente bien poco
que exista o no una Ciencia de la historia, puesto que
esta Ciencia no puede descubrirse sino al término del
futuro, y en el seno de cada momento singular será
necesario, en todo caso, maniobrar en la duda. Los
comunistas mismos admiten que les es subjetivamente
posible equivocarse, a pesar de la dialéctica rigurosa
de la Historia. Ésta no se les revela hoy bajo su for­
ma acabada: están obligados a prever su desarrollo,
y esta previsión puede ser errónea. Desde el punto
de vista político y táctico, no habrá entonces ninguna
diferencia entre una doctrina de la pura necesidad
dialéctica y una doctrina que deje lugar a la contin­
gencia: la diferencia es de orden moral. Puesto que,
en el primer caso, admitimos una recuperación de
cada instante en el futuro y no se pretende justifi­
carlo entonces por sí mismo. En el segundo caso, cada
empresa, suponiendo nada más que un porvenir fi­
nito, debe ser vivida en su finidad y considerada co­
mo un absoluto que ningún tiempo extraño alcanzará
nunca a salvar. En verdad, quien afirma la unidad
de la historia reconoce también que se destacan en
ella conjuntos distintos. Y quien subraya la singula­
ridad de esos conjuntos admite que todos confluyen
en un horizonte único, del mismo modo que existen
para todos a la vez individuos y una colectividad. La
afirmación de la colectividad contra el individuo se

130
opone no en el plano de los hechos, sino en el plano
moral, a la afirmación de una colectividad de indivi­
duos existentes cada uno para sí. Lo mismo sucede
en lo que concierne al tiempo y sus momentos, y del
mismo modo que estimamos que al negar a cada in­
dividuo uno por uno, anulamos a la colectividad pen­
samos también que si el hombre se aboca a una perse­
cución indefinida del porvenir, perderá su existencia
sin posibilidades de recuperarla: se parecerá a un
tonto que corre tras su sombra. Los medios serán, de­
cimos, justificados por el fin. Pero son aquéllos quie­
nes definen a éste. Y si lo contradicen en el momento
en que lo plantean, toda esperanza se hundirá en el
absurdo. Así, se defiende la actitud de Inglaterra en
España, en Grecia, en Palestina, bajo el pretexto de
que debe tomar posiciones contra la amenaza rusa,
para salvar, junto con su propia existencia, su civi­
lización y los valores de la democracia. Pero un de­
mócrata que se defiende por opresiones equivalen­
tes a las de los regímenes autoritarios reniega preci­
samente de todos sus valores. Cualesquiera sean las
virtudes de una civilización, las desmiente tan pronto
como las adquiere por medio de la injusticia y de la
tiranía. Inversamente, si el fin justificador es arro­
jado hacia el fondo de un porvenir mítico, deja de re­
flejarse sobre los medios. Al estar más próximo y más
claro, el medio mismo se convierte en el fin entrevis­
to. Cierra el horizonte, sin ser, no obstante, delibe­
radamente querido. El triunfo de la Unión Soviética
se propone como un medio para la liberación del pro­
letariado internacional, ¿pero no se convirtió para los
stalinistas en un fin absoluto? El fin no justifica los

131
medios a menos que permanezca presente, que se en­
cuentre totalmente develado en el curso de la em­
presa actual.
Por ello, si es verdad que los hombres buscan en el
futuro una garantía de su éxito, una negación de sus
fracasos, es verdad también que experimentan la ne­
cesidad de negar la huida indefinida del tiempo y de
retener su presente entre sus manos. Es necesario
afirmar la existencia en el presente si no se quiere
que la vida entera se defina como una fuga hacia la
nada. Por ello las sociedades instituyen fiestas cuya
función es detener el movimiento de la trascenden­
cia, plantear el fin como fin. Las horas que siguieron
a la liberación de París, por ejemplo, fueron una in­
mensa fiesta colectiva que exaltaba el fin dichoso y
absoluto de esa historia singular que fue, precisamen­
te, la ocupación de París. Hubo en ese momento es­
píritus afligidos que sobrepasaban el presente en
vista de las dificultades futuras. Rehusaban regoci­
jarse bajo el pretexto de que bien pronto habrían de
plantearse nuevos problemas. Pero este mal humor
sólo se encontraba entre aquellos que no habían de­
seado demasiado la derrota alemana. Todos quienes
habían hecho de ese combate su combate, aunque sólo
fuera por la sinceridad de sus esperanzas, considera­
ban también la victoria como una victoria absoluta,
cualquiera que hubiese de ser el futuro. Nadie era lo
suficientemente ingenuo como para ignorar que bien
pronto la desdicha adquiriría otros rostros. Pero éste
había sido borrado de la tierra, de modo absoluto.
Éste es el sentido moderno de la fiesta, tanto la pú­
blica como la privada. La existencia intenta confir-
132
marse positivamente en tanto que tal. Es por ello,
como lo ha señalado Bataille, que se caracteriza por
la destrucción. La moral del ser es la moral del aho­
rro, al acumular, se avizora la plenitud inmóvil del
en-sí. La existencia, por el contrario, es consumo:
no se hace más que deshaciendo. Para indicar ade­
cuadamente su independencia con relación a la cosa
tiene lugar ese movimiento negador que la fiesta rea­
liza : se come, se bebe, se encienden fuegos, se rompe,
se gastan tiempo y riquezas, se los gasta en vano.
A través del derroche se trata también de establecer
una comunicación de los existentes, ya que es me­
diante el movimiento de reconocimiento que va del
uno al otro como la existencia se confirma. En los
cantos, en las risas, en las danzas, el erotismo, la em­
briaguez, se busca a la vez una exaltación del instante
y una complicidad con los otros hombres. Pero la ten­
sión de una existencia realizada como pura negativi-
dad no podría mantenerse durante mucho tiempo. Es
necesario que bien pronto se comprometa en una em­
presa nueva, que se lance hacia el porvenir. El ins­
tante de desasimiento, la pura afirmación del pre­
sente subjetivo no son sino abstracciones. La alegría
se sofoca, la embriaguez cae en la fatiga, nos encon­
tramos con las manos vacías porque nunca podemos
poseer el presente: esto es lo que confiere a las fies­
tas su carácter patético y decepcionante. Una de las
funciones del arte es la de fijar de un modo más du­
rable esta afirmación apasionada de la existencia: la
fiesta está en los orígenes del teatro, de la música,
de la danza, de la poesía. Al contar una historia, al
representarla, se la hace existir en su singularidad

133
con su comienzo, su fin, su gloria o su vergüenza.
Y es así como en verdad es necesario vivirla. En la
fiesta, en el arte, los hombres experimentan su nece­
sidad de sentirse en forma absoluta. Deben cumplir
realmente ese anhelo. Lo que les detiene es que, des­
de el momento en que confieren a la palabra fin el do­
ble sentido de meta y de terminación, perciben clara­
mente esta ambigüedad de su condición, que es la
más fundamental de todas: que todo movimiento vi­
viente es un deslizamiento hacia la muerte. Pero si
aceptan enfrentarlo, descubren también que todo mo­
vimiento hacia la muerte es vida. Se gritaba antes:
“El rey ha muerto, viva el rey”. Así, es necesario que
el presente muera para que siga viviendo. La existen­
cia no debe negar esta muerte que lleva en su cora­
zón, sino quererla. Debe afirmarse como absoluto en
su misma finitud. Es en el seno de lo transitorio don­
de el hombre se realiza, nunca fuera de él. Le es nece­
sario considerar sus empresas como finitas, y que­
rerlas en forma absoluta.
Resulta claro que esta finitud no es la del puro ins­
tante. Hemos dicho que el porvenir era el sentido y la
sustancia de toda acción. Los límites no podrían ha­
ber sido trazados a priori. Existen proyectos que de­
finen un porvenir de un día, de una hora. Y otros que
se insertan en estructuras capaces de desarrollarse a
través de uno, dos, o varios siglos, y tienen por ello
asidero concreto sobre uno, dos, o varios siglos.
Cuando se lucha por la liberación de los indígenas
oprimidos, por la liberación de los negros norteame­
ricanos, por la edificación de un estado palestino, por
la revolución socialista, es evidente que se encara una

