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CAPÍTULO I

LA LAVANDERÍA, LA PRODUCCIÓN CULTURAL Y LA ECONOMÍA POLÍTICA

EN LA CIUDAD DE MÉXICO 1

Marie Francois

En un texto publicado en 1868 en La Orquesta, Hilarión Frías y Soto describe a ―la típica

lavandera‖: ―Llega el sábado y he allí a nuestra heroína que, medio cubierta por las faldas

de sus blanquísimas enaguas planchadas, sepultada de una nube de holanes y pliegues,

llevando en el cesto las piezas pequeñas, albeando a fuerza de almidón y plancha, se

dirige a hacer sus entregas‖.2 En este ensayo planteo que la actividad de las lavanderas

debe ser entendida como un auténtico trabajo, como construir puentes o redactar leyes; un

trabajo que producía, entre otros ―bienes‖, una buena presentación y respetabilidad. Si

bien históricamente no se ha pagado gran parte del trabajo doméstico, incluyendo el

lavado de la ropa, las lavanderas eran en el México urbano un sector económico

remunerado que empleaba a mujeres de todas las etnias, incluso criollas, y a menudo

jefas de familia. A partir de muestras censales de 1753, 1790, 1811 y 1842, documentos

de archivo y textos de la época, incluyendo literatura costumbrista, el presente estudio

muestra cómo las lavanderas de la ciudad de México funcionaban como contratistas

independientes y desempeñaban para múltiples clientes un trabajo especializado e

intensivo que producía camisas blancas y sábanas limpias, así como una imagen personal

1
Traducción de María Palomar.
2
La Lavandera, por Hilarión Frías y Soto, México, Porrúa, 1993, p. 26. Un libro de 1854-55, Los
mexicanos pintados por sí mismos, tipos y costumbres nacionales (México, Imprenta de M. Murguía y Ca.,
1854-55), incluye ilustraciones y ensayos de Frías y Soto y otros escritores que retratan otros personajes
mexicanos ―típicos‖, como ―La Costurera,‖ ―El Criado,‖ ―El Abogado‖ y ―La Casera‖. El ensayo sobre la
lavandera (y su ilustración), publicado en 1868, sigue el mismo modelo.

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cuidada y respetable. Su labor también generaba un ingreso para mantenerse y sostener su

hogar.

Este ensayo es una contribución a los estudios sobre el trabajo de las mujeres y la

demografía urbana y los conecta entre sí, así como a los de la historia de género. Lara

Putman ha vinculado el trabajo doméstico y la economía política en economías de

enclave en Centroamérica. Edith Sparks identifica ―el comercio de la domesticidad‖ en el

lavado de ropa y el negocio de las casas de asistencia o pensiones en San Francisco.3 Los

recientes estudios demográficos de unidades domésticas y negocios en los barrios de

México contribuyen a explicar las muestras censales, mientras que los estudios de género

de Silvia Arrom y Pilar Gonzalbo para la ciudad de México y de Sandra Lauderdale

Graham para Río de Janeiro contextualizan la información disponible acerca del lavado

de ropa y su representación problemáticamente escasa para México.4 La

subrepresentación crónica del trabajo femenino en los datos censales constituye un

desafío fundamental a la hora de narrar la historia de las lavanderas a través de los

tiempos; así pues, nuestro estudio despliega una red amplia sobre las fuentes discursivas

3
Lara Putnam, ―Work, Sex, and Power in a Central American Export Economy at the Turn of the
Twentieth Century‖, en French and Bliss (ed.), Gender, Sexuality, and Power in Latin America Since
Independence, Washington DC, Rowman and Littlefield, 2007, pp. 133–162, y The Company They Kept:
Migrants and the Politics of Gender in Caribbean Costa Rica, 1870–1960, Chapel Hill, University of North
Carolina, 2002. Edith Sparks, Capital Intentions: Female Proprietors in San Francisco, 1850–1920,
Chapel Hill, University of North Carolina Press, 2006.
4
Sonia Pérez Toledo con Herbert S. Klein, Población y estructura social de la ciudad de México,
1790-1842, México, Universidad Autónoma Metropolitana, 2004; Manuel Miño Grijalva y Sonia Pérez
Toledo (coord.), La población de la ciudad de México en 1790: estructura, alimentación y vivienda,
México, Universidad Autónoma Metropolitana / El Colegio de México, 2004; Rosalva Loreto López
(coord.), Casas, viviendas y hogares en la historia de México, México, El Colegio de México, 2001;
Ernesto Sánchez Santiró, ―La población de la ciudad de México en 1777‖, Secuencia, núm. 60, 2004, pp.
30-46. Entre las historias de género clásicas están Silvia Arrom, The Women of Mexico City, 1790–1857,
Stanford, Stanford University Press, 1985; Pilar Gonzalbo Aizpuru, ―Familia y convivencia en la ciudad de
México a fines del siglo XVIII‖, en Gonzalbo Aizpuru (ed.), Familias iberoamericanas.Historia, identidad
y conflictos, México, El Colegio de México, 2001a, pp. 163–80; Pilar Gonzalbo Aizpuru, Introducción a la
historia de la vida cotidiana, México, El Colegio de México, 2006 y Sandra Lauderdale Graham, House
and Street: The Domestic World of Servants and Masters in Nineteenth-Century Rio de Janeiro, Austin,
University of Texas Press, 1988.

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y visuales que informan sobre el trabajo de lavandería y lo representan. Lourdes Benería,

Carole Pateman, Lourdes Arizpe y Leopoldina Fortunati han ofrecido perspectivas

teóricas interdisciplinarias para entender el trabajo de la lavandería.5

La limpieza de la ropa es uno de esos temas prosaicos del trabajo cotidiano (el que

sustenta la existencia humana) en cualquier tiempo y lugar.6 Mientras que muchos

habitantes de la ciudad de México no podían darse el lujo de que otra persona lavara sus

vestidos y su ropa blanca, había otros que pagaban por ello a mujeres que se ganaban la

vida lavando. El poder de las dinámicas de género dentro de la institución de la familia

patriarcal (incluyendo el trabajo que implicaba ―ser madre‖ y ―ser esposa‖) determinó la

adjudicación de género del trabajo de lavandería en México más allá de las unidades

domésticas y las familias. A las lavanderas que trabajaban en una escuela o un hospital se

les pagaba (aunque fuera mal) por el trabajo que hacían, al igual que se constata que

ocurría en las unidades domésticas de la elite, que tenían lavanderas de planta. No se

esperaba que estas lavanderas pagadas trabajaran ni por amor ni por obligación respecto

de los dueños de la ropa, como sí se esperaría que lo hicieran por su propia familia.7 Pero,

en general, se daba por sentado que eran mujeres las encargadas de la limpieza de la ropa

y los blancos para los residentes, miembros o internos de las instituciones públicas. La

5
Lourdes Benería, ―Conceptualizing the Labor Force: The Underestimation of Women’s Economic
Activities‖, Journal of Development Studies, vol. 17, núm. 3, 1981, pp. 10-28; Carol Pateman, The Sexual
Contract, Stanford, Stanford University Press, 1988, pp. 125-130; Lourdes Arizpe, ―Women in the
Informal Labor Sector: The Case of Mexico City‖, Signs, vol. 3, otoño de 1977, pp. 25-37; Leopoldina
Fortunati, The Arcane of Reproduction; Housework, Prostitution, Labor and Capital, trad. de H. Creek,
Nueva York, Autonomedia, 1995. Véase también Marie Francois, ―The Products of Consumption:
Housework in Latin American Political Economies and Cultures‖, History Compass, vol. 6, núm. 1, 2008,
pp. 207-242.
6
Katharyne Mitchell, Sallie A. Marston y Cindi Katz, ―Life’s Work: An Introduction, Review and
Critique‖, pp. 1-26 en Mitchell, Marston y Katz (ed.), Life’s Work: Geographies of Social Reproduction,
Nueva York, Wiley Blackwell, 2004, p. 14.
7
Véanse Jocelyn Olcott, ―Introduction: Researching and Rethinking the Labors of Love‖,
Hispanic American Historical Review 91, 1 (2011): 1-27; Ann S. Blum, ―Speaking of Work and Family:
Reciprocity, Child Labor, and Social Reproduction, Mexico City, 1920-1940‖, Hispanic American
Historical Review 91, 1 (2011): 63-9; Francois, ―The Products of Consumption‖.

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mayor parte de las lavanderas no eran sirvientas de planta, sino más bien empresarias

independientes con una clientela múltiple. En buena medida, el lavado de ropa no se

efectuaba en las casas o instituciones, sino que más bien estaba a cargo de trabajadoras

especializadas de diversos orígenes étnicos y estados civiles en un sector de servicios que

respondía a determinada ―comercialización de las necesidades‖ con su actividad en

fuentes y lavaderos públicos y privados.8

He argumentado en otros estudios que el trabajo doméstico mantenía los estatus y

producía la personalidad pública para la elite y la pequeña clase profesional en el México

decimonónico.9 El lavado de la ropa es una de las muchas tareas domésticas que

producen personas presentables para los mercados políticos, económicos y culturales. Un

trabajo cuidadoso de lavandería producía valor y conservaba las telas, que solían

representar para sus dueños una inversión importante. Una lavandera ducha lograba

alargar la vida de la ropa, de manera notoria o no; mantenía las prendas en buen estado

para que pudiesen ser empeñadas si fuera necesario, y fomentaba la imagen cuidada de

sus clientes que otorga en público un atavío adecuado.10 Otras intersecciones de la

lavandería y la cultura involucran la cultura del trabajo de quienes lavan para mantenerse,

8
Daniel Roche, The Culture of Clothing: Dress and Fashion in the Ancien Régime. Trad. al inglés
de Jean Birrell, Cambridge, Cambridge University Press, 1996, p. 374. Por lo general, en Occidente el
trabajo de lavar ropa se ha considerado femenino; en otros medios (como África o la India) lo hacen
muchachos o varones. Véanse Karen Tranberg Hansen, Distant Companions: Servants and Employers in
Zambia, 1900-1985, Ithaca, Cornell University Press, 1989, pp. 59-61; B.S. Cohn, Colonialism and its
Forms of Knowledge: The British in India, Princeton, Princeton University Press, 1996, p. 100.
9
Marie Eileen Francois, A Culture of Everyday Credit: Housekeeping, Pawnbroking, and
Governance in Mexico City, 1750-1920, Lincoln, University of Nebraska Press, 2006.
10
Ibid. 107-08. Acerca del consumo no conspicuo, véase Amanda Vickery, ―Women and the
World of Goods: A Lanchashire Consumer and Her Possessions, 1751-81‖, en John Brewer y Roy Porter
(ed.), Consumption and the World of Goods, Londres, Routledge, 1993, pp. 274-301. Acerca de ―la
presentación‖ como una estructura de consumo que incluye el trabajo de la servidumbre doméstica, véase
Pierre Bourdieu, Distinction: A Social Critique of the Judgment of Taste, traducción al inglés por Richard
Nice, Cambridge, Harvard University Press, 1984, p. 184. Acerca del valor de uso producido por el lavado
de ropa, véase Lourdes Beneria, 1981, op.cit., pp. 12, 17, 23.

