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BOSSUET. LA FRANCIA DE LUIS XIV.

Jean Benigne Bossuet (1627-1704), preceptor del Delfín y una de las


figuras políticas más representativas del reinado de Luis XIV, convertido en
obispo de Meaux, indicó en sus Memorias para la instrucción del Delfín (1670),
que el poder provenía únicamente del monarca y éste tenía que ejercerlo de
manera que se pusiese de manifiesto su grandeza, desarrollando la dimensión
religiosa del absolutismo por derecho divino. A su juicio solo Dios podía
cuestionar la autoridad real. Para los teóricos del absolutismo el rey era el
representante de Dios y solo a él debía rendir cuentas. El monarca era la ley
viviente, y legislaba por medio de ordenanzas, edictos, declaraciones o
decretos del Consejo. Bossuet ha sido considerado como el representante más
característico del absolutismo francés y por ende del galicanismo. La
Declaración de 1682, redactada por Bossuet, fijó las fórmulas definitivas del
absolutismo francés. A partir de 1730, La Defensio Declarationis, publicada
póstumamente, representó el resumen más completo de todo lo que se había
dicho o escrito sobre la autoridad del Papa. Los tratados sobre educación de
príncipes tuvieron su continuidad en la obra de Bossuet con su La Politique
tirée des propres paroles de l’Escriture Sainte.
Pero también a finales del siglo XVII otros teóricos desarrollaron una crítica
al concepto de monarquía absoluta. Fenelon, arzobispo de Cambrai, soñó con
una monarquía donde la aristocracia recobraría sus antiguas prerrogativas (el
poder del rey se vería moderado por Estados Generales y Provinciales); donde
los nobles tendrían la mayoría, votando los impuestos y controlando los
asuntos (consejos formados por nobles ayudarían al rey en el ejercicio del
gobierno); donde se aboliría la venalidad de los cargos y los intendentes
quedarían suprimidos; y donde la economía, cuidadosamente dirigida por el
Estado, sería esencialmente agrícola. Este programa germinó en el Telémaco
de Fenelon (1699) y fue cuidadosamente expuesto en las Tablas de Craulnes,
un plan de reformas redactado en noviembre de 1711 (entre otros por Fénelon)
para presentarlo al nuevo Delfín y que inspiró hasta el fin del Antiguo Régimen
a toda una corriente de oposición hacia la monarquía absoluta.
En 1714, Fenelon intentó reconciliar los dos campos con destreza y
serenidad en su Carta a la Academia. En realidad, la controversia señaló el fin
del equilibrio clásico y preludió el comienzo de una nueva sensibilidad, la
ilustrada, reivindicando una idea vinculada al pensamiento escéptico,
constituyendo un valor fundamental para la filosofía que estaba por llegar, la de
las Luces, la de la Ilustración. Era el concepto de Progreso, en cuya virtud el
hombre moderno podía igualarse y superar el paradigma grecorromano. Otro
pensador crítico con el Absolutismo fue el francés La Bruyère (1645-1696), que
denunció ásperamente como la sociedad de su época estaba dominada por el
poder del dinero. Vauban reclamó una profunda reforma social, mediante la
igualdad ante el impuesto.
A finales del siglo XVII el cartesianismo, deísmo y racionalismo
representaron para la Iglesia un temible peligro que Bossuet, envejecido y,
desengañado, pero siempre combativo, denunció con vigor. En 1687 Bossuet
escribió una carta al marqués de Allemans, discípulo de Malebranche,
denunciando el peligro que el cartesianismo representaba para la Iglesia. Había
comenzado años atrás la lucha de los racionales (como los llamaría Pierre
Bayle) contra los religionarios. Los más rudos golpes asestados a la religión
procedieron de Holanda, tierra de refugio para librepensadores, de donde
salían clandestinamente hacia los estados vecinos libros y periódicos.
En 1693 Bossuet hacía alusión a una obra del oratoriano francés Ricchard
Simon (1638-1712), la Historia crítica de los principales comentaristas del
Nuevo Testamento. Pero años antes su Historia crítica del Antiguo Testamento
(1678) había fundamentado el método de la exégesis bíblica. Al mismo tiempo,
los benedictinos de Saint-Maur y Dom Mabillon (1632-1707) inauguraron sus
trabajos de erudición y crítica expurgando la Vida de santos de las leyendas
que las recargaban, sentando las bases de una historia eclesiástica con sólidas
bases científicas. Richard Simón estudió la Biblia como filólogo,
independientemente de la teología y del dogma. Tanto esta obra como las
siguientes pusieron en tela de juicio la atribución a Moisés de determinados
libros del Pentateuco, suscitando violentas reacciones de católicos y
protestantes. Simón fue excluido del Oratorio y sus libros fueron incluidos en el
Índice de libros prohibidos, retirándose a un presbiterio de Normandía y
permaneciendo fiel a la Iglesia, mientras continuaba con su labor de exégeta.
Iglesia y Estado trabajaron conjuntamente para reprimir cualquier tipo de
desviación. Todas las iglesias oficiales aspiraban a imponer modelos de