134
meta de largo plazo. Y se la encara concretamente in-
cluso más allá de la propia muerte, a través del mo­
vimiento, de la liga, de las instituciones, el partido
que se ayuda a constituir. Lo que pretendemos es que
no haga falta aguardar que ese fin se vea justificado
en tanto punto de partida de un nuevo porvenir. En
la medida en que tengamos ya participación de ese
tiempo que fluirá más allá de su advenimiento, nada
debemos esperar de ese tiempo para el cual hemos
trabajado: otros hombres vivirán esas alegrías y esas
penas. En cuanto a nosotros, en tanto que fin deberá
ser la meta considerada. Tenemos que justificarla, a
partir de nuestra libertad que la ha proyectado, por
el conjunto de movimientos que contribuyen a su cum­
plimiento. Las tareas que nos proponemos y que, des­
bordando el límite de nuestras vidas, son nuestras,
deben encontrar su sentido en sí mismas, y no en una
finalidad mítica de la Historia.
Pero entonces, si rechazamos la idea de un porve­
nir-mito para no retener más que la de un porvenir
viviente y finito, delimitando formas transitorias, la
antinomia de la acción sigue vigente. Los sacrificios
y los fracasos actuales se nos presentan como no res­
catados a lo largo del tiempo. Y la utilidad no puede
ya definirse en forma absoluta. ¿No terminamos de
este modo por condenar a la acción como criminal y
absurda al tiempo que condenamos al hombre a ella?

135
5. - LA AMBIGÜEDAD

Es necesario no confundir la noción de ambigüe­


dad con la de absurdo. Declarar absurda a la exis­
tencia, es negar que pueda darse un sentido. Decir
que es ambigua, es plantear que su sentido no está
nunca determinado, que debe ser conquistado sin ce­
sar. El absurdo recusa toda moral, pero la racionali­
zación acabada de lo real tampoco dejaría lugar a la
moral. Porque la condición del hombre es ambigua
es que trata, a través del fracaso y del escándalo, de
salvar su existencia. Así, decir que la acción debe ser
vivida en su verdad, es decir, en la conciencia de las
antinomias que comporta, no significa que debamos
renunciar. Pierrefeu dice con justeza, en Plutarco
mintió que no existe en la guerra victoria que no pue­
da ser considerada como un fracaso, puesto que el
objetivo encarado es la destrucción total del enemigo
y ese resultado nunca se alcanza. Sin embargo, hay
guerras ganadas y guerras perdidas. Y lo mismo pue­
de decirse de toda actividad. Éxito y fracaso son dos
aspectos de la realidad que no se distinguen de ante­
mano. Precisamente esto hace a la crítica tan cómoda,
al arte tan difícil: al crítico le resulta siempre fácil
mostrar los límites que se fija todo artista al elegirse.
Ni en el Giotto, ni en el Tiziano, ni en Cézanne, la
pintura se da entera. Se busca a través de los siglos,
y nunca se realiza totalmente. Un cuadro en el cual
estuvieran resueltos todos los problemas pictóricos
sería inconcebible. Pero este movimiento hacia su
propia realidad es lo que constituye a la pintura mis­

136
ma. No es el vano desplazamiento de una muela gi-
rando en el vacío. Se concreta en cada tela como exis­
tencia absoluta. El arte, la ciencia, no se constituyen
a pesar de los fracasos, sino a través de ellos. Lo cual
no impide que existan verdades y errores, obras maes­
tras y desechos, según que el descubrimiento, el cua­
dro, hayan sabido o no ganarse la adhesión de las
conciencias humanas. Es decir que el fracaso, siem­
pre inevitable, resulta en ciertos casos salvado y en
otros no.
Es interesante proseguir con esta comparación.
No porque asimilemos la acción a una obra de arte
o a una teoría científica, sino porque en todo caso la
trascendencia humana debe enfrentar el mismo pro­
blema: le es necesario fundarse, aun cuando le sea
impedido por siempre poder realizarse. Ahora bien,
sabemos que ni la ciencia, ni el arte, han transferido
al porvenir el cuidado de justificar su existencia pre­
sente. En ninguna época el arte se ha considerado
como un encaminamiento hacia el Arte: el arte lla­
mado arcaico no prepara el clasicismo sino a los ojos
de los arqueólogos. El escultor que esculpió las Co­
reas de Atenas pensaba con razón que hacía una obra
terminada. En ninguna época, la ciencia se ha consi­
derado parcial, con lagunas. Sin creerse definitiva,
se ha querido siempre sin embargo expresión total
del mundo y es su totalidad lo que ella se replantea
de tiempo en tiempo. Éste es un ejemplo de la ma­
nera como el hombre debe en todo caso asumir su
finitud: no planteando su existencia como transito­
ria, relativa, sino reflejando en ella al infinito, es de­
cir, planteándola como absoluto. El arte existe por­
137
que en todo momento se ha querido de manera abso­
luta. Del mismo modo, no habrá liberación del hom­
bre a menos que, entreviéndose, la libertad se realice
en forma absoluta por el hecho mismo de entreverse.
Esto exige que cada acción sea considerada como una
forma acabada cuyos diferentes momentos, en lugar
de huir hacia el infinito para encontrar allí su justi­
ficación, se reflejen los unos en los otros, confirmán­
dose unos con otros, aun cuando no exista una se­
paración definida entre presente y futuro, medios y
fines.
Pero si esos momentos constituyen una unidad, no
debe haber entre ellos contradicción. Puesto que la
liberación entrevista no es una cosa situada en un
tiempo extraño, sino un movimiento que se realiza
tendiendo a conquistarse, no podría alcanzarse si re­
niega de antemano de sí mismo. La acción no puede
intentar realizarse por medios que destruirían su mis­
mo sentido. Al punto de que en ciertas situaciones no
habrá para el hombre otra alternativa que el rechazo.
En lo que se denomina realismo político no hay lugar
para el rechazo, puesto que el presente es conside­
rado como transitorio. No hay rechazo sino cuando
el hombre reivindica su existencia como un valor ab­
soluto. Debe rechazar entonces en forma absoluta
todo lo que niegue este valor. De modo más o menos
consciente, en nombre de una moral tal, es que conde­
namos hoy a un magistrado que entregó a un comu­
nista para salvar a diez rehenes y con él a todos los
partidarios de Vichy que pretendían “seguir la co­
rriente” : no se trataba de racionalizar el presente tal
como nos era impuesto por la ocupación alemana, sino
138
de rechazarlo sin condiciones. La resistencia no pre­
tendía una eficacia positiva: era negación, rebelión,
martirio. Y en este movimiento negativo, la libertad
resultaba positiva y absolutamente confirmada.
En cierto sentido, la actitud negativa es fácil. El
objeto rechazado es dado sin equívocos, y define sin
equívocos la rebelión que se le opone. Así, todos los
franceses antifascistas estaban unidos durante la ocu­
pación por su resistencia común contra un solo opre­
sor. El retorno a lo positivo encuentra mayores esco­
llos, como bien pudo verse en Francia, donde resuci­
taron, al mismo tiempo que los partidos, las divisiones
y los rencores. En el momento del rechazo, la antino­
mia de la acción se esfuma, el medio y el fin se unifi­
can. La libertad se plantea inmediatamente a sí mis­
ma como su fin y se cumple al plantearse. Pero la
antinomia reaparece desde el momento en que la li­
bertad se dé nuevamente fines que se encuentren a
distancia, en el futuro. Entonces, a través de las resis­
tencias de lo dado, se proponen medios divergentes
y algunos se definen como contrarios a sus fines. Se
ha podido comprobarlo a menudo: sólo la rebelión es
pura. Toda construcción implica el escándalo de la
dictadura, de la violencia. Éste es el tema, entre otros,
de Espartaco, de Koestler. Quienes no quieren, como
este Espartaco simbólico, retroceder ante el escán­
dalo y consagrarse a la impotencia, buscan de ordi­
nario refugio en los valores de lo formal. Por ello,
tanto en los individuos como en las colectividades, el
momento negativo es a menudo el más auténtico. Goe­
the, Barres, Aragón, en su juventud romántica, des­
deñosa o rebelde, rompen con los viejos conformis­