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conformada por la infraestructura y las herramientas del oficio. Las lavanderas mexicanas

creaban múltiples círculos culturales y vivían en ellos: mujeres de negocios que pagaban

a los vecinos pudientes o a instituciones eclesiásticas por el agua y un sitio en el lavadero;

contratistas que conocían (y que contaban o no) los secretos íntimos de sus clientes;

camaradas que desarrollaban relaciones entre sí mientras trabajaban. La cultura política y

las relaciones con el Estado y las elites determinaban el acceso al agua, sin el cual era

imposible hacer el trabajo. Una economía política fundada en las jerarquías de género y

etnia, así como una combinación de monopolio y mecanismos de mercado, producían una

demanda constante, incluso creciente, de servicios de lavandería que era satisfecha por

una mano de obra femenina. Las prendas de vestir y la ropa blanca limpias, producidas

por el cambiante elenco de lavanderas desde mediados del siglo XVIII a mediados del

XIX, colgaban en los tendederos de los patios junto a las relaciones, las reputaciones, los

ingresos familiares y otros componentes de la lavandería que contribuían a conformar la

vida en la ciudad.

La demanda de quienes “se mantienen de lavar”

Las mujeres de la ciudad de México que se ganaban la vida con el trabajo de lavandería

están consignadas en la columna de oficios del censo de 1753 bajo el rubro ―se mantienen

de lavar‖. También aparece en el censo su clientela, cuya adecuada presentación en la

esfera pública dependía de la limpieza de su atuendo y en particular de la blancura de la

ropa interior, las camisas, los cuellos y las mangas. Hay cartas de españoles del siglo

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XVIII que aconsejan a sus mujeres qué traer a las Américas al emigrar; son prueba de una

―coincidencia entre la necesidad y los medios‖ en el escalón superior de la economía que

impulsaba la demanda de especialistas en lavado.11 En dichas cartas desde la Nueva

España se hace un marcado énfasis en la ropa blanca, caracterizada como un aspecto

clave de la cultura material en el más rico de los reinos españoles de ultramar.12 Algunos

maridos incluso negociaban un crédito trasatlántico para que sus mujeres, en vísperas de

emigrar, pudiesen adquirir o mandarse hacer ropa de la calidad y en la cantidad

requeridas. Diego Núñez Viceo, un hacendado de origen madrileño residente en México,

tenía muy claro que el vestir de forma adecuada en su país de adopción era una muestra

de categoría. En 1706 arregló que su mujer, antes de emprender la travesía, tuviese a su

disposición ―la cantidad de pesos que sea menester que te dé para que hagas ropa, así

blanca como de color‖, con el fin de que pasara a América ―con todo regalo y

decencia‖.13 Quince años después, Antonio de los Ríos escribe a su mujer, doña Catalina

Páez, que entre los preparativos de su viaje a México estaba recurrir a sus socios, ―que te

den lo necesario para aviarte y vestirte‖. También le dice que deberá traer a ―la señorita

que tienes en tu compañía‖ y que puede comprar una esclava para que la atienda en el

viaje. Asegura a su mujer que en México dispone de ―una casa decentemente alhajada‖ y

con todo lo necesario ―para mantenerte a ti con la debida decencia y descanso que tus

prendas merecen‖. Un establecimiento doméstico con servidumbre y el equipamiento

necesario para una vida refinada daría pie a una fuerte demanda de servicios de

11
Daniel Roche 1996, op. cit., p. 384.
12
Isabelo Macías y Francisco Morales Padrón (ed.), Cartas desde America, 1700-1800, Sevilla,
Junta de Andalucía, 1991.
13
Diego Núñez Viceo a Doña Isabel Francisca Alconet, México, 15 de octubre de 1706, en ibid.,
pp. 64-66.

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lavandería, aunque tal trabajo no se menciona en la correspondencia.14 En 1730, una vez

más, resulta notable el énfasis en la adquisición de suficiente ropa blanca en la carta de un

marido a su mujer. Jacinto de Lara y Rosales consigue un crédito para que la esposa

adquiera ―lo que hubieres menester de géneros para que vengas con aquellos requisitos

que yo siempre he estilado en la decencia de tu persona; sin que dejes de hacer cuanta

ropa quisieres de tela con sus galones y bastante ropa blanca de todo género y de servicio,

y mantos con puntas que se estilan en este reino‖.15 No podemos saber cuánto de todo

esto corresponde a ropa blanca como toallas, sábanas y manteles (nótese la mención ―de

servicio‖) y cuánta sería la ropa de vestir. Daniel Roche y Woodruff Smith describen

―una revolución de la ropa‖ en la Europa del siglo XVIII, donde las camisas de vestir, las

prendas interiores y los armarios de blancos llegaron a ser cruciales para establecer y

mantener el estatus social, que dependía cada vez más de la limpieza.16 Los grandes

volúmenes de ropa de casa y los lujosos atuendos de los ricos, así como los elegantes

uniformes que vestían algunos sirvientes, requerían de la constante atención de las

lavanderas, ya fuesen de planta o independientes.

En México, la ropa blanca mantuvo su valor. En 1758 una carta del molinero

Antonio Manuel Herrera advierte a su mujer acerca de las modas del lugar y la exhorta a

14
Antonio de los Ríos a Doña Catalina Páez de la Cadena, México, 19 de octubre de 1721, en
ibid., pp. 75-76. En otro caso, dos años más tarde, Juan de Ávila y Salcedo pide a su tía y otras parientas en
España que ayuden a su mujer y su sobrina a adquirir ―los vestidos que quisiere y ropa blanca y lo demás
necesario que hubiere menester‖ para su mudanza a la ciudad de México. Juan de Ávila y Salcedo a doña
Teresa González y doña Francisca y ―demás tías y señoras‖, México, 14 de noviembre de 1723, en ibid.,
pp. 80-82.
15
Jacinto de Lara y Rosales a Doña Manuela de Lara Rosales, México, 2 de agosto de 1730, en
ibid., pp. 85-86.
16
Daniel Roche, 1996, op. cit., pp. 384-90. En el siglo XVII, en Europa, la ropa exterior cambió
de forma que la interior pudiera ser más visible, generalmente en el cuello, las mangas o la bastilla. Este
cambio sirvió para acentuar la categoría de quienes podían costear ropa interior cara y mantenerla en
perfectas condiciones. Smith señala que ―cualquiera que haya sido la razón del cambio, la moda se quedó,
no sólo en el siglo XVIII sino hasta la actualidad‖. Woodruff Smith, Consumption and the Making of
Respectability, 1600-1800, Londres, Routledge, 2002, pp. 13-138, 60-68, cita en la p. 60.

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no escatimar en el volumen de ropa de casa que ha de traer (―y así por lo que mira la ropa

blanca, no te vengas muy escasa).‖17 Hacia finales del siglo, en 1790, Don Agustín

Sánchez, que escribe a un socio encargado de arreglar el viaje de su hija a México, pide

que ―la habilite sobradamente de ropa blanca‖ y ―en especial de doce pares de medias del

Bastón inglesas‖.18 Medio siglo más tarde, en 1855, el libro Los mexicanos pintados por

sí mismos ofrece imágenes de hombres y mujeres con atuendos típicos que sugieren la

permanente centralidad de las prendas blancas claves, incluso entre quienes no

pertenecían a la elite. Para determinadas ocupaciones de clase obrera (los aguadores, las

chieras –que vendían agua de chía–, los cocheros) la camisa o blusa blanca era de rigor.

Algunas mujeres, como las costureras o estanquilleras, no llevaban blusa, sino un vestido

largo con enaguas o faldillas blancas que podían verse bajo la falda. Algunos varones

están retratados con diversas versiones del traje de tres piezas; algunos con casaca (el

cochero, el barbero, el dependiente), otro con levita (el abogado), todos con camisas

blancas de manga larga y cuello alto y distintos tipos de corbata.19

No sólo la ropa blanca era señal de respetabilidad. En su novela de 1818 Don

Catrín de la Fachenda, José Joaquín Fernández de Lizardi satiriza a los presumidos de

México que, pese a ser pobres, se vestían como capitalinos respetables. El protagonista

hace depender su identidad de su apariencia material; en un momento dado, se ofende por

un desdén no debido ―a un caballero de mis prendas‖ (donde el último sustantivo puede

interpretarse tanto de manera literal como figurada), y en otro episodio se consuela de no

tener nada para desayunar recordándose a sí mismo que tiene ―suficiente ropa y

17
Antonio Manuel Herrera a doña Josefa de la Oliva y Ruiz, México, 24 de abril de 1758, en
Isabelo Macías y Francisco Morales Padrón, 1991, op.cit., p. 97.
18
Don Agustín Sánchez a don Fermín Elizalde, 26 de noviembre de 1790, en ibid., p. 104.
19
Los mexicanos pintados..., op.cit., pp. 28, 48, 98, 140, 176.

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decencia‖.20 En las décadas inmediatamente posteriores a la independencia, el clérigo,

estadista y escritor José María Luis Mora observa que a finales de la época virreinal, ―la

baratura de los efectos de Europa‖ permitía que incluso las clases modestas vistieran

bien. En la época republicana, ―las personas del primer rango se presentan en público con

todo el lujo y ornato que es costumbre en los países más civilizados‖, pues había más

indumentaria disponible para el arreglo personal.21 Pero podía lograrse el mismo efecto

con unas cuantas prendas sabiamente combinadas. En la narración sobre ―El criado‖ en

Los mexicanos pintados por sí mismos, Niceto de Zamacois inventa un diálogo con su

criado sobre lo difícil que resulta desmanchar su traje, pues hay que llevarlo repetidas

veces al tintorero para darle nueva vida, mientras que el criado cavila por qué un hombre

con la posición de su patrón, que escribe en revistas políticas, no puede ganar lo

suficiente para vestirse mejor.22

Muchos residentes de la ciudad no tenían dinero para pagar a una lavandera o un

tintorero, ni tampoco esposa ni criada que lavara su ropa. Lizardi nos describe este

panorama con Don Catrín lavando su propia ropa cuando estaba en bancarrota: ―tenía mi

camisa de lavar, tender y planchar con un hueso de mamey; tenía un pantaloncillo de

punto, o puntos, que zurcía con curiosidad con una aguja; tenía una cadena pendiente de

un eslabón, que me acreditaba de sujeto de reloj; tenía una tira de muselina, que bien

lavada pasaba por un fino pañuelo‖. Mientras esperaba que cambiara su suerte, el

protagonista dedicaba su tiempo a lavar, planchar y remendar cuidadosamente su ropa, de

20
José Joaquín Fernández de Lizardi, Don Catrín de la Fachenda y Noches tristes y día alegre,
México, Porrúa, 1978, pp. 43, 48. Para detalles sobre las prendas del guardarropa de Don Catrín y cómo
las adquiría y las perdía, véanse pp. 44, 47, 57-58, and 60-61.
21
Anne Staples, ―Una sociedad superior para una nueva nación‖, en Historia de la vida cotidiana
en México, vol. IV, Bienes y vivencias. El Siglo XIX, Anne Staples (coord.), México, El Colegio de México,
2005, pp. 313-314.
22
Los mexicanos pintados..., op. cit., p. 241.

