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La memoria imborrable

Por Omar Valiño

Al continuar esta columna y renombrarla, la primera palabra


para Amado del Pino, quien la animó por tantos años, en estos
días cercanos a su natalicio.

A él le habría gustado también comentar una obra


como Misterios y pequeñas piezas, firmada y dirigida por Carlos
Celdrán con Argos Teatro, la sala donde radica el grupo y ha
permanecido en larga temporada de estreno hasta el domingo
pasado.

Como en Diez millones, su anterior espectáculo, Celdrán


acude otra vez a la autoficción, categoría que no puede
entenderse como plana autobiografía, sino como un cruce entre
experiencias vividas y la pura ficción.

De tal manera, el protagonista se nombra Director de


teatro, aunque en el escenario se evoque el deslumbramiento de
Carlos al encontrarse con Vicente Revuelta durante su periodo
de formación en el Instituto Superior de Arte del primer lustro
de los ochenta. Gran figura del arte escénico insular,
responsable del salto a la contemporaneidad de nuestro teatro
desde los años cincuenta del siglo pasado, el ISA los juntó,
entre un grupo de estudiantes, sobre las tablas de la sala
Hubert de Blanck del venerado Teatro Estudio, fundado por él y
Raquel Revuelta en 1958. Tuvieron por medio aquella discutida
puesta donde Vicente volvió a experimentar sobre su montaje
de Galileo Galilei, de Bertolt Brecht, antecedente que Carlos
podría revelar para que el público encontrara todo el sentido
que porta la escena final.

Es muy hermosa esa memoria que rebrota en medio de un


escenario ascético como el mismo Vicente, donde casi no hay
nada entre unas paredes negras de sucios brochazos y un
perceptible escalón en el suelo de profunda significación, quizá
para marcar el paso entre vida y ficción, entre realidad y locura.
Un ambiente que nos acerca también al Brecht director,
firmado por el diseñador Omar Batista y por las luces de vital
artificio de Manolo Garriga, donde todo nos dice que estamos en
el teatro, en el templo de Vicente.

Los estudiantes topan con este hombre consagrado por


completo al teatro, pero que no buscaba la repetición
moribunda de un quehacer y sí, mediante el oficio, el camino
para comprender y disfrutar mejor la vida. Esa filosofía les
inculcó a ellos en medio de incomprensiones y momentos
depresivos en su propia trayectoria, quizá provocados
esencialmente por esa imposibilidad de romper los diques entre
arte y existencia.

Así, se atormenta en extremo con la memoria de la función


de El Living Theater que vio de joven en París. Lamenta una y
otra vez no haberse sumado a esos parias magníficos en los
que, efectivamente, Vicente se reconoció, condición subrayada
en el texto con la manera en que transmite su viaje desandando
Europa cual peregrino en su Camino de Santiago. Pero del otro
lado se alzaba Cuba y dentro de sí pesaba el compromiso con
su patria y su gente, su pequeña comunidad de actores
dependientes de él. Arrasador conflicto entre el guía, el
verdadero maestro, que conduce una experiencia de vida para
la libertad y el autoconocimiento y la obligación del mero
director como productor de espectáculos en línea. En definitiva,
la lucha contra la seguridad existencial de un grupo
establecido.

El discurso o monólogo sobre él es amalgama de


sentimientos entre el deslumbramiento, la libertad y la utopía
brindadas por el teatro. Es cénit de una emocionante primera
parte que transcurre entre los diálogos con su siquiatra, la
celebración que emerge del encuentro con los alumnos y hasta
que se encuentran frente a frente el protagonista y A,
estudiante de teatro. Hasta allí el espectáculo es uno, después
Celdrán suma dos escenas, interesantes en sí y justas para
exponer interdicciones del teatro, pero no responden con igual
eficacia al gesto teatral tan particular de esa primera hora,
mientras los actores se pasan a un código más tradicional de
trabajo teatral.

