Está en la página 1de 9

Arqueología

del género

Estudios de
Género para la
Formación
Profesional

1
Arqueología del género
En la unidad anterior planteamos las rupturas y debates entre el feminismo
de la segunda ola y el de la tercera ola con relación al concepto de género.
Retomamos este debate para dar cuenta de los movimientos que el
concepto ha tenido a lo largo del desarrollo del pensamiento feminista y
por la diversidad sexual.

La problemática del cuerpo sexuado


Explicamos anteriormente que el concepto de género fue adoptado por el
feminismo de los años 60 y 70, a partir de los trabajos realizados por el
paradigma médico sobre la investigación de la adecuación anatómico-
genital de las personas intersex a los parámetros de cuerpos macho y
hembra. El origen de la formulación del género como un concepto
diferente del sexo proviene del paradigma biomédico y de los estudios
llevados a cabo, en un principio, sobre los cuerpos de personas intersex y
posteriormente, de personas trans*.
Robert Stoller y John Money, cada uno desde su disciplina, fueron quienes
comenzaron a fundamentar que existía una diferencia entre el sexo que
presentaba un cuerpo y el género, el que respondía a la vivencia íntima de
identidad sexual a través de los roles sociales y sexuales. El problema que
para ellos evidenciaban las personas intersex (el proceso fisiológico de
sexuación funcionó, pero funcionó mal) los llevó a considerar que el cuerpo
sexuado presentaba una plasticidad frente a los roles de género y de
identidad sexual, como posibilidad de llevar adelante procedimientos para
reasignar(le) un «sexo correcto» a quien presentaba un «sexo anómalo».
La idea de reasignar un sexo correcto se movía dentro de la comprensión
de la normalidad de un cuerpo macho o hembra frente a la «anomalía» de
un cuerpo intersex. Por lo tanto, los protocolos de reasignación genital
buscaban lograr órganos genitales (cosméticamente aptos) que pudieran
encarnar la diferenciación sexual a través de los roles de género
masculino/femenino de oposición, en el marco de una identidad sexual
estable representada por la heterosexualidad compulsiva. El movimiento
de estas teorías se da en el horizonte de comprensión de la binariedad de
las identidades sexuales: un varón biológico no puede tener una identidad
normal de género ni sexual sin un órgano sexo-genital (pene) normal,
acorde para la penetración. Por lo que en esta relación, advierten que el
sexo biológico referencia con mayor ímpetu los roles y comportamientos
sexuales y de género que el proceso biológico de sexuación del cuerpo
(Dorlin, 2009).

2
Las motivaciones de Money muestran que lo que nosotros
llamamos “sexo”, biológico, estable, evidente, siempre
implica un excedente respecto de la sexuación de los
cuerpos. Lo que llamamos entonces “el sexo de los
individuos”, vale decir, la bicategorización sexual de los
individuos en “machos” y “hembras” sería más producto de
factores exógenos que de una determinación endógena.
(Dorlin, 2009, p. 34).

Así, las feministas de la segunda ola retomaron esta diferenciación entre


sexo y género para dar cuenta de la arbitrariedad no natural de los roles y
comportamientos que marcaban la normatividad sobre lo femenino y lo
masculino, como producto de la historización y culturalización de los
cuerpos sexuados. El problema de esta utilización es que, al subsumir en el
concepto del género a todas las categorizaciones normativas sobre lo
femenino y masculino, el sexo quedó esencializado como una categoría
ahistórica, con un papel anatómico, biológico e inmutable, que se inscribía
sobre un cuerpo sexuado de antemano. Es decir, no se alcanzaba a ver el
excedente que el género mismo constituía en la sexuación del cuerpo. La
búsqueda se enfocó en desencializar las normas arbitrarias sobre los roles
masculinos y femeninos, las relaciones de dominación que propiciaban y
las construcción de la mujer como lo otro, para lo cual se terminó por
recurrir a otra esencialización (igual de arbitraria) que el género reposaba,
sin ser lo mismo, en una inscripción corporal anterior (el sexo).

