Está en la página 1de 7

La razón y la fuerza

Adela Zamudio

La razón y la fuerza se presentaron un día ante el tribunal de la Justicia a resolver un reñido litigio. La Justicia se declaró en favor de
la Razón. La Fuerza alegó sus glorias que llenan la historia y su innegable preponderancia universal en todas las épocas; pero la
Justicia se mostró inflexible.

—Tus triunfos no significan para mí más que barbarie; sólo sentenciaré a tu favor cuando te halles de acuerdo con la Razón, le dijo.

Las dos litigantes se retiraron, cada cual por su lado, y en el camino, la Fuerza se encontró con la Hipocresía y le contó el fracaso que
acababa de sufrir.

—Has declarado tus ambiciones con demasiada franqueza, dijóle ésta. — Si te hubieses revestido de los atributos de tu enemiga, el
resultado hubiera sido distinto.

La Fuerza aprovechó el consejo: Aguardó a que la Razón  estuviese dormida o descuidada, le robó sus vestiduras, se disfrazó con
ellas, y adoptando sus maneras y lenguaje, se presentó a la Justicia con su memorial en la mano.

—Leedlo, señora, le dijo. Todo lo que pido es en nombre de la Patria, de la Humanidad, de la Religión.

La justicia que es algo cegatona, se colocó los anteojos, puso su visto bueno al documento y le imprimió el sello augusto de su
ministerio.

La Fuerza se fue en busca de la Hipocresía.

—Eres hábil, le dijo, y me conviene tomarte a mi servicio; pero la vileza repugnante de tu aspecto podría perjudicarme. Es necesario
que cambies de traje.

La Hipocresía se dirigió a casa de la Prudencia.

—Vecina, dijo, hágame el favor de prestarme uno de sus trajes, el más decente. Me propongo una loable empresa.

La Prudencia mantiene su lámpara encendida y goza de muy buena vista, pero el papel había estado tan bien representado que se
engañó: Creyó en las buenas intenciones de aquella vecina y le confió un traje de diplomático.

Desde entonces, cuando la Fuerza no puede realizar por sí sola alguna de sus hazañas, se asocia a la Hipocresía y casi siempre logra
triunfar.
La Tormenta

Porfirio Díaz Machicado

La choza en la acuarela. Oro en los naranjos, verde alegre en los cafetos y plata en la brillante viborilla del manantial. La choza en la
acuarela del bosque, a mediodía, con el sol de milagro que anima, en plenitud de vida, iluminando el campo. Y en la choza los dos,
como hace veinte años, padre e hija, con almas de luz y de paciencia.

Rudecindo es el roble vencido por la vejez y Juana María la madreselva de la heredad. Ahora, añoso y quebrantado, el padre apoya
la senectud pacífica en la alegre solicitud de la hija. El roble sostenido en la enredadera ilusionada. Así viven, así han vivido siempre:
la madreselva pegada a la sombra protectora, enredada en el viejo árbol.

Pero, el manantial tiene una culpa. Ingenua e inocente.

Un día vino a reclamar de él la sed angustiosa de un mozuelo.

—“¡Un poco de agua, Juana María!”

Ella concedió. En limpio cristal, sonriente, realizó el favor. Él se bebió el agua en un sorbo crecido, la miró fijamente, le robó su
sonrisa y le dijo:

—Gracias, Juana María. Es el agua más dulce.

—Ambrosio, no se agradece jamás por el agua que se recibe para saciar la sed. Eso trae malagüero... A uno que dijo lo mismo se lo
llevó el río, a otro le mató la tormenta. No debes agradecer...

—Gracias, Juana María. Fue porque tus manos me dieron de esa agua...

De este modo, la madreselva separó algunas de sus ramas del viejo roble.

Esa fue la culpa del manantial.

II

Rudecindo llegó desesperanzado a la choza. Sus ojos cansados tenían una humilde mirada entristecida. Envolvió un cigarrillo y lo
encendió.

Luego se puso a fumar y a escupir un tanto rabioso, casi con desasosiego.

—Es inútil, Juana María. No quiere llover. Este sol es un perjuicio enorme para los sembrados. ¡De este modo no podremos arar a
tiempo!

—Así es, padre. La tierra debe estar muy dura...

La charla se extendió por mucho tiempo. Ella calentó el café, preparó la merienda y sirvió el guarapo. Comieron silenciosos, sin
hablar nada en sus mutismos luengos e intensos de cariño.

