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La evaluación escolar: de los lemas a los problemas

Laura Basabe, Estela Cols, Silvina Feeney

“Educar para la vida”, “aprender a través de la experiencia”, ir de lo cercano a lo lejano”,


“tomar los conocimientos previos” son ejemplos de diversos lemas que pueblan el discurso
pedagógico. Antiguos o recientes, forman parte de las culturas de la enseñanza transmitidas y
compartidas cotidianamente en ámbitos escolares y profesionales; y el campo de la evaluación no está
exento de expresiones de este tipo.
Pero, ¿qué es un lema? El diccionario dice que es una “frase que expresa un pensamiento que
guía la conducta de alguien”. También se aplica al “letrero de un emblema caballeresco o que
completa en un escudo el significado de las figuras expresando las aspiraciones o ideales del
caballero”.1 En ambos casos, se destaca un rasgo propio de los lemas pedagógicos: su carácter
prescriptivo. En lugar de describir un estado de cosas, se trata de afirmaciones que recomiendan,
indican, exhortan. Además, tal como señalan Komisar y McClellan2, son generalizaciones de carácter
sistemáticamente ambiguo. Exigen una interpretación y un proceso de delimitación de su significado.
Precisamente, en esa vaguedad reside su fuerza, porque suscitan una rápida adhesión a imágenes
atractivas, por ser a veces retazos de teorías pedagógicas o restos de slogans de políticas educativas,
pero sin las restricciones que puede imponer una propuesta que expone sus fundamentos.
Frente a un lema, entonces, debemos preguntarnos: ¿qué significa?, ¿qué afirmaciones
resume?, ¿qué supuestos asume? Esta es la tarea que realizamos en este artículo: a partir de tres lemas
que circulan en las escuelas en torno a la evaluación, nos interrogamos acerca de los sentidos que
encierran, las raíces en las que se fundan así como los eventuales riesgos que puede entrañar alguna de
sus interpretaciones.

“Hay que evaluar todo el tiempo”


