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Dando razón a la locura

Hombre de celuloide

Todo guionista profesional ha escuchado este consejo: “ten cuidado con los personajes locos porque
pueden arrastrarte con ellos.” Es un concejo acertado. La locura permite tantas libertades que el narrador
termina perdido. Will, protagonista de Sin Rastro (que puede verse en Amazon y otras plataformas) está
loco. Por más que la corrección política de hoy nos obligue a hablar más bien de un “estrés postraumático.”
A causa de un evento en su pasado, el hipocampo de Will no deja de lanzar señales de terror. Ahora él vive
con Tom, su hija, en un bosque. Alejados del mundo vagan escondiéndose en un parque ecológico. Juegan
al ajedrez y leen mucho. A veces van a la ciudad para conseguir medicinas que intercambian por el poco
dinero que necesitan para vivir en este bosque: bebiendo agua de lluvia, recolectando hongos comestibles y
aprendiendo a ser invisibles. Escrita y dirigida por la estadounidense Debra Granik, Sin rastro es la primera
película en conseguir una calificación del cien por ciento en el sitio de crítica Rotten Tomatoes. Doscientos
treinta y ocho escritores de cine coinciden con que es una obra maestra. Y puede que sí. La actuación es
formidable. El padre y la hija se comunican con gestos, con la mirada transmiten miedo, descontento o
pesar. Él es un cuarentón y ella una niña de trece. Y con ellos Granik tiene todo lo necesario para producir
un drama en toda la extensión del término. Porque no sólo las peripecias son inquietantes, sobre todo, Sin
rastro es un drama porque se mueve. El espectador difícilmente adivina qué va a suceder. Y sin embargo la
historia está tan bien escrita que poco a poco va develando la locura de Will, su origen, un posible futuro.
Así vamos descubriendo también cómo es que dicha locura ha afectado a su querida Tom. Porque al inicio
sería fácil confundirnos, pensar que Will es un fanático que ha escapado del mundo por credo político.
Como en Capitán Fantástico de Matt Ross o en La costa de los mosquitos de Peter Weir. Conforme avanza
el drama, y en la relación del padre y la hija, uno adivina algo profundamente original. Porque Will está
loco, sí, pero Tom lo quiere tanto que quiere salvarlo. Así, sus arcos dramáticos se enfrentan y oponen.
Chocan el uno contra el otro. Él no va a ceder en su odio a la sociedad, es un Rousseau que sólo desea
volver al estado del buen salvaje. Ella, en cambio, ha llegado a ser una mujer. Comienza a interesarse en los
chicos que aparecen por el camino y comienza a imaginar un futuro más allá del bosque. Otro logro del
guion está en lo escueto de los diálogos. Con actores así resultan innecesarios los discursos políticos o
explicaciones sumarias. Sólo es necesario poner en un bosque a dos que se aman y que, sin embargo, tienen
caminos distintos para encontrar que, en efecto, estamos ante una pequeña obra maestra. Hecha de
hermosas imágenes, extraordinarias actuaciones y una dirección llena de detalles, Sin rastro nos obliga a
mirar. Para disfrutar, por ejemplo, el hecho de que a lo largo de toda la película haya referencias a los
Caballitos de mar. En efecto, el hipocampo simboliza el lugar en el que, para Will, todo está mal, el sitio de
la locura que lo está apartando de su hija para regresarlo siempre hasta un pasado que él no puede digerir.
Sin rastro es un magnífico ejemplo de cómo se debe lidiar con la locura, esto es, desde la razón. La razón
del arte del cine, de la actuación, del movimiento que pone orden ahí donde, de otro modo, habría caos.

Sin rastro. Debra Graniks. Estados Unidos, 2018.

Fernando Zamora

@fernandovzamora

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