Al fin, ella presintió:

—Acaso llueva esta noche. ¿Ves? Allá hay unas nubes grandes y negras. Seguramente ha de llover...

—Si Dios te escuchase...

—Me oirá, padre.


Juana María suspiró hondamente. Estaba in-quieta y recelosa, en frente del viejo, mirándole como nunca, con más ternura.

Rudecindo asomó a los umbrales y buscó en el poniente.

—Es verdad, hija mía, ha de llover esta noche.

Las nubes cubrieron los cielos del norte y del oeste, nublando el sol. Todo el bosque se entregó a la tarde sombría, apurando la
penumbra del crepúsculo, adelantándolo en dos o tres horas. Las aves se pusieron en oración y la dulce acuarela perdió sus tonos de
hechizo, ensombreciéndose lentamente.

La atmósfera, de pronto borrascosa, apretaba el corazón, infundía angustia, tristeza y miedo. La lluvia prometía ser violenta,
irrefrenable.

Cada vez el cielo se ponía más negro, cargando de tormenta su entraña y envolviendo en una infinita pesadumbre todas las cosas de
la tierra.

Juana María tornó a suspirar. Una oculta congoja la torturaba, conduciéndola al llanto. No podía, no quería fijar su mirada en los ojos
del anciano. Había llegado la hora en que una fuerza superior a su amor filial, iba a separar la madre-selva del roble. A ella le parecía
que era la última vez que estaba junto al padre.

Era verdad. Unos momentos más y oiría la consigna: un silbido de Ambrosio, desde los cafetos que ocultaban el manantial. Entonces
ella tendría que hollar los caminos de la fuga en brazos del amante, hasta encontrar el supremo refugio: un nido en el ramaje del
dulcísimo egoísmo. Siguió en sus encrucijadas interiores, pensando con amargura y, a la vez, con deleitosa esperanza. ¿Quién iba a
reemplazarla, al lado del viejo, en los menesteres de la choza? Nadie, nadie... Acaso el roble tuviese que caer, rendido por el dolor,
tronchado por la última pena de la vida.

Los mirlos cantaron su fervor en el atardecer, bajo el cielo plomizo y amenazante. Un trueno inundó los espacios con su rezongo y la
grande Naturaleza detuvo sus latidos. Ni una voz, ni un murmullo en el paisaje. Había como una callada agonía en las frondas o como
el temor que oculta, en el desesperado escondite, a la víctima del flagelo cruel. Luego, las penumbras cirnieron sus inmensas alas y la
lluvia comenzó a desgranar sus primeros rosarios.

— ¡Qué suerte, Dios mío, está lloviendo! De veras que los tuyos, Juana María, son labios de ángel...

Pero aquellos labios de ángel, temblorosos, no respondieron.

— ¿No te alegras tú también, mozuela? —Sí, padre, me alegro...

Ya la lluvia, en ese momento, perfeccionó un coro uniforme y entusiasta. Ya estarían los campos recibiendo el alivio. ¡Llovía, llovía
hermosamente! En tanto, Rudecindo ensoñaba con el arado y los bueyes, viéndolos roturar la gleba con su potente esfuerzo.

Juana María lloraba. ¿Por qué no decirle sinceramente al viejo toda su cuita y su anhelo, para evitar la pena de la huida y la
ingratitud de su ausencia? Tal vez quiso probarlo, pero no halló fuerzas en su extrema debilidad. Y mientras que afuera, sobre el
bosque y los campos, llovía y llovía, ella lloraba sin dejárselo adivinar.

Muy pronto la noche entró en la choza y la tiniebla borró todo gesto angustiado.

Desde los cafetos del manantial un silbido ganó el murmullo de la lluvia.

Sin decir adiós, en tanto el viejo Rudecindo se ilusionaba con sus siembras y sus cosechas, Juana María traspasó los umbrales. Y se
fue, en la noche naciente, a pagar la inocente culpa del manantial.

— ¡Ambrosio! — ¡Juana María!

Las dos sombras chapotearon en el camino inundado de su esperanza.

III
Sobre aquel camino arreció la tempestad, inclemente, sañuda, terca.