Esta idea cobró vigor en los últimos años como consecuencia de la importancia creciente
asignada a la evaluación formativa, es decir, aquella que acompaña los procesos de formación para
tomar decisiones de ajuste y mejora en la propuesta pedagógica. En efecto, las nuevas teorías de la
evaluación han enfatizado la necesidad de articular la evaluación con los procesos de aprendizaje y
enseñanza, de modo que pueda integrarse al trabajo cotidiano de la clase y cumplir una función de
regulación con respecto a la actividad del docente y del alumno.
Sin duda, la enseñanza en tanto actividad intencional dirigida a la consecución de una meta
requiere de algún mecanismo interno que permita saber en qué medida las acciones han resultado
exitosas, insuficientes, inadecuadas y dé lugar a las maniobras correctivas necesarias. Por ello es
necesario monitorear la tarea en clase y aprovechar cada momento para captar indicios que nos
permitan analizar la marcha del proceso, identificar dificultades y efectuar ajustes. Este es un aspecto
crucial de la evaluación y requiere del docente afinadas habilidades de observación. Pero la
evaluación puede efectuarse a través de distintos procedimientos, no todos susceptibles de una
administración continua a lo largo del proceso de formación.
Barbier3 hace una distinción que puede resultar útil. La evaluación implícita es el juicio de
valor que precede a las múltiples decisiones que acompañan nuestras acciones y no puede
aprehenderse más que a partir de los efectos que precisamente se le atribuyen. Estos juicios están
presentes en cualquier acto de percepción de otro, así como en cualquier proceso de acción. Por su
parte, la evaluación espontánea es el juicio de valor que sólo se explicita a través de su enunciado, de
su formulación; como es el caso particular en que se manifiesta espontáneamente la propia opinión
sobre una actividad o una persona. Por último, la evaluación instituida, el juicio de valor es explícito
en cuanto a su producción –ya que es el resultado de un proceso social específico cuyas primeras
1
Moliner, M. (1998): Diccionario de uso del español, Madrid, Gredos.
2
Komisar, P. y McClellan, J. (1971) “La lógica de los lemas” en Othanel Smith, B. y Ennis, R.: Lenguaje y conceptos en la
educación, Bs. As., El Ateneo.
3
Barbier, J. M (1993): La evaluación en los procesos de formación. Buenos Aires, Paidós.
Ver En Revista 12(ntes). Papel y tinta para el día a día en la escuela. Buenos Aires. Número 8, octubre de 2006. (pp. 8 y 9)
etapas son susceptibles de observación– y en cuanto a sus resultados. Es un acto deliberado y
socialmente organizado dirigido a generar juicios de valor y pone en funcionamiento, para ello, unos
instrumentos y una metodología cuyo desarrollo es variable, pero siempre presente. La evaluación
institucionalizada, reivindica la necesidad de objetivar el proceso realizando las operaciones con cierta
independencia de los actores que la practican. Es una evaluación sistemática a diferencia de las
informales o asistemáticas que presentamos al inicio.
Puede apreciarse que lo que el lema expresa es un modo particular de entender la evaluación
formativa, ligado a la evaluación implícita o espontánea. Una primera derivación de esta idea es que la
evaluación –para que pueda hacerse todo el tiempo–, debe efectuarse en situación natural, es decir,
dentro de las actividades de enseñanza y de aprendizaje. Pero la evaluación en situación natural no
garantiza obtener información de todos los estudiantes y la misma en cada caso porque la recolección
de información se da en el seno de la interacción social de la clase. Una segunda consecuencia es que
el análisis y la interpretación de información pueden quedar referidos a criterios más cercanos a la
resolución de la tarea que al logro final al que ella conduce, porque ése es el propósito central de la
situación en la que esta evaluación tiene lugar.
La enseñanza siempre tiene un componente de evaluación formativa y la evaluación siempre
debe integrar la observación del trabajo del alumno. La evaluación en situación natural tiene la ventaja
de dar un diagnóstico rápido acerca de la comprensión de los alumnos y permitir una intervención
rápida. Su desventaja es la falta de sistematicidad. Por ello, debe ser incorporada dentro de un
“programa de evaluación”4 que incluya no sólo la función formativa sino también la diagnóstica y la
sumativa, que combine instrumentos que permitan apreciar distintos aspectos del desempeño del
alumno, sobre la base de criterios explícitos para juzgar la información. En tal sentido, Allal5 sostiene
que las prácticas de evaluación fluctúan “entre la intuición y la instrumentación”. Esta oposición no
significa que haya que resolver a favor de tal o cual actitud, ni elegir “un medio justo”, sino más bien
que hay que proponer estrategias de evaluación que hagan lugar al mismo tiempo a la intuición
pedagógica y a la instrumentación.

“Hay que evaluar el proceso”

La idea de que la evaluación debe considerar el “proceso” de aprendizaje –en contraposición al


“producto”– es relativamente joven. Ingresó a las escuelas argentinas junto con el ideario
constructivista de orientación psicogenética en la década del ochenta y es la derivación en el plano de
la evaluación de una nueva manera de entender el aprendizaje. Si éste es un proceso continuo de
reorganizaciones sucesivas de las estructuras de conocimiento a partir de la interacción del niño con el
medio físico y social, sus producciones constituyen evidencias parciales y efímeras de un fenómeno
dinámico que sólo puede apreciarse en acción. Por ello la evaluación, debe incorporar variables
referidas al proceso mismo de construcción, que permitan interpretar las respuestas de cada alumno en
el marco de su propio progreso.
En la cotidianeidad de las escuelas esta idea se expresa de diferentes modos. El primero, tal vez
el más frecuente, es que la evaluación debe valorar los procesos cognitivos que están detrás de las
producciones del alumno. El “proceso” son las estrategias de pensamiento mediante las cuales los
alumnos interpretan y resuelven las situaciones que se presentan; el “producto” son las ideas y las
soluciones propuestas; “evaluar el proceso” implica apreciar la amplitud y profundidad de las
estrategias de pensamiento puestas en juego y no sólo la calidad de la respuesta resultante. Se trata, sin
duda, de un principio incuestionable. El problema es cuando se presenta en términos de lo uno o lo
otro. En parte como reacción a la pedagogía tradicional y al conductismo, la “respuesta correcta” ha
caído en desgracia, asociada en muchos casos a información “aprendida de memoria”, que conforma