139
mos y proponen de este modo una liberación real, aun
cuando incompleta. Pero más tarde lo vemos a Goe­
the servidor del Estado, a Barres del nacionalismo,
a Aragón del conformismo stalinista. Sabemos cómo
el espíritu cristiano, que era rechazo de la Ley muer­
ta, relación subjetiva del individuo con Dios a través
de la fe y de la caridad, ha sido substituido por el
formalismo de la Iglesia católica. La Reforma ha sido
una rebelión de la subjetividad, pero el protestantis­
mo a su vez se convirtió en un moralismo objetivo en
el cual el formalismo de las obras reemplazó a la in­
quietud de la fe. El humanismo revolucionario, por
su parte, no acepta sino raramente la tensión de la
liberación permanente. Ha creado una Iglesia en la
cual la salvación se adquiere mediante la inscripción
al partido, del mismo modo como se compra en otras
mediante el bautismo y las indulgencias. Hemos visto
que estos recursos a lo formal son engañosos. Entra­
ñan el sacrificio del hombre a la Cosa, de la libertad
a la Causa. Para que el retorno a lo positivo sea
auténtico, es necesario que comprenda la negativi-
dad, que no disimule las antinomias entre medio y fin,
presente y futuro, sino que las mismas sean vividas
en una tensión permanente. Es necesario no retroce­
der delante del escándalo de la violencia, ni negarla
o, lo que es igual, asumirla con ligereza. Kierkegaard
dice que lo que diferencia del fariseo al hombre moral
auténtico, es que el primero considera a su angustia
como prenda cierta de su virtud. Cuando se pregunta
¿Soy Abraham?, se responde: soy Abraham, pero la
moralidad reside en el dolor de una interrogación in­
definida. El problema que planteamos no es el mis-

140
mo que el de Kierkegaard. Lo que nos importa es
saber, en las condiciones dadas, si es necesario o no
matar a Isaac. Pero pensamos también que lo que dis­
tingue al tirano del hombre de buena voluntad, es
que el primero descansa en la certidumbre de sus fi­
nes, en tanto que el segundo se pregunta en incesan­
te interrogación: ¿Estoy realmente trabajando por la
liberación de los hombres? Esta finalidad, ¿no se ve
contradecida por todos los sacrificios a través de los
cuales puedo entreverla? Al plantearse sus fines, la
libertad debe colocarlos entre paréntesis, confrontar­
los a cada momento con este fin absoluto que ella
misma constituye e impugnar en su propio nombre los
medios de que se vale para conquistarse.
Estas consideraciones permanecen, se dirá, bas­
tante abstractas. Prácticamente, ¿qué es necesario ha­
cer? ¿Cuál acción es buena? ¿Cuál mala? Plantear tal
pregunta, es también caer en una abstracción inge­
nua. No preguntamos a un físico cuáles hipótesis son
verdaderas. Ni al artista mediante qué procedimien­
to podemos fabricar una obra cuya belleza esté ga­
rantizada. La moral, de igual manera que la ciencia
y el arte, no provee recetas. Solamente pueden pro­
ponerse métodos. Así, en la ciencia, el problema fun­
damental es la adecuación de la idea a su contenido,
de la ley a los hechos. El lógico comprueba que en el
caso en que la presión de los datos hace estallar el
concepto que sirve para comprenderlos, se recurre
al ardid de inventar un nuevo concepto. Pero no
puede definir a priori el momento de la invención,
menos aún preverlo. De manera análoga, puede de­
cirse que en el caso en que el contenido de la acción
141
desmienta el sentido, es necesario modificar no el sen­
tido, que es querido aquí en forma absoluta, sino el
contenido mismo. Sin embargo es imposible decidir
abstracta y universalmente esta relación del sentido
con el contenido. Es necesario en cada caso particu­
lar una experiencia y una decisión. Pero del mismo
modo como sin esperar de sus reflexiones ninguna
solución definitiva, el físico encuentra provechoso re­
flexionar sobre las condiciones de la invención cien­
tífica, y el artista sobre las de la creación artística, es
útil para el hombre de acción tratar de encontrar en
qué condiciones sus empresas son legítimas. Habre­
mos de ver que a partir de ahí se descubren perspec­
tivas positivas.
Se nos hace evidente de antemano que el individuo
en cuanto tal es uno de los fines a los cuales debe des­
tinarse nuestra acción. Coincidimos aquí con el pun­
to de vista de la caridad cristiana, el culto epicúreo de
la amistad, el moralismo kantiano, que trata a cada
hombre como un fin. No es sólo como miembro de
una clase, de una nación, de una colectividad, que nos
interesa, sino en tanto que es sólo un hombre. Esto
nos distingue del político sistemático que no se preo­
cupa más que de los destinos colectivos. Y sin duda
no ayuda en nada a la liberación de los hombres que
un vagabundo encuentre placer en beberse un litro
de vino, un niño en jugar con su pelota, un lazarone
napolitano en holgazanear al sol. Es por ello que la
voluntad abstracta del revolucionario desprecia la
bondad concreta que se emplea para saciar deseos sin
mañana. Sin embargo, no debemos olvidar que hay
un lazo concreto entre libertad y existencia. Querer
142
al hombre libre, es querer que exista el ser, es querer
el develamiento del ser en la alegría de la existencia.
Para que la idea de liberación tenga un sentido con­
creto es necesario que la alegría de existir se vea afir­
mada en cada uno, a cada instante. Es densificándose
en placer, en felicidad, como el movimiento hacia la
libertad adquiere en el mundo su figura carnal y real.
Si la satisfacción de un anciano que bebe un vaso de
vino no cuenta para nada, entonces la producción, la
riqueza, no son más que mitos vacíos. No tienen sen­
tido a menos que sean susceptibles de recuperarse en
alegría individual y viviente. La economía del tiempo,
la conquista del ocio no tienen ningún sentido si la
risa de un niño que juega no nos toca. Si no amamos
la vida por nuestra propia cuenta y a través de los
otros, es en vano buscar justificarla de alguna ma­
nera.
La política tiene razón sin embargo al rechazar la
bondad en la medida en que ésta sacrifica con aturdi­
miento el porvenir al presente. En las relaciones con
cada individuo, tomados uno a uno, la ambigüedad
de la libertad, que muy a menudo no se emplea sino
para huir, introduce un difícil equívoco. ¿Qué signi­
fica exactamente amar al prójimo? ¿Qué significa
considerarlo como un fin? Es evidente que no alcan­
zaremos a cumplir en todo caso la voluntad de todos
los hombres. Hay casos en que un hombre quiere po­
sitivamente el mal, es decir, la servidumbre de otros
hombres, y es necesario entonces combatirlo. Sucede
también que sin causar daño a nadie evade su propia
libertad, buscando apasionada y solitariamente alcan­
zar el ser que sin cesar se le sustrae. Si pide nuestra
143
ayuda, ¿es necesario acordársela? Censuramos a un
hombre que necesita una droga para intoxicarse, a un
desesperado que se suicida, porque pensamos que
esas conductas inconsideradas constituyen atentados
del individuo contra su propia libertad. Es necesario
hacerle tomar conciencia de su error, ponerlo en pre­
sencia de las verdaderas exigencias de su libertad.
Sea, pero ¿si se empecina? ¿es necesario usar enton­
ces la violencia? Una vez más todavía, lo formal se
emplea aquí para esquivar el problema. Una vez que
quedan planteados los valores de la vida, de la sal­
vación, del conformismo moral, no se vacilará en im­
ponerlos a los demás. Pero sabemos que ese fariseís­
mo puede entrañar los peores desastres: carente de
droga, puede suceder que el intoxicado se mate. Si
bien es cierto que es necesario no ceder a la ligera a
los impulsos de la piedad y de la generosidad, tam­
bién es cierto que no debemos servir con empecina­
miento a una moral abstracta. La violencia no se jus­
tifica a menos que abra posibilidades concretas a esa
libertad que pretendo salvar. Ejerciéndola, asumo de
buen o mal grado un compromiso en relación con los
otros o conmigo mismo. Un hombre al que arranco de
la muerte que había elegido tiene el derecho de soli­
citarme los medios y las razones para vivir. La tiranía
ejercida sobre un enfermo no puede justificarse a no
ser que resulte curado. Cualquiera que sea la pureza
de la intención que me anima, toda dictadura consti­
tuye una falta que debo hacerme perdonar. Del mis­
mo modo, no estoy en condiciones de tomar cualquier
decisión a costa de no importa qué. El ejemplo del
desconocido que se arroja al Sena y que dudo en res-