La mozuela se juntaba al mozo, tiritando, horrorizada de las lumbres súbitas y crueles. El cielo se caía en la turbonada,
derramándose en sus espaldas azotadas, pegándoles los trapos a la piel entumecida. Juana María quería abrir los ojos, pero los
relámpagos la encandilaban haciéndola perder el rumbo y traicionándole en las pisadas fugitivas. Caía y se levantaba, ocultando la
mirada por temor a los rayos.

— ¡No abras los ojos, Ambrosio! Son como el imán...

—Los tuyos, sí, muchacha, porque son lindos... Pero los míos son ahora muy necesarios.

Y un estampido brutal, que quebró el ronquido sonoro de la lluvia, cortó el diálogo. Se detuvieron. En el bosque lindante al camino,
se estrelló un látigo furioso, iluminado y veloz.

— ¡Dios mío!

—No es nada, Juana María. Adelante. Ya llega-remos a mi casa. Muy poco falta...

Aumentó el frenesí de la borrasca, desesperado y bárbaro en la sombra imposible. Era como un clamor de miles de voces ululantes,
unidísimo y vertiginoso, que buscase toda la vastedad del espacio para inundarlo con su horror. Era como un vocejón enloquecido
que se quejara del flagelo de los látigos de fuego, certeros y silbantes, que caían en el lomo martirizado de la noche.

La fuga se tornó en una jornada esclava. La moza estaba horrorizada como un ave que perdió el nido a causa del vendaval. La
tempestad le apretó el corazón y le ganó, por entero, los nervios desgarrados. Cada segundo, delante de las miradas inciertas,
brillaban los zigzages refulgentes provocando roncos estrépitos. Y en esos segundos trágicamente luminosos, aparecía el camino
anegado y borroso, en el cual las pisadas producían borbollones.

Continuaron adelante, pero llegó un momento en que aquello tomó las proporciones de un cataclismo.

— ¡Ambrosio! ¡Ya no puedo!

— ¡Puede, mi niña, puede! No sea cobarde...

Sin embargo, los dos se estrecharon íntimamente, cobardes, vencidos...

Ávida, la tormenta se hizo siniestra y desbordante. Un rayo, otro y otro... como si una consciente deidad quisiera buscar en los
relámpagos insistentes, algún tesoro oculto. ¡Qué afán de alumbrar la tierra con refulgencias extraordinarias y con alaridos
monstruosos!

La moza, sobrecogida, gritó con locura:

— ¡Ambrosio!

El la besó para darle valor y la animó nuevamente.

— ¡Pocos pasos más y ya estamos! Entonces estarás bajo el amparo de mi techo y los dos ha-remos calor... un calor... ¡vamos!

Juana María se adelantó un trecho en la oscuridad. Él la siguió anhelante, deseoso de acabar con aquel suplicio y otra vez, para
confortar su pánico, la estimuló:

—Toda esta pena injusta se habrá de compensar en un instante más. Y serás como la paloma que hallé cuando iba a morir en el
desamparo...

Quiso decir algunas otras palabras, pero la tralla encendida se estrelló delante de sus ojos. Un segundo… Y fue como un calambre
fugaz, intenso, diabólico, incomparable, que le cortó el curso de todas sus funciones orgánicas. Después, volvió a la vida consciente,
lúcido.
— ¡Juana María! ¡Juana María!

La moza ya no estaba con él... Siguió, a tientas, hasta tropezar con un carbón humano. Y un relámpago le mostró a la enamorada,
ennegrecida, oliente a quemado... luego, mil rayos rubricaron la maldita tragedia de la tempestad.

Esa fue la ingenua, la inocente culpa del manantial.

Riña de gallos

Enrique Kempff Mercado

Pedrito abrió los ojos desmesuradamente cuándo vio que el último huevo se partía y la vieja gallina clueca ayudaba a salir al polluelo
de su frágil envoltura caliza. Los demás polluelos piaban y escarbaban el suelo alrededor del nido. Eran más viejos; ya tenían largos
momentos de vida. Éste era el último. Permaneció quieto, erguido en postura forzada sobre sus amarillos pies entreabiertos y
mirando azorado el acaecer de la vida. Pedrito había estado horas enteras observando y observando en espera de sorprender el
advenimiento de un pollo al mundo. Ahí estaba el polluelo blanquecino, inmóvil y con los redondos ojillos extasiados ante la luz y el
movimiento. Dio el primer pasito indeciso, se tambaleó y recobró el equilibrio mientras la gallina cacareaba y picoteaba los restos
del cascarón esparcidos junto al tibio nidal. Pedrito estuvo largo rato mirando las primeras experiencias del recién venido, sus
arriesgados pinitos, sus iniciales aventuras en el limitado escenario de su universo. Emitió un in-audible pío y en seguida otro que
llegó hasta los instintos de la clueca como un eco invocatorio del grano y de su rotundo derecho a la vida.

