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Realismo

El mundo
En el primer vértice de ambos triángulos, el inferior izquierdo, se representaría la
concepción del mundo que cada postura asume.
Para la primera de las opciones, este mundo puede y debe ser contemplado, porque en él
hay un orden natural.
La idea de orden implica la de multiplicidad de elementos, cada uno de los cuales tiene un
lugar propio. Cuando, por ejemplo, un ambiente se encuentra ordenado, nos referimos a que
cada uno de los objetos que contiene está ubicado en su lugar.
Que este orden sea natural significa que ese lugar, que esa armonía, nace con las cosas
mismas y no es puesto desde afuera (de hecho, la palabra natural proviene de un verbo
latino que significa nacer).
Esta idea, a su vez, supone una visión positiva de los límites naturales. Si a una persona le
dijéramos que es “limitada”, seguramente se sentiría despreciada. No es ésa la idea que esta
postura tiene de los límites. Conforme a ella, los límites “no limitan”. Esto es así porque, si
cada cosa tiene su lugar propio, interior a su ser, los límites serían los guardianes de ese
lugar. Los límites, en efecto, distinguirían mi lugar de otros lugares. Los antiguos romanos
acuñaron en esta línea el verbo exterminare, exterminar. Como sabemos, exterminar es
aniquilar, destruir. Ahora bien, algo es destruido cuando se le sacan sus límites (terminus es
límite; ex implica aquí “fuera de”) y no cuando se encuentra contenido por ellos.
Esta concepción, por lo tanto, afirma la existencia de una auténtica finitud, es decir, de
cosas reales limitadas en su ser. Se piensa aquí a los entes finitos como dotados de una
consistencia y valor propios.
Puede ponérsele nombre a esta primera postura. Podría ser llamada de muchas formas.
Entre ellas, una muy universal es realismo. Esta palabra proviene del latín res, cosa. Es
decir, se trata de una postura que propone, como primera actitud frente a la realidad, una
apertura a las cosas. El mundo porta un mensaje y nos llama a abrirnos a él. Antes de obrar,
hay que contemplar, porque toda acción debería brotar de esta contemplación previa. El
término teoría posee una connotación similar, y deriva de un verbo griego que significa
“ver” (se trata de la misma raíz que Theos, Dios, el que todo lo ve). Especulación, que
procede del latín speculus, espejo, indica algo parecido, en la medida en que la filosofía
deba reflejar la realidad, una realidad que tiene mucho para decir.
En sentido opuesto, la segunda alternativa podría ser llamada inmanentismo. Esta palabra
proviene del verbo latino manere, permanecer, in, en. Permanecer en mí mismo, como
primera actitud, visto que en el mundo no hay un orden natural, es decir, ninguna pauta
previa que deba tener en cuenta para obrar. La práctica no tendría límites previos. Por eso
es que, aquí, el fin práctico sería anterior al pensamiento, que sería un momento secundario,
destinado a justificar y a organizar el fin práctico. Un refrán - realista- dice “el que no vive
como piensa termina pensando cómo vive”. Esto es, quien no vive conforme a lo que
contempla en la realidad, tarde o temprano termina viviendo como arbitrariamente quiera o
pueda y, finalmente, terminará utilizando a su inteligencia para justificar ese tipo de vida.
Karl Marx, en esta línea, ha dicho que “los filósofos sólo han interpretado diversamente el
mundo; de lo que se trataría es de transformarlo”. No interpretar, no contemplar, no
describir, sino, como primera actitud, transformarlo. El conjunto de ideas que son el
resultado, no de la contemplación, sino del intento de justificar el fin práctico elegido, suele
llamarse ideología.
Pero no debe creerse que esta descripción es una crítica al inmanentismo. Si alguien
pensara de esta forma, esto se debería a que ya ha asumido, aun sin saberlo, una actitud
realista, por lo que se siente más a gusto con su descripción. El inmanentista estaría de
acuerdo con estas afirmaciones, porque tiene motivos profundos para pensar de esa forma.
En principio, el inmanentismo es siempre una postura secundaria. Todos los hombres
tienen una infancia de realismo espontáneo, de admiración por el mundo, de contemplación
ingenua, de aceptación de lo que, por ejemplo, sus padres les dicen. En determinado
momento, alguien se hace inmanentista por haberse desengañado de esta visión inicial. En
efecto, uno de los orgullos de un inmanentista lo constituye el hecho de considerarse una
persona adulta, que pudo dejar de lado la seguridad pueril de la confianza realista, que dejó
atrás la “minoría de edad”, según la famosa expresión de Kant.
