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COLECCIÓN

EL POZO DE SIQUEM 384

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PETER DYCKHOFF

Cien relatos para


la oración de quietud
en la vida diaria

SAL TERRAE
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Índice

Portada
Créditos
Nota a la edición en lengua española
Prólogo
Primera parte: Un tesoro de gran valor
1. Un tesoro de gran valor
2. El alma es como una pluma
3. El columpio
4. Un trozo de plata
5. Hallar paz en lo profundo
6. Buscando a Dios
7. Una pregunta al maestro
8. Una piedra en el camino
9. Un minuto de nostalgia
10. La oportunidad del día de descanso
11. El polizón
12. Recibir y pasar
13. El hombre y su sombra
14. Beber de la fuente
15. El «hacedor de lluvia»
16. El peral
17. La rueda y el puntito
18. La mariposa
19. Hazme completamente tuyo
20. El hombre moderno
21. Simplemente, estar ahí
22. Decir la verdad, aun a riesgo de parecer descortés
23. El hombre que perdió su centro
24. El camino que llevas conduce al precipicio
25. Una gota constante
26. Cáscaras sin sustancia
27. Perdona nuestras ofensas
28. A vueltas con los pensamientos

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29. Engaño
30. Se encienden velas...
31. ... los atraeré a todos a mí
Segunda parte: El reventón de las vasijas
32. La puerta se abre hacia dentro
33. En el interior de la casa
34. El canto rodado
35. Caminos diferentes
36. María y Marta
37. El reventón de las vasijas
38. La escultura de Miguel Ángel
39. Descanso y actividad
40. Venga tu Reino
41. Vencer el miedo
42. Nada hay pesado, con tal de que seamos ligeros
43. Desarrollo de la personalidad
44. La diferencia
45. Cómo aprenden a volar las águilas
46. Las manos, espejo del alma
47. Agua fresca de manantial
48. La experiencia del silencio
49. No nos dejes caer en la tentación
50. Retirar los obstáculos lleva tiempo
51. A quien carga con el yugo, el yugo le sostiene
52. Medios para madurar
53. Verdear, florecer y dar fruto
54. El número de teléfono
55. Visión integral
56. Dichosos los que no emplean la fuerza
57. Tres hijos
58. Aprender a esperar
59. Callar
60. Del peligro de trabajar sin descanso
61. Con abrigo de piel
62. Jugando al escondite
63. Cercanía y lejanía
64. El poder de la sal
65. Orar de verdad
66. Ora et labora
Tercera parte: Nostalgia de Dios
67. Un alto en el camino

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68. Hágase tu voluntad
69. Sobre los buenos días
70. Tierno verdor
71. El funambulista
72. Cada piedra, un tesoro
73. El arte del desprendimiento
74. El sacrificio salva
75. Consciencia ensanchada
76. El secreto del mar Rojo
77. Bendecir
78. Dar y recibir
79. El motivo-tema, una vez implantado
80. Lo que no se debe hacer
81. Recibir y devolver
82. El portador portado
83. La nostalgia de Dios
84. Oblación en vez de súplica
85. Ir al fondo
86. Haced esto en memoria mía
87. Ser pobre ante Dios
88. Los grados de la humildad
89. Todo está en movimiento
90. Juan se ha vuelto un ángel
91. Los animales
92. La magnificencia del Reino de Dios
93. Liberado para la libertad
94. El séptimo día de la creación
95. La convicción religiosa favorece el restablecimiento rápido de la salud
96. La meta de toda oración
97. En medio de lo perecedero, buscar lo imperecedero
98. La gran pregunta
99. Al final de la travesía
100. Ningún temor ante la otra orilla
Relación de fuentes

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación
de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción
prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si
necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
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Grupo de Comunicación Loyola


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Título original:
Das Ruhegebet im Alltag

© Dr. Peter Dyckhoff, 2017


Publicado por Verlag Herder GmbH,
Freiburg im Breisgau 2017

Viñetas:
Quagga-illustrations, Berlin
Dr. Rita Gudermann

Traducción:
Melecio Agúndez Agúndez

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© Editorial Sal Terrae, 2018
Grupo de Comunicación Loyola
Polígono de Raos, Parcela 14-I
39600 Maliaño (Cantabria) – España
Tfno.: +34 94 236 9198 / Fax: +34 94 236 9201
info@gcloyola.com / www.gcloyola.com

Imprimatur:
† Manuel Sánchez Monge
Obispo de Santander
16-03-2018

Diseño de cubierta:
Félix Cuadrado Basas

Edición Digital
ISBN: 978-84-293-2758-8

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Nota a la edición en lengua española

En el año 2012 se editó en español la obra del mismo autor La práctica de la oración de
quietud [1] , publicada en alemán el año anterior con el título Das Ruhegebet einüben [2] .
Es muy difícil –por no decir imposible– entender muchos de los conceptos y, sobre
todo, el significado y alcance global del libro que ahora presentamos traducido, sin un
conocimiento teórico-práctico de aquel. A modo, pues, de presupuesto y, a la vez, de
complemento, hemos juzgado conveniente remitir, sin otro ánimo que el de la mejor
comprensión de la obra actual, al anterior: La práctica de la oración de quietud.
Ahora bien, en previsión de que alguien comience a leer este libro antes de disponer
del anterior, hemos juzgado conveniente reproducir aquí unas observaciones
entresacadas de aquel.

1. Sobre el concepto de Ruhegebet (oración de quietud): en una nota de la traducción


castellana se decía lo siguiente:
«El título alemán de esta obra es: “Das Ruhegebet einüben”. Traduciremos la expresión alemana
compuesta –“Ruhegebet”– por “oración de quietud”, sin perjuicio de que para el sustantivo “Ruhe”, cuando
no aparece en composición con otra palabra, utilicemos indistintamente varios sinónimos castellanos, como
quietud, sosiego, paz, silencio interior, calma, serenidad... La expresión “oración de quietud” podría sugerir,
por asociación de ideas, algún parentesco con las corrientes quietistas del siglo XVII; pero es claro que ni por
la cronología de las escuelas, ni por su autoría, ni por la estructura del método, ni por los supuestos teológicos
y los objetivos ascético-místicos a que aspiran..., existe ningún parentesco entre ambos movimientos, más allá
del parecido de la designación verbal y de la similitud de algunas expresiones espirituales periféricas. En
referencia al quietismo, cf. en esta misma colección de Sal Terrae: Anselm GRÜN, La mística. Descubrir el
espacio interior, Santander 2012, pp. 72ss.3 (Nota del traductor)» [3] .
2. Sobre el concepto de Gebetswort (palabra oracional, motivo-tema de la oración): en
una nota de la traducción española del libro indicado se hacía otra importante
advertencia:
«El alemán Gebetswort significa literalmente “palabra oracional”, [“palabra de (para) la oración”]...
Aquí lo traduciremos ordinariamente por “motivo-tema de la oración”. Huelga decir que “motivo” no tiene
aquí el significado de “razón de ser, móvil, causa…”, sino el de “palabra, idea, melodía…” que se repite en el
desarrollo de una obra. La palabra “tema” tampoco tiene en este contexto ninguna resonancia intelectual:
sería todo lo contrario a la dinámica de la “oración de quietud”, la cual no admite “pensamientos”. Viene a
ser como el mantra de otros contextos religioso-culturales. Puede ser una jaculatoria, un versículo de la
Escritura, un dicho de Jesús, una frase de los apóstoles, etc., que se repite constantemente durante el tiempo
de la oración… (Nota del traductor)» [4] .

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3. «Palabras oracionales»-«Motivos-tema». Para la práctica de la «oración de quietud»,
el autor, Peter Dyckhoff, siguiendo la tradición de los Padres del desierto, dice que
el que va a hacer esta oración ha de escoger una de entre unas treinta «palabras
oracionales» (máximas, versículos, sentencias...), que ha de emplear de por vida...
[5]

Ahora bien: con el fin de aclarar el sentido y contenido de esta regla fundamental,
me parece que prestaremos un servicio al lector interesado reproduciendo las palabras
oracionales transmitidas por la tradición de los mismos Padres del desierto. Se dice así
en La práctica de la oración de quietud [6] :

«La tradición de los padres del desierto nos ha transmitido las siguientes oraciones:

Señor, apiádate de mí conforme a tu voluntad y a tu saber.


Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten compasión de mí, pecador.
Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten compasión de mí.
Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten compasión de nosotros.
Dios, ven en mi ayuda. Señor, date prisa en socorrerme.
Señor Jesucristo, ten compasión de mí.
Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí.
Señor Jesucristo, ten compasión de nosotros.
Jesucristo, ten compasión de mí.
Señor Jesucristo, ten compasión de nosotros.
Señor Jesucristo, Hijo de Dios.
Jesús, Mesías, Hijo de Dios.
Jesucristo, Hijo de Dios.
Señor, ten compasión de mí.
Señor, ten compasión de nosotros.
Mi Dios y mi todo.
Hágase tu voluntad.
Señor Jesucristo.
Señor, ten compasión.
Ven, Señor Jesús.
Señor, compasión.
Christe eleison.
Jesus Christus.
Kyrie eleison.
Jesús Amor.
Jesús, Señor.
Señor Jesús.
Maranatha.
Tú, Jesús.
Emmanuel.
Christos.
Adonai.
Jesús.
Abbá».

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4. Los Cien relatos para la oración de quietud en la vida diaria vienen a ser como el
material de trabajo, pedagógico y plástico, para un curso de iniciación teórica a la
oración de quietud. La práctica de la oración de quietud sería, en cambio, una
especie de manual teórico-práctico para el ejercicio de dicha oración de quietud.

MELECIO AGÚNDEZ AGÚNDEZ

[1] Peter DYCKHOFF, La práctica de la oración de quietud, Sal Terrae, Santander 2012.
[2] ID., Das Ruhegebet einüben, Herder, Freiburg im Breisgau 2011.
[3] La práctica..., 17, nota.
[4] La práctica..., 54-55, nota.
[5] Cf. en la página 246: «El motivo-tema una vez implantado»: «Tal instrucción [de Casiano] consiste en
mantener en el camino de oración emprendido el motivo-tema elegido –sin especular o analizar– a lo largo de
toda la vida» (el subrayado es nuestro).
[6] La práctica..., 105.

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Prólogo

De muchas personas que viven y andan ajetreadas en el día a día no es de esperar que,
además, lean muchos libros. Incluso cuando una forma de oración, como es el caso de la
oración de quietud, promete una mayor creatividad y, al mismo tiempo, una más
profunda paz apoyada en Dios, por lo regular faltan fe y experiencia para embarcarse en
ella.
Este libro –Cien relatos para la oración de quietud en la vida diaria– pretende
seguir un camino enteramente distinto. En breves «historietas» que resumen una
situación de la vida ordinaria, se presenta el núcleo de algo vitalmente importante. Aun
cuando a menudo el suceso se desarrolla en el pasado, enseguida se ve su actualidad para
hoy. Cada relato viene acompañado de una ilustración gráfica que el lector, ante todo,
debe tratar de asimilar en actitud meditativa. La contemplación del gráfico y la
subsiguiente lectura del texto duran tan solo unos minutos. Cada texto constituye una
unidad cerrada en sí misma, de modo que uno puede adentrarse inmediatamente en cada
uno de los cien textos. Para una mejor visión de conjunto, el libro está articulado en tres
partes:

«Un tesoro de gran valor»


«El reventón de las vasijas»
«Nostalgia de Dios»

Estas tres secciones corresponden, más o menos, a los niveles de experiencia por
los que atraviesa cualquiera que practique la oración de quietud. Cada una de las breves
historietas muestra un aspecto relacionado con la oración de quietud; de ese modo,
conduce al lector a una forma práctica y sencilla de orar que, poco a poco y sin esfuerzo,
puede ir asimilando. El núcleo –la moraleja– de cada relato siempre tiene, pues, algo que
ver con la oración de quietud. El relato es algo más que un reflejo. La verdad que
encierra tiende a hacerse viva y a perdurar en nosotros. Lo que de maravilloso se refiere

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en el relato pretende, primero, cobrar vida a través de la palabra, y luego, a través de la
práctica de la oración de quietud, mostrar su efectividad en la vida ordinaria.

«Pidieron a un rabí, cuyo abuelo había sido discípulo del Baal Shem, que contase una
historieta [Baal Shem (1700-1760) fue el fundador del movimiento jasídico en el
judaísmo].
–Una historieta –dijo– hay que contarla de tal manera que sirva de ayuda.
Y prosiguió:
–Mi abuelo era paralítico. En cierta ocasión, alguien le pidió que contase un relato
sobre su maestro. Y entonces contó cómo el santo Baal Shem, al orar, acostumbraba a
dar saltos y a bailar. Mientras lo contaba mi abuelo se puso en pie y, enardecido tanto
por el relato, no pudo por menos que mostrar, saltando y bailando, cómo lo había hecho
el maestro. Desde entonces, quedó curado. Así es como se deben contar los cuentos».
MARTIN BUBER

Los buenos relatos pueden ser tan impactantes que abran ventanas en nuestro
interior y toquen nuestra alma. De ahí que no deberíamos leer muchos relatos seguidos,
sino que, leído uno, si algo nos hubiera impactado a fondo, deberíamos dejar el libro a
un lado. Cada historieta, que lleva unida una imagen y un comentario sobre la oración de
quietud, pretende animarnos a mirar más allá, por encima del horizonte de lo cotidiano.
«Todo lo visible es algo invisible elevado a un estado de misterio» (Novalis, 1772-
1801). En último término, nuestro anhelo íntimo tiende a lo invisible, que es lo que nos
sostiene y apoya.
En este mundo nuestro, en parte sobrecargado y febril, una simple imagen y unas
cuantas palabras densas pueden tal vez atraer nuestra atención y provocar en nosotros
algún efecto. Quien quisiera detenerse todavía un poco más en un relato, porque este tal
vez ha tocado alguna fibra esencial en su interior, debería contemplar de nuevo la
ilustración y, llegado el caso, darle con lápices de color un sesgo personal. Esto habría
que hacerlo con cuidado y con toda delicadeza. Por eso se ha tenido cuidado de que las
ilustraciones tengan las debidas dimensiones.
No solo a nivel personal, sino también en grupo, son utilizables con éxito las
imágenes, los relatos y los comentarios. Antes de la publicación del libro tuve ocasión,

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repetidas veces, de recoger experiencias a este respecto. A cada participante se le puede
dar la oportunidad de ahondar personalmente en un relato y, a continuación, referir al
grupo sus ideas e impresiones.
Con ello, cada cual puede ir presentando sucesivamente su ilustración y su relato,
los que él relaciona con su vida y, eventualmente, con sus experiencias de la oración de
quietud. En una pausa –en la que no habría que hablar– existe la posibilidad, para
quienes tienen gusto en hacerlo, de ilustrar en colores el gráfico y a continuación
presentarlo de nuevo en una rueda de intervenciones. Es asombroso poder experimentar
en grupo las profundidades que se ven afectadas y sondeadas y salen a la luz en dicho
proceso.
Este modo de proceder sirve para conocerse uno un poco mejor a sí mismo y
adquirir una somera comprensión de la oración de quietud. Los textos podrían también
interpelar a quienes ya hacen la oración de quietud y necesitan un recordatorio y
profundización.
A todos –lectoras y lectores– les deseo que obtengan placer de la lectura, pero
también provecho interior, al contemplar las ilustraciones y al interiorizar los textos.
Ojalá se conviertan en alabanza de Dios para que –sobre todo, mediante la oración de
quietud– nuestro desasosiego se transforme en sosiego, y esa pasión de Dios que es el
hombre se vea colmada.
PETER DYCKHOFF

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PRIMERA PARTE:
Un tesoro de gran valor

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1.
Un tesoro de gran valor

Final de temporada: pasas tus vacaciones en una isla del Mar del Norte. Las playas
están vacías. Muchos días, el huracanado viento de poniente lanza el mar embravecido
sobre las dunas. Luego, otra vez disfrutas de días suaves, soleados, en los que vas a
pasear durante horas en la playa. Tus pies se bañan en el mar, aún caliente por el sol, y
van dejando atrás, sobre la arena, huellas profundas que, sin embargo, son borradas de
nuevo por la siguiente ola. Lejos, enfrente de ti, camina una persona: paso poderoso, la
mirada clavada en la lejanía, no se detiene. Parece no percatarse del aquí y ahora y no
apreciar el valor precioso del momento.
En contraste con esa persona, que pasa como ausente de los tesoros de la
naturaleza e incluso, en cierto modo, los pisotea, tú te detienes y echas una mirada a tu
alrededor. Percibes el mar y la arena sobre la que avanzas, cubierta de conchas. El
equilibrio y la paz con que miras a tu alrededor te permiten esa percepción profunda. A
tus pies hay algo que el otro, inconsciente, ha pasado por alto: el mar ha liberado y

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arrastrado a la arena una pieza grande de ámbar. Tú sabes el valor que encierra: te
detienes, coges la piedra y te la apropias –tú sabes que, desde antiguo, el ámbar es una
de las piedras preciosas más cotizadas, forjada a partir de la resina fósil de los bosques
del norte hundidos a causa de una catástrofe natural.
Si no hubieras conocido el valor y la calidad de esa piedra, la habrías mirado
seguramente como una piedra arenisca más, grisáceo-amarillenta, sin valor, y la
habrías dejado allí. Muchos se alegrarán contigo; otros te envidiarán en silencio.

Un bien valioso yace a tus pies. No tienes más que detenerte, poder reconocerlo para
saber su valor y tomarlo. Has descubierto la oración de quietud y te gustaría aplicártela
en toda su posible virtualidad.
Antes de empezar el curso Iniciación a la oración de quietud, deberías saber con
qué precioso tesoro de la primitiva Iglesia cristiana te vas a encontrar. Vas a
experimentar qué es la oración de quietud, de dónde procede y, sobre todo, qué efectos
generales produce para el cuerpo, para el espíritu y para el alma, y cómo, a través del que
ora, incluso transforma el mundo que te rosea. Solo con este saber y tu propia
experiencia de oración, puedes realmente valorar la oración de quietud.

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2.
El alma es como una pluma

Nuestra alma se puede comparar a una pluma fina o a una pelusa liviana. Mientras por
la humedad no esté pegada a algo o adquiera peso por el agua, al más ligero soplo de
viento sube hacia el cielo, merced a la ingravidez y movilidad propia de su naturaleza.
Por el contrario, cuando, por el peso del agua, la pluma ha perdido su levedad, ya no es
llevada hacia arriba por el aire, como corresponde a su naturaleza, sino que, por el
peso de la humedad, es aplastada contra el suelo.
Lo mismo sucede con nuestra alma. Si no está lastrada o sobrecargada por enredos
materiales o por una conducta pasional, al más leve impulso de la oración se eleva, en
virtud de su natural pureza. Libre de toda atracción terrena, el alma puede entonces
elevarse hacia lo celeste y, por consiguiente, al mundo de los bienes invisibles. Si
queremos, pues, que nuestra oración penetre en el cielo e incluso más arriba todavía, es
preciso realizar un proceso de purificación que libere nuestro espíritu de todos los
apegos y todos los lastres terrenos. Solo entonces puede nuestra alma recuperar su
natural ingravidez, y nuestra oración subirá hasta Dios como por sí sola.

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JUAN CASIANO

En una plástica descripción –comparando el alma con una ligera pluma–, Casiano
muestra el movimiento del alma cuando se ve libre de apegos y de lastres. Así como el
cuerpo reacciona defendiéndose cuando ha acogido algo que no le conviene, así también
es lícito suponer que es menos soportable aún para el alma humana verse lastrada por
cosas que no le son apropiadas. Para poder elevarse a lo divino, según su propia
naturaleza, es preciso eliminar todo cuanto la lastra y tira de ella hacia abajo.
Con toda claridad podemos decir que, con la experiencia de profunda paz, sobre
todo en la oración, el peso que se adhiere al alma se va desmontando poco a poco, y el
alma va recuperando su natural ingravidez. Ahora bien, dado que no siempre es fácil ni
agradable tanto el proceso de purificación como el abstenerse de muchas cosas que
perturban nuevamente el alma, habría que hablar abiertamente con un acompañante
espiritual sobre la libertad y la agilidad del alma, que para Casiano se cuentan entre los
efectos positivos de la oración de quietud. Como buen pedagogo, lo hace
conscientemente, porque pretende suscitar una y otra vez, en quienes están en busca de
Dios, el profundo deseo de acercarse a la meta de toda oración. Desde esta perspectiva,
el que ora está más motivado, aunque solo sea para aguantar los áridos tramos de
sequedad que le esperan.

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3.
El columpio

Un dicho del poeta Richard Dehmel (1863-1920) expresa con precisión lo que a través
de la oración de quietud se transmite y puede experimentarse. Reza así: «Nada es
pesado si nosotros somos ligeros». Con una breve historieta querría referirme a esta
sentencia. Yo nací dos años antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Mi padre
fue muy pronto llamado a filas y, al final de la guerra, cayó prisionero de los rusos.
Gracias a Dios, fue liberado en el verano de 1945 y regresó a casa, ileso y en buen
estado. Nuestra casa había sido bombardeada, y nosotros vivíamos apretados en casa
de los abuelos.
Mi padre, al que tanto tiempo había yo echado de menos, quiso darme una alegría
absolutamente especial. Yo estaba en ascuas. En el patio, en la parte trasera de la casa
de los abuelos, levantó dos pilares y los unió por encima con un travesaño. Yo estaba

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allí y alucinaba... Mi padre dijo: «¡Esto es todo para ti! ¡Te va a gustar!». Yo estaba un
poco mosca.
En el travesaño, mi padre había hacho dos agujeros para dos grandes tornillos a
los que sujetó otras tantas maromas. Los extremos colgantes los pasó luego a través de
un tablero en cuyos extremos había sendos agujeros. Por debajo del tablero hizo un
gran nudo en cada una de las maromas, de modo que el tablero quedaba firmemente
sujeto.
Y luego... ¡acción! Mi padre me cogió en brazos, me sentó en el tablero y me dio un
empujón... Yo grité de miedo, me puse muy nervioso e intenté sujetarme con todas mis
fuerzas a las maromas. Muy pronto, sin embargo, fui sintiéndome mejor y empecé a
percibir en el estómago un pequeño cosquilleo, junto con una creciente seguridad. La
presencia de mi padre y su voz cariñosa me tranquilizaban; respiré hondo. Acto
seguido, me empujó por detrás con algo más de fuerza, de modo que subí más alto.
Poco a poco, fui sintiendo una alegría cada vez mayor: sí, era algo que tenía que
ver con la libertad. Para mí –tras las experiencias de la guerra, el miedo y las muchas
estancias en el refugio antiaéreo– aquello fue un primer sentimiento emocionante de
libertad, de profunda libertad interior. Jamás lo olvidaré y estoy infinitamente
agradecido a mi padre por esta experiencia. Ahora voy a seguir contando ficticiamente
el relato del columpio: quiero decir, a partir de aquí hay que entenderlo solo
simbólicamente.
Vienen a visitarnos unos parientes; lleno de alegría, les enseño mi nuevo columpio.
En su siguiente visita, uno de ellos trae un cojín para el balancín: «Es que el tablero
resulta demasiado duro para el pequeño; tiene que sentarse sobre algo más mullido y
cómodo». Luego llega otro y dice: «Son absolutamente necesarios un respaldo y un
reposabrazos». Y se los pone. «Se necesita también un estribo en el columpio para que
el chaval pueda subir y sentarse más deprisa y con más facilidad». Con la mejor
intención del mundo, una tía recubre el respaldo, el reposabrazos y el asiento con fino
material de brocado. A esto se añade todavía un baldaquino para que el chaval, si se le
antoja columpiarse en horas de sol, tenga sombra; y si llueve, no se moje. Los regalos,
por supuesto, ya no se devuelven: las más de las veces proceden de un corazón generoso
y amigo.

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Lo esencial, con todo, ha pasado inadvertido: que el columpio se ha ido haciendo cada
vez más y más pesado, con lo que pierde la ligereza necesaria para poder volar más alto
a cada impulso. Ese suave empujón de Dios, que pone en movimiento nuestra vida, que
nos libera para reconocer la verdad, queda limitado. El padre que da el primer empujón
pasa a ser ahora el Padre celestial. Cuanto más pesado se hace el columpio, tanto menos
movimiento tiene. Todo parece muy bonito, y lo exterior se presenta de manera
bellísima. Pero ¿dónde queda el movimiento mediante el Espíritu de Dios?
Hay que experimentar lo que es eliminar barreras; de lo contrario, nos invade una
paralización mortal, y perdemos de la vista –y de nuestro corazón– lo que es esencial. La
oración de quietud enseña un camino espléndido que, en primer lugar, nos ayuda a
desprendernos de lo que no nos es propio, para abrirnos y hacernos transparentes al amor
de Dios y su Santo Espíritu, que buscan un encuentro personal con cada uno de nosotros.
El columpio puede convertirse también en metáfora de la historia de nuestra Iglesia.
Siempre que ha amontonado carga y lastre, sucede algo que la descarga y la renueva.
San Francisco, por ejemplo, pone de nuevo el columpio en movimiento, liberándolo de
todo lo innecesario y poniendo en el centro de la fe la palabra de Dios vivida. Francisco
nos enseña cómo le mueve a él el Espíritu de Dios y cómo ese mismo Espíritu puede
renovar otra vez a la Iglesia toda.

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4.
Un trozo de plata

«Rabí, hay algo que no entiendo: se acerca alguien a un pobre y se muestra amable y le
ayuda en lo que puede. Pero llega a un rico y ni siquiera lo mira. ¿Qué pasa con el
dinero?».
Entonces dijo el rabí: «Acércate a la ventana: ¿qué ves?».
«Veo a una señora con un niño. Y un coche que va al mercado».
«Bien. Ahora ponte delante del espejo. ¿Qué ves?».
«¡Por Dios, rabí, qué voy a ver: a mí mismo!».
«Pues ya ves: la ventana está hecha de cristal, y de cristal está hecho el espejo.
Basta con poner un poco papel de plata detrás, y uno ya solo se ve a sí mismo».
SIGMUND VON RADECKI

Muchas personas tienen notablemente limitada la vista a distancia, la claridad, la visión


de conjunto, así como la mirada al «tú» del otro. Tan solo se ven a sí mismas y sus
necesidades, deseos, sueños. Pero, con frecuencia, la vista a distancia defectuosa está

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también distorsionada por la fortuna y el dinero. En el relato anterior, esto queda
representado simbólicamente por el papel de plata que hay detrás del vidrio. Lo material
deforma nuestra visión de la realidad: una realidad que no está limitada, sino que –cosa
que también sucede siempre– tiende a ensanchar la consciencia y a hacernos madurar.
La oración de quietud es un método aplicable en la práctica, primero, para
desprenderse uno del propio yo y de todo cuanto a él va ligado y, una liberado de todo
cuanto le ata, lanzar la mirada a lo lejos. Esto sucede no solo y exclusivamente con los
ojos del cuerpo, sino preferentemente con los ojos del alma. En este proceso, en virtud
de la fuerza de la oración de quietud, nos desligamos de nosotros mismos o, como se
dice en el relato, de «nuestra habitación». Como en esta oración estamos orientados al
Infinito, que en su infinito amor tira de nosotros, nos atrae, nada de lo inmediato puede
ya retraernos: ni oro, ni plata, ni reputación, ni poder.
Mediante esta forma de oración, nos liberamos poco a poco de todo cuanto nos ata
y, en particular, de lo que impide a nuestro deseo desarrollarse. La ventana transparente a
través de la cual miramos no nos refleja a nosotros mismos, sino que nos abre un
horizonte que no tiene fin y nos permite tener un atisbo de la existencia de Dios, hacia el
cual estamos dirigidos. Con la oración de quietud aprendemos a desprendernos de
nosotros mismos y a percibir al otro, con quien el Señor nos concede encontrarnos en sus
alegrías, en sus penas y en sus necesidades, para tratarlo y bendecirlo.

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5.
Hallar paz en lo profundo

El franciscano san Pedro de Alcántara (1499-1562), que descubrió para sí la oración de


quietud y también la enseñó, fue confesor de Teresa de Jesús. Poco antes de morir, dijo
a sus hermanos de religión que quería viajar otra vez a Ávila para ver a Teresa.
Quedaron consternados, porque los médicos se lo habían desaconsejado
terminantemente y le dijeron que el viaje aceleraría su muerte. Sin embargo, parecía
que su celo por la obra de Teresa le daba nuevas fuerzas. Emprendió el viaje a lomos de
un mulo y llegó sano y salvo a Ávila. Sus hermanos le preguntaron de dónde sacaba
fuerzas para superar tamaño agotamiento. Él respondió:
«Sed continuamente conscientes de la presencia de Dios. Haced como los peces:
cuando se levanta una tormenta, y el viento sacude con fuerza las olas, seguro que el pez
no se queda en la superficie del agua, sino que se sumerge en la plateada profundidad, y
allí encuentra la calma. Haced como el pez: cuando sintáis que se está formando un

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tumulto, sumergíos inmediatamente en la oración, acogeos a los brazos de Cristo y
estaréis protegidos contra todo ataque del mundo y de las fuerzas tenebrosas».

Con estas palabras, que son de las últimas que pronunció, san Pedro de Alcántara
describe maravillosamente la oración de quietud. Un fruto de esta forma de oración es la
vivencia de la presencia de Dios. Para muchos, con todo, esta presencia es aún muy débil
y quebradiza, de modo que, a la más mínima perturbación, ya no la percibimos. Por eso,
san Pedro de Alcántara nos recuerda la forma y manera de oración de quietud, que nos
ayuda a mantener la presencia de Dios. En una tormenta, en medio de un violento oleaje,
el pez no se queda en la superficie del agua, sino que se sumerge en la profundidad del
mar, donde encuentra tranquilidad. En las tormentas que toda vida conlleva, no tiene
ningún sentido luchar contra ellas. Pedro recomienda la oración de quietud, con la que
nos adentramos en la profundidad de nuestra interioridad y, en actitud de oblación y
entrega, nos dejamos caer en los brazos de Cristo. Ahí estamos protegidos contra todo
ataque del mundo y de las fuerzas de las tinieblas.

27
6.
Buscando a Dios

Un erudito intelectual acudió a un rabí. Como había oído hablar muy bien de él, le
expuso un deseo completamente personal y le dijo: «Llevo estudiando teología muchos
años y he leído un libro tras otro, pero hasta ahora nunca he encontrado a Dios».
Respondió el rabí: «Entonces, seguro que todavía no te has agachado lo
suficiente».

El rabí entendió al instante lo excesivamente intelectualizado que estaba el erudito. Por


eso no dijo muchas palabras –¡demasiadas había almacenado ya el intelectual...!–, sino
que, simple y llanamente, le indicó que en su vida aún no se había abajado y humillado
lo suficiente. Tal vez incluso vio en él un si-es-no-es de orgullo y una pizca de altanería.
Con esta respuesta, radical y desnuda, el rabí debió de acertar en el corazón del
intelectual; pero también en el nervio mismo de nuestro tiempo.

28
Todo el mundo quiere hacerlo todo por sí y desde sí mismo y no permitir que nadie
le diga nada. Incluso los jóvenes están, en parte, tan pagados de sí mismos que creen
poder tomarlo todo con sus manos sin pedir permiso, sin preguntar, sin dar las gracias...
Lo insatisfactorios y lo poco gratificantes que son esa actitud y ese comportamiento lo
muestran la soledad de muchas personas, el incremento de las enfermedades psicológicas
y el creciente número de suicidios en el mundo.
El sabio consejo del rabí consiste, por el contrario, en no levantar la cabeza con
tanta autosuficiencia, sino en abajarse en determinados momentos concretos a lo largo de
toda la vida. Abajarse se puede interpretar de diversas maneras: interrumpimos el trabajo
intelectual y nos entregamos a trabajos prácticos absolutamente corrientes. A muchos no
les agrada esto, porque piensan que ellos son para algo más y prefieren dejar que sean
otros quienes hagan esas tareas. Pero con el «abajarse» se apunta también a la actitud
espiritual, a menudo carente de humildad, de silencio, de modestia, de amor... De ahí se
sigue un elemento ulterior –el más importante, sin duda–, que consiste en el ejercicio
auténtico de la fe cristiana.
Sin elegir y seguir una vía espiritual, la vida, a la larga, no puede resultar una vida
lograda. A lo largo de todos sus proyectos, de sus intentos y de sus equivocaciones, la
persona experimentará que con Dios hay o tiene que haber una base que la sustenta, que
la ha lanzado fuera de sí, y en algún momento volverá a recogerla de nuevo en sí.
Percibirá que hay un Creador al que nos debemos. Y precisamente aquí, en el
agradecimiento, comienza el «abajarse». No son mi yo y mi querer los que están en
primer lugar, sino Dios, que me ha enviado a este mundo para ponerme a prueba. Dios
no querría que le perdiéramos de nuestra vista y de nuestro corazón, porque desea
hacernos llegar su amor y, a su vez, ser amado por nosotros. Sobre el amor de Dios no
tienen influjo alguno nuestro querer ni nuestro saber, sino tan solo nuestra consagración
y nuestra entrega.
La oración de quietud, un modo sencillo de orar y fácil de realizar, cumple este
cometido. Mediante nuestra consagración y entrega, nos inclinamos tan profundamente
ante Dios –hablando metafóricamente– que con ello ya lo estamos adorando
silenciosamente. El erudito, el intelectual, por una parte, ha leído «un montón» de libros;
por otra, sin embargo, no se ha aventurado a dar este paso hacia la real cercanía de Dios.
Tal vez es que, antes, nadie le ha dicho que, además del saber, hay un nivel mucho más
importante: la experiencia de fe que se convierte en experiencia de Dios.

29
7.
Una pregunta al maestro

«Dime algo sobre Dios», pidió alguien a un maestro muy avanzado en la vía espiritual.
Y el maestro le dijo: «¿Cómo puedo describirte la cumbre del Everest o el camino desde
el último campamento hasta la meta si te encuentras todavía en medio del hervidero de
personas que es el centro de Delhi?
»Yo solo puedo decirte: toma un riksha a la estación, viaja hasta el pie del
Himalaya y comienza a escalar. Cuando hayas llegado al tercer o al cuarto
campamento, entonces podré describirte el resto del camino. Puedo decirte, hasta el
último detalle, por dónde tienes que ir para no sufrir un accidente mortal o para no
quedarte parado y congelarte.
»Solo entonces, si has llegado tan lejos, sabrás algo sobre el Everest».
HEINZ JANSSEN

30
En medio del hervidero de Delhi, todas las palabras que el sabio hubiera dicho al que le
preguntaba no solo se habrían perdido en el vacío, sino que habrían quedado en pura
teoría. Por eso, en su ejemplo, escogió un lugar lejos de las ciudades y, además, a una
altura de vértigo: el monte Everest, en el Himalaya. Sin contar nada del monte Everest,
pide al amigo que se traslade al pie del monte y comience la escalada. Cuando haya
llegado hasta una altura determinada, es decir, cuando exista una experiencia previa
compartida, el sabio estará en disposición de aclararle paso a paso el camino ulterior, de
prevenirle contra el peligro posible de despeñarse, de librarle de la congelación y guiarle
hacia adelante con seguridad. Estas condiciones y las correspondientes experiencias
tienen que darse antes de que el que pregunta pueda entender algo sobre el monte
Everest.
Lo mismo sucede con la oración de quietud, que es un acceso a Dios. Ya puede uno
oír en conferencias mil y un datos sobre ella, y puede leer en los libros otro tanto sobre el
tema...: todo eso queda en pura teoría si uno mismo no se pone en camino para aprender
esta forma de orar. Buscar a un maestro de la oración de quietud para aprender a su lado
el ascenso directo a esta oración es provechoso. De este modo, el que se halla en
búsqueda se ahorrará muchos rodeos o equivocaciones. Uno puede decir cuanto quiera
sobre Dios: si no se abre para buscarlo desde el deseo profundo, con cuerpo, espíritu y
alma, todo se queda en especulación y teoría hueca.
Por eso, tras una charla o una conferencia informativa, a los asistentes se les
pregunta si tienen alguna otra pregunta y si estarían dispuestos a participar en un curso
(dos días) sobre «Iniciación a la oración de quietud». El profesor ha descrito el acceso,
ha explicado en su conferencia lo que es digno de saberse y ahora está dispuesto a llevar
a los interesados en la oración de quietud al «pie del monte» y darles instrucciones para
la escalada.
Así como Moisés –al que tal vez se podría caracterizar como el primer místico– se
prepara para la subida al monte Sinaí, de la misma manera el aprendiz de la oración de
quietud tiene que aprender a solas una serie de reglas y formas adecuadas de
comportamiento –un equipaje que le ha de conducir con seguridad a la meta–. Así como
en la subida al monte Sinaí, por mandato de Dios, tiene Moisés que dejar tras de sí todo
cuanto le entorpece, lo mismo sucede en la oración de quietud; de modo que, sin lastre,
pueda uno encontrarse con el Creador en la cumbre del monte, en la «nube del no saber».

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El que ora aprende en la oración de quietud a desprenderse de todo –sentimientos,
ideas, imágenes, representaciones...– para convertirse en receptor del don y la gracia de
Dios. En una bulliciosa plaza de mercado es prácticamente imposible dar el paso
necesario hacia el silencio. Además, para el tiempo de oración se necesita soledad,
aislamiento. Quien no quiere aceptar recorrer el camino hasta el «pie del Himalaya» –
esta es la condición previa– corre el riesgo de naufragar en el barullo de las cosas del
mundo, en vez de aventurarse a la escalada del «monte Everest». Referido a la
experiencia en la oración de quietud, esta escalada se asemeja a la resurrección de
Jesucristo, en la que él querría arrastrar consigo a todo ser humano.

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8.
Una piedra en el camino

Dos monjes fueron enviados por su abad a un monasterio vecino para llevar una
noticia. En silencio y orando pasaron muchas horas de su viaje. De repente –su camino
discurría a lo largo de un río– oyeron una voz de mujer en la orilla opuesta: «Por favor,
ayudadme a cruzar el río. Quiero volver a ver a mi madre, que está muriéndose».
Mientras uno de los monjes seguía adelante en silencio, el otro se despojó de su hábito,
cruzó el río a nado y trajo a la mujer a la otra orilla. La mujer le dio las gracias de todo
corazón y se apresuró a seguir su camino. Después de ponerse de nuevo el hábito, el
monje fue detrás de su compañero, que ya se había alejado un considerable trecho.
Cuando lo alcanzó, continuaron ambos en silencio, como de costumbre. Pasado un
rato, sin embargo, el monje que había seguido indiferente su camino comenzó a hacer a
su compañero coléricos reproches: «El pecado que acabas de cometer no tiene nombre.
Tú conoces nuestra regla: no nos está permitido ni siquiera mirar por un instante a una
mujer. ¡Y qué es lo que has hecho tú? Te has desnudado, la has tocado...». Y siguió
haciéndole reproches con expresivas imágenes. E incluso cuando dejaba de hablar,

33
parecía como si siguiese hablando. Tras una pausa más larga, el monje que había
pasado a la mujer a la otra orilla le dijo a su compañero tranquila y pausadamente:
«¿Todavía sigues llevándola en tu interior?».

En el ser humano dormitan muchas vivencias no clarificadas ni elaboradas que, en parte,


le atenazan tan fuertemente que no es capaz de ser-él-mismo.
La oración de quietud –como aún lo vamos a ver y experimentar por nosotros
mismos– nos ayuda a librarnos de todo cuanto encadena perniciosamente nuestra
atención, a solucionar impresiones no saneadas y a sacar a la luz sombras oscuras. Con
este saber, sin embargo, podemos preparar nuevamente el camino para la oración de
quietud, intentando decir oportunamente o expresar de manera individual, según nuestro
modo de ser, todo aquello que creemos o percibimos como un lastre. Si, por el contrario,
reprimimos determinados instintos vitales, de tal manera que se nos enconan por dentro,
muchas veces ya no volveremos a notar el malestar dentro de nosotros y reprocharemos
a otras personas todos los deseos frustrados que arrastramos en nuestro interior. A veces
–inconscientemente, como le ocurre al monje que cree haber observado estrictamente la
regla de su orden– preferimos proyectar nuestra oscura sombra sobre otras personas o
instituciones, para librarnos de su angustiosa presión. Que esto no acontece sin
agresiones lo pone de manifiesto la vida diaria con innumerables ejemplos. A menudo, el
origen de la sombra se remonta a la primera infancia. Puede ser tanto accidental como
culpable.
David reza: «Las inadvertencias ¿quién las percibe? ¡Absuélveme de culpas
ocultas!» (Sal 19,13). Solo tenemos valor para percibir y aceptar nuestra sombra cuando
hemos vivido la experiencia de ser aceptados por otro, aunque este conozca nuestra
debilidad. Por eso es importante el sacramento de la reconciliación, por cuanto que el
penitente –incluso en la forma en que el sacerdote lo recibe– puede tener la experiencia
de ser aceptado con todas sus sombras, faltas y pecados.

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9.
Un minuto de nostalgia

Cuando pasan los patos o los gansos salvajes en la temporada de la gran migración de
las aves, en las comarcas que sobrevuelan se crea un curioso movimiento: como si
estuvieran magnéticamente atraídas por el gran vuelo triangular, las aves domésticas
hacen sus ensayos con rudimentarios saltitos que acaban abandonando al cabo de unos
cuantos intentos.
Con la fuerza de un arpón, la llamada de la naturaleza salvaje ha tocado en ellas el
residuo de algún impulso radical, originario. Y así, los gansos de la granja se
transforman durante un minuto en aves migratorias. De ese modo, en esas duras
cabezuelas, por las que solo han pasado miserables imágenes de estanques, gusanos,
gallineros..., se despliegan anchuras continentales, el gusto por los vientos en alta mar,
por la geografía de los mares. Y así, el ganso da tumbos de izquierda a derecha en su
cercado de tablones y alambres. Se siente como poseído por aquella repentina pasión,
que no sabe adónde conduce, y por aquella profunda querencia, cuya meta le va a ser
siempre desconocida.

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ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY

¡Muchos leerán este relato de Antoine de Saint-Exupéry y se sentirán hondamente


afectados por él, tal vez incluso algo tristes! A menudo, vemos y percibimos en el
mundo animal, antes que en el mundo de los humanos, profundas querencias
insatisfechas. Y es que todos los animales domésticos proceden de progenitores y
antepasados que vivieron en libertad. Por eso se comprende que los animales
domésticos, aun cuando oculto y escondido, lleven en sí un instinto natural que tiene que
ver con una incontenible ansia de libertad.
El alma humana lleva en sí un profundo deseo de retornar otra vez a su origen y, de
ese modo, dejar atrás todo sufrimiento, todo dolor y toda tristeza; más aún: superar la
muerte y vivir perpetuamente. Hay una frase de san Agustín que expresa esa pasión:
«Inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Ti». De esta manera se indica,
como meta de la nostalgia, del deseo profundo, el descansar en Dios. A este último
sentirse dirigido a Dios responde la oración de quietud, que libera formalmente la pasión
honda, la hace consciente y le da rienda suelta. El alma rompe su «cercado de tablones y
alambre» y se acerca cada vez más a la meta de su nostalgia. Así como un objeto en
caída libre es atraído por el centro de la tierra, así también nuestra alma siente la
irrefrenable nostalgia de encontrarse con su Creador.
Cuando en la oración de quietud nos ponemos en las manos de Dios, podemos
experimentar una profunda quietud divina que calma nuestra inquietud y nos da paz para
el alma. No solo nos ponemos en marcha para encontrarnos con Dios: en la encarnación
de Jesucristo y en el sacramento de la Eucaristía nos sale al encuentro el Señor mismo.
Nuestra alma percibe como una resonancia del amor que sale del Padre y, por mediación
de Jesucristo, llega a nosotros. ¡Sigamos esa percepción y emprendamos el camino que
lleva al encuentro con Dios! Podemos estar seguros de que no vamos a estar solos
mucho tiempo, porque las palabras de san Agustín, dichas desde Dios, son ya realidad:
«La pasión de Dios es el ser humano».
Son como una llamada desde la ancha lejanía las palabras que Jesús nos dice:
«Cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). Podemos y
debemos saltar y abandonar nuestra «cerca de tablones y alambre» para dejarnos atraer y
transformar por el amor de Dios.

