Está en la página 1de 10

[1]

La opción fundamental
Grandes constantes metafísicas

La historia de la filosofía puede presentársenos como una acumulación de pensadores y de ideas


contrapuestos entre sí. En este panorama, aparentemente caótico, tal vez haya un solo tema en el que
todos los grandes autores han coincidido. Podríamos llamarlo “la opción fundamental”.
¿Qué es un gran autor? ¿Por qué merecen ser estudiados por igual filósofos que han pensado cosas
muy distintas entre sí? ¿Por qué Platón y Nietzsche, por ejemplo, son considerados grandes pensadores,
dignos de figurar en lugares de privilegio en la historia de la filosofía, a pesar de que tienen visiones del
mundo contradictorias entre sí? Si no se tratara sólo del contenido de sus doctrinas, ¿en qué consistiría
el criterio para valorarlos? Un gran filósofo sería aquel que ha profundizado hasta el fondo, una de las
grandes alternativas filosóficas, utlizando los elementos de que disponía en las circunstancias de su
época, en relación con la problemática de su presente y con su historia. Los autores superficiales, en
cambio, cuya fama suele ser efímera, serían aquellos que mezclaron ideas, que no fueron a fondo en una
concepción del mundo. Por eso es que la lectura de todo autor profundo es orientadora, aunque sus
pensamientos no coincidan con los del lector. Siempre es importante e iluminador conocer la alternativa
a mi pensamiento, conocer la otra posibilidad. Esto me permite ser más consciente de mis propias ideas
y de los motivos por los cuales he decidido asumirlas. Los autores superficiales, en cambio, confunden.
Como decía Nietzsche, el pensamiento de todo auténtico filósofo está inspirado por una gran
motivación unitaria, por una fuerza única que nutre y anima todas sus propuestas particulares. Toda su
vida, su obra entera, constituye el intento de expresarla ¿Cómo descubrir esta intención fundamental de
un autor? Si realmente se trata de una opción personal profunda, esta opción no puede ser homologada
con ninguna característica meramente técnica de una filosofía. El estudio de la técnica y de las categorías
del pensamiento de un autor es muy importante, es indispensable; pero por sí solo no es suficiente para
asomarnos a la opción fundamental del mismo. Esta opción se expresa en las cuestiones filosóficas
últimas. Esto es, en cuestiones de naturaleza metafísica. Puede existir, a veces, una tensión entre la
técnica filosófica de un autor y su intención profunda. El estudio de esta tensión puede ser iluminador
para hacer justicia al pensamiento de ciertos autores. En efecto, en ciertos casos, un autor con una
intención profunda realista sólo tiene a mano una técnica filosófica inmanentista, o viceversa. Soren
Kierkegaard, el gran existencialista cristiano, criticó al hegelianismo pero, en cierta medida, debió utilizar
su lenguaje y sus categorías.
Por eso es que puede decirse que existen grandes constantes metafísicas correspondientes a cada
alternativa. Ambas posibilidades podrían representarse mediante sendos triángulos, queriendo expresar
que cada una de las opciones constituye una constelación de ideas, íntimamente relacionadas, que, si
bien pueden ser expresadas de formas muy distintas, repiten un espíritu común y obedecen a una lógica
propia.
Los vértices de los triángulos representarían, cada uno, uno de las cuestiones fundamentales de la
metafísica, una de sus grandes constantes. Los lados del triángulo, representarían la unidad indisoluble
que existe entre las constantes metafísicas de determinada opción.
[2]

A. REALISMO B. INMANENTISMO

2) Dios trascendente 2) Monismo/Dios inmanente/Ateismo

1) Orden natural. 3) Mal como 1) Orden artificial. 3) Mal ontológico,


Límites naturales. privación. Sin finitud. necesario, es la
Finitud. Histórico. finitud.
Libertad No hay libertad