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modo que ―el baratillero más diestro lo hubiera calificado por nuevo‖.23 La sátira de

Lizardi ilustra cómo incluso una imagen pública modesta se mantiene a base de lavar la

ropa. El comentario de Niceto de Zamacois sobre los miembros de la clase media

emergente, ya más avanzado el siglo, se mofa de su dependencia de las artes de las

lavanderas, pues usaban camisas corrientes pero muy almidonadas, para ocultar lo barato

de la tela.24

Como el lavado de ropa se hacía a menudo fuera de la casa del cliente, los

capitalinos de los siglos XVIII y XIX, que podían tener una inversión importante en

bienes materiales de vestido y ropa blanca (bienes de los que tanto dependía tanto la

conservación del estatus y la presentación en público), no dejaban de correr un riesgo de

seguridad. Entregar a alguien su ropa sucia era arriesgado, y no sólo por los secretos que

pudiera revelar. Dejar que la ropa saliera del hogar era riesgoso porque la lavandera podía

echarla a perder, podía caerse de la cesta en su recorrido por la ciudad, podía ser robada

del tendedero de la azotea, o incluso la lavandera podía llegar a empeñarla.25 En 1806,

doña Guadalupe Rubio, dueña de un paquete de ropa que le robaron a un niño de ocho

años encargado de entregarlo a la lavandera (un bulto que contenía una camisa blanca,

una falda negra de indiana, un par de medias chinas de seda y un pañuelo de chiffon),

23
Fernández de Lizardi, op. cit., pp. 78-79. La palabra catrín puede designar a un hombre
elegante, pero también a uno que pretende serlo.
24
María Teresa Bisbal Siller, Los novelistas y la ciudad de México (1810-1910), México, Botas,
1963, p. 65.
25
Sobre el robo de ropa de tendederos comunes, véase Archivo General de la Nación (en adelante
AGN), Criminal, vol. 89, exp. 3, ff. 115-120; vol. 86, exp. 10, ff. 264-285v; vol. 87., exp. 2, ff. 60-69v; y
vol. 89, exp. 3, f. 99. Véase también Archivo Hisórico del Distrito Federal, México (en adelante AHDF),
Justicia, Juzgados Criminales, tomo 1, exp. 1. En 1794, María Josefa de la Trinidad fue acusada de robar a
su patrón calzones y medias y empeñarlos por seis reales. No sabemos si María Josefa era una criada de
planta responsable de la limpieza de la ropa o una lavandera independiente que trabajaba de manera
ocasional en casa del acusador, pero tal parece que tenía acceso a la ropa de la casa. En otro caso del año
siguiente, el patrón de Máxima López declaró a la policía que su lavandera, en lugar de cumplir con su
trabajo, se robó la ropa y la empeñó en una tienda por 13 pesos. AGN vol. 58. exp. 10, ff. 146-48.

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puso un anuncio en el periódico con la esperanza de recuperar sus bienes.26 Para los

consumidores de servicios de lavandería cercanos a la base de la escala del bienestar

material, entregar recursos escasos a otra persona podía ser motivo de ansiedad. A veces

se pedía a la lavandera lavar rápido determinada camisa porque era la única que tenía su

dueño, y debía tratarla con sumo cuidado para que no se desintegrara con el uso

constante.27 Si el éxito social de las elites dependía de una presentación adecuada, para

otros éste dependía de recursos precarios y guardarropas pobremente equipados con un

mínimo de ropa, que exigía gran destreza en su mantenimiento.28

Dar cuenta de las mujeres que lavan

La lavandería no es reconocida como oficio formal en los datos del censo y otros

archivos, a diferencia de los trabajos artesanales de tejedor, tintorero, zapatero o

sombrerero. Había un gremio de tintoreros, pero no de lavanderas, aun cuando ambas

ocupaciones consistieran en limpiar la ropa mediante un trabajo especializado. Dada la

naturaleza cotidiana de la necesidad de limpiar la ropa de vestir y la blanca, y dado que

pocas casas tenían acceso directo al suministro de agua, el hecho de que las lavanderas

apenas estén presentes en los censos refleja el poder de la ideología que, por principio,

26
El Diario de México, 9 de agosto de 1806, vol. 3, núm. 313, p. 412.
27
La Lavandera, op. cit., pp. 21, 23.
28
Acerca del éxito social sustentado por la fortaleza interior reflejada a través de la fisonomía, el
atuendo y las actitudes, véase Victor M. Macías González, ―Hombres de mundo: la masculinidad, el
consumo y los manuales de urbanidad y buenas maneras‖, en María Teresa Fernández Aceves, Carmen
Ramos Escandón y Susie Porter (coord.), Orden social e identidad de género, México, siglos XIX y XX,
Guadalajara, CIESAS/Universidad de Guadalajara, 2006, pp. 267-298.

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asignaba al género masculino el trabajo especializado y pagado. En la cuadro 1 se

observa cuán limitadamente aparecen las lavanderas en los censos al paso de los años.

Si extrapolamos el porcentaje mínimo de lavanderas en la muestra a la población

de más de 125 000, quizás hayan sido unas mil las que trabajaban en México en 1735

para satisfacer la demanda de limpieza de camisas y ropa interior, así como de ropa

blanca.29 El censo de la ciudad de México en 1790 es el que más radicalmente pasa por

alto el trabajo femenino, y por lo tanto está ausente en la cuadro 1. Sólo instituciones

tales como conventos y hospitales aparecen como las que empleaban a las únicas

lavanderas que se consignan en las páginas manuscritas del censo de 1790. Por ejemplo,

la Casa de Recogimiento de las Mujeres Dementes albergaba ese año a 66 personas (55

internas y 11 empleados) que generaban ropa sucia, y sólo aparece una lavandera: Marta

Andrea del Castillo, una viuda mulata de 36 años, oriunda de la ciudad.30 Los encargados

del censo omitieron a cualquier trabajadora fuera de la categoría de empleadas

domésticas (donde se consignan amas de llaves, recamareras y cocineras junto a los

términos más genéricos de mozas y criadas). Incluso faltan las costureras.31 Si bien

29
Tomé muestras del censo de 1753 cada diez páginas. La muestra incluyó 286 domicilios y 564
unidades domésticas en esos 286 domicilios. De la cohorte de 21 lavanderas (0.9 por ciento) en la muestra
de 2 441 habitantes, extrapolando a una población total de 126 477, llegamos a 1 138 lavanderas en la
ciudad en 1753. AGN, Padrones, vol. 52, 1753. Para un análisis detallado del censo de 1753, véanse Pilar
Gonzalbo Aizpuru, ―Familias y viviendas en la capital del virreinato,‖ Rosalba Loreto López 2001b, op.cit.,
pp. 75-108.
30
Censo de población de la Ciudad de México, 1790: Censo de Revillagigedo. 2 Cd-ROMS,
México, El Colegio de México; Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática, 2003. Cuartel 1,
Disco 1. Los seminarios posiblemente tenían un lavadero atendido por varones, que trabajaban junto con
cocineros y otros criados. Por ejemplo, el convento de San Diego albergaba a 70 religiosos y dos criados;
uno de ellos era Pedro José Contreras, identificado como ―indio viudo‖ y de tan sólo 17 años, empleado
como lavandero. Cuartel 23, Disco 2. Para un análisis a detalle del censo de 1790, véanse Sonia Pérez
Toledo, 2004, op. cit., y Manuel Miño Grijalva y Sonia Pérez Toledo, 2004, op.cit. El Hospicio de Pobres,
que abrió en 1774, empleaba lavanderas tanto de planta como externas, por lo general indias o castas. Silvia
Arrom, Containing the Poor: The Mexico City Poor House, 1774-1871, Durham, Duke University Press,
2000, pp. 128,140-41.
31
Según se asienta, en 1790 las grandes casas tenían sirvientas, pero no otras clases de
trabajadoras, y ninguna lavandera como tal. Quizás algunas de las mozas o sirvientas lavaban ropa. Censo
de población de la ciudad de México, 1790, disco 1. Si bien se consignan las muchas unidades domésticas

65
hallamos trabajadoras en el censo de 1811, éste tampoco captura las realidades de las

mujeres que desempeñaban alguna labor, particularmente las criollas, que quizá no

reportaran su trabajo por razones de honra, pero tampoco otras que podían tener múltiples

ocupaciones como vendedoras, recaderas, lavanderas y costureras, pero sólo ―cuentan‖ en

una categoría.32 Entre los más de 4 000 habitantes de la capital de dos muestras de 1811

aparecen sólo seis lavanderas.33 Resulta evidente que las lavanderas independientes no

habían desaparecido de México entre los años censales de 1753 y 1811, sino que están

subrepresentadas. Además de la generalizada invisibilidad del trabajo femenino para

quienes levantaban el censo de población, una interpretación de por qué hay un número

relativamente reducido de lavanderas en los datos censales es que podría ser indicación

de una demanda limitada: la mayor parte de la gente no podía pagar a una profesional

dentro de las ecindades y se identifican muchas encabezadas por mujeres en los censos de 1753 y 1811, el
de 1790 no señala la ocupación de la jefa de familia. Hay anotaciones ocasionales acerca de algún negocio
en un domicilio (por ejemplo una chocolatería en una accesoria en el Cuartel 23) habitado por puras mujers
(en el mismo ejemplo, doña María Francisca Torres, ―española de México, doncella de 49 años,‖ con tres
hermanas adultas), pero no queda claro en las anotaciones del censo que trabajaran en la misma ocupación.
Cuartel 23, disco 2.
32
Susie S. Porter, Working Women in Mexico City: Public Discourses and Material Conditions,
1879-1931, Tucson, University of Arizona, 2003, p. 155. Los manuscritos del censo de 1811 están en
AGN, Padrones, vol. 54-57. De las más de 150 criollas en mi muestra del censo de 1811 (23 de ellas
viudas), sólo 12 reportan una ocupación, y ninguna es lavandera, y sólo una es viuda: hay cuatro costureras
(todas solteras, una de 24 años, dos de 30 y una de 57); tres sirvientas (todas solteras, de 14, 15 y 40 años);
dos cocineras (una soltera de 35, una viuda de 40); una nana (soltera, 19 años) y una recamarera (soltera de
20). La única casada criolla registrada declaró que su ocupación era de tendera.
33
Mi muestra para 1811 consiste en 735 individuos en 124 unidades domésticas del Cuartel Mayor
9. La muestra constituye el 20 por ciento de los 3,611 habitantes del cuartel (la población de la ciudad era
de aproximadamente 168,000). AGN, Padrones, vol. 53, 54, 55 y 57. La muestra de Arrom de 1811
contiene 3,356 habitantes de un barrio céntrico y tres barrios de la periferia del oriente de la ciudad.
Encontró cinco lavanderas. Silvia Arrom, 1985, op. cit., pp. 156-159, 163, 271-273. La única lavandera en
mi muestra de 1811 es una criada india que vivía en el núm. 3 de la calle de Jesús, en el centro. La
lavandera María Perfecta vivía en la casa de dos hermanas criollas solteras, doña María Josefa y doña
María Concepción Olvera. Las hermanas también empleaban otros dos sirvientes indios, Antonio
Hernández, mozo, de 28 años, y una cocinera de 25, María Basilia. Antonio era originario del mismo
pueblo que la lavandera, Yurina, como también lo eran otros dos habitantes de la casa, la mestiza de 26
años Mariana Alcántara y un niño indio también llamado Antonio, de siete años. Quizá María Perfecta y
Antonio Hernández estaban casados y el pequeño Antonio era su hijo (no se le dan apellidos). En cualquier
caso, sin duda María Perfecta estaba muy ocupada lavando ropa para los siete miembros de la unidad
doméstica, y quizás incluso haya lavado ropa de otras personas.

