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Orar
(Capítulo 11 de su libro "Buscad al Señor con alegría)
Orar
1. Necesidad de orar.
2. Orar es natural.
3. Aprender a orar.
4. Saber rezar.
6. El hombre de oración.
7. Orar y contemplar.
9. Orar siempre.
1. Necesidad de orar
"Recurrid a Yavé y a su potencia, buscad su rostro siempre ( Sal
105,4).
El cristiano y, sobre todo, el religioso son personas que oran. Hasta tal
punto es verdadera esta afirmación que el cristiano y el religioso no son
tales si no oran. Para ellos el rezar es como el respirar para la vida orgánica.
La persona que no respira no tiene vida. El cristiano y el religioso que no
oran no tienen vida espiritual. Tienen vida biológica, como el animal y la
planta. Pero espiritualmente están muertos.
El hombre se define como un ser que no puede vivir en equilibrio psicológico
si no ama y no es amado. El amar y el ser amado son para su vida psicológica
tan indispensables como el respirar para su vida biológica. El hombre es el
más perfecto de los seres creados. Participa al mismo tiempo de la vida
vegetativa de las plantas (el hombre físico), de los animales (el hombre
orgánico), de los seres racionales (el hombre psicológico) y de la vida
espiritual de Dios. Es un ser físico-orgánico-psicológico-espiritual. Retirad
de él todas las sustancias químicas, y ya no existe. Si le quitaseis todas sus
funciones orgánicas, se reduciría a materia inerte. El hombre privado de sus
funciones psicológicas es semejante a un animal. Privadlo de sus funciones
espirituales, y no pasará de ser un animal racional.
2. Orar es natural
"Todos los pueblos vendrán a postrarse delante de ti, porque tus
juicios se han manifestado" (Ap 15,4).
Orar o estar en relación familiar con Dios es una necesidad natural del
hombre. Es una manifestación espontánea de la "ley que el Creador puso en
el corazón del hombre". Dios habita en el corazón del hombre. El hombre
atento a sí mismo no puede dejar de entrar en contacto con su misterioso
huésped. La experiencia de este encuentro con él en lo más íntimo de uno
mismo es decisiva. Constituye un marco histórico en la encrucijada de la
vida. Después de esa experiencia, todo cambia. Sin ese descubrimiento casi
fulminante es difícil aprender a orar a gusto.
Los misterios más profundos del arte de orar no están en las lucubraciones
filosóficas, psicológicas, teológicas, metafísicas o metodológicas... Están en
las cuerdas más finas y sensibles del fondo del corazón. Todos los hombres
saben orar, del mismo modo que todos saben amar. Estrictamente hablando,
no se aprende a orar; lo mismo que tampoco se aprende a amar, a llorar, a
reír. Esa capacidad es innata, como un instinto o como cualquier otra
predisposición. Para que se haga realidad basta con descubrirla y empezar a
ejercitarla. Pero no se trata de un ejercicio como aquel que se realiza para
el aprendizaje de una técnica. Este ejercicio consiste fundamentalmente en
la imitación de los gestos de aquel que enseña la técnica. Orar es como amar.
El que ama siempre encuentra las palabras y los gestos para expresar sus
sentimientos. No los copia de nadie. El amor se define y se perfecciona en la
medida en que consigue expresarse adecuadamente.
3. Aprender a orar
"Mirad que subimos a Jerusalén y se cumplirá en el Hijo del
hombre todo lo escrito por los profetas" (Lc 18,31).
Hoy existen muchas iniciativas para descubrir métodos que faciliten este
aprendizaje. Una contribución importante para el descubrimiento de este
camino es el que nos ofrecen las ciencias humanistas, especialmente la
psicología, la antropología, la sociología y las antiquísimas prácticas de la
espiritualidad pagana de Oriente. Sin la ayuda de esos conocimientos
científicos, la mayor parte de las personas encontrará dificultades para
encontrar el camino del redescubrimiento de la comunicación directa,
inmediata, simple y espontánea con Dios. Se trata de una conquista lenta,
que exige mucho ejercicio.