144
catar o no, es totalmente abstracto. En ausencia de
lazos concretos con ese desesperado, mi elección no
será nunca más que facticidad contingente. Si me en­
cuentro en situación de ejercer violencia sobre un
niño, un débil mental, un enfermo o un demente, es
porque, de una u otra manera, estoy también encar­
gado de su educación, de su felicidad, de su cura­
ción: pariente o profesor, enfermero, médico, amigo...
Entonces, por una convención tácita, por el mismo
hecho de que se me solicita, se acepta o incluso se
desea el rigor de mi decisión. Ella es por lo tanto,
tanto más justificada cuando asumo más profunda­
mente mis responsabilidades. Por ello el amor auto­
riza severidades que no le están permitidas a la indi­
ferencia. Lo que hace al problema tan complejo es
que, por una parte, no debemos hacernos cómplices
de esta huida de la libertad que encontramos en el
aturdimiento, en el capricho, la manía, la pasión; pero
que, por otra parte, el movimiento fallido del hombre
hacia el ser es lo que constituye su misma existencia,
puesto que a través del fracaso asumido se afirma
como libertad. Querer impedirle a un hombre errar,
es impedirle cumplir su propia existencia, es privarlo
de su vida. Al comienzo de Los zapatos de raso, de
Claudel, el marido de Doña Prouhéze, el Juez, el Jus­
to, según el pensamiento del autor, explica que toda
planta, para crecer derecho, tiene necesidad de un
jardinero y que él es el que el cielo ha destinado para
su joven esposa. Aparte de que uno resulta chocado
por la arrogancia de tal pensamiento (ya que ¿cómo
sabe él que es ese jardinero esclarecido? ¿no será so­
lamente un marido celoso?) esta asimilación de un
145
alma a una planta no es aceptable, pues, retomandt
las palabras de Kant, el valor de un acto no reside tar
sólo en su conformidad con un modelo exterior, sinc
en su verdad interior. Recusamos a los inquisidore;
que quieren crear desde fuera la fe y la virtud. Recu­
samos todas las formas de fascismo que pretender
lograr desde fuera la felicidad del hombre. Y tambiér
al paternalismo que cree haber hecho algo por el hom­
bre prohibiéndole algunas posibilidades de tentación
cuando era necesario darle razones para resistir.
Así, la violencia no se halla justificada de entrade
cuando se opone a voluntades que se juzga perverti­
das. Se hace inadmisible si se escuda en la ignorancia
para negar una libertad que, ya lo hemos visto, puede
en verdad ejercerse en el seno de la misma ignoran­
cia. Que las "élites esclarecidas” se esfuercen poi
cambiar la situación del niño, del analfabeto, del pri­
mitivo aplastado por las supersticiones: ésta es una
de sus tareas más urgentes. Pero incluso en este es­
fuerzo, ellas deben respetar una libertad que es, come
la suya, un absoluto. Estas minorías se han opuesto,
por ejemplo, a la extensión del sufragio universal ar­
gumentando la incompetencia de las masas, de las
mujeres, de los indígenas de las colonias. Pero esto
es olvidar que el hombre tiene derecho a decidir acer­
ca de sí en las tinieblas, que le es necesario querer
más allá de lo que conoce. Si el saber infinito fuera
necesario (suponiendo incluso que fuera concebible),
entonces el administrador colonial no tendría un de­
recho mayor a la libertad. Se encuentra mucho más
lejos del conocimiento perfecto que lo que lo está del
suyo el salvaje más atrasado. En verdad, votar no es
gobernar. Y gobernar no es tan sólo maniobrar. Exis­
te hoy un equívoco, y particularmente en Francia,
porque pensamos que nuestro destino se nos escapa.
Ya no esperamos contribuir a hacer la historia, nos
resignamos a sufrirla. Nuestra política interna no
hace más que reflejar el juego de fuerzas exteriores.
Ningún partido pretende determinar la suerte del
país, sino solamente prever el porvenir que preparan
al mundo las potencias extranjeras y emplear de la
mejor manera esta cuota de imprevisión que escapa
todavía a sus previsiones. Arrastrados por este rea­
lismo táctico, los ciudadanos mismos consideran al
voto no más como la afirmación de su voluntad, sino
como una maniobra, ya sea que uno adhiera total­
mente a la maniobra de un partido, ya sea que uno
invente su propia estrategia. Los electores se consi­
deran a sí mismos no como hombres a los cuales se
consulta sobre un punto en especial, sino como fuer­
zas a las cuales se empadrona y ordena con miras a
fines lejanos. Y sin duda por ello los franceses, an­
taño tan ávidos por proclamar sus opiniones, se des­
interesan por un acto que se ha convertido en una
decepcionante estrategia. Entonces, efectivamente, es
necesario no votar, sino medir el peso de ese voto.
Este cálculo exige conocimientos tan vastos, tal se­
guridad de previsión, que sólo un técnico especiali­
zado puede tener la audacia de emitir un pronóstico.
Pero éste constituye uno de esos abusos por los cua­
les se pierde todo el sentido de la democracia. Se de­
bería lógicamente tender a la supresión del voto. El
voto debe ser en realidad la expresión de una volun­
tad concreta, la elección de un representante capaz
147
de defender, en el cuadro general del país y del mun­
do, los intereses singulares de sus electores. El hom­
bre ignorante y desheredado tiene, él también, inte­
reses que defender. Él sólo es “competente” para de­
cidir acerca de sus esperanzas y de su confianza. Por
un sofisma que se apoya en la mala fe de lo formal,
no sólo se arguye acerca de su impotencia formal
para elegir, sino que se argumenta sobre el contenido
de su elección. Recuerdo, entre otros, los ingenuos
razonamientos de una jovencita bien pensante, que
decía: “El voto de las mujeres está muy bien en prin­
cipio, sólo que si damos el voto a las mujeres votarán
a los rojos”. Con la misma desvergüenza, se declara
casi unánimemente hoy en Francia que si se permi­
tiese a los indígenas de la Unión Francesa disponer
de ellos mismos, vivirían tranquilamente en sus po­
blados sin hacer nada, lo que sería nefasto para los
superiores intereses de la Economía. Y sin duda, el
estado de estancamiento en que elegirían vivir no es
el que un hombre puede desear para otro hombre.
Es deseable abrir delante de los negros indolentes
posibilidades nuevas, de modo que un día probable­
mente los intereses de la Economía se confundan con
los suyos. Pero por el momento, se los deja vegetar
en situación tal que su libertad puede ser solamente
negativa. Lo mejor que pueden desear es no fatigar­
se, no sufrir, no trabajar. E incluso se les niega esa
libertad. Es la forma más depurada y más inacepta­
ble de la opresión.
Sin embargo, objeta la “élite esclarecida”, no se
deja que un niño disponga de sí mismo, no se le per­
mite votar. Éste es otro sofisma. En la medida en
148
que la mujer, el esclavo feliz o resignado viven en el
mundo infantil de valores ya dados, tiene un sentido
llamarles “niños eternos”, “niños grandes”, pero la
analogía es sólo parcial. La infancia es una situación
singular: es una situación natural cuyos límites no
son creados por otros hombres y que, por ello, es in­
comparable con una situación de opresión. Es una si­
tuación común a todos los hombres y provisoria para
todos. No representa por lo tanto un límite que corte
las posibilidades del hombre, sino por el contrario el
momento de un desarrollo en el cual se conquistan
nuevas posibilidades. El niño es ignorante porque no
ha tenido todavía tiempo para instruirse, no porque
ese tiempo le haya sido negado. Tratarlo como a un
niño, no significa cerrarle el porvenir, sino abrírselo.
Tiene necesidad de que se lo vigile, reclama la auto­
ridad, que es la forma que toma para él esta resis­
tencia de la facticidad a través de la cual se opera
toda liberación. Y por otra parte, incluso en esa situa­
ción, el niño tiene derecho a su libertad y debe ser
respetado como una persona humana. Lo que consti­
tuye el valor del Emilio, es que Rousseau haya afir­
mado en él ese principio en forma contundente. Hay
en el Emilio un optimismo naturalista bien estimulan­
te. En la instrucción del niño, como en toda relación
con otro, la ambigüedad de la libertad implica el es­
cándalo de la violencia. En cierto sentido, toda edu­
cación es un fracaso. Pero Rousseau tiene razón en
rehusar que se oprima al niño. Y en la práctica, es
bien diferente educar a un niño que cultivar una
planta, a la cual no se consulta sobre sus necesida­