4
Camilloni, A. (1998): “La calidad de los programas de evaluación y de los instrumentos que los integran”, en Camilloni y
otros: La evaluación en el debate didáctico contemporáneo. Buenos Aires, Paidós.
5
En Amigues R. y Zerbato Poudou M. T. (1999): Las prácticas escolares de aprendizaje y evaluación. México, Fondo de
Cultura Económica.
Ver En Revista 12(ntes). Papel y tinta para el día a día en la escuela. Buenos Aires. Número 8, octubre de 2006. (pp. 8 y 9)
un “barniz escolar” y no un auténtico aprendizaje. Pero el llamado a valorar las estructuras y
estrategias de pensamiento del alumno en nada niega la importancia de la adquisición efectiva de
ciertos contenidos que la sociedad considera indispensables para la formación de sus ciudadanos.
Aceptado este punto, sólo resta aclarar que la evaluación de los procesos de pensamiento requiere el
empleo de instrumentos sofisticados –semejantes al método de indagación clínica–, de administración
individual y costosos en términos del entrenamiento necesario. Entonces, una interpretación más
adecuada de este principio es que cualquiera sea el instrumento de evaluación que se utilice, las
producciones del alumno siempre constituyen una “evidencia” que debe ser analizada e interpretada.
El segundo significado que asume esta idea es que la evaluación debe considerar no sólo el
resultado de una tarea sino también aspectos relacionados con el modo en que se lleva a cabo. “No
sólo tengo en cuenta lo que cada uno logró sino también el proceso: cómo fue el trabajo del grupo,
cómo organizaron la información, cómo se distribuyeron las tareas, cómo organizaron su tiempo.”
En este caso, el “proceso” es la realización de una tarea; el “producto” es la obra final; lo que el
principio indica es que se debe valorar es el proceso de trabajo del alumno. Esta idea está emparentada
con la anterior, pues con frecuencia los procesos cognitivos sólo pueden apreciarse a partir de la
observación de los procedimientos de resolución explorados y elegidos, o del seguimiento de los
intercambios mantenidos durante la resolución grupal de una tarea. La atención sobre el proceso de
trabajo es particularmente importante cuando se trata de tareas complejas desde el punto de vista
cognitivo o social: la redacción de un informe, el análisis de una obra, la organización de un proyecto,
etc. Cuando la evaluación incorpora dimensiones referidas a los procedimientos de trabajo, es
necesario clarificarlas y explicitarlas a fin de que puedan tener un tratamiento sistemático, y establecer,
junto a los criterios de logro, criterios de realización.6
El tercer sentido asignado a la idea es que las producciones de los alumnos deben interpretarse
en relación con el punto de partida. En este caso, el “proceso” es el proceso de aprendizaje del alumno
que debe ser considerado para flexibilizar la apreciación de sus logros efectivos, el “producto”. En este
caso, las adquisiciones de los alumnos se juzgan con referencia a criterios definidos previamente y
ajustados en el curso de la enseñanza, sino con relación a sus propias posibilidades o el grado de
avance respecto de su desempeño inicial al comienzo de un ciclo de enseñanza. Situar las producciones
del alumno en el marco de su evolución individual es fundamental para definir las maniobras de ajuste
necesarias en el proceso de enseñanza. Es innegable también la importancia de alentar a quienes están
haciendo un esfuerzo cuyos resultados se presienten aunque todavía no se ven, entre otras razones,
porque la escuela tiene también una responsabilidad sobre al formación de la autoestima. El problema
es que tomar al propio alumno como referente puede ser no sólo útil sino también válido en algunos
puntos del proceso de formación pero no en todos; ello depende de la decisión a tomar a partir de la
evaluación. El otro recaudo cuando se decide utilizar como referente las posibilidades del alumno o su
avance respecto de un punto de partida es que debe aplicarse a todos los alumnos por igual y no sólo
aquellos casos en los que se quiera alentar –o por el contrario, sancionar–. De lo contrario, la
evaluación puede dar lugar a errores de todo tipo y a la pérdida de confiabilidad del sistema de
calificación debido a la discrecionalidad en su utilización.