Cuando el Señor nos advirtió que solamente los niños y quienes se parecen a
ellos pueden entrar en su reino, señaló esa maravillosa capacidad que tienen
los niños para dejarse guiar por el instinto hacia el descubrimiento del
mundo y de la vida. Para poder vivir, el niño sigue los impulsos espontáneos
de su naturaleza. Así es como descubre lo que es respirar, comer y beber,
andar, luchar, etc. Aprende sin conocer la teoría de esos aprendizajes. Pues
bien, la oración se aprende de manera semejante. Basta con no reprimir ni
sofocar el impulso natural para que se manifieste. Pero para ello es
necesario volver a ser un poco como éramos de niños: sencillos, puros, libres,
espontáneos, auténticos, expresivos, humildes, verdaderos...
2.- Acoger de buen humor, sin miedo y sin rebeldía, todos los
acontecimientos y obligaciones.
4. Saber rezar
"Alegres en la esperanza, sufridos en las pruebas, constantes en
la oración" (Rom 12,12).
A los dos primeros discípulos que lo seguían con curiosidad les preguntó
Jesús: "¿Qué buscáis?" Ellos respondieron: "Rabí, ¿dónde vives?" Y Jesús:
"Venid y lo veréis" (cf Jn 1,38-39). Entonces, buscar al Señor, descubrirlo y
conocerlo, saber dónde vive, con quién vive.., es posible mediante una
experiencia. La experiencia de búsqueda, de observación, de atención a sus
palabras, de encuentro con él... El estudio intelectual no basta para saber lo
que es rezar. Este conocimiento es el resultado de una experiencia. Del
mismo modo, sólo aquel que cree sabe lo que es la fe. Conocer una verdad
sobrenatural es vivirla, experimentarla. Por eso, lo primero que hay que
hacer para aprender a rezar es realizar una auténtica experiencia de Dios.
No sabemos nada del coloquio íntimo de Jesús con los dos primeros
discípulos que querían saber dónde vivía. Ninguno de los dos habló de ello.
Esta discreción es natural en todos los auténticos contemplativos. No
revelan nada de su intimidad con el Señor. Son cosas tan personales como lo
que ocurre en los coloquios íntimos de dos personas apasionadamente
enamoradas una de la otra. Tienen sus secretos. Uno de ellos, Juan, escribió
tan sólo lacónicamente: "Fueron, pues, y vieron dónde vivía, y estuvieron con
él aquel día" (Jn 1,39). ¿Pero de qué hablarían entonces entre ellos y con
Jesús y Jesús con ellos?...
Lo más importante para rezar bien no es saber qué es rezar o cómo hay que
rezar. El que es auténtico y sencillo siempre sabe orar y sabe cómo orar. Su
oración brota naturalmente, como la manifestación espontánea del niño a su
madre. Por eso el niño y todos los que se parecen a él en su sencillez, en su
autenticidad, en su confianza, en su espontaneidad, en su humildad..., saben
orar muy bien. Así era la oración de los que pedían alguna cosa al Señor:
El que ama siempre encuentra tiempo para estar con la persona amada. El
que no tiene tiempo para orar no ama. Los pensamientos hermosos, los
sentimientos delicados o las palabras elocuentes no son de suyo oración.
Esta consiste más bien en decir al Señor amado nuestro amor, nuestro
sufrimiento, nuestra alegría, nuestras preocupaciones, nuestros temores...
El pobre y el niño aman así y... rezan así. Esta actitud de autenticidad fue la
del publicano en el templo, la de la samaritana en conversación con Jesús
junto al pozo de Jacob, la del hijo pródigo en su reencuentro con el padre, la
de Saulo en el camino de Damasco. Este modo de hablar con el Señor supone
una gran confianza y un clima de familiaridad. De semejantes encuentros la
persona sale más alegre y confiada.
"Orar es estar con aquel que sabemos que nos ama", dice santa Teresa de
Jesús.