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10.
La oportunidad del día de descanso

En el principio, el ser humano fue creado con la facultad de gozar de la quietud de la


contemplación. Pero se desvió de la verdadera luz y se volvió a los bienes mudables.
Ahora bien, resulta un tanto llamativo que sean muy pocos los que son capaces de
ver en sí mismos su raíz originaria, aunque Dios está tan cerca de nuestra alma. El
motivo es muy claro: descarriada por las preocupaciones, el alma humana no se
adentra con la memoria en sí misma; ofuscada por imágenes de la fantasía, no retorna a
sí con el entendimiento; y engolosinada por el apetito, tampoco encuentra ya el camino
al hogar mediante la querencia de la quietud interior y la alegría espiritual. De este
modo queda totalmente enredada en lo sensorial, por lo que no puede adentrarse en la
imagen de Dios que lleva en sí.
Siempre queda, sin embargo, la oportunidad del día de descanso. En esa quietud, el
alma puede desembarazarse de todas las ligaduras, y la sagacidad del espíritu humano
puede descansar de todo el trabajo que haya realizado.
Ahora bien, para que esa transición sea perfecta, tiene que cesar toda actividad
mental, y el más profundo sentir del espíritu tiene que perderse en Dios y transformarse

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en Él. ¿Que quieres saber cómo sucede esto? Interroga a la gracia, no a la ciencia; al
sentimiento, no al cerebro; a la oración de quietud, no a la lectura y la investigación; a
Dios, no a los hombres.
SAN BUENAVENTURA

Muchas personas andan continuamente en busca de Dios en el mundo exterior. Le rezan


desde la distancia y se extrañan y se entristecen porque no constatan progreso alguno.
¿Cómo puede alguien buscar algo fuera de su casa cuando ese algo únicamente se puede
encontrar dentro de ella, porque es parte integrante del interior de la misma? ¿Cómo
puede alguien esperar recibir energía de un manjar que ciertamente desea, pero que
nunca ingiere?
Es lo que sucede también en la vida de muchos que se llaman a sí mismos
«personas de oración», que están siempre en búsqueda, sin encontrar dentro de ellas la
auténtica quietud divina. Ni sienten la alegría del logro de un objetivo ni pueden
disfrutar de ese acceso al mismo. De ahí que, a fin de cuentas, toda su actividad al
respecto quede incompleta. Ni los sabios más eruditos ni los que se ponen en camino
mediante la meditación y la reflexión sutil llegarán a alcanzar la perfección, porque
únicamente se atienen a los movimientos de su propia voluntad.
En virtud de las muy variadas experiencias que han tenido grandes teólogos y, sobre
todo, los que practican esa oración de quietud, no tienes que angustiarte al aventurarte a
dar este paso de renunciar a ti mismo y «morir» en las manos de Dios.

Puedes abandonarte en Jesucristo con toda confianza y sin preocupación alguna. Siempre
has de ser consciente de que en esta clase de oración ya no puedes –como tal vez estés
acostumbrado a hacer– pensar tus propios pensamientos ni quedarte ensimismado en
ellos.
Esta advertencia hay que subrayarla especialmente; porque muchos rompen con la
oración de quietud por miedo a prescindir de sus propios pensamientos. Te ejercitas no
solo en dejar de lado tus propios pensamientos, sino también en desprenderte de la
tensión de tu voluntad y en no tener ninguna expectativa ni propósito alguno.

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11.
El polizón

El buque estaba haciendo una larga travesía. Durante el viaje, topaba a menudo con
violentos temporales que constituían un serio peligro para la vida de los marineros y
una amenaza para la integridad del barco. Con la oportuna recogida de velas y otras
acertadas órdenes que dio el capitán, lograron aguantar todas las «tormentas». Sin
embargo, poco después de zarpar del puerto de partida ya había notado el capitán que
algo no iba bien en la rueda del timón. Varias veces había bajado al interior del barco
para tratar de encontrar la causa del fallo; sin embargo, no encontró nada llamativo.
Incluso un buzo que, con la mar en calma, inspeccionó desde fuera el timón confirmó
que todo estaba en orden.
Casualmente, un día descubrieron a un polizón que enredaba con el timón. Lo
llevaron al capitán; él se defendía con pies y manos, y todos los marineros esperaban
una decisión. En el fondo, el capitán se alegró de que, a pesar de toda la oscuridad que
había en el interior del barco, se hubiera encontrado el motivo de la avería. Así, el
capitán decidió mantener al polizón bajo estrecha vigilancia, desembarcarlo en el
próximo puerto y no volver a preocuparse de él.

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Este relato se puede referir magníficamente a la oración de quietud y sus efectos. El
barco es el bote de nuestra vida que cruza el océano de la existencia; el capitán que tiene
la responsabilidad de la travesía es nuestro entendimiento y nuestra voluntad.
Traduciéndolo, esto significa que percibimos perturbaciones en el curso normal y diario
de nuestra vida. La dirección se ve masivamente perturbada una y otra vez, y corremos el
riesgo de adentrarnos por caminos que no están en consonancia ni con el Creador ni con
nosotros mismos. Todos los intentos de encontrar el origen de la perturbación –incluso
los métodos psicotécnicos– fracasan.
Si uno practica la oración de quietud, puede tener la seguridad de que, tarde o
temprano, saldrán a la luz ocultos factores de perturbación de la vida que tienden a
provocar una catástrofe. Saber esto ya es consolador, porque existe la fundada esperanza
de liberarse de ellos. Estos llamados «polizones» a bordo del barco de nuestra vida se
detectan mediante una paz que va haciéndose cada vez más profunda durante la oración
y que, poco a poco, va ascendiendo a la consciencia.
A partir de aquí, hay diversas posibilidades de liberarnos de ellos para siempre. Nos
distanciamos de estos elementos extraños y perturbadores que se han adherido a nuestro
sistema nervioso y a nuestra alma echándolos fuera de nuestra consciencia y de nuestra
vida. Pero los factores de perturbación pueden ser también déficits que es preciso saldar:
por ejemplo, restituir algo de lo que nos hemos apropiado a costa de otros.
Y así, sucede que algo que no está en consonancia con nuestra vida se hace patente,
sin necesidad de exhaustivos análisis, por medio de la oración de quietud. Tomamos
conciencia y, en función de cada situación, decidimos cómo tratar de la mejor manera
posible, para nuestra liberación, con el «polizón».

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12.
Recibir y pasar

Recibir y pasar con toda rapidez: esa es la regla de un sencillo juego de balón al que a
nosotros, de niños, nos gustaba jugar con frecuencia. Varios muchachos forman un
círculo amplio. En este juego intervienen dos o más balones. Cada jugador lanza el
balón a otro jugador. Sin embargo, como el siguiente balón puede llegarle a uno
enseguida, es preciso pasar el primer balón lo más rápidamente posible para poder
atrapar el siguiente. Si uno retiene el balón un segundo más de lo necesario, entonces el
siguiente balón cae al suelo. Y, o bien se cuenta este punto como una falta, o tiene uno
que abandonar la ronda. Quien obtiene el menor número de puntos o permanece en la
ronda, ese gana. Tengo que pasar, pues, el balón recibido lo más rápido posible para
atrapar el siguiente, si me lo lanzan a mí. Siempre resulta muy de lamentar que a uno se
le escape un balón porque todavía no ha pasado a nadie el anterior.

Una regla de juego semejante vale igualmente para los dones que Dios nos envía desde
el reino de su desbordante amor. Sin cesar, recibimos un «balón» que, sin embargo, no

41
podemos retener ni monopolizar para nosotros solos. Vivimos del regalo de la gracia y
del amor de Dios, con el encargo de pasar a otro el regalo recibido. Todo lo que se nos
regala tiene siempre un destino: pasar a ser regalo para otro. La ley del Reino de Dios es
el amor; un amor desbordante que tiende a estar derramándose siempre desde una fuente
que no cesa de manar. ¿Que retenemos el regalo para nosotros mismos?: entonces nos
cerramos a un nuevo regalo para nosotros y, al mismo tiempo, para el prójimo, que
espera nuestro cariñoso obsequio. Tal actitud conduce al aislamiento y es causa de
enfermedades.
La regla de juego del Reino de Dios –para hablar en el lenguaje de la imagen de
recibir y pasar el balón– dice: no te aferres a nada, no retengas nada para ti. Manosea lo
que se te ha regalado, acarícialo, disfruta de ello, pero regálalo de nuevo. Hazte pobre
nuevamente y ábrete, delante de Dios, al nuevo don [Gabe], que se te convierte en
misión [Auf-Gabe], en tarea: pasarlo hacia quien más urgentemente lo necesita. La más
hermosa alegría y plenitud consiste en pasar el regalo a otras personas. Esta es, por así
decirlo, la regla de juego del Reino de Dios.
Podemos suponer que, como siempre, Jesús habla con sus discípulos del Reino de
Dios y de las condiciones en las que se hace realidad en la Tierra. Los inicia en las reglas
del juego que están en vigor en ese Reino. Los balones que Jesús les lanza son sus
palabras, destinadas a ser pasadas de nuevo por los discípulos. No poseeríamos el
Evangelio si los discípulos no hubieran recibido y pasado debidamente las palabras de
Jesús. Dios nos lanza el balón, y nosotros se lo pasamos a otro. Esto es lo que sucede en
el rondó de los discípulos que rodean a Jesús, el cual adiestra en ese «juego» a sus
discípulos y les enseña las reglas del Reino de Dios.

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13.
El hombre y su sombra

A un rico príncipe le gustaban los vestidos caros, los brazaletes de oro, los anillos
lujosos. Ornado de esta guisa, se mostraba a su pueblo únicamente por la mañana,
cuando el sol le daba de cara y él estaba radiante; cuando todo centelleaba y
resplandecía. Y la gente lo aclamaba. En cierta ocasión, el príncipe se presentó ante su
pueblo cuando ya caía la tarde. El sol estaba a su espalda, y el joven príncipe vio por
primera vez su propia sombra. Entonces le sobrevino un acceso de cólera incontenible.
Inmediatamente mandó ensillar su caballo. Quería irse lejos. Como príncipe, no podía
reinar en un país sobre el que caía su sombra. Quería vivir donde no hubiera sombra
alguna. Así que se marchó de allí. Todavía hoy sigue cabalgando.
WILLI HOFFSÜMMER

Quien se adentra en la práctica de la oración de quietud aprende, poco a poco, a


conocerse mejor a sí mismo. De ahí la pregunta: «¿Quién soy yo en realidad, con todas
las alienaciones y distanciamientos que la vida y yo mismo hemos infligido a mi yo?».

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Huir de lo que soy nunca será solución, ni para mí mismo ni para otros. Ahora bien,
la huida solo es posible detenerla; la angustia solo puede ser vencida; y la vida reprimida
en el subconsciente solo es posible sacarla a la luz si nos confrontamos con nuestra
sombra y, antes que nada, empezamos por asumirla. La vida rechazada por el yo, ese
sector de la vida reprimido, escindido, tiende a formar parte de mí. Si no lo asumo, me
llegan del subconsciente señales perturbadoras que alienan mi vida: furor ciego por el
trabajo, fuga, amargura, irascibilidad, depresiones, frialdad de sentimientos...
Muchas personas sienten pánico ante el hermano oscuro de su vida y se encierran
en sí mismas. Se imponen a sí mismo normas de conducta y están incesantemente
controlándose para no salirse del carril a impulsos de esa fuerza tenebrosa que a ellas se
les antoja monstruosa. Sin embargo, este es un tipo de vida tan frustrante como la huida
de la realidad.
Una persona descubrió un día que tenía una sombra. Le sobrevino al angustia que
salió de a galope de donde se hallaba, para librarse de su propia sombra. Al cabo de
algunos días, cuando todavía estaba huyendo, le fallaron las fuerzas y cayó muerta. ¿Qué
podría haber hecho para librarse del miedo a su propia sombra? Si se hubiera puesto a la
sombra de un árbol grande, habría encontrado un poco de paz y habría constatado que el
árbol aceptaba su sombra. ¡Cuánto más Cristo, si nos paramos y le invocamos, aceptará
y transformará amorosamente nuestra sombra!
La oración de quietud es un alto en el camino; en ella ya no está en el centro el
propio yo (tanto con sus faltas y zonas sombrías como con sus cualidades), sino que la
orientación hacia Dios está en Jesucristo. Y aquí acontece, a la chita callando, lo
esencial: el camino hacia Dios se libera de todos los obstáculos al ir saliendo a la luz
poco a poco, conforme a nuestro ritmo y sin causar temor alguno, nuestras sombras
oscuras. A medida que tomamos conciencia también de esas zonas de nuestra vida,
podemos ir asumiéndolas y transformándolos. Un principio de C. G. Jung dice: «Solo se
transforma aquello que se asume».

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14.
Beber de la fuente

El compositor Joseph Haydn (1732-1809) tuvo una actividad incansable. Un día se


encontró con otros artistas de renombre en una gran reunión. A uno de ellos se le
ocurrió preguntar qué sería lo que podría restablecer del modo más rápido y efectivo
posible el poder creativo de una persona si esta quedase agotada por el trabajo
constante.
Las respuestas fueron muy variadas. Uno dijo que en tales situaciones le ayudaba
tomar una botella de champán, mientras que otro opinaba que la mejor manera de
recobrar su energía era contar con una compañía agradable.
Cuando le preguntaron a Haydn de qué reconstituyente se valía en sus numerosos
trabajos, respondió que en su casa tenía un pequeño espacio al que se retiraba para
orar cuando le flaqueaban las fuerzas y se sentía agotado. Esto nunca había dejado de
surtir su efecto fortalecedor.
RALF KRUST

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Hoy también serían del todo diferentes las respuestas si se preguntase a distintos
individuos qué les revitaliza cuando se encuentran agotados. Muchos podrían responder:
café y té solos; vitaminas de las formas más diversas; medicamentos reconstituyentes,
cuando no estimulantes; quizá también champán o incluso bebidas alcohólicas más
fuertes. Seguramente, alguien hablaría también de ejercicios estimulantes, entrenamiento
de autorrelajación, yoga, natación, footing, deporte..., y tal vez hasta saldría la palabra
dormir. En el sueño pasamos a otro estado de consciencia que regularmente, por la
mañana o al cabo de algún tiempo, nos permite levantarnos renovados y recuperados.
Joseph Haydn habla, sin embargo, de otro tonificante completamente distinto, que
tiene poco que ver con los citados. Él busca un pequeño espacio aislado en su vivienda,
para orar allí. La oración –dice– nunca ha dejado de producir su energía tonificante.
Hoy es fisiológicamente comprobable que determinados ejercicios de distensión
tienen un influjo tonificante sobre el cuerpo y el espíritu: la frecuencia respiratoria
disminuye; desciende la tasa metabólica, así como la cantidad de ácido úrico en la
sangre; se normaliza la presión sanguínea; y el cerebro segrega serotonina, un importante
neurotransmisor que previene las depresiones. Ahora bien, orar de una manera
determinada implica al alma, sobre todo, en el acontecimiento salvífico, porque el alma,
juntamente con el cuerpo y el espíritu, configura un todo. También los cambios en el
modo de orar han sido investigados fisiológicamente, y de esa investigación se ha
deducido que precisamente en la oración de oblación y entrega –la oración de quietud–,
en la que quien practica la oración se desprende de todo y se entrega a Dios, los valores
medidos arrojan resultados ampliamente mejores.
Así, por ejemplo, los impulsos cerebrales en alguien que practica la oración de
quietud demuestran una paz más profunda que la que se mide durante el sueño profundo.
Apenas si se puede creer que una oración tan simple produzca, en muy poco tiempo,
cambios esenciales, entre los que se cuenta también una mejora de la calidad de vida que
se refleja no solo en el cuerpo y en la mente, sino también en una revitalización religiosa
que beneficia preferentemente al alma.
La oración, cuando se hace no solo con la boca, sino mediante la plena entrega y a
través del abandono enteramente confiado en el Señor, afecta a toda la persona y no deja
fuera parte alguna. En este sentido, puede fortalecernos en cuerpo, espíritu y alma; pero,
sobre todo, nos descubre también puntos débiles que tenemos que tener en cuenta y,
llegado el caso, tratar.

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15.
El «hacedor de lluvia»

En una aldea muy retirada de la Guayana, hacía mucho tiempo que no llovía. Ni
rogativas ni conjuros servían de nada: el cielo permanecía cerrado. En su tremenda
necesidad, los habitantes de la aldea eligieron a los tres más ancianos para ir a buscar
al «gran hacedor de lluvia». Pasó mucho tiempo hasta que lo encontraron y lograron
convencerle de que fuera con ellos a la aldea. A su llegada, pidió una cabaña a la salida
de la aldea y algo de pan y agua para unos días. Luego envió a la gente a sus trabajos
diarios.
Pasados tres días, comenzó a llover sin parar... Llenos de alegría, los habitantes de
la aldea abandonaron su trabajo y se reunieron delante de la cabaña del hacedor de
lluvia. Le preguntaron el secreto de hacer la lluvia. Él les respondió: «Yo no puedo
hacer ninguna lluvia». «Sin embargo, llueve», replicó la gente.
El hacedor de lluvia les explicó: «Cuando llegué a vuestra aldea, vi el desorden
interior y exterior; más aún, percibí el desorden que había nacido de vuestra falta de
amor y de vuestra enemistad. Me retiré varios días a la cabaña, oré y me puse a mí

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mismo en orden. Y cuando hube restablecido de nuevo mi equilibrio y estuve en orden,
también vosotros os pusisteis en orden. Cuando entre vosotros estuvo todo ordenado,
también se pusieron de nuevo en orden vuestro entorno y la naturaleza. Y en cuanto la
naturaleza estuvo en orden, llovió».
WILLIGIS JÄGER

Cuando alguien que anda más o menos en orden, es equilibrado y está al mismo tiempo
enraizado en Dios penetra en una atmósfera de inquietud y desorden, esa atmósfera le
afecta hasta cierto punto. Si uno está abierto a Dios, no puede vivir cerrado a todo cuanto
le rodea. Se aislaría del mundo y, a la larga, inevitablemente sufriría y se pondría
enfermo. El «hacedor de lluvia» es una persona que, en la medida en que ello es posible
en este mundo, vive en armonía consigo y, por lo mismo, también con Dios. No es fácil
encontrar a personas así, porque suelen vivir retiradas y modestamente y no se hacen
notar.
Una persona así, que vive en Dios y en Dios se apoya, es llamada a una aldea, a una
comunidad de personas que están al borde de la desesperación y no saben qué hacer ni
por dónde tirar. Como no ven posibilidad alguna de encontrar remedio a la «sequía»,
entre ellas todo se ha vuelto puro desorden. El «hacedor de lluvia», que ha tomado sobre
sí una parte de esas insanas tensiones, pide tiempo y calma para restablecer su relación
con Dios. Una vez que vuelve a estar en paz consigo mismo, la desolación de quienes lo
han llamado se transforma en armonía y en paz. Esto se expresa simbólicamente
mediante la «lluvia» que, tras mucho, mucho tiempo, vuelve a caer y riega y reaviva la
tierra convertida en un páramo.
Exactamente lo mismo sucede con la oración de quietud. La relación interrumpida
con el Creador se reaviva otra vez mediante la oblación, la consagración a Él. Esto
acontece en el retiro y en el aislamiento. Y brota lo maravilloso, en lo cual, de todos
modos, no cree ninguno de los que se hallan en desolación y desesperanza: en la paz
profundamente asentada en Dios no solo se ordena la interioridad, sino que incluso se
eliminan factores perturbadores. De forma natural, del desorden nace de nuevo un orden,
de modo que toda esa «locura» reencuentra su debido lugar. Esto supuesto, la vida
comienza a recuperarse y, sobre todo, a proporcionar alegría de nuevo. Y sucede otra
cosa aún más maravillosa: si uno está en armonía consigo mismo, lo está también con

48
Dios. La saludable cercanía de Dios –que él puede experimentar– y todo cuanto salva se
desborda y fluye sobre los demás y sobre la creación entera.
En la oración de quietud –en el supuesto de que esté liberada de grandes bloqueos e
impedimentos–, primero se llena nuestra interioridad de la gracia y el amor de Dios. La
plenitud de este don se desborda, de modo que las personas que están en nuestro entorno
y nuestros parientes experimentan igualmente esta gracia. La fuente con sus tres
rebosantes tazas es una metáfora del recibir y volver a dar.

49
16.
El peral

Su esposa se pirraba por comer peras Williams. El marido le había prometido ya hacía
años: «Si algún día nos va bien y tenemos una casa propia, lo primero que haré será
plantar un peral en nuestro jardín». La pequeña casa en propiedad estaba terminada, y
la pareja seleccionó, en un conocido vivero, un peral Williams especialmente sano y
noble. Pasó el tiempo, pero el árbol no dio fruto alguno; ni siquiera llegó a echar flor.
Decepcionado del desagradecido árbol, el marido volvió al vivero para pedir
consejo a un especialista: «Lo he hecho todo por el peral –dijo desilusionado–. En
primavera, en verano y en otoño lo riego abundantemente cada día; una o dos veces al
mes echo fertilizante reciente en torno al tronco; antes he removido a fondo la tierra,
para que el suelo esté preparado para recibirlo. En primavera podo un poco las ramas
para favorecer su crecimiento; corto todo el verde que hay a su alrededor, para que le
dé el máximo de sol posible; hasta le hablo con delicadeza, porque hay que hacer eso
con las plantas especiales que uno lleva en el corazón. ¿No tendría el peral que haber

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dado fruto hace ya mucho tiempo, después de todo lo que me esforzado con él? ¡Y mi
esposa tiene tantas ganas de poder morder por fin una pera Williams propia!».
El dueño del vivero lo escuchó pacientemente y luego, bonachón y risueño, le dijo:
«¡Le aconsejo que deje en paz de una vez al árbol!».

Cuando una persona quiere a otra, solo tiene ojos y corazón para ella. Uno querría hacer
todo por ella, con la callada esperanza de ver recompensado su cariño. Pero muchos
amantes pierden la paciencia cuando la persona amada no reacciona como ellos
esperaban después del derroche que han hecho y siguen haciendo cada día con ella. En
este punto, relaciones que habían comenzado bien se rompen con mucha frecuencia. En
vez de dar tiempo a la pareja para que el amor pueda echar raíces y madurar, se desafía
al amor a cada momento y se le pone a prueba constantemente. Con tanta hiperactividad,
el otro se siente «acosado» y, por ello, cohibido en el desarrollo de su amor.
La oración de quietud pone fin a esta precipitada y desmesurada injerencia y crea
condiciones de vida mediante las cuales lo esencial en la vida encuentra el tiempo y el
sosiego suficientes para madurar. Decisiva es la alternancia entre «quietud profunda» y
«actividad que merece la pena». La demasía de lo bueno en el ámbito de la actividad
puede dañar a la persona tanto como la demasía de quietud: ambas la ponen enferma. De
la creación podemos aprender maravillosamente este ritmo equilibrado: día y noche,
verano e invierno, joven y viejo, negro y blanco, varón y hembra...
El hombre que, por gusto y por amor a su mujer, plantó el peral, en su
bienintencionada dedicación lo sometió a un esfuerzo excesivo, de manera que el árbol
amenazaba con asfixiarse, en lugar de crecer y dar fruto. Para la regeneración y el
saneamiento ayuda a menudo retraerse más de una vez y no intervenir inmediatamente
en todo. La naturaleza está tan maravillosamente hecha por el Creador que, por sí sola,
realiza maravillas que lo único que el ser humano puede hacer es... admirar, si no quiere
entrometerse en el juego en plan «sabelotodo» que lo echa todo a perder.

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17.
La rueda y el puntito

El rabí Isaac Meír acudió una vez con su nieto a una sesión vespertina de final de
verano en el patio de la academia. Era el primer día del mes de elul y había luna nueva.
El tzadik preguntó si se había tocado el shofar, como está mandado, un mes antes del
cambio de año. Después empezó a hablar:
«Cuando uno llega a director, tienen que estar preparadas todas las cosas
necesarias: una clase, un despacho, mesas, sillas..., y a uno se le hace administrador, a
otro ayudante, y así sucesivamente. Y luego llega el malévolo oponente y arranca el
puntito más interior; pero todo lo demás queda como antes, y la rueda sigue girando:
solo falta el puntito más interior».
El rabí alzó la voz: «Pero, ¡por amor de Dios: no puede permitirse que suceda tal
cosa!».
MARTIN BUBER

En la escena «Noche», al comienzo del primer acto del Fausto de Goethe, Fausto se
queja de lo limitado de su saber. Desea saber «lo que, en lo más íntimo, mantiene

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cohesionado el mundo». Pero la respuesta a esta pregunta nunca se puede dar
intelectualmente, sino solo mediante una total oblación al Fundamento Radical de la
creación. El punto invisible que le inquieta al rabí, porque el adversario puede arrancarlo
de todo, es Dios. En torno a ese punto que lo mueve todo, pero que es inmóvil por sí
mismo, gira todo lo creado. Dios lo ha creado todo desde y por sí mismo, y todo lo
mantiene íntimamente cohesionado. Este centro dador de vida es Dios. En Él no hay
nada oscuro. Él es la luz superluminosa hacia la que todo está dirigido.
Pertenece al secreto de la terapia de los grandes directores de almas, que no
analizan el mal ni remueven el dolor del alma, el modo en que curan y enderezan
remitiendo al centro. Con la ayuda de la oración de quietud, que no es otra cosa que un
dejarse-caer en ese centro, hacen que la persona sea consciente del verdadero orden
ontológico que habita en ella y, mediante la restauración y fortalecimiento de ese orden
divino en el ser humano, conocen el modo de hacer que desaparezca el desorden.
El centro vital del mundo es la infinita y amorosa benevolencia de Dios. «La pasión
de Dios es el ser humano», dice san Agustín. Y desde la perspectiva del ser humano dice
aquella conocida sentencia: «Inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Ti». La
pasión de Dios y la querencia del ser humano tienen una meta común: encontrarse y
hacerse-uno. El ser humano, a lo largo de toda su vida, anda en busca de su centro, que
se convierte en el centro del mundo y, con esto, en Dios. El ser humano quiere
experimentar un amor y una totalidad permanentes.
Mediante la oración de quietud, las fuerzas difusas, dispersas, de la psique se aúnan
y se dirigen a su centro. En ese proceso, la persona que ora se libera y «muere» sin
vacilar y confiada dentro de ese centro que es Dios. El puntito que el rabí quería que
quedase salvaguardado, y sin el cual todo lo demás no es nada, es el amoroso Tú de
Dios, al que siempre y en todas partes podemos confiarnos.

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18.
La mariposa

«“La felicidad es una mariposa –dijo el Maestro–. Si la persigues, se escapa. Si te


sientas y esperas tranquilamente, se posa en tu hombro”.
“Entonces, ¿qué debo hacer para alcanzar la felicidad?”.
“Dejar de perseguirla”.
“¿Y no puedo hacer nada más?”.
“Sí. Puedes tratar de sentarte y esperar tranquilamente... ¡si te atreves!”».
TONY DE MELLO

«Siéntate, y la mariposa se posará en tu hombro». Si corremos tras la mariposa (que


aquí simboliza la felicidad), ella, o bien se nos escapa, o bien –si efectivamente la
atrapamos– no sobrevive a la captura. Estando tranquilos y viviendo en paz, sucede lo
inesperado. Si nos limitamos a sentarnos y a estar ahí, es decir, si no tenemos ninguna
pretensión de cazar la mariposa y retenerla, en esa existencia sin intenciones se nos
regala lo que anhelamos: la felicidad. Pero, tan pronto como intentamos darle caza, es

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decir, cuando queremos atrapar la felicidad «por la fuerza», se nos escapa, y volvemos a
casa de vacío.
El secreto no estriba precisamente en la actividad, sino en la quietud, en el silencio
interior. El maestro aconseja no andar a la caza de la «mariposa», sino permanecer
tranquilamente sentado. Y añade: «...si te atreves». Cultivar dentro de uno mismo la
quietud es una aventura, porque no sabemos qué va a salir de ahí. Se puede tratar de una
carga que solo ha de ser eliminada por la quietud antes de que se nos pueda regalar lo
que el Señor tiene previsto para nosotros.
Esta bella imagen de la mariposa portadora de felicidad, a la que no se puede dar
caza activamente, sino que solo se posa a mi lado cuando estoy tranquilamente
«sentado», se puede aplicar espléndidamente a la oración de quietud. Lo verdaderamente
esencial y duradero, a fin de cuentas, no lo podemos realizar por nosotros mismos: es un
regalo del Creador que Él nos revela, con absoluta preferencia, en la quietud de nuestra
interioridad. Se trata de la quietud –dispensadora de paz y de amor– que nuestra alma
percibe mediante un «pacífico-estar- sentado», recibe dentro de sí y tiende a regalar
ulteriormente. «Vuestra salvación está en convertiros y tener calma; vuestro valor
consiste en confiar y estar tranquilos» (Is 30,15).
La oración de quietud –y, en último término, el Señor mismo– nos promete mucho
más que la sola felicidad de la que se habla en la presente parábola. A nosotros se nos
prometen la paz del alma, el perdón de nuestros pecados y, por encima de todo ello, la
vida eterna y la inimaginable gloria que supone poder estar junto a Dios por siempre. El
Señor mantiene su promesa. Las experiencias vividas en la oración de quietud y sus
resultados hablan ese lenguaje y muestran el camino.
El pequeño relato de la mariposa no hay que contemplarlo solo metafóricamente: se
basa en la observación de la naturaleza. Cuando, en la oración de quietud, se refrena –
más aún, se vence– la voluntad de la persona, sus muchos pensamientos e
imaginaciones, entonces se abre un espacio divino de paz que podría calificarse de
paradisíaco. De aquí desborda una paz profunda sobre toda la creación. Como la mayor
parte de los animales solo conocen al ser humano como cazador y depredador, sienten
miedo de él y huyen. Ahora, en la oración de quietud, se encuentran con una persona que
solo irradia paz y amor. Confían en él y se sienten atraídos por él. Los perros, por
ejemplo, vienen inmediatamente al que ora, buscan el contacto con él y permanecen
echados en el suelo hasta que la oración termina. Si alguien practica con frecuencia la

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oración de quietud en plena naturaleza, puede estar seguro de que ni las fieras salvajes
huirán de él, sino que más bien se sentirán atraídas por su profunda paz. A san Francisco
hay que adjudicarle de manera especial esa forma de irradiar paz.

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19.
Hazme completamente tuyo

Cuenta una leyenda india que un campesino, con un saco lleno de trigo a la espalda, se
encuentra con el buen Dios. «Regálame el trigo», le pide Dios. Entonces el campesino
escoge el grano de trigo más pequeño y se lo entrega al buen Dios.
Dios convierte el grano de trigo en oro y se lo devuelve. Entonces el campesino se
arrepiente de no haberle regalado todo el saco.
WILLI HOFFSÜMMER

Un aspecto capital de la oración de quietud consiste en abandonarse total y


absolutamente en las manos del Señor. Esto suena sencillo; sin embargo, para que se
haga realidad, tenemos que practicarlo. Somos propensos a reservar siempre algo para
nosotros mismos en materia de «seguridad», porque... «nunca se sabe», como suele
decirse. Sin embargo, para seguir verdaderamente a Jesucristo no basta con regalarle tal
o cual parte de lo nuestro que nos sobra; es preciso que nos entreguemos a nosotros

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mismos. Es decir, en la oración de quietud nos abandonamos en las manos del Señor, y
esa entrega se convierte, con el tiempo y a base de adiestramiento, en una entrega total.
En el Antiguo Testamento, Abrahán, la primera persona históricamente
identificable en la Biblia, es un modelo de esa disposición al sacrificio, a la oblación.
Abrahán la realiza, y Dios le recompensa en abundancia. En el Nuevo Testamento es
Jesucristo mismo el que se entrega enteramente por nosotros. En consecuencia, su Padre
lo acoge en su gloria. Bien pensado, en la oración de quietud entramos de manera
especial en el seguimiento de Jesucristo. Nos entregamos enteramente a Él, sin
reservarnos nada para nosotros mismos. Es un morir de nuestro yo para resucitar con Él.
En la oración de quietud se realiza en nosotros, por adelantado, el misterio de fe que
luego celebramos como centro y punto culminante de nuestra fe en la santa misa.
El campesino, al igual que muchas personas, no está dispuesto a realizar una
entrega total. No barrunta el proyecto que Dios tiene para con lo que le ofrecemos. No
cree en un milagro de plenitud y de gracia. Por egoísmo y por falta de disposición para
desprenderse, tira por la borda el momento más importante de su vida. Cuando ya ha
pasado la oportunidad, comprueba el maravilloso cambio que opera Dios; sin embargo,
ya no puede desdecirse de su alicorto y codicioso comportamiento.
La oración de quietud no pide de nosotros nada que no podamos darle en el
momento. Y es que a nosotros mismos siempre podemos darnos. Esta forma maravillosa
de oración de oblación y de entrega la expresa san Nicolás de Flüe en su oración:

«Mi Señor y mi Dios:


Quita de mí todo cuanto me impide ir a Ti.
Mi Señor y mi Dios:
Dame todo lo que me lleva a Ti.
Mi Señor y mi Dios:
Quítame a mí de mí y hazme completamente de Ti».

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20.
El hombre moderno

Un hombre se ha perdido en el desierto. Si no le llega ninguna ayuda, morirá de sed. De


pronto, ve ante sí unas palmeras; incluso oye un rumor de agua. Pero piensa: «No es
más que un espejismo, un reflejo de mi fantasía. En realidad, ahí no hay nada».
Sin esperanza, medio enloquecido, se deja caer al suelo. Poco tiempo después, lo
encuentran dos beduinos... muerto. «¿Puedes entenderlo? –le dice el uno al otro–. Tan
cerca del agua... ¡Por poco le nacen los dátiles en la boca! ¿Cómo es posible?».
Entonces comenta el otro: «¡Era un hombre moderno!».

Resulta sumamente lamentable tener que ver cómo hay personas que, por una falsa
apreciación, pueden caer en la resignación o en una gran depresión. No se hacen a la
nueva situación de la vida, y en ocasiones hasta se quitan ellas mismas la vida. No raras
veces, posteriormente puede comprobarse que, si hubieran soportado un momento más
su desesperada situación, se habría producido en su vida un cambio que les habría
liberado del callejón sin salida en que se encontraban.

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En un ejercicio revitalizador, tonificante, se gira la cabeza a la izquierda y se intenta
mirar por encima del hombro izquierdo. La mayoría de la gente, en el límite del giro y
del dolor, se rinde, porque a causa del dolor está convencida de que la cosa no aguanta ni
un milímetro más. Si, por el contrario, tenemos el coraje –siguiendo la recomendación
del profesor– de forzar el movimiento un poco más allá del límite del giro y del dolor,
experimentamos distensión, ausencia de dolor y un agradable sentimiento de expansión.
Mediante este ejercicio de superación de los límites, cuya segunda parte contiene la
vuelta a la derecha, se vence y se soluciona la dureza y la rigidez de cuello.
Sin embargo, echemos otra mirada más al ejercicio espiritual que recomienda
igualmente no interrumpir –o incluso dar por finiquitada– la oración por causa de un
sentimiento subjetivo y, muchas veces, meramente superficial. En la oración de quietud
–sea cual sea la retahíla de imágenes, ideas y sentimientos que se nos presenten–
deberíamos observar el tiempo prefijado y no preocuparnos por eventuales fantasías, que
se disipan como jirones de nubes delante del sol. Muchos, sin embargo, como el pobre
caminante del desierto, se dejan engañar en este punto y aceptan la falsa ocurrencia de
que la oscuridad provocada por las nubes ha entenebrecido para siempre al sol, o que la
realidad no es más que un espejismo. Es importante aprender, a base de ejercicio, a no
recoger velas ante cualquier ráfaga de viento que sople algo más fuerte, para luego ir a la
deriva sin posibilidad de elección. No. Se trata de tomar en las propias manos las velas y
el timón y proseguir la marcha sin ceder a las contrariedades que puedan sobrevenir. En
la oración de quietud, la persona que ora aprende a no dejarse atemorizar por imágenes
sombrías, sino –sin preocuparse de ellas– a proseguir su camino con Jesucristo hacia la
divina paz salvadora.

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21.
Simplemente, estar ahí

Cuando, en 1979, la Madre Teresa quiso abrir un convento, le peguntaron qué querían
hacer sus hermanas en una gran ciudad alemana como Essen.
Respuesta: «Simplemente, estar; eso, lo primero. No hacer otra cosa, como
tampoco he hecho yo otra cosa en Nueva York, Roma o Calcuta. Mire, al principio yo
creía que tenía que educar. Luego he ido aprendiendo que mi tarea es amar. Y el amor
convierte, si quiere...».
Las hermanas de la Madre Teresa no reciben ningún subsidio; ni siquiera de la
Iglesia, porque «nuestra pobreza es nuestra libertad; si perdemos nuestra pobreza,
perdemos nuestra fortaleza».
ADALBERT LUDWIG BALLING

Una condición para que la vida resulte como es debido consiste en mantener el equilibrio
entre descanso y actividad. Si no hubiera en el mundo tantos lugares solitarios adonde

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las personas se retiran para orar, seguro que el mundo, con sus muchas metrópolis
hiperactivas y trepidantes, ya estaría desquiciado. Esto, sin embargo, es lo que vemos en
muchas personas que, con su constante exceso de celo, han perdido el norte y han
enfermado, a veces gravemente.
La Madre Teresa, que dedicó su vida a la eucaristía, a los pobres y a los
moribundos, sintió como ulterior misión suya erigir centros de oración precisamente allí
donde la fe viva amenaza con desmoronarse. Esto sucede sobre todo en las grandes
ciudades. Ella no solo conocía el peligro que corre el equilibrio interior de la persona:
sabía también de las fuerzas destructoras que en el mundo buscan prevalecer para llevar
al desastre todo cuanto es bueno. La Madre Teresa fundó comunidades de hermanas que,
mediante su amor mutuo y su amor a Dios y a los pobres, contribuyen a amortiguar este
peligroso desequilibrio.
Cada uno de nosotros puede –precisamente en el mundo en el que vive– apoyar esta
importante tarea. Cada uno lleva en su alma un lugar solitario de paz: un lugar dentro de
nosotros en el que Dios reside o desearía residir. Solo se plantea la pregunta «¿cómo
puedo yo entrar en ese espacio de paz y de silencio, experimentar la quietud que allí
habita, vivirla personalmente y comunicársela a otros?». El camino comienza por la paz
y el silencio en medio de toda la actividad: basta con que interrumpa brevemente mi
trabajo. Si en ese tiempo me entrego confiadamente al Señor, Él me conduce al hontanar
del amor. Allí se me concede detenerme y –hablando metafóricamente– recostarme unos
instantes, como Juan en la Última Cena, sobre el pecho de Jesús (cf. Jn 13,23).
Estos momentos de plenitud, que encierran en sí mismos la quietud y la paz divinas,
son lo realmente decisivo, porque, con todo lo que de ellos se deriva, restablecen de
nuevo el equilibro en el interior de la creación y nos permiten vivir en paz.

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22.
Decir la verdad,
aun a riesgo de parecer descortés

Un profesor universitario de Teología muy atareado, cuyas especialidades eran la


Dogmática y la Psicología, oyó hablar del descubrimiento de la antigua oración de
quietud de Casiano. En el curso de su actividad docente, entre otros temas había
conocido también muchas formas de oración que no le decían gran cosa. Las
informaciones sobre la oración de quietud, en cambio, le interesaban; de modo que
quiso saber más acerca de esta oración del hesicasmo.
El profesor hizo localizar a un maestro en oración de quietud y se citó con él para
tomar una taza de té. Después de hablar largo rato, durante el cual el profesor hizo
muchas preguntas, el maestro preparó el té prometido. Vertió en la taza de su huésped
la aromática infusión... pero no dejó de servirla aun cuando la taza ya estaba llena.
Siguió vertiendo hasta que el té se desbordó. Alarmado, el profesor dijo a su anfitrión:
«Se está desbordando el té; no puede seguir echando más...». El maestro dejó
inmediatamente de verter, y ambos prosiguieron con el diálogo comenzado:
«Si desea aprender la oración de quietud, ante todo tiene que encontrar tiempo
para ello y luego crear dentro de usted un espacio –por muy pequeño que sea– en el que

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pueda echar raíces la oración de quietud. Con todo el respeto por su actividad
académica, siento que su trabajo está tan lleno de sus propios puntos de vista y de los
resultados de su investigación que usted se encuentra continuamente desbordado.
¿Cómo voy a poder, en su “archiocupación”, iniciarle en la oración de quietud cuando,
además, a usted le falta tiempo para orar?
Vacíe usted su “taza” y no vuelva a llenarla enseguida. Trate de crear espacio y
tiempo libre, y yo le mostraré el camino hacia una interioridad llena de Dios, la cual
está más allá de todo saber y querer».

Esta historieta ficticia, que tal vez eventualmente podría sonar algo pedante, quiere
mostrar que, si alguien se esfuerza en serio por conocer un «nuevo» método de oración,
no puede hacerlo exclusivamente de forma intelectual. A partir de un momento
determinado de la información general, sigue la praxis, que requiere veinte minutos, dos
veces al día. Quien, debido a su exceso de trabajo, no esté en situación de invertir ese
tiempo no debería en absoluto comenzar siquiera la oración de quietud. Si el maestro, en
el encuentro introductorio, formula condiciones claras y presenta un cuestionario, lo
hace únicamente por el bien del alumno y para la recta comunicación de la oración de
quietud. La fuerza de esta oración es tan poderosa que tienen que cumplirse
determinadas condiciones para que no suceda lo contrario de lo que se espera.

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23.
El hombre que perdió su centro

Érase una vez un hombre sabio, dotado de muchas cualidades y muy cordial con todo el
mundo. Por eso era sumamente estimado, y acudía la gente a él en busca de consejo.
Pero, como no era capaz de decir «no» a nadie, su corazón se centraba cada vez menos
en el asunto: al final, no hacía más que abrir sus «cajones interiores», de los que iba
repartiendo... Cuanto más famoso se hizo –y a la fama y al reconocimiento no quería
renunciar–, tanto más maquinalmente actuaba. La gente, si recibía algo sin corazón, no
se lo decía; hacía como si estuviera contenta con todo.
Un día, ese hombre se derrumbó. Entristecido, reconoció: «He perdido mi centro:
creía poder hacer todo esto ¡No quería decepcionar a nadie!». Y lloraba sin parar al
comprobar que ya no había vuelto a escuchar a su corazón. Nunca más se había tomado
tiempo para descansar y volver a llenar su centro, su corazón, de ternura y de amor.
JOSEF SCHULTE

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En grupos de profesionales que tienen que tratar mucho con personas, como son, por
ejemplo, los médicos, los sacerdotes y los terapeutas, existe el gran peligro, por exceso
de trabajo, de que no se noten el contacto personal y la cordialidad que deberían
acompañar a ese contacto. En la historieta simbólica, esta situación está atinadamente
expresada: «Al final, no hacía más que abrir sus “cajones interiores”, de los que iba
repartiendo».
También en muchas otras profesiones se percibe ya un cierto anonimato y frialdad.
La presión de la eficiencia y el miedo a perder el puesto e incluso, por si era poco, a
«perder la onda», conducen con frecuencia a estas formas de comportamiento humano
distante. Antes de criticar, habría que mostrar comprensión y ayudar a encontrar caminos
que liberen a esas personas de su excesiva presión.
Nuestro relato tiene otro cariz un tanto diverso. Una persona ampliamente dotada y
cordial ayuda a muchas personas en situación de necesidad. Pero se le añade, además,
una sobrecarga: está muy preocupada por la buena fama y el reconocimiento, que no
quiere perder. En su vanidad, agota sus fuerzas y pierde su equilibrio. Una situación que
antes no conocía. A causa de una crisis, reconoce que ha perdido su centro y que está
completamente salido de madre.
En todo lo que hacemos es importante –más aún, necesario– hacer pausas una y otra
vez y escuchar a nuestro corazón, que muy pronto, en un lenguaje silencioso, se hace
notar cuando le faltan ternura y amor. Mediante la oración de quietud nos sensibilizamos
en esa línea, de modo que no corremos peligro alguno de «perder la onda» y,
consiguientemente, enfermar. El Señor quiere que nos vaya bien y nos envía señales en
el camino de nuestra vida: señales que tenemos que entender y ser capaces de traducir a
la práctica. De esto forma parte también la capacidad de decir «no» en el momento
oportuno, cosa que no pudo hacerlo el hombre de nuestro relato, porque no quería
decepcionar a nadie y, por encima de todo, quería quedar bien. Así las cosas, no cayó en
la cuenta de que había perdido su centro, su corazón.

66
24.
El camino que llevas
conduce al precipicio

Balaán se levantó por la mañana, aparejó la borrica y se fue con los jefes de Moab. Al
verlo ir, se encendió la ira de Dios, y el ángel del Señor se plantó en el camino
haciéndole frente. Él iba montado en la borrica acompañado de dos criados. La borrica,
al ver al ángel del Señor plantado en el camino con la espada desenvainada en la mano,
se desvió del camino y tiró por el campo. Balaán, entonces, le dio de palos a la borrica
para hacer que volviera al camino. El ángel del Señor se colocó en un paso estrecho,
entre viñas, con sendas cercas a ambos lados. La borrica, al ver al ángel del Señor, se
arrimó a una cerca, pillándole la pierna a Balaán contra la tapia. Él la volvió a
golpear. El ángel del Señor se adelantó y se colocó en un paso angosto que no permitía
desviarse ni a derecha ni a izquierda. Al ver la borrica al ángel del Señor, se tumbó
debajo de Balaán. Balaán, enfurecido, se puso a golpearla.