Para el inmanentista, decíamos, no existe el orden natural. Si existe en el mundo algún
orden, es un orden artificial, impuesto por el hombre a una masa o a un material con el que
podía hacer cualquier cosa, visto que no tenía límites naturales previos. Para el
inmanentismo, entonces, no hay finitud –natural-, ni límites constitutivos de las cosas. Si
hay límites, han sido impuestos por el dominio humano y, por tanto, son exteriores y
represivos.
Sigmund Freud, por ejemplo, concebía al niño como un conjunto de impulsos ciegos, sin
límites propios, que buscaban su satisfacción inmediata. El bebé llora y patalea si tiene sed,
si tiene hambre, si tiene frío… Pero, inevitablemente, la sociedad, a través de los padres,
debe limitar esos deseos absolutos. Si un adulto llora y patalea para comer, perecería. Por
eso es que los padres comienzan a decirle “no” al niño: ahora no se juega, ahora no se
come, ahora no se duerme… Este conjunto de negaciones, de límites artificiales, es la
cultura. Una de las grandes obras de Freud lleva por título El malestar en la cultura,
precisamente por este motivo. La cultura provoca malestar en forma inevitable, porque
consiste en la cristalización de todas las limitaciones e inhibiciones que le son aplicadas
desde el exterior al individuo. Sería imposible que no hubiera un conflicto entre mis deseos
y la cultura. Recientemente, por ejemplo, un filósofo argentino afirmaba que uno de
nuestros principales problemas radicaba en la cada vez mayor violencia reinante. Y en que
esta violencia, a su vez, era el resultado de la pérdida generalizada de las inhibiciones en las
que se basa toda cultura. La falta de represión desemboca inevitablemente en la irrupción
de conductas crueles y antisociales.
Tiempo después de Freud, y participando de este debate, Herbert Marcuse, famoso autor de
la Escuela de Frankfurt y en parte inspirador del “Mayo francés del ‘68”, responde a estas
ideas de Freud con su Eros y civilización, donde explica que la idea de Freud es correcta,
pero no absolutamente. Sólo lo es para esta civilización occidental de los últimos siglos,
pero ha llegado el momento de engendrar una nueva civilización que no vaya contra eros,
contra el deseo. Esto es que, según su opinión, podría haber una civilización que proponga
límites no represivos.
¿Qué responderíamos a la pregunta de si es más placentera, aun físicamente, la vida moral
o la inmoral? Es muy probable que muchos optáramos por la segunda alternativa,
considerándola hasta obvia. Quien así pensara, estaría adscribiéndose a una idea de que el
orden moral es artificial. Para el realismo, puede haber una moral represiva de este tipo,
pero ésta no sería una auténtica moral.
Una batalla cultural
No pasa un día sin que esta batalla entre una concepción de límites naturales o de meros
límites artificiales no sea discutida en nuestra sociedad o reflejada en los medios de
comunicación. Por ejemplo, en cuestiones como la de la posible despenalización del aborto.
Quienes sostienen que el aborto va contra un principio central del orden natural, sostienen
que el tema ni siquiera es discutible, y que no puede estar supeditado ni aun a la elección de
la mayoría. Conforme a esta postura, existen ciertos derechos anteriores a la libertad
humana, por lo que no podrían ser modificados por ésta (suele llamarse iusnaturalismo a
esta postura). Para el inmanentismo, en cambio, si todo orden es construido (esta postura
jurídica suele llamarse iuspositivismo), su estructura dependerá de alguna forma de la
voluntad humana, sea individual o colectiva. Si la mayoría votara que se debería
despenalizar el aborto, no habría ningún argumento que oponer, porque no existiría ninguna
instancia suprapositiva, ningún principio previo a lo que los hombres decidieran.
La discusión acerca de si debe hablarse de dos sexos naturales, masculino y femenino, o de
infinitos géneros, dependientes de las construcciones sociales o de la elección individual,
según los casos, discurre por las mismas coordenadas. En el mundo anglosajón, por
ejemplo, es la discusión entre nature y nurture.
Una cuestión interesante y vinculada a esta problemática es la de la tolerancia. Es notable
que cada una de estas posturas acerca del mundo que nos rodea, realismo e inmanentismo,
afirme de sí misma ser tolerante y acuse a su rival de ser intolerante. Veamos. El
inmanentismo afirma que el realismo es intolerante por querer imponer un criterio único,
indiscutible, para ciertos temas, y por llegar a juzgar a quienes no lo aceptan como
equivocados o anormales. Tolerar y discutir cualquier opinión sobre cualquier tema -porque
ninguna opinión es absoluta, sino que todas son relativas a la iniciativa humana-, afirman,
sería la actitud auténticamente tolerante.
