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La política de la fe

La historia de la caída de Tenochtitlan y el surgimiento del “Imperio donde no se pone el sol” nos
sobrepasa, como seres humanos. Tanto que, aún el cine, ese generador de sueños y mitos, no ha podido
digerir un evento con tantos claroscuros. No hay ficción que consiga, ni de lejos, aprehender las luces y
sombras de estos hombres y mujeres que, a lo más, han pasado al cine y la televisión vueltos una triste
caricatura de sí mismos: Moctezuma el timorato, Cortés el codicioso y esa hermosa víctima, doña Marina
con quien la historia de México ha sido tan cruel. Para dar idea de lo infructuoso que resulta el arte del cine
cuando ha buscado retratar el evento fundacional de México vale más una anécdota que el recuento de las
películas en que este triangulo ilustre (Cortés, Moctezuma, Marina) se han vuelto caricatura. La anécdota la
cuenta Jon Cowans en su libro Empire Films and the Crisis of Colonialism cuando refiere la producción de
Capitán de Castilla, súper producción hollywoodense que, en 1947 trató de llevar a la pantalla una novela
de Darryl F. Zanuck que, a la sazón, era un éxito. A pesar de tener un material tan bien escrito, de contar
con dinero y talento, la película fue un fracaso. Tyrone Power hace a un noble español que se une a Cortés
en la conquista de Tenochtitlan. El problema en el resultado fue, ante todo, ideológico, dice Cowans. Y es
que si bien se escribió en Estados Unidos el guion se enfrentó a dos narrativas irreconciliables pues en ellas
corrían ideas distintas de lo que somos como animales políticos. ¿Qué historia vamos a contar? Se
preguntaron los ejecutivos de la 20th Century Fox, ¿la de los vencedores o la de los vencidos? En la novela
el autor resolvía la dicotomía produciendo personajes complejos en uno y otro bando, seres ficticios
alejados de la simplificación. El Capitán de Castilla era un hombre justo que fluctuaba entre conquistadores
y conquistados, pero ¿cuál era el papel que jugó la fe? Cuando los guionistas de Capitán de Castilla se
enfrentaron a este problema lo encontraron irresoluble. ¿Acaso la religión del Príncipe de la Paz justificaba
la masacre del Templo Mayor? ¿Y si así fuera? ¿Se justificaba también la conversión forzada? Podemos
poner a sacerdotes “buenos”, sugirió alguno: curas inspirados en hombres como Pedro de Gante o
Bartolomé de las Casas. Ahí comenzó la caricatura. Buscando equilibrar el bien y el mal en un evento en
que ambos participantes (aztecas y españoles) estaban convencidos de que Dios (o los dioses) los habían
elegido para esta batalla: la del orden y el caos. En efecto, el problema de la fe termina por traducirse en un
asunto político, pero sin ella, sin la buena o mala fe de Cortés, Moctezuma y doña Marina, el evento no
dice nada. Tal vez por eso resulte tan eficiente como entretenimiento Apocalypto de Gibson. Aunque no
trata de la caída de Tenochtitlan retrata el encuentro entre un muchacho mesoamericano y la cruz en los
estandartes de tres naos estacionadas en el Caribe. El encuentro sucede al tiempo en que un niño nace bajo
el agua que simboliza el bautismo y permite adivinar la caída de un imperio maya que Gibson retrata
francamente satánico. El autor está diciendo claramente que el cristianismo salvó a toda esta gente. Se trata,
claro, de un discurso que hoy resulta inaceptable, pero al menos como entretenimiento pasa más o menos
desapercibido. Sin embargo, no nos equivoquemos, en el siglo XVI, la salvación de almas fue la única
justificación de las aventuras de Cortés, como puede verse en La controversia de Valladolid, de 1992. En
ella se documenta una discusión que hoy parece superada (incluso absurda) y que, sin embargo, en el siglo
de Carlos V, sentó las bases de lo que conocemos como Derechos humanos. Y lo dicho, solo la fe
justificaba el expansionismo. Como sea, otra vez, las implicaciones políticas superaron incluso a un
guionista tan hábil como Carrière. Dirigida por Jean-Daniel Verhaeghe, La controversia de Valladolid no
pasa de ser una buena película para televisión. El problema está, pues, en lo complejo de la relación entre
política y fe, porque, ¿es posible una política carente de fe? La pregunta es provocativa. Más si
consideramos en este discurso las obras en torno al cierre del conflicto que dio origen a la nación mexicana:
las apariciones guadalupanas. Estrechamente relacionadas con la caída de Tenochtitlan, estas películas
tienen las mismas carencias y, otra vez, se mueven más cerca de la parodia que del milagro fundacional. En
fin, que laicas o religiosas las ficciones en torno al encuentro entre Europa y Mesoamérica sólo han
conseguido aprehender el fenómeno cuando se mueven en la periferia, lejos de aquella batalla que tanto se
antoja ver: la de los galeones de tipo español que construyeron artesanos tlaxcaltecas y que rodearon y
sometieron a la gran Tenochtitlan. En la periferia de esta batalla hay dos películas que valen la pena:
Cabeza de Vaca de Nicolás Echeverría consiguió en 1991 dar una idea de lo que significó el encuentro
entre cosmogonías tan distintas y, claro, la única obra de arte en este recuento: Aguirre, la ira de Dios, de
Werner Herzog. El enloquecido Lope en esta película transmite con eficiencia lo que significó para toda
una generación las hazañas de Cortés, ese semidiós que emuló las hazañas de Alejandro y que al mismo
tiempo fue el pobre diablo que destruyó la esplendorosa ciudad de México Tenochtitlan cuando era
totalmente innecesario.
Fernando Zamora

@fernandovzamora

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