“Del error se aprende”


En distintas versiones, ésta es una idea que frecuentemente aparece en el discurso docente.
Frases como “hay que hacer lugar al error”, “no hay que sancionar el error”, “hay que trabajar con
el error”, expresan un sensible cambio en las perspectivas asumidas acerca del error. Indudablemente,
puede buscarse sustento para este modo de pensar en las teorías contemporáneas acerca del
aprendizaje, particularmente, en aquellas de orientación cognitiva y constructivista.

6
Los “criterios de éxito” se refieren a la evaluación de un producto y definen las características del producto esperado,
mientras que los “criterios de realización” corresponden a la evaluación de procesos y permiten identificar las operaciones
invariantes implicadas en la realización de una tarea.

Ver En Revista 12(ntes). Papel y tinta para el día a día en la escuela. Buenos Aires. Número 8, octubre de 2006. (pp. 8 y 9)
A diferencia de posturas tradicionales que interpretan al error como una falta que debe
sancionarse, o de los enfoques conductistas que buscan prevenir y evitar el error, el constructivismo -
en sus distintas líneas teóricas- considera que éste puede ser una “ventana” para indagar los procesos
cognitivos y concepciones del alumno En efecto, los sujetos llegan a la situación de aprendizaje con un
amplio rango de conocimiento que condiciona su percepción del entorno y afecta sus capacidades para
recordar, resolver problemas y adquirir nuevos conocimientos. Como la construcción de nuevos
significados sólo puede darse a partir de esta base, el docente no puede ignorarla, aun cuando se trate
de comprensiones incompletas y falsas creencias.7
Progresivamente, un punto de vista más receptivo al error del alumno y una interpretación más
constructiva acerca de su papel ganaron lugar. Ya no basta con identificar el error: hay que conocerlo,
buscarle el sentido y “sacarle partido” para mejorar el aprendizaje. Sin embargo, reconocida la
incuestionable parcela de verdad que este lema encierra, es importante establecer algunas distinciones.
En primer lugar, reconocer que no todos los errores tienen la misma entidad. La psicología
cognitiva ha establecido una diferencia entre “errores inteligentes” –aquellos que se cometen,
justamente, porque se sabe algo– y aquellos que se producen por distracción o por azar. En la tradición
piagetiana, asimismo, el concepto de “error sistemático” permite dar cuenta de aquellas respuestas o
razonamientos de los niños que, si bien incorrectas para el observador externo, responden a formas
particulares de organización de los esquemas en una etapa determinada. El error no indica ausencia de
conocimiento sino que resulta de una actividad inteligente, constituye un paso necesario en el proceso
de construcción que lleva a cabo el sujeto y evidencia la racionalidad o lógica propia de su
pensamiento.8
Desde una mirada didáctica, también es importante examinar la pluralidad de errores posibles,
diferentes en su naturaleza y origen, como así también en los modos de actuar frente a ellos. Siguiendo
a Astolfi9, podemos decir que algunos errores provienen del sujeto que aprende. Se trata, en este caso,
de las concepciones previas y los obstáculos, las operaciones intelectuales implicadas en la resolución
de un problema o la mala interpretación de los alcances de una regla o un principio. Otros errores están
vinculados con el propio dispositivo didáctico, por ejemplo, con la redacción de las consignas, la
sobrecarga cognitiva que puede ocasionar una excesiva cantidad de información o un insuficiente
análisis de la complejidad propia del contenido. Finalmente, hay errores cuyo origen debemos buscarlo
en la propia cultura escolar y en aquellos saberes que forman parte del “oficio de alumno”, y que
conducen, a veces, a una inadecuada interpretación de las expectativas del docente.
Es cierto, entonces, que “del error se aprende”, aunque no de todos. O no de todos lo mismo.
Como los errores pueden atribuirse a diferentes razones, sólo el análisis a partir de información
adecuada nos permitirá hacer un buen uso pedagógico de ellos. Además, hay otra idea valiosa
contenida en el lema: la necesidad de que los resultados de la evaluación reviertan sobre el aprendizaje
del alumno. Esto no significa, claro está, promover la indagación del pensamiento y las
representaciones del alumno al punto de confundir las tareas del psicólogo y el maestro. Tampoco
realizar propuestas impracticables en los tiempos y escenarios escolares. Sí, en cambio, afirmar que
para que la evaluación intervenga de modo decisivo en el aprendizaje, regulándolo, es fundamental
establecer un contexto de trabajo en el cual el error pueda emerger y examinarse en orden a proponer
estrategias que permitan superarlo.
La evaluación diagnóstica y la evaluación formativa son herramientas privilegiadas en este
sentido. Mientras la primera establece el punto de partida de los alumnos al inicio de un ciclo de