El mundo
En el primer vértice de ambos triángulos, el inferior izquierdo, se representaría la concepción del
mundo que cada postura asume.
Para la primera de las opciones, este mundo puede y debe ser contemplado, porque en él hay un
orden natural. La idea de orden implica la de multiplicidad de elementos, cada uno de los cuales tiene un
lugar propio. Cuando, por ejemplo, un ambiente se encuentra ordenado, nos referimos a que cada uno
de los objetos que contiene está ubicado en su lugar. Que este orden sea natural significa que ese lugar,
que esa armonía, nace con las cosas mismas y no es puesto desde afuera (de hecho, la palabra natural
proviene de un verbo latino que significa nacer).
Esta idea, a su vez, supone una visión positiva de los límites naturales. Si a una persona le dijéramos
que es “limitada”, seguramente se sentiría despreciada. No es ésa la idea que esta postura tiene de los
límites. Conforme a ella, los límites “no limitan”. Esto es así porque, si cada cosa tiene su lugar propio,
interior a su ser, los límites serían los guardianes de ese lugar. Los límites, en efecto, distinguirían mi
lugar de otros lugares. Los antiguos romanos acuñaron en esta línea el verbo exterminare, exterminar.
Como sabemos, exterminar es aniquilar, destruir. Ahora bien, algo es destruido cuando se le sacan sus
límites (terminus es límite; ex implica aquí “fuera de”) y no cuando se encuentra contenido por ellos.
Esta concepción, por lo tanto, afirma la existencia de una auténtica finitud, es decir, de cosas reales
limitadas en su ser. Se piensa aquí a los entes finitos como dotados de una consistencia y valor propios.
Puede ponérsele nombre a esta primera postura. Podría ser llamada de muchas formas. Entre ellas,
una muy universal es realismo. Esta palabra proviene del latín res, cosa. Es decir, se trata de una postura
que propone, como primera actitud frente a la realidad, una apertura a las cosas. El mundo porta un
mensaje y nos llama a abrirnos a él. Antes de obrar, hay que contemplar, porque toda acción debería
brotar de esta contemplación previa. El término teoría posee una connotación similar, y deriva de un
verbo griego que significa “ver” (se trata de la misma raíz que Theos, Dios, el que todo lo ve).
Especulación, que procede del latín speculus, espejo, indica algo parecido, en la medida en que la
filosofía deba reflejar la realidad, una realidad que tiene mucho para decir.
[3]

En sentido opuesto, la segunda alternativa podría ser llamada inmanentismo. Esta palabra proviene
del verbo latino manere, permanecer, in, en. Permanecer en mí mismo, como primera actitud, visto que
en el mundo no hay un orden natural, es decir, ninguna pauta previa que deba tener en cuenta para
obrar. La práctica no tendría límites previos. Por eso es que, aquí, el fin práctico sería anterior al
pensamiento, que sería un momento secundario, destinado a justificar y a organizar el fin práctico. Un
refrán -realista- dice “el que no vive como piensa termina pensando como vive”. Esto es, quien no vive
conforme a lo que contempla en la realidad, tarde o temprano termina viviendo como arbitrariamente
quiera o pueda y, finalmente, terminará utilizando a su inteligencia para justificar ese tipo de vida.
Karl Marx, en esta línea, ha dicho que “los filósofos sólo han interpretado diversamente el mundo; de
lo que se trataría es de transfromarlo”. No interpretar, no contemplar, no describir, sino, como primera
actitud, transformarlo. El conjunto de ideas que son el resultado, no de la contemplación, sino del
intento de justificar el fin práctico elegido, suele llamarse ideología.
Pero no debe creerse que esta descripción es una crítica al inmanentismo. Si alguien pensara de esta
forma, esto se debería a que ya ha asumido, aun sin saberlo, una actitud realista, por lo que se siente
más a gusto con su descripción. El inmanentista estaría de acuerdo con estas afirmaciones, porque tiene
motivos profundos para pensar de esa forma. En principio, el inmanentismo es siempre una postura
secundaria. Todos los hombres tienen una infancia de realismo espontáneo, de admiración por el
mundo, de contemplación ingenua, de aceptación de lo que, por ejemplo, sus padres les dicen. En
determinado momento, alguien se hace inmanentista por haberse desengañado de esta visión inicial. En
efecto, uno de los orgullos de un inmanentista lo constituye el hecho de considerarse una persona
adulta, que pudo dejar de lado la seguridad pueril de la confianza realista, que dejó atrás la “minoría de
edad”, según la famosa expresión de Kant.
Para el inmanentista, decíamos, no existe el orden natural. Si existe en el mundo algún orden, es un
orden artificial, impuesto por el hombre a una masa o a un material con el que podía hacer cualquier
cosa, visto que no tenía límites naturales previos. Para el inmanentismo, entonces, no hay finitud –
natural-, ni límites constitutivos de las cosas. Si hay límites, han sido impuestos por el dominio humano y,
por tanto, son exteriores y represivos.
Sigmund Freud, por ejemplo, concebía al niño como un conjunto de impulsos ciegos, sin límites
propios, que buscaban su satisfacción inmediata. El bebé llora y patalea si tiene sed, si tiene hambre, si
tiene frío… Pero, inevitablemente, la sociedad, a través de los padres, debe limitar esos deseos
absolutos. Si un adulto llora y patalea para comer, perecería. Por eso es que los padres comienzan a
decirle “no” al niño: ahora no se juega, ahora no se come, ahora no se duerme… Este conjunto de
negaciones, de límites artificiales, es la cultura. Una de las grandes obras de Freud lleva por título El
malestar en la cultura, precisamente por este motivo. La cultura provoca malestar en forma inevitable,
porque consiste en la cristalización de todas las limitaciones e inhibiciones que le son aplicadas desde el
exterior al individuo. Sería imposible que no hubiera un conflicto entre mis deseos y la cultura.
Recientemente, por ejemplo, un filósofo argentino afirmaba que uno de nuestros principales problemas
radicaba en la cada vez mayor violencia reinante. Y en que esta violencia, a su vez, era el resultado de la
pérdida generalizada de las inhibiciones en las que se basa toda cultura. La falta de represión desemboca
inevitablemente en la irrupción de conductas crueles y antisociales.