66
para lavar su ropa, o bien tenía tan poca ropa que la lavaba cada quien, como se vio

arriba. Pero el estudio de Roche sobre París sugiere que la demanda de limpieza de ropa

en el mercado podía venir precisamente de quienes menos ropa tenían, ya que unas

existencias menguadas requerían de mayor atención regular que un guardarropa más

abundante con docenas de camisas o enaguas.34

De veintiún mujeres identificadas como lavanderas en la muestra censal de

México de 1753, diez aparecen como españolas (es decir criollas), ocho mulatas, dos

mestizas y una cuya etnia no se menciona. En aquel tiempo, la esclavitud no fue tan

importante económicamente en la ciudad de México como en otras partes como Brasil o

el Buenos Aires de la época borbónica, donde prácticamente todas las lavanderas eran

negras o mulatas, tanto esclavas como libres.35 Entre los avisos de ocasión de El diario de

México entre 1805 y 1813 hay anuncios de la venta de algunas esclavas expertas en lavar

y planchar (tres en la muestra), pero hay más casos (ocho) de mujeres que se anuncian

como expertas en ese trabajo, o que buscan en el mercado los servicios de lavanderas

―que desempeñen bien su oficio‖.36

Once de las lavanderas en el censo de mediados del siglo XVIII eran viudas y seis

de ellas criollas. Según la entrada censal de su unidad doméstica, María Ibarra, una viuda

española (es decir criolla, nacida en la Nueva España) de 30 años, con tres niños

34
Daniel Roche, 1996, op. cit., pp. 382-84.
35
Lauderdale Graham menciona ―una lavandera portuguesa‖. Sandra Lauderdale Graham, 1988,
op.cit., p. 14; en Argentina, las inmigrantes italianas desplazaron a las negras hacia finales del siglo XIX en
la mano de obra de lavandería. George Reid Andrews, ―Race versus Class Association: The Afro-
Argentines of Buenos Aires, 1850-1900‖, Journal of Latin American Studies, vol. 11, núm. 1, 1979.
36
El Diario de México, anuncios de esclavos en venta y también solicitándolos: 12 de octubre de
1805, vol. 1, núm. 12, p. 48; 11 de noviembre de 1806, vol. 4, núm 376, p. 168; 21 de febrero de 1813, vol.
1, núm. 64, p. 256. El Diario de México, anuncios de lavanderas requeridas o disponibles: 11 de noviembre
de 1805, vol. 1, núm. 32, p. 129; 14 de agosto de 1806, vol. 3, núm. 318, p. 432; 8 de noviembre de 1806,
vol. 4, núm. 404, p. 284; 17 de julio de 1808, vol.IX, núm. 1022, p. 68; 30 de noviembre de 1808, vol. IX,
núm. 10157, p. 632; 8 de diciembre de 1808, vol. IX, núm. 10165, p. 665; 28 de febrero de 1811, vol. XIV,
núm. 10975, p. 240; 21 de marzo de 1811, vol. XI.

67
pequeños de menos de ocho años, se mantenía lavando ropa. Ella y sus hijos vivían en el

centro, en la calle de la Alcaicería, a pocas cuadras de la Plaza Mayor, en una accesoria,

en una sola habitación que daba a la calle. Otra viuda criolla, María Valle, y su hija de 28

años, Antonia (casada con un buhonero), en 1753, mantenían lavando ropa a cuatro niños,

en la calle de Donceles.37 María Herrera, otra viuda criolla, vivía en compañía de una

mulata libre, soltera, también llamada María, y ambas se mantenían como lavanderas. En

la misma vecindad donde vivían las Marías, en la segunda manzana de la calle de Tacuba,

vivían Ana de Ortega y su hermana Juana, ambas criollas, viudas y de treinta y tantos

años, que al igual que las tres hijas ya crecidas pero solteras de Ana (Rita de 20 años,

María de 18 y Lugarda de 16) declararon que se mantenían lavando ropa.38 Otros vecinos

del mismo edificio eran, en un departamento del piso superior, la familia de un

comerciante que consistía en un matrimonio, cinco niños y dos sirvientes; en otro

departamento de altos vivían un comerciante soltero, español, y su criada mestiza, María;

y había otro departamento abajo que era la casa de un tejedor, su mujer y su hija. ¿Habrán

competido las Marías y las Ortega por la ropa sucia de esos vecinos? En contraste, las

hermanas Salcedo, mulatas, en el número 60 de la calle de Donceles, solteras de 20 y 28

años, eran las únicas lavanderas de su vecindad. ¿Habrán estado entre sus clientes los

muchos sastres, tejedores y bordadores de su barrio, o las familias del licenciado, el

mercader o el contable que vivían en esa calle?39

En el siglo XVIII, la ciudad en su conjunto tenía más habitantes blancos que de

otras etnias, por lo que es de esperar un número más alto de trabajadoras criollas. Sin

embargo, resulta sorprendente que prevalezcan entre las lavanderas las viudas criollas,

37
AGN, Padrones, vol. 52, 1753, f. 165v.
38
Ibid., ff. 67v and 24.
39
AGN, Padrones, vol. 52, 1753, ff. 103v.

68
pues por lo general la actividad de la lavandería las llevaba a las calles y las fuentes

públicas, así como a las casas de gente desconocida para recoger y entregar la ropa, lo

cual una mujer honrada debía evitar. Por otra parte, la lavandería era una actividad

empresarial en la misma línea que otras ocupaciones desempeñadas por criollas,

incluyendo el manejo de pequeños comercios y casas de asistencia. Otro posible trabajo

para viudas criollas necesitadas, sin capital que invertir en una tienda, era el de costurera,

actividad que no necesariamente las hacía andar por las calles y que es una categoría con

mayor representación en la muestra. Las criollas predominan entre las costureras de la

muestra de 1753 (son 33 de 39), con cerca de la mitad de ellas también viudas.40

Regresando a las que se mantenían lavando ropa, de las restantes lavanderas en la

muestra mencionada tres eran mulatas y una mestiza. Hay sólo dos casadas: la criolla

mujer del buhonero y Ana Salmerón, cuyo marido estaba incapacitado. Casualmente

ambas vivían en la misma casa de vecindad, en Puente de Amaya. 41 Además de las

viudas, había ocho doncellas en la muestra (cinco mulatas y tres criollas).

Si bien el conteo censal inadecuado de las primeras décadas tras la consumación

de la independencia en 1821 sigue impidiendo estimar cabalmente los cambios en la

mano de obra de la lavandería en la ciudad, podemos considerar las variaciones en la

distribución demográfica de aquéllas que sí están consignadas como lavanderas en 1753 y

1842. En una muestra de cerca de 1 500 residentes de un barrio de la capital en 1842, hay

78 mujeres identificadas como tales. Según el análisis estadístico de Sonia Pérez Toledo

de todo el censo de 1842, de las más de seis mil mujeres inscritas como empleadas en

40
Ibid., ff. 26-27, 45, 46v, 63-65, 86v, 123-124, 126v, 144- 145v, 164v, 166-167.
41
Ibid, f. 165v. En cambio, Malcolmson encontró una preponderancia de casadas entre las
lavanderas inglesas un siglo más tarde. Patricia E. Malcolmson, English Laundresses: A Social History,
1850-1930, Chicago, University of Illinois Press, 1986.

69
oficios domésticos sólo 594 eran lavanderas (en segundo lugar después de más de cuatro

mil ―sirvientas y criadas‖), y veinte planchadoras.42 Si el mismo porcentaje de habitantes

trabajaba lavando ropa en la población en general ( cerca de 200 000 personas) que en la

muestra (5.3 por ciento), debe haber habido más de diez mil lavanderas. Resulta notable

que el conteo oficial de lavanderas según informa Pérez Toledo sea de menos de 600.

Podría ser que los barrios donde yo tomé la muestra hayan tenido más lavanderas que la

mayoría de los otros barrios, o se puede tratar de una subrepresentación extrema de las

trabajadoras en general, así como de la invisibilidad del trabajo de lavandería combinado

con otras labores, como se mencionó arriba. Mi muestra de 78 lavanderas, entonces,

representa el 13 por ciento de las lavanderas consignadas en el censo municipal de

1842.43 La cuadro 2 compara datos para las muestras de 1753 y 1842. En ambos años, las

lavanderas en estas pequeñas muestras tendían a ser viudas, viviendo con otras

lavanderas, y el rango de sus edades estaba en los treinta y cuarenta y tantos. De las 78 en

1842, 39 eran viudas (50 por ciento), seis eran casadas (aunque ninguna de ellas vivía con

su marido) y 33 eran solteras.44 La maternidad no caracterizaba el estatus hogareño de la

mayoría de las lavanderas; sólo dieciséis en la muestra de 1842 vivían con sus hijos,

cinco de ellas con niños menores de diez años. Si bien el lavado de ropa de los hijos solía

42
Sonia Pérez Toledo 2004, op. cit., 216. Entre las manzanas consideradas en la muestra, las
numeradas 3, 6 y 7 no tenían lavanderas. El censo de 1842 está en AHDF, Vol. 3406 y 3407. La muestra
tomó en cuenta barrios céntricos en los Cuarteles Mayores 1 y 2, Manzanas 1 a 29.
43
Silvia Arrom halló 27 mujeres que se mantenían de lavar en su muestra de 402 trabajadoras en
1848. Para el análisis del censo de trabajo y ocupaciones de 1848, véase María Dolores Morales y María
Gayón, ―Viviendas, casas y usos de suelo en la ciudad de México, 1848-1882‖, en Rosalva Loreto López,
2001, op. cit., pp. 339-377.
44
Las lavanderas célibes eran indistintamente calificadas como ―doncella‖ (21), ―soltera‖ (11) e
―hija‖ (1). El censo de 1842 usa diferentes criterios para la información manzana a manzana.

70
ser un trabajo no pagado, las lavanderas en estas muestras vendían su trabajo a cambio de

una paga.45

En 1842 no hay una columna en el censo dedicada a la ―calidad‖ (etnia), como

había en los censos de la época virreinal, de forma que es imposible visualizar la

composición étnica de este grupo. Tampoco se observa un uso consistente de los títulos.