7
Este tema ha recibido especial atención en la investigación didáctica desde la década del ochenta, especialmente en el
caso del aprendizaje de las ciencias. Las ideas previas constituyen una amalgama de saberes construidos por los sujetos a
partir de su experiencia cotidiana y escolar, tienen a menudo un carácter implícito y son estables, resistentes al cambio.
8
Sobre este punto puede verse: Castorina, J. A. (1984) Psicología genética. Aspectos metodológicos e implicancias
pedagógicas, Miño y Dávila, Bs. As., y en Camilloni, A. (1995) "El tratamiento del error en situaciones de baja interacción
y respuesta demorada" en Educación a distancia en los 90. Litwin, E., Maggio, M. y Roig, H. (comps.), Facultad de
Filosofía y Letras. Universidad de Buenos Aires.
9
Astolfi, J. P. (2003): El “error”, un medio para enseñar. Sevilla: Díada Editora
Ver En Revista 12(ntes). Papel y tinta para el día a día en la escuela. Buenos Aires. Número 8, octubre de 2006. (pp. 8 y 9)
enseñanza, la segunda contribuirá a identificar dificultades y obstáculos en vistas a adaptar la
propuesta didáctica. Asimismo, resulta central proveer al alumno información descriptiva y pertinente
acerca de su desempeño, en lugar de los veredictos (“Incompleto”, “Frase confusa”), exhortaciones
(“Rehacer”) y otras anotaciones cargadas de imprecisión que acompañan a veces la corrección de
trabajos. En esta línea, un instrumento como la rúbrica o matriz de valoración 10, posibilita el análisis
del trabajo del alumno en las diferentes dimensiones de una tarea, de los logros y de los aspectos que
aún no domina o comprende. Del mismo modo, permite establecer un marco de referencia para la
comunicación con el alumno acerca del proceso de evaluación, de los criterios utilizados y de sus
resultados.
La evaluación puede contribuir así a la metacognición, promover un mayor control del sujeto
acerca del proceso y alcanzar, en definitiva, niveles crecientes de autonomía. La evaluación se vuelve
entonces “formadora”. Si la evaluación formativa es una herramienta para que el maestro pueda
mejorar la actividad de enseñanza, la evaluación formadora facilita al alumno la toma de conciencia
acerca de lo aprendido y del proceso por el cual llegó hasta allí.