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Pero entonces el Señor abrió la boca a la borrica, y esta le dijo a Balaán: «¿Qué te
he hecho yo para que me apalees por tercera vez?». Contestó Balaán: «¿Te estás
burlando de mí? ¡Si tuviera a mano un puñal, ahora mismo te mataría!». Dijo la
borrica: «¿No soy yo tu borrica, en la que montas desde hace tiempo? ¿Solía yo
portarme así contigo?». Contestó él: «No».
Entonces el Señor abrió los ojos a Balaán, y este vio al ángel del Señor, plantado
en el camino, con la espada desenvainada en la mano. Balaán entonces se inclinó y se
postró rostro en tierra. Pero el ángel del Señor le dijo: «¿Por qué golpeas a tu burra
por tercera vez? Yo he salido a hacerte frente porque el camino que sigues lleva al
precipicio».
NÚMEROS 22,21-32

Por medio del ángel y, a la vez. de la borrica, Dios interviene en la historia de Balaán y,
con ello, también en la de Israel. El vidente se porta como un ciego, porque quiere
imponer a la fuerza su propia voluntad y no percibe las señales que le da la tal borrica.
Se avecina un encuentro muy peligroso. Dios tiene que abrir primero la boca a la borrica
para que Balaán reconozca al ángel y su mensaje divino, en lugar de seguir golpeando al
pobre animal e imponer, furioso, su propia voluntad.
¿Somos capaces de renunciar a nuestra propia voluntad y percibir los signos que
Dios quiere transmitirnos a través de su voz queda, sus mensajeros o sus criaturas? En
caso afirmativo, estaremos preservados de un desastre y nos veremos guiados con
seguridad por el camino de nuestra vida. Se trata, pues, de reconocer lo que conduce a la
salvación y lo que conduce a la perdición.
Balaán y su borrica son una metáfora de nuestra vida. Balaán simboliza el espíritu y
el alma del ser humano; la borrica, el cuerpo. Por naturaleza, tenemos una amplia
capacidad sensorial que, desgraciadamente, en muchas personas está más o menos
atrofiada. Mediante el carácter purificador de la oración de quietud, sin embargo, se
libera de nuevo. Es importante sensibilizar al cuerpo y al espíritu para percibir en los
cambios e incluso en los trastornos psíquicos cuáles son sus causas. Cada señal que el
cuerpo nos emite pretende decirnos algo. Desde el espíritu, Balaán no reconoció esa
señal, pero su borrica, es decir, su cuerpo, habló un lenguaje claro. Como Balaán no
quiere entenderlo, percibe a su borrica como pura frustración. Su confianza radical –en

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último término, también en Dios– está, en parte, obstruida, y de ahí que llegue a usar tal
lenguaje y comportarse de tal modo con su borrica. La espada indica una agresión
suprema.
Cuanto más sensiblemente escuchemos los procesos interiores y el lenguaje del
cuerpo, tanto mejor podremos descubrir también la voluntad de Dios y percibir cuál es
para nosotros el camino recto.

69
25.
Una gota constante

El abad Juan dijo: «Vinimos una vez de Siria a visitar al abad Pastor. Queríamos
hacerle unas preguntas sobre la dureza de corazón. Pero el anciano no entendía griego,
y en ese momento no había allí ningún intérprete. Notando nuestra perplejidad, comenzó
a hablar en griego: “La naturaleza del agua es blanda; la de la piedra, dura. Pero el
recipiente que cuelga sobre la piedra deja caer gota tras gota y perfora la piedra. Así
también la palabra de Dios es suave; nuestro corazón, duro. Pero si una persona oye
con frecuencia la palabra de Dios, entonces su corazón se abre al temor de Dios”».
SENTENCIAS DE LOS PADRES DEL DESIERTO

Cada vez que los contrarios chocan entre sí, existe la posibilidad de que suceda algo
imprevisto, aun cuando no sea perceptible de inmediato. De la roca, el granito o el
mármol uno espera que solo se puedan labrar con otro objeto de igual dureza. Sin
embargo, también la blanda gota de agua, si cae continuamente en el mismo lugar de la

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piedra, tiene un gran efecto de transformación que, propiamente, no se espera de ella. La
constancia es lo decisivo: es lo que permite a la gota de agua horadar una piedra.
Por muy endurecido que esté nuestro corazón, tiene, sin embargo, la posibilidad de
volver a abrirse si se nos ofrece amor incondicional. El amor más grande y duradero, que
no está ligado a condición alguna, es el amor que Dios nos da. Dios no se cansa de
ofrecérnoslo una y otra vez. «Yo estoy a la puerta llamando. Si uno escucha mi llamada
y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo» (Ap 3,20).
Con una parábola, Jesús nos dice que debemos orar en todo tiempo y no cejar en el
empeño. Una viuda acudió una y otra vez, constantemente, a un juez para pedirle que le
hiciera justicia contra su oponente. Como no le dejaba en paz, el juez decidió ayudarla.
Dice Jesús: «¿Y no hará Dios justicia a sus elegidos, si claman a Él día y noche? ¿Les
dará largas?» (Lc 18,7).
Aun cuando se dice que eso sucede de sopetón, no debemos, sin embargo, fijar
nuestra atención y nuestras expectativas únicamente en lo inmediato. Con frecuencia
tenemos que esperar, trabajar nuestro interior, cambiar nuestra vida de fe y de oración y,
sobre todo, tener paciencia con nosotros mismos y con los demás. Todos estos ejercicios,
en su simplicidad, hay que repetirlos a diario para que muestren su efectividad. Si, por el
contrario, el ejercicio conlleva excesiva dureza y disciplina, enseguida y muy a la ligera
se arrojará la toalla.
En la oración de quietud, por el contrario, no sucede nada con violencia ni gracias
al propio esfuerzo. Así como la gota de agua que cae suave y continuamente acaba
horadando la piedra, así también podemos trasladar este llamativo ejemplo a la oración
de quietud. Por la invocación continua del santísimo nombre de Jesús, hecha desde un
corazón creyente, algo se remueve dentro de nosotros –especialmente en nuestra alma–,
y se crea un espacio en el que el Señor puede habitar. A lo largo de toda nuestra vida y
más allá de ella, en cortejo amoroso, llamará a nuestra puerta para entrar en nuestra
morada, a fin de celebrar, Él con nosotros y nosotros con Él, un convite. La oración de
quietud nos hace sensibles a ese silencioso lenguaje de Dios, fortalece nuestra capacidad
de discernimiento y nos da aliento también para llevar a la práctica las verdades
inspiradas por el Espíritu Santo.
Un corazón tal vez petrificado –y este es, con toda seguridad, el mayor milagro– se
transformará en un corazón amante y tierno.

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26.
Cáscaras sin sustancia

Un estudiante indio llegó a Europa con grandes expectativas y quedó horrorizado al


comprobar el cristianismo que aquí se practicaba. Le sucedió como a millones de
personas que vienen hoy a nosotros del llamado «tercer mundo».
Con este joven se encontró el protestante Sadhu Sundar Sing, uno de los más
importantes cristianos de su país. Y le dijo al estudiante: «Hay muchos que se dicen
cristianos, pero que no han tenido ninguna clase de experiencia de Cristo. Yo les llamo
“cristianos sin Cristo”. Son cáscaras sin sustancia, cuerpos sin almas. Cultura y vida
moral solo, por muy bello que pueda parecer, es como una estatua fría y sin vida. No te
dejes desconcertar por ello. El fallo no está en Cristo. No es Él quien ha fracasado, sino
los que no lo han comprendido y no lo siguen. Porque no le han dado ninguna
oportunidad para que les cambie la vida».
WILLI HOFFSÜMMER

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La «transformación» es la quintaesencia de nuestro ser de cristianos redimidos. Así
como durante la santa misa se transforma el pan en el cuerpo de Cristo, y el vino en su
sangre, así también todos cuantos asisten a la santa misa tienen derecho a esperar una
transformación en sí mismos.
En el breve relato «Cáscaras sin sustancia», muchos llamados creyentes son
calificados de «cristianos sin Cristo» y «cuerpos sin alma»; la «cultura y vida moral
solo» se compara a una «estatua fría y sin vida». Este es un juicio duro; sin embargo,
muchos cristianos de otros países que vienen a nosotros lo confirman. ¿Qué podemos
cambiar para que el cristianismo en Occidente no siga sufriendo más deterioro y vaya
cada vez exteriorizándose más?
¿No tendríamos que estar infinitamente agradecidos al cristianismo y, en último
término, a Jesucristo por estar ya redimidos en medio de esta vida y porque Cristo esté
corporalmente entre nosotros en la celebración de la sagrada eucaristía? El cristianismo
nos ha traído alta formación y cultura, conocimientos y ciencias para la regeneración de
toda la humanidad. Sin embargo, si falta el núcleo más interno, el corazón –y este es
Jesucristo–, todo lo maravilloso que hemos logrado no tendrá, a la larga, consistencia
alguna.
Hay caminos –y Jesús nos los ha ofrecido y revelado por sí mismo– para
reencontrar este núcleo o fuente dispensadora de vida. No tenemos más que adentrarnos
en ella para prepararnos a la llegada de Jesucristo. En primer lugar, podemos retirarnos
un breve tiempo a orar: apuntamos preferentemente a nuestra interioridad. En la oración
devolvemos al Señor un poco del tiempo que a lo largo de toda una vida Él nos ha
regalado en abundancia. Si entonces renunciamos a nuestro hacer y pensar para el
tiempo de la oración, nos convertimos en receptores de la gracia y del amor de Dios.
Estos valores, supremos en toda la creación, poseen tal fuerza transformadora que
también nosotros nos convertimos en amantes que recibimos el amor y lo damos a otros.
Si los cristianos extranjeros que vienen a nuestro país miran con atención,
descubrirán en muchas comunidades estos renaceres que llevan al cambio.

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27.
Perdona nuestras ofensas

En el cenobio del abad Elías, un hermano sufrió una tentación. Como consecuencia, lo
expulsaron de allí y se fue al «monte», adonde el venerable abad Antonio. Allí
permaneció el hermano algún tiempo, transcurrido el cual lo devolvió Antonio al
cenobio del que había venido. Cuando lo vieron, lo expulsaron otra vez. Volvió entonces
de nuevo al venerable abad y le dijo: «Padre, no quieren volver a recibirme». Entonces
Antonio les envió un mensaje con el siguiente contenido: «Un barco naufragó en el mar,
perdió el cargamento y, a base de esfuerzo, se salvó en la costa. Pero lo que se ha
salvado en la costa vosotros queréis hundirlo en el mar». Cuando oyeron que el
venerable abad Antonio lo enviaba, lo acogieron de nuevo.
SENTENCIAS DE LOS PADRES DEL DESIERTO

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Por desgracia, hay muchas personas que no pueden perdonar a su prójimo: todo lo que el
otro hace lo discuten, lo propalan, lo juzgan, lo condenan. Son simplemente incapaces de
cerrar la boca tan pronto como saben algo de su prójimo; y todo ello bajo apariencia de
bien.
A muchos, sencillamente, no les resulta posible sentir una amistad cordial con una
persona. Si faltan estos presupuestos, es difícil comenzar con la oración de oblación, la
oración de quietud. Por eso Juan Casiano, con el padrenuestro, si la persona lo reza con
sinceridad y orienta consecuentemente su vida, crea las mejores condiciones para la
oración de quietud. En todo caso, quien no puede perdonar es que tampoco ha
progresado mucho en la oración ni en la unión con Dios.
De todos modos, el primer paso nos corresponde siempre a nosotros. Para que
nuestra oración sea escuchada, antes tenemos que dar a otros lo que para nosotros
esperamos a través del perdón. No se trata solo de ofensas o «deudas» (como decía la
versión antigua del Padrenuestro) materiales. Primordialmente, se trata de aceptar en la
relación interhumana lo que subjetivamente percibimos como injusticia o
comportamientos incomprensibles, y no «guardárselas» al otro o incluso «cobrárselas».
Si partimos de una intuición nuestra equilibrada, la examinamos mediante la sana razón,
para luego obrar en consecuencia y obtener, tanto para nosotros como para el otro, el
resultado debido. Pero debemos muy especialmente a cada uno de los demás lo que para
nosotros esperamos también de Dios y de otras personas: un amor nacido de lo hondo de
nuestra intimidad, con nobleza de sentimientos. Por el contrario, si –prisioneros de
nuestro yo– no sintonizamos con estas leyes divinas, permanecemos en la culpa.
Sobre la base de la experiencia de trayectos de vida recorridos con éxito, y en
especial de la oración, se desarrolla como por sí misma una relación con la trascendencia
que se expresa en una sensibilidad enteramente peculiar con respecto a Dios. Pero si, por
nuestra parte, no correspondemos a Dios, y nuestro corazón permanece frío, nos
hacemos culpables ante Él.

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28.
A vueltas con los pensamientos

Un hermano acudió a un abad en busca de consejo: «Mis pensamientos van y vienen en


la oración de quietud, y eso me trae a mal traer». El abad, para calmarlo, le dijo: «No
te preocupes por tus pensamientos si te vienen por sí solos y tú les dejas irse de nuevo
también por sí solos. Piensa en el borriquillo de un asna que de pronto salta de aquí
para allá, pero siempre vuelve a su madre. La vuelta a la oración de quietud la
consigues con toda facilidad recuperando sin esfuerzo la palabra oracional –incluso
cuando saltan de aquí para allá tus pensamientos– y repitiéndola en voz baja. Queda en
paz».

Todo análisis de lo que sucede en la oración de quietud es y sigue siendo especulación.


De donde se sigue esta sencilla indicación: durante la oración de quietud, no te
preocupes por nada; limítate a repetir la palabra de la oración devota y silenciosamente,

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es decir, más con el corazón que con el entendimiento, y vuelve a ella cuando percibas
que se te ha ido. El que hace la oración puede estar seguro de que todo lo que es esencial
e importante para su vida se vuelve a presentar fuera de la oración. Por eso, en ningún
caso debería abandonar apresuradamente la oración para tomar nota de algo que tal vez
se le podría olvidar. Cuando quien practica la oración pierde la paz profunda por los
pensamientos que van y vienen, y con ello se siente en la superficie, con solo tomar de
nuevo la palabra oracional vuelve a sumergirse en su interior.
Este es el camino de la oración de quietud proyectado hacia dentro. Lo mismo que
sucede, en quien practica la oración alterna, con el inspirar y el espirar en la proyección
hacia fuera. Por eso, podemos estar seguros de que no nos vamos a quedar para siempre
en la oración de quietud, porque acaso ya no encontremos el camino de vuelta al mundo.
De ahí que sea no solo bueno, sino necesario, después del tiempo de oración, volver a las
actividades, las tareas y los deberes.
Proyectar sobre la actividad diaria el potencial vital conseguido mediante la quietud
y la gracia de Dios no solo produce alegría, sino también sensación de plenitud interior.
En toda actividad, uno se encuentra esencialmente más concentrado, más comprometido
y con mejores resultados. Con la inmersión y el recogimiento interior unido a ella, con la
experiencia de paz profunda y con la apertura a la gracia divina, se ponen en orden y se
pacifican en el ser humano las fuerzas que hasta el momento, a causa de su desorden e
inquietud, le venían perturbando. Así, por ejemplo, se incrementan significativamente la
capacidad de concentración y su duración.
Practicar correctamente la oración de quietud no significa que tengamos que tener
constantemente presente la palabra oracional. Siempre hay movimiento en el interior de
la persona. Pensamientos que van y vienen pueden transitoriamente sobreponerse a la
interioridad o incluso desplazarla. Pero también puede darse una situación en la que
quien practica la oración ni tiene pensamientos de fuera ni siente presente la palabra
oracional. En este caso, se sume –aunque solo sea por unos instantes– en un profundo e
inmóvil silencio y asume algo de la fuerza divina que descansa en él.

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29.
Engaño

Algunos habitantes de una remota aldea de la India tenían que ir varias veces a la
semana a la ciudad próxima, al mercado, para comprar lo necesario y, sobre todo, para
vender también algunos productos. Cuando no vendía toda la mercancía, el aldeano
tenía que hacer noche en la ciudad para colocar su mercancía al día siguiente. Para
desprenderse más rápidamente de las mercancías, con frecuencia les acompañaban al
mercado las mujeres. Podían dejar abiertas y sin vigilancia sus cabañas de la aldea,
porque todos se fiaban de todos.
Un día, cuando un matrimonio regresó con éxito de la ciudad, se quedó sin aliento
al intentar entrar en su casa. Al parecer, en el suelo yacía enroscada una enorme y
peligrosa serpiente. Inmediatamente volvieron a cerrar la puerta y gritaron: «¡Una
serpiente! ¡Qué horror! ¡Una enorme serpiente en nuestra casa!». Más por curiosidad
que para prestar ayuda, se acercaron los vecinos. Miraron cautelosos por la ventana y
confirmaron:«Es verdad: hay una serpiente descomunal en el suelo». Todos se pusieron
a pensar cómo podrían proceder contra ella, pero nadie encontraba una solución que no
supusiera daño para nadie.
Reinaban el silencio y la consternación. Alguien, al fin, se atrevió –los demás
recularon asustados y temerosos–, abrió la puerta, entró en la casa y cerró la puerta
tras de sí. Pasados algunos instantes, salió de nuevo de la casa, dejó la puerta abierta y

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dijo: «¡Ahí la tenéis!». Al principio, nadie se atrevía a dar un paso; luego, sin embargo,
algunos se adelantaron y se atrevieron. Riéndose, pero todavía confusos, volvieron atrás
diciendo: «¿Qué serpiente ni qué niño muerto? ¡Es una sencilla maroma que está ahí,
enrollada, en el suelo!». En ausencia de los propietarios, unos parientes habían buscado
cierta herramienta y, por descuido, habían dejado abandonada una maroma.

Si nuestra percepción no es lo bastante aguda, en muchas cosas con las que nos topamos
no vemos lo que realmente son. Si el dueño de la casa, al volver, hubiera mirado más
detenidamente y con más precisión, tendría que haber reconocido la maroma dejada en el
suelo. Sin embargo, una percepción falsa le produjo tal terror que su imaginación,
dominada por el miedo, le hizo ver en el suelo de su casa una peligrosa serpiente. Una
noticia de este calibre corrió enseguida por toda la vecindad e incluso por toda la aldea.
Todos estaban firmemente convencidos de que allí había una serpiente, porque creyeron
al propietario de la casa. Así es como muchas veces se extiende esa clase de miedo que,
en el fondo, se debe a una falsa percepción.
Sin embargo, si se observa con mirada más penetrante y lúcida la cosa
aparentemente peligrosa, en la mayoría de los casos se constata que allí solo hay algo
absolutamente inocente. Pero para dar este paso de ir al fondo de la situación se requiere
valor y seguridad. ¡Con qué ligereza, por miedo, se perciben falsamente cosas y
relaciones y, consiguientemente, se airean...! ¡Y con qué rapidez creen y retransmiten
otros lo sospechoso y turbio...!
Con la perseverancia, la oración de quietud consigue que nos quitemos nuestros
anteojos teñidos de diversos colores y miremos las cosas del mundo, así como a las otras
personas, sin ningún pre-juicio; es decir, que percibamos algo de verdad. En la oración
de quietud, en la oración de oblación, nos consagramos al Señor con todas nuestras
debilidades y con lo que somos, para que Él complete lo que falta, sane lo que está
enfermo y lleve a término lo que hemos comenzado.

79
30.
Se encienden velas...

En su mayoría, las personas sienten una gran necesidad de vencer la oscuridad, con
todos sus efectos catastróficos. Y, sin embargo, las noticias diarias están cargadas de
informes e imágenes de guerras, enfermedades, salvajadas, catástrofes naturales,
hambrunas, miseria y muerte. Muchos tienen ya la convicción de que el mundo va a
peor cada día. Las iniciativas de personas que quieren el bien apenas si tienen eco y
hasta, en ocasiones, no se toman en serio. Incluso personajes renombrados describen un
oscuro panorama del futuro y hablan de cómo cada día crece el poder del mal.
Por todas partes en del mundo se celebran, una y otra vez, conferencias para
acabar con las guerras, curar las enfermedades, devolver de nuevo el equilibrio a la
naturaleza....; más aún, para poner fin a todo lo malo y tenebroso. Lo curioso, no
obstante, está en que todos los responsables, todos los oradores, portavoces,
embajadores y representantes de cada uno de los países no hacen más que difundir un
programa en el que siempre aparece en primer lugar lo que hay que combatir. Todo
gira en torno a las catástrofes y guerras ya en curso o que pueden producirse. Se intenta

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vencer las catástrofes, las guerras y todo lo tenebroso que hay en el mundo centrándose
simplemente en esa cara de la vida.
Se ofrecen los más «inteligentes» proyectos de solución de los problemas: se cree
que se puede vencer la oscuridad abriendo las ventanas y propiciando una corriente de
aire, usando una escoba para barrer y amontonar toda la suciedad junta... Todo gira,
simplemente, en torno a la oscuridad. Pero si uno se olvida del hecho de la oscuridad –
aunque solo sea por un instante– y se vuelve a su contrario, esencialmente estamos
acercándonos más a la solución de los problemas. Una sentencia sapiencial china dice:
«¡Si se encienden velas, se consigue luz!». En este secreto, que en el fondo no lo es, hay
una profunda verdad que, por desgracia, solo muy pocas personas son capaces de ver y
aplicar.
No es difícil de entender: la luz se adentra siempre en la oscuridad y la disipa; sin
embargo, la oscuridad no penetra nunca en la luz. La más profunda tiniebla no puede
apagar la luz de una simple vela. Al contrario: la luz de una simple vela puede eliminar
de algún modo la oscuridad.

El Evangelio de Jesús, el Evangelio del amor, se basa en este principio completamente


natural, que muchas personas –en particular, los responsables– olvidan más o menos. La
vuelta a la luz en medio de la oscuridad es también un movimiento necesario en la
oración de quietud. Quien practica esa oración se apea, por un corto tiempo, de la vida
activa y deja atrás dificultades y problemas, preocupaciones y enfermedades, al dirigirse
en silencio a Jesucristo repitiendo interiormente, con toda dulzura, su nombre. Se opera
una vuelta a la luz de la que Jesús dice: «Yo soy la luz del mundo. Quien me siga no
caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12).
Y aun cuando solo sea una chispa tan pequeña la que llevemos con nosotros de la
oración de quietud a la vida, esa chispa, sin embargo, es capaz de iluminar de algún
modo la oscuridad. Más aún: esa chispa que sale del fuego del amor de Dios puede
encender no solo muchas velas, sino aun los entenebrecidos corazones humanos.

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31.
... los atraeré a todos a mí

Si acercamos despacio un hierro imantado a una cesta llena de clavos, algunos de estos,
sin que los toque dicho imán, se elevan, como arrastrados por una mano invisible. A
pesar de la fuerza de la gravedad, se enderezan y siguen la fuerza que los atrae. Las
fuerzas magnéticas son más fuertes que la atracción de la Tierra. Ahora bien, si en esa
cesta hay clavos oxidados y enganchados unos con otros, ya no son tan fáciles de mover
como los clavos libres de óxido ni enredados entre sí.

En el ámbito de la física, Isaac Newton (1643-1727) descubrió la fuerza de la gravedad,


y en 1666 desarrolló la ley de la gravitación universal. Él concibió la gravitación como

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una fuerza que actúa a distancia y cuyos efectos se extienden con infinita rapidez. Es la
fuerza que alcanza hasta las más lejanas profundidades del universo y lo mantiene todo
cohesionado. El fenómeno de la ingravidez lo experimentan todos los cuerpos que se
mueven libremente y sin aceleración propia en un campo gravitatorio, es decir, si caen
libremente. La manzana en caída libre que observó Newton en su jardín de Cambridge
experimentó, pues, la ingravidez
¿No podrían la fuerza magnética y la atracción de la tierra ser símbolos de la fuerza
divina de la gracia que está por encima de todo? Esa fuerza divina quisiera alcanzar a
toda la creación y, de ese modo, a todos los seres humanos, y volver ligero lo que es
pesado y lleva lastre.
En el Evangelio de Juan habla Jesús de esa fuerza de la gracia que lo engloba todo,
que quisiera curar, salvar y llevar al Padre. «Cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a
todos hacia mí» (Jn 12,32). Cristo desearía atraer en su totalidad a los humanos que se
abren a Él y quieren dejarse mover y guiar por Él. De esa manera acoge en el reino de la
vida de Dios a toda la humanidad y la sustrae a todas las fuerzas impías, al reino de las
tinieblas y de la muerte. «Cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí».
Esto sucede ya en la elevación de Jesús en la cruz. La cruz que se eleva sobre la
tierra apunta, sin embargo, por encima y más allá de sí misma e indica con ello la
ascensión de Jesús al mundo celeste y su glorificación. Jesucristo se revela en su
verdadera naturaleza divina al ofrecer a todos su fuerza redentora. La cruz, para Juan, es
ya el lugar de la glorificación y el comienzo del reinado salvífico de Jesús. De este
modo, Jesús atrae a todos hacia sí, no solo hacia la cruz, sino también hacia el mundo
celeste. Jesucristo es, al mismo tiempo, el que atrae y el fin o la meta de la atracción. Lo
que se opone a esta fuerza atrayente del amor de Dios, como es el caso, por ejemplo, de
las excesivas preocupaciones de lo cotidiano, embota el corazón y lastra y perturba al
alma. La mirada a lo esencial que se nos pretende otorgar queda empañada.
Con la mirada puesta en la venida del Señor, Juan Casiano habla de la necesidad de
una liberación interior y exterior de las ataduras de este mundo. Aquí están indicadas
también las preocupaciones diarias, que tienden a atraer a su órbita a muchas personas.
Casiano refiere la liberación interior y exterior a la oración de quietud, dentro de la cual
el Señor querría comunicársenos. Nada, por tanto, debería atarnos o hasta encadenarnos
al «mundo» de tal modo que esta no fuera capaz en cualquier momento de ponerse en pie

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en la oración y ordenarse a Dios. De este modo, el que ora cumple el deseo de Dios y se
abre a su amorosa benevolencia.

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SEGUNDA PARTE:
El reventón de las vasijas

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32.
La puerta se abre hacia dentro

A un hombre que buscaba sinceramente a Dios se le reveló que, si abría una


determinada puerta, se le concedería el don de la presencia de Dios. El hombre puso
todo su empeño en encontrar dicha puerta. Y un día –tras una larguísima búsqueda– le
llevaron ante esa puerta, que se encontraba en el interior de una gran iglesia. El
hombre estaba eufórico; situado frente a la puerta cerrada, rezaba con la esperanza de
poder abrirla pronto y encontrarse con el Señor. Sabía que entonces su vida cambiaría
de raíz y que tomaría un nuevo rumbo.
Cauteloso, se acercó entonces a la puerta, que constaba de dos hojas. Una cosa le
resultaba clara: la hoja izquierda era para abrir. Sin embargo, en vez de empujarla
hacia delante, tiró de la puerta hacia sí, absolutamente convencido de que solo en esa
dirección se podría abrir. El hombre empleó todas sus fuerzas para mover la puerta...

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tirando hacia sí. Cada vez más desesperanzado, lo intentó durante horas, hasta que,
fracasado y enteramente agotado, cayó al suelo.
Y en ese momento precisamente se abrió la puerta por sí sola. En su estado de
inconsciencia, él oyó una voz queda que le decía: «Lo has dejado todo atrás y te has
dado a la búsqueda para encontrarme. Paso a paso, te he ido guiando hasta esta puerta,
detrás de la cual te estaba esperando. Con gran esfuerzo has intentado en vano abrirla
solo en una dirección, en la que tú creías que se abriría. Al más mínimo impulso hacia
dentro, sin embargo –es decir, en la dirección contraria–, se te habría abierto por sí
sola».

Si nos hallamos en un camino espiritual que ya muchos, en los siglos anteriores, han
recorrido con éxito antes que nosotros, deberíamos saber que cada paso hacia la meta se
vuelve cada vez más simple y sencillo. Aquí, todo esfuerzo por nuestra parte está fuera
de lugar y más bien conseguimos lo contrario de lo que pretendemos. Todos cuantos
hacen la oración de quietud viven esta experiencia: cuanto con menos esfuerzo y más
sencillamente invocan el nombre y además, con el tiempo, la misericordia de Dios, tanto
más rápidamente se sienten cerca de Dios y, finalmente, en su presencia.
Puesto que aquí se trata de una oración de oblación, de entrega, toda acción
consciente y, con mayor razón, todo esfuerzo llevan a lo contrario de lo que en lo más
profundo de nuestra alma esperamos: el encuentro con Dios.
Con que el pobre diablo, ante la puerta, se hubiera limitado a tocarla levemente, se
le habría abierto con toda suavidad y, como por ensalmo, a modo de regalo, se le habría
revelado por entero el secreto oculto. Sin embargo, él tenía la firme convicción de que
este último paso tenía que darlo con un esfuerzo desmedido. Con lo cual tuvo la
experiencia contraria: solo cuando dejamos de lado nuestras figuraciones y las
abandonamos, solo entonces se nos revela el próximo paso.

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33.
En el interior de la casa

Vivía en una ciudad una bella y codiciada mujer que tenía infinidad de pretendientes.
Un día se encontró con ella un dirigente público que conocía su verdadera idiosincrasia
y le dijo: «Prométeme que vas a cambiar de vida, y yo te tomo por esposa». Ella se lo
prometió, y él la llevó a escondidas a su casa.
Los demás pretendientes, sin embargo, la buscaron largo tiempo, hasta que
lograron encontrarla. Por un lado, la deseaban fuertemente; por otro, temían al
funcionario. Así que urdieron una treta: «Si nos acercamos a ella, el funcionario lo va a
notar, nos va a pedir cuentas y nos va a castigar. Por el contrario, si silbamos
llamándola, seguramente, como de costumbre, ella vendrá a nosotros». Cuando la mujer
oyó el familiar silbido, se tapó los oídos con cera, cerró las puertas con llave y se
apresuró a encerrarse en el interior de la casa.
La mujer es el alma. Los pretendientes son las malas tentaciones. Los que la llaman
silbando son las fuerzas impías y perturbadoras. El dirigente es Cristo. La oración de

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quietud lleva al interior de la casa.
SENTENCIAS DE LOS PADRES DEL DESIERTO

Tal vez este relato de Juan Kolobos (fallecido antes del 450), también llamado Juan el
Enano, pueda contribuir a abrir puertas que libran de la oscuridad. El interior de la casa
es la vivienda eterna. Los que silban llamando a la mujer son los demonios que quieren
impedir que la mujer busque su refugio únicamente en el Señor. Mediante la oración de
quietud, logra hacerse atraer por Cristo, sin volver a escuchar a sus anteriores
pretendientes.
Entre los peligros que conlleva la vida ordinaria están también las excesivas
preocupaciones por el mantenimiento diario. Cuanto más urgentes se vuelven los
problemas del mundo, tanto más debería recordar el que practica la oración que en todo
momento está rodeado por el amor de Dios. Es preciso, por consiguiente, permanecer
alerta por medio de la oración. Seguir la llamada del Maligno atrofia el corazón para
percibir la realidad de Dios. Quien solo está interesado en la vida temporal y en disfrutar
de ella no deja espacio alguno a lo divino en su interior.
Tras las dependencias que tienen su origen en preocupaciones que avasallan y
encadenan al mundo en el aspecto corporal, están también las dependencias psicológicas,
que son más difíciles de evitar. Muchos persiguen fantasmas y viven ebrios de
ideologías: son personas que han sucumbido a un idealismo ajeno a cualquier realidad,
capaz de confundir al mundo entero. No es fácil hablar con personas que tienen tal
confusión mental o que están tan ebrias de cualquier locura que resulta imposible
hacerles ver con claridad su estado y ayudarlas. Muchas veces opinan –y defienden su
opinión a capa y espada– que el mundo de lo humano es distinto y más racional que el
mundo de la fe.
Las preocupaciones que implican y enredan en lo mundano se pueden manifestar en
el hecho de que una persona se apegue estrecha y enfermizamente a alguna otra y,
simplemente, no pueda abandonarla. Por otra parte, también los grupos pueden ejercer
tal presión que los miembros individuales pierdan su individualidad y, muchas veces, no
sepan ya quiénes son en realidad. Lo trágico en este caso es que se les hunda el suelo
bajo los pies y ni siquiera noten en qué medida están siendo absorbidos por una fuerza
extraña y maligna.

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Nuestro relato, por el contrario, termina bien. La mujer le hace al funcionario,
Cristo, la promesa de cambiar de vida. Con la oración de quietud encuentra un camino
para desasirse de anteriores ataduras, a fin de llegar al interior de la casa.

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34.
El canto rodado

Un indio se encontraba descansando sentado a la orilla de un arroyo de alta montaña,


en el Himalaya. Mientras contemplaba el rizo del pequeño oleaje y disfrutaba del agua
clara, finalmente decidió tomar un canto rodado del lecho del río. Una piedra hermosa,
redonda, dura. Cuando la tenía en la mano, acariciándola, le vino de pronto la idea de
romperla para ver qué aspecto tenía por dentro. Constató que por dentro estaba
completamente seca. Sin embargo, la piedra había estado siglos –si no milenios– dentro
del agua; pero el agua no había penetrado en su interior.
El hombre cerró los ojos, se quedó ensimismado y pensó: «¿No sucede lo mismo
con nosotros, los humanos? ¡Inundados de bendiciones y rituales de las religiones, la
mayoría de las personas, sin embargo, han permanecido endurecidas! Si es que se
puede en absoluto hablar de “culpa”, esa culpa no es de los fundadores de las
religiones o de sus maestros, sino de aquellos cuyos corazones están endurecidos».
Más tarde contó el indio su idea a un misionero cristiano. Este reconoció al
instante lo que el indio quería decirle con ello y se puso triste, porque el indio había

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puesto exactamente el dedo en la llaga que el misionero sufría desde hacía tiempo.

Imágenes como esta del canto rodado son siempre muy gráficas, pero también, a veces,
muy extremadas en su afirmación. Por eso no es lícito en ningún caso generalizarlas. Sin
embargo, dan motivo para reflexionar sobre lo que intenta expresar la imagen y sacar las
posibles consecuencias.
No sabemos qué sucede en el interior de un ser humano que da la espalda a la
Iglesia y no permite que le llegue adentro nada religioso. No sabemos qué siente una
persona que ha sido herida por otras personas dentro de la Iglesia y vive ahora
enormemente distanciada de su religión.
Están también, evidentemente, aquellos a quienes el relato del canto rodado
pretende interpelar: personas que viven superficialmente, para quienes las cosas
transitorias son más importantes que las que tienen carácter de eternidad y penetran hasta
el alma del ser humano y querrían colmarlo. Si se diera en ellos la más pequeña vuelta a
Jesucristo, a María, la madre de Dios, o a algún santo, se ablandaría su endurecido
corazón. «Les daré un corazón íntegro e infundiré en ellos un espíritu nuevo: les
arrancaré de su pecho el corazón de piedra y les daré un corazón de carne» (Ez 11,19).
Esto es lo que dice el Dios bueno a los humanos cuando se han endurecido frente a
Él y no permiten que nada religioso penetre en ellos. Aunque, efectivamente, parece que
muchas personas no descubren nada esencial y verdadero bajo el ropaje de la liturgia y
de los ritos, sin embargo sigue siendo válida para ellas esta palabra de Dios. Además de
todo esto, Jesucristo nos dio su palabra de que, en el supuesto de que nos volvamos a Él,
querría transformarnos a partir de lo que es el centro de nuestro ser de cristianos
redimidos, esto es, la santa misa.
Lo cual solo puede sucedernos a condición de que lo queramos, para lo cual es
esencial la gracia que el Señor nos regala. Y precisamente para ello podemos y
deberíamos prepararnos: para poder también recibir la gracia de Dios. Tenemos que
hacernos receptores, dejar en el tiempo de la oración todo cuanto tenemos y llevamos
entre manos y entregarnos al Señor. La manera más fácil de hacerlo no lo enseña la
oración de quietud. En primer lugar, ablanda la superficie áspera y endurecida, de tal
manera que, como a través de poros abiertos, el amor de Dios y el de nuestros prójimos
puedan llegar a nosotros y penetrarnos. En segundo lugar, nos haremos capaces –en el

92
caso de que este don nos falte– de volver a amar. Aun cuando la piedra, al cabo de
milenios, todavía no permita que el agua penetre en ella, para nosotros, sin embargo,
gracias a Jesucristo, es posible experimentar una transformación.

93
35.
Caminos diferentes

Paseaba un alumno por una terraza con Confucio. Abajo, unos jóvenes danzarines
ensayaban la coreografía para un nuevo ballet. «Fíjate lo armónicos que son sus
movimientos», dijo Confucio.
«A mí el baile me parece algo superficial –repuso el alumno–. ¿No sería mejor que
los jóvenes pasaran su tiempo en meditación?».
A lo que Confucio replicó: «¡Magnífica pregunta! Si creyéramos que solo hay un
camino que conduce a la sabiduría, pronto nos cansaríamos y careceríamos de
entusiasmo. Pero si recorremos diversos caminos, si meditamos, bailamos, cultivamos
un jardín o pisamos la uva, entonces encontramos nuevas y distintas facetas en nosotros.
Todo ello nos hace más fuertes, nos da aliento y nos ayuda a reaccionar si un día surgen
obstáculos en nuestro camino. Entonces, esos obstáculos no nos perturbarán».
WILLI HOFFSÜMMER

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Muchas personas sienten prejuicios que, a menudo, expresan también de un modo muy
burdo e hiriente. Lo que ocultan con frecuencia no son más que celos, al comprobar
cómo otros destacan en uno u otro aspecto. Entonces no tiene importancia lo que estos
hacen: simplemente, a los ojos de aquel, todo lo que hacen está mal. A él le gustaría
mandar a otra persona hacer lo que él considera correcto. Este modo de pensar es el que
encuentra Confucio en su discípulo.
Confucio (551-479 a. C.) fue un filósofo chino, también conocido como Kung Tse.
Su principal interés lo constituía el orden humano, que, en su opinión, se puede alcanzar
respetando a los demás. «Hallar el punto crucial que une nuestra naturaleza moral con el
orden universal, la armonía central», lo consideró Confucio como el fin humano más
elevado. Según él, había muchos caminos para llegar a esa armonía y a eses centro, a esa
ecuanimidad y a ese equilibrio.
El discípulo, con su actitud para con los danzarines, expresa un gran prejuicio al
calificar de superficial su danza. Cree que es mejor meditar que bailar. Confucio, por el
contrario, ve reflejado en la armonía del baile el orden originario del mundo. A él se le
revelan relaciones cósmicas que al discípulo le resultan todavía extrañas. Al hablar de
caminos diferentes, todos los cuales conducen al fin, intenta ensanchar la consciencia del
alumno. Tener un solo camino, dice Confucio, terminaría por aburrirnos y nos privaría
de todo entusiasmo. Precisamente siguiendo caminos diferentes –meditar, danzar ,
cultivar un jardín o pisar la uva– descubrimos en nosotros facetas nuevas. Este
descubrimiento nos hace más fuertes, nos da nueva energía vital y nos permite superar
los obstáculos que se interponen en nuestro camino.
La oración de quietud puede ser calificada como el gran maestro cristiano que nos
habla de otra manera que no sea a base de palabras. Mediante el ejercicio de este sencillo
modo de orar, saltan por los aires dentro de nosotros fronteras estrechas y, sobre todo, se
desmontan prejuicios. Mediante la tierna invocación de Jesús y la retirada del yo mismo,
la oración de quietud no puede desembocar en fanatismo alguno ni en empleo de la
fuerza de ningún tipo. Todo lo contrario: nos volvemos más tolerantes y sabemos valorar
lo valioso de otros métodos. Si estas y otras verdades nos resultan luminosas, no es
porque alguien nos lo diga, sino simplemente por sí mismo, como consecuencia del
ejercicio de la oración. Una vez que la vía hacia la interioridad está cada vez más
liberada de impedimentos, puede tener lugar una iluminación interior de la verdad, cuya
llave nos la ofrece Jesucristo.

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Jesucristo es nuestro maestro, y por medio de Él experimentamos de manera
maravillosa, más aún, mística, es decir, misteriosa, el valor de lo que merece ser
valorado. Pero, al mismo tiempo, nos resulta igualmente claro lo que se aparta de ello y a
lo que no nos es lícito prestar atención alguna, porque nos separa de Dios.

96
36.
María y Marta

Llegó una vez un hermano al anciano abad Silvano en el monte Sinaí. Cuando vio a los
hermanos trabajar, dijo al anciano: «No trabajéis por un sustento que perece» (Jn
6,27). «María escogió la mejor parte» (Lc 10,42).
Dijo entonces el anciano a su discípulo: «Zacarías, trae un libro al hermano y
enciérralo en una celda donde no tenga ninguna otra cosa más».
Pues bien, cuando dieron las nueve, el hermano miró a la puerta para ver si
enviaban a alguien que lo llamara para comer. Como nadie iba a buscarlo, se puso de
pie, se fue al anciano y le preguntó: «¿Es que los hermanos no han comido hoy?» El
anciano respondió: «¡Por supuesto que sí!». Volvió a preguntar: «Entonces ¿por qué no
me habéis llamado a mí?». Y el anciano repuso: «Desde que eres un hombre espiritual,
no necesitas ese alimento. En cambio, nosotros, hombres carnales, tenemos que comer,

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y por eso trabajamos. Pero tú has elegido la mejor parte, al pasarte todo el día leyendo,
sin querer comer ningún alimento material».
Al oír esto, el hermano cayó a sus pies y dijo: «Perdóname, Padre». Y el anciano le
dio una lección: «María necesita absolutamente de Marta, pues a causa de Marta es
también celebrada María».
SENTENCIAS DE LOS PADRES DEL DESIERTO

La instrucción del abad Silvano ofrece una magnífica imagen de cómo vivir una
auténtica vida. Dos polos intervienen siempre en ella: el trabajo y la quietud. Aquí, en
este ejemplo, se trata de un monje que se retiró a la celda con un libro, no porque tuviera
que realizar un trabajo intelectual, sino por tener algo que le sirviera para contemplar
plácidamente. Tras haber criticado el monje a sus hermanos que estaban trabajando, el
abad, de una manera sencilla, le pone en la tesitura de vivir una experiencia esencial: ni
la quietud ni la actividad pueden existir unilateralmente, ni tampoco se pueden exagerar
fanáticamente.
A uno le atrae más el desarrollo cultural-intelectual; a otro, un trabajo más manual-
práctico. Ninguno de los dos puede, sin embargo, subsistir solo. El más inclinado a la
contemplación tiene que estar alerta para no exagerar en nada y no desatender la
necesidad del trabajo práctico. Y aquel a quien le gusta trabajar en lo práctico tiene
también que procurar no excederse en su trabajo y buscar los momentos necesarios de
quietud interior.
El abad Silvano utiliza un sencillo método: no llama al hermano a la comida
común, sino que, por su desmedido talante contemplativo, hace caso omiso de él. Una
voz interior al ser humano le dice, de forma enteramente individual, lo que le falta.
Nuestro monje echa de menos a la comunidad, con sus hermanos y la comida. Él lo
explicita ante el abad y tiene que vivir la experiencia de que una vida sin trabajo aísla y
puede enfermar a uno.
En la mayoría de los casos, con todo, la solución del problema no está
inmediatamente a mano, porque es esencialmente más compleja. Se recomienda hacer la
oración de quietud para conseguir un oído más afinado para percibir el lenguaje que
habla nuestro cuerpo y, sobre todo, el silencioso lenguaje de Dios. Cuando aún no han
hecho acto de presencia trastornos de importancia, existe la posibilidad de restablecer el

98
equilibrio corporal y psíquico sin necesidad de psicoanálisis ni otras ayudas por el estilo.
Se debería, sin embargo, buscar a un acompañante espiritual para no volver a caer en el
peligro de organizar la vida de un modo demasiado unilateral.

99
37.
El reventón de las vasijas

Habló el rabí Pinjas: «Es sabido que, al principio de todo, cuando Dios hizo y deshizo
mundos, reventaron los recipientes, porque no podían contener la cantidad que se vertía
en ellos. Pero fue por esto por lo que llegó la luz a los mundos inferiores, y estos no
quedaron en tinieblas. Lo mismo sucede con el reventón de las vasijas en el alma del
tzadik».
MARTIN BUBER

Cuando algo llega a nosotros en gran abundancia, es preciso tener cabida suficiente para
recibirlo. Hay que reventar los recipientes anteriores y abrir los que tenemos cerrados, a
fin de que el chorro de gracia que el Creador nos ha adjudicado pueda fluir hacia donde
es más necesaria su utilización. Dios ha enviado de junto a su lado a su Hijo Jesucristo a
este mundo para que tengamos la vida, la vida eterna. Si Dios mismo se nos acercara en
la plenitud de su amor, quedaríamos calcinados al instante. Nuestro cuerpo, nuestro

100
espíritu y nuestra alma no serían capaces de recibir dentro de nosotros la energía infinita
del amor que sale de Dios. Por eso, en su infinito amor a nosotros, los humanos, Dios ha
enviado al mundo a su Hijo unigénito, el cual, como uno de tantos entre nosotros, los
hombres, establece la nueva y eterna alianza con el Padre.
Por Cristo, con Cristo y en Cristo, el Padre ha acomodado su amor a nuestra
naturaleza humana y a nuestra capacidad de amar, de modo que la pasión amorosa de
Dios no nos abrase. Si entramos en el seguimiento de Jesucristo –la verdadera luz que
alumbra a todo ser humano que viene a este mundo–, poco a poco se irá iluminando la
oscuridad que aún hay dentro de nosotros. A todos cuantos lo reciben, el Señor los hace
hijos suyos y les da la oportunidad de regresar junto a Él. Entonces seremos capaces de
recibir en nosotros cada vez más amor de Dios y pasarlo gratuitamente a otros. Este
proceso de crecimiento conlleva ineludiblemente que también la capacidad de acogida,
la cabida del amor divino, se incremente constantemente. Para ello se precisa una
voladura de la capacidad anterior, en aras de una mayor.
Este aumento es el que viene apuntado en el reventón o la quiebra de los
recipientes: desde el principio, cuando Dios creó los mundos, hasta ahora, tanto en la
creación entera como en el interior del ser humano –suponiendo que este lo permita–
acontece un incremento inimaginable, cuya causa es el amor de Dios. La cabida, el
«recipiente» de nuestra interioridad, hay que romperlo una y otra vez para poder recibir
en nosotros la plenitud del amor de Dios y poder transmitirlo después.
Tal vez partiendo de este planteamiento resulte comprensible un dicho, difícil de
entender para muchos, que nos ha legado el rabí Najman de Bratislava (1772-1810): «No
hay nada más entero que un corazón roto».