La distinción entre el sexo y género encuentra así su límite


en el hecho de que la desnaturalización de los atributos de
lo femenino y lo masculino, al mismo tiempo, volvió a
delimitar y de tal modo reafirmó las fronteras de la
naturaleza. Al desnaturalizar el género también se cosificó la
naturalidad del sexo. Al privilegiar la distinción entre sexo y
género se descuidó totalmente la distinción entre
“sexuación” y “sexo” entre un proceso biológico y su
reducción categorial a los sexos “macho”, “hembra”, la cual
consiste en la naturalización de una relación social [negritas
añadidas]. (Dorlin, 2009, p. 36).

Esta crítica a la que fue sometida la utilización del concepto de género


hacia fines de los años 80 y comienzo de los 90 inauguró dentro de las filas
del mismo feminismo el estudio sobre la historización de la
representaciones y conceptualizaciones del sexo, la problematización sobre
los conceptos científicos naturalizantes del sexo y sus aplicaciones políticas,

3
epistémicas y sociales. Se historizó sobre la relación de saber/poder en la
construcción del sistema bicategorial del sexo y los esquemas
clasificatorios que fueron dispuestos a partir de las ciencias médicas para
comprenderlo, basados en la exposición bicategórica del sexo en diferentes
manifestaciones relativas al temperamento, la anatomía genital y gonadal,
la diferencia hormonal y posteriormente, la genética. Se fue conformando
una representación científica de correlación causal entre a) el
temperamento de lxs sujetxs (sexo humoral); b) la morfología genital y
gonadal: pene-vagina/testículos-ovarios (sexo gonádico); c) las hormonas
femeninas y masculinas (sexo hormonal); y d) los cromosomas XX, XY (sexo
genético); para dar explicación a los procesos de sexuación en cuerpos
masculinos y femeninos.
A pesar de los esfuerzos de estas relaciones de saber/poder por demostrar
acabadamente la reducción del cuerpo a dos procesos de sexuación
diferenciados, la realidad rebasaba los mismos instrumentos de estudio de
la sexuación en más de las dos categorías fundamentalmente aceptadas, lo
que llevó a otrxs investigadorxs a considerar que reforzar la incólume
bicategorización sexual se convertía en un obstáculo epistemológico para
la compresión de los procesos de sexuación que existen más allá de lo
macho y lo hembra (Dorlin, 2009).

En esta perspectiva, el género no es pensado ya como el


“contenido” cambiante de un “continente” inmutable que
sería el sexo, sino como un concepto crítico, una “categoría
de análisis histórico”, que inicia “una marcha
deliberadamente agnóstica que suspende provisionalmente
lo que “ya se sabe”: el hecho de que hay dos sexos. (Dorlin,
2009, p. 37).

El trabajo sobre los protocolos médicos de reasignación genital de las


personas intersex ayuda a demostrar el colapso de la indiscutible
bicategorización sexual. El hecho de que las que intervenciones realizadas
tengan en sí fines cosméticos de adecuación genital a un imaginario
dimórfico implica la intervención sobre cuerpos sanos, que no presentan
ningún problema médico más que la «anomalía» pensada desde la
binariedad. Y no cualquier binariedad, sino la que se establece a la vez
dentro de patrones heterosexualizantes de las normas sociales sobre el
género, es decir, las formas en la que correctamente se podrá encarnar una
feminidad o masculinidad en cuerpos aptos para el encuentro sexual
heteronormativo de oposición y penetración. Penes pequeños que no
superan un determinado tamaño (en las reglas heteronormativas de
virilidad y genitalidad de lo masculino) son transformados en vaginas, cuya
funcionalidad se reduce a ser aptas para la penetración, anulando

4
cualquier posibilidad orgásmica que la persona pudiera tener. Lo expuesto
permite comprender el carácter político y social del sostenimiento de la
bicategorización sexual, pues descansa en ella la encarnación de la
heterosexualidad compulsiva y como tal, la estabilidad de todo el orden de
intercambio en las relaciones normativas de la división sexual social.

