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La problemática de la sexualización
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LECCIÓN 1 de 4
Explicamos anteriormente que el concepto de género fue adoptado por el feminismo de los años 60 y 70, a
partir de los trabajos realizados por el paradigma médico sobre la investigación de la adecuación anatómico-
genital de las personas intersex a los parámetros de cuerpos macho y hembra. El origen de la formulación
del género como un concepto diferente del sexo proviene del paradigma biomédico y de los estudios
llevados a cabo, en un principio, sobre los cuerpos de personas intersex y posteriormente, de personas
trans*.
Robert Stoller y John Money, cada uno desde su disciplina, fueron quienes comenzaron a fundamentar que
existía una diferencia entre el sexo que presentaba un cuerpo y el género, el que respondía a la vivencia
íntima de identidad sexual a través de los roles sociales y sexuales. El problema que para ellos evidenciaban
las personas intersex (el proceso fisiológico de sexuación funcionó, pero funcionó mal) los llevó a
considerar que el cuerpo sexuado presentaba una plasticidad frente a los roles de género y de identidad
sexual, como posibilidad de llevar adelante procedimientos para reasignar(le) un «sexo correcto» a quien
presentaba un «sexo anómalo».
Así, las feministas de la segunda ola retomaron esta diferenciación entre sexo y género para dar cuenta de
la arbitrariedad no natural de los roles y comportamientos que marcaban la normatividad sobre lo femenino y
lo masculino, como producto de la historización y culturalización de los cuerpos sexuados. El problema de
esta utilización es que, al subsumir en el concepto del género a todas las categorizaciones normativas sobre
lo femenino y masculino, el sexo quedó esencializado como una categoría ahistórica, con un papel
anatómico, biológico e inmutable, que se inscribía sobre un cuerpo sexuado de antemano. Es decir, no se
alcanzaba a ver el excedente que el género mismo constituía en la sexuación del cuerpo. La búsqueda se
enfocó en desencializar las normas arbitrarias sobre los roles masculinos y femeninos, las relaciones de
dominación que propiciaban y las construcción de la mujer como lo otro, para lo cual se terminó por recurrir a
otra esencialización (igual de arbitraria) que el género reposaba, sin ser lo mismo, en una inscripción
corporal anterior (el sexo).
A pesar de los esfuerzos de estas relaciones de saber/poder por demostrar acabadamente la reducción del
cuerpo a dos procesos de sexuación diferenciados, la realidad rebasaba los mismos instrumentos de
estudio de la sexuación en más de las dos categorías fundamentalmente aceptadas, lo que llevó a otrxs
investigadorxs a considerar que reforzar la incólume bicategorización sexual se convertía en un obstáculo
epistemológico para la compresión de los procesos de sexuación que existen más allá de lo macho y lo
hembra (Dorlin, 2009).
El trabajo sobre los protocolos médicos de reasignación genital de las personas intersex ayuda a demostrar
el colapso de la indiscutible bicategorización sexual. El hecho de que las que intervenciones realizadas
tengan en sí fines cosméticos de adecuación genital a un imaginario dimórfico implica la intervención sobre
cuerpos sanos, que no presentan ningún problema médico más que la «anomalía» pensada desde la
binariedad. Y no cualquier binariedad, sino la que se establece a la vez dentro de patrones
heterosexualizantes de las normas sociales sobre el género, es decir, las formas en la que correctamente se
podrá encarnar una feminidad o masculinidad en cuerpos aptos para el encuentro sexual heteronormativo de
oposición y penetración. Penes pequeños que no superan un determinado tamaño (en las reglas
heteronormativas de virilidad y genitalidad de lo masculino) son transformados en vaginas, cuya
funcionalidad se reduce a ser aptas para la penetración, anulando cualquier posibilidad orgásmica que la
persona pudiera tener. Lo expuesto permite comprender el carácter político y social del sostenimiento de la
bicategorización sexual, pues descansa en ella la encarnación de la heterosexualidad compulsiva y como
tal, la estabilidad de todo el orden de intercambio en las relaciones normativas de la división sexual social.
…parece que si aplicamos todos los criterios normativos relativos a los factores biológicos
de sexuación (gonádicos, hormonales, cromosómicos), tenemos total interés en hablar de
idiosincrasias sexuales, cuya sola polarización posible es la aptitud para la reproducción
(sabiendo que existen cantidad de individuos típicamente “hembra” o “macho” que son
estériles y cantidad de individuos intersexos fecundos, por ejemplo.) Pero hay que
conservar como barrera crítica que la “aptitud para la reproducción” jamás existe en sí, que
siempre es objeto de una división social del trabajo sexual reproductivo. (Dorlin, 2009, p.
44).
