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MARC-ANTOINE LAUGIER

! Los siguientes párrafos son tomados de PATETTA, Luciano: Historia de la Arquitectura


(Antología Crítica), Celeste Ediciones, Madrid, 1997. De Essai sur l'Architecture, 1753,
ed. París, 1755, “Preface”, págs. XXXIII-XL; págs. 8-10 y pasajes de páginas
siguientes.

Leyes y reglas en Arquitectura

Tenemos diversos Tratados de Arquitectura que desarrollan con bastante


exactitud las medidas y las proporciones, que entran en el detalle de los
diferentes Ordenes, y que proporcionan modelos para todas las formas de
construir. Aún no tenemos Obras que establezcan sólidamente los
principio que manifiesten el verdadero espíritu, y que propongan las reglas
adecuadas para dirigir el talento y fijar el gusto. (...) Es necesario que un
artista se pueda dar razón a sí mismo de todo lo que hace. Para ellos
necesita principios inmutables que determinen sus juicios y que
justifiquen sus elecciones, de tala suerte que pueda decir que una cosa
está bien o mal, no simplemente por instinto sino de forma razonada y
como un hombre instruido en los caminos de la belleza.

(...) Hasta ahora la Arquitectura ha estado abandonada al capricho de los


Artistas, que le ha impuesto los preceptos sin ningún criterio. Han fijado
las reglas al azar, a partir de la simple inspección de los edificios antiguos.
han copiado los defectos con la misma escrupulosidad que las bellezas;
imitadores serviles, todo lo que venía autorizado por los ejemplos ha sido
declarado legítimo. (...) Todos los modernos, a excepción de M. de
Cordemoi, no hacen más que comentar a Vitruvio, ... este autor, más
profundo que la mayoría de los otros , ha descubierto la verdad que para
ellos estaba oculta. Su Tratado... contiene principios excelentes... De ahí
he deducido: 1º que hay en la Arquitectura bellezas esenciales,
independiente del hábito de los sentidos o de la conversión de los hombres;
2º que la composición de una obra de Arquitectura es susceptible, con
todas las cosas del espíritu, de frialdad y de vivacidad, de exactitud y
desorden; 3º que para este Arte, como para todas las demás, es necesario
un talento no se adquiere, un genio que otorga la naturaleza; y que este
talento, este genio, sin embargo, debe ser sometido y cautivado por las
leyes. (...)

El origen de la Arquitectura

El hombre quiere hacerse un alojamiento que le cubra sin sepultarle.


Algunas ramas cortadas en el bosque son materiales adecuados para su
diseño. Elige los mas fuertes y los levanta perpendicularmente formando
un cuadrado. Encima coloca otros cuatro transversales; y sobre éstos,
otros inclinados en dos vertientes formando un vértice en el centro. Esta
especie de techo se cubre con hojas tupidas para que ni el sol ni la lluvia
puedan entrar; y he aquí al hombre alojado. Es cierto que el frío y el calor
le harán sentir incomodidad en la casa abierta por todas partes; pero
entonces rellenará de palos el espacio entre los pilares y así quedará
asegurado... La pequeña cabaña rústica que ha descrito es el modelo sobre
el que se han imaginado todas las magnificencias de la Arquitectura. Y es
aproximándose, en la ejecución, a la simplicidad de este primer modelo
como se evitan los grandes defectos, como se alcanzan las verdaderas
perfecciones. (...)

...; jamás principio alguno fue más fecundo en consecuencias. Desde este
momento, es fácil distinguir las partes que intervienen esencialmente en la
composición... de aquellas que se introducen por necesidad, o de las que
se han añadido por capricho. (...)

Nos mantenemos fieles a lo simple y a lo natural; son el único camino


hacia lo bello... con un mínimo de conocimientos geométricos (el
arquitecto) encontrará el secreto para variar hasta el infinito las plantas
que diseña... El señor Frezier duda de que se pueda encontrar jamás un
arquitecto capaz de salvar la arquitectura de la extravagancia de las
opiniones, mostrándoles las leyes fijas e inmutables tal como yo auguro...
pero yo no estoy dispuesto, como él, a esperar.