Dios
Todos los autores realistas han afirmado, en alguna medida, que, si existe un mundo verdadero,
bueno, ordenado, ha sido obra de un Dios creador. Este Dios es trascendente, es decir, está más allá del
mundo. Si las cosas de este mundo son finitas, Dios es infinito. Ninguna de sus cualidades tiene límites.
Es infinitamente sabio, bueno, poderoso. Como creador, como dador del ser de las cosas, debe disponer
[4]

de todo el ser. Todo lo que hay en el mundo procede de Dios. Dios está en el mundo, pero el mundo, que
es finito y está formado por cosas finitas, no es Dios.
Esta relación podría expresarse, en términos de la filosofía contemporánea, afirmando que entre el
mundo y Dios existe una relación de presencia y distancia. Esta relación de presencia y distancia es la
clave de todos los temas fundamentales para el realismo. Presencia porque, como está dicho, el ser y
todas las perfecciones de las cosas proceden de Dios. Toda perfección de las cosas finitas es un reflejo de
la infinita perfección divina. Desde Platón suele llamarse participación a esta relación entre las creaturas
y Dios. Participar viene del latín, partem capere, tomar parte o tener en parte. Los entes finitos tienen en
parte, de manera participada, perfecciones que en Dios se encuentran sin límite alguno.
No debe identificarse esta postura con una opinión religiosa. Una religión puede adoptar esta visión,
pero se trata de una visión natural previa a lo religioso. De hecho, algunas concepciones religiosas
adoptan una visión del mundo inmanentista.
Esta relación vertical de presencia y distancia es el fundamento de que las relaciones horizontales, de
los seres finitos entre sí, también sean entendidas como relaciones de presencia y distancia. Tomemos
como ejemplo las relaciones más altas posibles entre dos seres finitos, las relaciones personales. El
conocimiento siempre ha sido entendido por el realismo como una relación de presencia y distancia.
Cuando yo conozco algo, lo conocido está en mí. Pero no está físicamente, porque lo conocido no se ve
afectado por mí ¿Qué diferencia existe entre ver, por ejemplo, una manzana, y comerla? En los dos
casos, la manzana está en mí. Pero, cuando la veo, la manzana sigue siendo lo que es. Si no siguiera
siendo lo que es, estrictamente hablando no la conocería, porque el conocimiento supone tener noticia
de lo otro en tanto que otro.
El amor es entendido de forma análoga por el realismo. Quienes se aman se unen en alguna medida.
El amor implica una tendencia a la unión. Quien es amado vive presente en el amante. Pero el realismo
considera amor auténtico a aquel en el cual la presencia mutua de los amantes no implica la anulación o
dominio de ninguno sino, por el contrario, el desarrollo de cada uno en la línea de su identidad propia.
Un signo distintivo de un amor normal estaría constituido por la promoción del crecimiento personal de
cada uno de los que se aman.
¿Qué relación tiene esta relación horizontal de presencia y distancia con la vertical señalada antes?
Es un hecho que sólo han entendido de esta forma el conocimiento y el amor (o toda otra relación
horizontal entre los seres finitos) aquellos que han afirmado la existencia previa de aquella relación
vertical. En efecto, si Dios creó las cosas, las pensó y, en esa medida, las dotó de inteligibilidad, les
confirió una esencia y un sentido. Su ser es verdadero, decían los autores medievales. Ellos explicaron
este aserto con el ejemplo de un artesano y sus obras. Si yo puedo pretender encontrar el por qué cada
pieza de un artefacto tiene una función y el todo tiene una armonía, esto se debe a que ese artefacto fue
pre-pensado. Si puedo desarmar, por ejemplo, una computadora y descubrir su funcionamiento, alguien
tiene que haberla diseñado antes. Al descubrir ese funcionamiento estoy descubriendo un pensamiento
encerrado en el artefacto. El pensamiento de su creador. No podría descubrir ese orden allí donde no
existiera ese diseño previo. No podría hallar, por ejemplo, la función de cada objeto en un basural,
porque su disposición no dependió de una mente que lo ordenó. De forma análoga, poder descubrir la
esencia de un ente es signo de que ese ente ha brotado de un ser inteligente que lo ha pensado primero.
La mente divina, decía Sto. Tomás de Aquino, es causa de la verdad de las cosas (o verdad ontológica). Y
la verdad de las cosas es causa de la verdad de nuestra mente (o verdad lógica).
Algo similar sucede con la bondad de las cosas. Sólo podemos querer algo (y así entablar con él una
relación de presencia y distancia) si ese algo fue pre-querido por Dios al crearlo. Si las cosas proceden por
creación de un Dios que las quiso, las cosa son buenas. Y, si las cosas son buenas, podemos quererlas. En
seguida veremos que, para el inmanentismo, las cosas no son cognoscibles ni amables por sí mismas.
[5]