La oración es auténtica cuando el que ora asume la actitud del pecador, esto
es, del pobre, del limitado. La respuesta del Señor a quien se dirige a él
como pobre pecador es siempre una palabra de compasión y de perdón. El
corazón arrepentido es siempre objeto de una extrema ternura del Señor,
cuyo único anhelo es ver felices a todos sus hijos. Así fue como se mostró a
la Magdalena, a la adúltera, a la samaritana, a Pedro, a Zaqueo. Su
sorprendente exclamación: "¡ Venid a mí todos los que estáis cansados y
oprimidos, y yo os aliviaré!" (Mt 11, 28), es una manifestación elocuente del
cariño paternal del Señor para con todos los que sufren. Esta finura de
sentimientos de amor para con el pecador arrepentido aparece también de
modo inequívoco en las maravillosas alegorías del fariseo y del publicano (cf
Lc 18, 9-11) y del hijo pródigo (cf Lc 15, 11-32). Sin una sincera actitud de
arrepentimiento de las propias infidelidades y flaquezas humanas no hay
oración auténtica. El sacramento de la confesión es una práctica que pone a
prueba nuestro grado de sinceridad con el Señor. Ir a la confesión es
reconocerse públicamente pecador. Es vivir en la realidad. El gesto de
absolución del confesor es la señal externa del perdón de Cristo. Es la
manifestación inequívoca de su misericordia y de su paternal compasión.
6. El hombre de oración
"Ellos ya no tendrán más hambre ni sed; no les abatirá más el sol
ni ardor alguno" (Ap 7,16).
La parte del ejemplo que hay que imitar en la vida del santo no son tanto sus
gestos y sus obras como sus actitudes. Son éstas las que condicionan sus
gestos, sus acciones y su manera de comportarse.
Para la mayor parte de las personas, el primer paso para llegar a este
estado de simple mirada dirigida amorosamente al Señor consiste en vaciar
o purificar la mente de cualquier pensar, reflexionar, imaginar..,
activamente. Crear el vacío de la mente. Consiste en un esfuerzo por no
hacer nada, por no pensar en nada, por no imaginarse nada... Observar
solamente con fe y con amor ese vacío en donde se encuentra el Señor de
modo misterioso y escondido. Se aprende a vivir ese estado pasivo mediante
el ejercicio. Se trata de ver al Señor no con el sentido de la vista, sino con
los ojos del "corazón". Los ojos del "corazón" pueden ver a Dios únicamente
si están ya cerrados para todo lo demás. Cualquier apego o preocupación por
otra cosa que no sea el Señor hace perderlo irremisiblemente de vista. Por
eso precisamente es por lo que Jesús declaró bienaventurados a los limpios
de corazón: sólo éstos pueden ver a Dios.
Hay personas muy simples, sinceras y auténticas que saben contemplar sin
pasar por el laborioso proceso de aprendizaje que hemos indicado. Son como
ciegos, que, al faltarles la visión, desarrollan espontáneamente una elevada
sensibilidad en los otros sentidos, lo cual les permite participar casi tan
activamente de la vida como las personas de vista normal. Hay ciegos que
"ven" mejor algunos aspectos de la vida que otros cuya visión funciona
normalmente. ¿No se dice que hay algunos que tienen ojos y no ven? El
contemplativo en acción vive en su "corazón" en una unión amorosa con el
Señor, mientras que con su cabeza trabaja con la misma normalidad que
cualquier otra persona.
Las personas que buscan juntas una misma cosa sienten un mayor estímulo
para el esfuerzo común. La resistencia o el desinterés de uno bloquea el
esfuerzo de todos. Las actitudes y las emociones individuales positivas o
negativas de una persona en un grupo contagia fácilmente a los demás a
través de una especie de comunicación inconsciente.
Podemos forjarnos una vaga idea de cómo es la unión íntima con Dios a
través de la descripción que hizo Jesús de su unión con el Padre. El
evangelista Juan afirma que "el Hijo unigénito está en el seno del Padre" (Jn
1,18). Jesús declaró también: "Yo y el Padre somos una sola cosa" (Jn 10,30).