En las manzanas 4 y 8, por ejemplo, todas las mujeres aparecen con el título de ―doña‖, y

los hombres con una ―c‖ (ciudadano), mientras que en la manzana 9 ningún residente

lleva un título. Entre las 78 lavanderas, once están como ―doña‖: cuatro solteras y siete

viudas (dos solteras y dos viudas en las manzanas donde todas las mujeres llevan ese

título). Como se carece de identificadores étnicos y los títulos son confusos, resulta

imposible medir el grado en que las viudas criollas recurrían al lavado de ropa como

ocupación, como lo sugieren los datos de la década de 1750. Una lavandera, la doncella

de 30 años Dolores Dávalos, no es identificada con el título de doña, pero vivía con la

jefa de familia doña Cesárea Dávalos (que podría ser la madre, o una hermana mayor),

costurera viuda de 50 años que habitaba un cuarto de planta baja en la vecindad del

callejón de la Olla, número 9, en la manzana 2. Veintiocho de las lavanderas de la

muestra eran migrantes a la ciudad; algunas procedían de lugares cercanos (como

Tlalnepantla), otras de más lejos (Querétaro o Celaya).

Aunque no todas las páginas del manuscrito de 1842 desglosan las unidades

domésticas de determinado domicilio, ahí donde sí se hace se ve que era frecuente que las

lavanderas vivieran juntas (N=31), fuesen o no parientas entre sí. Por ejemplo, Dorotea y

Martina García, hermanas viudas de 36 y 38 años respectivamente, vivían en un cuarto

45
Para un llamado a una mayor interpolación entre los estudiosos del trabajo reproductivo y los
historiadores del trabajo, véase Olcott, ―Introduction‖.

71
con los hijos de Martina, un niño de seis años y una niña de uno. La vecindad de las

García, en el número 24 de la calle del Águila, albergaba en total 23 personas, incluyendo

cuatro plateros, tres zapateros, tres empleados, dos cocheros, un dependiente, un

pulquero, una costurera, un carpintero y un maestro de escuela. Entre los ejemplos de dos

lavanderas no emparentadas están Luz Monroy (60 años), Isidora Aguilar (31 años) y

Ana Morales (23 años), las tres doncellas, que ocupaban la vivienda número 3 en el piso

alto del callejón de la Condesa, número 1. Por lo menos doce lavanderas de la muestra

vivían solas en cuartos de vecindades. Sólo seis de las 78 lavanderas puede decirse sin

lugar a dudas que trabajaban de planta en casas grandes. Por ejemplo, en la del

importante estadista e historiador don Lucas Alamán, en el número 1 de la calle de San

Francisco, había dos lavanderas que se ocupaban de satisfacer la demanda de ropa limpia

para la familia, que tenía nueve miembros. Hilaria Yáñez, viuda de 55 años, y la soltera

de 22 años Pascuala Pérez, ambas originarias de la ciudad, vivían y trabajaban en la casa

de Alamán, junto con dos costureras célibes y por lo menos seis sirvientes (las mujeres de

dos criados no se identifican como sirvientas, y también hay cuatro hijos de sirvientes).

En la casa de vecindad del número 9 del callejón de Gachupines había once

lavanderas: Guadalupe Medina, viuda de 43 años que vivía con su hija de 22 (quizá

también lavandera, aunque su ocupación no se consigna); la soltera de 32 años Gertrudis

Hernández, que vivía con su hermana de 16; la viuda de 40 años Rosario Escobedo,

María Encarnación Pérez, María Dolores Rodríguez y Micaela Palacio habitaban solas

sendos cuartos. En el cuarto número 15 había cuatro mujeres, tres de ellas lavanderas (la

viuda Juana Díaz, de 22 años; Juana Manillo, de 44, y su hija Ignacia Pardo, de 25). Dado

que albergaba tantas lavanderas, esta vecindad probablemente tenía una fuente propia o

72
era cercana a un lavadero. La del callejón de la Condesa, con doce lavanderas residentes,

también tiene carácter de lavadero. En la medida en que ahí se hiciera parte del trabajo,

los tendederos de la azotea y del patio en esas vecindades probablemente hayan estado

llenos de ropa y sábanas colgadas para secarse.

Aunque su presencia sea un tanto fugaz en los datos censales, a mediados del

siglo XIX las lavanderas independientes eran lo suficientemente comunes como para

estar entre las ocupaciones ―típicas‖ descritas en la literatura costumbrista que se

mencionó al principio de este texto. Si bien a mediados del siglo XVIII las lavanderas

típicas halladas en los datos censales tenían más probabilidades de ser criollas, el retrato

que dibuja Frías y Soto un siglo después recalca características étnicas que no

corresponden a las criollas: ―Morena, garrida, de brazos musculosos y tostados por el sol,

de ancha cadera, de pelo negro y recio, dientes blanquísimos, ojos mexicanos y boca

grande‖.46 Para finales del siglo XIX, se informa que más de 5 500 mujeres (y más de

cien varones) trabajaban como lavanderos y planchadores en una ciudad de casi 330 000

habitantes.47 Algunos de ellos prestaban sus servicios en pensiones o casas de asistencia,

donde la lavandería estaba incluida en la tarifa (el alojamiento costaba lo doble si se

incluían la comida y el servicio de ropa limpia).48

Las lavanderas se mantenían y mantenían a su familia con su trabajo; éste también

mantenía el estatus de sus clientes. Como escribe satíricamente Frías y Soto, el mayor

46
La Lavandera, op.cit., p. 20.
47
Marie Francois, 2006, op. cit., pp. 168, 318.
48
Adolfo Prantl y José L. Groso, La Ciudad de México. Novísima Guía Universal de la capital de
la República Mexicana. Directorio clasificado de vecinos y prontuario de la organización y funciones del
gobierno federal oficiales de su dependencia, Madrid, Juan Buxó y Compañía, editores / Librería
Madrileña, 1901, p. 34. Las tarifas de las pensiones y casas de asistencia iban de 15 a 60 sólo por el
alojamiento a entre 20 y 120 pesos incluyendo comida y lavandería.

73
valor del trabajo de la lavandera es su ―alta misión social‖ como encargada ―de la policía

de la raza humana, y sin ella la belleza sería un mito, una paradoja o fábula‖.49

El negocio de lavar

Aunque muchas mujeres lavaban su ropa y la de su familia sin que se les pagara, la

lavandería era un sector empresarial en la economía política de la ciudad de México que

redituaba ingresos a las lavanderas y también a quienes les vendían el agua y el acceso a

un lavadero. La mayor parte de las lavanderas consignadas en los documentos censales

eran empresarias, no sirvientas de planta en una casa. Como empresarias, tenían que

obtener acceso al agua y también debían competir por la clientela. El trabajo que

implicaba el lavado, el secado y el planchado de prendas de vestir y ropa de casa se hacía

en patios y plazas, habitaciones y azoteas y lavaderos (ya fuese en una vivienda o en

lavaderos públicos manejados como negocios, donde las lavanderas pagaban por el

acceso al agua y una pileta de lavar). El trabajo especializado de lavar, secar y planchar la

ropa (parte de la producción de la categoría social de los habitantes de la urbe) se hacía

fuera de los hogares, en espacios públicos y negocios que fungían como ámbitos

domésticos para quienes lavaban.50

Los análisis recientes del uso del espacio en el centro de la capital mexicana

muestran un uso creciente de las accesorias como talleres y lugares de venta de

49
La Lavandera, op. cit., p. 20.
50
Sobre las destrezas requeridas en distintas etapas del proceso de la lavandería en el México del
siglo XIX descritas en una novela reciente, véase Pepe Monteserín, La Lavandera, Madrid, Lengua del
Trapo, 2007, pp. 69-73.

74
51
productos, cercanos pero separados de las viviendas de los artesanos. Las lavanderas

eran como los artesanos en cuanto que tenían una serie de destrezas específicas y vendían

sus servicios a múltiples clientes, pero su trabajo y sus ventas habían estado desde mucho

tiempo atrás dispersos por toda la ciudad. Muchas lavanderas trabajaban donde vivían,

cuando menos durante parte del ciclo de lavado, que hacían en las azotehuelas. Otras

(quizá más) lavaban la ropa de distintos clientes en un lavadero del rumbo, pero luego la

cargaban, mojada y pesada, a su casa para tenderla en su tendedero y plancharla en su

vivienda, antes de acarrearla por las calles en cestos, como se ve en una fotografía

titulada ―La lavandera‖, de la colección Cruces y Campa de la década de 1860 (figura

1.1).

Hemos visto en el análisis demográfico que podían existir múltiples negocios de

lavandería en una sola casa de vecindad. Uno de los requisitos para un negocio exitoso

como lavandera independiente debía ser la discreción. Una lavandera del siglo XIX en

una reciente novela española, cuando se le pregunta si conoce a cierta familia, responde:

―los conozco poco; ellos lavan en su casa la ropa sucia‖.52 Uno de los autores en Los

mexicanos pintados por sí mismos señala que los confesores, las lavanderas y los

aguadores (que circulaban dentro de las casas con sus botas enlodadas), en ese orden,

eran custodios de secretos y garantes de discreción.53 El retrato costumbrista de la

lavandera típica mexicana resalta satíricamente las conversaciones de las lavanderas

alrededor de la fuente, ocupadas en juzgar el aspecto, la integridad y los escándalos de la

51
Guadalupe de la Torre Villalpando y Sonia Lombardo de Ruiz, ―La vivienda de la ciudad de
México desde la perspectiva de los padrones (1753-1790)‖, Scripta Nova, Revista Electrónica de Geografía
y Ciencias Sociales, vol. 7, núm. 146, 2008; Guadalupe de la Torre V., Sonia Lombardo de Ruiz, Jorge
González Angulo, ―La vivienda en una zona al suroeste de la Plaza Mayor de la ciudad de México (1753-
1811)‖, en Rosalva Loreto López, 2001, op.cit., pp. 109-146.
52
Pepe Monteserín, 2007, op. cit., p. 77.
53
Los mexicanos pintados..., op. cit., p. 2.

75
familia cuya ropa está lavando.54 Una visión costumbrista de las lavanderas en España en

1851 sugiere relaciones de largo plazo, a la vez profesionales e íntimas, entre las

lavanderas y las familias de los clientes, a veces a lo largo de generaciones. Se decía

incluso que era difícil despedir a una lavandera, con todo lo que sabía.55

Una preocupación básica de la lavandera profesional era el acceso al agua. Los

documentos de los archivos municipales sugieren que había que lograr el acceso a una

fuente o un lavadero para realizar el trabajo, o depender de las entregas cotidianas de los

aguadores, aunque esa agua servía para satisfacer múltiples necesidades de los hogares,

como la limpieza corporal y la cocina.56 Muchos de los habitantes de la ciudad de México

padecían escasez de agua y hacinamiento.57 En 1790, durante el estiaje (de febrero a

junio), hubo cortes del suministro de agua y llegaron al Ayuntamiento informes de que en

los barrios pobres había mucha gente que no estaba recibiendo de las acequias ni una gota

de agua para la limpieza y demás necesidades. Al mismo tiempo, los aguadores

aumentaron los precios por un agua de calidad cada vez menor que era la que podían

hallar en el acueducto, los manantiales o las fuentes. De nuevo en 1791 y 1815 la falta de

54
La Lavandera, op. cit., p. 21. Sandra Lauderdale Graham hace énfasis en el grado de
camaradería que propiciaba el trabajo de la lavandería en Río de Janeiro en el siglo XIX, y Roche puede
recurrir a documentos policiacos y notariales para describir el medio diverso, turbulento y picaresco de las
lavanderas parisinas del siglo XVIII, que tenían gran talento para la charla y ―una agresiva soberanía
lingüística esgrimida contra la policía, los guardias portuarios, los marineros, los bañistas, los arrendatarios
de lavaderos, en realidad todos los hombres en general‖, Sandra Lauderdale Graham,
1988, op. cit., p. 52.
55
Manuel Bretón de los Herreros, ―La lavandera‖, en Los españoles pintados por sí mismos, por
varios autores, Madrid, Gaspar y Roig, 1851, p. 93.
56
Los mexicanos pintados, op. cit., pp. 1-3.
57
Roche señala que en el París del siglo XVIII la mayoría de la población recurría a las
lavanderas, ―pues ni el abasto inadecuado de agua ni las condiciones de las viviendas de clase baja hacían
fácil el lavado de ropa‖; Daniel Roche 1994, op.cit., p. 393.