Si fuera correcto que, según decíamos, la clave del realismo está dada por la fundante relación de
presencia y distancia, las dos formas de negar este relación serían las de negar la presencia o negar la
distancia. Las dos posturas extremas del inmanentismo serían, entonces o la de pura presencia sin
distancia, o la de pura distancia sin presencia.
Veamos. Para el inmanentismo, claro está, no existe un Dios trascendente, porque no existen límites
en las cosas ni, por tanto, finitud. Si las cosas no tienen límites, no puede haber un Dios más allá de ellas.
Más aún, ¿cuántas cosas existen si, en el fondo, los límites no existen? Imaginemos, por ejemplo, que he
dividido en varias partes una cantidad de agua mediante tabiques. Si saco dichas divisiones, ¿cuántas
“aguas” me quedan? Claro está que sólo una. Esto afirma el inmanentismo: si no son reales los límites,
en el fondo sólo existe una sola cosa. A esta postura metafísica se la llama monismo (del griego monos,
uno) ¿En qué sentido esta postura puede entenderse como presencia sin distancia? En cuanto esa única
substancia está tan presente en el mundo, que impide toda distancia. A las cosas finitas no les quedaría
lugar para poseer consistencia. Serían avasalladas por ese Todo. Finito e infinito no conservan su lugar,
sino que estaríamos frente a una infinitización de lo finito.
Este único ser puede ser llamado Dios ( y la postura será llamada panteísmo, del griego pan, todo, y
theós, Dios; este Dios, en este caso, ya no será trascendente sino inmanente, es decir, se identificará con
las cosas y no estará más allá de ellas), la materia (materialismo), la Idea, la substancia, el Todo, el Uno,
etc.
Si, ahora, atendemos a las cosas que nos rodean ¿Qué valor, qué consistencia, qué sentido tienen en
una postura monista? ¿Qué armonía las relaciona? Si sólo existe el Todo, ninguna de ellas tiene valor ni
sentido. Se trata de aparentes seres individuales sin ninguna razón de ser ni ningún lugar natural en el
mundo. Por eso es que esta postura de distancia sin presencia puede ser llamada nihilismo (del latín nihil,
nada). Nada tiene valor. Téngase en cuenta que el nihilismo es la contracara del monismo. Todo gran
monista fue nihilista y viceversa. Si sólo existe un único ser -monismo- , los aparentes seres particulares
no tienen valor. Pero tampoco lo infinito tiene plenitud, porque no es trascendente, por lo que no hay en
él más que la suma de las cosas finitas. Se trata del movimiento inverso al de la infinitización de lo finito.
Nos hallamos, ahora, antes una finitización de lo infinito.

El realismo, en el centro, entre dos extremos


Si alguien pensara que no se siente a gusto con las posturas extremas, que se inclina, más bien, por
una postura “de centro”, sin tener que optar por alternativas excluyentes, esto sería un indicio de que
posee una actitud realista.
En efecto, como está dicho, el realismo no se opone en forma absoluta a ninguna doctrina, sino sólo
en algunos de sus aspectos. Simplificando, si el corazón del realismo es la combinación de presencia y
distancia, y si las formas extremas del inmanentismo pueden delinearse por la pura presencia o la pura
distancia, tenemos que el realismo se ubica en el centro y, a ambos lados, estaría una forma extrema del
inmanentismo. El realismo no se opondría completamente al monismo, sino que aprobaría de él su
intuición acerca de la presencia de un fundamento único; le objetaría que esta presencia no está
contrapesada con la distancia, con el reconocimiento de la consistencia de los seres finitos que
participan de Dios. Por otra parte, el realismo aprobaría la convicción nihilista de que hay individuos
distintos en este mundo, pero rechazaría la idea de que no existe un elemento de armonía, de unidad,
detrás de ellos. Las dos posturas inmanentistas, en cambio, son máximamente opuestas entre sí. Y, al
mismo, tiempo, finalmente se identifican. Santo Tomás de Aquino, autor realista, afirmaba que “entre
dos errores, hay más oposición que entre el error y la verdad”.
[6]