A los pocos días el polluelo era mucho más bonito. Esa opinión se formó el niño. Había visto cómo nacía cada nueva pluma y cómo el
bichito pelón se volvió un redondo capullo plumado que recorría el gallinero piando primorosamente y picando cuanta sabandija,
grano o gusanillo se le ponía delante. Sus hermanos no eran tan graciosos. Siempre andaban en humilde seguimiento de la madre
mientras que éste se alejaba valientemente del grupo y hacía giras por su cuenta merodeando por todos los recovecos del gallinero,
espiando debajo de las hojas secas y explorando las vasijas y travesaños de la residencia gallinácea, sin importarle gran cosa de los
empellones imprevistos que recibía de los gallos engreídos y de los sustos que le daban premeditadamente las gallinas envidiosas.
Tenía alma de explorador.

Pero la desgracia no sólo franquea los umbrales de la casa del hombre sino también las rejas de los gallineros. Un halcón hizo presa
de la gallina madre y los polluelos huérfanos quedaron a merced del destino. Murieron varios. Pedrito se hizo cargo del polluelo de
marras y desde entonces fue su padre adoptivo. Andaba con él en un bolsillo de la americana por todas partes, tratándolo con sumo
cuidado y dándole de comer pequeñas orugas y tiernos granos. Al lado de su cama le hizo un bonito nido con una caja rellena de
paja y viruta. Allí dormía el polluelo y se levantaba al alba sin ocurrírsele nunca darle los buenos días a su protector. Pedrito sufrió
una decepción por este motivo. Al despertar, lo primero que hacía era extender la mano hacia el nido pero su hijo adoptivo ya no
estaba allí. Andaba errando por los corredores y los aposentos de la casa en busca de alimento. Era un ingrato o un glotón.

El cariño de Pedrito crecía en razón directa con el crecimiento del polluelo. Éste había aprendido a comer en el hueco de su mano, lo
que no hacía con ninguno de la casa, ni aún con su padre que tenía una vieja afición congénita de hacendado criollo por las aves de
corral; afición que se concretaba particularmente en los gallos de raza que llevaba al pueblo de tiempo en tiempo para hacerlos lidiar
en las galleras de don Mauro.

Creció el polluelo y se volvió un pollastro feotón, de largas canillas y ralo plumaje grisáceo. Estaba en la época crítica de transición a
la edad adulta. Ya no quería acostarse en el nido de su pollez, junto a la cama de su amo. Ambulaba por la casa y los alrededores
arriesgándose hasta los corrales donde buscaba el sustento escarbando la boñiga del ganado. Ya no se preocupaba de Pedrito; lo
miraba como a un intruso y muy rara vez dejaba acariciar su plumaje sucio con las manos paternales. Y eso que Pedrito siempre
tenía para él un puñado de maíces o una escudilla de arroz cocido. Porque el niño lo seguía queriendo, a pesar de su ingratitud y su
fealdad.

Sobre la cabeza del pollastro empezó a crecer una cresta roja y una tarde agitó las alas y emitió su primer canto, bronco y disonante.
Las gallinas cacarearon burlescamente, pero Pedrito alabó su tentativa viril y la contó a su familia y a los vecinos. Su padre posó la
mirada experta en el pollo engallado y sentenció:

—Es de buena cría y tiene buena pinta. Va a ser un lindo gallo de pelea.
Con los meses el pollo se transformó en un hermoso gallo de lustroso plumaje cenizo, cuello fino y ondulado y sólidos espolones
curvados ligeramente como una latente amenaza. Cuando lanzaba al amanecer su canto sonoro y audaz, oscilaban nerviosamente
sus rojas carúnculas bar-bales y los otros gallos se alejaban lentamente, disimulando su apocamiento con aires de altanera
fanfarronería. Era dueño y señor del gallinero, y también, cuando se le ocurría, de los gallineros vecinos, adonde iba una y otra vez
en gira sentimental y regresaba ufano de haber conquistado a una gallina y derrotado a un rival. Pedrito conocía sus virtudes y
debilidades. Él mismo tuvo que dar explicaciones a las vecinas que se quejaban continuamente de las irrupciones del gallo en sus
gallineros, donde siempre quedaba algún presuntuoso gallito muy mal parado. Por temporadas merodeaba la casa de la hacienda un
zorro dañino que hacía presa en las noches de cuanta gallina se ponía a su alcance y, como buen zorro, no se dejaba atrapar con
acechanzas ni trampas. El gallo cantaba al alba como siempre, impávido y orgulloso, al parecer despreocupado del ataque zorruno
que había diezmado su grey la noche anterior. Pedrito lo miraba con preguntas, pero su gallo parecía muy satisfecho de haber
salvado su propia pechuga de la dentellada voraz.

Llegó un día en que don Pedro le dijo a su hijo:

—Oí, Perucho. Ayúdame a coger el gallo ceniza. Le buscaré una buena pareja pa la riña del sábado.

Pedrito persiguió al gallo encocorado por los chiqueros y los hórreos que hasta logró atraparlo y reducir a la impotencia su
indocilidad. ¡Qué grande y pesado estaba el antiguo polluelo que vio salir del huevo, pequeñito y trémulo! Sería un vencedor en la
lid; estaba seguro. Lo amarraron de un pie a un horcón de la casa para someterlo a un riguroso régimen alimenticio hasta el día de la
pelea. Ninguna zozobra asaltaba al muchacho por el destino del gallo, de su gallo. Sabía que todo gallo fino y de buena estampa iba a
parar a la gallera. Que el destino de su gallo era la cancha de don Mauro.

El sábado partieron, padre, hijo y gallo. Pedrito iba con el gallo bajo el brazo y el padre adelante, vestido de blanco traje dominguero
y con unos pesos en el bolsillo para las apuestas. A las tres de la tarde llegaron al pueblo y se encaminaron di-rectamente a la casa
de don Mauro. En el primer patio se jugaba a la taba y en las piezas vecinas había una serie de mesas rodeadas de jugadores de
cartas y dados. Se oía el rumor incesante de las apuestas y los juramentos. El pueblo, medio se divertía buscando el tono subido de
las emociones del juego.

La taba, arrojada diestramente por los jugadores, daba media vuelta en el aire y caía con golpe seco sobre el suelo de tierra
apelmazada.

— ¡Diez pesos al tiro!

— ¡Pago!

— ¡Caigo con veinte!

Pedrito y su padre se dirigieron al segundo patio, que estaba casi lleno de gente. En el centro se hallaba la cancha circular de unos
cuatro metros de diámetro, bordeada de una estera de medio metro de alto y de una aglomeración de hombres, los unos sentados y
los otros de pie, que miraban apasionadamente el desarrollo de las riñas de gallos. En cada horcón del patio había amarrado un
nervioso gallo de pelea que de rato en rato lanzaba sus vibrantes retos sonoros. Pedrito sintió estremecerse al ave bajo su brazo y
emitir las metálicas notas de su canto desafiante.

En la gallera había sangre de gallos.

En los hombres corría sangre sanguinaria. Se oían comentarios animados y se cruzaban las apuestas. Las miradas fijas en los gallos
que se debatían en la cancha luchando enconadamente. El sol dejaba caer sus rayos sobre la riña y la arena de la gallera embebía
lentamente la sangre oscura y mortal. Varias parejas de gallos fueron enfrentadas en la palestra. Cuando terminaba la lucha
quedaban pingajos sangrantes, montones de plumas agitadas por estertores agónicos, picos destrozados, cabezas rotas, ojos ciegos.
Y en los hombres seguía corriendo ardiente sangre sanguinaria.

Le tocó el turno al gallo de don Pedro, quien eligió al rival. Era un gallo colorado del mismo peso, algo más alto, fino y vencedor en
varias lides. Un rival peligroso. Se arreglaron las condiciones y se cruzaron las primeras apuestas. El gallo colorado había perdido un
espolón en una riña pasada y su dueño le amarraba ahora en su reemplazo un cuerno puntiagudo de hierro. Don Pedro limó
cuidosamente los espolones de su gallo con una afilada puntilla. En seguida, ambos dueños sorbieron una buchada de agua y la
pulverizaron bulliciosamente sobre la cara de los gallos, bajo las alas y en las robustas pechugas valerosas, para sacudirlos de la
modorra aletargadora de la siesta tropical.
Los gallos fueron arrojados a la cancha y quedaron plantados frente a frente, inmóviles y nerviosos. La sangre de la gallera había sido
barrida de la arena como en las plazas de toros. Pedrito escuchaba en sus oídos el golpe de los latidos du-ros de su corazón inquieto.
Había silencio.