! Los siguientes párrafos son tomados de HEREU, Pere; MONTANER, Josep Maria y
OLIVERAS, Jordi: Textos de arquitectura de la Modernidad, Madrid, Ed. Nerea, 1994.
De Marc-Antoine Laugier. Manosque 1713-1769. Essai sur l’Architecture. Primera
edición anónima, París, 1753. Segunda edición aumentada, París, 1755. Edición
facsímil: Essai sur l’Architecture. Pierre Mardaga, Bruselas – Lieja, 1978.

Ensayo sobre la arquitectura

Quisiera persuadir a todo el mundo de una verdad de la cual estoy seguro:


las partes de un orden de arquitectura son las partes mismas del edificio.
Por tanto, deben ser utilizadas no sólo para decorar el edificio sino para
constituirlo. Es preciso que la existencia del edificio dependa hasta tan
punto de su unión que no pueda retirarse una sola de esas partes sin que
el edificio se hunda. Si se tiene bien presente en el espíritu este principio
tan razonable como luminoso, se evitará cómodamente una cantidad de
errores derivados de una práctica que se obstina en seguir el principio
contrario. No se considerarán como verdadera arquitectura todas esas
pilastras, esos entablamentos adosados a macizos que están allí
únicamente con fines decorativos y cuya arquitectura se puede destruir a
golpes de cincel, sin que el edificio pierda nada más que un adorno. Por el
contrario, las columnas aisladas que llevan su entablamento en
platabanda, no dejarán jamás lugar a dudas sobre el verdadero
espectáculo arquitectónico que ofrecen, pues salta a la vista que no se
podría tocar ninguna de las partes sin dañar y arruinar el edificio.

Ocurre en la arquitectura como en todas las demás artes: sus principios se


basan en la simple naturaleza, y en los procedimientos de ésta se hallan
claramente marcadas las reglas de aquélla. Consideremos al hombre en su
origen primero sin otra ayuda, sin otra guía que el instinto natural de sus
necesidades. Necesita un lugar de reposo. En la orilla de un arroyo
tranquilo ve que hay césped cuyo verdor naciente agrada a sus ojos, su
tierna pelusa lo invita, se dirige hacia allí y blandamente tendido sobre ese
tapiz esmaltado no piensa más que en disfrutar en paz de los dones de la
naturaleza: nada le falta, nada desea. Sin embargo, al poco rato al ardor
del sol que le quema lo obliga a buscar un abrigo. Repara en un bosque
que le ofrece la frescura de sus sombras; el hombre corre a esconderse en
su espesura y allí se encuentra a gusto. No obstante, mil vapores se alzan
al azar, se encuentran y se unen, gruesas nubes cubren los aires, una
lluvia espantosa se precipita como un torrente sobre este bosque delicioso.
Mal protegido por las hojas, el hombre ya no sabe cómo defenderse de una
humedad incómoda que lo cala por todas partes. Ve una caverna, se
desliza en su interior y, al encontrarse al abrigo de la lluvia, se regocija de
su descubrimiento. Pero nuevas molestias le incomodan también en esta
estancia. Allí se encuentra en tinieblas, respira un aire malsano y sale de
allí resuelto a suplir mediante su destreza las desatenciones y negligencias
de la naturaleza. El hombre desea hacerse un alojamiento que lo abrigue
sin sepultarlo. Algunas ramas caídas en el bosque constituyen los
materiales aptos para su designio. Elige entre ellas cuatro de las más
fuertes, las hinca perpendicularmente y las dispone en un cuadrado, sobre
las mismas coloca otras cuatro atravesadas y sobre éstas dispone otras
inclinadas a ambos lados y confluyentes en una punta. Esta especie de
techo es cubierto con hojas lo suficientemente apretadas de modo que ni el
sol ni la lluvia puedan atravesarlo, y he aquí al hombre alojado. Es verdad
que el frío y el calor le harán sentir su incomodidad en su casa abierta por
todo lados, pero entonces él llenará los vacíos entre los pilares y se
encontrará seguro.