El mal y la libertad
Los temas del mal y la libertad -de ellos se trata-, poseen la mayor importancia existencial. Aportan
el dinamismo existente entre estas posturas e inspiran la tensión dialéctica que hay entre ellas. Su
consideración nos aleja de las simplificaciones y de las calificaciones fáciles. Ambas cuestiones plantean a
todos los hombres interrogantes arduos y de decisiva importancia en sus vidas. Estas preguntas surgen
por igual en realistas e inmanentistas. La verdadera diferencia entre ambos no radica en las preguntas
formuladas -que, en el fondo, son las mismas-, cuanto en las respuestas. Un realista que permanece tal
por no haberse formulado estas preguntas no sería un auténtico realista. Su postura tendría algo de
casual y provisorio, y recién se definiría cuando estos interrogantes se presentaran en su vida.
¿El mal, talón de Aquiles del realismo?
Si alguien expusiera sus ideas realistas tal como lo hemos hecho hasta ahora (una realidad ordenada,
causada por un Dios trascendente, omnipotente y bueno, en la cual todo tiene sentido), la primera
objeción que saltaría a la vista sería la de la existencia del mal en el mundo. Al observador sensible
podría parecerle hasta ofensivo que se osara hablar de orden y sabiduría frente al despliegue de dolor y
malicia que nos ofrece la realidad que nos rodea.
Aun si Dios no es el causante del mal, ¿cómo puede permitirlo? Si Dios es bueno, no debe querer que
haya mal. Si Dios es omnipotente, puede evitarlo. Si puede y quiere evitarlo, ¿por qué no lo hace?
¿Diríamos que es buena una persona que, estando en sus manos hacerlo, no impide un determinado
mal?
Se ha dicho que debemos al filósofo Epicuro, que vivió entre los siglos IV y III a. C., una de las
primeras formulaciones precisas de este problema: “O bien Dios no quiere eliminar el mal o no puede; o
puede, pero no quiere; o no puede y no quiere; o quiere y puede. Si puede y no quiere es malo, lo cual
naturalmente debería ser extraño a Dios. Si no quiere ni puede, es malo y débil y, por tanto, no es ningún
Dios. Si puede y quiere, lo cual sólo es aplicable a Dios, ¿de dónde provienen entonces el mal o por qué
no lo elimina?”.
No se trata de una pregunta que posea una respuesta fácil. Es frecuente que una persona con
intención realista repita a medias explicaciones que, sin ser profundizadas, hasta podrían resultar
inaceptables conforme a sus mismos principios. La profundidad es indispensable también en este tema.
Por ejemplo, suele aducirse que Dios permite el mal para respetar la libertad. Si no se aclara nada
más, podría objetarse: ¿para respetar la libertad de quién? ¿De los victimarios o de las víctimas? En
efecto, si por ejemplo aplicáramos este principio a un asesinato, parecería que Dios no interviniera para
respetar la libertad del asesino y no la del asesinado…
Suele argumentarse, además, que Dios permite los males en su sabiduría, para sacar de ellos bienes
mayores. En otras palabras, estos males no serían tan malos a los ojos de Dios, porque serían para él
medios para engendrar bienes. Con frecuencia, suele identificarse esta explicación con la respuesta
cristiana a la cuestión. Es usual que, cuando queremos consolar a alguien de un gran mal que se
encuentra padeciendo, le digamos cosas como “Dios sabe lo que hace”, “hay que confiar en la voluntad
divina”, “no hay mal que por bien no venga”, etc. En todos los casos, aparentemente estaríamos
alentando al que sufre a confiar en que lo que le sucede ha sido querido por Dios, por malo que parezca.
Cabe destacar que estos argumentos, al menos así explicados, serían insostenibles para una postura
realista, para la cual Dios es realmente bueno y el mal es injustificable. “El fin no justifica los medios”, es
decir, no puede buscarse un fin bueno con medios malos. Si este principio vale para el ser humano, tanto
más valdría para Dios.
El recurso a disminuir en alguna medida la gravedad del mal para llegar a hacerlo compatible con los
planes divinos fue difundido en Europa a partir del siglo XVII. Según comentábamos, no puede
[7]