149
des, o considerarlo como una libertad delante de la
cual es necesario abrir un porvenir.
Así podemos plantear un primer punto: el bien de
un individuo o de un grupo de individuos merece ser
tomado como fin absoluto de nuestra acción, pero no
estamos autorizados para decidir a priori acerca de
ese bien. A decir verdad, no estamos nunca autoriza­
dos de antemano a ninguna conducta, y una de las
consecuencias de la moral existencialista es el rechazo
de todas las justificaciones previas que podrían ex­
traerse de la civilización, de la edad, de la cultura:
es el rechazo de todo principio de autoridad. Positi­
vamente, el precepto será tratar al otro (en la me­
dida en que esté también interesado, que es el caso
que consideramos ahora) como una libertad en pro­
cura de su libertad. Utilizando ese hilo conductor de­
beremos, en cada caso singular, inventar, a riesgo de
errar, una solución inédita. Por despecho amoroso,
una joven ingiere un tubo de gardenal. Los amigos la
encuentran una mañana moribunda, llaman a un mé­
dico, la salvan. Con el tiempo se convierte en una ma­
dre de familia amante. Sus amigos tuvieron razón en
considerar su suicidio como un acto precipitado y
aturdido y en colocarla en situación de rechazarlo
o de reasumirlo libremente. Pero vemos en los asilos
depresivos que han intentado matarse veinte veces,
que consagran su libertad a buscar el medio de esca­
par de sus carceleros y poner fin a sus intolerables
angustias. El médico que les palmea amigablemente
las espaldas es su tirano y su verdugo. Un amigo in­
toxicado por el alcohol o las drogas me pide dinero
para adquirir el veneno que le es necesario. Yo lo ex-

150
horto a curarse, lo conduzco a un médico, trato de
ayudarle a vivir. En la medida en que tengo chances
de triunfar, actúo correctamente rehusándole la suma
pedida. Pero si las circunstancias me impiden hacer
nada para cambiar la situación en que se debate, no
tengo más remedio que ceder. Una privación de algu­
nas horas no hará más que exasperar inútilmente sus
tormentos. Y es posible que acuda a medios extremos
para obtener lo que no le doy. Es el problema abor­
dado por Ibsen en El pato salvaje. Un individuo vive
en ana situación de engaño. El engaño es violencia,
tiranía: ¿diré la verdad para liberar a la víctima?
Sería necesario antes haber creado una situación tal
que la verdad fuese soportable y que, perdiendo sus
ilusiones, el individuo engañado encontrase en torno
suyo razones para esperar. Lo que hace el problema
más complejo es que la libertad de un hombre inte­
resa casi siempre la de otros individuos. Considere­
mos, por ejemplo, a una pareja que se empecina en
vivir en una covacha. Si no tenemos éxito en infun­
dirles el deseo de habitar en un lugar más sano, es
necesario dejarles seguir sus preferencias. Pero la
situación cambia si tienen niños. La libertad de los
padres sería la ruina de sus niños, y como de parte
de éstos está el porvenir, la libertad, es a ellos a quie­
nes debemos tener en cuenta. El prójimo es múltiple,
y a partir de ahí, nuevos problemas se plantean.
Podemos preguntarnos ante todo para quién bus­
camos la libertad, la felicidad. Así planteado, el pro­
blema es abstracto. La respuesta será por lo tanto
arbitraria y lo arbitrario no tiene nunca lugar sin es­
cándalo. No es por cierto culpa de la dama de cari-

151
dad si resulta fácilmente odiosa. Por el hecho de que
disponiendo de su tiempo y de su dinero en cantidad
limitada, vacile antes de distribuirlo a éste o a aquél,
se presenta ante los otros como pura exterioridad,
como facticidad ciega. Contrariamente al rigor for­
mal del kantismo que considera al acto tanto más
virtuoso cuanto más abstracto, la generosidad nos
parece, por el contrario, tanto más fundada, y por
lo tanto más valiosa, cuando el otro se distingue me­
nos de nosotros mismos y cuando nosotros nos reali­
zamos tomándola por fin. Eso es lo que se produce si
estoy comprometido con relación a otro. Los estoicos
recusaban los lazos de familia, de amistad, de nacio­
nalidad, para no reconocer más que la figura univer­
sal del hombre. Pero el hombre es hombre a través
de situaciones cuya singularidad es precisamente un
hecho universal. Hay hombres que esperan el socorro
de ciertos hombres y no el de otros, y sus espectati-
vas definen líneas de acción privilegiadas. Conviene
que el negro luche por el negro, el judío por el judío,
el proletario por el proletario, el español en España.
Es necesario solamente que la afirmación de estas so­
lidaridades individuales no contradiga la voluntad de
una solidaridad universal y que cada empresa termi­
nada quede también abierta sobre la totalidad de los
hombres.
Pero entonces encontramos bajo una forma con­
creta los conflictos que hemos descripto abstracta­
mente. Pues la causa de la libertad no puede triunfar
sino a través de sacrificios singulares. Y por cierto
existen jerarquías entre los bienes deseados por los
hombres. No se vacilará en sacrificar el confort, el