76
agua en las fuentes públicas causó un alza exorbitante de precios, pues los aguadores

debían recurrir a fuentes lejanas para abastecerse.58

El acceso al agua regía el lado de la oferta para el negocio de la lavandería en

México. Dos tipos de agua corrían por las tuberías de la ciudad: la primera, llamada

gruesa o pesada, se consideraba poco saludable y provenía del lago de Chapultepec a

través del acueducto de Belén, y generalmente abundaba en la zona sur de la ciudad; la

segunda fuente de abasto consistía en agua delgada y considerablemente más limpia que

brotaba en manantiales a una distancia de tres leguas, corría a veces a cielo abierto por el

campo y llegaba a la ciudad para circular por un sistema de distribución con cañerías de

plomo y llegar a las pilas. La reforma del sistema de abasto de agua comenzó con un

bando de 1790 que anunciaba tuberías nuevas y más numerosas, aunque la construcción

no parece haber empezado sino en 1800.59 Ese año hubo quejas de que los aguadores

sólo daban una o dos vueltas a las fuentes públicas por medio real, siendo que deberían

ser cuatro. Se constató que el alza de precios se debía una vez más a que los aguadores

tenían que ir más lejos a llenar sus tinajas para abastecer los hogares de la ciudad. Una

reforma que se sugirió era permitir que los aguadores tomaran agua de fuentes privadas

en vecindades y conventos.60 El típico aguador a mediados del siglo XIX todavía debía

trasladarse a veces a grandes distancias entre las fuentes y los lugares donde entregaba el

58
AHDF, Ayuntamiento de la ciudad de México, Sección Aguas, vol. 19, exp. 52; vol. 21, exp.
107, ff. 11-18.
59
Según el investigador Baltasar Ladrón de Guevara, la escasez de aguas delgadas en 1797 se
debió a que las desviaban los dueños de haciendas y huertos a lo largo de la Ribera de San Cosme, así como
a las tuberías dañadas por los continuos golpes de los vehículos. AHDF, Ayuntamiento, Aguas, v. 21, exp.
107; exp. 112, exp. 115.
60
Op. cit., exp. 116.

77
agua, y por lo tanto llegaba tarde (alrededor de las siete de la mañana), lo que enojaba a

sus ―patroncitas‖ que esperaban su dotación cotidiana.61

En el caso de grandes volúmenes de ropa, lo que era capaz de llevar el aguador a

las casas habría sido insuficiente. En los barrios del centro de la ciudad, la plaza del

Factor y la plazuela de Loreto eran algunos de los lugares públicos con fuentes con mayor

disposición de agua. En 1762, el oidor de la Real Audiencia de México Domingo de

Trespalacios y Escandón ordenó prohibir lavar ropa, y también caballos y carruajes, en

las fuentes públicas.62 Si bien no queda claro cuánto tiempo tuvo vigencia esa

prohibición, la gente podía acudir a las fuentes privadas en patios interiores de

establecimientos y residencias con mercedes de agua. El hospital de San Andrés tenía

diez fuentes, mientras que tenían dos el Hospital de Locas, el lavadero de los Canónigos

en el número 7 de la plazuela de la Santísima, y el baño de las Manzares, en la calle de

las Moscas número 4. El acceso privado a aguas delgadas en la ciudad se obtenía gracias

a mercedes que se concedían a ciertos individuos o instituciones.63 En 1796, en el barrio

de San Francisco, hacia el poniente de la Plaza Mayor, había 64 mercedes de agua en

manos de distintos miembros de la elite o instituciones.64 Las dos casas de asistencia con

mercedes en ese barrio estaban en la calle de Zulueta número 15 y en el callejón del

Espíritu Santo número 17. Las lavanderas que vivían en vecindades podían tener acceso

inmediato al agua en sus propias viviendas (como se ve que era el caso en las vecindades

61
Los mexicanos pintados..., op. cit., p. 3.
62
AHDF, Ayuntamiento, Aguas, v. 16, exp. 27.
63
AHDF, Ayuntamiento, Aguas, v. 21, exp. 107, f. 13.
64
Las mercedes estaban en manos de 29 personas registradas como ―don‖, once aristócratas
varones (marqueses y condes), cuatro aristócratas mujeres (tres marquesas, una condesa), cinco
instituciones religiosas (cuatro conventos y la Casa Profesa de los jesuitas), tres establecimientos médicos
(dos hospitales, una botica), la Dirección de Tabaco (parte del Estanco o monopolio de la Corona, que tenía
dos mercedes), dos colegios, dos clérigos, dos casas de vecindad, dos ―viudas‖, una ―señora‖ y un
establecimiento de baños. Ibid., exp. 106, ff. 4-8.

78
de Gachupines y Condesa consignadas en el censo de 1842 mencionado arriba), ya que la

mayor parte de los barrios tenían según parece por lo menos una vecindad con merced de

agua; sin embargo, muchas lavanderas deben haber tenido que depender para su acceso al

agua de las fuentes públicas, o pagar al dueño de algún establecimiento de baños o

lavadero. Algunas lavanderas podían trasladarse a trabajar dentro de las casas de sus

clientes una o dos veces por semana, pues las casas más grandes no solían emplear

lavanderas de planta, pero tenían patios, azoteas o azotehuelas donde había pozos,

fuentes, acequias y tuberías.65 El administrador de las propiedades del convento de San

Lorenzo sugirió que el lavadero del convento, ubicado en una vecindad en el número 5

del callejón Cerrado de Dolores sirviera para proveer de agua al barrio. No está claro si el

convento tenía un negocio de lavandería que compitiera por la clientela con las

lavanderas de la zona.66

Una merced de agua permitía establecer lavaderos para el uso de las lavanderas.

El cuadro 3 consigna los lavaderos que se hallan en documentos del archivo municipal

fechados más o menos en los plazos en que debían renovar sus licencias o ser sujetos a

inspección. Sólo se incluyen los establecimientos de baños donde se señala que había

lavaderos, aunque es probable que en otros también los hubiera, en particular en los

baños para mujeres. El régimen borbónico reconocía la necesidad del acceso al agua para

el lavado de ropa. El artículo 7 del Bando sobre arreglo de baños, temascales y

lavaderos, promulgado el 21 de agosto de 1793 asentaba que sería conveniente que todos

65
Guadalupe de la Torre Villalpando y Sonia Lombardo de Ruiz, 2008, op. cit., p. 161.
66
AHDF, Ayuntamiento, Baños y Lavanderos, vol. 3621, exp. 11, f. 2.

79
los baños tuvieran lavaderos anexos.67 Los dueños de lavaderos y de baños con lavaderos

anexos (parte de los ―medios de producción‖ para las lavanderas) solían ser instituciones

religiosas o individuos, y existen en los documentos ejemplos de ambos tipos de

propietarios en posesión de múltiples lavaderos. Algunos de éstos estuvieron en

funcionamiento mucho tiempo; por ejemplo, el perteneciente al convento de San Lorenzo

en el callejón de Dolores aparece en 1792, y también treinta años más tarde. Varios

lavaderos cambiaron de dueños. El llamado de la Culebrita parece haber cambiado de

manos de una institución religiosa a un propietario privado y luego a otra institución

religiosa. No hay en los documentos disponibles ninguna mujer que aparezca

individualmente como dueña de lavaderos, aunque sí de baños acerca de los cuales no se

especifica que tengan lavaderos.68 Varias mujeres, incluyendo algunas aristócratas y

quizá también viudas menos acomodadas, tenían mercedes de aguas, así que

probablemente ganaban dinero vendiendo agua de alguna manera, ya fuese a los

aguadores o a las lavanderas. En 1813, fecha cercana al censo de 1811 en el cual de pocas

mujeres se sabe la ocupación, don Manuel Antonio Valdés, dueño de unos baños para

mujeres y lavadero en la calle de Zulueta, solicitó una licencia de comercio a nombre de

su hijastra doña Guadalupe Calderón, pues lo considera un negocio apropiado para su

sexo.69

Una inspección realizada a finales de junio de 1794 constató que los baños de

mujeres y el lavadero de ropa llamados El Rosario, en el barrio de la Santa Veracruz, eran

67
―Bando de baños publicos, temascales y lavaderos, fechado el 21 de agosto de 1793‖, en
Coleccion de leyes, supremas ordenes, bandos, disposiciones de policia y reglamentos municipales de
administracion del Distrito Federal, México, Castillo Velasco e hijos, 1874, pp. 72-76, artículos 6 y 7.
68
Por ejemplo, doña Ynés Espinoza era dueña del Baño de San Antonio, en San Pablo, en 1814.
AHDF, Ayuntamiento, Aguas, vol. 21, exp. 139.
69
AHDF, Ayuntamiento, Baños y Lavanderos, vol. 3621, exp. 22, f. 4.

80
suficientemente limpios y cómodos, como corresponde a un servicio al público, pero que

había que clausurar una puerta que comunicaba con la casa de vecindad contigua.70 La

inspección de los baños y los dos lavaderos del negocio llamado El Tanquito, en 1795,

halló el área de baños muy limpia, y describe una de las zonas de lavado como amplia y

en buen estado, pero la otra más pequeña, junto al tanque, tenía el techo tan maltratado

que amenazaba ruina. Se concedió al dueño un plazo de tres días para hacer arreglos en la

barda entre su negocio y la casa vecina, para evitar el paso libre y la comunicación con

los lavaderos, así como los perjuicios que esto acarreaba para el público. 71 El Tanquito

aún seguía funcionando en julio de 1808, cuando aparece en un anuncio en la prensa por

el cual Polonia Serrano, quien probablemente trabajaba ahí, busca una nodriza o

chichihua.72

Aunque en esos establecimientos se calentaba el agua para bañarse, tal parece que

el lavado de ropa en los lavaderos de la ciudad de México se hacía con agua fría, ya que

un inspector real confirmó que lo que antes había sido un establecimiento de baños y

lavaderos ahora sólo era lavadero, pues asienta que habían demolido el tinaco, que era

donde se calentaba el agua.73 Ya sea que se haya introducido o no el agua caliente para

mediados del siglo XIX, la descripción de Frías y Soto de las faenas que implicaba el

lavado de ropa no deja dudas acerca de su naturaleza agotadora, que hacía que las

lavanderas acabaran sus días con ―pulmonía o parálisis‖ tras pasar tanto tiempo con

medio cuerpo en el agua y la otra mitad castigada por el sol.74 Para finales del siglo, el

acceso a la red municipal de agua era más amplio que en los últimos años del régimen

70
Ibid., exp. 9, f. 8.
71
Ibid, exp. 11, f. 8.
72
El Diario de México, julio 17 de 1808, vol. IX, núm. 1022, p. 68.
73
AHDF, Ayuntamiento, Baños y Lavaderos, vol. 3621, exp. 11, f. 5.
74
La Lavandera, op. cit., pp. 20-21, 28.

