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Alguna vez se alcanzaron a percibir las voces del lúgubre carretero que instaba a las
yuntas, y era su tono gangoso, aflautado, como no es capaz de modular ninguna
garganta humana.
Aunque visión rural por excelencia, no faltó vez en que se mostró en la propia ciudad,
bien que a la parte de afuera y precisamente en la calle -entonces apartado y
desierto callejón- que pasa por delante del cementerio. Más de un trasnochador y
parrandero acertó a verlo, cuando entre crujidos y estridores caminaba con dirección
al Lazareto.
Pero cierta noche de perros en que las sombras se apelmazaban y aullaba el viento,
un prójimo dio de manos a boca con la aparición. Salía de una casa vecina, después
de haber corrido en ellas largas horas de diversión copiosamente regada. Los
vapores etílicos que le ocupaban la azotea le habían puesto en la condición de bravo
entre los bravos y capaz de enfrentarse con cualquier peligro.
Al ver el carretón deslizarse sobre el arenoso suelo de la calle se lanzó hacia él,
resuelto a saber cómo era. Lo supo al instante, de una sola ojeada. Pero de carretón
¡ay!, sólo tenía la traza. Las estacas estaban constituidas por tibias y peronés de
esqueleto y en lugar de teleras asomaban costillas descarnadas. Del carretero sólo
se veía la cara, si tal puede llamarse a una horrenda calavera, dentro de cuyas
cuencas vacías algo brillaba y centelleaba como las brasas de un horno.
Por el tiempo en que habían llegado a estas tierras los conquistadores blancos.
Las ciudades fueron destruidas, y por todas partes en los llanos y en las montañas los
desdichados indios fugitivos, sin hogar, llorando la muerte de sus padres, de sus hijos
o de sus hermanos.
El inhumano conquistador, cubierto de hierro y lanzando rayos mortales de sus armas
de fuego y cabalgando sobre briosos corceles, perseguía por las sendas y las apachetas
a los indios indefensos, sin amparo alguno, en vano invocaban a sus dioses. Nadie, ni
en el cielo ni en la tierra, tenía compasión de ellos.
Un viejo adivino llamado Kjana - Chuyma, el yatiri que estaba, por orden del inca, al
servicio del templo de la isla del Sol, había logrado huir antes de la llegada de los
blancos, llevándose los tesoros sagrados del gran templo. Decidido a impedir que tales
riquezas llegaran al poder de los ambiciosos conquistadores, ocultándolo en una orilla
del lago Titicaca.
Un día llegaron, precisamente en la dirección hacia donde él estaba. Rápidamente,
arrojó todas las riquezas en el sitio más profundo de las aguas. Pero cuando llegaron
junto a él los españoles, lo capturaron para arrancarle si fuera preciso por la fuerza el
ansiado secreto.
Hijo mío. He oído tu plegaria. ¿Quieres dejar a tus tristes hermanos un lenitivo
para sus dolores y un reconfortante para las terribles fatigas que les guarde en
su desamparo?
Sí, sí. Quiero que tengan algo con qué resistir la esclavitud angustiosa que les
aguarda. ¿Me concederás? Es la única gracia que te pido para ellos, antes de
morir.
Bien, - respondió con tristeza la voz - . Mira en torno tuyo. ¿Ves esas pequeñas
plantitas de hojas verdes y ovaladas? La he hecho brotar por ti y para tus
hermanos. Ellas realizarán el milagro de adormecer penas y sostener fatigas. Di
a tus hermanos que, sin herir los tallos, arranquen las hojas y, después de
secarlas, las mastiquen. El jugo de esas plantas será el mejor narcótico para la
inmensa pena de sus almas.
Kjana - Chuyma, sintiendo que le quedaban pocos instantes de vida, reunió a sus
compatriotas y les dijo:
Hijos míos. Voy a morir, pero antes quiero anunciarles lo que el Sol, nuestro
dios, ha querido en su bondad concedernos por intermedio mío:
Suban al cerro próximo. Encontraran unas plantitas dé hojas ovaladas.