152
lujo, el ocio de algunos para asegurar la liberación
de otros, pero cuando se trata de elegir entre dos li­
bertades, ¿cómo decidir?
Repitámoslo, no se podría indicar sino un método.
El primer punto es considerar siempre qué interés hu­
mano verdadero satisface la forma abstracta que pro­
ponemos como fin a la acción. La política pone en pri­
mer término Ideas: Nación, Imperio, Unión, Econo­
mía, etc. Pero ninguna de estas formas tiene valor en
sí, y no lo tendrá a menos que comprenda a individuos
concretos. Si una nación no puede afirmarse orgullo-
sámente sin detrimento de sus miembros, si una na­
ción no puede crearse sin detrimento de aquellos que
pretende unir, la nación, la unión deben ser rechaza­
das. Repudiamos todos los idealismos, misticismos,
etc., que prefieren una Forma al hombre mismo. Pero
el problema se hace verdaderamente angustiante cuan­
do se trata de una causa que sirve auténticamente al
hombre. Por ello el problema de la política stalinista,
el problema de la relación del partido con las masas
de las que se sirve a fin de servirlas, está en el pri­
mer plano de las preocupaciones de todos los hombres
de buena voluntad. Son pocos, sin embargo, quienes
lo plantean sin mala fe, y es necesario tratar de ante­
mano de disipar algunos sofismas.
El adversario de la Unión Soviética utiliza un sofis­
ma cuando, subrayando la parte de violencia criminal
asumida por la política .stalinista, desdeña confron­
tarla con los fines perseguidos. Sin duda las depura­
ciones, las deportaciones, los abusos en las ocupacio­
nes, las dictaduras policiales sobrepasan en importan­
cia a las violencias ejercidas en cualquier otro país.
153
El hecho mismo de que haya en Rusia ciento sesenta
millones de habitantes multiplica el coeficiente numé­
rico de las injusticias cometidas. Pero estas conside­
raciones cuantitativas son insuficientes. Del mismo
modo como no se puede separar el fin del medio que
lo define, no se pueden juzgar los medios sin tener en
cuenta el fin que les da su sentido. Linchar a un ne­
gro o suprimir a cien opositores, no son actos análo­
gos. El linchamiento es un mal absoluto, representa la
supervivencia de una civilización perimida, la perpe­
tuación de una lucha de razas que debe desaparecer:
es una falta sin justificación, sin excusa. Suprimir cien
opositores es sin duda un escándalo, pero es posible
que tenga un sentido, una razón. Se trata de mantener
un régimen que aporta a una inmensa masa de hom­
bres un mejoramiento de su suerte. Es posible que esa
medida hubiera podido ser evitada. Posiblemente re­
presente tan solo esa parte necesaria de fracaso que
comporta toda construcción positiva. No se podría
juzgarla sino reubicándola en el conjunto de la causa
que sirve.
Pero por otra parte, el defensor de la Unión So­
viética utiliza un sofisma cuando justifica incondicio­
nalmente en virtud del fin perseguido los sacrificios
y los crímenes. Sería necesario antes probar que, por
una parte, el fin es incondicionado y por otra, que los
crímenes cometidos en su nombre eran rigurosamente
necesarios. A la muerte de Bukarin se opone Stalin-
grado, pero sería necesario saber en qué efectiva me­
dida los procesos de Moscú aumentaron las chances
de la victoria rusa. Una de las astucias de la ortodoxia
stalinista es que, jugando con la idea de necesidad,

154
de meter la revolución entera en uno de los platos de
la balanza, en comparación, el otro plato parece siem­
pre poco cargado. Pero la idea misma de una dialéc­
tica global de la historia no implica que algún factor
sea siempre determinante. Por el contrario, si se ad­
mite que la vida de un hombre puede cambiar el cur­
so de los acontecimientos, se adhiere a la concepción
que acuerda un papel preponderante a la nariz de
Cleopatra, a la arenilla de Cromwell. Con total mala
fe se juega aquí con dos concepciones distintas de la
idea de necesidad: una sintética, la otra analítica; una
dialéctica, la otra determinista. La primera hace apa­
recer a la Historia como un devenir inteligible en el
seno del cual se reabsorbe la singularidad de los ac­
cidentes contingentes. El encadenamiento dialéctico
de los momentos solo es posible si hay en cada mo­
mento una indeterminación de los elementos singu­
lares tomados uno por uno. Si por el contrario se ad­
mite el determinismo riguroso de cada serie causal,
arribamos a una visión contingente y desordenada del
conjunto, siendo la conjunción de las series producto
del azar. Un marxista debe por lo tanto reconocer que
ninguna de sus decisiones singulares compromete a la
revolución en su totalidad. Se trata únicamente de ac­
tivar o retardar el acontecimiento, de evitar el empleo
de otros medios más costosos. Ello no significa que
deba retroceder delante de la violencia, sino que no
debe considerarla a priori justificada por sus fines. Si
considera a su empresa en su verdad, es decir en su
finitud, comprenderá que siempre tendrá que oponer
a los sacrificios que reclama una apuesta finita, y que
esta apuesta es incierta. Por cierto, esta incertidumbre