Por su parte Caleb Casas, como este Director de teatro, sí


entiende a la perfección ese gesto extrañado tan relevante. Es
delicado, brillante, fuerte, muerto, enfermo, vivo, extraordinario,
nos hace padecer en silencio una transustanciación que vemos
escasamente en nuestras vidas de espectadores
consuetudinarios.

En la despedida, como tras un bellísimo filtro de celofán, se


recrea la escena de Galileo entregando sus papeles, su herencia,
al discípulo, ahora entre este Director que es Vicente y este
alumno tras quien adivinamos a Carlos. Es en paralelo la
conversación entre Galileo y Andrea Sarti. La transmisión del
legado.

El azar y las precisas leyes hacen que Misterios y pequeñas


piezas comience las celebraciones por los noventa años de
Vicente Revuelta en este 2019. A pesar de cómo Vicente se
describe a sí mismo en la ficción, tan duramente, su legado
artístico y político es abrazar la pasión toda del teatro, ese fuego
donde arde la vida para escribir el mapa de lo humano. Celdrán
y Caleb sirven un cuerpo transustanciado en presente como
fervor del teatro.

(Publicado en Granma el 28 de febrero de 2019 reinaugurando la columna de


crítica teatral Cenital).

Piñera desde hoy


Por Omar Valiño

A punto de finalizar el 2012 teatral, el mejor saldo, para mí, es la consolidada


visibilidad de una nueva promoción de directores escénicos cubanos. Con
distintos orígenes académicos y diferentes trayectorias profesionales previas,
lo cierto es que algunos debutaron este año, como Rocío Rodríguez, en
Matanzas, o Eric Morales con Una caja de zapatos vacía —cuyo análisis
presento a continuación—, mientras varios estrenaron sus segundos o
terceros montajes, entre otros: Pedro Franco, también en Matanzas, Rogelio
Orizondo y Sahily Moreda, en La Habana, Lisis Díaz, en Pinar del Río. Algunos
de estos proyectos ya tienen nombre propio, otros lo persiguen y todos abren
una nueva realidad para el teatro insular.

Una caja de zapatos vacía, de Virgilio Piñera, es, en esta ocasión, la


presentación de un nuevo núcleo dentro del Estudio Teatral Aldaba, que
conduce Irene Borges, y de un director que se arroja con intrepidez al
escenario. Su resultado, en apariencia, se restringe más al campo de lo
artístico que al impacto sobre la esfera pública, si pensamos en Aire frío de
Carlos Celdrán con Argos Teatro, pero es un espectáculo también cargado de
realidad. Busca el espíritu piñeriano al seguir con efectividad el vector con que
el autor logra la violencia: el carácter lúdico de la saturación del signo.

Virgilio hiperboliza la pateadura de una caja. Observamos un


descabellado «diálogo» entre un hombre y una caja. La trata, la respeta y la
patea. Lo hace porque puede. En otro lugar es el más débil, pero allí es el más
fuerte y patea. Es interesante la construcción de un metadiscurso: Eric
Morales, su joven director y actor parece decirnos que en el teatro él es más
fuerte y por eso protesta, porque puede, ejerciendo un contrapoder público.

Asistimos al típico recurso piñeriano: el resultado poético es, o parece,


absurdo. Ese hombre, Carlos, obsesionado con patear una caja sin aparente
causa. Pero detrás se esconde la rectilínea y apabullante realidad: la violencia
contenida de un hombre reprimido que explota, de un débil que se desquita
con una caja, más débil que él.

La puesta regula la calidad pendular del juego dispuesto sobre un


espacio escénico cuadrado, concebido por Morales y el diseñador Roberto
Ramos Mori. Mantiene la conciencia de la caja como instrumento poético, en
vez de un instrumento a secas. Tampoco subraya lo metadiscursivo. Los tres
actores se entregan al juego, lo toman en serio y le dan vida, lo hacen real.
Entran y salen de los personajes y de la situación, oscilan entre sus
desempeños como vehículos del juego y los comentarios que les merece el
transcurso del mismo.
Misa profana para enfermos, Una caja de zapatos vacía revela una suerte
de oficio de médium que juegan. Carlos, el hombre, el personaje no quiere
«literatura», abraza la acción, nada de retórica. La mujer se resiste y luego
entra en el retozo aportándole lo suyo, después, en medio de intercambios de
violentos absurdos, ella se lo cree más que él. Eric Morales construye su
personaje desde un paradigma artaudiano: se entrega completo. A Brenda
Besada pueden faltarle claves técnicas porque no tiene formación como actriz,
pero ilumina su papel con suma inteligencia y sensibilidad.