81
español, con casi 6 000 casas y establecimientos reportados por el fisco en 1900 como

beneficiarios del agua abastecida por la red de la ciudad (2 414 tenían ―agua gorda‖ y 3

495 ―agua delgada‖).75 Sin embargo, según el historiador de la arquitectura Vicente

Martín Hernández, la llegada de la red de agua a las zonas residenciales fue muy lenta

hasta entrado el siglo XX.76 En 1899 se consignan 58 lavaderos públicos en la ciudad que

pagan contribuciones municipales, y empieza a ser evidente una transición hacia las

lavanderías comerciales.77

Había espacios en las vecindades donde vivía la mayor parte de las lavanderas,

muchos de ellos compartidos por todos los residentes, que se usaban para los distintos

pasos o etapas del ciclo de la limpieza de la ropa, como también se usaban distintos

espacios abiertos en las casas de la elite. Quienes lavaban para distintos clientes podían

hacerlo ya fuese dentro de la vivienda de éstos, en un lavadero contiguo al patio de

servicio o la azotea, o bien (más probablemente) se llevaban la ropa de la casa del cliente

y la lavaban en lavaderos o fuentes públicas y luego la tendían en los patios comunitarios.

A veces también se construían en las vecindades lavaderos comunes, lo cual debe haber

acortado los tiempos de traslado cargando pesados bultos de ropa mojada para las

lavanderas que ponían a secar la ropa de vestir y de casa de sus clientes en los tendederos

de las casas de vecindad.78 La historia de doña Gorgina [sic] Ruiz, que hallamos en

documentos notariales de 1841, sugiere no solamente que algunas mujeres criollas

seguían en el negocio de la lavandería, sino también algo acerca de la combinación de los

espacios laborales públicos y privados de la capital. Trabajaba como lavandera en casa

75
Adolfo Prantl y José L. Groso 1901, op.cit., p. 982.
76
Vicente Martín Hernández, Arquitectura doméstica de la ciudad de México (1890-1925),
México, Universidad Nacional Autonoma de México, 1981, p. 115.
77
Adolfo Prantl y José L. Groso 1901, op. cit., p. 974.
78
Vicente Martín Hernández, 1981, op. cit., pp. 102-05, 110-113.

82
de su padre viudo y obtenía suficientes ganancias como para haberle prestado 200 pesos,

la mitad del capital que él necesitaba para comprar una pequeña casa de adobe frente a

los baños de las Delicias, en el callejón del Olivo. En su vida de casada, doña Gorgina

siguió con el negocio. No podemos saber si tendería la ropa mojada en el patio de la

nueva casa de su padre, a donde sólo tenía que atravesar la calle para llegar con los bultos

de ropa mojada.79

El secado y el planchado de la ropa de los clientes son las actividades más

invisibles en las fuentes de archivo de que disponemos, aunque hay algunas imágenes

muy valiosas que nos hacen cavilar. En el dibujo que acompaña el texto de Frías y Soto

sobre ―La lavandera‖, ésta se empina en las puntas de los pies para alcanzar el lazo donde

tenderá las sábanas mojadas. Hay algunos detalles de esa imagen que no han cambiado

después de siglo y medio: en los tendederos de las azoteas y los patios de la ciudad de

México todavía se usa un ladrillo para atar el poste que sostiene los lazos. Hacia el final

del ciclo de trabajo de la lavandera venía el planchado. En una fotografía posada, obra de

Antíoco Cruces y Luis Campa de alrededor de 1860 y precisamente titulada ―La

planchadora‖, se ve una mujer en una habitación relativamente humilde que trabaja en lo

que parece ser un mantel con una plancha plana sobre una pequeña mesa de trabajo, y

tiene a su lado el cesto de ropa y blancos, sin duda recién bajados del tendedero que está

al lado (Figura 1.2). El carbón servía para calentar las planchas, que eran de hierro.80

Frías y Soto afirma que el trabajo de planchar era tan rudo que ―mataría al hombre más

robusto‖.81

79
Archivo General de Notarías del Distrito Federal, Notario José Lopez Guazo, vol. 2346, 1841,
ff. 50v-53 y ff. 119v-120.
80
Pepe Monteserín, 2007, op. cit., pp. 47, 80.
81
La Lavandera, op. cit., pp. 28, 26.

83
Hay pocos indicios en las fuentes acerca de las prácticas contables que se usaban

para controlar el número de piezas lavadas y regresadas, la proverbial ―lista de

lavandería‖. Un ensayo satírico firmado con el seudónimo de Fidel por el gran escritor

Guillermo Prieto en El Siglo Diez y Nueve en 1844, ―Dos palabras sobre el matrimonio‖,

que responde a un texto anterior publicado por el mismo diario acerca del matrimonio, se

refiere a uno de los peligros de éste: ―si una lista de lavandera te desvanece...‖,

probablemente en razón del costo.82 En 1850 los libreros anunciaban en El Universal una

―libreta para llevar cuenta de ropa que se da a la lavandera, comprende 52 listas dobles

para un año‖.83 Frías y Soto escribe que quienes recibían su ropa limpia de la lavandera

nunca quedaban satisfechos con el trabajo de ésta en producir la imagen del cliente, pues

―a las niñas jamás les parecen bastante tiesas las enaguas, ni al señor suficientemente

blancas las pecheras de la camisa‖.

La cultura laboral producida por la oferta y la demanda de lavanderas en la ciudad

de México tenía un carácter colectivo cuando el trabajo se hacía en un lavadero público.

A menudo se cita a las lavanderas en plural en los documentos sobre lavaderos, lo que

sugiere que no estaban aisladas en su ámbito de trabajo. El informe de inspección del

lavadero anexo a los baños de mujeres de La Quema, en el barrio de San Pablo, señala

que las áreas de lavado estaban separadas de las de los baños, que el lavadero era amplio,

con fácil acceso al agua para abastecer a las lavanderas y con un muy buen patio.84 Unos

planos para construir un nuevo lavadero, sometidos a la aprobación de los funcionarios

municipales en 1813, muestran media docena de lavaderos individuales, una prueba más

82
Fidel (seudónimo de Guillermo Prieto), ―Dos palabras sobre el matrimonio, a mi amigo Yo‖, El
Siglo Diez y Nueve, 17 de diciembre de 1844, p. 3.
83
El Universal, 27 de mayo de 1850, p. 4; 18 de enero de 1853, p. 4;
84
AHDF, Ayuntamiento, Baños y Lavaderos, vol. 3621, exp. 12, f. 8.

84
de que muchas mujeres lavaban al mismo tiempo.85 En el Madrid de mediados del siglo

XIX, el dramaturgo y periodista Manuel Bretón de los Herreros describe cómo muchas de

ellas se reunían en el mismo lavadero y pasaban el tiempo en sabrosa charla sobre sus

aventuras y quejándose de los hombres.86 El tendedero y los lavaderos comunes en los

patios de las vecindades también propiciaban una experiencia de trabajo compartido para

las lavanderas.87 Hasta el grado en que la ficción pueda reflejar la vida real, la

protagonista de Monteserín vivía a mediados del siglo XIX en un cuarto alquilado en el

antiguo convento de Santa Brígida, que era un ―edificio multiusos con un gran lavadero‖,

donde durante años lavaba junto con otras dieciocho mujeres; algo muy parecido a lo que

vemos en la postal de las lavanderas en un lavadero, de alrededor de 1900 (figura 1.3).88

Si bien el duro trabajo de lavar ropa podía fomentar la camaradería entre las

lavanderas, no era un negocio muy lucrativo. Las viudas y madres solteras que según el

censo de 1753 mantenían a sus niños lavando ropa quizá no hayan producido para ellos

más que una cultura de subsistencia. No se consignan datos sobre los ingresos en las

fuentes del siglo XVIII, pero a mediados del XIX las lavanderas ganaban de 4 a 12 pesos

mensuales.89 Arrom descubrió que una lavandera era la mujer que más dinero ganaba en

un censo de 1849, y sin embargo sólo recibía 3 pesos semanales.90 De los ingresos tenía

que salir la tarifa por usar el lavadero o el pago del aguador, así como la compra de jabón

y otros insumos. Frías y Soto señala que su típica lavandera, después de hacer sus

entregas de los sábados, ―sale al fin contenta de la casa, porque lleva envueltos en los

85
AHDF, Ayuntamiento, Baños y Lavaderos, vol. 3621, exp. 22, f. 4.
86
Manuel Bretón de los Herreros, 1851, ―La Lavandera,‖ p. 91.
87
Vicente Martín Hernández, 1981, op. cit., p. 113.
88
Pepe Monteserín, 2007, op. cit., pp. 66-69.
89
Marie Francois, 2006, op,cit, p. 90; Silva Arrom, 2000, op. cit., p. 213.
90
Silvia Arrom, 1985, op. cit., p. 198.

85
pliegues del ceñidor los modestos honorarios con que ha de alimentar a sus hijos y a su

marido, porque ésa es la dote de las mujeres de nuestro pueblo: sostener a su hombre; éste

ayuda muy poco al presupuesto de ingresos‖. El escritor costumbrista afirma, en cambio,

que la lavandera que atendía a un soltero o un estudiante es feliz porque puede cobrar lo

que quiera, e incluso conseguir préstamos que no tenía que pagar a cambio de hacer

pequeños servicios para sus clientes, como coser botones en las camisas y remendar las

rodillas de los pantalones.91 Una historia de éxito puede ser la de doña Gorgina Ruiz,

arriba mencionada, que ganaba lo suficiente para invertir en una propiedad con su padre.

Quizá Gorgina pertenecía a una tradición de lavanderas exitosas que tenía más de un

siglo.

