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El año en que el arte alcanzó a la historia

Fernando Zamora

Ya se ha dicho: es irresponsable retratar de modo heroico al narcotráfico. Y así, heroicamente, se le dibuja


en toda clase de series y películas tanto nacionales como estadounidenses. El mafioso mexicano ha
terminado por volverse una suerte de “modelo de crecimiento” que se exhibe en las pantallas como
inteligente y, a menudo, incluso justiciero. Pero, al otro lado del espectro hay otra realidad que termina por
ser igualmente inoportuna, es el retrato morboso de quien busca notoriedad “visualizando” la desdicha.
Estos son como quien mira un accidente de tránsito y en vez de ayudar saca su celular para grabarlo. Al
justo medio entre estos extremos hay sitio para el arte que, en efecto, goza de un lugar y un espacio, de una
voz que se materializa hoy en personajes e historias capaces de generar empatía. Estas historias son un
llamado legítimo para que el público se solidarice con las víctimas y no con el victimario. Y es que, nadie
lo duda, la guerra que vive México tiene que ser contada, pero no para medrar o exaltar sino, más bien, para
conjurar. Por eso valió la pena levantarse el pasado 12 de julio y aplaudir. La prensa y el público
ovacionaron durante ocho minutos a la actriz Arcelia Ramírez por su participación en La Civil de Teodora
Mihai. En La Civil se materializó por fin algo que no había encontrado su sitio en los muchos intentos
fílmicos por aprehender el conflicto nacional. Arcelia Ramírez se abrió paso en la actuación desde que
comenzó a ganar fama en La mujer de Benjamín de Carlos Carrera en 1991. Ha sido largo el trayecto desde
aquella década hasta estos ocho minutos que se le ofrecen por haber dado voz a Miriam Rodríguez, la
activista que, decidida a encontrar el paradero de su hija, finalmente encontró un lugar junto a ella,
balaceada, un 10 de mayo del 2017. Pero ¿cuál es la diferencia entre la interpretación de Ramírez y el de
tantos otros actores en películas que se han subido al tren de la moda o el morbo? La respuesta está en la
mímesis, esa capacidad de capturar a un personaje como Celeste en La Civil; está en el trabajo del equipo
creativo que consiguió un retrato y no una caricatura; la respuesta está, en suma, en el cine. Y es que para
producir una obra como La Civil no basta ni siquiera el talento de Arcelia Ramírez. Es necesario el arte de
la directora de origen rumano Teodora Mihai, de su guionista Habacuc Antonio de Rosario y del fotógrafo
Marius Panduru. Ha sido necesaria también la producción a cargo de los hermanos Dardenne con
participación del afamado Michel Franco. Como se sabe, los Dardenne son conocidos en Cannes por su
interés en personajes de apariencia pequeña; seres humanos oprimidos por circunstancias que superan con
mucho su vida cotidiana. El nombre de los Dardenne en la pantalla debería bastarnos para confirmar que
esta historia no llegó al cine con el propósito de medrar pues Luc y Jean-Pierre Dardenne tienen un
compromiso auténtico con los desprotegidos. Los inmigrantes, los desempleados, los alocados. Todos los
que, como Celeste pudiesen convertirse en una estadística son para este equipo creativo seres humanos que,
como Celeste en La Civil, luchan no sólo contra lo más evidente, esto es, la injusticia, luchan, por ejemplo,
contra el machismo de un marido que no sabe ayudar, pero sabe culpar. Y desde que aparece en pantalla la
fuerza de Arcelia Ramírez va en crescendo. Hasta el clímax que merece, sin duda, ocho minutos de
aplausos.