Se explican que la violencia real viene de afuera: despellejan a otros antes


de que los despellejen. Si no mato, me matan. Si no aplasto, me aplastan.
Aunque la dimensión puede ser política, Piñera registra muy bien, de modo
interno, los absurdos caminos de la discusión cotidiana entre marido y mujer:
una nimiedad desemboca en catástrofe. La violencia se dispara en todas
direcciones: del hombre contra la mujer, de la mujer contra el hombre.

Cuando entra Angelito, en una segunda parte del espectáculo, las


referencias clarifican que este juego se ha desarrollado en estaciones porque lo
hacen a diario, como en La noche de los asesinos o en Dos viejos pánicos.
Angelito, alter ego u oscuro símbolo, exige dar la primera patada y salta la
función de las pateaduras en Los siervos. Curiosamente, Roberto Gacio
participó también en el estreno mundial de este texto en 1999, a cargo de Raúl
Martín con Teatro de la Luna. En su larga trayectoria actoral, son varios los
personajes piñerianos asumidos por él. A Angelito le da la vida con energía
juvenil y desde la perspectiva sardónica, torcida y con el toque de opacidad
que le corresponde.

En medio de un carnavalesco juego de inversiones, Angelito representa


esa violencia que viene de afuera o que reprimimos adentro. Angelito avasalla
a Carlos. Después Carlos somete a Angelito, que ha propuesto el trueque de la
pateadura. Un guiño o un manifiesto, según se vea, a favor de la
homosexualidad masculina desafiando los roles y las creencias populares de
quién es o no es. Matar o no matar, he ahí el problema. Casi meter o no meter,
una rescritura homo de Shakespeare. Y escena que culmina en beso entre
hombres para sellar una interesante lectura del director.

Así, son varios poderes los analizados en la horizontalidad de los ejes


entre los personajes: Carlos-Berta, Berta-Carlos, Angelito-Carlos, Carlos-
Angelito. Virgilio domina también la violencia pequeña de lo popular: agitar,
coger la baja, burlarse, etcétera.

No obstante, es difícil leer cada uno de los pliegues. Quizás porque Piñera
no quiso o porque no llegó a pulir esta zona de la obra, a veces velada. Se viaja
a un mundo de vivos y muertos. Angelito estrangula a Carlos. Carlos renace
de Berta y mata a Angelito. Símbolos como el pantalón o la camisa se
distinguen, al parecer, en su semántica masculina. Angelito lucha por
enquistarse en el poder.

¿Puede ser una proposición redentora de Piñera, tan poco redentor en su


literatura? ¿Matar al muerto que está en el vivo? ¿Matar lo reprimido y
librarnos todos? ¿O es condenado el cobarde que solo puede ejercer la
violencia doméstica contra el más débil huyendo de enfrentar al fuerte?

Frente a Una caja… es decisivo seguir el juego, el escenario lúdico instala


preguntas con respecto a la relación entre el poderoso y el débil en distintas
circunstancias. Piñera nos asoma a la entropía, a la autodestrucción de
sistemas cuando carecen de un renovado canal de información que los
oxigene. Una caja de zapatos vacía crea un espacio complejo de protesta y
contrapoder. Lo hace esta puesta mediante una didáctica de la violencia.

(Fragmentos de ponencia leída en los eventos Un fogonazo del absurdo: 100 años
de Virgilio Piñera, y Festival Nacional de Teatro, en septiembre de 2012, Miami y
Camagüey respectivamente. Publicado en Tablas, no. 4 de 2012.).

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