101
38.
La escultura de Miguel Ángel

Un día, Miguel Ángel recibió de una adinerada familia el encargo de tallar una
escultura especialmente hermosa. Enseguida buscó un bloque apropiado de mármol.
Tras un largo rato, en una calle secundaria encontró un bloque recubierto casi
totalmente de maleza, que había quedado allí olvidado. Miguel Ángel encargó a sus
ayudantes que llevaran aquel bloque de mármol al taller. Entonces comenzó a esculpir
en la piedra su célebre escultura de David. Para ello necesitó dos años enteros. Y
pasaron otros dos hasta que, lijada y pulida, la escultura quedó lista. Cuando se
descubrió solemnemente, acudieron muchas personas a admirar la inigualable belleza
del David. Se le preguntó a Miguel Ángel cómo le había sido posible crear una escultura
tan bella. Y el escultor dijo: «El David siempre estuvo encerrado en ese bloque de
mármol. Yo, simplemente, solo tuve que quitar el mármol sobrante, para liberarlo».

102
Cuando Miguel Ángel aplicó el martillo y el escoplo al tosco bloque de piedra, para él la
imagen ya se encontraba dentro del bloque de mármol, si bien su forma estaba aún oculta
a los ojos del espectador. El escultor trabaja la tosca piedra, apartando todo lo que
impide ver límpidamente la estatua aún invisible. Solo poco a poco, cristaliza la forma
nítida y salta a la vista la imagen verdadera en su oculta belleza. Como el escultor
deshace el envoltorio que esconde la estatua, así el que hace la oración, a través del
primer escalón de la oración de quietud, aparta con todo cuidado, conforme a su ritmo
vital, los obstáculos que oscurecen la luminosa fuerza de su verdadera naturaleza. Poco a
poco, se van liberando energías rescatadas a la presión y estrechez de las pautas de
comportamiento, innatas o adquiridas, con las que herencia, familia, educación, estado y
sociedad, o incluso a veces la religión, han tenido avasallada a la persona en cuestión.
Cuando el escultor va liberando con mimo la estatua aprisionada en la piedra, está
preocupándose con igual cuidado del pedrusco a desbastar. Solo mediante una decidida
aceptación y afirmación de la respectiva situación del yo, no porque se minusvaloren los
obstáculos ni porque se repriman o porque se niegue su existencia, puede lograrse una
transformación, un cambio positivo y, con ello, un desarrollo. Separando gradualmente
lo que oculta lo esencial, es como nos acercamos a la esencia.
Mediante el proceso de limpieza y liberación, el corazón se va ensanchando para
orientarse a Dios, y la fe va profundizándose. A través del ejemplo de Cristo, el que ora
va aprendiendo la oración de oblación: una oración que lo lleva más y más a su
verdadero ser y le hace conocer la voluntad de Dios. Se trata de un desprendimiento del
yo, de un dejar que suceda, de una nueva percepción de lo que es lo real y permanente.

103
39.
Descanso y actividad

Una expedición al Himalaya se dirigía hacia el norte. El grupo cubrió la primera


jornada y, después de hacer un breve alto en el camino, el jefe de la expedición ordenó
reanudar la marcha. Pero los porteadores indios no obedecieron su orden. Como si no
hubieran oído nada, siguieron en cuclillas sobre sus lonas, mirando al suelo y en
silencio. Cuando el jefe (un europeo) les acució aún más, unos cuantos pares de ojos lo
miraron admirados. Finalmente, uno dijo: «No podemos seguir adelante; tenemos que
esperar a que nuestras almas nos alcancen».
EUGEN RUCKER

Por fortuna, muchas personas han preservado todavía para sí una sana intuición que les
protege del agotamiento. En el mundo laboral de hoy, sin embargo, y en nuestra
sociedad de la eficiencia –que impone exigencias extremas– es sumamente difícil hacer
valer intuiciones sensatas que favorezcan la vida. Más bien, uno se siente como

104
arrebatado por una especie de embriaguez y lo aguanta todo, porque no quiere poner en
peligro su puesto de trabajo. Sin embargo, tan importante como un sueño sano y
suficiente es hacer algunas interrupciones y pausas, especialmente para el sistema
nervioso y para el espíritu.
Si no resulta posible un descanso reparador –concebido como una forma creativa de
interrumpir el trabajo–, al menos en el tiempo libre, y particularmente en los fines de
semana, se debería cuidar el descanso del cuerpo, del espíritu y del alma. Muchos, sin
embargo, se organizan las horas libres, las veladas vespertinas y los fines de semana con
un trabajo aún más intenso que el propio trabajo profesional. El sueño ya no es capaz de
desmontar los factores de estrés y el exceso de tensiones que continuamente se
acumulan. Caemos enfermos, y ello, con frecuencia, en la flor de la vida y de un modo
que ya no tiene cura.
Frente a las muchas ofertas de evasión que sin duda tienen un efecto positivo, pero
que, en la práctica, resultan con frecuencia muy caras, está la oración de quietud, que en
pocos minutos permite sumirse en un profundo espacio de calma y paz como no lo
ofrece ni el sueño más profundo. En ella, cuerpo, espíritu y alma, que mutuamente se
condicionan, se sienten simultáneamente afectados y transportados a un estado de
quietud que cada vez se va haciendo más saludable. Con este ejercicio, que es una
oración de oblación y entrega, también el alma, frente a la mayoría de otros tipos de
ejercicios, logra su equilibrio. Si no está sana y en orden, de poco sirven otros métodos
de quietud y curación.
En el ejemplo arriba mencionado, los porteadores indios siguen simplemente
sentados, aunque el jefe les ha ordenado marchar. Conocen bien la relación que hay entre
el cuerpo y el espíritu y, simplemente, obedecen a la consiguiente necesidad.
Certeramente expresa uno de los porteadores ese estado de ánimo al decir: «No podemos
seguir adelante; tenemos que esperar a que nuestras almas nos den alcance».
En la vida diaria no será para nosotros tan sencillo como en este relato. Pero en
nuestro tiempo libre, que deberíamos también emplear como tal, y especialmente en los
fines de semana, tenemos que considerar qué es lo que debería tener primacía. No es
solo malo, sino también necio, no atender a las necesidades y a los deseos profundos de
nuestro espíritu. Precisamente, hacer algo saludable para él debería ser una prioridad.
Muy sabiamente, y para proteger su creación y mantenerla en su equilibrio,
descansó el Señor el séptimo día de la creación y lo santificó. «Fíjate en el sábado para

105
santificarlo. Durante seis días trabaja y haz tus tareas, pero el día séptimo es un día de
descanso, dedicado al Señor, tu Dios: en él no harás trabajo alguno» (Ex 20,8-10a).

106
40.
Venga tu Reino

Éranse dos monjes que en un antiguo libro habían leído que en el otro extremo del
mundo había un lugar en el que el cielo y la tierra se tocaban. Entonces decidieron
buscarlo y no regresar hasta haberlo encontrado. Atravesaron el mundo, superaron
incontables peligros, sufrieron todas las privaciones que una gira semejante con lleva y
todas las tentaciones que a uno pueden apartarlo de su objetivo. Ellos habían leído que
allí había una puerta, que bastaba con llamar, y que uno se encontraba en la presencia
de Dios. Al fin, encontraron lo que buscaban; llamaron a la puerta y vieron, con el
corazón palpitando a tope, cómo se abría, y cuando entraron... estaban en casa, en la
celda de su convento. Entonces lo comprendieron: el lugar donde el cielo y la tierra se
juntan se encuentra en esta tierra, en el lugar que Dios nos ha asignado.
JÖRG ZINK

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La realización, sin embargo, no se cuenta entre las cosas «factibles», porque lo que es
gracia es regalo que se hace al que ora en la quietud y, en actitud receptiva, se abre a
Dios como una flor que está floreciendo. En ese proceso, la progresiva inactividad del
que hace la oración se corresponde con la progresiva actividad gratuita de Dios.
En este sentido, la segunda petición del padrenuestro –«venga a nosotros tu
Reino»– halla en la oración de quietud su cumplimiento: un cumplimiento que, en todo
caso, aún no es duradero. Mediante la petición repetida, el que ora logra un silencio ante
Dios que prepara el terreno para el encuentro con Él. En la profundidad de la oración de
quietud, el Señor da a entender que escucha nuestra petición. De este modo nos permite
ya tomar parte en su Reino. Mediante la presencia del Señor, el alma es transportada a un
grado de paz tal en el que todo pensar y obrar humano alcanza su quietud. Durante
algunos momentos, todas las facultades del alma quedan en silencio para no perturbar el
amor que brota del Creador.
En la practica de la oración tiene que guardarse muy mucho de intentar retener ese
estado de ánimo. Todo lo que aquí se experimenta es don de Dios y nunca es una
conquista del ser humano. El Padre misericordioso cumple la petición del orante
haciendo el regalo de su Reino al alma que está sumida en esa oración. Condición
previa, sin embargo, es que el alma haya pasado por el camino de la purificación y no
esté ya apegada a nada... fuera de la pasión de llegar-a-ser-una con Dios.

108
41.
Vencer el miedo

Inmediatamente [después de dar de comer a los cinco mil] mandó a los discípulos que se
embarcaran y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud.
Después de despedirla, subió él solo a la montaña a orar. Al anochecer, todavía estaba
allí solo. La barca estaba ya a buena distancia de la costa, batida por las olas, porque
tenía viento contrario. Ya muy entrada la noche, Jesús se acercó a ellos caminando
sobre el lago. Al verlo caminar sobre el lago, los discípulos comenzaron a temblar y
dijeron: «¡Es un fantasma!». Y gritaban de miedo. Pero Jesús les dijo: «¡Ánimo! Soy yo,
no temáis». Pedro le contestó: «Señor, si eres tú, mándame ir por el agua hasta ti».
«Ven», le dijo. Pedro saltó de la barca y comenzó a caminar por el agua acercándose a
Jesús; pero, al sentir el fuerte viento, le entró miedo; entonces empezó a hundirse y
gritó: «¡Señor, sálvame!». Al punto, Jesús extendió la mano, lo sostuvo y le dijo:
«¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?». Cuando subieron a la barca, el viento
amainó. Los de la barca se postraron ante él diciendo: «Ciertamente, eres Hijo de
Dios».

109
MATEO 14,22-33

A las palabras de Jesús –«¡Ánimo, soy yo, no temáis!»–, Pedro es el único de los
discípulos que salta de la barca y va hacia Jesús sobre las olas encrespadas. Tales
palabras han penetrado profundamente hasta el centro de su corazón y le dan fuerza para
sobreponerse a sus límites cuando pone el pie sobre la borda de la barca. Durante unos
segundos, o incluso minutos, es capaz de caminar sobre el agua, porque mira a Jesús y lo
tiene en sus ojos y en su corazón. Sin embargo, cuando Pedro mira a las olas encrespadas
por el viento reinante, pierde de vista a Jesús y deja de oír la palabra del Señor –«Ven»–;
y en el mismo instante comienza a hundirse. Una angustia de muerte le invade, y él
percibe cómo se va yendo a pique. ¡«Señor, sálvame!», grita al hundirse. Jesús le coge
de la mano y le lleva consigo a la barca.
El mar y el abismo son imágenes de la falta de base y de apoyo de una vida sin
Dios, una vida que a la larga causa miedo. Entonces, un hombre (Jesús) se atreve a andar
sobre la mar como quien no es de este mundo. Hay en él una ley más fuerte que la ley de
la gravedad; una ley en la que habita el amor. Y quien lleva en sí esa ley va por este
mundo como alguien a quien no le arrastra el mundo en su caída, la muerte. Se convierte
en alguien superior a la muerte. Nosotros, por el contrario, todavía experimentamos la
ley de la gravitación como una fuerza que, actuando a distancia, nos coloniza, y cuyos
efectos se extienden con infinita rapidez a quienes estamos sometidos a ella. Todavía no
ha llegado para la mayoría de nosotros el momento en que, como Pedro, podamos
abandonar el bote de nuestra vida sin hundirnos hasta el fondo.
Jesús –por la profunda oración de oblación al Padre, al que continuamente da la
primacía en todo– está exonerado y libre de todo cuanto arrastra hacia abajo. El amor
que se despliega en la oración, el amor divino, vence la fuerza de la gravedad y lo invade
todo con la luz pascual de la resurrección. La ley del amor y de la luz, que es más fuerte
que la ley de la materia, vuelven ingrávido al Señor. La ingravidez de Jesús es un
anticipo de su existencia resucitada. Con esto quiere decirnos que, si permanecemos en
su seguimiento y lo tenemos ante la vista y en nuestro corazón, venceremos todo temor a
la vida y a la muerte.
Muy especialmente en la oración de quietud llega a nosotros la llamada de Jesús:
«¡Ven!», es decir, salta de tu barca, deja tu pensar y tu hacer, tus limitaciones y tus

110
propios proyectos de vida, y abandónate por entero a mí. Jesucristo es la tabla de
salvación en medio de las fuerzas del caos que tratan de devorarnos y reducirnos a la
nada. Mirando a Jesús se configura en nosotros otra ley, la ley del amor, que anula
cualesquiera otras leyes.
Cuando nos asalta el miedo, podemos contar con la amorosa benevolencia de Dios.
Jesús extiende su mano salvadora y nos arrastra hacia la barca de nuestra vida.
Dirijámonos al Tú de Dios y experimentaremos cómo somos arrastrados de abajo hacia
arriba, y una confianza sin límites que elimina todo miedo. Si, por el contrario, nos
dejamos guiar por criterios exclusivamente mundanos y, por tanto, constantemente
mudables, entonces, a la larga, esos criterios tirarán de nosotros hacia abajo y nos
causarán terror. Existen hoy pocas personas que no se sientan en algún momento
afectadas por ese temor. Por el contrario, el decidirnos por Cristo –que va con nosotros
en la misma barca– y la orientación en la oración hacia él nos liberan de toda carga
difícil de llevar y de todo temor. La gracia decisiva de nuestra vida consiste en que, en la
fe vivida en Jesucristo, podemos ser penetrados por una realidad nueva. Esa realidad se
llama «Dios es el amor y la vida. No tienes por qué temer. Y si tienes miedo, has de
saber que hay en ti algo más profundo, más profundo que toda angustia: la presencia de
Jesucristo en tu alma».

111
42.
Nada hay pesado,
con tal de que seamos ligeros

Dice la eterna Sabiduría: «El que me tiene constantemente en su mente, ese se guarda
de los pecados, se aplica con ahínco a las virtudes, me alaba en todo momento. Pero si
lo que a ti te importa es la alabanza suprema, escucha todavía lo que sigue. El alma se
parece a una pluma ligera. Si no está adherida fijamente a algún sitio, su natural
movilidad la arrastra con facilidad hacia lo alto, hacia el cielo; pero si tiene algún peso,
cae hacia abajo. De la misma manera, una mente purificada, por el débil peso que tiene,
debido a su nobleza natural, con la leve ayuda de la contemplación espiritual se eleva
hacia las cosas celestiales; y además, si sucede que una mente está desembarazada de
toda carnal concupiscencia y asentada en el silencio y la quietud, de tal manera que
todos sus pensamientos indiscriminadamente están adheridos en todo momento al bien
inmutable, una mente así me alaba en todo momento».
HEINRICH SEUSE

112
El místico Heinrich Seuse (1293/1303-1366), que vivió de cerca el seguimiento de
Cristo y de los Padres del desierto, hizo suya la imagen de Juan Casiano, según la cual el
alma liberada se puede comparar con una pluma.
El escritor Richard Dehmel (1863-1920), precursor y adelantado del expresionismo,
escribió poemas, unos en rima y otros en verso libre, de enorme fuerza simbólica. En sus
Lebensblätter [Apuntes de la vida] escribe la siguiente sentencia: «Nada es pesado, con
tal de que nosotros seamos ligeros». Este «ser-ligeros» nada tiene que ver, claro está, con
la «liviandad» o la «frivolidad» del ser. Significa, más bien, aquella prontitud ensayada y
aquel equilibrio adquirido con que una persona hace frente a los duros embates y
desafíos de la vida. Quien es experto en el arte de «ser-ligero» podrá aguantar más
fácilmente lo pesado. Uno se vuelve «más ligero» cuando no se toma a sí mismo
demasiado en serio. Solo nos tomamos en serio y nos ensoberbecemos cuando nos
empeñamos en cargar sobre nuestros hombros la indiscutible pesantez de la existencia.
No en vano, la sabiduría popular interpreta certeramente aquello de que un violento
ventarrón puede, ciertamente, arrancar de cuajo árboles robustos, mientras que tan solo
puede doblar las frágiles cañas. Esta flexible y absolutamente resistente
«levedad/ligereza» es la que significa la expresión de Richard Dehmel cuando dice:
«Nada es pesado, con tal de que nosotros seamos ligeros».
«Nada es pesado, con tal de que nosotros seamos ligeros» es también un dicho que
el papa Juan XXIII (1881-1963) utilizó con frecuencia. Decía el papa que muchas cosas
son pesadas porque nosotros las llevamos muy a mal. Por la fe en el Espíritu de Dios,
que actúa en el mundo y en cada ser humano, podemos estar convencidos de que Dios
todo lo conduce al bien. El Espíritu de Dios es el que nos hace «ligeros». Él nos hace
percibir que estamos en armonía con nosotros mismos y nos induce a una visión positiva
de nuestra vida, de tal manera que podemos aceptarla positivamente. Incluso cuando la
vida se vuelve difícil, pesada, es el Espíritu de Dios el que intenta otorgarnos nueva
seguridad y confianza para poder dominarla. Aunque el papa Juan XXIII conocía cuanto
de tenebroso, malo y tormentoso hay en el mundo, él siguió siendo siempre optimista.
Creía en un Dios amoroso y se fiaba de su Espíritu más que del Maligno, que
constantemente intentaba desencadenar su furia en el mundo. Esta fe –pensaba Juan
XXIII– es la que tiene que hacernos «ser-ligeros» para que la vida no se nos haga pesada
(cf. Juan XXIII, Breviario del corazón, Frankfurt 1967).

113
43.
Desarrollo de la personalidad

Un día acudió una monja a santa Sarra y le dijo: «Mi señora mía, rezad por mí». La
santa le replicó: «Ni Dios ni yo podemos compadecernos de ti si tú misma no te
compadeces de ti misma haciendo buenas obras y ejercitando las virtudes, como nos
enseñaron los santos padres».
METÉRICON:
LA SABIDURÍA DE LAS MADRES DEL DESIERTO

Hay personas a las da pánico la idea de hacerse mayores. Todo lo importante en su vida
se lo dejan hacer a otros y jamás toman por sí mismas una decisión. Tal vez temen
asumir que tienen que dar un paso esencial en su vida... y luego darlo. Estas personas
están totalmente dispuestas a ayudar y son amables; pero, debido a un sentimiento de
inferioridad, se acoquinan y dejan que otras personas respondan por ellas las preguntas
de su propia vida.

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Aquí, una monja incluso pide a santa Sarra que ruegue por ella. La madre del
desierto reconoce inmediatamente este déficit y rechaza la petición bastante
rigurosamente, diciéndole: «Ni Dios ni yo podemos compadecernos de ti». ¡Qué sola
tuvo que sentirse en ese momento la pobre monja...! Sin embargo, Sarra no le permite
quedarse parada, sino que le aconseja que se preocupe por sí misma y que tome en sus
manos las riendas de su vida. Seguro que le mostraría el camino del hesicasmo (la
oración de quietud) que los padres y madres del desierto practicaban y enseñaban.
En la oración de quietud –oración que no me hace dependiente de nadie– yo me
alzo sobre mis propios pies. Y enseguida tengo la experiencia de que soy alguien valioso
y singular para Dios. Mi autoestima se fortalece, y me atrevo a hacer cosas a las que
antes no me habría decidido por mí mismo. Ya no me relaciono sumisamente con otras
personas ni me considero inferior a ellas, sino que percibo a mi oponente al mismo nivel
en el que yo estoy. Ya no contribuyo a que siga desarrollándose únicamente mi
personalidad, sino también la de los demás.

115
44.
La diferencia

«¿Por qué es tan importante –preguntó el discípulo al maestro que le había iniciado en
la oración de quietud– no hacer absolutamente nada más que repetir interiormente la
palabra oracional e incluso abandonarla? Con un poco de imaginación, podría
representarme una oración de quietud más bella.
«Ciertamente –respondió el maestro–, Has mencionado algo esencial que afecta al
núcleo mismo de la oración de quietud. Entre la oración de quietud y otras formas de
oración hay una gran diferencia. En la oración de quietud –la que los Padres del
desierto comparan una y otra vez con la “pobreza de espíritu”– no hacemos nada por
iniciativa propia, excepto invocar dulcemente el santísimo nombre de Jesús. Mediante
esta silenciosa invocación interior, nos orientamos hacia el Señor, pero, sobre todo,
permanecemos también vigilantes. Nos dejamos atraer –como en el caso de un cuerpo
en caída libre sometido a la ley de la gravedad– por el amor de Dios. Esto, en cualquier
caso, solo es posible si dejamos toda actividad propia, incluso los pensamientos y las
imaginaciones.

116
Puedes comparar los dos modos principales de oración con un nadador y un
buceador. Con la natación se pueden comparar muchas formas tradicionales de
oración: el nadador permanece más o menos en la superficie, aun cuando su esfuerzo
por avanzar le permita también disfrutar de espacios completamente nuevos que antes
no conocía. Para ello, sin embargo, son precisos los movimientos de la natación. La
otra forma de oración es la oración de quietud, que se puede comparar con un
buceador. El buceador se vale de la ley de la gravedad y, simplemente se deja caer
dentro del agua. Una vez que ha conseguido una determinada profundidad, vuelve de
nuevo a la superficie para repetir ese proceso varias veces durante el tiempo de su
oración.
La gran diferencia entre la oración de quietud y muchas oraciones tradicionales
consiste, pues, en que, en la oración de quietud, el que está orando, como el buceador,
se deja sencillamente caer, en la entera confianza de ir a parar a las manos de Dios. En
la mayoría de las otras formas de oración, por el contrario, el que ora está
esencialmente más activo, como sucede en el caso del nadador. Este emplea
conscientemente su capacidad imaginativa, sus pensamientos y sentimientos, para
orientarlos hacia el Señor o hacia un acontecimiento sagrado».

En esta comparación, el maestro ha presentado claramente a su discípulo la diferencia


existente entre dos formas básicas de orar, de modo que ya no queda mucho más que
decir al respecto. Con solo contemplar la imagen, se ve con claridad, una vez más, la
diferencia entre ambos tipos de oración: al fondo, un nadador se mantiene activo sobre el
agua y mira a alguien que, en primer plano, salta de cabeza al agua desde la orilla: este
se puede comparar a un buceador. Saltar sin saber lo que le espera a uno significa para
muchos un riesgo que no les gusta correr. Prefieren, incluso durante la oración, ser
dueños de sí mismos para controlar cualquier acontecimiento.
Al bucear, por el contrario, se da un absoluto abandono y entrega, tanto de toda
percepción sensorial como de las imágenes de Dios. El decir «sí» a la existencia y al
amor de Dios manifiesta una confianza infinita, que es la que tiene quien practica la
oración. El «riesgo» que se corre con esto no tiene, en realidad, ninguna consistencia,
porque quien practica esta forma de oración cae siempre en los brazos de Dios; y, tras
una inmersión en la quietud divina, Dios lo envía de nuevo a la vida activa.

117
45.
Cómo aprenden a volar las águilas

¿Sabéis lo que sucede cuando los polluelos de águila están aprendiendo a volar?
Personas que conocen al dedillo la cordillera del Sinaí lo han descrito plásticamente. El
nido de las águilas, donde se han criado los polluelos, se encuentra arriba, bien alto, en
un peñasco que cae a pico sobre un profundo abismo. Cuando los polluelos están lo
bastante formados y deben ya emprender el vuelo por sí mismos, el águila mayor trata
de expulsarlos del nido. Los pequeñuelos pían y se rebelan, porque todavía no se sienten
capaces de volar. Pero el águila adulta no se anda con chiquitas. De pronto, toma con
sus garras al primero de los polluelos, revolotea sobre el abismo y lo deja caer. El
polluelo agita sus alas e intenta volar; pero no lo logra, y se precipita, cayendo cae
cada vez a más velocidad en el abismo. El espectador empieza a pensar: pronto se
estrellará contra el suelo. De repente, el águila, que tranquilamente, ha ido trazando
círculos en el aire, se lanza disparada hacia abajo, agarra al polluelo en su caída y lo

118
lleva otra vez hacia arriba. Y el juego comienza de nuevo, y poco a poco el polluelo
aprende a utilizar sus alas; puede volar por sí mismo y cortar el aire cada vez más
velozmente.
ADOLF EXELER

Muchas personas que están aprendiendo a practicar la oración de quietud necesitan


todavía algunas instrucciones elementales, prácticas, concretas, para poder «volar» por sí
solas. Quien practica ya dicha oración sabe que la oración de quietud puede de algún
compararse con el vuelo de un pájaro que intenta elevarse. Cuando el pájaro ha logrado
la altura pretendida, planea en su vuelo para mantenerse en el aire.
Esta es una imagen para expresar la independencia respecto de todo, la autonomía y
el sosiego con que debería practicarse –o, mejor dicho, acogerse– esta oración de
quietud. Sin embargo, esa facilidad y esa confianza tienen que ser ejercitadas poco a
poco, hasta que la experiencia enseñe que «en la caída libre» nada –simple y
absolutamente nada– puede suceder. Caemos suavemente en las acogedoras manos del
Padre Dios, que sostiene nuestra vida y que, en situaciones difíciles y cargadas de
angustia, la endereza de nuevo una y otra vez.
El fundamento de la oración de quietud consiste en un sencillo ejercicio espiritual,
mediante el cual quien practica tal oración se dirige a Dios sin esfuerzo, es decir, se deja
caer en las manos de Dios. Por este camino de absoluta oblación, la presencia de Dios se
puede percibir interiormente. Este ejercicio de abandono en la oración de quietud se
inicia con un pequeño impulso espiritual, hasta que la oración comienza por sí misma a
remontar el vuelo. Entonces la oración resulta cada vez más sencilla, más jugosa, más
profunda, más verdadera y más entregada. Le persona que ora está, sin estar ella mismo
activa, completamente presente en una vigilia llena de quietud y sosiego. En este proceso
y en este estado de quietud profunda, nada se retiene, nada puede ser llamado «propio».

119
46.
Las manos, espejo del alma

De manera especial, el rostro y las manos son instrumento y espejo del alma. Por lo que
hace al rostro, resulta claro, sin más. Pero observa por un instante en cualquier persona
–o en ti mismo– cómo un movimiento del alma (de alegría, de sorpresa, de
expectativa...) se manifiesta en las manos... Después del rostro, las manos son la parte
más espiritual del cuerpo...: Gracias a ellas, la persona pueda revelar lo que ocurre su
alma..., como no puede ser de otra manera, porque las manos también tienen su
lenguaje precisamente cuando el alma tanto algo especial que decir –o percibir– en
particular: ante Dios, donde ella quiere darse a sí misma y recibirlo a Él en la oración...
Grande y hermoso es el lenguaje de las manos. De ellas dice la Iglesia que Dios nos las
ha dado para que «en ellas llevemos el alma»... ¡Conserva bien tus manos y trata de que
tu interior coincida verdaderamente con tu exterior...! De ellas no debe salir ninguna

120
especie de juego frívolo o remilgado, sino un lenguaje con el que el cuerpo le dice a
Dios, simple y verdaderamente, lo que el alma piensa.
ROMANO GUARDINI

La vida de oración de muchas personas está a menudo empobrecida y reducida a lo


puramente intelectual. La medida en que la oración de quietud afecta y transforma a toda
la persona lo documentan muchos relatos de experiencias vividas. Apenas si puede
imaginarse cómo el simple ejercicio de la autooblación produce tales efectos en el
cuerpo y en el alma. Dado que alma y cuerpo están referidos el uno al otro y son
inseparables, nuestro cuerpo –particularmente nuestra actitud, nuestros ojos y,
especialmente, nuestras manos– expresa nuestro estado de ánimo.
En la oración de quietud, la naturaleza humana –que por su origen radical y por su
destino último es divina– puede, como de un modo connatural, desarrollarse mejor y
proyectar con más claridad su luz sobre el mundo cuando a su fuerza de irradiación ya
no se interpone nada, ni corporal ni espiritualmente. Por eso es importante no perder de
vista la finalidad de este modo de oración. No consiste en «poder» o «hacer» algo, sino,
única y exclusivamente, en lograr la autoentrega, para que lo esencial (el amor y la
gracia del Creador) se transparente a través de nosotros. El sentido de la oración de
quietud es la transformación, de manera que pueda imponerse lo que el hombre propia y
realmente es: criatura o hijo de Dios que se halla en unión con su origen, que es el amor.

121
47.
Agua fresca de manantial

Imagina dos recipientes que se llenan de agua. A uno de ellos le llega el agua de lejos, a
través de muchas cañerías y otros conductos artificiales. El segundo recipiente está
exactamente allí donde el agua brota de una fuente. Se llena enseguida, hasta el borde,
sin ruido alguno, y el agua se desborda y forma un riachuelo. El recipiente nunca está
vacío, porque el agua mana sin cesar.

El cuadro primero corresponde a los resultados que se siguen de la oración


contemplativa. Los obtenemos a través de la reflexión, en la que nos servimos de
elementos plástico-imaginativos y actualizamos lo pensado, muchas veces de manera

122
sensible e intuitiva. Este procedimiento hace que el pensamiento y la inteligencia se
cansen pronto, porque continuamente estamos ocupados con algo en lo que tenemos que
esforzarnos más o menos. La imagen de Teresa de Jesús, más el rumor del agua por las
diversas cañerías, lo refleja perfectamente.
La falta de esfuerzo y el menguado dispendio de energía que invierte el que practica
la oración de quietud se hacen patentes en el segundo cuadro. El otro recipiente recibe el
agua inmediatamente de la fuente: de Dios mismo. Este proceso –suponiendo que Dios
lo permita– sucede en nuestro interior, en la más extrema quietud y con la máxima paz.
El desbordamiento no se percibe en el corazón a modo de consolación, como es el caso
de la contemplación, sino que el agua fluye, primero imperceptiblemente, hacia todos los
ámbitos del alma, hasta que al fin la quietud y la paz se extienden tanto por tus
sentimientos como por todo tu cuerpo.
El fluir espiritual comienza en Dios y culmina en nosotros. Nos sentimos afectados
tanto interior como exteriormente. En la oración de quietud no es solo tu corazón lo que
el Señor ensancha, sino también tu alma. Tan pronto como el agua de la fuente irrumpe
en lo profundo de tu alma, ensancha y llena tu interior y regala al alma con bienes
indecibles. La fuente de la que brota el agua no es, ciertamente, visible; sin embargo, sí
percibes cómo ese agua viva te empapa y te llena en cuerpo y alma.

«Bebe agua de tu propia fuente,


bebe a chorro de tu pozo.
Sea tu fuente bendita».
(Prov 5,15.18a)

123
48.
La experiencia del silencio

Un buen día llegaron unos visitantes hasta un lugar al borde del desierto donde vivía un
monje. Llenos de curiosidad, le preguntaron: «¿Qué sentido le ves a esta vida que llevas
en absoluto silencio?». Al escucharlo, el monje, que estaba ocupado en sacar agua de
una profunda cisterna, dijo a sus visitantes: «Mirad dentro la cisterna y decidme qué
veis». Ellos miraron dentro de la cisterna y dijeron: «No vemos nada». Tras una corta
pausa, el eremita les invitó de nuevo: «¡Mirad bien dentro de la cisterna! ¿Qué veis?».
Los visitantes miraron de nuevo y dijeron: «Sí, ahora nos vemos a nosotros mismos».
Entonces dijo el monje: «Antes, cuando estaba sacando agua, esta estaba revuelta.
Ahora el agua está tranquila, y vos-otros habéis reconocido vuestra imagen reflejada.
Esta es la experiencia del silencio: que uno se ve a sí mismo».

El día mismo en que una persona empieza a vivir de un modo algo diferente, los demás
experimentan curiosidad; más aún, a veces hasta se sienten intranquilos. Quieren saber

124
por qué esa persona hace o deja de hacer esto o lo de más allá. Si le preguntan, y ella
encuentra un buen motivo que explique su nueva forma de vida, puede convencer e
incluso, tal vez, inducir a otros a hacer lo mismo que a él le resulta agradable. La
experiencia, sin embargo, muestra que muchos no entienden o no quieren entender la
respuesta, y entonces se marchan criticando.
El simbólico relato anterior introduce en una vida de silencio a la que el monje se
ha retirado. Como sabe que no puede dar respuesta a la pregunta de la gente solo con
palabras, les incita a una experiencia plenamente personal. En la superficie todavía
revuelta del agua no veían nada; pero cuando el agua se calmó, vieron reflejada su
imagen. Y el monje añade: «Esta es la experiencia del silencio: uno se ve a sí mismo».
Seguro que el monje tenía muchas más cosas que responder, pero se contuvo,
porque no quería apabullar a sus visitantes. Una persona que busca sinceramente a Dios
nunca permanece anclada en sí misma, sino que, a través del autoconocimiento, avanza
un tramo tras otro en el camino hacia Dios. El autoconocimiento y el cultivo del propio
espíritu son condiciones indispensables para reconocer a Dios. Si en alguna medida
estamos en equilibrio con nosotros mismos, entonces la paz interior que de ahí procede
constituye un peldaño de nuestra escala celeste. Para subir por ella hacen falta muchos
peldaños como, por ejemplo, la humildad y la modestia. Sin embargo, para cultivar y
fomentar o incluso desarrollar las buenas virtudes, se requiere un cultivo que no solo nos
prometa un desarrollo de la personalidad, sino que además nos abra puertas hacia el
cielo. Ambas cosas las proporciona la oración de quietud.
Esta sencilla forma de orar, que se practica en el silencio y en el retiro, y en la que
repetidamente invocamos el nombre de Dios, es capaz de liberarnos de todo lastre y
dejar expedito nuestro camino hacia el Creador. Esa condición necesaria para llegar a la
cercanía con Dios y encontrarnos con Él en algún momento no la cumple, ni muchísimo
menos, cualquier forma de oración. Por eso, nunca se apreciará y valorará
suficientemente la oración de quietud, que nos lleva escaleras arriba hacia el cielo,
liberándonos de una carga que no es nuestra y que, por tanto, tampoco tenemos por qué
llevar. Por encima del autoconocimiento, y siempre mediante la oblación-entrega, nos
conduce, por encima y más allá de nosotros mismos, a la presencia de Dios.

125
49.
No nos dejes caer en la tentación

Cuenta el abad Evagrio: «Estando yo atormentado por pensamientos del alma y por
pasiones del cuerpo, fui al abad Macario y le dije: “Padre mío, dime una palabra que
me devuelva las ganas de vivir”. El abad Macario le dijo: “Echa tu ancla en lo
profundo de la oración, y la barquichuela de tu vida, con la gracia de Dios, resistirá
todas las olas de Satán, los embates y tempestades de este tenebroso, mendaz y frívolo
mundo”. Seguí preguntando: “¿Qué significan la barquichuela, el ancla con su cadena
y la piedra que la sujeta?”. Replicó el abad Macario: “La barquichuela es tu corazón:
vigílalo; la cadena del ancla es tu espíritu: amárralo a nuestro Señor Jesucristo, que es
ciertamente la piedra angular y tiene poder sobre todas las corrientes y olas del
demonio que asaltan a los santos. Digamos interiormente: ‘Señor Jesucristo, ten
compasión de mí; yo te adoro, mi Señor Jesús, apresúrate a socorrerme’. Exactamente
igual que el pez es atrapado, sin que él lo sospeche, por la ola con la que se debate, lo
mismo le sucede al demonio. Si estamos anclados en el poder del nombre salvífico de

126
nuestro Señor Jesucristo, el demonio se verá atrapado en las tormentas y los embates
que él mismo suscita contra nosotros, y se volverá inofensivo”».
PEQUEÑA FILOCALIA

En su introducción al capítulo 153 «Sobre la oración», Evagrio Póntico (345-399) se


refiere a su gran maestro, Macario (300-390), al que tenía mucho que agradecer. Tema
fundamental de Macario, junto a la lucha entre el bien y el mal en el corazón humano, es,
sobre todo, una vida de oración pura que conduce a Dios. Macario subraya la necesidad
de una oración continua y de alcanzar a Dios en la experiencia y en la plenitud,
especialmente en la experiencia de la luz divina. «Cuando tu alma se haya convertido
por entero en ojo espiritual y en luz..., entonces vivirás también la vida verdaderamente
eterna. Porque, a partir de ese momento, tu alma descansará en el Señor».
Son tan solo unas pocas palabras, si bien frecuentemente repetidas, las que
componen esta oración. Juan Casiano, más tarde, da cuerpo a esta doctrina de Macario
sobre la oración y propone una determinada forma de orar. El sentido de esta antigua
forma de orar consiste en ir desmontando fuerzas negativas, destructoras y malignas y
alzar una muralla defensiva, de manera que esas fuerzas no vuelvan a asaltar
demoledoramente a la persona ni hallen forma alguna de acceder a su interior.
El que practica esta oración se enfrenta a las hostiles solicitaciones y tentaciones
con palabras de Dios cargadas de promesas, para encontrar o reencontrar la paz que
habita dentro del alma. Se superan el letargo y la resignación, el hastío y la
superficialidad, incluso todo tipo de mediocridad. Mediante esta oración tan sencilla,
quien la practica se libera de todas las oscuridades y es conducido a la luz, a la cercanía
de Dios. Quien practica esta oración se defiende de las fuerzas destructoras que
demasiado fácil y rápidamente penetran en los propios pensamientos y sentimientos.
Gracias a esta forma de oración, se interrumpe el flujo constante de pensamientos, de
manera que puedan dilatarse en el alma la paz y el sosiego. Mediante la frecuente
repetición de un solo y único versículo de la Sagrada Escritura se rechazan las tenebrosas
fuerzas atacantes, al tiempo que se reduce cada vez más la actividad intelectual, de
manera que en su lugar penetra una profunda paz.

127
50.
Retirar los obstáculos lleva tiempo

Hace mucho tiempo, vivía en el norte de China un anciano, cuya casa daba al sur.
Delante de la puerta de su casa se alzaban las dos grandes cumbres del Taihang y del
Wangwu, que proyectaban su sombra sobre toda la extensión y cerraban el camino
hacia el sur. Nada podía florecer debidamente, porque casi siempre faltaba el sol.
Decidido, el anciano puso manos a la obra con sus hijos. Se proponían trasladar los
montes con azadones.
Cuando el vecino lo vio, no hacía más que menear la cabeza: «¡Pero qué ingenuos
sois...! –exclamó–; ¡es absolutamente imposible trasladar ese imponente macizo!».
Tras sonreír burlonamente, el anciano dijo: «Cuando yo muera, mis hijos
proseguirán este trabajo. Cuando mueran mis hijos, seguirán haciéndolo mis nietos.
Cierto que los montes son altos, pero no crecen. Nuestras fuerzas, por el contrario,

128
pueden crecer. Con cada bloque de tierra y con cada piedra que extraemos, nos
acercamos más a nuestra meta. Es, sin duda, infinitamente mejor hacer algo que estar
quejándonos de que los montes nos quitan el sol, la vista y el paso». Y, con una
convicción inquebrantable, el viejo siguió cavando. Esto afectó y conmovió a Dios, que
envió a dos de sus mensajeros a la Tierra, los cuales, cargándolos sobre sus espaldas,
removieron de allí ambos montes.
DICHOS DE MAO TSE-TUNG

En la oración de quietud tenemos ante la vista y en el corazón un enorme objetivo y


sabemos que para Dios nada hay imposible (Lc 1,37). En su deseo apasionado, nuestra
alma querría subir hasta Dios y hacerse-una sola cosa con Él. Sin embargo, todavía nos
sentimos en la oscuridad y, con frecuencia, dejados de la mano de Dios. En vez del
fuego del amor, únicamente oscila dentro de nosotros una pequeña chispa, porque en
nuestro interior falta «oxígeno» para encenderlo. Mucho de lo que pugna en nosotros por
vivir se ve asfixiado por impresiones reprimidas, lastres y obstáculos que impiden vivir.
La oración de quietud –como todo método místico de oración– actúa, antes que
nada, purificando y liberando, de tal manera que a la vida se le da una nueva oportunidad
de vivir. Mediante la paz divina que reciben cuerpo, espíritu y alma, se va desmontando,
progresivamente y paso a paso, todo obstáculo que se interpone en el camino. Una
característica exigida por la oración de quietud consiste, por tanto, en tener paciencia y
alegrarse hasta del más mínimo avance de purificación y liberación. Cuándo se producirá
definitivamente esa liberación, es algo que no sabemos. Y tampoco deberíamos cavilar
sobre ello, perdiendo así un tiempo precioso. El estar libre de todo cuando bloquea el
camino hacia el cielo se nos dará en algún momento por gracia; sin embargo, no
deberíamos impacientarnos, sino, más bien, esperar. En la oración de quietud nos
acercamos al Creador, por el que nuestra alma suspira. Y alguna vez, gracias a nuestra
continuada oración de quietud y a la ayuda de Dios, quedará expedito el camino, de
modo que nuestra alma quedará plena y absolutamente iluminada por el amor. Ya no hay
sombras, y nada se opone a la fuerza de irradiación del amor de Dios.

129
51.
A quien carga con el yugo,
el yugo le sostiene

Una antigua tradición de los pescadores de las Lofoten, un grupo de islas frente a la
costa norte de Noruega, dice que, cuando se esperan las grandes tormentas, muchos
pescadores dejan en la playa sus chalupas, es decir, sus botes, y se encierran en sus
viviendas. Otros, por el contrario, se apresuran a poner sus chalupas en perfectas
condiciones para navegar y se dirigen a alta mar. Se aventuran a dar este valiente paso
porque saben que, en las grandes tormentas, sus botes están más seguros en alta mar
que en la playa. Las grandes olas que rompen en la orilla destrozan rápida y fácilmente
las chalupas que allí se encuentran, arruinando la vida de los pescadores. Mediante el
arte de navegar, los botes de los pescadores, incluso en medio de las más violentas
tormentas, se pueden salvar en alta mar mejor que los que están en la orilla. Para los
pescadores comienza ahora en el mar una vida especialmente dura: lo arriesgan todo
con la esperanza de que sus chalupas naveguen contra viento y marea sin sufrir daño.

«Acudid a mí los que andáis agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y


aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y os sentiréis aliviados. Porque

130
mi yugo es blando, y mi carga ligera» (Mt 11,28-30).

Un yugo es un aparato que se pone preferentemente a animales de carga, como los


bueyes, en torno al cuello, para que puedan arrastrar cargas pesadas. Referida a personas,
la palabra yugo se emplea también en el sentido de «soportar una cruz».
Si aceptamos la tarea que el Señor nos encomienda –un destino inesquivable, por
tanto–, hallaremos paz para nuestra alma. Jesús invita de manera muy especial a acudir a
Él a todos los hombres y mujeres que tienen que pasar un trago amargo. Promete alivio y
paz interior. Más aún: en toda necesidad, pero también en general, en cualquier momento
de nuestra vida, podemos acudir a Él. Deberíamos recordar esta invitación siempre, tanto
en los días buenos como en los malos. Cuando nos va bien y estamos ocupados con un
montón de cosas, la olvidamos con demasiada facilidad. Y en los días malos, cuando
algo nos es gravoso, o nos llama una obligación que se cruza en nuestros planes, estamos
en parte tan solicitados y sobrecargados que no tenemos presentes ni a Jesús ni su
amorosa benevolencia.
Deberíamos se constantemente conscientes de esta consoladora y maravillosa
promesa de Jesús, sobre todo cuando en nuestra vida llegamos a un punto en el que ya no
sabemos cómo seguir adelante. Jesucristo conoce nuestra necesidad. Para ayudarnos y
para recorrer con nosotros el camino lo envió el Padre y vino él al mundo. Y nos
promete: «Yo os aliviaré», yo os procuraré descanso en toda dificultad que tengáis que
pasar y soportar.
Precisamente cuando nos sentimos al límite de nuestras fuerzas, cuando no
encontramos solución a un problema candente o cuando una pesada carga parece
aplastarnos, deberíamos tener confianza, alzar los ojos al cielo y pedir la gracia de la
ayuda de Dios. Jesús nos concederá la paz y el equilibrio divinos, así como la fuerza para
seguir avanzando, si nos volvemos a Él suplicantes. Las mayores fuentes de energía de
las que podemos beber su gracia son la sagrada eucaristía y la oración de quietud. Con
todo, también nos ayuda con gracias invisibles precisamente allí donde menos lo
esperamos. Desea atraernos para hacernos participar de su vida divina y eterna. Jesús
desea apasionadamente no solo que acudamos a Él en nuestros apuros y necesidades,
sino que nos confiemos a Él siempre. Entonces podremos estar seguros de vivir la

131
experiencia de encontrar paz para nuestra alma y de que el yugo, tal vez muy pesado,
que tengamos que llevar se transforme en un yugo más ligero.
Mediante la oración de quietud aprendemos a amar, a perdonar y a disculpar. Nos
entregamos a la voluntad y al amor de Dios y, por Cristo, en Cristo y con Cristo,
maduramos para el cielo y para Dios, en quien seremos transformados.