II

Cuando terminó la presentación de la película Noche de fuego de Tatiana Huezo, el público también se
levantó para ovacionar al equipo creativo. ¿Qué tienen en común Noche de fuego y La Civil? ¿Por qué, a
pesar del horror, producen tanto entusiasmo? Una mujer y una niña cavan un agujero. ¿Es acaso una
tumba? Tatiana Huezo domina tan bien el arte de la ambivalencia que uno no alcanza a saberlo bien a bien
ni siquiera cuando el guion, más adelante, nos lo dice explícitamente. Pero, cuidado, ambivalencia no es lo
mismo que ambigüedad. La primera se presta al simbolismo, la segunda a la caricatura. Y ya ha quedado
dicho, lo único que no necesita este país es otra caricatura del narco, de niñas que tienen que prostituirse, de
estudiantes asesinados. Tatiana Huezo, afortunadamente, sabe evadir el cliché previamente anunciado y nos
involucra con esta mujer y esta niña que cavan, tal vez, su tumba. Ana es una niña que ha nacido entre
amapolas y narcotraficantes. Podría ser una muchachita cualquiera. Una más que juega junto a Paula y
María, sus mejores amigas, imaginando un futuro en el paisaje idílico de estas montañas. Basada en la
novela de Jennifer Clement, Ladydi, (que se publicó en el 2014) Tatiana Huezo ha conseguido una fabulosa
adaptación de esta historia que buscaba contrastar un cuento de hadas con la realidad de este pueblo
azotado por el narco; un pueblo en que Ana quiere crecer. Pero para ello tiene que renunciar a su
feminidad. En trabajos anteriores la directora ha explorado la violencia. En 2011 filmó El lugar más
pequeño, sobre la guerra civil de El Salvador. En 2014 documentó, en La tempestad, lo perverso del tráfico
de personas y en este 2021 cuenta la historia de Ladydi, la “antiprincesa” que inventó Jennifer Clement.
Pero esta historia novelesca termina por volverse más real llevada a la pantalla. Ha ganado fuerza
simbólica. Como en muchas fábulas viejas, para llegar a ser quien es, Ana tiene que ocultarse. Por ello
resulta tan importante la secuencia en que la muchachita es obligada a parecer un niño. Pero a la mafia no
se le engaña tan fácilmente, ¿o sí? Es necesario saber que el interés de los narcos por estas niñas tiene un
propósito doble. A la perversión pedófila es necesario añadir las ganas de mantener aterrorizada a la
población. Porque, en efecto, a un pueblo aterrado es más fácil manipularlo. Es aquí donde comenzamos a
entrever el valor de dos películas que, de modo providencial, se presentan el mismo año en el mismo foro:
y es que la narración tiene el poder de exorcizar, de conjurar a los monstruos que habitan más allá, en las
montañas, entre las amapolas. Todos, como Ana, sabemos quienes son. Y la infancia sigue porque la vida
cotidiana no se detiene. La secuencia en que una mujer y una niña cavan un hoyo sirve de bisagra para
volvernos a reunir con Ana cuando ya ha pasado la pubertad. La antiprincesa se ha transformado ahora en
una mujer que, cada vez más lejos de la caricatura, resulta capaz de tomar sus propias determinaciones. Y
busca salir adelante en un pueblo en que la justicia quedó enterrada. Entonces, de las montañas que rodean
a su caserío, desciende poco a poco el auténtico drama. Y la directora lo narra tan bien que ha querido
encontrarse una explicación a su talento en el hecho de que antes de lanzarse a la ficción fue
documentalista. Pero no. Tatiana Huezo sabe contar una película porque, sea para hacer ficción o para
hacer documentales, es claro que ella nació para narrar. Por eso crea personajes tan entrañables. Como en el
caso de Teodora Mihai, el arte de Tatiana Huezo se resume en esta palabra: mímesis, la capacidad de imitar
a la naturaleza que, en el caso del cine, es la naturaleza emocional de estas heroínas que padecen la
violencia de un país enfermo con el cáncer del narcotráfico. Es gracias a dicha mímesis que a estos
personajes podemos conocerlos tan bien que agradecemos incluso que nos permitan amarlos. Esto es cine
de sentimientos no de sentimentalismos; es ficción que ofrece el desafío de atrevernos a habitar en la piel
de la niña que ha creado Tatiana Huezo o en la de esta luchadora social que ha retratado Teodora Mihai.
Ambas directoras han conseguido personajes a la altura del gran cine italiano de la posguerra. Han dado al
cine mexicano a personajes dignos de la tradición de Vittorio de Sica o de Roberto Rossellini. Por eso
tantos aplausos.

III

En muchos sentidos el esquema narrativo de La Civil corresponde con el de otras magníficas películas de
secuestros. Y hay que decirlo porque la película no deja nunca de mantenernos al borde del asiento. De
igual modo Noche de fuego tiene un aire que trasciende a la nostalgia y nos sitúa en algo que parece más
bien una historia de terror. Y lo es, pero el horror que viene de más allá del pueblo de Ana no es el de la
película veraniega sino, más bien, como el de un cuento ancestral. También por eso nos mantiene
interesados. Nos da nuestro lugar como espectadores, esto es, nos mantiene expectantes. En ello estriba lo
que une a estas dos obras. No sólo tratan temas similares; son, además, gran cine por el interés que
producen. Y sí, resulta importante que ambas hayan sido producidas por voces femeninas y que ambas den
voz a personajes femeninos en un país que se ha ensañado de forma tan especial con las mujeres, pero no
sólo eso. El arte de Huezo y de Mihai tiene algo que hipnotiza: sus diálogos, los movimientos de cámara, su
forma de dirigir actores. Como en los mitos de nuestros antepasados, uno agradece la narrativa porque el
horror se compensa con la maravilla, el misterio, la belleza. Con el arte del cine que es justamente lo que
nos permite identificar nuestra vida con el de estas heroínas atribuladas. Y hay también, en ambas,
sabiduría, la de quien parangona esta guerra con la tragedia griega. Porque, en efecto, lo que hacen estas
artistas es tan importante como el respeto que ofrecía Antígona por sus antepasados muertos. Tatiana
Hueso y Teodora Mihai han conseguido sobrepasar tanto el estúpido elogio del narco como la visión
miserable de la violencia. Porque, ni uno ni el otro punto de vista le hace bien a nadie. Mucho menos a las
víctimas. Gracias a estas directoras el arte parece, por fin, haber alcanzado a la historia. En primer lugar,
porque ambas han trabajado mucho para conseguir la mímesis necesaria para dar voz a un periodo histórico
que no vamos a olvidar fácilmente. Y ambas han levantado estos proyectos con paciencia, para seguir
dirigiendo con arte; meditando la puesta en escena, el movimiento de cámara, la voz de sus actrices.
Gracias a ello trascienden el peor de los horrores, la muerte sin sentido. En efecto: Tatiana Huezo y
Theodora Mihai han encontrado un sentido ahí donde, en la vida real, sólo reinaba el caos.

IV

Nunca el cine mexicano fue tan reconocido en Cannes. A las obras que han conseguido narrar el presente
que vivimos es necesario añadir tres más que demuestran que la industria nacional tiene una voz propia. En
ellas los productores Sebastián Hofmann y Julio Chavezmontes representan al arte mexicano. La Isla de
Bergman cuenta la historia de una pareja que se refugia en la locación que inspiró al director sueco,
Memoria narra el viaje iniciático de una escocesa en Colombia y Annette es la comedia musical de un
icónico director francés, Leos Carax. En todas ellas trabajaron Hofmann y Chavezmontes, todas ellas
fueron nominadas a la Palma de oro. Memoria ganó el premio del jurado y Annette el premio a mejor
director.

@fernandovzamora

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