Conclusiones

La evaluación siempre se mueve en la tensión entre dos grandes funciones; es al mismo tiempo
un mecanismo interno de regulación de los procesos de aprendizaje y de enseñanza, y de acreditación
de los aprendizajes frente a distintas agencias sociales externas a la escuela. Un programa de
evaluación constituye siempre una articulación entre requerimientos de orden político y necesidades
pedagógicas.
En las últimas décadas, los aportes de la psicología de orientación constructivista, al abrir la
“caja negra” han permitido una comprensión más profunda de los procesos de aprendizaje y han
enfatizado la importancia de la evaluación formativa. Paralelamente, la crítica al tecnicismo, y la
denuncia de las corrientes crítico reproductivistas de las funciones de selección de los sistemas
educativos, han llevado a mirar con desconfianza o culpa a la evaluación en sus funciones de
certificación. Y estos lemas expresan este “clima de época”. Sin embargo, cuando se analizan, se
advierte que, separados de las teorías psicológicas o pedagógicas que los fundamentan, juegan más
como slogans que como principios didácticos; de todos modos, funcionan en el contexto escolar
delimitando márgenes para lo aceptable, lo deseable.
Hemos querido señalar que, dada la función social que cumplen los sistemas educativos, la
evaluación que hace la escuela no es un asunto interpersonal sino colectivo, un asunto público. Se
evalúa a otro y en la interacción con otro, lo cual no nos exime de establecer procedimientos y criterios
que permitan darle cierta racionalidad al proceso y controlar la implicación personal que pueda
distorsionar nuestros juicios acerca del otro. Por el contrario, los aspectos evaluados y los
procedimientos y criterios utilizados deben hacerse explícitos a fin de que puedan ser sometidos a las
críticas por parte de los distintos actores sociales. Dadas las consecuencias sociales y políticas de la
evaluación, la democratización de los procesos educativos exige incorporar consideraciones acerca del
bien y la justicia. Sin duda, la construcción de una educación más equitativa e inclusiva requiere
definir claramente los bienes sociales que la escuela es responsable de distribuir, invertir en ello todos
los esfuerzos necesarios y poder mostrar honestamente los logros conseguidos y las deudas pendientes.
En fin, hemos querido mostrar, que al igual que la enseñanza, la evaluación es una práctica
reflexiva, moral y política.

10
La rúbrica es un tipo de escala que facilita la evaluación del desempeño del alumno en el caso de consignas abiertas y
complejas que requieren, por lo tanto, un margen importante de interpretación del evaluador. Incluye un conjunto de
criterios –es decir, aspectos o dimensiones a valorar-, una descripción de los diferentes niveles que pueden observarse en
relación con cada criterio y una escala de valores sobre la cual asignar las puntuaciones.

Ver En Revista 12(ntes). Papel y tinta para el día a día en la escuela. Buenos Aires. Número 8, octubre de 2006. (pp. 8 y 9)
Laura Basabe: Docente e investigadora en la cátedra de Didáctica I, de la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Buenos Aires. Especialista en temas de Didáctica, Curriculum y Evaluación del aprendizaje.

Estela Cols: Profesora de Didáctica en la Universidad Nacional de La Plata, docente e investigadora en la


cátedra de Didáctica I, de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Especialista en
temas de Didáctica, Curriculum y Evaluación del aprendizaje.

Silvina Feeney: Investigadora Docente de la Universidad Nacional de General Sarmiento y docente en la


cátedra de Didáctica I, de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Especialista en
temas de Didáctica, Curriculum y Evaluación

Ver En Revista 12(ntes). Papel y tinta para el día a día en la escuela. Buenos Aires. Número 8, octubre de 2006. (pp. 8 y 9)

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