identificarse con la postura realista sobre la cuestión. Si tuviéramos que identificar esta perspectiva con
un autor importante entre quienes la han mantenido, podríamos referirnos al gran filósofo Gottfried
Leibniz, quien escribió la famosa Teodicea o “justificación de Dios” a comienzos del siglo XVIII. Leibniz
recogía una mentalidad que se había difundido por Europa desde el siglo XVII. Podríamos resumirla en la
frase del poeta inglés Alexander Pope: “Whatever is, is right”. Todo lo que sucede, está bien, porque
responde al plan de Dios.
Todavía más difícil
Las dificultades planteadas pueden agravarse más todavía. No se trata sólo de preguntarse cómo
Dios permite el mal sino que cabe plantear cómo puede haber algo en el mundo que no sea causado por
Dios.
En efecto, hemos visto que, para el realismo, todo lo que existe en el mundo debe haber sido creado
por Dios, debe ser participación de él. De hecho, por ejemplo, dios conoce todo. Pero su conocimiento, a
diferencia del nuestro, es causa de la verdad de las cosas (ver p. 13). Si, cuando Dios conoce, causa a las
cosas (y su conocimiento no es causado por éstas como, por ejemplo, el humano), ¿cómo conoce Dios un
acto malo, por ejemplo, un asesinato? ¿Lo conoce porque alguien decidió matar o alguien decidió matar
porque Dios así lo dispuso? Aparentemente, ambas soluciones serían insatisfactorias. La primera, porque
iría contra la trascendencia y absoluta perfección divinas; la segunda, porque atacaría la bondad divina.
El mal es privación
Intentemos referir al menos algunos elementos de la tradición realista acerca del mal. En primer
lugar, es sabido que el realismo define al mal como una ausencia de un bien debido. No como simple
ausencia de bien (como veremos, esto podría ser identificado con la postura inmanentista sobre el mal)
sino como ausencia de un bien debido ¿Por qué no constituye un mal el hecho de que un hombre no
tenga alas (que, sin embargo, son un bien) y sí lo es el no tener piernas? Porque, claro está, las piernas
son un bien debido.
Téngase en cuenta que esto une la tesis realista sobre el mal con la del orden natural. En efecto,
¿cuál es el parámetro para afirmar que un bien es o no es debido? El orden natural. Bien mirado, para
esta perspectiva afirmar que existen males en el mundo, que las cosas están heridas por el mal, implica
afirmar también el orden natural y, por lo tanto, que existe un Dios creador. “Si malum est, Deus est” (si
hay mal, Dios existe), afirmaba Sto. Tomás de Aquino.
Profundizar en esta tesis del mal como privación es el comienzo de la respuesta realista a la cuestión.
Respuesta nunca definitiva y siempre abierta al misterio, que no elimina el dolor ni niega la terribilidad
del mal. Si el mal es privación, es no ser, su causa no debe ser eficiente -como la de todo ser- sino
deficiente. Nos preguntamos aquí sobre la causa de que algo no se dé. La causa de que algo no se dé no
puede ser un acto sino la falta de él. Un no-acto es lo único que una creatura finita puede “hacer” sola.
En efecto, todo ser es causado por Dios.
No sería contradictorio que el hombre causara el mal sin la ayuda divina, porque esta causa
deficiente no pide un acto -que debería por fuerza ser participado de Dios- sino un no-acto. El filósofo
Jacques Maritain parafrasea la sentencia evangélica “sin Mí nada podéis hacer” y la convierte, para su
explicación filosófica, en “sin Mí, podéis hacer la nada”. Sólo en el mal el hombre podría ser causa
primera. En el bien, siempre es causa segunda y Dios causa primera. En casi todas las tradiciones
culturales se transmite esa idea. Quien es un gran artista, un pionero, un fundador, un santo, se siente
“inspirado” y cumpliendo una “misión”. Esto es, se experimenta como causa segunda en el bien. Quien,
en cambio, quiere ser “como Dios”, comienzo absoluto -causa primera-, siempre hace al mal. De aquí
que el pecado sea explicado como la consecuencia del “querer ser como Dios”. Un ser humano sólo
puede ser causa primera deficiente.
[8]

El mal es terrible, pero débil


Para el realismo, el mal es terrible, por ser una herida del ser, una injusticia dolorosa. Que el mal sea
una falta, una ausencia, no significa que no haya mal en el mundo ni que éste careza de importancia. Al
contrario, el mal es terrible y muy grave, siempre en forma proporcional al bien que está quitando. La
gravedad del mal radica en el bien que impide. Por eso, decir que el mal es privación no implica negar su
terribilidad sino fundamentarla.
Pero se sigue de aquí otra consecuencia: si el mal es privación e inclusive su gravedad se mide en
relación al bien, el mal siempre es más débil que el bien. Más aún, el mal siempre toma su poder
prestado del bien. Es un parásito del bien. Todo lo que el mal tiene de atractivo, debe haberlo tomado
del bien. De aquí que el mal implique siempre una cierta frustración: todo lo que se obtiene en el mal se
obtendría de forma completa en el bien. El mal así entendido, por lo tanto, es consecuencia de una cierta
represión. De la represión del ser plena que proviene de esa causa deficiente que pone quien obra mal.

¿El pecado original, tema también filosófico?