— ¡Veinte pesos al ceniza! — ¡Pago! ¡Veinte más contra!

— ¡Van!

Las apuestas estaban divididas. Había riesgo. Ambos gallos tenían una bella figura de ganadores y los partidarios de uno y otro
aumentaba cada vez. Todos los concurrentes eran viejos aficionados a las riñas, desde el alcalde del pueblo hasta el humilde obrero
que iba a dejar el salario de la semana en la apuesta tentadora. El juez de cancha era don Mauro, un rudo vejancón de largos
mostachos caídos que nació y vivió entre gallos, tahúres y cubiletes. Estaba sentado en un lugar prominente, dispuesto a hacer
escuchar su palabra autorizada y disolver cualquier querella que se suscitara entre los jugadores.

— ¡Cien pesos al colorao! Silencio. Expectación,

Los gallos se medían con sus redondas mira-das. Se aproximaron con las plumas del cuello erizadas y el primer choque se produjo
fulminante. Eran dignos contendores. Se quedaron alzando y bajando la cabeza al mismo nivel, rápidamente, como quisieran trocar
la pelea en un inocente jugueteo de polluelos.

— ¡Cien pesos al colorao! —insistió la voz.

— ¡Pago!

Nuevo silencio. Alivio.

Saltaron los gallos una, dos, cinco veces. Se oía el golpe seco de los espolonazos. Cuando uno de los gallos lograba hallar un punto de
apoyo afirmándose con el pico en la cabeza o el cuello de su contendor, atacaba con ambos espolones a la vez, furiosamente.
Algunas gotas de sangre empezaban a manchar el suelo. Los gallos se acosaban valientemente, sin miedo y con odio.

Se cruzaban nuevas apuestas y las miradas estaban fijas y ansiosas en los rivales. Pedrito apretaba los puños. Había logrado colarse
por entre el compacto grupo de espectadores y se había ubicado al borde de la cancha. Sentía que de los gallos partía una ola de
bravura y desprecio a la vida que lo envolvía dolorosamente. Su gallo le asestó un recio espolonazo al cuello de su contendor, que se
quedó vacilante.

— ¡Cien pesos al ceniza!

El colorado afirmó otro pinchazo, arrancándole un ojo al cenizo.

— ¡Pago! —No va

Sangre en la gallera; sangre de gallos salpicando a los espectadores; sangre corriendo vertiginosa y calcinante en las venas del niño.
Discusiones. Nerviosidad. Los gallos realizan nuevos ataques y se apuñalan fieramente. Otro espolonazo en el cuello del gallo
colorado y éste queda tendido lastimosamente, enceguecido por la sangre que le chorrea por los ojos, y el pico roto y colgante. Los
espectadores se desasosiegan, gritan, piden más lucha, más sangre:

— ¡Careo! ¡careo! ¡careo! Don Mauro, desde su sitial ordena el "careo". Los   gallos  son bañados  rápidamente,  puestos otra vez
frente a frente y azuzados por sus dueños. Apenas pueden sostenerse, pero se acosan instintivamente, enloquecidos fieros. Ya no
pueden ordenar sus movimientos. Nuevamente corre la sangre desde las cabezas heridas hasta el suelo. Acezan fatigadamente y
realizan ataques al aire, sin verse el uno al otro, con movimientos dislocados, ridículos y dolorosos. Un casual espolonazo del gallo
colorado, que apenas se tiene en pie, atraviesa la cabeza del cenizo que rueda por el suelo salpicando a los espectadores con sangre
bermeja y fragmentos de sesos enrojecidos. Un clamoreo general saluda el triunfo del gallo colorado que agoniza en la cancha. Se
concertan nuevas riñas, se pagan las apuestas y se ajustan nuevas. Hay sangre de gallos en la gallera. En los hombres corre ardiente
sangre sanguinaria y Pedrito lleva sangre en las vestiduras y sangre floja en el pecho.

— ¡Ganó el colorao! — sentencia don Mauro

También podría gustarte