Conforme a una doctrina que defienda el orden natural, en cambio, el inmanentismo sería
intolerante. El argumento en este caso radicaría en que el fundamento último de que alguien
deba tolerar a otra persona radicaría en el respeto por un valor absoluto, indiscutible: la
dignidad de otra persona. Si este principio superior no existiera, afirman, no tendría
sustento la tolerancia. Según una interpretación de Nietzsche, al no existir estos principios
superiores incuestionables, nada podría poner freno a la pura voluntad de poder. Por
ejemplo, suele argumentarse, las leyes higienistas del nazismo fueron aprobadas por
unanimidad en los multitudinarios congresos del partido Nacionalsocialista. Entre ellas, las
de prohibición de matrimonios mixtos (arios-judíos) y la de la esterilización de judíos.
Además, la política de “eliminación de las vidas indignas de ser vividas” consiguió un
considerable apoyo, inclusive dentro de la comunidad médica ¿Qué argumentos podrían
oponerse en la época a estas iniciativas? Seguramente, que hay derechos previos a la
elección humana, derechos que serían “naturales”. Si éstos no existieran, no habría freno a
la voluntad del más fuerte. Quienes de hecho se opusieron a estas políticas del Reich
apelaron a argumentos referidos al orden natural. Algunos movimientos protestantes,
nucleados en la llamada Iglesia Confesante, organizada por el Pastor Dietrich Bonhoeffer,
predicaron estas ideas, que habían sido dejadas de lado en general por el luteranismo. Hasta
aquí, argumentos frecuentes de quienes critican a una doctrina iuspositivista respecto de
este tema.
Desde una metafísica realista suele criticarse un orden cultural opresivo, un “espíritu de
sistema”. Es más difícil hacerlo desde una visión inmanentista, en la medida en que todo
orden sería siempre artificial.
De viajes
El tema del viaje ha sido una metáfora sobre nuestra concepción de la vida en todas las
épocas.
El viaje de Ulises es paradigmático para la concepción realista. Ulises parte contra su
voluntad inicial desde la isla de Ítaca, va combatir en Troya y atraviesa luego innumerables
aventuras, siempre con la idea de volver a su hogar. Es que todo viaje así interpretado es
circular. Un viaje circular representa la idea de que, cuando es emprendido, no es inspirado
por el deseo de dejar atrás la propia vida y el lugar propio. Por el contrario, la búsqueda de
lo otro no implica el abandono de lo propio sino su enriquecimiento. Es desarrollo. Por eso
es que el viajero concluye su periplo volviendo a su hogar y habiéndose perfeccionado,
habiendo crecido, en la línea de sus límites propios. El exitus (salida) siempre es coronado
por un reditus (regreso).
Todas las obras de viajes que descansan sobre una visión realista del mundo proponen un
viaje circular. En El Señor de los Anillos, Tolkien relata un viaje circular de los hobbits.
Estos salen de la Comarca, pasan gran cantidad de aventuras y peligros, pero nunca olvidan
ni desprecian su hogar. Más aún, regresan a él. Debían regresar.
En Hombrevida (o El hombre vivo, según las traducciones de Manlife), Chesterton describe
cómo Innocent Smith, casado y con hijos, decide abandonar a su familia para emprender un
viaje, ya que sentía el peso de la rutina. Se sentía lejos de su familia, a pesar de estar cerca.
Pero Smith no partía para escapar de su familia. Emprendería nada menos que una vuelta al
mundo. En un viaje de esta naturaleza, circular, alejarse es acercarse. Por eso, cuando su
camino va llegando a su fin, cuando se va acercando a su hogar, descubriendo nuevamente
la esquina de su casa, su jardín, volviendo a ver los rostros de su mujer y de sus hijos,
Smith siente que nunca había estado tan cerca de ellos. No huyó, sino que se acercó
verdaderamente a ellos. Alejarse fue acercarse.
Leopoldo Marechal afirmaba que la mejor interpretación de su Adán Buenosayres consistía
en captar ese sentido de una epopeya clásica, en la que el protagonista emprende su viaje
partiendo de Villa Crespo, llegando a Saavedra y volviendo a Villa Crespo. Este recorrido
exterior refleja su despertar metafísico y su crecimiento interior.
Los viajes en sentido realista siempre han sido acompañados de nostalgia. La palabra está
compuesta por el verbo griego nosteo -regresar- y el sustantivo algós, dolor. La nostalgia es
el dolor del regreso. Cuando viajamos, vivimos en esa tensión, visto que todo viaje ansía
coronarse en el enriquecimiento que produce el retorno.
