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María Cruz, relato de una

mujer sola 
  11/01/2018 

 
-Mónica Albizúrez / INTERLINEADOS–
En las navidades llegó como regalo el libro de Olivia Laing, La ciudad
solitaria: aventuras en el arte de estar solo. A partir de la reflexión sobre
las vidas de artistas como Edward Hopper, Andy Wharhol y David
Wojnarowicz y sus obras, la autora se pregunta qué significa estar solo.
Laing recurre a varias fuentes de la psicología y sociología, entre
ellas Loneliness: The Expierence of Emotional and Social Isolation, en
donde Robert Weiss propone cómo la soledad inhibe la empatía al inducir a
una especie de amnesia protectora, de tal manera que cuando la persona ya
no está sola se esfuerza en olvidar ese estado. Quizás por eso se discute tan
poco sobre las distintas dimensiones de la soledad. Quizás por eso el que
está solo, repele porque queda capturado en el olvido que los otros se han
propuesto.
En proceso de lectura aún, al leer las primeras páginas, recordé a la
escritora guatemalteca María Cruz, cuya literatura me ha acompañado a
través de los años. Específicamente releí sus poemas, algunos de corte
romántico y otros parnasianos, en los que la soledad es una experiencia
fundamental: «Mi corazón es roca solitaria». Como esta afirmación, en la
poesía de Cruz sobran imágenes que apelan a ciudades desiertas, a museos
despojados de todo rastro humano, a estatuas y cuadros como únicas
presencias que se poseen con avidez. Ella misma en un poema dedicado a
Froilán Turcios se compara a una Victoria de Samotracia –por lo tanto, de
material duro y mutilada– y en el poema «Crucifixión» a un Cristo en la
cruz, que sería desde el imaginario cristiano, la soledad suprema en el
abandono.
Este relato de la soledad en María Cruz me parece que debe leerse en clave
de género. A principios del siglo XX, e incluso hoy, hay muchas
dificultades en entender la vida de una mujer sola, no solo porque, como
afirmaba Weiss, la soledad muchas veces se equipara a una experiencia que
debe olvidarse y por lo tanto rechazarse, sino también porque no encuadra
que una mujer lleve adelante un proyecto de vida en forma autónoma:
soltera, divorciada o viuda. Desde los tópicos de lo raro, la desgracia como
designio o la ambición desmedida (intelectual o económica), la soledad de
las mujeres perturba. En las imágenes poéticas de Cruz, se percibe tanto
una búsqueda y un gozo en la forma de estar solo como una tensión muy
grande por estarlo. 
Como es sabido, María Cruz no solamente escribe poesía. También
emprende un largo viaje a la India entre los años 1912-1913, animada por
conocer más sobre la teosofía. De este viaje queda un conjunto de cartas,
publicadas por la destinataria de las mismas, bajo el nombre Lettres de l’
Inde (1916), luego de la muerte de la autora. El mapa incluido en la edición
de Piedra Santa de Cartas de la India deja ver unos recorridos realizados
por Cruz en el amplio y heterogéneo territorio indio. Así, Bombay, Benarés,
Calcuta, Madrás (hoy Chennai), Dehli o Udapiur son algunas de las
ciudades visitadas, aunque será en Adyar en donde Cruz pasará la mayor
parte del tiempo, pues allí se encontraba y se encuentra la sede central de la
Sociedad Teosófica. El viaje, en todo caso, es la comprobación de la
falsedad de que una mujer no puede viajar sola al empezar el siglo XX: «En
Europa se cree que, para una mujer, viajar sola es una proeza. Aquí no hay
nada más fácil». Lo difícil será trasladar la experiencia propia: «Siento que
los ojos se me llenan de lágrimas, pero el intento de transmitir este
fenómeno sería un vil acto de traición. Sería como fotografiar el Taj Mahal
–las imágenes impresas no dicen nada, aunque sea una de las maravillas del
mundo». Se trata de esa dimensión profunda del yo, ya sea exaltación,
memoria o abatimiento, que engrandece las fronteras personales,
haciéndolas infranqueables. Nos separamos de los otros, aunque estos se
abran a nuestro intento de palabra. 
El viaje de María Cruz culmina con un proceso profundo de
autoconocimiento y recuperación de una energía vital, a la luz de arduas
prácticas espirituales ligadas a la teosofía. Al final del diario, la ilusión es la
vuelta a Guatemala: «¡Ah cuántas cosas quiero hacer a mi regreso! – A
París y a Guatemala, con la que ahora me siento en deuda». Una de las
lecciones de la actitud teosófica, lo indica Cruz, es no angustiarse ni
desesperarse. La patria Guatemala exigía y exige hoy estas lecciones. 
María Cruz no puede cumplir su deseo. El 22 de diciembre de 1915 muere
en París, cuando ya la Primera Guerra Mundial asolaba el viejo continente.
En 2015 se cumplieron cien años de la muerte de María Cruz, quien además
de escribir, se dedicó a la pintura, la foto miniatura, el pirograbado y la
escultura, según aparece en el poema de Antonia M. De Herrán “Para el
álbum de la señorita Cruz”. Me parece que queda pendiente un homenaje a
la figura de María Cruz, a la manera de simposio o de reedición de sus
cartas y estudios críticos. El apoyo de sus familiares sería una gran ayuda
para contar con más claves para interpretar la obra de esta escritora y mujer
sola. 
Fotografía por Mónica Albizúrez.

Mónica Albizúrez
Es doctora en Literatura y abogada. Se dedica a la enseñanza del español y
de las literaturas latinoamericanas. Reside en Hamburgo. Vive entre
Hamburgo y Guatemala. El movimiento entre territorios, lenguas y
disciplinas ha sido una coordenada de su vida.

Fuente
https://gazeta.gt/maria-cruz-relato-de-una-mujer-sola/

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