creencias monolíticas (sermones, visitas pastorales, catecismos, instrucción
religiosa y actividad de misioneros populares). Las acusaciones se dirigían
contra aquellos que pertenecían a los sectores más bajos de la sociedad,
originando una caza de brujas. Las procesiones religiosas pronto se adoptaron
como ceremonias para preservar a la comunidad tanto de los peligros físicos
como de los espirituales. Peregrinar hasta los límites de las parroquias o portar
las reliquias a los viñedos se hacían en lugares con fuertes vinculaciones a la
religión y lo mágico. Asimismo, se practicaba libremente el exorcismo y se creía
que tenía poder sobre las catástrofes naturales inminentes o sobre situaciones
sobrevenidas. Fue una época en la que todavía podían dotarse cátedras de
astrología en las universidades de Bolonia o Salamanca. Y en la que se podía
aceptar una intervención divina favorable para emprender todas las causas
habidas y por haber.
Era un complejo mundo de paganismo y tradiciones populares que
reformistas y contrarreformistas deseaban controlar. A medida que mejoró la
eficacia de los mecanismos de control eclesiásticos, el objetivo fue canalizar la
piedad popular hacia prácticas parroquiales uniformes. Para esto se
establecieron controles constantes sobre la devoción, mediante registros más
completos de nacimientos, comuniones, matrimonios y defunciones. Y se
llevaron a cabo algunas iniciativas para canalizar las festividades populares y
las actividades comunales hacia aquello que pareciese totalmente inofensivo.
En 1665 se trató de someter la celebración anual de las fogatas de San
Juan a una regulación estatal francesa, por la gran variedad de supersticiones
que iban asociadas a sus funciones públicas y festivas. No obstante, el espíritu
popular seguía dominado por la veneración de los santos, las imágenes y las
reliquias, la celebración de procesiones, las peregrinaciones, y la fe en los
milagros. Proliferaron los iluminados y circuló toda una cohorte de charlatanes
que invocaban a los espíritus, realizaban cálculos cabalísticos o practicaban la
alquimia, la astrología y la quiromancia.
Los progresos científicos no habían hecho tambalear estas prácticas
tradicionales y la mayoría de los europeos educados vivían en 1700 en un
universo mental muy parecido al de sus bisabuelos. En efecto, pese a la
oposición de las autoridades eclesiásticas, los campesinos franceses de
Bresse siguieron celebrando la noche de San Juan con prácticas que
combinaban liturgia católica y costumbres paganas Todavía la generación de
las Luces heredaría un mundo sacralizado. En 1700 los europeos tuvieron ante
la religión y la religiosidad una respuesta plural y junto a posturas que trataron
de conciliar las religiones reveladas con la Razón también se incurrió en el
rechazo de estas formas de religiosidad y con especial vehemencia del
cristianismo. La creencia en el poder sobrenatural de ciertos hombres o
mujeres, capaces de provocar daño por medios mágicos, existió en todas las
civilizaciones. Iniciada la persecución en Europa en el siglo XV, la cultura
popular incorporó numerosas tradiciones mágicas. Incluso la iglesia consideró
la brujería en el siglo XVII como una auténtica amenaza para la sociedad y que
habría que reprimir. Alemania, los Países Bajos españoles, Francia e Inglaterra
fueron los territorios donde la persecución fue más brutal, teniendo una
especial incidencia en los lugares donde habían sufrido las guerras de religión.
A mediados del siglo XVII la relativa estabilidad política permitió que estos
procesos cesaran. En la práctica las iglesias aplicaban sus preceptos de forma
mucho menos exigente de lo que parece. De hecho, en la orientación de los
feligreses y en el cumplimiento de la doctrina religiosa sobre cuestiones difíciles
como la usura, la contracepción o la observancia de los domingos, los
sacerdotes solían mantener una mayor discreción. Muchos se mostraban
incluso dispuestos a fomentar la vivencia y las prácticas de la religión popular.
En este sentido entre los católicos hubo un acercamiento y un aumento,
del uso de las lenguas vernáculas en el culto. En Eslovaquia la Iglesia
introdujo el empleo del eslovaco en aquellas partes de la misa que se
entendían peor y permitió que participasen los campesinos con sus
instrumentos y melodías. La experiencia pastoral del clero, realizada por
individuos aislados que deseaban guiar espiritualmente a sus parroquianos, fue
mucho más importante que la denuncia de prácticas supersticiosas por parte
de intelectuales y algunos miembros de la jerarquía eclesiástica. Es más, no
llegaron a suprimirse muchas de las peregrinaciones, cultos o fiestas
existentes. En Alsacia siguió habiendo peregrinaciones y antiguos santuarios,
como el de Santa Odile (patrona de la región), porque el clero se hallaba muy
poco interesado en las ideas de la Ilustración. En este sentido, las críticas de
entusiastas y filósofos no carecían de fundamento .

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