132
52.
Medios para madurar

Dos monjes pensaron abandonar el monasterio. Cuando el abad les preguntó el motivo
de su descontento, coincidieron en decir: «Nos habíamos imaginado que la vida aquí
sería más fraternal. Pero hay en nuestra comunidad algunos que no pueden
aguantarnos y están criticando continuamente lo que hacemos y lo que dejamos de
hacer».
Tras una larga pausa, dijo el abad: «Para poder madurar, muchas veces son más
valiosos los adversarios que los amigos». Y despidió a ambos con su bendición.
ROLAND BREITENBACH

En el corazón de las personas surge un movimiento de distanciamiento y de ruptura,


sobre todo cuando perciben en su entorno escaso reconocimiento y aceptación. Con
frecuencia, una persona descontenta y desilusionada busca a alguna otra que esté

133
viviendo una suerte parecida. Entonces, ambas hacen causa común en su –así llamada–
«cruz» y la tienen continuamente presente...
Con todo, se dan bastantes casos en los que es vitalmente necesario dar marcha
atrás e intentar comenzar de nuevo en otro lugar. Ahora bien, lo más frecuente es que,
por motivos realmente triviales, algunos «arrojen la toalla», se resignen y, desencantados
y heridos, abandonen una comunidad o rompan un vínculo y una pertenencia. A esas
personas, precisamente, es a las que se dirige el abad en nuestro relato con estas
decisivas y certeras palabras «para poder madurar, muchas veces son más valiosos los
adversarios que los amigos». Si ambos monjes hubieran interpretado rectamente estas
palabras, seguro que se habrían quedado en su monasterio y habrían aceptado la
oportunidad y el reto de una maduración más rápida. El abad no les impidió la marcha,
sino que les dio su bendición y, conforme a su deseo, los despidió.
Escurrir el bulto ante algo desagradable es fácil de momento; pero, a la larga, es
algo que acaba lamentándose y que deja un peso en el alma. Cuando el ego y la vanidad
se encrespan con tanta fuerza, es lícito suponer que falta una fe recia. Una vez que
hemos elegido un camino creyendo que hemos elegido correctamente, el Señor nos ha de
enviar señales, así como a personas que se crucen en nuestro camino. Precisamente esas
señales y personas tienen infinidad de cosas que decirnos, porque forman parte esencial
de nuestra maduración. Una cita realmente decisiva de Carl Gustav Jung dice así: «Solo
se transforma lo que se asume».
Única y exclusivamente con buena intención y con voluntad, apenas lograremos
advertir y aceptar muchos signos que Dios pone en nuestro camino. La oración de
oblación o de quietud reblandece todas las durezas que llevamos dentro. Esto comienza
por el ámbito corporal, prosigue por el emocional y actúa hasta interior mismo del alma.
A esto se añade, como segunda fase en la oración de quietud, que se nos descubren
nuevas relaciones y se nos iluminan cosas que antes quedaban veladas por la oscuridad.
En este plano, muchas ideas nos permiten aguantar, incluso agradecidamente, una
situación o a una persona ante la que antes habríamos echado a correr.
En la oración de quietud se añade un nuevo y tercer momento importante: nuestra fe
se fortalece de tal manera, por confirmación y por experiencia, que se convierte en
fundamento sólido, capaz de cargar y soportar mucho peso. En ese momento resulta fácil
tomar decisiones importantes desde ese plano, porque se toman por Él, con Él y en Él.

134
53.
Verdear, florecer y dar fruto

Un discípulo se quejaba, ante el maestro que le había iniciado en la oración de quietud,


de que tan solo unas pocas de sus expectativas se habían cumplido. El maestro le animó
a seguir trabajando y a no fijarse ninguna expectativa concreta con respecto a la
oración de quietud. Y le propuso el ejemplo siguiente: «Un joven se había retirado al
desierto de la Tebaida para hacer llevar temporalmente vida de ermitaño. El abad que
le acompañaba en su vida de anacoreta tomó un pedazo seco de madera, lo plantó y
dijo: “Riégalo diariamente con un cubo de agua hasta que dé fruto”. Aunque el joven
vivía lejos del agua, hizo lo que el abad le había ordenado. Y acabó sucedió lo que hasta
entonces había sido inimaginable para él: al cabo de tres años, la madera cobró vida y
comenzó a verdear, a florecer y a dar fruto».

Otra indicación sumamente importante respecto de la oración de quietud es la siguiente:


en la oración hay que ser tenaz y perseverante. Puede haber momentos en los que quien
hace oración se sienta inclinado a arrojar la toalla, porque –así piensa– no se ve en ella

135
ningún resultado. Pues, precisamente en esos momentos, lo indicado es seguir orando sin
vacilación, sin expectativa o idea preconcebida alguna.
¿Sabemos, cuando en la oración invocamos una y otra vez al Creador y le
devolvemos el regalo de una parte del tiempo de nuestra vida, qué es lo que en el fondo
de nuestra alma comienza a sanar, a crecer, a dar fruto? Como nuestra capacidad
perceptiva interior todavía no puede en absoluto escudriñar todo el trasfondo de nuestro
espíritu, deberíamos confiar en que, en cada oración, dentro de nosotros sucede algo
bueno y que, tal vez, solo a muy largo plazo nos resulta perceptible.
Una cosa hay que añadir aún: Dios oye y escucha toda oración. En cualquier caso,
es extraordinariamente importante saber que de la escucha no siempre tenemos acuse de
recibo inmediato. Igualmente, el modo en que Dios accede a nuestra oración puede ser
muy diferente de como nosotros lo imaginamos o lo esperamos.
En ningún caso debemos abandonar la oración porque no obtengamos el resultado
esperado o porque creamos que no hemos sido escuchados. Si presentamos nuestra
oblación –y en la oración de quietud se trata de la oblación total–, el Creador sabe mejor
que nadie qué es lo que nos devuelve y en qué momento lo hace; y sabe también lo que
más necesitamos. Muchas veces, no tenemos ni la menor idea al respecto. ¿O es que al
«ángel» que sale de Dios para traernos un mensaje de salvación o un don de gracia no lo
detienen con excesiva facilidad fuerzas impías, alumbradas por nosotros mismos con
nuestra impaciencia, nuestra sabihondez, nuestro afán de notoriedad o nuestra falta de
humildad? Nada debería impedirnos seguir recorriendo el camino de la oración.

136
54.
El número de teléfono

Alfonso era un vagabundo, y lo que tenía no era gran cosa. Para ser exactos, no era
absolutamente nada. De la indumentaria que llevaba –un traje remendado y asqueroso;
una camisa, si es que eso se podía llamarse «camisa», y unos zapatos–... mejor ni
hablar.
Alfonso era un vagabundo, y lo que tenía era para él toda una fortuna. Tenía algo
que yo no había visto a nadie: un número, grabado oblicuamente, entre el comienzo y el
final e la palma de su mano izquierda. Y el cero del principio indicaba que se trataba de
un número de teléfono.
Alfonso era un pobre diablo. Y cuando alguna vez «repostaba de lo lindo» y se
tumbaba a dormir en alguna parte, bajo el puente, y la gente lo «pescaba», muchas
veces no podía ni hablar; ni siquiera podía decir su nombre. Pero una vez pudo hacer

137
algo: poner a la gente ante los ojos su mano izquierda. Ellos marcaron el número en un
teléfono, y se presentó un párroco, su párroco. Alfonso tenía una dirección infalible.
Alfonso era un menesteroso. Y lo que tenía era confianza. Confianza en una
persona. Ya podía haber estado allí veinte veces o treinta y ocho: todavía ni una sola
vez se le había cerrado la puerta. «Mientras no se me pierda este número, no estoy
perdido». Esa única persona representaba para Alfonso la vida.
ULRICH BACH

Nadie querría acabar quedándose solo. Todo el mundo añora un apoyo, una persona, un
lugar... donde encontrar amparo y acogida. Alfonso, el vagabundo, ha encontrado una
buena solución para él: puede disfrutar alegre y libremente de su vida «venida a menos»;
sabe que, en caso de necesidad, el párroco siempre estará ahí y le ayudará. Su número de
teléfono significa salvación; infinidad de veces lo ha comprobado.
Si también nosotros hemos tenido la suerte de encontrar una fuente particular de
protección y amor en nuestra vida, no solo debemos estar agradecidos a ella, sino que,
además, tenemos que cuidarla. Un cuidado que puede resultar completamente distinto,
según cuál sea la calidad de la fuente. La fuente principal y más noble es, sobre todo, la
celebración de la eucaristía. Para muchas personas, sin embargo, el acceso a ella, así
como a la oración, está vedado. En el camino de su vida –provisionalmente, a causa de la
transitoriedad– han escogido a una persona querida que les proporciona apoyo y fuerza.
Si ese cariño, además, tiene el apoyo de una fe viva, puede durar por encima y más allá
de la muerte. Es ese «tesoro en el cielo» que nos podemos crear ya aquí en la tierra.
Volviendo una vez más a Alfonso y a su tesoro –el número de teléfono del
párroco–, la oración de quietud puede considerarse como algo parecido. Es una especie
de número secreto de teléfono por el que llamo a Dios, el Altísimo. En cualquier caso,
esto no debería suceder solo en momentos de necesidad o de peligro, sino regularmente,
para que así se vaya construyendo una firme amistad que resista y soporte todo tipo de
cargas. Como Alfonso, podemos fiarnos de una última seguridad que no nos deja en la
estacada, sino que abre los brazos y nos recibe llena de amor. Pero ello exige estar en
contacto continuo con el Señor, que puede hacerse a través de la eucaristía y de la
oración de quietud, para que ni el olvido ni la superficialidad ni el abandono se apoderen
de nosotros.

138
55.
Visión integral

El pequeño disfrutó toda la tarde esperando el regreso de su padre. Cuando este, al fin,
aunque con retraso, llegó a casa, el pequeño saltó a su cuello y no quería soltarlo.
Como, por otra parte, esa tarde tenía que solucionar algunos asuntos profesionales para
el día siguiente, lo que probablemente le llevaría un par de horas, el padre reflexionó
cómo podía tener entretenido a su hijo. Un primer momento se lo dedicó, sin embargo, a
él. Pero, como el tiempo urgía, se le ocurrió una idea brillante, según creía él: metió la
mano al azar en el revistero, sacó una revista y abrió casualmente por una página con
un mapa que reproducía «la travesía de Aníbal por los Alpes». El padre rasgó entonces
la página en trozos bastante pequeños y se los dio a su hijo. «Aquí tienes una tarea

139
estupenda para ti. Has visto que en la hoja había un mapa. Sencillamente, ¡intenta
recomponerlo!».
El padre creyó haber dado ocupación a su hijo para un tiempo algo más
prolongado, a fin de poder centrarse en su propio trabajo. Sin embargo, contra lo
esperado, al cabo de un breve espacio de tiempo, el hijo volvió con el mapa
recompuesto. «Pero ¿cómo es posible?, preguntó el padre, absolutamente sorprendido.
«Estaba “chupado” –repuso el chaval–. Por detrás hay una imagen grande de una
persona. No he tenido más que recomponer a la persona, y ahí está ya entero el mapa de
nuevo».

A veces nos encontramos ante tareas que nos sobrecogen, porque creemos que nunca
vamos a poder realizarlas. Los detalles presentan un cuadro tan enrevesado que, más que
invitarnos a abordar gustosamente el trabajo, nos enreda aún más. No raras veces,
dejamos a un lado lo necesario que se nos propone, y nos extraña ponernos enfermos.
Sin embargo, ¿qué puede hacer una persona para realizar lo antes posible su tarea?
Deberíamos, aun cuando nos parezca irrealizable, no ponernos nerviosos y salir
corriendo. Hablando metafóricamente: deberíamos echar una mirada al cielo e implicar
al Creador, porque sin Él no vamos a conseguir nada.
El jovenzuelo de nuestro cuento hace por intuición algo decididamente llamativo.
Da la vuelta a unos cuantos trozos de papel y observa que al dorso del mapa que tiene
que recomponer aparece la fotografía de una persona. Toma esa foto como orientación
para su trabajo. Y como, al contrario que sucede con el mapa, está familiarizado con
todas las peculiaridades de un rostro humano, se representa mentalmente esa imagen y, a
toda velocidad, la recompone de nuevo con todos los trozos de papel.
Metafóricamente y aplicada a la oración de quietud, ¿qué significa la palabra
dorso? Dejamos tranquila para el tiempo de oración nuestra auténtica tarea –trabajar en
la recomposición del mapa– y damos la vuelta a la «imagen». Es decir, nos aplicamos a
una dimensión completamente distinta: al silencio y a la quietud, en los que se nos ofrece
una visión integral. Precisamente al tomar distancia y al liberarnos de todas las minucias,
nos tranquilizamos, logramos una visión de conjunto y se nos ofrecen posibilidades
creativas de solución de nuestras tareas, frente a las cuales lo que más nos habría gustado
antes habría sido salir por pies... Con la oración de quietud nos sumimos cada vez más

140
profundamente en nuestra interioridad..., hasta el fondo del alma, en el que está impresa
la «imagen» del Creador. Como en un puzzle, asumimos en nosotros, pedazo a pedazo,
algo de su imagen, de su voluntad y de su amor, de tal manera que por Él, con Él y en Él,
sin gran esfuerzo, podemos dominar nuestra vida, reconfigurarla con éxito y completar
las tareas que tenemos ante nosotros.

141
56.
Dichosos los que no emplean la fuerza

En el discurso que Astrid Lindgren (1907-2002) pronunció en 1978 en la Paulskirche de


Fráncfort durante la entrega del Premio de la Paz, concedido por la industria alemana
del libro, dijo: «Pero a quienes ahora, tan llamativamente, piden más mano dura y unas
riendas más rigurosas quisiera referirles lo que en una ocasión me contó una respetable
dama, una madre joven en los tiempos en que aún se creía en los proverbios de la
Biblia: “Quien escatima la vara odia a su hijo”. En el fondo de su corazón, no lo creía
en absoluto; pero un día su hijo pequeño hizo algo por lo que, en su opinión, se había
merecido una buena tunda, la primera de su vida. Le ordenó ir al jardín y buscar él
mismo un palo que luego debía llevarle a su madre. El niño fue y permaneció mucho
tiempo fuera.
Al fin, volvió llorando y dijo: “No he podido encontrar ningún palo, pero aquí
tienes una piedra que puedes lanzarme”. Entonces la madre comenzó también a llorar,
porque de repente lo vio todo con los ojos del niño. El niño debió de pensar: “Lo que
realmente quiere mi madre es aplicarme un castigo, y eso puede hacerlo también con

142
una piedra”. Ella tomó a su hijito en brazos, y ambos lloraron juntos un rato. Luego
puso la piedra a un lado, en la cocina, y allí siguió como aviso permanente de la
promesa que en esa hora se hizo a sí misma: “¡Violencia, jamás!”».

En todos los cuadros conocidos de Cristo resucitado, Jesús está representado con las
cicatrices de las llagas. Con ello, los pintores quieren decir que también como resucitado,
en su desmedido amor a los hombres, se siente Jesucristo tan cercano al ser humano que
está dispuesto constantemente a volver a compartir con nosotros nuestro sufrimiento, a
llevar juntamente con nosotros nuestra cruz, a bajar al reino de la muerte para luego
llevarnos consigo en su resurrección. En cada sufrimiento que los humanos se infligen
unos a otros, sufre juntamente Cristo y es de nuevo crucificado. Las llagas de Jesucristo
solo llegarán a cerrarse finalmente cuando ningún ser humano en toda la creación tenga
que sufrir más.
Jesucristo recorrió el camino de la no violencia. Tomó sobre sí el sacrificio de la
muerte y resucitó. En adelante, sin embargo, se identifica con todos los que en este
mundo sufren o han sido víctimas de la injusticia y de la violencia. Por su sumisión, su
mansedumbre y su docilidad, el cordero se ha convertido en el más importante símbolo
de Cristo, por cuanto encarna el sacrificio hasta la muerte y la victoria sobre ella.
En la misión de Jesús se basa la reconstrucción de la más innata y originaria
naturaleza de la no violencia. Al seguirle a Él y su palabra –«dichosos los mansos,
porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5,5)–, nos llenamos también nosotros de
mansedumbre –de no violencia–, de modo que ya no coaccionamos a nadie, sino que
confiamos en Él. Con sola nuestra voluntad no podremos lograr ese cambio. Es preciso
añadirle aún algo esencial. Si en la oración de quietud nos entregamos a Dios sin reserva
y abrimos nuestro corazón y nuestra alma, entonces recibimos su benevolencia y su
amor, que nos salen al encuentro. En Él no hay coacción ni violencia. Cristo nos invita a
aprender de Él. La oración de quietud sirve para revitalizar tanto el amor como la palabra
de Jesús y para vivir en consecuencia.

143
57.
Tres hijos

Tres mujeres querían sacar agua de un pozo. No lejos de allí, en un banco, estaba
sentado un anciano que escuchó cómo las mujeres alababan a sus hijos.
«Mi hijo –dijo la primera– es tan hábil que deja atrás a todos los demás...». «Mi
hijo –dijo la segunda– canta como un ruiseñor. No hay nadie que tenga una voz tan
hermosa como la suya...».
«¿Y por qué no alabas tú a tu hijo?» –preguntaron a la tercera, al quedarse esta
callada–. «Él no tiene nada que yo pueda alabar –respondió–. Mi hijo no es más que un
muchacho corriente; no tiene nada de especial en sí mismo...».
Las mujeres llenaron sus cántaros y regresaron a sus casas. Pero el anciano fue
siguiendo despacio sus pasos. Los cántaros eran pesados, y las manos, cansadas de
trabajar, débiles. Por eso, las mujeres hicieron una pausa para descansar, porque les
dolía la espalda.
Entonces les salieron al encuentro los tres jóvenes. El primero se puso sobre las
manos y dio una voltereta tras otra. Las mujeres exclamaron: «¡Qué habilidad la de este

144
muchacho!». El segundo cantó tan deliciosamente como un ruiseñor, y las mujeres
escuchaban embobadas y con lágrimas en los ojos. El tercer muchacho se acercó a su
madre, levantó el cántaro y lo llevó a casa.
Las mujeres preguntaron entonces al anciano: «¿Qué te parecen nuestros hijos?».
«¿Dónde están vuestros hijos? –preguntó sorprendido el anciano–. ¡No veo más que a
un solo hijo!».
LEÓN N. TOLSTÓI

Este precioso relato de León Tolstói muestra lo que es esencial y cómo las apariencias
engañan. Dos madres están orgullosas de sus hijos: el uno hace virguerías; el otro puede
cantar como un ruiseñor. Que algo tan hermoso impresiona los sentidos y es imponente...
se comprende. El hecho más profundo de este relato ocurre silenciosamente, y el
espectador lo comenta diciendo que solo ve a un hijo: el que toma en sus manos el
cántaro de agua de su madre. Se trata de ver lo esencial, no lo que deslumbra.
Intentemos establecer una relación con la oración de quietud. Si uno hace oración,
exteriormente nadie lo nota. No se exige en absoluto nada más que la disposición de
ofrecer al Señor el tiempo de la oración, abrirse a Él interiormente y aceptar su gracia y
su amor. La oración de quietud no es ninguna obra de arte ante la que tal vez uno «se
quitaría el sombrero». Tampoco le acompaña ritual ni canto alguno. La oración de
quietud consiste en la silente vibración interior de un único pensamiento que, como tal,
se pierde y, mediante la invocación del santísimo nombre de Jesús, se convierte en un
estado de lucidez interior llena de paz. Aquí, el Señor puede obrar y «tocarnos»...
Practicamos la oración de quietud, no por la oración de quietud en sí, sino para dar
gloria al Señor y pedirle sin palabras que nos cambie para mejor. Todo ello sucede en
nuestro interior; lo cual, sin embargo, no significa que el bien que nos es dado recibir
tenga que permanecer oculto. En el momento en que se nos solicita, afluyen a nosotros –
y a otros a través de nosotros– energías que en el momento adecuado producen el efecto
oportuno. El joven que arrebata de manos de su madre el pesado cántaro de agua no
habrá hecho, ciertamente, ninguna oración de quietud; sin embargo, intuitivamente, por
amor, hace lo debido.
Muchas personas, sin embargo, están muy lejos de todo esto y únicamente giran en
torno a su ego, por lo que necesitan absolutamente una cultura del corazón. De esa

145
cultura forma parte la oración de quietud, que interioriza toda forma de orar formalista y
exteriorizada y que, con todas sus maravillosas propiedades, cuida de que lo debido se
imponga a su debido tiempo. De este modo resulta armoniosa la vida, y así nos «ven» los
otros... y, en último término, Dios.

146
58.
Aprender a esperar

«¿Qué puedo hacer por mi parte para llegar antes a la iluminación?», preguntó un
discípulo a su gurú, al que ya hacía tiempo que seguía. El maestro se limitó a decir:
«Con la iluminación ocurre como con la salida del sol». Ambos callaron, y se produjo
una pausa en su conversación. Luego prosiguió el gurú: «No puedes hacer más que
esperar hasta que salga el sol, es decir, hasta que se te regale la iluminación».
«Entonces –preguntó el discípulo–, ¿por qué me retiro varias veces al día para
orar e intento ordenar mi vida de modo que sea agradable a Dios? El maestro le
respondió: «Si con la oración y un trabajo apropiado no te preparases a la salida del
sol, podría suceder que no percibieras la salida del sol o que incluso te la perdieras por
estar dormido».

La palabra iluminación les resulta extraña a muchos cristianos y les recuerda las
religiones asiáticas. Sin embargo, el pequeño relato anterior tiene también algo muy
concreto e importante que decirnos a nosotros, los cristianos. Ya los primeros cristianos
veían en el sol un símbolo de Cristo y esperaban con pasión su salida. Muchos ritos y

147
liturgias de la Iglesia primitiva tenían este trasfondo, como lo muestran los ábsides de
muchas iglesias antiguas orientadas al Este.
Todos los métodos cristianos de oración, de los que forma parte también la oración
de quietud creada por los Padres del Desierto, contienen tres estadios: purificación,
iluminación y unión. Estos tres pasos no se suceden inmediatamente el uno al otro, sino
que cada paso puede contener en sí algo de los otros dos estadios. Los Padres del
Desierto, como hasta hoy todos los que practican el hesicasmo, no analizan lo que
sucede en la oración, sino que lo acogen sin más como viene o, en otras palabras, como
les es gratuitamente dado.
Una vez que, a través del proceso de purificación, nos hemos quitado de encima
mucho lastre, se crea un mayor espacio interior libre, en el que el Señor desea habitar.
Estando tan cerca de nosotros y tan presente a nuestra consciencia, desea colmarnos de
su gracia y de su amor. Percibimos que nuestro corazón se ensancha y, con relación al
tiempo anterior, se nos iluminan muchas cosas que aumentan nuestro saber y enriquecen
nuestra vida. Estos son los momentos de los que habla nuestra historia: momentos de
gracia que uno no puede provocar por sí mismo, sino que se nos dan en un momento en
el que no contamos con ellos.
Es evidente que no los esperamos en una total inacción, sino que tenemos que
cumplir nuestras tareas y deberes, los cuales que no constan tan solo de trabajo y
actividad creativa, sino también de oración, de recogimiento interior y de silencio. Por
estos medios sensibilizamos nuestra percepción, tanto corporal como espiritual, para
vislumbrar en nuestra alma la llegada de Jesucristo. Es como una «salida del sol» en
nuestra interioridad, que percibimos con corazón despierto y con el alma cargada de
deseo. Solo gracias a la correspondiente preparación podemos valorar y preservar en
nosotros este maravilloso acontecimiento.
Sin embargo, si, como las cinco vírgenes necias, no nos preocupamos del aceite que
alumbra nuestra vida o si, como los discípulos de Jesús en la oración en el huerto de los
Olivos, nos adormilamos, entonces no percibiremos cómo sale el sol, y Jesús pasará de
largo ante nosotros.

148
59.
Callar

Un hermano preguntó a su abad: «Si un hermano viene a mí y comienza a hablarme de


cosas de fuera, ¿debo decirle que mejor que no me cuente nada de eso?». El abad le
contestó: «No digas absolutamente nada; porque nosotros ni siquiera podemos
protegernos a nosotros mismos. Por eso, cada cual tiene que guardarse de prohibir al
prójimo que haga algo, porque resulta que nosotros hacemos también lo mismo e
incluso cosas peores». A la pregunta del hermano –«Entonces, ¿qué debo hacer?»–
respondió el anciano: «Solo con que quisiéramos callar, ese ejemplo ya sería suficiente
para el prójimo».
SENTENCIAS DE LOS PADRES DEL DESIERTO

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Muchas personas ni siquiera dejan a otra que acabe de hablar: enseguida interrumpen
manifestando su propia opinión o haciendo determinadas observaciones. Creen poder
juzgar certeramente todo lo dicho sin dejar que su interlocutor termine de expresarse.
Incluso cuando alguien nos provoca tan abiertamente a una confrontación, lo primero
que deberíamos hacer es callar y escuchar atentamente lo que el otro tiene que decirnos.
Una palabra dicha demasiado pronto o incluso, en general, una palabra dicha sin más es
capaz de dañar la relación con nuestro prójimo hasta el punto de que tal vez él nos
replique con más agresividad aún. Muchas veces, conviene responder clara e
inequívocamente; en la mayoría de los casos, sin embargo, sería mejor callar. Este
lenguaje es muchas veces más inequívoco y eficaz que una palabra pronunciada.
El abad remite al hermano a sus propias imperfecciones y le advierte que es mejor
callar que intervenir ante cualquier otro con demasiada precipitación. Y como con
demasiada rapidez y facilidad olvidamos la fuerza del silencio, subraya una vez más esta
sentencia: «Solo con que quisiéramos callar, ese ejemplo ya sería para el prójimo
suficiente».
Todo contacto con Dios y toda oración deberían comenzar siempre con un silencio.
No tenemos que contarle en detalle al Señor cómo nos va y qué deseos tenemos: Él nos
conoce demasiado bien y, sobre todo, mucho mejor que nosotros mismos. Con
frecuencia, organizamos la oración de tal manera que prescribimos a Dios cómo tiene
que suceder o desarrollarse esto o aquello. Si, por el contrario, nos presentamos ante el
Señor en silencio y nos recogemos nosotros y nuestros deseos, el lenguaje silente de
Dios puede penetrar en nosotros y hacernos ver el siguiente paso que tenemos que dar.
Podemos estar seguros de que, en ese momento, al prójimo que, por su modo de hablar,
tal vez nos ha resultado cargante, vamos a respetarlo de tal manera que no le vamos ni a
herir ni a juzgar. Como de un modo completamente natural, vamos a comportarnos con
él de tal manera que a él le parezca apropiado. En esas circunstancias, nuestro silencio
tiene una fuerza nada despreciable.

• «Quien se muerde los labios es discreto» (Prov 10,19).


• «Quien guarda su boca custodia su vida; quien suelta los labios se encamina a la
ruina» (Prov 13,3).
• «Muerte y vida están en poder de la lengua: lo que escoja, eso comerá» (Prov
18,21).

150
60.
Del peligro de trabajar sin descanso

Son las perniciosas fuerzas del mal las que continuamente nos azuzan a cometer
exageraciones y sientan las bases de los trastornos de todo tipo. El siguiente relato
describe una experiencia que no tiene posible contradicción.
Un abad experimentado y de amplia visión pasó una vez junto a la celda de un
hermano que padecía una anomalía psicológica, mitad ansiedad, mitad avidez y ruptura
interior. El hermano trabajaba días y días sin descanso y lleno de tensión, para hacer
cosas superfluas, a fin de procurarse más cosas e incrementar su haber. Ya de lejos
observó el abad cómo bregaba el hermano con un pesado martillo para triturar un
pedrusco. Una figura negra, con las manos entrelazadas con las del monje, estaba
detrás de él. Con antorchas encendidas, esta fuerza maligna azuzaba sin cesar al
hermano una y otra vez al trabajo y le incitaba a un esfuerzo cada vez mayor.

151
Largo rato se quedó allí parado el abad, admirado por la vehemencia con que
aquella oscura y dolosa fuerza le instigaba. Ni siquiera en momentos de gran
agotamiento le dejaba descansar: parecía poseído de un furor ciego por el trabajo, de
tal manera que ni siquiera tenía oportunidad de caer en la cuenta de lo bochornoso y
humillante de su penoso comportamiento.
Finalmente, el abad, movido por tan cruel juego del demonio, se sintió obligado a
entrar en la celda del hermano. Le saludó y le preguntó: «¿Qué te traes entre manos?».
Él respondió: «Aquí estamos, agotados, trabajando esta piedra endemoniadamente
dura, pero hasta ahora no hemos podido desmenuzarla». A lo que repuso el abad: «Con
razón dices “hemos podido”, porque en tu trabajo no estabas solo. Junto a ti había otro,
al que tú no veías. Pero no quería ayudarte, sino azuzarte para hundirte más en esa
locura de trabajo y destrozarte».
JUAN CASIANO

El extraño ser, en este relato, simboliza el crecimiento insano, es decir, lo que de


violento tiene una desmadrada competencia por la opulencia y el bienestar puramente
material. La vida en sí aspira a un continuo crecimiento –cosa que no puede confundirse
con vivir bajo presión– y, con el crecimiento, tiende al mismo tiempo a una mayor
responsabilidad. Es natural y necesaria una sana competencia. El monje, azuzado por
una ciega obsesión por el trabajo, habla de sí mismo en plural, por lo que el observador
percibe inmediatamente que no está «solo». Cuando, entre los dos polos –
descanso/actividad– en que se encuentra y tiene que mantenerse el ser humano, uno de
ellos obtiene la primacía, y resulta sacudido el descanso en su mismo centro, y con ello
en Dios, el ser humano permite la entrada a una fuerza extraña que tiende a arruinar su
interior.
De hecho, hay cosas pequeñas y aparentemente triviales (la mayoría de la gente se
las traga sin darles importancia) que, en su particular forma de obstaculizar, constituyen
con frecuencia para el alma –y, consiguientemente, para todo el desarrollo del ser
humano– un lastre no menor que otras mayores que llevan a peligrosas dependencias.
Hacen que se adormezca la tensión de nuestra alma hacia Dios. Por el contrario, cuando
cuerpo, espíritu y alma están libres de pasiones egoístas, y el alma está cimentada en la

152
quietud profunda que le es propia, cuando la atención del corazón está enfocada al Bien
Supremo, entonces la meta de la oración de quietud está conseguida.
Cuando espíritu y alma han realizado un intenso proceso de purificación, cuando se
han liberado de superficiales apetencias terrenas y –si así se puede hablar– han pasado de
un estadio terrenal a un estadio espiritual, entonces todo cuanto el espíritu y el alma
reciben en sí, ponderan y deciden..., todo, sin excepción, se convierte en pura y
verdadera oración.

153
61.
Con abrigo de piel

El rabino de Kotsk [Menájem Mendel de Kotsk (1787-1859)] dijo una vez de un famoso
rabino: «Es un tzadik con abrigo de piel». Los discípulos preguntaron qué quería decir.
«Bueno...» –aclaró él–, «en invierno, uno se compra un abrigo de piel, otro compra
leña. ¿Cuál es la diferencia entre ellos? Pues que aquel piensa en calentarse él solo;
este quiere calentar también a otros».
MARTIN BUBER

En nuestra sociedad de consumo existe el peligro de que, ante todo y sobre todo,
pensemos en nosotros mismos y todo lo hagamos en aras de nuestro propio confort. En
medio de la abundancia y sobreabundancia que existe a nuestro alrededor, apenas si
todavía vemos al otro, a nuestro prójimo. Y a él le ocurrirá algo parecido: que apenas se
percata de nuestra presencia, porque, exactamente igual que nosotros, está total y
continuamente requerido y aturdido por los altavoces, instalados en todas partes, y la

154
multitud de aparatos técnicos. Entre nosotros se desliza y se desarrolla un cierto
anonimato cuya consecuencia es que, poco a poco, vamos girando únicamente en torno a
nosotros mismos. En parte, ya ni percibimos el tú del otro y sus necesidades. Embutidos
en un hermoso y cálido abrigo de piel –para que nos vaya bien y nos sintamos
calentitos–, no nos percatamos de cómo se hiela nuestro vecino.
Es urgentemente necesario que se rompan estas durezas y anquilosamientos, lo
mismo que el estar uno encadenado a sí mismo, y que tengamos otra vez vista y corazón
para el tú del prójimo y, por encima de todo, para el amoroso Tú de Dios. Ya podemos
hablar y filosofar todo lo que se nos antoje, organizar conferencias, debatir...: todo eso
no va a servirnos de nada si nosotros mismos no ponemos manos a la obra para
ensanchar nuestra consciencia y la visión resultante de todo ello. Si estamos dispuestos a
no ponernos a nosotros mismos, sino al Señor, en el centro de nuestra vida, habremos
dado el primer paso esencial para salir de nuestro aprisionamiento.
Con la oración de quietud cultivamos una cultura de oración, bastante olvidada, que
es anterior a todas las otras formas de oración; sobre todo, a aquellas que se basan en el
rendimiento, la concentración, el esfuerzo personal. La oración de quietud es sencilla y
fácil de practicar y, sin embargo, de gran efectividad, porque nos abre los ojos. El
problema de si compro un abrigo de piel o carbón para la estufa no vuelve a plantearse,
porque ya no pongo en el centro mi yo, sino el tú del prójimo y, por encima de él, el Tú
de Dios.

155
62.
Jugando al escondite

El nieto del rabino Baruc, el joven Yejiel, se encontraba jugando con otro muchacho al
escondite. Se escondió bien y esperó a que su compañero lo buscara. Después de
esperar largo rato, salió del escondrijo; pero al otro no se le podía ver por ningún lado.
Entonces Yejiel cayó en la cuenta de que, desde el principio, el otro no le había
buscado. No pudo por menos de echarse a correr, llorando, a la habitación de su abuelo
para quejarse del mal compañero de juego. Entonces, al rabino Baruc se le llenaron los
ojos de lágrimas y dijo: «También así dice el Señor: “Yo me oculto, pero nadie quiere
buscarme”».
MARTIN BUBER

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En medio de la transitoriedad de esta vida, tarde o temprano –muchas veces
desencadenado por un golpe de la fortuna, por descubrimiento propio o por algo
maravilloso– irrumpe en el ser humano el deseo profundo de una vida espiritual. Y quien
experimenta por primera vez que una vida espiritual, con vocación de permanencia, tiene
la capacidad de asumir en sí la vida terrena, continuamente cambiante, y transformarla
en algo mejor, sentirá el intenso deseo interior de vivir espiritualmente en medio del
mundo, y entonces se pone en camino, como un peregrino, para buscar y experimentar
en sí mismo, en otros y en la creación entera lo permanente, lo divino.
También de Dios nace –como dice san Agustín– una pasión, que es el ser humano.
Sin embargo, Dios no avasalla a la persona. Tenemos que buscarlo y encontrarlo para
que Él nos santifique: «esta es la voluntad de Dios: que seáis santos» (1 Tes 4,3a). Esa
santificación culminará entonces en una vida espiritual transida en todo momento de una
profunda alegría interior, en la que la unión con Dios, mediante la oración incesante, ya
no se interrumpe y en la que la expresión del alma es la permanente acción de gracias.
Para las personas que aspiran a la santidad es importante experimentar lo que realmente
es la voluntad de Dios. La oración de quietud da una respuesta a esa aspiración: una vida
de permanente alegría, de incesante oración y de amplísimo agradecimiento.

157
63.
Cercanía y lejanía

Un alumno preguntó a su maestro: «¿Cómo es que alguien que está apegado a Dios y se
sabe cerca de Él experimenta a veces una interrupción de esa unión e incluso un
alejamiento de Dios?».
A lo cual respondió el maestro: «Cuando una madre quiere enseñar a andar a su
hijo pequeño, primero lo pone delante de sí y mantiene sus manos a ambos lados de él,
de modo que el niño no se cae. Y así, el pequeño camina entre las manos de la madre
hacia ella. Pero, tan pronto como llega cerca de la madre, ella se retira un poco y
separa las manos. El ejercicio se repite más veces, hasta que el niño aprende de esa
manera a mantenerse sobre sus propios pies y a andar por sí mismo».

Todo cuanto vemos y observamos en el mundo cambia. Lo invisible, por el contrario, no


es perceptible. Como, debido a la caída del ser humano, vivimos en un orden de la

158
creación dislocado, nuestra tarea predominante consiste en levantarnos y poner otra vez
la tierra en unión con el cielo. Si seguimos el ejemplo de Jesús, que nos dice: «Aprended
de mí», se nos concede la posibilidad de realizar nuestra tarea. Esto, sin embargo, solo
puede suceder a lo largo de un largo periodo de tiempo, cuando no de la vida entera. La
condición es siempre cultivar un continuo contacto con el Señor.
Él desea que lleguemos a ser autónomos y a mantenernos por nuestro propio pie
para ser autónomamente responsables de nuestra vida. Como el niño que tiene que
aprender a mantenerse en pie y a dar sus pasos por sí mismo, nuestra alma necesita
también iniciación y aprendizaje. Para ello es imprescindible un camino espiritual. Ese
camino consta de varios elementos: asistencia a la santa misa, con la recepción de la
eucaristía; oración –sobre todo, la oración de oblación o de quietud–; lectura de la
Sagrada Escritura; y trabajo impregnado de sentido. En este mundo estamos en camino,
y en camino permanecemos como peregrinos y aprendices. Solo poco a poco, como
regalo del cielo, vamos haciéndonos conscientes de Dios.
Recorrer un camino espiritual como, por ejemplo, el de la oración de quietud y de la
oblación unida a ella, exige perseverancia, paciencia y humildad. El que hace esa oración
aprende –como el niño a dar sus primeros pasos hacia la madre– a dejarse caer en los
brazos del Padre del cielo. Para ello necesita una instrucción espiritual, a fin de que
desaparezca todo temor y pueda afianzarse la confianza en Dios y, sobre todo, el amor a
Él. Para que perseveremos en el camino, para que crezcamos en el amor a Dios y al
prójimo y para que nos ejercitemos continuamente en una oblación incondicional,
nuestra motivación necesita el sentimiento de que Dios no se ha alejado de nosotros. En
realidad, no lo ha hecho, porque Dios está siempre a nuestro lado. Por tanto, si no lo
percibimos como estamos acostumbrados a hacerlo, no tenemos que dejarnos dominar
por preocupación alguna, sino que, simplemente, tenemos que seguir adelante.
El Señor quiere que nos enraicemos cada vez más profundamente en Dios y que al
mismo tiempo logremos un sano desarrollo de la personalidad. En este mundo no va a
haber un absoluto y total recorrido de este camino, porque siempre están actuando
fuerzas que buscan apartarnos de Dios. El Señor, como divino pedagogo del que hay que
aprender, nos marca continuamente el camino que tenemos que seguir, sin sufrir en ello
daño alguno. Para ello es importante –como el niño que comienza a andar
independientemente, con la ayuda de la madre o del padre– ponerse una y otra vez en pie
y dejarse caer sin temor en las manos del Padre.

159
64.
El poder de la sal

En torno al décimo milenio antes de Cristo tuvieron lugar algunas de las revoluciones
más importantes de la historia de la humanidad. De cazador y recolector, actividades no
sedentarias, el ser humano pasó, poco a poco, a roturar el suelo, a cultivar el campo y a
hacerse sedentario. Desde aquel tiempo, en que el ser humano comenzó a alimentarse
predominantemente de cereales, el consumo de la sal se volvió vitalmente necesario. La
forma más antigua de obtener la sal consiste en llevar agua del mar a las llamadas
«salinas». Cuando, con la irradiación solar, el agua se evapora, la sal cristaliza.
De este modo, la sal común o de mesa se convirtió en una mercancía tan valiosa
que se crearon especiales rutas de la sal por las que era transportada desde el lugar de
producción a países pobres en al producto, el «oro blanco». Esta designación de la sal
muestra lo superlativamente valiosa que era la sal común.
La sal forma parte de la conservación de las funciones corporales del ser humano.
Es vitalmente necesario tomar cada día de tres a seis gramos de sal. La sal es
fisiológicamente importante para la economía hídrica del ser humano, para su sistema

160
nervioso, la digestión y la consistencia ósea. El exceso de sal daña a los riñones; su
escasez conduce a síntomas carenciales.

Las palabras de Jesús «Vosotros sois la sal de la tierra» pertenecen al Sermón de la


Montaña, y no debemos cansarnos de ser conscientes de ellas una y otra vez. La palabra
alberga en sí una dinámica divina capaz de abrir nuestra consciencia a Dios.
Precisamente estas son las propiedades de la oración de quietud: dirige nuestra atención,
sin que se convierta en obsesión, hacia Jesucristo; a lo cual se añade otra cosa, propia
tanto de la sal como de la oración de quietud: su carácter purificador, porque la oración
de quietud deja el camino libre de toda clase de impurezas e inmundicias que impiden
que la gracia nos afecte interiormente. Una pizca de sal vuelve sabrosa una comida; una
oración de quietud dosificadamente realizada proporciona al alma espacio y tiempo para
desarrollarse.
La sal es un ataque a todo cuanto no tiene sabor alguno y es insípido, rutinario o
aburrido. Así también los cristianos, en la mente de Jesucristo, son una ofensiva de Dios
en un mundo de increencia y oscurantismo. Como seres humanos de carne y hueso,
dependemos de la experiencia corporal a través de nuestros sentidos, a través de nuestra
intuición y a través de lo que Dios nos dice por medio de nuestra alma.
Por un lado, la sal no debe quedar en el salero, porque entonces no tiene ningún
efecto y no ayuda a nadie. Pero, por otra parte, un cristiano cargante o incluso fanatizado
puede comportarse de tal manera que no dosifique correctamente la sal de que dispone y
haga que la sopa les resulte intragable a los comensales. Cuando la «sopa» se compara
con una vida cristiana, que debe tener «sabor» a Dios, es porque bien puede suceder que
alguien que ha salado en exceso la sopa y que, sin embargo, tiene que tomársela, se harte
de una vez por todas de cristianismo.
Pero donde hay un verdadero cristiano que se deja conducir y guiar por el Señor, no
existe ni exceso ni defecto de condimento aplicado en las cosas. Sin derroche y sin tener
que reflexionar largamente sobre esto, hace lo correcto a su debido tiempo y deja, de este
modo, que los demás encuentren «sabor» en Dios. Esto es lo que hace de alguien un
verdadero cristiano: en un mundo más o menos des-pistado e in-sípido, da orientación,
apunta hacia la meta de toda vida y, con su propio ejemplo, hace que también para otros
sea atractivo y transitable el camino hacia ella.

161
65.
Orar de verdad

En una pequeña iglesia de aldea solían tenían lugar actos piadosos a los que nadie
podía sustraerse, so pena de ser excluido de la comunidad. Se rezaba una letanía tras
otra. Un día se desencadenó una gran tormenta. Tronaba y relampagueaba, y todo el
mundo seguía rezando. Los truenos y los relámpagos se hicieron más fuertes, y
siguieron rezando. Cuando cayó un rayo ensordecedor en la torre de la iglesia, se alzó
en medio de la oración una voz: «¡Deteneos: vamos a empezar de una vez a rezar!».