Este es el camino de la simple naturaleza; gracias a la imitación de sus


procedimientos es como nace el arte. La pequeña cabaña rústica que
acabo de describir, es el modelo según el cual se han imaginado todas las
magnificiencias de la arquitectura. Aproximándose ese primer modelo en la
ejecución de la simplicidad es como se alcanzan las verdaderas
perfecciones y se evitan los defectos esenciales. Las piezas de madera
colocadas perpendicularmente nos han sugerido las columnas. Las piezas
horizontales colocadas encima nos han sugerido los entablamentos. Por
último, las piezas inclinadas que forman el techo nos han dado la idea de
los frontones; esto es admitido por todos los maestros del arte. Pero hay
que actuar con precaución; ningún principio ha sido más fecundo en
consecuencias. De ahora en adelante es fácil distinguir las partes
esenciales en la composición de un orden arquitectónico de aquellas que
se introducen por necesidad o de las que se añaden por mero capricho. En
las partes esenciales es donde residen todas las bellezas; en las partes
introducidas por necesidad residen todas las licencias y en las añadidas
por capricho residen todos los defectos. (...)

Quizá se me objete que reduzco la arquitectura a casi nada, puesto que al


salvar las columnas, entablamentos, frontones, puertas y ventanas,
suprimo todo el resto. Es cierto que le quito a la arquitectura muchas
cosas superfluas, que la despojo de cuantiosas baratijas que le daban un
aspecto vulgar, que no le dejo más que lo natural y sencillo. Pero que nadie
se equivoque, no privo a la arquitectura de su trabajo ni de sus recursos.
Yo la obligo a proceder siempre sencilla y naturalmente, a no presentar
nunca nada que ofenda al arte o lo limite. Quienes conocen el oficio,
estarán de acuerdo conmigo en que en lugar de abreviar el trabajo les
impongo un arduo estudio, una precisión extraordinaria. Además, dejo al
arquitecto muchos recursos. Si el arquitecto tiene inventiva y someros
conocimientos de geometría, con lo poco que pongo en sus manos
encontrará el secreto para diversificar sus planos hasta el infinito, para
recuperar mediante la diversidad de las formas lo que pierde por el lado de
cosas superfluas que yo le suprimo. Hace siglos que se vienen combinando
de manera diferente las siete notas musicales y, sin embargo, es imposible
que se hayan agotado todas las combinaciones que ellas permiten. Opino
igual sobre las partes que constituyen la composición esencial de un orden
arquitectónico. Son poco numerosas pero sin añadir nada se las puede
combinar hasta el infinito.

! Los siguientes párrafos son tomados de CALVO SELLARER, Francisco et. Alt.: Fuentes
y documentos para la Historia del Arte. Vol. VII. Ilustración y Romanticismo. De la
edición de F. Fichet, La Théorie architecturale a I’age classique. Essai d’antologie
critique, Lieja, 1979, p. 107. Véase Wolfgang Herrmann, Laugier and Eighteen Century
French Theory, Londres, 1962.

De todas las artes útiles la Arquitectura es la que exige los talentos más
distinguidos y los conocimientos más amplios. Probablemente se necesita
tanto genio, espíritu y gusto para hacer un gran arquitecto, como para
formar un pintor y un poeta de primera fila. Sería un gran error creer que
aquí no hay más que mecánica, que todo se reduce a cavar cimientos y
levantar muros; todo según reglas en las que la rutina sólo supone ojos
acostumbrados a juzgar por una vertical, y manos hechas a usar la llana.

Cuando se habla del arte de construir, una confusa masa de escombros


incómodos, inmensos montones de materiales informes, un ruido
aterrador de martillos, andamios peligrosos, un movimiento espantoso de
máquinas, un ejército de obreros sucios y llenos de barro es todo lo que
aparece en la imaginación del vulgo, la corteza poco agradable de un arte,
cuyos ingeniosos misterios, conocidos por pocos, excitan la admiración de
quienes penetran en ellos. estos descubren invenciones cuyo atrevimiento
supone un genio vasto y fecundo, proporciones cuya utilización anuncia
una precisión severa y sistemática; adornos cuya elegancia revela un sen-
timiento delicado y exquisito.

El que es capaz de captar tantas bellezas verdaderas, lejos de confundir la


arquitectura con las artes menores, estará tentado de situarla a la altura
de las ciencias más profundas. La contemplación de un edificio construido
con toda la perfección del arte origina un placer y un hechizo del que es
imposible librarse. Este espectáculo despierta en el alma ideas nobles y
conmovedoras. Nos hace experimentar esa dulce emoción y ese agradable
transporte provocados por las obras que llevan la impronta de una
verdadera superioridad de espíritu. Un edificio bello habla elocuentemente
por su arquitecto. Perrault en sus escritos no es más que hábil: la
columnata del Louvre le revela como un gran hombre.