Existe otra tradición respecto de los viajes. Se trata de que viajamos para olvidar, para
alejarnos de un lugar en el que nunca podremos estar a gusto. Desde el siglo XVIII esa otra
perspectiva tuvo una gran difusión. Las novelas de viaje, así concebido, se multiplicaron.
En el Cándido, Voltaire aprovecha cada nueva peripecia del protagonista para describir un
nuevo desengaño, cada vez más destructivo del recuerdo de la vida ideal de la que gozó en
sus primeros años. Micromegas, el gigante extraterrestre imaginado también por Voltaire,
posee una incomparable sabiduría. Realiza un viaje interplanetario y arriba a la Tierra,
donde sólo atina a reirse compasivamente de las pretensiones de los minúsculos e
insignificantes filósofos que decían saberlo todo con certeza absoluta. Los viajes de
Gulliver, de Jonathan Swift, lejos está de ser una imaginativa novela para niños. Gulliver
quiere alejarse, una y otra vez, tanto de su familia como de la cultura occidental de la que
procede. La comparación con cada nueva civilización que conoce le aporta nuevos motivos
para odiar su origen. En su aventura en Lilliput, los pequeños liliputienses entran en guerra
con sus vecinos de Blefuscu. Esas pequeñas creaturas, hasta ridículas en su pequeñez, se
masacraban unas a otras discutiendo por la cuestión de si los huevos debían cascarse por su
lado más ancho o por el más angosto. Gulliver, que mira entre divertido y horrorizado las
consecuencias de una disensión sobre un tema tan banal, recuerda que, en la Europa de la
que proviene, los hombres se matan discutiendo si “el pan es pan o no es pan”, aludiendo a
las guerras de religión entre católicos y protestantes. El último viaje de Gulliver tal vez sea
el que motive una crítica más amarga de su hogar. Viaja al país de los caballos, que son
nobles, ecuánimes y justos. Pero la sociedad de los caballos tiene una amenaza: unos seres
bípedos, traicioneros e indignos, similares a los seres humanos. Cuando Gulliver es llevado
finalmente de vuelta a Inglaterra, su mujer, sus hijos y la sociedad toda le causan un
rechazo profundo. Tanto es así, que opta por irse a vivir al establo, con los caballos. Haber
viajado supuso una lejanía mayor para con los suyos. El caso inverso al de Innocent Smith.
Ulises, de James Joyce, es considerada la gran novela vanguardista del siglo XX. En ella,
los protagonistas comienzan su día desde la unidad de la mañana, para ir perdiéndose en la
multiplicidad de los acontecimientos y en la dispersión del fluir de su conciencia a lo largo
de un día. No existe, ni puede existir, un regreso final. El gran novelista Nikos Kazantzakis
también escribe una Odisea. En ella, su Ulises también se enfrenta a numerosos desafíos y
sortea sucesivas encrucijadas. Al final de la obra, el protagonista, parado en la proa de su
nave, adquiere una terrible certeza: “¡La búsqueda no existe!” No regresamos a ninguna
parte… No hay fundamento para la nostalgia.
Roquetin, protagonista de La náusea, de Sartre, se sentía “de más”. Tan de más como el
parque, los árboles, el cerco de la plaza… Todo estaba de más. Y si “soñaba con
suprimirse”, descubría que allí tampoco había una salida, porque también estarían de más
su carne, su sangre y sus “huesos finalmente descortezados” sobre el suelo…
Charles Baudelaire, el poeta maldito, expresa esta idea de manera notable. No hay lugar
propio, en ninguna parte podemos sentirnos en casa:
La vida es un hospital donde cada enfermo está poseído por el deseo de cambiar de cama. Éste
querría sufrir frente al calefactor y aquel supone que se curaría al lado de la ventana. Siempre me
parece que estaría mejor donde no estoy, y este problema de mudanza lo discuto con mi alma
infatigablemente… Al fin mi alma estalló y gritó con sabiduría: “¡No me importa dónde! ¡No
importa! ¡Pero fuera del mundo! Baudelaire, Charles, Anywhere out of the world en Pequeños
poemos en prosa.

Fiesta, aburrimiento y diversión


El tema de la fiesta también ocupa un lugar destacado en la historia del pensamiento. Lo
que se piense de ella revela nuestra actitud última frente a la realidad.