Y en otro lugar: "Como tú, Padre, en mi y yo en ti, que también ellos sean una
sola cosa en nosotros..." (Jn 17,21). Otra de sus palabras: "Volveré otra vez
y os tomaré conmigo..." (Jn 14,3), es una clara indicación de cómo actúa el
Señor en el alma del que se deja amar por él. Contemplar es dejarse amar
por el Señor. Es estar enteramente disponible a él con plena conciencia de
esa disponibilidad y de ese deseo de querer ser únicamente suyo.
La mentalidad horizontalista que nace de la actitud tendenciosamente social
puede ser un sincero esfuerzo de vida espiritual. Sin embargo, es
sumamente difícil -por no decir imposible- llegar por ese camino a una
verdadera oración contemplativa. Todo indica que el descubrimiento de san
Agustín es válido para todos los que buscan un encuentro más profundo y
más personal con el Señor. "Tarde te amé, oh Belleza, tarde te amé. Sí; tú
estabas en lo más íntimo de mi mismo y yo estaba fuera de mí. Yo te
buscaba fuera de mí".
Si quieres oír lo que el Señor te dice, cierra tus sentidos exteriores -la
vista, el oído, el tacto, el olfato y el gusto-, recógete en tu interior más
intimo, entra con el Señor que está allí, permanece en su santa presencia y
fija tu atención en él. El te hablará si estás suficientemente abierto y
atento a sus palabras. Cualquier distracción es un ruido que apaga su voz.
Sólo puedes oírla en el silencio más profundo de tu cuerpo y de tu mente.
No cabe duda de que una de las actitudes que más agradan al Señor en sus
amigos es la de una filial veneración a la Virgen Maria, su augusta madre. El
mismo nos la presenta como modelo: "Jesús, viendo a su madre y junto a ella
al discípulo que él amaba, dijo a su madre: 'Mujer, he ahí a tu hijo'. Luego
dijo al discípulo: 'He ahí a tu madre'" (Jn 19, 26-27). Jesús y aquellos a los
que él ama tienen la misma madre. Son hermanos. El es siempre el hermano
mayor. Por eso mismo, en cualquier dificultad podemos contar con él. En
cierto modo, él se responsabiliza de nosotros.
Ir a Dios es fácil. No es tan complicado como esos pasos que han de dar los
hombres para encontrarse con algún personaje importante. No es necesario
ser diplomático, o político, o experto en cualquier tipo de conocimiento.
Basta con ser pobre, es decir, tan limitado y tan sencillo como un niño.
Hay quien lleva en su pecho un corazón orante sin saberlo. Una fuente
riquísima que no puede brotar porque está tapada por una pesada piedra.
Espiritualmente, este hombre vive adormecido. Ignora la riqueza de vida que
está oculta en él. Le basta con apartar la piedra para que la oración brote
espontáneamente a chorros. El hombre de oración es un hombre nuevo,
regenerado. Un hombre cuyo adorno no es lo exterior, "sino el interior, que
radica en la integridad de un alma dulce y tranquila: he ahí lo que tiene valor
ante Dios" (1 Pe 3,4).
Entre los que poco o nada entienden de vida espiritual hay algunos que
consideran el extraño modo de vivir de santa Teresa de Jesús como un
conjunto de fenómenos histéricos y mitomaníacos. Fuera del contexto de la
fe esos fenómenos no encuentran realmente otra explicación. Pero si la
santa se hubiese casado y hubiera vivido esos mismos sentimientos en
relación con el hombre amado, sus ignorantes detractores la considerarían
probablemente tan sólo como una mujer normalmente apasionada. Y su
hipotético marido se sentiría, ciertamente, un verdadero afortunado.
Imitar a Jesucristo es aprender a decir "¡ Abba, Padre!", "Padre, Padre mío",
como él. Para poder repetir con toda sinceridad, con autenticidad y
espontaneidad estas palabras, es necesario ser un poco como Jesús,
sentirse realmente hijo del Padre.