155
no debe impedirle cuestionar sus fines, pero le exigi­
rá que se preocupe en cada caso por encontrar un equi­
librio entre el fin y los medios.
Así recusamos toda condenación, al igual que toda
justificación a priori, de las violencias ejercidas con
miras a un fin legítimo. Es necesario legitimarlos con­
cretamente. Es imposible aquí un tranquilo cálculo
matemático. Se debe intentar apreciar las probabili­
dades de éxito que determinado sacrificio implica. Pe­
ro de antemano ese juicio será siempre dudoso. Ade­
más, encarada la realidad inmediata del sacrificio, la
noción de chance es difícil de considerar. Por una par­
te, se puede multiplicar hasta el infinito una probabi­
lidad sin encontrar nunca la certidumbre. Sin embar­
go, prácticamente, termina por confundirse con esta
asíntota: en nuestra vida privada, así como en nuestra
vida colectiva, no existe otra verdad que la estadística.
Por otra parte, los intereses en juego no se dejan po­
ner en ecuación. El sufrimiento de un hombre, el de
un millón de hombres no son comparables con las con­
quistas realizadas por millones de otros hombres; la
muerte presente no es mensurable con la vida por ve­
nir. Sería utópico querer plantear por un lado las pro -
habilidades de éxito multiplicadas por la recompensa
que se piensa alcanzar, y por el otro lado el peso del
sacrificio inmediato. Nos encontramos nuevamente
frente a la angustia de la decisión libre. Y es por ello
que la elección política es una elección ética: al mismo
tiempo que una apuesta, es una decisión. Apostamos
respecto a las chances y los riesgos de la medida en­
carada, pero respecto a que las chances y los riesgos
deban o no ser asumidos en las circunstancias dadas,
156
es necesario decidirlo sin auxilio, y al hacerlo pone­
mos en juego valores. Si los Girondinos rechazaban,
en el 93, las violencias del Terror, en tanto que Saint-
Just, Robespierre, las asumían, es porque no tenían la
misma concepción de la libertad. Del mismo modo, no
era la misma república la que entreveían, entre 1830
y 1840, los republicanos que se limitaban a una opo­
sición puramente política, y aquellos que adoptaban
la técnica de la insurrección. Se trata en cada caso de
definir un fin y de realizarlo, sabiendo que la elección
de los medios utilizados interesa a la vez a esta defi­
nición y a esta realización.
De ordinario, las situaciones son tan complejas que
es necesario un prolongado análisis político antes de
poder plantear el momento ético de la elección. Nos
limitaremos a considerar aquí algunos ejemplos muy
simples que permiten precisar un poco nuestra acti­
tud. Cuando en un movimiento revolucionario clan­
destino se descubre la presencia de un traidor, no se
vacila en abatirlo. Es un peligro presente y futuro del
cual es necesario desembarazarse. Pero si el hombre
es sólo sospechoso de traición, el caso es más ambiguo.
Se condena a esos paisanos del norte que durante la
guerra de 1914-18 masacraron a una familia inocente
que se supuso hacía señales al enemigo. Es que no
solo las presunciones eran vagas, sino que el peligro
era incierto. De todos modos, bastaba con meter a los
sospechosos en prisión. Era fácil, en tanto se aguar­
daba una investigación seria, impedirles que causaran
daño. Sin embargo, si un individuo dudoso tiene la
suerte de otros hombres en sus manos, si, por evitar el
riesgo de matar a un inocente, se corre el de dejar mo­
157
rir a diez, es razonable sacrificarlo. Lo único que se
puede pedir es que tales decisiones no sean tomadas
con precipitación o ligereza y que en su conjunto el
mal que se inflige sea inferior al que se previene.
Existen casos todavía más inquietantes, porque en
ellos la violencia no es inmediatamente eficaz. Las
violencias de la resistencia no suponían el debilitamien­
to material de Alemania. Se proponía precisamente
crear un estado de violencia tal que la colaboración
fuese imposible. En cierto sentido, era un precio de­
masiado caro la supresión de tres oficiales enemigos
si costaba el incendio de todo un pueblo francés. Pe­
ro estos incendios, las masacres de rehenes, formandó
parte del plan, creaban un abismo entre ocupantes y
ocupados. Del mismo modo las insurrecciones de Pa­
rís y de Lyon, a principios del siglo xix, o las rebelio­
nes de los indios, no pretendían quebrar de un golpe
el yugo del opresor, sino crear y mantener el sentido
de la rebelión, volver imposibles las mistificaciones de
la conciliación. Tentativas que se saben una por una
volcadas al fracaso pueden legitimarse mediante el
conjunto de la situación que crean. Es también el sen­
tido de la novela de Steinbeck, Un combate dudoso,
en la que un jefe comunista no vacila en desencadenar
una huelga costosa, de éxito dudoso, pero mediante
la cual nacerá, con la solidaridad de los trabajadores,
la conciencia de la explotación sufrida y la voluntad
de rechazarla.
Me parece interesante oponer a este ejemplo el de­
bate que relata John Dos Passos en Aventuras de un
hombre joven. Como secuela de una huelga, tres mi­
neros norteamericanos son condenados a muerte. Sus
158
camaradas tratan de que se revise su proceso. Se pro­
ponen dos métodos: se puede actuar oficiosamente, y
se sabe que entonces se tienen grandes posibilidades
de ser oídos. Se puede también hacer un proceso sen­
sacional, tomando el partido comunista en sus manos
el asunto, suscitando una campaña de prensa y peti­
ciones internacionales, pero el tribunal no querrá en­
tonces ceder a esta intimidación. El partido logrará
mediante este arbitrio una gran publicidad, pero los
mineros serán condenados. ¿Qué decidirá aquí un
hombre bien intencionado?
El héroe de Dos Passos elige salvar a los mineros,
y le damos la razón. Por cierto, si hubiese sido necesa­
rio elegir entre la revolución por entero y la vida de
dos o tres hombres, ningún revolucionario hubiese va­
cilado. Pero se trataba solamente de ayudar a la pro­
paganda del partido, o mejor, de ayudar un poco a sus
probabilidades de desarrollo en el interior de los Es­
tados Unidos. El interés inmediato del partido comu­
nista en ese país no está ligado más que hipotética­
mente al de la revolución. De hecho, un cataclismo co­
mo la guerra ha trastornado de tal modo la situación
que gran parte de las ganancias y las pérdidas del pa­
sado han sido barridas por el viento. Si verdaderamen­
te el movimiento pretende servir a los hombres, debe
aquí preferir la vida de tres individuos concretos a una
probabilidad muy débil e incierta de servir un poco
más eficazmente por medio de su sacrificio a la hu­
manidad por venir. Si considera a esas vidas desde­
ñables, se coloca, también, del lado de los políticos
formales que prefieren la Idea a su contenido. Es que
se prefiere a sí mismo, en su subjetividad, más que a
159
los fines a los cuales pretende consagrarse. Además,
en tanto en el ejemplo de Steinbeck la huelga era in­
mediatamente una apelación a la libertad de los traba­
jadores y constituía en su mismo fracaso una libera­
ción, el sacrificio de los mineros es mistificación y
opresión. Se les engaña haciéndoles creer que se trata
de salvar sus vidas, y se engaña con ellos a todo el
proletariado. Así, en uno y otro caso, nos encontramos
delante del mismo caso abstracto: algunos hombres
deben morir para que el partido que pretende servirlos
realice una ganancia limitada. Pero un análisis con­
creto nos conduce a soluciones morales opuestas.
Vemos que el método que nos proponemos, análogo
en ello a los métodos científicos o estéticos, consiste
en confrontar en cada caso los valores realizados y los
valores previstos, el sentido del acto con su contenido.
El hecho es que en oposición al sabio o al artista, y
aún cuando la parte de fracaso que asume es bastante
más escandalosa, el político raramente se preocupa por
emplearlo. ¿Será que hay una dialéctica irresistible
del poder que no deja ningún lugar a la moral?
La preocupación ética, incluso bajo su forma realista
concreta, ¿es nefasta a los intereses de la acción? Se
nos objetará seguramente que la vacilación, la inquie­
tud, no hacen más que retardar la victoria. Puesto
que de todas formas hay en cada éxito una parte de
fracaso, puesto que es necesario en todo caso superar
la ambigüedad, ¿por qué no rehusar tomar conciencia
de ella? En el primer número de Cuadernoside Acción,
un lector declaraba que se debería considerar al mili­
tante comunista, de una vez por todas, como “el hé­
roe permanente de nuestro tiempo” y rehusar la fati-
160
gante tensión exigida por el existencialismo. Instala­
do en la permanencia del heroísmo, nos dirigimos cie­
gamente hacia un fin incontestado. Pero nos asemeja­
remos entonces al coronel de La Roque que marchaba
firmemente delante suyo sin saber hacia dónde iba.
Malaparte relata que los jóvenes nazis, para hacerse
insensibles al sufrimiento de los otros, se ejercitaban
en arrancar los ojos a gatos vivos. No podrían evitar­
se de modo más radical las trampas de la ambigüe­
dad. Pero una acción que quiere servir al hombre debe
por el contrario cuidar no olvidarlo en el curso de la
ruta. Si elige cumplirse ciegamente perderá su sentido
o revestirá un sentido imprevisto, ya que el fin no está
fijado de una vez por todas: se define a lo largo del
camino que a él conduce. Solo la vigilancia puede per­
petuar la validez de las metas y la afirmación autén­
tica de la libertad. Por otra parte, la ambigüedad no
puede dejar de abrirse paso, es padecida por la víc­
tima, y su rebelión o sus lamentos la hacen existir
también para el tirano. Este se sentirá entonces tenta­
do de cuestionarlo todo, de renunciar, renegando así
de sí mismo y de sus fines. O, si se empecina, conti­
nuará encegueciéndose, multiplicando sus crímenes y
pervirtiendo de más en más sus designios originales.
En verdad, no es por respeto a sus fines que el hombre
de acción se hace dictador: es porque sus fines son
necesariamente planteados a través de su voluntad.
Hegel ha señalado en la Fenomenología esta confu­
sión inextricable entre objetividad y subjetividad. Un
hombre no se entrega a una Causa sino haciéndola su
Causa. Como se realizará en ella, es también a través
suyo que ella se expresa, y la voluntad de poder no

161
se distingue aquí de la generosidad. Lo que un indi­
viduo o un partido toman como fin cuando eligen
triunfar a no importa qué precio es su propio triunfo.
Si se realizase la fusión del Comisario y del Yogi, ha­
bría en el hombre de acción una autocrítica que le de­
nunciaría a cada instante la ambigüedad de su volun­
tad, deteniendo el impulso imperioso de su subjetivi­
dad y al mismo tiempo cuestionando el valor incondi­
cionado del fin. Pero, en realidad, la política sigue la
pendiente de la facilidad. Es fácil adormecerse ante la
infelicidad de los otros o considerarla en menos. Es
más fácil arrojar a prisión a cien hombres de los cuales
noventa y siete son inocentes que descubrir a los tres
malhechores que se esconden entre ellos. Es más fá­
cil matar a un hombre que vigilarlo. Toda política uti­
liza a la policía, que pregona profesionalmente un des­
precio radical por el individuo y que ama la violencia
por sí misma. Lo que designamos con el nombre de
necesidad política, es en parte la pereza y la brutali­
dad policiales. Por ello corresponde a la moral remon­
tar una pendiente que no es fatal, sino libremente
consentida. Es necesario que se haga efectiva a fin de
que se vuelva difícil lo que era anteriormente fácil. A
falta de crítica interna, este es el papel que debe pro­
ponerse la oposición. Hay dos tipos de oposición. La
primera es un rechazo radical de los fines mismos plan­
teados por un régimen: es la oposición del antifascis­
mo al fascismo, del fascismo al socialismo. En el se­
gundo tipo, el opositor acepta el fin objetivo, pero cri­
tica el movimiento subjetivo que lo intenta. Incluso es
posible que no desee un cambio de poder, sino que juz­
gue necesario efectuar un cuestionamiento que hará

162
aparecer como tal lo subjetivo. Del mismo modo, exige
una permanente puesta en tela de juicio de los medios
por el fin, del fin por los medios. Debe tener cuidado él
también de no arruinar mediante los medios que em­
plea el fin que se propone, y en primer término, de no
ponerse al servicio de los opositores del primer tipo.
Pero por delicado que sea, su papel no es menos nece­
sario. En efecto, por una parte, sería absurdo contra­
decir una acción liberadora con el pretexto de que im­
plica el crimen y la tiranía, ya que sin crimen y tira­
nía no podría haber liberación del hombre: no es
posible escapar a esta dialéctica que va de la libertad
a la libertad a través de la dictadura y de la opresión.
Pero, por otra parte, seríamos culpables si dejásemos
que el movimiento liberador se fijase en un momento
que es aceptable solo si se transmite a su contrario.
Es necesario impedir que la tiranía y el crimen se ins­
talen triunfalmente en el mundo. La conquista de la
libertad es su única justificación y contra ellos debe­
mos por lo tanto mantener viviente la afirmación de
la libertad.