…parece que si aplicamos todos los criterios normativos


relativos a los factores biológicos de sexuación (gonádicos,
hormonales, cromosómicos), tenemos total interés en
hablar de idiosincrasias sexuales, cuya sola polarización
posible es la aptitud para la reproducción (sabiendo que
existen cantidad de individuos típicamente “hembra” o
“macho” que son estériles y cantidad de individuos
intersexos fecundos, por ejemplo.) Pero hay que conservar
como barrera crítica que la “aptitud para la reproducción”
jamás existe en sí, que siempre es objeto de una división
social del trabajo sexual reproductivo. (Dorlin, 2009, p. 44).

Es por todos estos motivos que el concepto de género como la


representación cultural de los cuerpos sexuados es puesto en crisis y
explicado como una relación de poder que presenta histórica, política y
culturalmente la capacidad de gobierno sobre los cuerpos a los que se
adosa.

La problemática de la sexualización
Ahora bien, si el género es utilizado bicategorialmente para condicionar las
posibilidades polifónicas del proceso de sexuación de los cuerpos, cabe
preguntarnos a la vez cómo la sexualidad interactúa con el género. En este
sentido se apunta a que “el concepto de género es a su vez, determinado
por la sexualidad, comprendida como sistema político, para el caso la
heterosexualidad reproductiva, que define lo femenino y lo masculino por
la polarización sexual socialmente organizada de los cuerpos” (Dorlin,
2009, p. 49).
En este sentido, se afirma que puede desestabilizarse el orden natural del
sexo sin resquebrajar por ello el orden simbólico que en ciertos discursos
presenta la heterosexualidad, como paso a través del cual lxs individuxs
adquieren la categoría de sujetxs. Es decir, sin resquebrajar una forma de
gobierno sobre la sexualidad, que requiere de las identidades la coherencia
biológica, de género y sexual, que posibilita la heterosexualidad como
norma y como ley simbólica de construcción del orden social.

5
Al formular la existencia de dos sexos y, según un
razonamiento finalista, pensando la reproducción con el fin
de la sexualidad, se suponía que los dos sexos estaban
necesariamente sometidos a una ley de la atracción sexual
donde el Mismo es atraído por el Otro, e inversamente… La
disposición jerárquica de los órganos genitales machos y
hembras proviene de las definiciones de la situación: la regla
de la heterosexualidad obligatoria y la asignación de las
mujeres a los hombres… Hombre y mujer, pues, no son sino
significantes que adquieren cuerpo por y en la instauración
del orden heterosexual reproductivo. (Dorlin, 2009, pp. 52-
54).

La norma dominante de la masculinidad

Un tema que fue recurrentemente olvidado en los trabajos iniciales del


género fue la cuestión relativa a la masculinidad.
En este sentido, en los últimos tiempos y a partir de la desencialización del
género, del sexo y de la sexualidad, se ha comenzado a trabajar en la
normatividad sobre la masculinidad, que implica que las cuestiones de
género no se reducen, como hemos visto, al estudio único de las
normativas sobre la feminidad.
El estudio y conceptualización de la masculinidad y, principalmente, el
trabajo de realizar una historicidad de la masculinidad hegemónica,
permiten un acercamiento más completo a los mecanismos y dispositivos
de poder en las relaciones de género bicategoriales. Esta tarea, enfrenta
determinados obstáculos a superar, pues la masculinidad hegemónica es
“difícilmente perceptible en su historicidad” (Dorlin, 2009, p. 82), en
cuanto representa al Hombre que, a través del sistema patriarcal y del
conocimiento andro y heterocentrado, se ha convertido en la medida de la
humanidad: “despojado de todas sus determinaciones de género, de color
o de clase, el Sujeto se emparenta con una identidad formal que se plantea
como universal, neutra…”(Dorlin, 2009, p. 82).
Pero la constitución de esta representación del sujeto de la humanidad no
puede ser leída por fuera de los sistemas políticos de dominación de
género, raza y clase, pues la norma de la masculinidad hegemónica no
puede ser encarnada por cualquier hombre individual, sino que existe un
tamiz de poder racial y de clase que construye la virilidad y masculinidad
del género dominante. De acuerdo con Dorlin (2009), tanto a través de los
procesos esclavistas, como de los procesos de colonización, la construcción
mítica de las racialidades y del poderío socio-cultural a ellas asociado fue
marcando una reinterpretación de otros hombres (extraños al hombre
blanco, europeo y de clase acomodada) en un extremo entre la
feminización y la barbarie. Así, las representaciones de masculinidad de los

6
colonizados o de los esclavizados alternaron entre un deseo de
dominación, por un lado, y una pulsión interior de barbarie que venía a ser
civilizada, por otro.