Cuídenlas, cultívenlas con esmero. Con ellas tendrán alimento y consuelo.
En las duras fatigas que les impongan el despotismo de nuestros amos, mascar
esas hojas le dará nuevas fuerzas para el trabajo. En los interminables viajes a
que obligue el blanco, mascar esas hojas, el camino se hará breve. En el fondo de
las minas donde los entierre la ambición de los que vienen a robar el tesoro de
nuestras montañas, el jugo de esas hojas los ayudará a soportar esa vida de
obscuridad y de terror. Cuando quieran escudriñar algo de su destino, un
puñado de esas hojas lanzado al viento les dirá el secreto que anhelen conocer.
Y cuando el blanco quiera hacer lo mismo y se atreva a utilizar como ustedes
esas hojas, le sucederá todo lo contrario. Su jugo, que para nosotros será la
fuerza y la vida, para nuestros amos será vicio repugnante y degenerador.
Hijos míos, cultiven esa planta. Es la preciosa herencia que les dejo. Cuiden que
no se extinga y consérvenla y propáguenla entre los suyos con veneración y
amor.
Tales cosas les dijo el viejo Kjana - Chuyma, y quedó sin vida. Los desdichados indios
gimieron inconsolables por la muerte de su yatiri. Durante tres días y sus noches
lloraron al difunto sin separarse de su lecho. Fue enterrado y recién en ese momento
se acordaron de cuanto les había dicho al morir, y cogiendo cada cual un puñado de
las hojitas ovaladas se pusieron a masticarlas.
Entonces se realizó la maravilla. A medida que tragaban el amargo jugo, notaron que
su pena inmensa se adormecía lentamente.
LA VIUDITA
La leyenda de "La Viudita" nos cuenta que esta
mujer aparecía siempre sola, a paso ligero y
sutil y no antes de medianoche. Vestía de negro,
faldas largas y talle ajustado en el busto.
Llevaba en la cabeza un manto que le cubría el
rostro. Nadie le vio jamás la cara, y nadie le
podía tocar sin recibir la impresión helada de la muerte.
Cierta noche, Victorino Suárez gran amigo de la juerga, de la fortuna y de
las mujeres, después de haber bebido hasta altas horas de la noche, luego
de despedirse de sus amigos, muy alegre se dirigía a su casa por las calles
desiertas de esas horas alumbradas sólo de trecho en trecho por las últimas
velas de los faroles públicos cuando de improviso se le presentó una mujer
toda vestida de negro.
En la casi completa oscuridad se podía vislumbrar las formas femeninas de
la mujer, formas que despertaron el machismo de Victorino, quien se
dirigió a la presencia de la aparecida saludándola y dignándose
acompañarla a su casa. Pero la mujer permanecía callada hecho que motivó
al hombre atreverse a abrazarla, pero ni bien hubo realizado el intento,
sintió que este cuerpo femenino emitía sonidos como chalas de maíz
aplastados. Tal fue la reacción del hombre que salió corriendo como alma
que lleva el diablo, sin saber cómo llegó a su casa instante en que se le vino
una profusa hemorragia nasal y fuertes escalofríos.
Nadie quiso creerle lo que vio y sintió, pero desde ese día Victorino no
volvió a salir de parranda y si alguna vez se desvelaba buscaba quien lo
acompañase hasta la puerta de su casa, que era dos cuadras antes de llegar
a San Francisco.
Cuenta el vulgo que la viudita se presenta a altas horas de la noche
especialmente en proximidades de los templos que tienen galerías oscuras.
También en las calles solitarias y sin luz.
Este personaje de leyenda de la vida colonial de Santa Cruz de la Sierra,
hoy está poco menos que olvidado.
LEYENDA VIRGEN DEL SOCAVON