Para una postura realista, si hay mal en el mundo, éste sólo puede provenir de un acto libre (cuya
causa, según comentamos, es un no-acto). Si así no fuera, si estuviera en la naturaleza de las cosas, Dios
sería el culpable del mismo1.
Esto implica que, conforme a esta perspectiva, el mal entró en el mundo pero podría no haberse
dado. Más aún, lo más lógico habría sido que no hubiera mal. No existe ninguna tendencia profunda al
mal en alguna creatura, puesto que éstas han sido creadas por Dios. El mal, por lo tanto, es histórico.
Cuando estudiamos Historia, a diferencia de otras disciplinas, no intentamos captar cómo debían
necesariamente ser las cosas, sino cómo fueron de hecho, puesto que podrían haber sido de otra forma.
Toda filosofía realista, por lo tanto, supone una cierta doctrina del pecado original. Nótese que esta idea
no es privativa de las religiones, sino que no hubo filosofía realista que no hiciera cierta referencia a un
pecado original. Podría escribirse una historia de la filosofía tomando como referencia lo que cada autor
ha pensado sobre este tema. G. Riconda, por ejemplo, ha editado un volumen sobre esta cuestión en la
Filosofía Moderna.
Cuando se dice que Dios ordena lo malo a lo bueno, cuando “saca” algo bueno de lo malo, por lo
tanto, no hay que pensarlo, conforme a esta postura, como si Dios quisiera lo malo como un medio para
llegar al bien. Al contrario, Dios de ninguna forma quería lo malo y lo que él había planeado era que no
hubiera mal. Y lo más esperable era que no lo hubiera habido. Pero supuesto que hubo un mal en el que
Dios no estuvo implicado de ninguna forma, Dios no permite que tenga la última palabra y lo ordena al
triunfo del bien. Pero el mal que sucedió es una herida de alguna forma irreparable. La misma Redención
no convierte a lo malo en bueno. Lo malo sigue siendo malo y era mejor que no se hubiera dado. La
existencia humana es dramática.
Sin Dios, contra el mal
Decíamos que uno de los motivos principales por los cuales una persona realista se hace
inmanentista radica en que concluye que es absolutamente imposible conciliar el mal que hay en el
mundo con la existencia de un Dios trascendente. Quien se niega a aceptar consuelos que, por ejemplo,
minimizan la gravedad del mal para incluirlo en los planes divinos, quienes no quieren transigir con el
mal de ninguna forma, en muchas ocasiones se deciden por la revolución interior de convertirse en
inmanentistas.

1
Téngase en cuenta que nos referimos aquí al mal más grave, al llamado mal moral, y no al mal físico, que es
consecuencia de que haya cosas materiales.
[9]

La primera actitud que salta a la vista luego de una conversión de esta naturaleza, es que, conforme
a esta nueva perspectiva, ya no existe ni bien ni mal. En efecto, si no hay orden natural ni parámetro
previo ninguno, no puede decirse que ningún acto sea malo o bueno. En principio, parecería que esta
postura posibilita una mayor libertad. Una libertad absoluta.
Pero la totalidad de los inmanentistas ha terminado pensando otra cosa respecto del mal. Otra cosa
más sombría y pesimista. Aunque no exista parámetro para distinguir entre el bien y el mal, lo cierto es
que yo y todos los hombres seguimos sufriendo por algo que no querríamos sufrir. ¿Cómo se explica,
entonces el mal, si ya no procede de un pecado original, de un hecho histórico por el que se ha ido
contra el orden natural?
En una concepción inmanentista el mal es la misma finitud. Aquello que en el realismo era bueno,
aquí es malo. Si la verdadera imagen del mundo es la monista, si sólo existe una sola cosa, ¿cuál es el
destino inexorable de todo lo finito? Disolverse, fundirse, en el Todo, en ese único ser. La palabra pánico
posee este origen. El mayor terror es provocado por este todo (en griego, pan es “todo”) que no es un
Creador amoroso, como en el realismo, que quiere que los seres finitos sean y lleguen a su plenitud
dentro de sus límites.
La última etapa del pensamiento de Sigmund Freud, siempre influido por las ideas de Arthur
Schopenhauer y de Friedrich Nietzsche, está signada por su teoría de la “pulsión de muerte”. Su obra de
1920 Más allá del principio del placer postula que la tendencia más profunda de todo ser humano -y, en
el fondo, de toda cosa- es una tendencia regresiva a un estado anterior. El estado absolutamente
anterior y originario al que todo va a volver es el de un todo indiferenciado. Por eso, más allá del
principio del placer, se encuentra la pulsión de muerte. El individuo puede llegar a pensar que persigue
fines propios, como el placer. Pero esto no es más que un “rodeo” hacia la muerte y la destrucción.
El mal, por lo tanto, ya no es histórico sino ontológico. Es inevitable, inexorable. Todo lo finito
encierra una bomba de tiempo. Cuando crece y se siente consistente, afirma, Schopenhauer, en verdad
sucede algo análogo al de una burbuja de jabón: como ésta, está próximo a estallar.

