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Más allá del colonialismo

Hombre de celuloide

Los estudios sobre colonialismo, al igual que los feministas, han sido asimilados por la historia del arte en
modos diversos. Los hay tan rabiosos que casi exigen la suspensión del pensamiento y otros tan inteligentes
como los que se realizan en Nigeria, país de origen de lo mejor de la literatura africana (Chinua Achebe y el
premio Nobel Wole Soyinka nacieron aquí) y nación que, a pesar de sus carencias (o quizá precisamente
por ellas) ha conseguido una película que, de modo hilarante y sabio reflexiona en torno a su pasado
colonial. Lo primero que salta a la luz en El espíritu perdido, del nigeriano Abba Makama es una forma de
narrar que Occidente ha perdido. Es el aire de cuento, de un mito que remite a Homero o a la Scheherazada
de Las mil y una noches. El cine, que tan bien se presta para el onirismo se pone en esta película al servicio
de la leyenda. Raymond tiene sueños turbulentos (imposible no recordar a Kafka); es un hombre que
pertenece al campo y a la estructura tradicional de los igbo, pueblo que ha llenado de tradiciones toda el
África Occidental. Trabaja como vigilante en un elegante condominio de Lagos, la ciudad más grande de
Nigeria. Tiene, además, una esposa cristiana y un mejor amigo, el jefe de clan que, ahora en la ciudad, ha
quedado reducido a ser el borrachín que no quiere ir al hospital donde la ciencia occidental desprecia las
tradiciones ancestrales. Y es justo este hombre quien interpreta, para bien o para mal, el significado de los
sueños turbulentos de Raymond: son los espíritus de los antepasados que te están buscando. Quieren
manifestarse aquí, en este lugar y tiempo. En esta ciudad llena de magnates petroleros, mafiosos que
venden droga, prostitutas y basura. La próxima vez que te persiga el espíritu, aconseja el jefe, no corras.
Déjate atrapar. La cosa suena más fácil de lo que es, pero finalmente Raymond despierta convertido en un
Okoroshi, espíritu antiguo de tonos purpúreos que “hace feliz a la gente buena y hace sufrir a los que hacen
mal.” A partir de aquí la narración cobra todavía más libertad. Makama se posiciona como auténtico
cuentista tradicional que poco sabe de los tres actos hollywoodenses y la “sorpresa” en el middle point.
Okoroshi conoce a una prostituta y a un niño. Baila en mercados donde la gente entiende su insólita
presencia como la irrupción de una magia que puede atraer el bien o el mal. Hace justicia a su modo y hasta
se da tiempo de entrar en una disco que busca imitar de modo desangelado el glamur de esta clase de sitios
en las urbes occidentales. Acompañado de su Dulcinea y su Sancho Panza, Okoroshi encarna el antiguo
espíritu de los igbo en el mismo tenor en que Don Quijote encarna el alma de un caballero medieval: con
profundidad y buen humor. El espíritu perdido es un ejemplo lúcido de cómo se hace arte capaz de
convalecer del colonialismo europeo. Porque utiliza sus temas, claro. Y refiere a sus más grandes
intelectuales (sobre todo al teatro de Wole Soyinka) pero no tiene tapujos para referir a La Ilíada y a Jung,
para burlarse de los “defensores de la cultura ancestral” y para causar ternura por un pueblo que, como el
jefe del clan de Raymond, se encuentra embrutecido, enfermo y humillado. Y lo mejor: lo consigue con una
producción tan limitada que pudo haber sido filmada con buenos actores y un celular. Esto es arte que
trasciende el colonialismo y, como tal, nos concierne en tanto seres humanos

El espíritu perdido puede verse a través de Netflix.

El espíritu perdido. Abba Makama. Nigeria, 2019.

Fernando Zamora

@fernandovzamora

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