El que ora de verdad no pronuncia palabras vacías. Cuando hace la oración de quietud,
experimenta que esta, como oración más elevada, como oración de total entrega a la
voluntad de Dios, contiene en sí petición, intercesión y agradecimiento. Mediante la
simple oblación, la consciencia del que hace la oración se ensancha más y más, de tal
manera que puede pedir, es verdad, ciertas cosas que lleva en el corazón; más aún: puede

162
pedirlas suplicante y ardientemente; pero, al final, todo lo deja en las manos de Dios y se
entrega a su providencia.
Con palabras densas y breves, que en el fondo no excluyen una decepción humana,
Evagrio Póntico describe las consecuencias de una oración de petición alicorta y un tanto
egocéntrica: «He pedido con frecuencia lo que parecía bueno para mí y, así, he
presentado una y otra vez mi petición para, de ese modo, mover la voluntad de Dios.
Sencillamente, no le dejaba a su Providencia concederme lo que realmente fuera bueno
para mí. Cuando, al fin, obtenía lo que había pedido, me sentía defraudado, porque lo
que tan obstinadamente había ansiado para mí no respondía a la idea que me había
formado de ello» [1] .
Al comienzo de cada oración está la invocación a Dios en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo. Interiormente nos dirigimos a la infinita grandeza y gloria de
Dios, admitiendo con total sinceridad todo cuanto pueda ordenarse a Él. Pero también
podemos, antes de la oración de quietud –más con el corazón– entonar una alabanza a
Dios tomada de los Salmos:

«Bendice, alma mía, al Señor:


Señor, Dios mío, eres inmenso.
Te revistes de belleza y majestad,
La luz te envuelve como un manto,
Despliegas los cielos como una tienda»
(Sal 104,1-2).

Solo hay algo que no puede suceder si queremos seguir el camino de la oración de
quietud: que, por rutina tradicional de la oración o por presión de un grupo, quedemos
estancados donde estamos, de manera que no se produzca movimiento alguno dentro de
nosotros, por lo que no damos ni un solo paso adelante. Solo cuando cayó un rayo en la
torre de la iglesia –como dice nuestra historia– y los que hacían la oración se llenaron de
miedo, percibieron lo superficial y rutinariamente que habían estado orando.

[1] . EVAGRIO PÓNTICO, Über das Gebet, Münsterschwarzach 1986, cap. 32 [ed. esp.: Obras espirituales,
Ciudad Nueva, Madrid 2013].

163
66.
Ora et labora

En cierta ocasión en que el abad Antonio, de muy mal humor y con sombríos
pensamientos, estaba sentado en el desierto, se dirigió a Dios: «Señor, yo quiero
salvarme, pero mis pensamientos me traen al retortero ¿Qué tengo que hacer en esta
tribulación? ¿Cómo puedo conseguir la salvación?». Poco después, se levantó, salió al
aire libre y vio a alguien que se le parecía. Se sentaba y trabajaba; dejaba luego de
trabajar y se ponía de nuevo a rezar; otra vez se sentaba y tejía una cuerda, y de nuevo
volvía a levantarse a orar. Y, mira por dónde, era un ángel del Señor que había sido
enviado por el Señor para instruir y guardar a Antonio, el cual oyó decir al ángel: «Haz
lo mismo así y alcanzarás la salvación». Cuando oyó esto, se llenó de alegría y de
ánimo y, obrando de ese modo, encontró salvación.
SENTENCIAS DE LOS PADRES DEL DESIERTO

164
Cuando la inoportuna multitud de visitantes abrió la puerta de su escondrijo para ver y
escuchar a Antonio (251-356), este les salió al encuentro, poseído del espíritu de Dios e
iniciado en los sagrados misterios. Entusiasmado por la gracia de Dios y por su voluntad
–llevando espíritu y llevado por el espíritu–, entró entonces de nuevo en el mundo.
Antonio indujo a muchas personas a elegir también para sí una vida de consagración,
preferentemente en la oración. A la larga, Antonio sintió las peticiones de los visitantes
como un engorro. Temía que, a causa de los milagros que el Señor realizaba por su
medio, o bien él mismo se volviera orgulloso, o bien algún otro pudiera apreciarle en
exceso.
Como Antonio se había encontrado a sí mismo, su querer estaba en sintonía con la
voluntad de Dios, y se había hecho uno con todos: hasta las fieras lo escuchaban y
hacían lo que él les decía. Lo que más le gustaba era estar a solas en el monte; sin
embargo, también abandonó el monte para dar consejo y ayuda a cuantos lo necesitaban.
De este modo demostró que vida activa y vida contemplativa no son términos
antagónicos que se excluyen entre sí, sino polos contrapuestos de una unidad, dos caras
necesarias de la vida. Nadie se alejó de él sin bendición, y a todos los que se encontraban
con él les ayudó a obtener la salvación. Por todo Egipto actuó como un médico enviado
por Dios.
El último consejo de Antonio dice así:
«Cuando, lleno de agradecimiento, te vas a la cama, ponderas las gracias de Dios y su infinita Providencia
para contigo y, de ese modo, te llenas de buenos pensamientos, entonces tu alegría se acrecienta aún más, y
el sueño de tu cuerpo se convierte en vela del alma; el cerrar de tus ojos, en verdadera contemplación de
Dios; y tu silencio, que guarda en sí el bien recibido, eleva con toda el alma y con todas las fuerzas una
alabanza ascendente y agradable al Dios del universo. Porque, cuando lo malo está lejos del ser humano,
entonces la sola acción de gracias agrada a Dios más que todo sacrificio precioso. A Él la gloria por toda la
eternidad. Amén» [1] .

[1] . Antonius der Große: Stern der Wüste [«Antonio el Grande: Estrella del desierto»], Freiburg i. Br. 1989,
150.

165
TERCERA PARTE:
Nostalgia de Dios

166
67.
Un alto en el camino

Existe en la Provenza una costumbre navideña que consiste en que a las figuras típicas
de la gruta de Belén se añade otra: la de un hombre que tiene alzadas ambas manos y la
boca muy abierta. Se le llama «ravi». La palabra francesa, traducida, significa
«embelesado». Es, pues, alguien de quien se dice que está pasmado, entusiasmado,
asombrado; que ha sido directamente conmovido por la realidad de Dios.
Este «ravi» está simplemente inmovilizado y admirado de que Dios se haya hecho
hombre en ese niño. Interiormente, nos hace señas para que hagamos lo mismo que él:
detenernos, adentrarnos en nuestro interior, admirarnos de que Dios se haya hecho
hombre. Hacer un alto en el camino y admirarnos; abrir los brazos, las manos, la boca
y el corazón para recibir el amor de Dios...: eso es lo que el «ravi» quiere decirnos a
cada uno de nosotros. En la gruta se admira de ese niño, de la creación de Dios y de
todos los seres humanos, que eran muy desgraciados, pero que ahora vuelven a respirar
y cuyo corazón rebosa felicidad. Se admira de los hombres, que estaban muy enfermos y

167
ahora se encuentran sanos y salvos; y también de que alguien, tras una larga y
desesperanzada búsqueda, haya encontrado trabajo. Se admira de que dos personas que
se aman se hayan encontrado y, en su amor, se plenifiquen mutuamente y se lleven el
uno al otro cerca de Dios. Por encima del niño, el «ravi» hace que las personas
perciban que él está entusiasmado con ellas y que las admira, mientras en silencio dice:
«¡Qué bien que estés ahí!;¡qué bueno es que existas!».
En la leyenda navideña provenzal se pregunta a la Madre de Dios quiénes de los
muchos que se apresuran a acercarse a la gruta son los más amados por ella: los coros
celestiales de los ángeles que cantan el «Gloria;, los pastores que irrumpieron en mitad
de la noche trayendo sus regalos al niño; los reyes de Oriente que vieron salir la estrella
del Rey recién nacido, la siguieron y ofrecieron en la gruta oro, incienso y mirra...
María responde: «De todos los que han llegado a la gruta para rendir homenaje al
niño divino, los más queridos de todos para mí son los «ravis», los que, llenos de
asombro, están entusiasmados por la encarnación de Dios».
Y al «ravi» que tiene ante sí y está adorando al niño le dice: «Tú eres el más
necesario de todos los que han venido. Si hubiera más gente como tú, el sufrimiento en
el mundo ya no sería tan grande; el mundo tendría más paz; y en el corazón del ser
humano habría más alegría».
HEINRICH SPAEMANN

El asombro ante la encarnación de Dios es adoración en el más genuino sentido de la


palabra. La admiración y la adoración se producen siempre en comunión personal con
Cristo. Una oración así lleva por sí misma a la quietud profunda, de la que habla Dios en
el séptimo día de la creación y a la que nos invita. En esa quietud se consuma un
vaciarse para Dios: todo cuanto no nos pertenece y nos cierra el camino hacia Dios va
desapareciendo poco a poco, de tal manera que nos vamos convirtiendo en receptores de
la gracia y del amor de Dios.
En la oración de quietud, el propio yo se libera, dado que quien practica dicha
oración se va desprendiendo de todos los objetivos que ha ido forjándose para sí.
Mediante la oblación de sí mismo, el propio yo se instala como de manera connatural en
el misterio del Dios vivo. En la orientación de la oración a Dios y en el alto en el
camino, la persona queda «tocada» por el misterio de la fe: la muerte y resurrección de

168
Jesucristo. Quien practica la oración de quietud vive la experiencia de un santuario
asentado profundamente en su alma y en el que la persona se encuentra a solas con Dios.
Si adoptamos con más frecuencia la actitud de asombro y de admiración del ravi, se nos
regala una paz cada vez mayor y que nos arraiga más profundamente en Dios.
Perniciosos modos habituales de comportamiento se convierten en sus contrarios, de tal
manera que, por ejemplo, ya no haríamos violencia –ni mental ni anímica– a ningún ser
sobre la tierra: no coaccionaríamos, sino que inspiraríamos confianza.

169
68.
Hágase tu voluntad

Se corrió la voz de que iban a hacer sacerdote al abad Isaac. Cuando este lo oyó, salió
huyendo hacia Egipto. Se fue hacia el campo y se ocultó bajo un montón de heno. Los
padres le perseguían y ya le pisaban los talones. Llegaron entonces al campo donde él
estaba y se tumbaron para descansar un rato, porque era de noche. Soltaron al asno en
la pradera, pero este escapó de allí y fue a detenerse ante el anciano. Al amanecer, los
demás buscaron al asno y, de ese modo, encontraron también al abad Isaac. Ellos se
quedaron sorprendidos y, cuando quisieron sujetarlo, no se lo permitió, sino que dijo:
«Ya no huyo más, porque esta es la voluntad de Dios, y a cualquier sitio adonde huyo...
¡lo encuentro a Él!».
SENTENCIAS DE LOS PADRES DEL DESIERTO

Muchas veces son otras personas las elegidas por Dios para doblegar nuestra voluntad.
Por eso, no deberíamos ponernos en su contra de buenas a primeras, sino examinar con

170
detención el cometido que cumplen con respecto a nosotros. Por medio de ellas, Dios
doblega nuestra voluntad para que se realice su propio designio.
Dado que todo pertenece a Dios, Él puede obrar en nosotros un cambio valiéndose
de una buena persona, o bien de otra persona malintencionada. Mediante una oración
como es, por ejemplo, la oración de quietud, que adiestra en la actitud del «hágase tu
voluntad», podemos recorrer caminos más suaves, en los que el cambio se hace paso a
paso y no es tan doloroso como lo es a menudo en la vida activa normal o en la dura
«lucha por la vida». Muchas veces, incluso hay que dejar en suspenso la realización de
un propósito que creemos bienintencionado, si no es acorde con la voluntad de Dios.
Así, por ejemplo, incluso la propia voluntad de Cristo dejó de cumplirse cuando, en el
huerto de Getsemaní, pretendió alejar de sí el cáliz (cf. Lc 22,42).
Si no es compaginable, pues, con el designio de Dios, incluso un buen propósito
puede quedar frustrado y no hacerse realidad. Muchas veces, esta imposibilidad de
realizar algo bueno puede ocasionar no poco dolor, y solo más tarde comprendemos que
la ocasión elegida o la correspondiente situación no eran las adecuadas. Tal vez también
impide el Creador los efectos de nuestra buena voluntad para que esta siga creciendo y
mejorando, a fin de asemejarse más a la voluntad divina. La oración de quietud ofrece el
mejor adiestramiento para llegar a estar equilibrado, libre y «sin voluntad», para dejar
que se cumpla la voluntad de Dios o incluso para esperarla. Dios nos ha dado una
voluntad libre, pero no para convertirla en terquedad, sino para que permanezca libre
para unirse a la voluntad más alta, la voluntad de Dios.

171
69.
Sobre los buenos días

Me encontré una mañana con mendigo y le dije: «¡Buenos días te dé Dios, hermano!».
«Que Él los guarde para vos, señor: yo todavía no he tenido ninguno malo».
Yo repuse: «¿Y cómo así, hermano?». «Porque todo lo que Dios ha querido que
sufra en algún momento, lo he sobrellevado alegremente por su voluntad, y me he
sentido indigno de ella. Por eso nunca he estado triste ni atribulado».
Le pregunté de nuevo: «¿Dónde encontraste a Dios por primera vez?». «Cuando
me desprendí de todas las criaturas, entonces encontré a Dios».
Y le volví a preguntar: «¿Y dónde has dejado a Dios, hermano?». «En todos los
corazones limpios y, puros».
Pregunté nuevamente: «Pero ¿qué clase de hombre eres tú, hermano?». «Soy un
rey».

172
E insistí: «¿Rey de quién?». «De mi carne; porque todo lo que mi espíritu ha
deseado de Dios en algún momento, mi carne ha sido más diestra y veloz para realizarlo
y sufrirlo que mi espíritu para recibirlo».
Yo repliqué: «Pero un rey tiene que tener un reino. ¿Dónde, pues, está tu reino,
hermano?». «En mi alma».
Y otra vez inquirí: «¿Cómo es eso, hermano»? «Cuando tengo cerradas las puertas
de mis cinco sentidos y deseo a Dios con todas mis fuerzas, entonces encuentro a Dios
en mi alma tan radiante y feliz como es en la vida eterna».
Y volví a insistir: «¡Seguro que eres un santo! ¿Quién te ha hecho santo,
hermano?». «Eso se lo debo a estar sentado y en silencio, pensando en cosas elevadas, y
en unión con Dios...: eso es lo que me ha llevado al cielo; porque yo jamás he podido
encontrar paz en cosa alguna que fuera menos que Dios. Ahora lo he encontrado a Él y
tengo paz y alegría en Él perpetuamente, y esto está en lo temporal por encima de todos
los reinos. Ninguna obra exterior es tan perfecta que no entorpezca la interioridad».
MAESTRO ECKHART

El dominico maestro Eckhart (1260-1328), cuyo mayor deseo era encontrar y difundir
principios para la práctica de una vida coherentemente espiritual, se encuentra una
mañana, en nuestro relato, con un pordiosero. El maestro Eckhart le desea que tenga un
buen día. Ante la respuesta del mendigo –que nunca ha tenido un día malo–, se entabla
entre ambos un diálogo que, con llamativa rapidez, va al fondo y permite reconocer en el
mendigo un elevado grado de consciencia: consciencia de Dios. Semejante estado sólo
puede concedérsele a una persona por gracia; pero puede también ser resultado de un
método de oración debidamente practicado, como, por ejemplo, el método de la oración
de quietud hacia la interioridad.
A las constantes preguntas del maestro Eckhart, el mendigo responde diciendo los
pasos que ha seguido en ese camino místico de oración.
En primer lugar, se ha esforzado por acoger con ánimo positivo y alegre todo
cuanto el Señor le ha enviado –en especial, el ineludible sufrimiento–. La tercera
petición del padrenuestro, la que María ya había anticipado con su respuesta al ángel
–«Hágase en mí según tu palabra»–, se ha cumplido en él a carta cabal.

173
El siguiente paso revela una mayor cercanía a Dios y le permite encontrarse con Él.
Esto solo puede suceder si quien busca a Dios se desprende de todo cuanto pueda atarlo.
En la oración de quietud se ejercitan esa entrega total a Cristo y ese «morir» en Él. El
mendigo lo expresa maravillosamente: «Cuando me desprendí de todas las criaturas,
entonces encontré a Dios».
A la pregunta de dónde, pues, ha dejado a Dios, responde: «En todos los corazones
limpios y puros». Aquí se cumple la sexta bienaventuranza: «Dichosos los limpios de
corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). Se trata de la percepción interior que ya no
es perturbada por nada y que, por medio de Jesucristo, en el Espíritu Santo, libera la
mirada para dirigirse hacia el Padre celestial. Aquel a quien, por gracia, le ha sido dada
esta consciencia, puede experimentar una alegría continua y una plenitud interior que no
puede expresarse con palabras. Es preciso, en cualquier caso, permanecer atento para que
ese luminoso y elevado estado no se ensombrezca o incluso, por descuido, se pierda.
El mendigo, que en el fondo de su corazón es infinitamente rico, se siente como un
rey que no tiene nada que echar de menos. Con un cetro –como símbolo– lo domina
todo. Y con esto indica también el poder sobre sus propias pasiones corporales
desordenadas, que en su camino de oración ha controlado. El reino perteneciente al
«rey» no es exteriormente visible: se ha desarrollado interiormente, en el alma.
Al final de su conversación, el maestro Eckhart recibe del «pordiosero»,
infinitamente rico, algunas indicaciones para la oración de quietud: una oración que
permite reconocer a Dios en la propia alma, maravillosamente radiante, tal como es Él en
la vida eterna. Pero para ello es preciso cerrar las puertas de los cinco sentidos y, en el
nombre de Jesucristo, estar totalmente orientado a Dios, Creador del cielo y de la tierra.
El «estar sentado», «en silencio», «pensando en cosas elevadas y en unión con Dios» son
los tres importantes factores que permiten a un ser humano, ya en esta vida, elevarse al
cielo.
Como colofón del diálogo, dice el «rey», plena consciente de lo que dice: «Yo
jamás he podido encontrar paz en cosa alguna que fuera menos que Dios. Ahora lo he
encontrado a Él...».

174
70.
Tierno verdor

Hay personas que dicen la palabra oportuna en el momento adecuado. A esta clase de
personas pertenecía el párroco Krummacher, que en cierta ocasión visitó a una mujer
enferma, la cual se encontraba muy deprimida y desesperanzada: la enfermedad había
trastornado todos sus planes; el miedo y la desesperanza eran para ella como una
aplastante losa de la que no podía librarse. El párroco le habló con gran sentimiento y
comprensión. Obviamente, no se olvidaba de citar las promesas que hay en la Biblia.
Pero, por desgracia, la señora no se dejaba animar.
El párroco se puso en pie, se acercó a la ventana, miró durante un rato hacia fuera
y dijo: «Pero ¡qué miseria de árboles tiene usted en su jardín...!». «¿Cómo dice?»,
replicó la mujer. «Lo que oye –respondió el párroco–: esos árboles están muertos y
resecos. No se ve ni una miserable hoja. ¿Cómo es que no los manda talar?».
La enferma mujer miró asombrada al párroco y replicó: «¡Pero si estamos en
invierno...! Cuando llegue la primavera, seguro que vuelven a retoñar».

175
El párroco Krummacher fijó sus ojos en la mujer y le dijo: «De árboles sabrá usted
mucho, pero en lo que a usted se refiere, no se las apaña demasiado bien. En su
corazón, también ahora es invierno, pero usted no cree que el Dios fiel y compasivo
pueda darle una nueva primavera».
Entonces la mujer pareció haber entendido algo. Asintió con la cabeza, después de
lo cual ambos entablaron un buen diálogo. La esperanza y la confianza brotan como el
tierno verdor después de un gélido invierno.
WILLI HOFFSÜMMER

La enfermedad de la mujer es lo que solemos llamar «depresión». Se encontraba


totalmente derrotaba y abatida; el miedo y la desesperanza pesaban sobre ella como una
losa. La alegre Buena Noticia de la Biblia no le producía ningún mella. Hizo falta un
largo rato y una provocación por parte del párroco para que la mujer comprendiera que
su estado de ánimo era algo pasajero. El párroco cayó en la cuenta de la desesperada
situación y el cuadro clínico en que se encontraba la mujer. Y lo comparó con las ramas
resecas de los árboles de su jardín. Pero, al mismo tiempo, con esa imagen consiguió
convencerla de que el Dios fiel y compasivo no solo crea una nueva primavera para los
árboles, sino que también podía crearla para el estado de ánimo de la buena mujer. «La
esperanza y la confianza brotaron como el tierno verdor después de un gélido invierno».
Sucede que quien practica la oración experimenta fases de aridez en las que no se
siente a gusto. Entonces –incluso en la oración de quietud– empieza a dar vueltas en
torno a sí y a dudar de que esa forma de oración sea la adecuada para él. Es importante
que, en esos momentos, reciba el aconsejo de alguien familiarizado con la oración de
quietud, para que quien vive lleno de dudas no se haga un lío.
Cuando alguien no se siente a gusto en la oración de quietud, puede deberse a que
la paz profunda esté solucionando a la vez demasiadas tensiones y vivencias no
debidamente saneadas. Para reducir ese proceso de purificación es aconsejable hacer
oportunamente tan solo cinco o diez minutos de oración.
Pero también a personas más sensibles puede invadirles la desesperanza cuando, a
pesar de la oración de quietud, no experimentan en sí ningún cambio positivo. En toda
oración sucede algo saludable que no siempre percibimos a la primera. Por eso es
preciso perseverar, mantener la relación con Jesucristo, en lugar de, esperando algo

176
concreto, girar una y otra vez en torno a uno mismo. Aun cuando las ramas secas de un
árbol frondoso provoquen en invierno cierta sensación de desconsuelo, podemos estar
seguros de que cada rama tiene ya preparadas pequeñas yemas de las que, llegado el
momento en primavera, brota el tierno verdor de las hojas.
De la misma manera, también el fruto de nuestra oración permanece oculto durante
cierto tiempo, hasta que un buen día se manifiesta en toda su exuberancia. Mantener esta
esperanza no es una forma de engañarse para después asumir la desolación; en absoluto.
Podemos, con toda la razón del mundo, esperar un cambio a mejor. Todos cuantos han
seguido consecuentemente este camino de oración han dado testimonio de ello.

177
71.
El funambulista

En lo alto sobre la plaza del mercado de una pequeña ciudad, un funambulista había
tendido su cable de un lado a otro y, encima del cual, ante la expectante mirada de
muchos espectadores, ejecutaba su peligrosa y brillante actuación. Al final de la misma,
tomó una carretilla y preguntó a uno de los presentes: «Dígame, ¿me cree usted capaz
de arrastrar la carretilla a lo largo del cable?». «Por supuesto que sí», respondió
entusiasmado el aludido; del mismo modo, otros muchos de los asistentes asintieron
inmediatamente a la pregunta. «Entonces, ¿se fiaría usted de mi habilidad, se sentaría
en la carretilla y permitiría que lo llevara a lo largo del cable?», preguntó de nuevo el
feriante. Los rostros de los espectadores de estupor: No; a tanto no se atrevían. No
confiaban de tal manera ni en él ni en sí mismos.
De pronto se ofreció un muchacho: «Yo me siento en la carretilla», gritó; luego
trepó hacia arriba y, en medio del tenso silencio de la multitud, el funambulista empujó
la carretilla con el muchacho en su interior a lo largo de todo el cable. Cuando llegó al

178
otro extremo, todos aplaudieron entusiasmados. Pero alguien preguntó al muchacho:
«Dime, chaval, ¿no tenías miedo allá arriba?». «Oh, no –dijo riendo el muchacho–; si el
que me empujaba es mi padre...».
M. A. BEHNKE – M. BRUNS – R. LUDWIG

Mientras sean pura teoría y no me comprometa yo en la práctica, puedo decir muchas


cosas. A veces, mi palabra impresiona también a otros, y me siento orgulloso de ello o
halagado. Pero cuando la situación se impone como una emergencia y siento el desafío
de tener que actuar, entonces hago mutis y me retiro por el foro. Eso les sucede a muchas
personas que hablan y hablan y, al final, a la hora de la verdad, se echan atrás.
En la presentación y organización de la oración de quietud sucede algo parecido. A
la charla preparatoria acuden muchas personas que parecen estar interesadas. Al
siguiente encuentro y a la segunda charla, ya acuden bastante menos. Y si entonces se
pregunta quién desea participar en la «iniciación a la oración de quietud», de nuevo se
reduce el número de los interesados. Puede que el cuestionario que se reparte entonces
retraiga a unos o a otros de inscribirse en el curso. Esta selección gradual está prevista
por Juan Casiano (360-435), que fue el primero que dio forma a la oración de quietud.
Casiano insiste constantemente en que solo deben ser admitidos a la oración de quietud
quienes estén seriamente interesados en ella y se muestren dispuestos a practicarla dos
veces al día.
Una vez concluida la preparación, se plantea de nuevo, en un plano mucho más
sutil, la misma situación. El que va a practicar la oración elige su palabra oracional y la
repite lentamente. En ese momento, se le pide que se libere de todos los pensamientos,
imágenes y representaciones y que no los acepte conscientemente. El siguiente paso
consiste en «perderse» totalmente en Jesucristo, sin ponerse uno mismo en el centro. En
ese momento, a menudo se esfuman la confianza y una fe sólida, de tal manera que
pueden aparecer la inseguridad y el miedo. Es importante que, en este paso, se halle
presente un maestro de la oración de quietud que pueda prestar apoyo y orientación.
¿Qué puede sucedernos al invocar el nombre de Dios? Que salgan a nuestro
encuentro el amor y la salvación. ¿Qué puede sucedernos si nos dejamos caer sin vacilar
en las manos de Dios? Que en Él nos sintamos infinitamente protegidos, como en
nuestra propia casa, y experimentemos el deseo de estar siempre junto a Él.

179
El relato del funambulista o, mejor, el relato del hijo del funambulista, expresa la
profunda confianza y amor que el hijo siente hacia su padre. El muchacho sabe que, aun
ante el mayor de los desafíos o en el mayor de los peligros, nada puede ocurrirle,
porque... ¡su padre está a su lado!

180
72.
Cada piedra, un tesoro

Una saga persa habla de un hombre que camina a lo largo de la playa y se encuentra
con una pequeña bolsa llena de piedrecitas. Distraído, deja que las piedras se deslicen
entre sus dedos y, mientras tanto, mira al mar. Observa las numerosas gaviotas que se
balancean sobre las olas y, arrogante, lanza las piedrecitas contra las aves.
Jugueteando, lanza los pequeños objetos al mar, que, uno tras otro, se hunden en las
olas. En la mano retiene una sola piedra y la lleva a casa.
Pero su asombro no tiene límites cuando, al resplandor del fuego del hogar, ve en
aquella piedra de apariencia vulgar el chispear fabuloso de un diamante. Sin darse
cuenta, ha dilapidado un inmenso tesoro. Se apresura a volver a la playa para buscar
los diamantes perdidos. Pero en vano: yacen, inalcanzables, en el fondo del mar.
Ninguna autoinculpación ni arrepentimiento, ninguna lágrima ni reproche alguno
pueden devolverle el tesoro tan absurdamente desperdiciado.
AXEL KÜHNER

Lo triste, cuando no trágico, es que en la cantidad de cosas que nos suceden a diario
hemos perdido la práctica de observar con minuciosidad. Hemos olvidado penetrar a

181
fondo en algo, con nuestra facultad perceptiva, para utilizarlo eventualmente de manera
correcta y para poder valorarlo... de otro modo que echándole una ojeada superficial. El
individuo de nuestro relato tenía en su mano un tesoro incalculablemente valioso cuando
encontró la bolsa llena de piedrecitas en la playa. Distraído, dilapidó una piedra tras otra,
lanzándolas al agua y contra las gaviotas.
Algo parecido les sucede a muchas personas que se encuentran con la oración de
quietud. Como no conocen su valor, extraordinariamente elevado, no vuelven a
acordarse más de ella o abandonan enseguida esta forma de orar. Piensan que una
oración tan simple difícilmente puede contener nada maravilloso y saludable. Es
lamentable desperdiciar un tesoro tan valioso o incluso dilapidarlo. Muchas veces, el
valor y la singularidad de la oración de quietud solo se descubren tras un largo periodo o
en medio de una crisis, cuando ya han pasado muchos años en los que se podría haber
practicado con mucho fruto dicha oración.
El individuo sobre el que cayeron como regaladas del cielo las piedras preciosas no
las reconoció como tales. Solo en su casa, es decir, demasiado tarde, la piedra con la que
se quedó le hizo caer en la cuenta de su incalculable valor. Despilfarramos un tiempo
precioso de la vida cuando hacemos caso omiso de lo que nos sucede –algo, por tanto, en
lo que también interviene Dios– y nos entregamos a cosas pasajeras o incluso
insustanciales. Algo valioso, pensado por Dios para nosotros y puesto por Él en nuestro
camino, no lo vemos e incluso lo evitamos.
Podemos, sin embargo, estar agradecidos si nos ha sucedido que en algún momento
o en algún lugar hayamos tenido en nuestras manos algo singular y como pensado
expresamente para nosotros, aunque, por nuestra parte, lo hayamos despilfarrado. No es
posible recobrar el tiempo perdido para recoger los «diamantes». Podemos, sin embargo,
en el aquí y ahora, recibir en nuestra alma, con ojos nuevos y perspicaces, lo que el
Señor, por el amor de su corazón, nos ha confiado: la celebración de la eucaristía y la
oración. Ambas son la culminación y corona de nuestra fe.

182
73.
El arte del desprendimiento

El cacique de una tribu de Sudáfrica describía a un grupo de turistas cómo se caza allí
el mono: « Se hace en una calabaza un agujero de las dimensiones exactas para poder
introducir a través de él un plátano; a continuación, se extrae con una cuchara la pulpa
de la calabaza y se introduce en ella la banana. Inevitablemente, llega un mono; huele
el plátano que hay en la calabaza, mete la mano y el brazo dentro y agarra el plátano
para sacarlo. Pero el agujero de la calabaza es tan pequeño que el mono, con el plátano
en la mano, ya no puede sacar esta de la calabaza. Queda preso.
El mono ha aprendido que es importante, una vez que tiene el alimento en la mano,
retenerlo. Aun cuando corra el peligro de morir, su entendimiento no le dice que tiene
que soltar el plátano para liberar la mano y, con ella, incluso a sí mismo. Sigue
simplemente manteniendo apretada la fruta y, de esa manera, se deja cazar sin
problema».

183
Recibir y devolver forma parte del sano ritmo vital del ser humano. Así, inspiramos y
luego espiramos; inspiramos y espiramos..., alternativamente. Si, tras un corto espacio de
tiempo no expulsáramos otra vez el aire inspirado, sino que lo retuviéramos dentro, ello
significaría para nosotros la muerte. Lo que se recibe tiene siempre la misión de ser
dejado y devuelto de nuevo. Da lo mismo el ámbito de la vida que consideremos: si no
soltamos una y otra vez lo recibido, enfermamos. El mono de nuestro ejemplo, en una
situación de amenaza para su vida, no ha aprendido a soltar la presa cuando lo que está
en juego es su libertad; más aún: su vida.
Para muchas personas constituye un proceso doloroso tener que dejar no solo algo
material, sino también a otra persona a la que ha estado muy unida y a la que ama
mucho: los padres a sus hijos, y los hijos a sus padres; una persona amada se va por otros
derroteros que no son los nuestros; la muerte separa a dos personas muy apegadas entre
sí... Duros golpes del destino son a menudo la consecuencia de no-poder-dejar algo o a
alguien.
Nuestra fe cristiana, que debe ejercitarse diaria y constantemente, intenta ofrecernos
un fundamento sólido que nos sostiene incluso cuando nos es arrebatado un ser querido.
Para habituarnos al hecho de la ineludible soledad –en último término, a la idea de
nuestra propia muerte– se impone un adiestramiento en el «morir» con Cristo. Este morir
con Cristo presupone infinidad de veces practicar el simple ejercicio de
«dejar»/«desprenderse», de tal manera que, cuando se presenten duras exigencias en
nuestra vida, no fracasemos ni, eventualmente, demos la espalda a nuestra fe y, junto con
ello, a Dios.
Lo bueno y hasta beneficioso de la oración de quietud consiste precisamente en que
todo cuanto nos domina e impide nuestra evolución espiritual se va diluyendo poco a
poco. Llegamos incluso a tener un barrunto de los cambios que nos esperan y de la
fuerza para recibir de la mano de Dios lo inevitable. Esta fuerza de la fe es un don del
cielo y no tiene nada que ver –como muchos creen– con ser insensibles, fríos o, incluso,
incapaces de amar.

184
74.
El sacrificio salva

Al teólogo y filósofo danés Søren Kierkegaard (1813-1855) le preguntaron en cierta


ocasión por el significado y la misión del Espíritu Santo. Y él respondió: «Un hombre
rico adquiere en el extranjero, a un alto precio, un par de caballos extraordinarios. Los
engancha a su carroza y viaja con ellos para su propio placer. Sin embargo, al cabo de
un par de años, los otrora tan nobles y gallardos caballos están irreconocibles. Sus ojos
se han apagado y parecen soñolientos; su pelaje ha perdido todo el brillo y está opaco,
su paso es perezoso, sin porte, sin garbo. Apenas si son capaces todavía de soportar
alguna carga. Sin obedecer las órdenes del cochero, se quedan simplemente quietos...:
agotados, caprichosos, testarudos. Tienen el mejor pienso en abundancia, pero están
flacos y sin fuerza.
En su desconcierto, el rico pide ayuda al reconocido y famoso cochero del rey. Este
excelente profesional toma a su cargo durante algo más de un mes a los dos caballos,
completamente arruinados, enganchando a ambos como de costumbre. Y, al final, no
hay en todo el país caballos tan fogosos, resistentes y fuertes como ellos. Orgullosos,

185
vuelven a llevar la cabeza erguida, su pelaje está brillante, su estampa es gallarda y
bella y su trote tiene un aire tan noble que atrae hacia ellos todas las miradas».

«El cochero del rey» pone de manifiesto, de forma maravillosamente plástica, qué es lo
que está en juego principalmente en la oración de quietud. El dueño que, sin ser cochero,
quiso jugar a serlo guiaba los caballos según el talante de estos. El cochero real, un
profesional, los trató de acuerdo con sus propias ideas y su voluntad del cochero.
Tenemos muchas cualidades, buenas intuiciones e ideas; sin embargo, a menudo
nos falta el cochero. Es decir, guiamos nuestra vida única y exclusivamente de acuerdo
con nuestras propias ideas y deseos, lo cual, en determinadas circunstancias, puede
desviarse mucho de los designios que el Creador tiene sobre nosotros. Nos falta
verdadero conocimiento, decisión recta, paciencia, perseverancia... y muchas cosas más.
El Espíritu de Dios quiere ser nuestro «cochero» y tener en sus manos las riendas de
nuestra vida. De ahí que, si nos dejamos guiar por el Espíritu Santo, nuestra vida estará
en sintonía con la voluntad de Dios y tendrá éxito. «Cuantos se dejan llevar por el
Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rom 8,14). Quien pone sus dotes y cualidades, más
aún, su vida toda, bajo la dirección del Espíritu Santo, crecerá por encima de sí mismo y
hará cosas que ni él se habría atrevido a imaginar. Estará lleno de entusiasmo y en las
situaciones difíciles de la vida encontrará el camino correcto para él. El Espíritu Santo
que habita en nosotros nos conoce mejor que nosotros mismos. Sabe lo que puede y debe
exigirnos, lo mismo que el cochero real sabe cómo tiene que llevar a los caballos para
que sean como en realidad les corresponde ser.
Sin embargo, este traspasar la dirección de nuestra vida a las manos de Dios les
resulta difícil a muchas personas, porque no pueden confiar ni, quizá, incluso amar.
Quien ama se fía y lo confía todo a la persona amada. La mayoría de las personas tienen
primero que ejercitar lenta y progresivamente su disposición a entregarse por amor o,
cuando esta disposición está soterrada, liberarla de nuevo. La oración de quietud cumple
esta tarea de manera suave, de modo que, poco a poco, nos vamos haciendo capaces de
desprendernos de nuestro egoísmo, tal vez dominante, para aderezarle a Dios un espacio
en el centro mismo de nuestra vida. Llegaremos a constatar –como en el caso de los
caballos tratados erróneamente y venidos a menos– que nuestra vida comienza de nuevo
a florecer.

186
75.
Consciencia ensanchada

Diálogo entre una larva de libélula, que siente el impulso de volver a la superficie del
agua para tomar aire de nuevo, y una carpa: Dijo el pez: «¿Nunca habías sentido la
necesidad de eso que tú llamas aire libre?». La larva replicó: «Tengo el deseo de ir
hacia arriba, sin más. Me atrae muchísimo el poder ver, desde la superficie del agua, lo
que hay arriba. Allí veo un resplandor claro y figuras de sombras que pasan
rápidamente por encima de mí alejándose. Pero, seguramente, mis ojos todavía no están
adaptados a lo que hay sobre el estanque. ¡Aunque sí que me gustaría saberlo!».
La carpa se echó a reír: «Criatura fantasiosa, ¿crees que sobre la charca hay algo
más? Déjate de ilusiones y créeme a mí, que tengo mucha experiencia: yo nado a diario
por toda la charca. Esta charca es el mundo, y el mundo es una charca. ¡Y fuera de ella
no hay nada!».
«¡Sin embargo, yo he visto el reflejo de la luz y he visto sombras!». «¡Quimeras! Lo
que yo puedo sentir y experimentar corporalmente, esa es la realidad», repuso la carpa.
No pasó mucho tiempo hasta que la larva de libélula pudo salir del agua. La larva se

187
había convertido en una libélula y había adquirido alas. Vio los prados, los árboles, el
sol y el cielo azul. Voló sobre la charca –con brillos de todos los colores– y se alejó.

Al igual que la carpa, son muchas las personas que viven en la realidad tangible y tienen
la firme convicción de que no hay «cielo» alguno. Sin embargo, si tuvieran una pizca de
experiencia, como la tenía la larva, habrían dejado su rigurosa unilateralidad. La religión
cristiana nos ofrece, en forma de determinados modos de oración y de sacramentos, la
posibilidad de experimentar lo que hay arriba. En la oración de quietud, una oración de
entrega total, se cierran los ojos del cuerpo y se abren lentamente los ojos del alma. La
larva reconoce que en ella se produce una evolución. Siente el impulso hacia arriba,
hacia el cielo, e incluso lo sigue, al respirar en la superficie del agua, y un día –dotada de
visión y provista de alas– vuela lejos de allí.
El desarrollo anímico del ser humano no se limita a los estados de consciencia –
velar, dormir, soñar...–, sino que, en la profunda paz de la oración, le permite barruntar,
experimentar y, finalmente, vivir lo que es principio y fin de todo lo limitado y mudable:
Dios. De Él hemos salido y a Él regresamos. La nostalgia del hogar dormita en nuestra
alma, que quiere evolucionar para acoger a su Creador. En la oración de quietud damos
al alma tiempo y espacio para superar todas las limitaciones, para vivir experiencias de
lo ilimitado y eterno. Con una indescriptible alegría y profundamente llenos de la
cercanía de Dios, regresamos de esa liberación y enriquecemos no solo nuestra vida
cotidiana, sino también a las personas con las que convivimos.

188
76.
El secreto del mar Rojo

Había en Jerusalén una mujer que había sido acusada de un delito. Aunque había
confesado su culpa, se convocó en el tribunal una vista, de la que se esperaba un fallo
definitivo. La mujer sentía un miedo cerval por lo que se le venía encima. El tiempo
transcurrido hasta la vista del juicio se le hizo interminable: no podía dormir y ya ni
siquiera sabía qué hacer. Se le ocurrió la idea de visitar a un anciano rabí que, tiempo
atrás, había sido su profesor de Religión, para pedirle consejo. «Ayúdeme, por favor;
casi me estoy volviendo loca de miedo».
El rabí, para tranquilizarla, puso sus manos sobre la cabeza de la mujer y le
preguntó: «¿No conoce usted el secreto de nuestro pueblo judío?». Ella guardó silencio.
«El secreto de Israel es el secreto del mar Rojo –dijo el rabí con voz queda–. No
tenemos un camino para sortear el mar: no lo hay, ni arriba ni abajo. El camino de Dios
conduce por en medio, a través del mar Rojo». Y siguió hablando para calmarla:
«Ponga con toda confianza su mano en la mano del Señor. Y luego, juntamente con Él,

189
adéntrese en el agua. Le sorprenderá percibir que el mar se retira». Y el milagro
sucedió. Sí, en ella se produjo el milagro: de pronto, se sintió tranquila, y el miedo la
dejó.

El rabí supo calmar a la mujer, presa del miedo, poniendo sobre ella las manos e
iniciándola en el «secreto de Israel». La miró y, de ese modo, le devolvió –a ella, la
culpable– su autoestima. Luego se le acercó, puso las manos sobre su cabeza y la
bendijo, deseándole todo lo bueno. Lo siguiente fue iniciarla, con pocas e inteligibles
palabras, en el secreto del pueblo judío.
La mujer entendió lo que le quiso decir el rabí: que no hay ningún otro camino para
pasar el mar Rojo que atravesarlo por en medio significa que no hemos de huir de lo que
nos viene encima. Esto, en todo caso, no podemos hacerlo por nuestras propias fuerzas,
sino que dependemos de la ayuda y la asistencia de Dios. Poner nuestra mano en la mano
de Dios significa fiarse de Él y dejarse guiar por Él precisamente cuando nos asalta un
inmenso temor. La mujer entendió que para ella no había otro camino que adentrarse,
juntamente con Dios, en las «corrientes peligrosas». Su miedo desapareció...
A propósito de esto, Jesús nos da un ejemplo y quiere animarnos a seguirle. En su
patria chica, Nazaret, que solía visitar para predicar en ella, lo rechazaron: «Al oírlo,
todos en la sinagoga se indignaron. Levantándose, lo sacaron fuera de la ciudad y lo
llevaron a un barranco del monte sobre el que estaba edificada la ciudad, con intención
de despeñarlo. Pero él, abriéndose paso entre ellos, se marchó» (Lc 4,28-30).
También Jesús caminó por en medio del tumulto. Dar ese paso implica un valor y
una confianza infinitos. Jesús puso una y otra vez su espíritu en las manos del Padre y se
dejó guiar por Él. Para desarrollar esta confianza ilimitada hacemos la oración de
quietud, que nos enseña a olvidarnos, en la práctica, de nosotros mismos, abandonarnos
en las manos de Jesucristo y, en todo cuanto nos acontezca, dejarnos guiar por Él.

190
77.
Bendecir

No debemos condenar las acciones de nuestro prójimo sin haber reflexionado bien de
antemano, y esto, además, únicamente si nos compete a nosotros la responsabilidad de
que él cambie de vida. En cualquier otro caso, casi siempre obramos mal... No es a
nosotros a quienes los demás tienen que rendir cuentas, sino a Dios. Dios no nos pedirá
cuentas de lo que han hecho otros, sino de lo que hemos hecho nosotros. Mientras uno
se ocupa de investigar la vida de otros, ni se conoce a sí mismo ni va a estar a buenas
con Dios.
EL CURA DE ARS

Evitando toda chismorrería tonta e innecesaria –en especial el cotilleo acerca del
prójimo–, damos un notable impulso a la oración de quietud.
Un obstáculo en el camino del espíritu hacia la interioridad lo constituyen la
abundancia de palabras vacías y sus respectivos contenidos mentales. Sin conocernos
realmente a nosotros mismos y a los demás, muchas veces pasamos con excesiva rapidez

191
y superficialidad a «lo que se dice», que no solo hiere al otro, sino que lo hunde en la
oscuridad. Con el agravante de que nosotros mismos participamos en ese movimiento no
querido por Dios. La valoración de las buenas cualidades de una persona, por el
contrario, la eleva y la motiva para ser aún mejor. También en ese movimiento del otro
hacia la luz estamos implicados. ¡Qué feliz puede estimarse quien no siente la necesidad
de hablar mal de otros o incluso injuriarlos!
En el cuento de los hermanos Grimm «Las tres ramas verdes» se describen de
forma trágica las consecuencias de tomarse la justicia por la propia mano. Un sabio y
anciano anacoreta, que vivía en paz consigo mismo y con el Creador, al ver a un pecador
que era conducido a la horca, pensó, desprevenido, en su interior: «Ahora le hacen
justicia». Este mero pensamiento causó tal perturbación en la creación que el ermitaño se
retiró y tuvo que pasar su vida en extrema pobreza exterior e interior hasta que, al fin, se
le concedió el perdón.
Si percibimos en nosotros mismos estallidos emocionales que hieren a otros,
deberíamos aguzar el oído y saber que en nosotros todavía se esconde mucha maldad.
No nos es lícito proyectar ira, impaciencia o desmedida tristeza sobre otras personas y,
de ese modo, abrumarlas, impacientarlas o deprimirlas. Podemos partir del siguiente
presupuesto: que, mediante la profunda paz que produce la oración, tanto las tensiones
corporales como las nerviosas y psíquicas se resuelven con el tiempo del ejercicio de la
oración; pero que, ya fuera de nuestros tiempos de oración, deberíamos comenzar por ir
desmontando comportamientos emocionales defectuosos que nos abruman. Las vías para
ello son diferentes, según cada individuo. Las tensiones excesivas se tienen que
solucionar mediante una forma de expresión acorde con nuestro modo de ser, para que
surja una reordenación interior y podamos, a través de nuestra vida activa y de nuestra
oración, cuidar y cultivar nuestra personalidad.
La enseñanza del Sermón del Monte es, sin duda, la más difícil de cumplir, sin
menospreciar ninguna de las otras.

• «No juzguéis y no seréis juzgados» (Mt 7,1).


• «No contamina al hombre lo que entra por la boca, sino lo que sale de ella: eso es lo
que realmente contamina al hombre» (Mt 15,11).
• «No salga de vuestra boca ninguna palabra ofensiva, sino una palabra buena que
edifique a quien la necesite y agrade a quien la escucha» (Ef 4,29).