La revolución imposible
Se produce así una dolorosa paradoja: quien con valentía rompe con su visión anterior del mundo,
visión que le impedía luchar contra el mal, visión que lo obligaba a transigir con el mal, ahora decide
rendirse frente a un mal que considera inevitable. Si el mal es histórico, puede lucharse contra él, con la
esperanza de derrotarlo, aunque sea en el fin de los tiempos. Si el mal es ontológico, no cabe la
esperanza de vencerlo.
Muchos autores han explicado de esta forma la caída por implosión de grandes regímenes marxistas.
El marxismo, como cualquier inmanentismo, en el fondo es una postura rígidamente no revolucionaria.
Cuando una revolución marxista toma el poder, los luchadores románticos por un mundo mejor suelen
ser eliminados en primer lugar. Luego, suele instalarse un gobierno que sólo puede dedicarse a
administrar férreamente un estado de cosas que no puede mejorar.
¿Optimismo o pesimismo?
¿Qué es más coherente con estas ideas acerca del mal ontológico? ¿El optimismo o el pesimismo?
Algunos autores han propuesto una actitud optimista, valorando la entrega heroica del individuo a una
causa superior, la causa del todo. Lo mayoría, en cambio, ha concluido que, en esta perspectiva, el
pesimismo es inevitable.
[10]

En busca de la libertad
Otra de las motivaciones profundas del inmanentismo es la de la aparente incompatibilidad entre
una libertad finita y la omnipotencia divina. En efecto, el inmanentismo considera imposible
compatibilizar la libertad humana con la existencia de un Dios trascendente y con la de un orden natural.
Un Dios absoluto, Acto Puro, debe causar lo que conoce, porque nada exterior a él puede sumarle ser o
conocimiento ¿Dios sabe lo que hacemos porque decidimos hacerlo así o decidimos hacerlo así porque
Dios lo ha pensado y decidido?
Librarse de un Dios trascendente parece redundar, en primera instancia, en la conquista de una
libertad completa. Como afirma Iván Karamazov, al no existir Dios, “todo está permitido”. En términos de
Sartre, adquirimos de esta forma una libertad “de 360º”, una libertad que es absoluta indeterminación.
Toda determinación particular, toda distinción por la cual debería hacerse algo en lugar de otra cosa,
constituiría un cierto límite contrario a la libertad.
Pero las conclusiones de los autores inmanentistas no son tan optimistas respecto de esta cuestión.
Sucede algo análogo que con el mal: así como respecto del mal, se comienza negando a Dios y a su orden
para poder luchar contra el mal, para terminar luego afirmando que el mal es inevitable, respecto de la
libertad se empieza negando a Dios y a su orden para conquistar la libertad completa, pero se termina
negando la libertad. Todo autor inmanentista que ha afirmado que “todo está permitido” ha concluido
finalmente que “nada está permitido”.
Puede analizarse esto, en primer lugar, desde un punto de vista psicológico. Si lo puedo todo,
significa que no hay límites, que no hay barreras para mi actuar, que no debo adaptarme ni respetar
ninguna realidad exterior con contornos propios. Supuesto esto, ¿podría querer algo en particular?
Aquello que intento conseguir mediante una acción determinada, ¿podría ser logrado si, de entrada,
niego su consistencia?
Si elegir implica querer esto y no aquello, optar por una posibilidad y no por otra -recordemos que el
verbo “decidir” significa, en latín, “cortar”-; en otras palabras, si elegir requiere determinarse, una
libertad consistente en no estar determinado demandaría no elegir nunca.

Otra idea de libertad


El realismo no define a la libertad como indeterminación o indiferencia, sino como capacidad de
determinación al bien. La posibilidad de realizar el mal no sería de la esencia de la libertad, sino sólo
propia de la libertad finita. La máxima libertad coincidiría aquí con mi tendencia más profunda. Dios no
puede hacer el mal y, sin embargo, es máximamente libre.
Conforme a esta postura, entonces, cuando el hombre decide ser causa segunda en el bien, su obrar
tiene una máxima unidad y plenitud. Coinciden sus tendencias y sus decisiones libres, sus deseos y su
conocimiento, su pensamiento y sus actos. Además, se encuentra en armonía con su principio último,
con Dios. Por eso de que los santos cristianos solían decir que la forma más libre y activa de vivir es el
abandono en la providencia divina. Cuando, en cambio, alguien decide ser causa primera en el mal, se
produce un cierto quiebre interior. Aparentemente, tomo las riendas completas de mi vida. Pero, como
soy creado, no hago lo que en lo profundo querría hacer, que es para mí como un sello de mi creación.
De alguna forma, me reprimo y, de esa forma, divido mi ser. Al mismo tiempo, debilito mi energía. Por
eso es que el obrar malo es una cierta indeterminación voluntaria, que va debilitando a la misma
libertad. Se trata de una especie de suicidio de la libertad. Para el realismo, por lo tanto, la indiferencia o
indeterminación puede ser un primer grado, el más bajo, de libertad, que debe desarrollarse y
fortalecerse con la determinación al bien.

También podría gustarte