Los “negros” y de manera relativamente comparable los


“árabes” en el siglo XIX son simultáneamente infantilizados,
afeminados y bestializados. La medicina esclavista y colonial
contribuyó en producir una mitología sobre los cuerpos
serviles o indígenas que los excluye doblemente de la
masculinidad blanca dominante: de una forma de
masculinidad refinada y esclarecida. (Dorlin, 2009, p. 83).

Sea por la predisposición al servilismo que los colonos consideraban que


estos poseían, que los volvía cobardes, infantiles o poco aptos, se creó a la
par un idea de los esclavos como seres absolutamente libidinales, sin
control sobre sus impulsos sexuales, un riesgo potencial permanente para
las mujeres blancas, y debido a sus conductas sexuales, fueron quienes
encarnaron los marcos de la perversión y propensión a la homosexualidad.
De esta forma, a través de la construcción histórica de su otro, la
normatividad hegemónica de la masculinidad se asentó en el hombre
blanco, heterosexual, burgués, quien, como explica Elsa Dorlin (2009), se
presentaba como el punto de equilibrio y racionalidad, el término medio
entre la masculinidad feminizada (desvirilizada) y la masculinidad
bestializada (sobrevirilizada).
La constitución de una masculinidad hegemónica no solo hace difícil su
historización, sino también la ejemplificación de las normas de género y
sexuales que a esta se le imponen. Al ser la medida de lo humano, la marca
de la normalidad y de la moral sexual, la exposición de su regulación
coercitiva se ve oscurecida a través de la constitución expresa de los
privilegios masculinos (y no de todos los hombres).

El padre, el falo y su poder separador original no es otra


cosa sino un dispositivo histórico por el cual se intentan
mantener la “diferencia de los sexos y las generaciones”, es
decir, el sometimiento de las mujeres, la
heterosexualización del deseo y el monopolio de la violencia
familiar legítima. Es también un dispositivo histórico colonial
el que participó – el que participa- en el mantenimiento de
la “diferencia de las razas y los pueblos”. (Dorlin, 2009, p.
87).

7
El entrelazamiento de las relaciones de poder del género, el
disciplinamiento de la sexualidad y la normativa de sexuación del cuerpo
adquieren en la norma de la masculinidad hegemónica dimensiones
propias y características que nos permiten comprender por qué resulta tan
difícil su deconstrucción. No remite solamente a siglos de imaginarios de
construcción del sujeto medida de lo humano, sino que en ella descansa la
moralidad social, sexual y la medida del orden político de dominación de la
subalternidad. Podemos en este contexto entender cómo se accionan las
fuertes resistencias a la deconstrucción del sistema
sexo/género/sexualidad como el fin del equilibrio social y psíquico que
afectará fundamentalmente a «los niños».

Al arraigar esa decadencia en los movimientos de libración


de las mujeres, y más generalmente sexual, claman contra
un afeminamiento tendencial de la sociedad “occidental”,
de lo que da fe cierta indiferenciación de los roles sexuales y
parentales: los hombres se habrían vuelto sensibles, hasta
cobardes, los padres “papás gallinas”, la norma de la
masculinidad homosexual dominante… Esta visión oculta
eficazmente la manera en que una gubernamentalidad
utiliza una norma de masculinidad paternalista y virilista, so
capa de una psicologización del orden político… Es en la
trascendencia de esta masculinidad, virlista y racista a la vez,
donde hay que encontrar un punto de convergencia entre el
pensamiento y los movimientos feministas… (Dorlin, 2009,
p. 87).

8
Referencias
Dorlin, E. (2009). Sexo, género y sexualidades: Introducción a la teoría feminista.
Buenos Aires: Claves.

También podría gustarte