192
• «En mucho charlar no faltará pecado; quien se muerde los labios es discreto (Prov
10,19).

193
78.
Dar y recibir

Un hombre se había perdido en el desierto y casi había perecido de sed. Tras


arrastrarse todavía un rato como pudo, llegó por fin a una casa completamente
abandonada. Delante de la fachada, destrozada por el viento, vio una bomba de agua.
Se lanzó sobre ella y comenzó a dar a la bomba como un loco. Pero no salía ni una gota
de agua.
De pronto, observó la presencia de una pequeña vasija, con un tapón de corcho y
una nota al lado: «¡Amigo! Primero tiene que llenar de agua la bomba. Y no olvide
llenar después la vasija antes de marcharse de aquí». El hombre quitó el tapón de la
vasija y notó que, efectivamente, estaba llena de agua.
Entonces comenzó a luchar consigo mismo: ¿debería echar realmente el agua en la
bomba? ¿Y qué pasaría si la cosa no funcionaba? ¡Habría malgastado toda el agua! Si
bebía de la vasija, al menos podía estar seguro de que no moriría de sed. En todo caso,
¡ningún viajero después de él podría volver a encontrar agua! Pero ¿qué pasaría si,

194
efectivamente, vertiese el agua en la roñosa bomba, basándose en la más que
problemática instrucción? Una voz interior le aconsejaba seguir el consejo y tomar la
decisión arriesgada.
Así que, manos a la obra: vació la vasija en la roñosa bomba. Levantaba y bajaba
como una fiera la palanca y bombeaba y... efectivamente: ¡de pronto, comenzó el agua a
salir disparada del cuello del caño! Ahora el hombre tenía más deliciosa y refrescante
agua de la que necesitaba. Calmó su sed, llenó luego otra vez la vasija, le puso el tapón
y con sus propias palabras añadió otra frase a la nota: «Ten confianza: ¡funciona!
¡Debes dar a la bomba todo lo que tienes antes de recibir algo a cambio!».
AXEL KÜHNER

Para progresar espiritualmente tenemos que ejercitar el desprendimiento y la entrega. En


la Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, figura la siguiente sentencia «Da el todo
por el todo». Con amor infinito para con nosotros, los seres humanos, Dios, en su Hijo
Jesucristo, clavado en la cruz, lo da todo. Dios no quiere que le abonemos una parte, una
determinada comisión, un impuesto, sino que quiere de nosotros la entrega total. No
pretende hacer de mí un contribuyente, sino alguien que apasionadamente lo entrega
todo.
Por lo demás, siguiendo el relato de nuestra historia, nosotros estamos de camino:
«Da el todo por el todo». ¿Podemos cumplirlo ya ahora con toda la verdad de nuestra
vida y hasta el fondo de nuestro corazón? ¿O retenemos siempre algo de ese todo,
porque no somos capaces de darnos por entero y abandonarnos totalmente en Dios? Aun
cuando ahora solo demos partes menudas, nuestro dar, al menos, tiene que estar cada vez
más abierto al todo. En último término, nadie puede decir de sí mismo que se ha
entregado totalmente a Dios: no se ha entregado a sí mismo, se va entregando.
Entregarse de nuevo, una y otra vez, es el quid de toda oración de quietud o de oblación,
y con ello la obra de cada día: cada día comienza de nuevo.

195
79.
El motivo-tema, una vez implantado

Hay un relato chino que dice así: «Un hombre había preparado debidamente, arado y
sembrado su pequeña tierra de labor. Solo que, un par de semanas después, le extrañó

196
que la simiente brotara tan despacio, al observar que la tierra de su vecino se veía ya
pujantemente verde.
Su paciencia iba a menos de día en día. Ya no podía dormir, de lo preocupado que
estaba. Finalmente, tuvo una idea descabellada. Fue corriendo a su tierra y se puso a
tirar hacia arriba de los pequeños y tiernos tallos. De camino a casa, encontró a su
vecino y le dijo que había ayudado a su semilla a crecer. El vecino, lleno de curiosidad,
fue a comprobarlo y vio que todo estaba destrozado y marchito.
Y todavía perdura en la aldea la rechifla por el hombre que no pudo esperar».
WOLFGANG LONGARDT

Cuando alguien se decide a aprender la oración de quietud, recibe la preparación de un


maestro o leyendo un libro apropiado. Es importante este comienzo, porque a menudo se
deslizan fallos que uno no percibe como tales. Una vez que la conducta equivocada ha
tomado cuerpo en la práctica de la oración de quietud, resulta difícil corregirla. Por eso
es preciso adquirir cierto conocimiento antes del aprendizaje, lo cual puede hacerse por
medio del profesor, en un curso de «iniciación a la oración de quietud», o mediante el
estudio personal. Es aconsejable acudir a un curso en el que tomen parte también otros
interesados.
Antes de comenzar a practicar su primera oración de quietud, el discípulo elige para
sí, de entre unos treinta motivos- tema de oración, el que más le convenga. Juan Casiano
(360-435), el primero que describió la oración de quietud en latín, llama a la breve
invocación a Dios «formula pietatis» [fórmula de piedad]. Esa invocación se planta,
como una semilla, en el interior de quien practica la oración, y no se debería expresar
verbalmente. La oración de quietud nos ayuda, al cabo de un breve tiempo, a arraigarnos
cada vez más en Dios y a percibirlo como firme cimiento de nuestra vida. Fomentar
determinadas expectativas, esperar un acontecimiento concreto u observarse a sí mismo
no cuadra con los cánones de la oración de quietud.
Hay quienes se impacientan cuando en ellos no producen determinados efectos que
sí se producen en otros o, al menos, así lo imaginan. Entonces esas personas comienzan a
dudar de su «mantra», de su motivo-tema de oración, porque para ellas el crecimiento
interior lleva demasiado tiempo. Aunque saben que ese único motivo-tema ha sido
elegido para toda su vida y que ya ha comenzado a arraigar, lo arrancan de su interior y

197
lo sustituyen por uno nuevo. Esta conducta arbitraria, que ineludiblemente conduce a una
alteración, muestra que el discípulo no ha entendido la instrucción de Casiano, que
consiste en conservar el motivo-tema elegido –sin especular ni analizar– a lo largo de
toda la vida. A esta clase de personas impacientes e hiperactivas habría que
recomendarles la paciencia y la humildad. Ambas producirán fruto abundante a su
debido tiempo.
Pero si, por el contrario, no podemos esperar y creemos que sabemos más que los
Padres del Desierto, nos pareceremos al labrador del relato precedente, que no fue capaz
de esperar y, en su necedad, arruinó todo lo que había crecido hasta entonces.

198
80.
Lo que no se debe hacer

Un joven que estudiaba en Múnich buscó la oportunidad de hacer con otros un viaje a
Hamburgo a buen precio. Sus padres vivían en Schleswig-Holstein, y él quería pasar allí
sus vacaciones. Tras una breve búsqueda, encontró a un hombre de negocios que hacía
ese trayecto. Estaba dispuesto a llevar al estudiante, aunque fuera de balde. A la hora
convenida se encontraron, y se unió al viaje una tercera persona. Era un colaborador
del mencionado hombre de negocios. Dijeron al estudiante que se sentara en el asiento
trasero y le rogaron que guardase el máximo silencio posible, porque los dos hombres
querían aprovechar el tiempo del viaje para pasar revista a asuntos de negocios.
Como el estudiante llevaba tiempo haciendo oración de quietud, le vino de perlas
esta oferta. Se acomodó en el asiento posterior del coche y, al cabo de un buen rato,
comenzó su oración de quietud. El tiempo pasaba rápido, tal como estaba acostumbrado
a que ocurriera cuando oraba. De pronto, el conductor tuvo que frenar bruscamente
para evitar un accidente grave: chirriaron las ruedas, el coche se ladeó, pero pudo
enderezarse a tiempo. El conductor y el copiloto se miraron asustados, preguntándose si

199
había pasado algo. Constataron que todo estaba en orden. Cuando volvieron la cabeza,
al principio no vieron al estudiante, hasta que comprobaron que estaba tumbado e
inmóvil en el asiento. Toda ayuda llegó tarde. Estaba muerto. Se había roto el cuello.
Posteriormente se llegó a la conclusión de que, debido a la prolongación excesiva
del tiempo de oración de quietud, su musculatura estaba tan relajada que no pudo
amortiguar el frenazo y la parada en seco del coche. De este modo, la cabeza giró
bruscamente hacia delante, sin resistencia alguna de la normal tensión corporal.

Cualquier lugar puede ser apropiado para hacer la oración de quietud. Una iglesia o un
lugar sagrado ofrecen, naturalmente, una excelente posibilidad, antes o después de un
posible acto litúrgico. Si se ora al aire libre, no conviene ponerse a pleno sol, sino buscar
la sombra. La oración de quietud ralentiza el metabolismo; el calor y la luz, por el
contrario, lo aceleran.
Sin embargo, si uno va en un coche, en tren, en avión o en barco, no debería hacer
la oración de quietud de ningún modo. Es evidente que la quietud interna se refleja
también corporalmente, al relajarse en extremo los músculos y los nervios. Por eso,
nunca debería uno levantarse bruscamente de la oración de quietud, sino tomarse tiempo
para situarse plenamente en el presente.
Si, a causa de un frenazo, de una turbulencia o del oleaje, el vehículo se expone a
una parada brusca, esta se transfiere de forma espontánea al cuerpo, profundamente
distendido. Quien está orando sufre un shock que, como lo muestran dolorosas
experiencias, puede en ocasiones acarrear muy nefastas consecuencias: pueden aparecer
dolores de cabeza, náuseas, agresividad, mareo o malestar. Y como muestra también la
triste experiencia del relato anterior, puede producirse incluso la muerte, a causa de
fractura del cuello.
La oración de quietud afecta y relaja por igual el cuerpo, el espíritu y el alma. Esta
distensión llega al extremo de que, durante el tiempo de la oración, se reduce también en
parte la normal y necesaria tensión corporal. El accidente mencionado muestra lo
profundo que es el efecto de la oración de quietud. De ahí que nunca se deba manejar
con negligencia este modo de orar.

200
81.
Recibir y devolver

El lecho del Jordán atraviesa todo Israel de norte a sur, alimentando el mar de Galilea,
llamado también lago de Genesaret o Tiberíades. El mar de Galilea está situado en el
norte de Israel y es el lago de agua dulce más bajo de toda la Tierra –a 212 metros bajo
el nivel del mar–. Con 21 km de largo, 13 km de ancho y hasta 43 metros de
profundidad, está rodeado de una exuberante vegetación; además, es
extraordinariamente rico en pesca. El Jordán es la corriente más importante, que deja
de nuevo el lago, por el sur y discurre hacia el mar Muerto, donde desemboca.
Comparado con el mar Muerto, el mar de Galilea es un agua extremadamente viva (está
atravesado por el Jordán).
El mar Muerto está situado a 420 metros bajo el nivel del mar y es un lago sin
aliviadero, dado que, como lago terminal, se encuentra en una depresión sin posibilidad
de salida. Tiene 90 km de longitud y 17 km de anchura. Es el lago más bajo de la Tierra.
El contenido en sal de esta agua estancada es de un 33 por ciento, de modo que en este
entorno extremo no pueden vivir plantas ni animales.

201
Las dos masas de agua –el mar de Galilea y el mar Muerto– están alimentadas por
la misma fuente: el Jordán. Sin embargo, hay una gran diferencia entre ambos mares. El
mar de Galilea deja salir de nuevo lo que entra en él. El mar Muerto, por el contrario,
no tiene ninguna salida. Precisamente la afluencia del Jordán equilibra su alta
evaporación. La alta concentración de sal en el entorno ha propiciado la muerte del
mar, convertido en agua estancada.

El mar de Galilea, por medio del Jordán, que lo recorre, muestra movimiento tanto al
recibir el agua como al devolverla. En sus aguas predomina la vida activa, al igual que
fuera de ellas, más allá de la ribera: plantas, animales, personas... Como el agua, al llegar
al mar Muerto, no sigue fluyendo, queda estancada, y el contenido en sal, cada vez más
elevado, hace que todo muera.
Exactamente lo mismo sucede con lo que recibimos: la vida que constantemente se
renueva sigue desarrollándose con el alma cuando muere el cuerpo. A esto se añade la
multitud de dones de gracia del Señor durante nuestra vida: podemos recibir gracia tras
gracia. Pero esto no puede significar que nos quedemos en puros receptores, sin devolver
nada. Solo si devolvemos lo recibido, es decir, si lo volvemos a donar, viviremos como
es debido esta vida y, al final, alcanzaremos la vida eterna. Pero si –como sucede en el
ejemplo del mar Muerto– retenemos para nosotros mismos lo recibido del Señor, sin
entregarlo ulteriormente a otros, es inevitable que enfermemos. Un «don» recibido se
nos convierte en una «misión» que tenemos que realizar. Y en esto se incluye la
necesidad de que volvamos a donarlo.
La oración de quietud tiene como efecto, tras un breve tiempo de práctica, que los
bloqueos y los obstáculos fuertemente anclados en el camino de nuestra interioridad
vayan desapareciendo, de modo que pueda volver a fluir, sobre todo, la gracia pensada
por Dios para cada uno de nosotros. Así puede alcanzarnos tanto a nosotros como a otros
por medio de nosotros. Precisamente mediante la paz, que se va haciendo cada vez más
profunda, puede la verdadera vida –tal vez estancada durante mucho tiempo– volver a
fluir de nuevo y, aun cuando se la considere muerta, revitalizarse.

202
82.
El portador portado

En un círculo formado por sillas de montar, una de ellas se quejaba: «¡Yo cargo con el
jinete!». Y como sabía que era así, lo decía con toda seguridad, plenamente convencida.
Nadie la contradijo, excepto una. «Piénsalo bien», le aconsejó. La silla lo hizo. En
un momento de calma, reflexionó sobre sí misma y su cometido. Al final comprendió:
«Es verdad: yo llevo al jinete, pero el caballo me lleva a mí». Además, vio con claridad
que el caballo no solo la llevaba a ella, sino también al jinete; porque claramente
reconoció que si ella era capaz de llevar al jinete era porque ella misma era llevada. Al
instante se sintió mejor. Respiró hondo y, de pronto, se sintió liberada. La invadió una
energía completamente nueva. Y cargar con el jinete se convirtió para ella en una
alegría.

203
Cuando hemos realizado algo especialmente notable, tenemos una razón para sentirnos
orgullosos y alegrarnos por ello. La silla de montar reconoce un día que no cuelga del
aire, sin sentido (como en la imagen): se da cuenta de que «¡ella lleva al jinete!». Esto le
da seguridad y agranda su autoestima. Sin embargo, ninguna de ambas cosas dura
demasiado tiempo, porque la idea de la que ha obtenido la seguridad y la
autocomplacencia es unilateral.
Lo mismo les ocurre a muchas personas que se atribuyen en exclusiva lo que no les
corresponde a ellas solas en tal medida. Muchas veces, ni siquiera mencionan a otras
personas que han contribuido a tal o cual resultado, ni comparten con ellas el éxito y la
consiguiente satisfacción. Este tipo de comportamiento se percibe también
continuamente en la literatura: uno desarrolla y da forma a algo que les viene bien a
otros para su labor, y estos lo dan por bienvenido sin citar la fuente de la que, simple y
llanamente, han copiado. Con un egoísmo semejante y la consiguiente estrechez de
miras, no puede uno, a la larga, ser feliz. Aumentan la inquietud y la inseguridad, pesa el
remordimiento sobre la conciencia y se aviva el deseo de, si fuera viable, poder dar
marcha atrás y rehacerlo todo. Pero a veces es ya demasiado tarde...
La silla de montar –la que aparece en la imagen– hace un maravilloso
descubrimiento, estimulada por una amiga que le tiene aprecio.
Tal vez nos sea lícito traer aquí a colación la oración de quietud, ya que los
conocimientos y puntos de vista obtenidos por pura reflexión son los menos. En las
personas a las que les es dado experimentar que su consciencia se ensancha y que ven
conexiones y relaciones más amplias, se instala una inesperada alegría y, tal vez,
también el agradecimiento. Los resultados de la oración de quietud van justamente en
esa dirección, y la persona que practica esta oración experimenta que no es únicamente
ella el ser ejecutivo y activo, sino que, además de ella, hay alguien que la conduce y le
hace posible todo lo concebible.
¿No llega el ser humano, en este punto a más tardar, al conocimiento de que por sí
solo nada puede, sino que él se debe a Dios? La consciencia de la silla de montar que
carga con el jinete se ensancha, y ella ve debajo de sí al caballo, el cual, a su vez carga
con ella y con el jinete. En este punto, toda nuestra fanfarronería queda como
neutralizada ante el nuevo descubrimiento. Agradecidos, percibimos causas que,
efectivamente, están fuera de nosotros mismos, y podemos valorarlas sin poner en juego
simultáneamente nuestro ego.

204
La tierra es una parte de la creación: carga con el caballo, que sobre ella tiene un
apoyo firme. El caballo, a su vez, lleva la silla de montar. Y esta, al jinete. Ya desde el
punto de vista de una «silla de montar», este conocimiento y este ensanchamiento de la
consciencia son algo muy notable. ¡Cuánto mayores conocimientos podemos esperar que
el Creador quiere manifestarnos..., si vamos por el camino recto!

205
83.
La nostalgia de Dios

Si una madre llama a comer a su hijo hambriento, este se presenta de inmediato. ¿Y no


llama Dios de igual manera a nuestra alma hambrienta, un Dios, que quiere satisfacer
el profundo deseo del alma y saciarla de vida eterna? Para no desoír el silente lenguaje
de Dios –cosa que a menudo no permiten nuestros pensamientos y actividades–,
deberías retirarte diariamente, durante un breve tiempo, al silencio. El Creador tiene un
profundo deseo de encontrarse con su criatura. Si aceptas libremente el silencio o si un
golpe del destino te obliga a ello, también tú experimentarás una escondida nostalgia
por encontrarte con Dios. Solo de esta fuente bebes nueva energía vital, cuya meta es la
eternidad.
SAN BASILIO EL GRANDE

Todo lo que Dios quiere procede del silencio animado por Él. La oración de quietud
introduce en ese silencio divino, que es el fundamento de todo ser, sostiene todo lo

206
creado y sale fiador de todo ello. Con la práctica creciente de la oración, la persona que
ora se sume en ese espacio del silencio, dejando atrás todo cuanto le impide percibir el
silencioso lenguaje de Dios.
La oración de oblación se convierte en oración de quietud cuando quien hace la
oración se desprende de sí mismo y, junto con ello, de todo querer, de toda imaginación,
de toda expectativa, más aún, de sus propios pensamientos e imágenes de Dios, y se
entrega lleno de confianza al Señor. El confiarse plenamente a Dios requiere ejercicio, y
este no puede dirigirlo la voluntad. Todo lo que hasta el presente ha obstaculizado la
capacidad de entrega de quien hace la oración deja espacio ahora a la persona que guarda
silencio ante Dios. Los ojos del alma se dirigen al encuentro amoroso con el Creador, de
modo que toda la actitud de quien está orando se transforma en adoración.
San Agustín dice: «La pasión de Dios es el hombre». El Señor va detrás no solo de
cada uno de nosotros, sino también detrás de la «oveja perdida». Lleno de amor, sale al
encuentro de todos. Él quiere que cuantos se han apartado de Él vuelvan a Él de nuevo y
comiencen a recorrer su camino juntamente con Jesucristo. Podemos estar seguros de
que de esa oferta de amor nadie está excluido.
Dice san Agustín: «Inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Ti». Ambos
encuentros –el uno depende del otro– pretenden alcanzar su objetivo y alcanzar la
quietud. El cortejo amoroso con que Dios obsequia a la persona y su divina pasión por
esta culminan cuando el ser humano se abre a su Creador y acoge sus dones. Entonces
viene a calmarse la inquietud del corazón del ser humano, y este –impregnado de la
gracia de Dios– se hace consciente de Dios en lo más profundo de su alma.

207
84.
Oblación en vez de súplica

Un monje que había ingresado hacía años en un monasterio contemplativo se lamentaba


un día ante su abad: «Llevo mucho tiempo en este monasterio y, hasta ahora, no ha sido
escuchada ni una sola de las oraciones que he dirigido al Señor y que sigo dirigiéndole
una y otra vez. En lugar de alegría y agradecimiento, a mí me surgen dudas que me
torturan y ni siquiera de noche me dejan en paz».
«Hijo mío –dijo el abad–, Dios oye todas nuestras oraciones. De eso podemos estar
absolutamente seguros. Ahora bien: si las atiende, y cuándo lo hace, es algo que
depende tan solo de Él, y muchas veces tenemos que esperar. Con todo, en esa oración
tuya hay algo mucho más importante aún: si crees que Dios tiene que servir a tus ideas
y deseos, solo estás girando en torno a tu ego y te pones a ti mismo en el primer plano.
Pon en el primer plano de tu oración la oblación, la entrega, y devuelve de nuevo al
segundo plano de tu oración la oblación, la entrega. La verdadera oración no se
manifiesta en la súplica, la acción de gracias o la queja, sino en el desprendimiento de
todo eso; más aún, incluso en el desprendimiento de ti y en el “morir” a ti mismo».

208
Para muchos religiosos, la vida del claustro no resulta más fácil con el paso de los años.
Si uno tiene un trabajo fijo, satisfactorio y, por añadidura, independiente, le puede ir bien
y puede irradiar alegría y satisfacción. Para muchos, sin embargo, la vida de oración deja
bastante que desear. Las horas de oración se convierten fácilmente en rutina, y el
corazón apenas si entra en juego en la oración. Muchos religiosos –aunque el orar forma
parte de su estado y de su vocación– encallan en su oración y ya no saben orar
correctamente.
En nuestra historia, el abad da a su súbdito, lleno de dudas, una respuesta clara que
puede servirle: Dios no tiene que actuar de acuerdo con nuestros propios intereses, ideas
y deseos, porque en ese caso nos situamos nosotros en el centro de nuestra oración. Con
esta clase de oración rebajamos a Dios a la condición de mero servidor de nuestra
voluntad. Otorgarle a Él, el Señor –no solo en nuestra oración, sino en nuestra vida–, el
primer lugar es condición necesaria de todo encuentro con Dios. Así nos lo enseña,
sencilla y suavemente, la oración de quietud, también llamada oración de oblación.
La invocación interior y silenciosa del nombre del Señor, que a menudo va unida a
una llamada a la compasión, hace que nos desprendamos de nosotros mismos y nos
conduce a un camino hacia Cristo. Después de algún tiempo practicando esta forma de
oración, no ya no llevamos a Dios únicamente en nuestros labios, ni pura y
exclusivamente en nuestros pensamientos, sino en nuestro corazón. Por eso, esta forma
de oración se llama también «oración del corazón». Pero para ello es condición necesaria
no adaptar la palabra oracional al ritmo respiratorio, porque de ese modo nos
mantenemos en un nivel superficial y difícilmente podremos llegar a la paz profunda, la
paz llena de Dios.
Sin notarlo, la oración de quietud nos saca de nuestro ego y nos permite seguir en
verdad a Jesucristo. En la pobreza de espíritu, la que al comienzo del Sermón de la
Montaña cuenta Jesús entre las Bienaventuranzas, entramos en la presencia del Señor,
dispuestos a recibir el don que Él quiera hacernos. Este don [Gabe] se convierte en
nuestra tarea, nuestra misión [Auf-gabe]: la que tenemos que realizar en nuestra vida
activa. En el sentido más verdadero, esa oblación [Hin-gabe], que hacemos con cuerpo,
espíritu y alma, es un «morir» con Cristo para, en el misterio de la fe, resucitar con Él.

209
85.
Ir al fondo

Situada en un picacho cerca de Heidelberg, en el valle del Neckar, se encuentra la aldea


de Dilsberg. Del viejo castillo solo quedan las ruinas, en cuyo centro se halla el pozo, de
treinta metros de profundidad. Desde el brocal del pozo se mira a la profundidad
oscura. Si a través de la reja protectora de hierro forjado se dejan caer pequeñas
piedras, necesitan cierto tiempo hasta llegar al agua y que podamos oír el sonido que
produce. Pero hay posibilidad de conocer ese pozo: desde la ladera del monte, a través
de una húmeda galería excavada en la roca, una estrecha senda lleva directamente al
manantial del que fluye el pozo. Por un lado, pues, se puede contemplar el pozo desde la
superficie y, por otro, existe un camino libre hacia su manantial.

Es fácil, y la mayor parte de la gente la hace, considerar las cosas y a otras personas
desde la superficie. De esta manera se garantiza una distancia crítica que le permite a
uno emitir un juicio correcto. Sin embargo, nunca es posible conocer profundamente a
una persona, es decir, percibir algo de su auténtica verdad, desde una cierta distancia.
Tenemos que acercarnos a ella y descender hasta su auténtico ser y la fuente de su vida –

210
cosa que no es en absoluto fácil–. Si me tomo a alguien en serio y no quiero tener, desde
la distancia, una imagen distorsionada de él, debo tener a ese alguien en mi punto de
mira y acogerlo también en mi corazón.
Pero muchos hacen lo siguiente: enseguida echan mano de un juicio peyorativo y,
de ese modo, piensan estar a bien con los hombres e incluso con Dios. Muchos juzgan la
oración de quietud en este sentido: que no es para ellos porque, a pesar de los pesares,
jamás podrían alcanzar esa quietud creadora. A muchos no les proporciona la «fuerza
creadora» para aducir argumentos en contra. En este asunto todo se hace desde una cierta
distancia, y solo unos pocos se toman tiempo para escuchar una charla sobre la oración
de quietud o para leer un libro sobre el tema. Ahora bien, si existe interés real, es
ineludible descender no solo teórica, sino también prácticamente, a la fuente de la
oración de quietud y descubrir personalmente ese manantial que salta a borbotones hacia
nosotros, aunque con frecuencia esté encubierto.
Si alguien, orando, se sume en su propia profundidad, poco a poco irá superando los
límites de su yo y acercándose a Dios, en quien no existen fronteras. Aun cuando, a
primera vista, no parezca que realmente existen caminos hacia lo profundo, una
consideración más detenida nos permite establecer que se ha desoído el suave lenguaje
de Dios y se han pasado por alto sendas ocultas. Debemos confiarnos a alguien que tenga
experiencia en materia de oración de quietud y nos muestre lo fácil que es, durante la
oración, traspasar las fronteras del propio yo y topar con la fuente de la vida.

211
86.
Haced esto en memoria mía

En nuestra vida pueden suceder cosas maravillosas; sin embargo, al cabo de poco
tiempo volvemos a olvidarlas de nuevo. Regalos que nos ha hecho Dios y disposiciones
suyas con respecto a nosotros desaparecen de nuestra memoria, mientras que otras
realidades menos esenciales nos avasallan y se apoderan de nosotros. Ciertamente, muy
grande tiene que ser el peligro de olvidar tan aprisa lo vitalmente importante. Aun
cuando alguien se haya jugado la vida por nosotros para salvarnos de caer en un
precipicio, un buen día, sin embargo, ni siquiera volvemos a pensar en ello. Con
frecuencia, hasta nos olvidamos de nuestro futuro. Jesús sabía lo olvidadizos que somos
y que de nada tenemos más necesidad, para seguir en el camino debido, que del
recuerdo y la experiencia constantemente renovada de su sacrificio. Pero para que el
olvido, el desagradecimiento y el despiste no crezcan, Cristo instituyó en el centro de
nuestra existencia redimida su memorial. En la Última Cena, en la que Jesús se nos
entregó por entero, después de las palabras de la institución, dice: «Haced esto en
memoria mía» (Lc 22,19b).

212
La gozosa Buena Nueva de Jesucristo consiste en comunicarnos la indestructible vida
divina, hacérnosla consciente y experimentable. Ahora bien, si faltan el conocimiento y
la experiencia de esta verdad y de esta realidad, entonces nos movemos exclusivamente
en ámbitos superficiales y cambiantes de la vida. Acontecimientos exteriores pueden
encadenarnos de tal manera que nos veamos enredados en pesares y tribulaciones que el
Creador nunca quiso para nosotros. Cuando una tribulación semejante se hace cada vez
más fuerte, aumenta, por otro lado, la posibilidad de encontrar un camino de salvación
señalado por Cristo.
La oración de quietud nos permite vivir la experiencia de que en todo lo mudable
nos aguarda lo inmutable. El camino que Jesús nos señala conduce a un espacio de
profunda quietud interior y, finalmente, a nuestro primigenio hogar: al Padre, que es el
amor infinito. Como somos muy olvidadizos, es preciso, por medio de la oración, tanto
evocar el recuerdo de Jesucristo como no olvidar de lo que es capaz su amor.
En la oración de quietud podemos experimentar, por Cristo, con Él y en Él, la
quietud inmóvil que habita en la base de la realidad perceptible. En Él encontramos, tras
el perdón y la restauración del orden de la creación en nosotros, la plenitud de vida y la
paz interior que el mundo no puede dar. En todo caso, esta experiencia de lo divino tiene
que ser renovada cada día, porque con excesiva facilidad lo pasajero nos encadena, y nos
inclinamos a olvidar lo que plenifica y, junto con ello, la experiencia de lo imperecedero.
Un recuerdo puramente espiritual no cumple el encargo de Jesús –«Haced esto en
memoria mía»–. Se nos intima a la oblación para que pueda realizarse el cambio. Si en la
oración de quietud –como en otros tipos de oraciones, por supuesto– recordamos una y
otra vez a Cristo y nos entregamos a su fascinante amor, Él se hace para nosotros
presencia viva.
Sin embargo, ¿cómo recorremos este camino que es la verdad y la vida en la
realidad, a menudo demasiado ruda, de nuestra vida, en medio de nuestros quehaceres,
deberes y oscuridades? Los caminos viables y comprensibles hacia Cristo están
parcialmente cubiertos de broza y caídos en el olvido. Así sucedió también con la
oración de quietud. Sin embargo, siempre hay personas que recuerdan el pasado y hacen
de nuevo transitable lo intransitable, a fin de que lo divino, que parece estar alejado del
mundo real, vuelva a ser experimentable.

213
87.
Ser pobre ante Dios

Dos hermanos acudieron a un anciano abad que vivía retirado en el desierto de Escete.
El primero le dijo: «¡He aprendido de memoria todo el Nuevo y el Antiguo
Testamento!». El anciano replicó: «Has llenado el aire de palabras». Habló entonces el
segundo: «¡Y yo he copiado todo el Antiguo y el Nuevo Testamento y los llevo aquí, en
mis manos!». A este le repuso: «Tú has llenado tu celda de papel. ¿No conocéis a aquel
que dijo que “el reinado de Dios no es cuestión de palabras, sino de fuerza”?» (1 Cor
4,20). Entonces los hermanos preguntaron al anciano monje cómo es posible obtener
esa fuerza. Y él les dijo: «Si os ejercitáis en la paz del corazón mediante la oración de
quietud, habréis puesto el comienzo. Para ello no hace falta gran cosa. Sin aprenderlo
de memoria ni copiarlo todo, simplemente mediante la estricta pobreza de una breve
invocación en la oración, lo esencial se os dará como por ensalmo».
SENTENCIAS DE LOS PADRES DEL DESIERTO

214
La afirmación «Bienaventurados los que son pobres ante Dios» plantea al entendimiento
humano una paradoja que no puede comprenderse. Cuando Juan Casiano afirma que la
plenitud y la riqueza de la oración de quietud residen en su pobreza, ello constituye una
contradicción para el pensamiento. En cambio, para quien ha vivido en la oración la
experiencia de ser-pobre ante Dios, esta afirmación de Jesús no es solo comprensible y
evidente, sino que es también para él su plenitud.
La oración de quietud hunde sus raíces en la profunda interioridad del hombre y le
une con la dimensión divina que yace escondida en el alma humana. Cuando en la
oración de quietud decrece cada vez más la actividad intelectual y, junto con ello, se
abandona y se prescinde de todo el caudal intelectual, brota en el espíritu una pobreza de
la que habla el Evangelio. Por ese «ser-pobre» entiende Jesús también que al ser humano
no se le exige ninguna prestación previa para llegar a ser liberado y santificado. Este ser-
pobre en el espíritu ante Dios no se puede conseguir a voluntad, sino únicamente
mediante el ejercicio de la oblación y la entrega.
Para que, en la oración de quietud, el espíritu humano no divague por sus propios
caminos y no acoja ningún pensamiento, representación o imagen, se le confía una
actividad sumamente depurada: la palabra oracional, que tiene como contendido una
invocación a Dios. Esta palabra, en la tradición de la oración, es muy breve, por lo que
Casiano habla de la «estricta pobreza de la breve invocación». Cuando en ese momento
la palabra, simplemente repetida, se constituye en el único contenido intelectual del que
practica la oración, entonces se puede hablar de una pobreza del espíritu. Se trata, en la
oración de quietud, de entregar a Dios todo nuestro ser y, de ese modo, hacerse-pobre
ante Él. Esa pobreza que experimenta quien practica la oración de quietud, en cuanto que
todo lo ofrenda y se lo entrega a Dios, es la mejor de todas las condiciones posibles para
ser acogido por Dios y experimentar la salvación.
Muchas personas que recorren este camino refieren cómo, a veces, en la oración se
les concede un estado de gran felicidad. El Evangelio califica de «bienaventurado» dicho
estado. Cuando ese sentimiento y ese estado de felicidad y de bienaventuranza no solo se
experimentan constantemente en la oración de quietud, sino también fuera de ella, los
Padres del desierto hablan de la perfección de la oración.

215
88.
Los grados de la humildad

Hermanos: si queremos, pues, escalar la más alta cumbre de la humildad y alcanzar


rápidamente aquella altura en el cielo hacia la que ascendemos en esta vida mediante la
humildad, hemos de construir con hechos que nos lleven hacia arriba aquella escala que
se le apareció en sueños a Jacob. Por ella vio descender y ascender ángeles. Con toda
seguridad, hemos de entender ese descender y ascender de la siguiente manera: por la
soberbia, descendemos; por la humildad, ascendemos.
La escala así construida es nuestra vida terrena. El Señor la levanta hacia arriba,
hacia el cielo, cuando nuestro corazón se humilla. Los largueros laterales de la escala
son nuestro cuerpo y nuestra alma. En esos largueros ha insertado la llamada de Dios
diversos peldaños de humildad y de disciplina por los que debemos ascender.
REGLA DE SAN BENITO

216
En el capítulo séptimo de su Regla, que trata de la humildad, habla san Benito (480-547)
de la escala de Jacob, por la que descienden y ascienden ángeles. La escala es nuestra
vida terrena, que el Señor hace alzarse al cielo –suponiendo que nuestro corazón se haya
vuelto humilde–. Los dos largueros laterales de la escala, corresponden a nuestro cuerpo
y nuestra alma; los peldaños insertados en ellos son los grados de humildad.
Extraña comprobar que, ya en el siglo sexto, san Benito estableciera una Regla para
sus monjes en la que el cuerpo humano desempeña, junto al alma, un importante papel.
La escala no tendría ninguna consistencia si faltara uno de los dos largueros. El cuerpo
tiene una estrecha conexión con el alma, y esta, a su vez, con aquel. Solo cuando ambos
están proyectados hacia el «cielo» y unidos entre sí mediante los peldaños, la escala es
capaz de soportar peso. Jacob «tuvo un sueño: una escala, plantada en tierra por un
extremo, tocaba el cielo con el otro, mientras mensajeros de Dios subían y bajaban por
ella» (Gn 28,12).
Tanto los escritos como que la oración de quietud de Juan Casiano le eran muy
familiares a san Benito, que en sus propios escritos menciona en ocasiones el
«Collator», de Juan Casiano, cuya lectura recomendaba fervientemente a sus monjes. La
quietud cada vez más profunda que obtiene quien practica este tipo de oración produce
un efecto liberador y saludable en el cuerpo, en el espíritu y en el alma. Apenas si hay
otra clase de oración capaz de producir semejante efecto, tan inclusivo. La persona que
ora, al estar de tal modo orientada hacia Dios, lo primero que experimenta en todos los
ámbitos de su ser es una gratificante liberación, propia del proceso purificador de la
oración de quietud. Mediante un progresivo ascenso o acercamiento a la presencia de
Dios, el que practica la oración toma conciencia de su destino y de su meta final. Como
resultado de su experiencia, está firmemente convencido de que para él y para todos está
abierto el cielo, si el alma no se aventura conscientemente por otros caminos que alejan
de Dios.

217
89.
Todo está en movimiento

Cuando una rueda gira ininterrumpidamente y en sentido horizontal sobre sí misma, no


es posible ver parte alguna de su borde exterior, porque, debido a la constancia del
giro, la parte superior está incesantemente abajo, y viceversa. Lo mismo ocurre con la
riqueza y los bienes de esta vida: nunca permanecen las cosas en el mismo lugar, sino
que constantemente imitan las corrientes de los ríos, que nunca están quietas, y lo que
antes parecía estar arriba pasa a estar abajo, y viceversa ¿Qué puede haber más
inseguro que tales cosas, que van y vienen, que desaparecen constantemente antes de
que podamos haberlas visto? Por eso habla también el profeta Amós de aquellas
personas que ansían poseer los placeres, las riquezas y cosas como si trataran de poseer
realidades permanentes y las fustiga diciendo: «Piensan que todo eso es valioso y, como
tal, imperecedero».
SAN JUAN CRISÓSTOMO

Nuestra vida está siempre en movimiento y en cambio constantemente. De nosotros,


única y exclusivamente, depende que con ese movimiento hagamos progresos o

218
retrocesos. Pregúntate qué es lo que permanece, si consideras el hecho de que a diario tu
vida se consume más y más en este mundo. Compárala con una vela que pierde tanta
más entidad cuanto con más claridad luce, hasta que se quema y se extingue del todo.
Compara tu vida en este mundo con una flor que por la mañana se abre espléndida, a
mediodía se marchita y, con la puesta del sol, se seca.
Considera lo engañosa y decepcionante que puede ser la vida si uno pone su
esperanza y su confianza única y exclusivamente en lo pasajero y pasa por alto el
fundamento permanente, divino que hay en nosotros. A muchas cosas que son feas y
detestables, al principio ni siquiera las tomamos en cuenta, y puede que incluso las
consideremos bellas y dignas de aprecio. Muchas veces, nos sentimos tan fascinados y
embobados con una cosa que la vemos a una luz completamente falsa. Lo que en un
primer momento nos resulta valioso y digno de aprecio, a menudo revela ser lo contrario,
lo cual entonces nos hace sufrir.
Frecuentemente, cuando se hacen planes o negocios, son muchos los que parecen
dar por supuesto que su vida tal vez podría no acabar nunca –aunque, naturalmente, se
halle inserta en un espacio de tiempo limitado–. En vez de fijarse atentamente y con más
frecuencia en la miseria y el sufrimientos que predominan en el mundo, muchos viven
como si tal realidad no existiera. Pero, si un día esos males les alcanzan a ellos, entonces
se enfurecen terriblemente, absolutamente desencantadas y desesperanzadas.
Otros no se arredran ante ningún peligro, con tal de imponer su fanatismo, ni ante
ninguna aventura, por muy arriesgada que sea, con tal de conseguir un objetivo que a
menudo es superficial. Que por ese camino destruyen valores permanentes y cierran
puertas que les habrían conducido a la interioridad, es algo que únicamente más tarde
ven con claridad, a menudo a costa de grandes sufrimientos. Si uno busca la felicidad a
costa de otros, aunque la encuentre a corto plazo no le durará. Daños irreparables y
permanentes, grietas en los cimientos mismos de la vida, desesperanza y descomunales
desencantos...: esas son, infaliblemente, las consecuencias.

219
90.
Juan se ha vuelto un ángel

Se contaba del anciano Padre del desierto Juan Kolobos que en cierta ocasión le dijo a
su hermano mayor: «Quiero vivir sin preocupaciones, lo mismo que los ángeles, que
preocuparse por nada y sin trabaja, sirven a Dios constantemente». Entonces se despojó
de su ropa y se fue al desierto. Después de pasar allí una semana, volvió de nuevo
adonde su hermano. Cuando llamó a la puerta, su hermano lo reconoció antes de abrir
y dijo: «¿Quién eres?». Él respondió: «Soy Juan, tu hermano». Este le replicó: «Juan se
ha vuelto un ángel; ya no vive entre los humanos». Entonces le suplicó diciéndole:
«¡Abre, por favor, que soy Juan, tu hermano!». Pero el otro no le abrió, sino que lo dejó
hasta el amanecer en tan desagradable situación. Solo más tarde le abrió y le dijo: «Si
eres un hombre, tienes que trabajar para poder ganarte tu sustento». Entonces Juan se
arrepintió y dijo: «¡Perdóname!».
SENTENCIAS DE LOS PADRES DEL DESIERTO

220
El padre Juan Kolobos, que en sus años jóvenes incurrió en cierta ocasión en un error
espiritual, concretamente en el fanatismo religioso, refiere aquí un hecho conmovedor
que le hizo abrir los ojos.
Un padre desesperado escribe: «Nuestro hijo Juan está irreconocible. Y eso que
antes era la persona de la familia a la que más estimábamos todos. Hoy, sin embargo, ya
no hace caso de lo que le decimos; y eso que siempre nos hemos llevado muy bien con
él. Su desconcertante conducta y su despegada actitud ante la vida y la realidad
comenzaron después del bachillerato, cuando Juan no sabía si estudiar ni qué debería
estudiar. Por aquella época debió de llamar la atención de determinada gente que
entonces lo atrajo a su bando. Desde entonces, ya no soportaba que le dijéramos
absolutamente nada y se puso en contra de todo lo que para nosotros y nuestra familia
era y sigue siendo importante. Incluso pisotea muchos de nuestros valores porque se
siente llamado a cosas “más altas”. Su habitación, la ropa limpia y muchas comidas, sin
embargo, es algo sigue exigiendo como la cosa más natural del mundo, pero no hace
nada por ganárselo. Cuando le llamamos la atención al respecto, responde que bastante
hace ya por la salvación de nuestras almas con sus larguísimas meditaciones. Es
imposible hablar razonablemente con él. La conducta de Juan y sus manifestaciones
externas nos dan mucho miedo. En su pensamiento y en sus palabras recurre a clichés y
estereotipos que no son los suyos. Sintoniza absolutamente por ese grupo fanático y
sectario».
Tanto en el plano político como en el socioeconómico, muchas personas son
víctimas de un fanatismo que las manipula completa y totalmente. Todos esos insanos
enredos pugnan por pasar a un primer plano en la oración y, ya de entrada, imposibilitan
alcanzar realmente la paz. La oración de quietud, en la que precisamente se ejercitan en
primer lugar el autodesprendimiento y la oblación personal, transmite al que practica la
oración una mayor libertad interior y exterior, permite conocer ataduras y dependencias
insanas y ayuda a solventarlas sin que nadie tenga que sufrir por ello.

221
91.
Los animales

«Se cuenta que el Baal Shem (1700-1760, fundador del movimiento jasídico en el
judaísmo) tuvo en cierta ocasión que consagrar el sábado a campo abierto. No lejos se
hallaba pastando un rebaño de ovejas. Cuando dijo la bendición, las ovejas se
levantaron sobre sus patas traseras y permanecieron así, vueltas hacia el maestro, hasta
que concluyó la oración. Porque, mientras el rebaño oía la oración del Baal Shem, toda
criatura estaba en su actitud primigenia, como está ante el trono de Dios».
MARTIN BUBER

Este relato apenas resulta creíble y se escucha como una saga, un cuento. Sin embargo,
¿les sucedió algo distinto a san Francisco y a otros santos de la historia de la Iglesia
cuando se cuenta que los animales venían a ellos y se sometían a ellos sin temor?
Muchos hablaban con los animales, y san Francisco incluso les predicaba. Pero no es
preciso divagar mucho cuando se piensa en la oración de quietud y sus efectos.
Los animales se sienten atraídos por la paz que difunde a su alrededor quien está
orando en verdad y con profundidad. Los animales que viven en la naturaleza libre y

222
que, por lo general, sienten miedo del hombre, porque lo perciben como cazador y
depredador, de pronto ya no huyen de él. La maravillosa frase última de nuestro relato se
hace realidad siempre que los animales perciben que en una persona se han neutralizado
todos los momentos que producen miedo, y que de ella se desprende paz: «porque,
mientras el rebaño oía la oración del Baal Shem, toda criatura estaba en su actitud
primigenia, como está ante el trono de Dios».
Muchos de quienes practican la oración de quietud refieren experiencias que van
precisamente en esa dirección y hacen aguzar los oídos. Sin embargo, conscientemente
no se deberían hacer experimentos con la oración de quietud, como, por ejemplo, en la
visita a un zoo. Los efectos no pasarán de ser modestos, porque la actitud de expectativa
de quien está en oración no permite que se materialice la natural vinculación de esta con
la quietud creativa. Sin embargo, animales domésticos con los que convivimos muestran
reacciones sorprendentes.
Si alguien practica la oración de quietud al aire libre y cerca de un prado, al poco
rato los caballos, las vacas, las ovejas o las cabras se irán acercando a él, y se
comportarán tranquilamente y de un modo particularmente pacífico. No es la curiosidad
la que induce a los animales a acercarse, sino algo que emana de la persona, a lo que
ellos apenas están acostumbrados y que, en el fondo, están deseando ardientemente.
Un comportamiento que una y otra vez se trae a colación es el del perro. Pocos
minutos después de haber iniciado una persona su oración de quietud, el perro se arrima
cariñosamente al que está orando, no se mueve en todo el tiempo que dura la oración y
solo se endereza de nuevo cuando ha concluido la oración de quietud: el que ha estado
orando respira profundamente, mueve manos y pies, abre los ojos y, a lo mejor, dice un
par de palabras amables a su perro.
Acerca de los gatos, que en todo quieren preservar su independencia, no existen
datos sobre experiencias de este tipo; tampoco de pájaros domésticos enjaulados ni de
peces en acuarios, que, muy verosímilmente, perciben su cautividad con mayor
intensidad.