El negocio de la lavandería producía ingresos para personas que no tenían nada

que ver con el lavado de ropa. Las religiosas del convento de San José de Gracia, en la

calle de Mesones, alquilaban a otras personas una ―casa de baños‖ que incluía lavadero.92

Don Martín Plaza era dueño de por lo menos tres lavaderos en 1796, cada uno con dos

fuentes, dos de ellos conectados con el ramal principal de la cañería de San Lorenzo y

uno en la esquina de la Pila Seca.93 El presbítero y bachiller don Manuel José Pérez

gozaba de una capellanía financiada gracias a una propiedad destinada a la lavandería,

llamada Los Pescaditos; las ganancias provenían de lo que pagaban las mujeres que iban

ahí a lavar, y con ese ingreso se sostenía el clérigo y mantenía a su familia.94 Otros

beneficiarios del trabajo de las lavanderas eran los miembros de las instituciones

religiosas dueñas de lavaderos (véase cuadro 3). Cuando los costos de renovar los baños

91
La Lavandera, op.cit., p. 27.
92
Pilar Gonzalbo Aizpuru, 2001b, op. cit., pp. 89-90.
93
―Relacion del ramo principal de cañería de San Lorenzo‖, AHDF, Ayuntamiento, Aguas, vol.
21, exp. 106, ff. 12-12v.
94
AHDF, Ayuntamiento, Baños y Lavaderos, v. 3621, exp. 11, f. 1.

86
propiedad del convento de Santa Catarina resultaron demasiado onerosos en 1794, el

convento solicitó poder seguirlo manteniendo para no perder por completo lo que tal

propiedad producía.95 Las monjas sabían muy bien que la lavandería era un trabajo

productivo.

CONCLUSIÓN

Pilar Gonzalbo señala en su estudio de la vida cotidiana que la conservación y el cuidado

de la ropa ha ocupado la atención de las mujeres a lo largo de muchos siglos. 96 Como el

lavado de ropa a menudo se hace fuera de la casa de sus dueños, es distinto de otros

trabajos de subsistencia, como la limpieza del hogar y la cocina, que se hacen en la

casa.97 Cuando se ocupa de ello la esposa o la madre, el lavado de ropa de vestir y de casa

constituye un trabajo pagado ―a costa de dinero‖, como escribe Josefa Amar y Borbón en

el siglo XVIII, mediante un servicio obtenido en el mercado.98 Sin embargo, hay estudios

recientes acerca de las mujeres que trabajan para mantenerse que no caracterizan la

lavandería como negocio, en contraste con las actividades de las costureras, tortilleras y

95
Ibid., exp. 11, f. 3. Las instituciones religiosas en Puebla también tenían ganancias gracias a
mercedes de aguas. Véase Rosalva Loreto, ―De aguas dulces y aguas amargas o de cómo se distribuía el
agua en la ciudad de Puebla durante los siglos XVIII y XIX‖, en Loreto y Cervantes (coord.), Limpiar y
obedecer. La basura, el agua y la muerte en la Puebla de Los Ángeles (1650-1925), Puebla, Universidad
Autónoma de Puebla, 1994, pp. 11-67.
96
Pilar Gonzalbo Aizpuru, 2006, op.cit., p. 231.
97
Aunque es importante señalar que en México (y sin duda otras ciudades) en el siglo XIX, no
siempre había cocinas en las casas, y no era raro que la comida se comprara regularmete en la calle y en
fondas.
98
Los miembros de la elite española como la aragonesa Josefa Amar y Borbón, hija de un médico
y mujer de un magistrado, escritora ilustrada, reconocía los beneficios económicos y los costos asociados
con un buen manejo de la economía doméstica. Considera que el trabajo de la casa es de gran utilidad y
absolutamente indispensable, y que si no lo hace ni la señora ni sus criadas, había que contratar gente de
fuera para realizarlo ―a costa de dinero‖. Josefa Amar y Borbón, Discurso sobre la educación física y
moral de la mujeres, 1790, edición de Ma. Victoria López-Cordón, Madrid, Cátedra, 1994, p. 160.

87
parteras (que ofrecen sus servicios en el mercado), sino más bien sólo como una categoría

de trabajo doméstico. En los siglos XVIII y XIX, la invisibilidad de este trabajo

especializado y de todas las faenas domesticas respondía a las normas patriarcales que

sólo a los varones asignaban el trabajo pagado, con lo cual las lavanderas quedaban

excluidas de los datos censales.99

También he planteado en otros trabajos que el lavado de ropa forma parte de una

categoría de trabajo doméstico. Sin embargo, es también un buen filtro para el tema del

género en la cultura material, las distintas cadenas de personas y sistemas vinculadas con

la oferta y la demanda de ropa limpia: consumidores de ropa y servicios, trabajadoras

especializadas en lavandería que desempeñan tareas agotadoras, dueños de lavaderos y

del acceso al agua. Al examinar el lavado de ropa, aun con las limitadas fuentes

estadísticas disponibles, también descubrimos que las divisiones del trabajo doméstico en

términos de género y etnia son construidas. El lavado no lo hacían naturalmente mujeres

de la familia en viviendas privadas, ni sólo mujeres de ciertas castas. La vida citadina y

las circunstancias materiales, un aumento en el consumo de ropa blanca, jefas de familia

en una economía política patriarcal con escasas oportunidades de trabajo para las

mujeres, un acceso limitado al agua para la mayoría de los habitantes de la ciudad: todos

estos factores contribuían a estructurar el quién, el qué y el dónde del trabajo de

lavandería. A mediados del siglo XVIII, el negocio del lavado de ropa era compartido por

un grupo multiétnico, con presencia mayoritaria de viudas criollas; no era el sector de

servicios racializado que había en otros lugares, o en el que al parecer se transformó para

finales del siglo XIX en la ciudad de México, cuando según se infiere las criollas

99
Por ejemplo, Sonia Pérez Toledo, 2004, op.cit., pp. 208-237.

88
abandonaron las filas de las lavanderas.100 Los sitios asociados con el trabajo intensivo de

esas especialistas de la limpieza son ámbitos de intersección donde se traslapan las

esferas pública y privada, se rompe la separación entre producción y reproducción y las

relaciones sociales generan demanda de la vida material y a la vez son producidas por

ella.

Este proyecto hace que resulten visibles procesos de trabajo cotidianos

indispensables para la existencia humana, rastreando la mano de obra cambiante y la

geografía social del lavado de ropa. Vincula la formación de la identidad con la

producción de reputaciones respetables y las actividades comerciales alrededor del

mantenimiento del guardarropa con los estándares fincados en la clase social. Plantea que

los individuos, varones o mujeres (ya sean protagonistas en el foro de la política nacional,

matriarcas que gobiernan familias, o aquéllos con una imagen pública endeble construida

merced a unas cuantas prendas de vestir), no surgen de la nada, sino que son resultado de

múltiples procesos laborales. Los hallazgos de este proyecto echan abajo la justificación

liberal para ignorar el trabajo reproductivo porque no es pagado y se hace en privado, ya

que el lavado de ropa a menudo se pagaba y se hacía en lavaderos, fuentes y patios

comunitarios. También amplían la comprensión de la experiencia de las mujeres en el

manejo de negocios y el establecimiento de redes sociales y económicas en la ciudad de

México durante una época crucial. Contratos, intimidades, confianza y desconfianza,

respeto, estatus, reputación, jerarquía, reglamentos oficiales y reformas, así como

destrezas y un trabajo extraordinariamente duro, iban revueltos con las sábanas, camisas

y faldas en los cestos que las lavanderas acarreaban por las calles de la capital.

100
Mignon Duffy, ―Doing the Dirty Work: Gender, Race, and Reproductive Labor in Historical
Perspective‖, Gender and Society, vol. 21, núm. 3, 2007, pp. 313-336.

89
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93
TABLA 1. Las lavanderas y los censos de la ciudad de México, 1753-1895

a Lavanderas en Total de Lavanderas en Población de la


la muestra habitantes en la el total de los ciudad de
Año muestra datos censales México

1753 21 (0.9%) 2,441 126,477

1811 6 (0.1%) 4,091 168,846

1842 78 (5.3%) 1,485 614 200,000

1895 5,673 329,774

FUENTES: 1753, AGN Padrones, vol. 52; 1811, AGN Padrones, vol. 54-
57, Silvia Arrom, 1985, op. cit., pp. 156-159, 163, 271-273 y Marie Francois,
2006, op. cit., p. 353; 1842, AHDF, Vol. 3406 y 3407 y Sonia Pérez Toledo,
2004, op. cit., p. 216; 1895, Marie Francois, 2006, op. cit., pp. 168, 318.

94
TABLA 2. Características de las lavanderas, 1753 y 1842

1753 1842
2,441 habitantes en la 1,485 habitantes en la
muestra muestra
N = 21 N = 78

Viudas 10 (48%) 39 (50%)

Solteras 8 (38%) 33 (42%)

Casadas 2 (10%) 6 (8%)

Viven solas 5 (24%) 12 (15%)

Viven con hijos 4 (19%) 5 (6%)


propios de 10 años y menos
Viven con otras 11 (52%) 31 (40%)
lavanderas
Trabajan de planta 0 6 (8%)

20 años y menos 5 (23%) 9 (12%)

21-30 años 5 (23%) 20 (26%)

31- 40 años 9 (43%) 23 (29%)

41-50 años 0 21 (27%)

51 años o más 0 5 (6%)

95
TABLA 3. Lavaderos en la ciudad de México, 1794-1824

Tipo Nombre Ubicación Propietario Año


Baño y lavadero El Rosario Plazuela de la Santa Veracruz Don Francisco Salinas 1794
Lavadero Los Pescaditos Br. don Manuel José Pérez 1794
Lavadero Callejón Cerrado de Dolores, casa 5 Convento de San Lorenzo 1794
Lavadero Calle de la Misericordia Convento de Santa Catarina 1794
Lavadero Calle de la Pila de Monserrate al 1794
Doña Andrea Salto del Agua
Lavadero Dolores Oratorio de San Felipe Neri 1794
Lavadero La Culebrita Plazuela de la Cruz del Factor Oratorio de San Felipe Neri 1794
Baño y lavadero Calzada de Chapultepec / Arquería Don Álvaro de Figueroa 1794
de Belén
Baño y lavadero El Tanquito Don Francisco Villalva 1795
Baño y lavadero La Quema Oratorio de San Felipe Neri 1795
Baño y lavadero Plaza de la Concepción Don Martín Plaza 1796
Lavadero Los Canónigos Plazuela de la Santisíma, 7 1796
Lavadero Calle del Factor, 6 1796
Lavadero El Tanquito Estampa de la Concepción Don Martín Plaza 1796
Lavadero La Culebrita Plaza del Factor Don Manuel Corona 1796
Baño y lavadero El Paraíso Santa Catarina Don Martín Plaza 1796
Baño y lavadero Tepozan Convento de la Encarnación 1796
Baño y lavadero Chiconautla Convento de Regina 1796
Baño y lavadero Servantana Estampa de Santa Catarina Mártir Convento de Santa Catarina 1796
Lavadero Plazuela de Regina, 11 P. Pérez – capellanía 1796
Baño y lavadero Calle de Zulueta Don Manuel Antonio Valdés 1813
Lavadero Culebrita Calle del Factor, 6 Casa Profesa 1824
Lavadero Callejón de Dolores Callejón de Dolores Convento de San Lorenzo 1824
Lavadero Calle de la Cerca de Santo Domingo Convento de San José de 1824
Gracia

Fuentes: ADHF, Ayuntamiento, Baños y lavaderos, v. 3621, exp. 8, f. 9; exp. 11, ff.1-10; exp. 12,

ff. 3, 8; Aguas, v. 21, exp. 102, ff. 10-15; exp. 153

96

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