Es por todos estos motivos que el concepto de género como la representación cultural de los cuerpos
sexuados es puesto en crisis y explicado como una relación de poder que presenta histórica, política y
culturalmente la capacidad de gobierno sobre los cuerpos a los que se adosa
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La problemática de la sexualización
Ahora bien, si el género es utilizado bicategorialmente para condicionar las posibilidades polifónicas del
proceso de sexuación de los cuerpos, cabe preguntarnos a la vez cómo la sexualidad interactúa con el
género. En este sentido se apunta a que “el concepto de género es a su vez, determinado por la sexualidad,
comprendida como sistema político, para el caso la heterosexualidad reproductiva, que define lo femenino y
lo masculino por la polarización sexual socialmente organizada de los cuerpos” (Dorlin, 2009, p. 49).
En este sentido, se afirma que puede desestabilizarse el orden natural del sexo sin resquebrajar por ello el
orden simbólico que en ciertos discursos presenta la heterosexualidad, como paso a través del cual lxs
individuxs adquieren la categoría de sujetxs. Es decir, sin resquebrajar una forma de gobierno sobre la
sexualidad, que requiere de las identidades la coherencia biológica, de género y sexual, que posibilita la
heterosexualidad como norma y como ley simbólica de construcción del orden social.
Un tema que fue recurrentemente olvidado en los trabajos iniciales del género fue la cuestión relativa a la
masculinidad.
Pero la constitución de esta representación del sujeto de la humanidad no puede ser leída por fuera de los
sistemas políticos de dominación de género, raza y clase, pues la norma de la masculinidad hegemónica no
puede ser encarnada por cualquier hombre individual, sino que existe un tamiz de poder racial y de clase que
construye la virilidad y masculinidad del género dominante. De acuerdo con Dorlin (2009), tanto a través de
los procesos esclavistas, como de los procesos de colonización, la construcción mítica de las racialidades y
del poderío socio-cultural a ellas asociado fue marcando una reinterpretación de otros hombres (extraños al
hombre blanco, europeo y de clase acomodada) en un extremo entre la feminización y la barbarie. Así, las
representaciones de masculinidad de los colonizados o de los esclavizados alternaron entre un deseo de
dominación, por un lado, y una pulsión interior de barbarie que venía a ser civilizada, por otro.
Los “negros” y de manera relativamente comparable los “árabes” en el siglo XIX son
simultáneamente infantilizados, afeminados y bestializados. La medicina esclavista y
colonial contribuyó en producir una mitología sobre los cuerpos serviles o indígenas que
los excluye doblemente de la masculinidad blanca dominante: de una forma de
masculinidad refinada y esclarecida. (Dorlin, 2009, p. 83).
Sea por la predisposición al servilismo que los colonos consideraban que estos poseían, que los volvía
cobardes, infantiles o poco aptos, se creó a la par un idea de los esclavos como seres absolutamente
libidinales, sin control sobre sus impulsos sexuales, un riesgo potencial permanente para las mujeres
blancas, y debido a sus conductas sexuales, fueron quienes encarnaron los marcos de la perversión y
propensión a la homosexualidad. De esta forma, a través de la construcción histórica de su otro, la
normatividad hegemónica de la masculinidad se asentó en el hombre blanco, heterosexual, burgués, quien,
como explica Elsa Dorlin (2009), se presentaba como el punto de equilibrio y racionalidad, el término medio
entre la masculinidad feminizada (desvirilizada) y la masculinidad bestializada (sobrevirilizada).
La constitución de una masculinidad hegemónica no solo hace difícil su historización, sino también la
ejemplificación de las normas de género y sexuales que a esta se le imponen. Al ser la medida de lo
humano, la marca de la normalidad y de la moral sexual, la exposición de su regulación coercitiva se ve
oscurecida a través de la constitución expresa de los privilegios masculinos (y no de todos los hombres).
El padre, el falo y su poder separador original no es otra cosa sino un dispositivo histórico
por el cual se intentan mantener la “diferencia de los sexos y las generaciones”, es decir,
el sometimiento de las mujeres, la heterosexualización del deseo y el monopolio de la
violencia familiar legítima. Es también un dispositivo histórico colonial el que participó – el
que participa- en el mantenimiento de la “diferencia de las razas y los pueblos”. (Dorlin,
2009, p. 87).
El entrelazamiento de las relaciones de poder del género, el disciplinamiento de la sexualidad y la normativa
de sexuación del cuerpo adquieren en la norma de la masculinidad hegemónica dimensiones propias y
características que nos permiten comprender por qué resulta tan difícil su deconstrucción. No remite
solamente a siglos de imaginarios de construcción del sujeto medida de lo humano, sino que en ella
descansa la moralidad social, sexual y la medida del orden político de dominación de la subalternidad.
Podemos en este contexto entender cómo se accionan las fuertes resistencias a la deconstrucción del
sistema sexo/género/sexualidad como el fin del equilibrio social y psíquico que afectará fundamentalmente
a «los niños».
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Referencias
Dorlin, E. (2009). Sexo, género y sexualidades: Introducción a la teoría feminista. Buenos Aires: Claves.
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