223
92.
La magnificencia del Reino de Dios

Cuando contemplas de noche las estrellas y te imaginas el universo entero, te asombras


ante las ilimitadas dimensiones de todo lo creado. Así pues ¡qué asombro y qué
admiración se deben, antes que a nadie, a Aquel que por sí solo ha creado todo eso! No
eres capaz de expresar con palabras ni la belleza del cosmos ni la energía y la
inteligencia que lo gobierna. ¡Cuánto más asombroso y magnífico tendrá que parecer,
por tanto, el Reino de Dios que todavía está oculto a nuestros ojos!
¿Por qué, entonces, lo buscas fuera, en las cosas insustanciales e insanas, en lugar
de buscarlo dentro de ti mismo? El Reino de Dios y su gloria están ya dentro de
nosotros (cf. Lc 17,21); sin embargo, muchas personas se desentienden de él o lo
ignoran y se aferran al mundo pasajero exterior. No se abren al Reino de Dios, presente
en nosotros en toda su gloria. Hemos recibido, sin embargo, la extraordinaria facultad
de percibir –limitadamente, eso sí– la existencia y la belleza del Reino de Dios en este
mundo. Nuestra alma, que ha sido creada para la eternidad, puede percibir indicios de

224
lo eterno. Pero cuando captamos lo eterno en toda su infinita plenitud, es que ya no
vivimos en este mundo, sino que habitamos en el de más allá.

Intenta descubrir la gloria del mundo venidero que ya se trasluce en nuestro mundo. Ese
conocimiento, en conexión con la oración de quietud, pretende darte energías para sacar
el mejor partido a tu vida y, además, estar satisfecho con tu destino. La revelación
pretende procurarte alegría en medio de la vida diaria, alejarte de un modo de actuar
equivocado y ofrecerte la justificada esperanza de obtener fe y paz para tu alma.
No te dejes perturbar si, de vez en cuando, tienes que soportar dolores corporales o
anímicos. No dudes de la justicia de Dios si ves cómo otros son felices en este mundo
mientras tú sufres. No dudes de la justicia de Dios si ellos se alegran, y tú lo pasas mal.
No te preocupes si posees poco o incluso nada, sino alégrate de lo que está por venir. No
toleres en tu camino arreglos vergonzosos. Represéntate el más allá si crees que ya no
puedes aguantar más este mundo o si un tenebroso pensamiento te tiene cautivo.
No solo los ángeles, los bienaventurados y los santos. No. También su Señor y
Creador te espera. Te espera el Dios Padre, el Dios Hijo y el Dios Espíritu Santo. Te
espera aquella bienaventurada comunión de los santos, entre los que en algún momento
te encontrarás tú. Siempre que te depriman la caducidad y los sufrimientos de este
mundo, siempre que tengas que pasar por un valle de lágrimas, trasládate en espíritu a la
comunidad de los santos y comienza a ser lo que en un futuro habrás de ser. Obtén tu
consuelo en la contemplación del reino celestial y olvídate en esos momentos de las
dificultades que te atormentan; es decir, olvídate en esos momentos de ti mismo.
Ojalá muchas personas siguieran este consejo: entonces se verían inundadas de un
inmenso asombro y se les otorgaría gratuitamente una inesperada salvación. Ojalá todos
los poderes del cielo nos apoyen y nos levanten: los coros de los ángeles, los querubines
y serafines, la multitud de los santos, los apóstoles y los profetas..., todos los que han
sido recibidos en el mundo del Bien y de la Luz.

225
93.
Liberado para la libertad

En cierta ocasión, un campesino descubrió un aguilucho que, al lanzarse sobre una


presa, había quedado atrapado en un matorral de espinas. Lo llevó a su casa y lo dejó
en el corral, junto a las gallinas, los patos y los gansos. Durante años, echó de comer al
águila, reina de las aves, lo mismo que a las gallinas. Un buen día, el campesino recibió
la visita de un naturalista. Paseando ambos por la finca, este último dijo: «Esa ave,
aquella de allá, no es una gallina: ¡es un águila!». «Sí –dijo el campesino–, exacto; pero
yo la he criado para ser una gallina. Ahora ya no es un águila, sino una gallina, aunque
tiene tres metros de envergadura». «No –repuso el otro–, sigue siendo un águila, porque
tiene el corazón de un águila. Y eso hará que vuele alto, a los espacios abiertos». «No –
replicó el campesino–; ahora se siente como una auténtica gallina y jamás volverá a
volar como un águila». El naturalista tomó el águila en sus manos, la levantó en alto y
le conjuró: «Tú eres un águila, tú perteneces al cielo y no a esta tierra: ¡abre tus alas y
vuela!». El águila, posada en el brazo extendido del naturalista, echó una mirada

226
alrededor. Vio a las gallinas picotear sus granos de trigo y saltó hacia ellas. El
campesino comentó: «Se lo he dicho: ¡es una gallina!». «No –insistió el otro–, es un
águila. Mañana lo intentaré otra vez». Al día siguiente, se levantó temprano, tomó al
águila en sus manos, la llevó fuera de la aldea y la llevó al pie de una elevada montaña.
El sol estaba justo en su cénit, y su luz doraba la cumbre de la montaña. Él levantó en
alto el águila y le dijo: «Águila, tú eres un águila. Tú perteneces al cielo y no a esta
tierra. ¡Extiende tus alas y vuela!». El águila miró alrededor, se estremeció como si
estuviera llena de una nueva vida..., pero no voló. Entonces el naturalista hizo que
mirase directamente al sol. De pronto, el ave extendió sus poderosas alas, se elevó con
el graznido de un águila, voló cada vez más alto y nunca más regresó.
VIEJO CUENTO TRANSMITIDO DE ÁFRICA

El maestro de la oración de quietud ha conocido al alumno durante el curso, lo ha puesto


a prueba y sabe exactamente cuándo tiene que abrirle las puertas de la oración de
quietud. En tan breve espacio de tiempo no ha sido posible responder todas las
preguntas, ni con mucho, pero ya no es momento de responder teórica o
intelectualmente, sino que el alumno tiene que empezar a hacer sus propias experiencias.
El maestro está convencido de que su alumno sabrá cómo habérselas responsablemente
con la forma de oración de quietud, tan celosamente conservada. Tiene conciencia,
además, de que ha tenido que aguantar durante un tiempo suficiente una serie de
limitaciones que le han sido impuestas, y ahora le ha llegado el momento de poder
experimentar su emancipación y la libertad de los hijos de Dios.
«Para ser libres nos ha liberado el Mesías» (Gal 5,1). Jesucristo nos promete tanto
la vida en este mundo como la vida del mundo venidero: una vida que ya anida oculta en
la diversidad visible de lo creado. De lo que se trata es de que cada cual reconozca la
forma de vida adecuada para él y la haga realidad. Este mensaje ha tenido y tiene que ser
enormemente valorado, escuchado, meditado y puesto en práctica. El mensaje redentor y
liberador de Jesucristo consiste en comunicarnos la indefectible vida divina, en hacer
que tomemos conciencia de ella y podamos experimentarla. Pero, si faltan el
conocimiento y la experiencia de esta verdad y de esta realidad, entonces solo vamos a
movernos en ámbitos superficiales y cambiantes de la vida que no se corresponden con
nuestra vida verdadera.

227
Las formalidades y las costumbres exteriores pueden encadenarnos de tal forma que
nos veamos atrapados en determinados sufrimientos que el Creador nunca ha pensado
para nosotros. Nuestra vida pierde apoyo interior. Necesitamos la instrucción y la
experiencia de que Cristo nos ha liberado para ser libres. La oración de quietud nos
conduce a un ámbito de profunda paz interior y, en definitiva, a nuestro hogar
primigenio: el Padre, que es el Amor infinito.

228
94.
El séptimo día de la creación

«Y quedaron concluidos el cielo y la tierra y sus muchedumbres. Para el séptimo día


había concluido Dios toda su tarea; y descansó el día séptimo de toda su tarea. Y
bendijo Dios el día séptimo y lo consagró, porque ese día descansó Dios de toda su
tarea de crear. Esta es la historia de la creación del cielo y de la tierra» (Gn 2,1-4a).
«Fíjate en el sábado para santificarlo. Durante seis días, trabaja y haz tus tareas,
pero el día séptimo es un día de descanso, dedicado al Señor, tu Dios: no harás trabajo

229
alguno ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu ganado, ni el inmigrante que viva
en tus ciudades, porque en seis días hizo el Señor el cielo, la tierra y el mar y lo que hay
en ellos, y el séptimo descansó; por eso el Señor bendijo el sábado y lo santificó» (Ex
2,1-4a).

Meta de una vida orientada a Dios y signo de un corazón en su plenitud es la unión


continua e ininterrumpida con el fundamento radical: el amor. Dios es el fundamento
radical de todo ser, «Dios es amor» (1 Jn 4,8). Si nuestro espíritu logra zambullirse en
ese recinto de paz inmutable, no solo queda liberado de todo peso y de todo lastre, sino
que aporta a la vida de cada día un nuevo potencial de energía. Ese fundamento
originario, esa quietud fundamental, soporte de todo, que está en la base de todo, se
revela en el relato de la creación.
El método de la oración de quietud lleva a la experiencia de esa paz divina que todo
ser, sin manifestarlo, encierra en sí. En ese estado –que al principio dura tan solo breves
instantes–, nuestra oración es perfecta. Para experimentar esos momentos plenificantes
con más frecuencia y mayor duración, deberíamos –debemos– apoyar nuestra oración en
una vida activa agradable a Dios, y viceversa. Cuerpo, espíritu y alma mantienen una
recíproca e inseparable vinculación. Del mismo modo que la vida espiritual, a través de
la oración, tiende a la perfección, así también la actividad que sostiene toda nuestra vida
y nuestro bienestar tiende a buscar la perfección. Nuestras buenas obras sostienen y
fomentan la oración; y, a la inversa, la oración y la profunda paz que conlleva
contribuyen al éxito de todas nuestras actividades. Ahora bien, una actividad así solo
puede tener éxito si está firmemente arraigada en el mismo y radical fundamento que la
oración; si está indisolublemente unida y sintoniza plenamente con el Espíritu de Dios.

230
95.
La convicción religiosa
favorece el restablecimiento
rápido de la salud

Las personas con una firme convicción religiosa tienen muchas más posibilidades de
superar una crisis aguda de salud que las demás. Facultativos del Centro Médico de la
Universidad de Pittsburg encuestaron a 199 pacientes en quienes se había realizado un
trasplante de corazón, preguntándoles por las circunstancias de su vida. El objetivo de
la investigación consistía en aclarar por qué algunos pacientes tenían muy grandes
dificultades para superar los problemas de salud después de la operación. «Para su
asombro», como informaron muy recientemente en una sesión de la Asociación
Psicológica Americana, los investigadores encontraron indicios de relación entre la
firmeza de la fe y el vigor de la salud.
Un tanto escépticos en un principio, los médicos intentaron un año después,
mediante entrevistas con los pacientes, explorar si efectivamente su estado se debía
atribuir o no a su fortaleza corporal o a su convicción religiosa. De tales entrevistas se

231
desprendió que los pacientes que se calificaban a sí mismos de muy religiosos habían
recuperado mucho más rápidamente su vitalidad corporal.
Efectos semejantes de la fe en Dios constataron los investigadores también en las
personas que cuidaban de los enfermos durante el tiempo de convalecencia. Muchas
veces, los mismos familiares que cuidan de un enfermo grave sufren, a causa de la carga
añadida, graves trastornos de salud. Sin embargo, aquellas personas que «podían
apoyarse en una firme convicción religiosa se mantenían sanas». Uno de los
investigadores participantes declaró en la conferencia que, hasta entonces, en la
investigación médica aún no se había investigado en serio la importancia de la
convicción religiosa; y no se había hecho, entre otras razones, porque a los médicos y a
las enfermeras les daba reparo preguntar a los pacientes por su relación con la fe.
WELT AM SONNTAG (8/9/1996)

Infinidad de trabajos de investigación confirman que quienes se ejercitan en la oración


de inmersión profunda y, además, practican su fe viven más tiempo, sufren menos
accidentes vasculares e infartos de corazón y tienen un mejor sistema inmunológico y
una presión arterial más baja que el promedio de la población.
En las situaciones tensas de la vida, muchas personas reaccionan con estrés: el
corazón se acelera, las manos se empapan de sudor, y el nerviosismo es cada vez mayor.
Ni corporal ni anímicamente es perceptible una paz interior. «No se obtiene un estado de
distensión quedándose sentado ante el televisor sin hacer nada; tiene que haber una
actividad reiterativa, un proceso continuamente repetido. Busque una palabra, una
oración en la que usted crea. Siéntese cómodamente en un lugar tranquilo, distienda cada
uno de sus músculos. Respire conscientemente y despacio; repita entonces su palabra.
Haga ese ejercicio una o dos veces al día, de diez a treinta minutos», aconseja Herbert
Benson, padre fundador de la «medicina mente-cuerpo» y profesor en la Facultad de
Medicina de Harvard, en Boston.
«Hay estudios científicos que prueban documentalmente que, gracias a la fe,
aumenta la satisfacción por la vida. Además, todo adquiere un sentido. Muchas personas,
en medio de la enfermedad e incluso a las puertas de la muerte, se aferran a su fe. Porque
la fe proporciona paz y consuelo interiores y ayuda a acabar con los miedos. Hay
estudios que demuestran que, por término medio, las personas creyentes se sienten más

232
contentas y están más sanas que las que no tienen relación alguna con la religión. Es más
raro que sufran depresiones y enfermedades psicosomáticas y, con respecto al no
creyente, tienen tan solo la mitad de riesgo de morir de una enfermedad cardíaca... Ha
sido muy investigado lo que sucede si, al rezar o al meditar, nos sumimos en el mundo
de lo místico. Durante una meditación, desciende notablemente la frecuencia
respiratoria. Las hormonas del estrés se reducen, e incluso sobre el sistema inmunológico
tiene la meditación efectos positivos. También en el cerebro se puede comprobar una
serie de cambios. Durante la meditación, en un electroencefalograma aparecen peculiares
impulsos cerebrales que, normalmente, solo se presentan durante el sueño y que
constituyen un signo evidente de distensión. La base de la experiencia religiosa podría
estar ubicada en diversas regiones cerebrales... Una rama aún muy joven de la
investigación es la “neuroteología”, que pretende arrojar luz sobre la fe en Dios y lo
trascendente».

233
96.
La meta de toda oración

Una mujer quería teñir de amarillo una pieza de lienzo blanco, pero de tal manera que
no volviera a perder nunca el nuevo color. El tintorero es experto en ese proceso: una
vez que le ha quitado la suciedad y ha limpiado las posibles partículas de color, mete el
lienzo blanco en el recipiente lleno de tinte amarillo. Pasado el tiempo del primer
teñido, saca el lienzo y lo pone a secar, exponiéndolo a los rayos del sol y al viento.
Tanto la luz como el aire se llevan una considerable parte del color amarillo del lienzo.
Y si se expusiera a la lluvia, esta se llevaría, además, prácticamente el resto de dicho
color. El tintorero no se decepciona cuando ve que el paño se ha vuelto casi blanco de
nuevo. Como la cosa más natural del mundo, lo vuelve a sumergir en el color amarillo,
lo expone de nuevo a los elementos naturales y repite ambos procesos durante el tiempo
que sea necesario para que todas las fibras del lienzo queden totalmente impregnadas
de amarillo. El lienzo, anteriormente blanco, ha absorbido de tal manera el color que se

234
ha convertido en un paño de un amarillo que ni la luz del sol puede empalidecer ni el
agua de la lluvia puede desteñir.

Este sencillo ejemplo sirve para ilustrar la necesidad de orar regularmente y, al mismo
tiempo, para ser consciente del objetivo de todo rezo: la persistencia de la paz del alma y
la permanente unión con Dios en una continua oración; unión que lleva por etapas a la
constante consciencia de Dios. Todo ser humano alberga en sí un profundo deseo de lo
permanente, de eso de lo que está lleno y completamente impregnado cuando ama.
Desearía no volver a perder nunca lo que una vez se le ha regalado.
Junto a muchas querencias humanas está, al fin y al cabo, la nostalgia que el ser
humano siente de Dios, el Creador, el Eterno.
En el ejemplo precedente, el tintorero es la persona que emprende un camino
espiritual. El lienzo blanco corresponde a su consciencia y a su naturaleza, que él querría
ver impregnada plenamente del amor y la gracia de Dios. Tanto el color amarillo como
el dorado simbolizan la fuerza de la claridad y de la luminosidad, la esencia y la
presencia de Dios. En ellas, durante la oración de quietud o de oblación, sumerge su
propio ser la persona que ora, después de haberlo purificado de toscas discordancias.
Muchas de las vivencias que en este tiempo de sosiego recibe con ansia y que le llenan
desaparecen de nuevo en su vida activa, representada simbólicamente por el sol, el
viento y la lluvia. Las solicitudes, ocupaciones, golpes de fortuna y desengaños le roban
una parte de la paz y la felicidad interiores conseguidas.
Sin preocuparse por nada de lo que acontece, el que anda en busca de Dios se dirige
al Creador una y otra vez en la oración de quietud –y esto, a diario–, en actitud de
oblación; y en el tiempo de la oración se abandona totalmente a Él. Esto es lo que
significa la imagen del tintorero sumergiendo repetidas veces el lienzo blanco en el tinte
amarillo. Y, sin que se note de inmediato, la sustancia colorante se adhiere cada vez más
al lienzo, hasta que este absorbe del todo el color amarillo sin volver a perderlo nunca
más. La naturaleza y el alma de quien hace la oración –mediante la apertura a las fuentes
de toda vida– quedan impregnadas de la amorosa presencia de Dios de tal manera que
nada, simple y llanamente nada, puede volver a turbar y entenebrecer el alma humana.

235
97.
En medio de lo perecedero,
buscar lo imperecedero

El padre de la Iglesia san Jerónimo († 419) escribe, en el verano del año 396, una carta
a su amigo, el monje Heliodoro, porque este había perdido a su pequeño sobrino
Nepotiano a causa de unas fiebres mortales:
«El poderoso rey Jerjes, que allanó montes y tendió puentes sobre los mares, al ver
desde un lugar elevado la multitud incontable de hombres y su poderoso ejército, lloró
porque, pasados cien años, ninguno de aquellos que veía ante sí estaría vivo.
¡Ojalá también nosotros pudiéramos subir a una atalaya semejante, desde la que
viéramos toda la tierra a nuestros pies! Entonces querría mostrarte las ruinas de todo el
bloque terráqueo sobre el que luchan pueblo contra pueblo, reino contra reino. Unos
son atormentados, otros asesinados, tragados por las olas o arrastrados a la esclavitud.
Aquí, júbilo de bodas; allí, lamentos de funeral. Uno llega al mundo, otro muere. Uno
nada en la abundancia, otro tiene que mendigar. No solamente el ejército de Jerjes:

236
dentro de poco, todos los seres humanos que ahora viven sobre la tierra habrán
desaparecido.
El lenguaje humano fracasa ante la enormidad de los acontecimientos, y todas las
palabras se quedan muy cortas frente a la realidad».
SAN JERÓNIMO

Asume la caducidad de este mundo, las enormes penalidades que muchas personas
tienen que padecer durante toda su vida, así como toda clase de enfermedades graves.
Mira, además, igualmente las pasiones y los codiciosos pensamientos de muchos que
creen que el mundo les pertenece. Fíjate en los peligros que acechan a los miembros de
cualquier profesión y los que amenazan a todo ser humano a cualquier edad.
¿Acaso puedes, tras estas consideraciones, conseguir un corazón más grande para
con las penas y las miserias de este mundo y trabajar en aras de un mundo mejor?

• Saborea las cosas hermosas que se presentan en las idas y venidas de este nuestro
tiempo.
• Disfruta de las artes plásticas, la literatura y la música.
• Vive agradecido a los frutos de la naturaleza y del trabajo humano.
• Aprende a valorar debidamente tu salud y la de tu familia.

Pero sé consciente siempre del carácter mudable de este mundo. Piensa en lo breve
que es tu vida y nunca dejes de obtener, mediante la meditación y la oración,
conocimientos más profundos y una mayor interioridad. Jamás desaproveches la
oportunidad de dar gratuitamente tiempo al siempre vivo y eterno Dios y de aderezarle
un espacio en tu interior.
Piensa que, para mucha gente en este mundo, la vida es en un valle de lágrimas, y
que cuesta un trabajo infinito conseguir un mínimo de existencia, tanto material como
cultural. Piensa, además, cuánta gente está incurablemente enferma de cuerpo o de
espíritu, muerta ya en mitad de la vida.
Aprovecha el breve tiempo que te queda y, en cuanto puedas, establece para ti y,
subsidiariamente, también para quienes no pueden hacerlo, un vínculo con la vida eterna.
Reconoce lo breve que es para ti la estancia en este mundo. Ejercítate, mediante la

237
oración de oblación, en el desprendimiento, a fin de que, cuando el Señor te llame, estés
preparado para seguirle.

238
98.
La gran pregunta

Cuando fue consciente del curso mortal de su enfermedad, todavía sintió un único
deseo: morir en casa. El médico acudía regularmente a ponerle una inyección de
morfina. Una angustia indecible ante la muerte invadió al paciente, que preguntó al
médico: «¿Qué me espera después de la muerte? ¿Cómo serán las cosas al otro lado?».
«No se lo puedo decir», respondió el médico, el cual, después de un breve silencio,
abrió la puerta que daba al zaguán, desde el cual entró un perro que, inmediatamente,
corrió hacia el médico. Saltó a sus brazos y mostró su alegría por ver de nuevo a su
amo. Entonces empezó el médico a hablar a su paciente: «¿Se ha dado cuenta del
comportamiento de mi perro? Es la primera vez que está en su casa y no conoce ni a los
inquilinos ni la disposición de las habitaciones. Estuvo tendido en el zaguán
esperándome. Él sabía que su amo estaba detrás de la puerta cerrada; por eso entró tan
impetuosamente tan pronto como abrí la puerta. Su comportamiento podría dar una
respuesta a su gran pregunta: qué hay después de la muerte. A mi perro le bastó con
saber que su amo estaba al otro lado de la puerta. Yo estoy completamente seguro de

239
que usted, cuando llegue su hora y se abra la puerta, no va a tener ningún miedo ni
pregunta alguna que hacer: tan solo va a sentirse lleno de una profunda alegría».

Un ejemplo como este –sobre todo, si se manifiesta de modo natural por medio de un
animal– consuela sobremanera y deja tras de sí las huellas de una esperanza. El médico
de cabecera, gracias al comportamiento de su perro, pudo dar al enfermo una magnífica
y certera respuesta. Ahora bien, es difícil decir cuánto tiempo dura ese consuelo de cara a
la muerte inminente. Muchas veces, las buenas palabras y las imágenes se olvidan
rápidamente, y crecen la inseguridad y el miedo.
Este ejemplo debería enseñar lo importante y necesario que es enfrentarse a tiempo
con la muerte. Y habría que hacerlo no solo desde la fe, sino también de una manera
práctica, practicando un modo de oración que nos permita experimentar una y otra vez lo
que es morir con Cristo para resucitar con Él. Estas palabras, que encierran el misterio de
la fe, se convierten, a través de la oración de quietud o de oblación, en un componente de
la vida. El que ora muere formalmente con Cristo en cada oración, por cuanto se pone a
sí mismo en manos de Él y, de ese modo, muere a sí mismo, es decir, se libera de todo
cuanto le ata perniciosamente a sí mismo, a otras personas y a lo mundano.
Este ejercicio diario de «morir» con Cristo permite a quien ora experimentar que
hay un Dios y que la muerte no es más que un tránsito a la vida. Cada muerte, sin
embargo, es diferente, por cuanto es individual, y no se puede ni se debe hacer presagio
alguno. Si el moribundo goza del fundamento de una fe basada en su propia experiencia,
ello le ayudará, a su debido tiempo, a aceptar la ineludible muerte.

240
99.
Al final de la travesía

Durante mucho tiempo se atormentó el discípulo preguntándose si hay un momento en el


que ya no se requiere ningún medio o palabra para la oración. Como esta pregunta no
se había formulado durante su curso de iniciación, le resultaba engorroso preguntar
ahora, después de tanto tiempo. Por una parte, no quería saltarse ningún escalón de sus
experiencias ni adelantarse; por otra, sentía curiosidad en lo referente al objetivo de
toda oración.
La respuesta de su maestro fue la siguiente: «El “mantra” que usted ha elegido de
la tradición de los Padres del desierto es como un carruaje o, mejor dicho, como una
nave en el que usted se embarca para cruzar el océano de su vida. En vez de nadar usted
mismo, con esa nave acelera la travesía. Además, cuando el viento está en calma, puede
descansar de vez en cuando en la nave y contemplar la naturaleza. Seguir un método de
oración coherente tiene muchas ventajas que no puede uno calibrar de antemano,
porque son muy propias de cada individuo. Un buen día se divisa la otra orilla del

241
océano –hacia la que usted había puesto rumbo–, y la alegría que usted siente es
enorme.
¿Qué sucede cuando se ha alcanzado la meta de la travesía? El dueño de la nave
desciende de ella y la abandona, porque le ha llevado a la otra orilla sano y salvo. Para
proseguir su camino ya no necesita la nave en el nuevo mundo».

La comparación del «mantra» (la palabra empleada para la oración) con una nave no
debe entenderse despectivamente en ningún caso. Las imágenes ilustran un proceso, pero
a menudo carecen de profundidad. La palabra oracional que contiene el nombre de Jesús
y, tal vez, una petición de compasión son necesarias para enderezar una y otra vez a la
persona que ora rumbo al Principio radical de la creación: rumbo a Dios, que es amor.
Sin este enderezamiento o, para seguir con la metáfora, sin embarcar en la nave, el que
ora se pierde con demasiada facilidad en imágenes y conceptos propios. Mediante la
repetida invocación del santísimo nombre de Jesús, el orante está en condiciones de
olvidarse de sí mismo y orientarse al Creador.
Si el Espíritu Santo de Dios toma en su mano el timón de nuestra vida, podemos
estar seguros de que vamos en la mejor dirección. Llegará un día en que ya nada podrá
separarnos del amor de Cristo, y estaremos tan anclados en Él que la oración se
desarrollará en nosotros automáticamente, como por sí misma, lo mismo que sucede con
el respirar, sin necesidad de que dirijamos conscientemente nuestro aliento hacia ninguna
parte. Si ese estado se mantiene también durante nuestro trabajo y durante el sueño,
podemos estar seguros de haber conseguido con nuestra oración la próxima meta.
En ese momento está de sobra el retirarse en oración y repetir constantemente
nuestro «mantra», porque la oración ya está dentro de nosotros para siempre. Se han
hecho realidad las palabras de san Pablo: «Orad sin cesar» (1 Tes 5,17).

242
100.
Ningún temor ante la otra orilla

El pastor estaba sentado junto a su rebaño a la orilla de un gran río que discurría al
borde del mundo. Cuando tenía tiempo, miraba al otro lado del río, por encima de la
corriente, y tocaba su flauta. Una tarde vino la muerte por el río adonde él se
encontraba y le dijo: «Vengo para llevarte conmigo al otro lado. ¿Tienes miedo?».
«¿Miedo de qué?» –preguntó el pastor–. «Llevo toda mi vida mirando por encima
del río, y ya sé lo que hay al otro lado».
Y cuando la muerte le puso la mano en el hombro; el pastor se incorporó y
atravesó con ella al otro lado del río, como si tal cosa...
La otra orilla no le resultó extraña, y los sonidos de su flauta, que el viento había
transportado hasta allá, allí seguían todavía.
HEIDI y JÖRG ZINK

243
La muerte está acostumbrada a desencadenar el pánico entre las personas a las que se
acerca. Por eso pregunta también al pastor si tiene miedo, mientras este apacienta su
rebaño junto al gran río, a la orilla del mundo, y mira con frecuencia –sin dejar de tocar
su flauta–al otro lado del río. En el transcurso de los años, el pastor ha ido adquiriendo
un barrunto de lo que hay en la otra orilla. Sin titubeos ni temor alguno, se deja llevar
por la muerte, a través del río, hasta la otra orilla. «Y los sonidos de su flauta, que el
viento había transportado allá, allí seguían todavía ».
Este relato no puede leerse y meditarse sin sentirse afectado por él. El pastor, cuya
vida en este mundo llega a su fin –está a la orilla del gran río, al final del mundo–, no
teme en modo alguno a la muerte, que ha de hacerle pasar a la otra orilla. Cuando la
muerte pone la mano en el hombro del pastor, este se incorpora inmediatamente y se va
con ella, como si tal cosa.
Una persona que se ha familiarizado a tiempo con su final y con su muerte no se
sobresalta cuando le llega su hora. Gracias a su fe, tiene la sospecha, cuando no la
seguridad, de que la vida prosigue más allá de la muerte. Muchos están convencidos de
que ciertamente llegamos transformados a la otra orilla, pero que primero tenemos que
seguir obrando como tal como hemos acabado de vivir en este mundo.
En el responsorio del rezo de « completas», la oración nocturna de la Iglesia,
rezamos: «Señor, en Ti confío, en tus manos pongo mi vida, brille tu rostro sobre tu
esclavo, ayúdame en tu bondad. En tus manos pongo mi vida».
Esta oblación –poner con verdad la vida en las manos del Padre– se ejercita de
modo particular en la oración de quietud. Muchos sienten miedo de dar este paso, y se
les hace extremadamente difícil prescindir de sí y, «abandonándose», entregarse
confiadamente a las manos del Padre. Si realizamos esta entrega a diaria, paso a paso, y
vamos familiarizándonos con ella –el pastor, mientras toca la flauta, no deja de mirar a la
otra orilla–, poco a poco nos iremos haciendo a la idea de que la vida, tras una breve
interrupción, prosigue en el mundo venidero. Esta experiencia esencial en nuestra fe nos
conduce a una seguridad que elimina una gran parte del miedo que podamos sentir ante
la muerte. Ni siquiera cuando esta nos llega despacio, en virtud de una lenta agonía,
puede robarnos la esperanza cierta de una nueva vida en Dios.

244
Relación de fuentes

[Prólogo]: Martin BUBER, Die Erzählungen der Chassidim, Manesse Verlag, Zürich
1949, 6 [trad. esp.: Cuentos jasídicos, 4 vols., Paidós, Barcelona 1983].
Texto 2: JUAN CASIANO, colación IX, 4.
Texto 4: Sigismund von RADECKI, Ein Zimmer mit Aussicht [Una habitación con vistas],
Köln/Olten 1961.
Texto 5: Peter DYKCHOFF, Über die Brücke gehen [Pasar el puente], Katholisches
Bibelwerk, München 2001, 315-316.
Texto 7: Heinz JANSSEN, Denken, danken, feiern [Pensar, agradecer, celebrar], Butzon &
Bercker GmbH, Kevelaer 1974, 16.
Texto 9: Antoine de SAINT-EXUPÉRY, Dem Leben einen Sinn geben, Verlag Karl Rauch,
Düsseldorf 1957 [trad. esp.: Un sentido a la vida, Círculo de Lectores, Barcelona
1995].
Texto 10: SAN BUENAVENTURA, Pilgerbuch der Seele zu Gott, München 1961 [trad. esp.:
Itinerario de la mente a Dios, en Obras completas 1, BAC, Madrid 1945, 541-633].
Texto 13: Willi HOFFSÜMMER, Kurzgeschichten 1: 255. Kurzgeschichten für Gottesdienst,
Schule und Gruppe [Relatos cortos 1: 255 relatos cortos para el culto litúrgico, la
escuela y grupos], Matthias-Grünewald-Verlag, Mainz 1981, 104.
Texto 14: Ralf KRUST, Predigten [Homilías], 15 de mayo de 2012, www.erf.de.
Texto 15: Willigis JÄGER, OSB, de una conferencia pública en Hannover en 1990.
Texto 17: Martin BUBER, Die Erzählungen der Chassidim, Zürich 1949, 830.
Texto 18: Anthony de MELLO, Eine Minute Unsinn, Herder 2005, 203 [trad. esp.: Un
minuto para el absurdo, Sal Terrae, Santander 2004].
Texto 19: Willi HOFFSÜMMER, Kurzgeschichten 1, 18.
Texto 20: Willi HOFFSÜMMER, Kurzgeschichten 1, 53.
Texto 21: Adalbert Ludwig BALLING, Wissen, was dem anderen wehtut: Leid u.
Einsamkeit haben viele Namen; Meditationstexte [Saber lo que a otros molesta: El
sufrimiento y la soledad tienen muchos nombres; Textos para la meditación],
Missionsverlag Marianhill Würzburg, Reimlingen 1999.

245
Texto 23: Willi HOFFSÜMMER, Kurzgeschichten 2: 222 Kurzgeschichten für Gottesdienst,
Schule und Gruppe [Relatos cortos 2: 222 relatos cortos para el culto litúrgico, la
escuela y grupos], Matthias-Grünewald-Verlag, Mainz 1983, 137.
Texto 25: Weisung der Väter: Auch «Gerontikon» oder «Alphabeticum», prologado y
traducido por B. MILLER, Freiburg 1965, 247 [ed. esp.: Las sentencias de los padres
del desierto, Desclée de Brouwer, Bilbao 1994].
Texto 26: Willi HOFFSÜMMER, Kurzgeschichten 5: 211 Kurzgeschichten für Gottesdienst,
Schule und Gruppe [Relatos cortos 5: 211 relatos cortos para el culto litúrgico, la
escuela y grupos], Matthias-Grünewald-Verlag, Ostfildern 2008, 52.
Texto 27: Weisung der Väter, 20-21.
Texto 33: Weisung der Väter, 119-120.
Texto 35: Willi HOFFSÜMMER, Kurzgeschichten 10: 188 Kurzgeschichten für Gottesdienst,
Schule und Gruppe [Relatos cortos 10: 188 relatos cortos para el culto litúrgico, la
escuela y grupos], Matthias-Grünewald-Verlag, Ostfildern 2014, 80.
Texto 36: Weisung der Väter, 281.
Texto 37: Martin BUBER, Die Erzählungen der Chassidim, 222.
Texto 39: Eugen RUCKER, Symbolgeschichten: Praktische Glaubenskunde in
Gleichnissen [Relatos simbólicos: Enseñanza práctica de la fe en alegorías], Verlag
Pfeiffer, München 1975, 96.
Texto 40: Jörg ZINK, Zwölf Nächte [Doce noches], Kreuz Verlag, Stuttgart/Berlin 19662,
214.
Texto 42: Heinrich SEUSE, Deutsche mystische Schriften [Escritos místicos alemanes],
traducido y editado por Georg Hofmann, Düsseldorf 1966, 312.
Texto 43: Meterikon: Die Weisheit der Wüstenmütter, editado y traducido por Martirij
Baguin y Andreas-Abraham Thiermeyer, Augsburg 2004, 59 [trad. esp.: Metéricon:
La sabiduría de las madres del desierto, Claret, Barcelona 2008].
Texto 45: Adolf EXELER, Gott, der uns entgegenkommt [Dios, el que nos sale al
encuentro], Herder, Freiburg i. Br. 1980, 16.
Texto 46: Romano GUARDINI, Von heiligen Zeichen, Matthias- Grünewald-Verlag, Mainz
1979, 14-17 [trad. esp.: Los signos sagrados, Editorial Litúrgica Española,
Barcelona 19652].
Texto 47: Peter DYCKHOFF, Aus der Quelle schöpfen: Das innerliche Gebet nach Teresa
von Avila [Beber de la fuente: La oración interior según Teresa de Ávila], Don
Bosco Verlag, München 2000, 25.
Texto 49: Kleine Philokalie: Belehrungen der Mönchsväter der Ostkirche über das
Gebet, selección y traducción por Matthias Dietz, Köln 19893 [trad. esp.: Textos de

246
espiritualidad oriental, Rialp, Madrid 1960].
Texto 50: Mao TSE-TUNG, Ausgewählte Werke 3: Worte des Vorsitzenden Mao Tse-tung,
Peking 1969, 322 [trad. esp.: Obras escogidas, 5 vols., Fundamentos, Madrid,
1978].
Texto 52: Roland BREITENBACH, Der Schlüssel zum Himmel: Humorvolle
Weisheitsgeschichten [La llave del cielo: Historias sapienciales llenas de humor],
St. Benno Verlag, Leipzig 2013.
Texto 54: Ulrich BACH, Millimeter-Geschichten: Texte zum Weitemachen [Relatos
milimétricos: Textos para comentar], Verlag Vandenhoeck & Ruprecht, Göttingen
1981.
Texto 59: Weisung der Väter, 326.
Texto 60: JUAN CASIANO, colación IX, 6.
Texto 61: Martin BUBER, Die Erzählungen der Chassidim, 80.
Texto 62: Martin BUBER, Die Erzählungen der Chassidim, 191.
Texto 66: Weisung der Väter, 15.
Texto 67: Adaptado de una homilía de Heinrich Spaemann.
Texto 68: Weisung der Väter, 131-132.
Texto 69: Meister ECKHART, Deutsche Predigten und Traktate, München 1978, 444 [trad.
esp.: Obras alemanas: Tratados y sermones, Edhasa, Barcelona 1983].
Texto 70: Willi HOFFSÜMMER, Kurzgeschichten 7: 144 Kurzgeschichten für Gottesdienst,
Schule und Gruppe [Relatos cortos 7: 144 relatos cortos para el culto litúrgico, la
escuela y grupos], Matthias-Grünewald-Verlag, Ostfildern 20103, 121.
Texto 71: M. A. BEHNKE, M. BRUNS y R. LUDWIG, Kinder feiern mit. Lesejahr A [Los
niños celebran juntos: Ciclo A], Bernward Verlag, Hildesheim 1983.
Texto 72: Axel KÜHNER, Überlebensgeschichten für jeden Tag [Historias de
supervivencia para todos los días], Neukirchener Verlagsgesellschaft, Neukirchen-
Vluyn 1997.
Texto 74: Peter DYCKHOFF, Dem Licht Christi folgen [Seguir la luz de Cristo], Herder,
Freiburg i. Br. 2012, 26.
Texto 77: Gérard ROSSÉ, Der Pfarrer von Ars: Ausgewählte Gedanken u. Predigten mit
einer biographischen Einführung [El cura de Ars: Pensamientos y sermones
escogidos con una introducción biográfica], München 1980, 109-110.
Texto 78: Axel KÜHNER, Zuversicht für jeden Tag [Seguridad para cada día],
Neukirchener Verlagsgesellschaft, Neukirchen-Vluyn 20022, 150.

247
Texto 79: Wolfgang LONGARDT, Neue Kindergottesdienstformen [Nuevas formas de culto
para niños]: Rissener Modelle in Planung u. Praxis, Christophorus-Verlag, Freiburg
i. Br. 1973, 171.
Texto 82: Rudolf STERTENBRINK, Der Himmel öffnet sich auf Erden [El cielo se abre sobre
la tierra], Herder, Freiburg i. Br. 19933.
Texto 83: BASILIO EL GRANDE, 313 Vorschriften [313 reglas], Kempten 1877, n. 166.
Texto 85: Peter DYCKHOFF, Dem Licht Christi folgen, 97.
Texto 87: Weisung der Väter, 342.
Texto 88: Regla de san Benito, cap. 7, 5-9.
Texto 89: JUAN CRISÓSTOMO, «Homilie auf den Namen Abraham», en Texte der
Kirchenväter [«Homilía sobre el nombre de Abraham», en Textos de los Padres de
la Iglesia], München 1964, 398 [ed. esp.: Obras, 4 vols., BAC, Madrid 2007-2012].
Texto 90: Weisung der Väter, 115-116.
Texto 91: Martin BUBER, Die Erzählungen der Chassidim, 163.
Texto 97: SAN JERÓNIMO, «Brief an Heliodor», en Des heiligen Kirchenvaters Eusebius
Hieronymus ausgewählte Briefe [«Carta a Heliodoro», en Selección de cartas del
padre de la Iglesia Eusebio Jerónimo] (= Bibliothek der Kirchenväter 18 [Biblioteca
de los Padres de la Iglesia 18]), München 1937, 29 [ed. esp.: Obras 10a: Epistolario
I, BAC, Madrid 1992, 606].
Texto 100: Heidi y Jörg ZINK, Wie Sonne und Mond einander rufen [Cómo el sol y la
luna se llaman el uno a la otra], ©Kreuz Verlag en Herder, Freiburg i. Br. 1997.

248
Índice
Portada 3
Índice 4
Créditos 8
Nota a la edición en lengua española 10
Prólogo 13
Primera parte: Un tesoro de gran valor 16
1. Un tesoro de gran valor 17
2. El alma es como una pluma 19
3. El columpio 21
4. Un trozo de plata 24
5. Hallar paz en lo profundo 26
6. Buscando a Dios 28
7. Una pregunta al maestro 30
8. Una piedra en el camino 33
9. Un minuto de nostalgia 35
10. La oportunidad del día de descanso 37
11. El polizón 39
12. Recibir y pasar 41
13. El hombre y su sombra 43
14. Beber de la fuente 45
15. El «hacedor de lluvia» 47
16. El peral 50
17. La rueda y el puntito 52
18. La mariposa 54
19. Hazme completamente tuyo 57
20. El hombre moderno 59
21. Simplemente, estar ahí 61
22. Decir la verdad, aun a riesgo de parecer descortés 63
23. El hombre que perdió su centro 65
24. El camino que llevas conduce al precipicio 67
25. Una gota constante 70
26. Cáscaras sin sustancia 72

249
27. Perdona nuestras ofensas 74
28. A vueltas con los pensamientos 76
29. Engaño 78
30. Se encienden velas... 80
31. ... los atraeré a todos a mí 82
Segunda parte: El reventón de las vasijas 85
32. La puerta se abre hacia dentro 86
33. En el interior de la casa 88
34. El canto rodado 91
35. Caminos diferentes 94
36. María y Marta 97
37. El reventón de las vasijas 100
38. La escultura de Miguel Ángel 102
39. Descanso y actividad 104
40. Venga tu Reino 107
41. Vencer el miedo 109
42. Nada hay pesado, con tal de que seamos ligeros 112
43. Desarrollo de la personalidad 114
44. La diferencia 116
45. Cómo aprenden a volar las águilas 118
46. Las manos, espejo del alma 120
47. Agua fresca de manantial 122
48. La experiencia del silencio 124
49. No nos dejes caer en la tentación 126
50. Retirar los obstáculos lleva tiempo 128
51. A quien carga con el yugo, el yugo le sostiene 130
52. Medios para madurar 133
53. Verdear, florecer y dar fruto 135
54. El número de teléfono 137
55. Visión integral 139
56. Dichosos los que no emplean la fuerza 142
57. Tres hijos 144
58. Aprender a esperar 147
59. Callar 149
60. Del peligro de trabajar sin descanso 151

250
61. Con abrigo de piel 154
62. Jugando al escondite 156
63. Cercanía y lejanía 158
64. El poder de la sal 160
65. Orar de verdad 162
66. Ora et labora 164
Tercera parte: Nostalgia de Dios 166
67. Un alto en el camino 167
68. Hágase tu voluntad 170
69. Sobre los buenos días 172
70. Tierno verdor 175
71. El funambulista 178
72. Cada piedra, un tesoro 181
73. El arte del desprendimiento 183
74. El sacrificio salva 185
75. Consciencia ensanchada 187
76. El secreto del mar Rojo 189
77. Bendecir 191
78. Dar y recibir 194
79. El motivo-tema, una vez implantado 196
80. Lo que no se debe hacer 199
81. Recibir y devolver 201
82. El portador portado 203
83. La nostalgia de Dios 206
84. Oblación en vez de súplica 208
85. Ir al fondo 210
86. Haced esto en memoria mía 212
87. Ser pobre ante Dios 214
88. Los grados de la humildad 216
89. Todo está en movimiento 218
90. Juan se ha vuelto un ángel 220
91. Los animales 222
92. La magnificencia del Reino de Dios 224
93. Liberado para la libertad 226
94. El séptimo día de la creación 229

251
95. La convicción religiosa favorece el restablecimiento rápido de la salud 231
96. La meta de toda oración 234
97. En medio de lo perecedero, buscar lo imperecedero 236
98. La gran pregunta 239
99. Al final de la travesía 241
100. Ningún temor ante la otra orilla 243
Relación de fuentes 245

252

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