Imaginar que Jesús está a nuestro lado es uno de los métodos más prácticos
de vivir constantemente en la presencia de Dios. Permite entretenerse
familiarmente con él incluso durante nuestras ocupaciones. Santa Teresa de
Jesús practicaba este método de oración y lo recomendaba vivamente a
todos. Afirma que por este medio se puede llegar rápidamente a una
estrecha unión con el Señor.
Esta parece ser una indicación más o menos clara respecto a los momentos
de sequedad espiritual que la santa conocía como cualquier otro mortal: "Ni
yo gozaba de Dios ni traía contento en el mundo. Cuando estaba en los
contentos del mundo, en acordarme lo que debía a Dios era con pena; cuando
estaba con Dios, las aficiones del mundo me desasosegaban; ello es una
guerra tan penosa, que no sé cómo un mes la pude sufrir, cuanto más tantos
años".
Esto no lo digo tanto por los que comienzan (aunque pongo tanto en ello,
porque les importa mucho comenzar con esta libertad y determinación), sino
por otros; que habrá muchos que lo ha que comenzaron y nunca acaban de
acabar. Y creo es gran parte este no abrazar la cruz desde el principio, que
andarán afligidos pareciéndoles no hacen nada; en dejando de obrar el
entendimiento no lo pueden sufrir, y por ventura entonces engorda la
voluntad y toma fuerza, y no lo entienden ellos. Hemos de pensar que no
mira el Señor en estas cosas, que aunque a nosotros nos parecen faltas no lo
son; ya sabe Su Majestad nuestra miseria y bajo natural mejor que nosotros
mismos y sabe que ya estas almas desean siempre pensar en él y amarle.
Esta determinación es la que quiere; estotro afligimiento que nos damos no
sirve demás de inquietar el alma y, si había de estar inhábil para aprovechar
una hora, que lo esté cuatro... Y ansi es bien, ni siempre dejar la oración
cuando hay gran distraimiento y turbación en el entendimiento ni siempre
atormentar el alma a lo que no puede".
Que vea el lector amigo cómo la misma santa, maestra en la vida de oración,
vivió la llamada oración de quietud: "Esta quietud y recogimiento del alma es
cosa que se siente mucho en la satisfacción y paz que en ella se pone con
grandísimo contento y sosiego de las potencias y muy suave deleite... (Es
oración que se hace) no con ruido de palabras, sino con sentimiento de
desear que nos oiga. Es oración que comprende mucho y se alcanza más que
por mucho relatar el entendimiento. Despierte en si la voluntad algunas
razones que de la misma razón se representarán de verte tan mejorada para
avivar este amor y haga algunos actos amorosos de qué hará por quien tanto
debe, sin -como he dicho- admitir ruido del entendimiento a que busque
grandes cosas. Más hacen aquí al caso unas pajitas puestas con humildad (y
menos serán que pajas si las ponemos nosotros) y más le ayudarán a
encender, que no mucha leña junta de razones muy doctas -a nuestro
parecer- que en un credo la ahogarán... Porque por la voluntad de Dios todos
llegan aquí y podrá ser se les vaya el tiempo en aplicar escrituras; y aunque
no les dejarán de aprovechar mucho las letras antes y después (de la
oración), aquí en estos ratos de oración poca necesidad hay de ellas -a mi
parecer- si no es para entibiar la voluntad; porque el entendimiento está
entonces de verse cerca de la luz, con grandísima claridad, que aun yo, con
ser la que soy, parezco otra".
9. Orar siempre
"Estad siempre alegres, orad sin cesar" (1 Te: 5, 16).
Esta recomendación de Cristo, repetida luego por san Pablo, no puede,
ciertamente, interpretarse como un consejo para que estemos
continuamente rezando oraciones. En primer lugar, orar o rezar no consiste
fundamentalmente en hacer algo. Es más bien un modo característico de ser
del cristiano que ama de verdad al Señor. Es ser algo así como el que está
apasionadamente enamorado. Estar enamorado es ser y sentirse muy
diferente de cuando no se estaba enamorado o se ha dejado de estar.