La Arquitectura debe su mayor perfección a los griegos, nación


privilegiada, a la que estaba reservado no ignorar nada de las ciencias, e
inventar todo en las artes. Los romanos, dignos de admiración, capaces de
copiar los excelentes modelos que les proporcionaba Grecia, quisieron
añadir algo propio, y no hicieron más que enseñar a todo el Universo que,
cuando se ha alcanzado el grado de perfección, no queda más que imitar o
decaer. La barbarie de los siglos posteriores, tras haber enterrado todas las
bellas artes bajo las ruinas de un solo imperio que conservaba su gusto y
sus principios, dio a luz un nuevo sistema de arquitectura, donde la
ignorancia de las proporciones, los adornos realizados con tosquedad y
dispuestos puerilmente, no ofrecían más que piedras recortadas, lo
informe, lo grotesco, lo excesivo. Esta arquitectura moderna ha hecho
durante demasiado tiempo las delicias de toda Europa. Desgraciadamente,
la mayor parte de nuestras grandes iglesias están destinadas a conservar
rasgos suyos para la más lejana posteridad. Digamos la verdad: con
innumerables defectos, esta arquitectura ha tenido bellezas. Aunque en
sus obras más espléndidas reina una pesadez de espíritu y una tosquedad
de sentimiento chocantes: se puede no admirar el atrevimiento de los
trazos, la delicadeza del cincel, el aire de majestad y la libertad que se
notan en ciertos fragmentos, que en todos esos lugares tienen algo de
desesperante y de inimitable. Pero por fin genios dichosos supieron
encontrar en los monumentos antiguos pruebas del extravío universal, y
recursos para salir de él. Hechos para apreciar maravillas expuestas
inútilmente a todos los ojos durante tantos siglos, pensaron las relaciones
e imitaron su artificio. A fuerza de búsquedas, exámenes y ensayos
hicieron renacer el estudio de las buenas reglas, y restablecieron la
arquitectura con todos sus antiguos derechos. Se abandonaron los
ridículos perifollos del arte gótico y del árabe, para sustituirlos por los
adornos masculinos y elegantes del dórico, del jónico y del corintio. Los
franceses, lentos para imaginar, pero rápidos para seguir las
imaginaciones felices, envidiaron a Italia la gloria de resucitar las
magníficas creaciones de Grecia. Entre nosotros todo está lleno de monu-
mentos que testimonian el ardor, que constatan el éxito de esta emulación
de nuestros antepasados. Hemos tenido nuestros Bramantes, nuestros
Miguel Ángel, nuestros Vignolas. El siglo pasado, siglo en el que, en lo que
respecta a talentos, la naturaleza ha hecho alarde, y quizás agotado toda
su fecundidad entre nosotros, el siglo pasado ha producido en
Arquitectura obras maestras dignas de mejores tiempos. Pero, como si la
barbarie no hubiera perdido todos sus derechos sobre nosotros, en el
momento en que estábamos alcanzando la perfección hemos caído de
nuevo en lo bajo y defectuoso. Todo parece amenazarnos con una
decadencia completa.

Este peligro que se hace cada día más cercano, pero que aún se puede
prevenir, me lleva a proponer aquí modestamente mis reflexiones sobre un
arte que siempre he amado. No me animan en mi propósito ni la pasión de
censurar, pasión que detesto, ni el deseo de decir cosas nuevas, deseo que
considero, por lo menos, frívolo. Lleno de estima hacia nuestros artistas,
muchos de los cuales poseen una habilidad reconocida, me limito a
comunicarles mis ideas y mis dudas, que les ruego examinen
detenidamente. Si descubro como abusos verdaderos algunas costumbres
universalmente aceptadas por ellos, no pretendo que cuenten sólo con mi
opinión, que someto de todo corazón a su juiciosa crítica. Solamente pido
que tengan a bien despojarse de ciertas prevenciones demasiado
extendidas, y siempre perjudiciales a los progresos de las Artes.

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