163
C O N C L U S IO N

Una moral como ésta ¿constituye o no un individua­


lismo? Sí, si entendemos por ello que acuerde al indi­
viduo un valor absoluto y que no reconozca sino a él
la capacidad de fundar su existencia. Es individualis­
ta en el sentido en que las sabidurías antiguas, la mo­
ral cristiana de la salvación, el ideal de la virtud kan­
tiana, merecen también ese nombre. Se opone a las
doctrinas totalitarias que erigen por encima del hom­
bre el espejismo de la Humanidad. Pero no es un so-
lipsismo, puesto que el individuo no se define sino por
su relación con el mundo y con los otros individuos.
No existe sino trascendiéndose y su libertad no puede
realizarse más que a través de la libertad de los otros.
Justifica su existencia por un movimiento que, como
ella, nace del propio corazón, pero termina fuera de él.
Este individualismo no conduce a la anarquía que
provoca la invasión de la comodidad ajena. El hombre
es libre, pero encuentra su ley en su misma libertad.
Ante todo debe asumir su libertad y no huir de ella.
La asume mediante un movimiento constructivo: no
existimos sin hacer. Y también mediante un movimien­
to negativo que rechaza la opresión para sí y para
los otros. En la construcción, así como en el rechazo,
165
se trata de reconquistar la libertad sobre la facticidad
contingente de la existencia, es decir, de retomar co­
mo querido por el hombre, el dato que está ahí de an­
temano, sin razón. Tal conquista nunca está termina­
da. La contingencia permanece e incluso, para afir­
mar su voluntad, el hombre está obligado a hacer sur­
gir en el mundo el escándalo de lo que no quiere. Pero
esta parte de fracaso es condición misma de la vida,
no se podría soñar su abolición sin soñar al punto la
muerte. Esto no significa que uno deba consentir el
fracaso, sino que debe consentir luchar contra él sin
reposo.
Sin embargo, esta batalla sin victoria, ¿no es puro
engaño? No hay ahí, dirán algunos, más que una as­
tucia de la trascendencia proyectando delante de sí
un fin que retrocede sin cesar, corriendo delante de
ella en una marcha indefinida. Existir para la Huma­
nidad es quedarse en el mismo sitio, y ella se mistifica
llamando progreso a este turbulento estancamiento.
Toda nuestra moral no hace más que estimularla en
esta empresa de ensueño, puesto que pedimos a cada
uno confirmar para todos los otros la existencia co­
mo valor, ¿no se trata simplemente de organizar entre
los hombres una complicidad que les permita susti­
tuir al mundo dado mediante un juego de ilusiones?
Hemos intentado ya responder a esta objeción. No
se podría formularla sino colocándose en el terreno
de una objetividad inhumana y por consecuencia fal­
sa. En el interior de la Humanidad es posible mistifi­
car a los hombres. La palabra engaño tiene un sentido
por oposición a la verdad establecida por los mismos
hombres, pero la Humanidad no podría mistificarse

166
en su totalidad puesto que es precisamente ella quien
crea los criterios de lo verdadero y lo falso. El arte
es mistificación en Platón puesto que existe el cielo
de las Ideas. Pero en el dominio terrestre, toda glori­
ficación de la tierra es verdadera desde el momento
en que está realizada. Que los hombres adjudiquen
un precio a las palabras, a las formas, a los colores, a
los teoremas matemáticos, a las leyes físicas, a las
proezas deportivas, al heroísmo. Que en el amor, en
la amistad, acuerden un precio entre ellos, y los obje­
tos, los acontecimientos, los hombres tendrán también
ese precio inmediato, lo tendrán en forma absoluta.
Es posible que un hombre se rehúse a querer nada
sobre la tierra. Probará este rechazo y lo efectivizará
mediante el suicidio. Si vive es porque, no importa
lo que diga, permanece en él cierto apego por la exis­
tencia. Su vida será a la medida de este apego, se jus­
tificará en la medida en que justifique auténticamente
al mundo.
Esta justificación, aunque abierta sobre el universo
entero a través del espacio y del tiempo, será siempre
finita. No importa lo que uno haga, no realiza nunca
más que una obra limitada, como esta misma existen­
cia que intenta fundarse a través de ella y que la
muerte también limita. La afirmación de nuestra fini-
tud es lo que sin duda da a la doctrina que acabamos
de evocar su austeridad y, a los ojos de algunos, su
tristeza. Desde el momento en que consideramos abs­
tracta y teóricamente un sistema, nos situamos efecti­
vamente sobre el plano de lo universal, es decir, de lo
infinito. Por ello la lectura del sistema hegeliano es
tan consoladora: recuerdo haber experimentado un

167
gran sosiego al leer a Hegel en el marco impersonal
de la Biblioteca Nacional, en agosto de 1940. Pero
luego que me encontré nuevamente en la calle, en mi
vida, fuera del sistema, bajo un cielo verdadero, el
sistema no me sirvió ya de nada: eran, bajo el color
del infinito, las consolaciones de la muerte las que me
había ofrecido, y yo deseaba todavía vivir en medio
de hombres vivientes. Pienso que, inversamente, el
existencialismo no propone al lector los consuelos de
una evasión abstracta: el existencialismo no propone
ninguna evasión. Por el contrario, es en la verdad de
la vida donde se comprueba su moral y entonces se
presenta como la única proposición de salvación que
se pueda dirigir a los hombres. Retomando por su
cuenta la rebelión de Descartes contra el genio ma­
ligno, el orgullo de la caña pensante frente al universo
que la aplasta, afirma que a pesar de sus límites, a
través de ellos, corresponde a cada uno realizar su
existencia como un absoluto. Cualesquiera sean las
dimensiones vertiginosas del mundo que nos rodea, la
densidad de nuestra ignorancia, los riesgos de las ca­
tástrofes por venir y nuestra debilidad individual en
el seno de la inmensa colectividad, permanece el he­
cho de que somos libres hoy y en forma absoluta si
elegimos querer nuestra existencia en su finitud abier­
ta sobre el infinito. Y de hecho, todo hombre que ha­
ya tenido verdaderos amores, verdaderas rebeliones,
verdaderos deseos, verdaderas voluntades, sabe bien
que no hay necesidad de ninguna garantía extraña pa­
ra estar seguro de sus fines. Su certidumbre le viene
de su propio impulso. Hay un viejo refrán que dice:
“Haz lo que debes, sucederá lo posible”. Es decir,

168
de otro modo, que el resultado no es exterior a la bue­
na voluntad que se realiza al vislumbrarlo. Si suce­
diese que cada hombre hiciese lo que debiera, la exis­
tencia de cada uno resultaría salvada, sin que hubiese
necesidad de soñar con un paraíso en el que todos
quedaríamos reconciliados luego de nuestra muerte.

169
INDICE

Pág.
1) ...................................................................................................................................................... 9

2 ) ................................................................................................... 39

3 ) ................................................................................................... 79

1. — La actitud e sté tic a ....................................................... 79

2. — Libertad y lib eración .................................................. 83

3. — Las antinomias de la a c c ió n ..................................... 101

4. — El presente y el fu tu r o ................................................ 122

5. — La am bigüedad............................................................. 136

C o n c l u s i ó n ...................................................................................... 165

171

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