¿Qué es una fiesta? ¿Por qué festejamos? Hoy es frecuente que la palabra “fiesta” despierte
en nosotros ideas de descontrol o transgresión. Efectivamente, en la perspectiva
inmanentista con la fiesta se busca la huida de la insoportable realidad cotidiana. Una fiesta
no es para alegrase, sino para escapar. Por eso es que se asocie a la idea de fiesta la de
desenfreno, ruido, alcohol, en lo posible hasta la inconciencia, que sería el objetivo
anhelado. Detrás de esa idea de fiesta se esconde la de desesperación. Quien huye tiene la
angustia de que, tarde o temprano, será alcanzado. Por eso es que la expresión “final de
fiesta” suele significar la vuelta resignada a una vida deprimente. Federico Nietzsche
expresaba con profundidad una consecuencia de esta idea: “Lo difícil no es celebrar una
fiesta, sino encontrar a quienes se alegren con ella.” Es imposible alegrarse con una fiesta.
No están hechas para eso.
En sentido realista, la fiesta es muy importante. No es escape, sino que la fiesta se
encuentra en el centro de la vida. Para la tradición cristiana, por ejemplo, la fiesta era más
importante que el trabajo -el domingo era el centro de la semana- y, además, la fiesta
confería sentido a la totalidad de la vida. Esto es así porque, como la realidad es buena y
porta un sentido, en una fiesta se celebra esa misma bondad de la creación ¿Por qué
festejamos? No por nada práctico. De hecho, una auténtica fiesta, para esta perspectiva,
implica un cierto derroche. Una fiesta no busca una ganancia. Sólo festejar la bondad de la
vida y de la creación. Por eso es que en una fiesta celebran el rico junto al pobre, el que
manda junto al que obedece, quien está triunfando en la vida junto quien no está pasando el
mejor momento… Es que, más allá de todo esto, la realidad misma vale la pena. Según
Josef Pieper, una fiesta es “la actualización por motivos especiales y de modo
extraordinario del sí dado continua e implícitamente al mundo de la vida de todos los días”.
La fiesta, para un realista, sería la cristalización más alta de su habitual asombro por una
realidad buena. Para el inmanentismo, en cambio, esta realidad sin orden ni consistencia, no
puede producir asombro ninguno. Quien se asombra, como afirmaba el filósofo Spinoza,
sólo se deja engañar por un entusiasmo infantil. El aburrimiento sería el estado afectivo
correlativo a esta idea del mundo. “Aburrirse” proviene del latín abhorrere, aborrecer.
Quien está aburrido no tiene interés por nada particular. Nada se destaca ni llama nuestra
atención ni requiere nuestro amor. Sarte ponía como título de una de sus más famosas
novelas el sentimiento que le despertaba la realidad: La náusea.
El aburrimiento tiene, en la experiencia humana y en la historia de la filosofía, una
compañera inseparable: la diversión. La fiesta en sentido inmanentista es, precisamente,
diversión. Quien se aburre intenta escaparse de una situación desagradable. Por ello intenta
volcarse, derramarse, fuera de sí mismo. La palabra diversión procede del verbo latino
vertere (verter). La partícula di implica división. Uno se divierte dividiéndose, al volcarse
fuera de sí mismo, en una huida que sabe que no puede triunfar. Después de la diversión,
dice Pascal en sus Pensamientos, espera un aburrimiento peor que el anterior:
La única cosa que nos consuela de nuestras miserias es el divertimiento, y, sin embargo, es la
más grande de nuestras miserias. Porque es lo que nos impide principalmente pensar en
nosotros, y lo que nos hace perdernos insensiblemente. Sin ello nos veríamos aburridos, y este
aburrimiento nos impulsaría a buscar un medio más sólido de salir de él. Pero el divertimiento
nos divierte y nos hace llegar insensiblemente a la muerte.

El protagonista de El extranjero, de Albert Camus, padece un aburrimiento que lo lleva a


ser indiferente para con toda la realidad que lo rodea. Fallece su madre, a quien no veía
hace tiempo, y asiste al entierro con la lejanía de quien se encuentra ante un espectáculo sin
atractivo alguno. Sus relaciones con su novia transcurren por los mismos carriles.
Finalmente, un mediodía en la playa, caminando bajo los rayos verticales de un sol
poderoso, empuña el revólver que cargaba sin motivo y mata a una persona. No opone
resistencia cuando la policía lo apresa. Ante el juez, declara que no necesita defensor.
Cuando el juez le pregunta si se da cuenta de la gravedad de su situación, Meursault
responde que sí, también con insensiblemente. “-¿No teme a la muerte? ¿No le importa
morir?” “-No”.
El mismo trabajo puede convertirse en diversión y escape. Voltaire terminaba su Cándido -
en una expresión con la que Freud se identificaba, según cuenta en El malestar en la
cultura-, haciendo decir a uno de sus personajes: “Trabajemos, pues, sin argumentar..., que
es el medio único de que sea la vida tolerable.”

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