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La lucha ideológica entre Marx y Proudhon dividió la actividad de los trabajadores en dos
grandes doctrinas: el comunismo y el anarquismo. Lo que en un principio los definía y
diferenciaba era su perspectiva sobre el cambio social: por un lado, la acción política y la
revolución violenta, y por el otro, la acción voluntaria y la libre asociación. Con Bakunin, no
obstante, este último aspecto se vería esfumado y el anarquismo y el comunismo compartirían
la misma ruta de ataque: la revolución social, aunque diferirían en la dirección en la que había
que dirigirla, si hacia la destrucción del Estado o hacia la apropiación del mismo.
Sin embargo, esta visión y aceptación de la revolución violenta por parte de muchos
anarquistas contradice totalmente los fundamentos del anarquismo, cuyo eje es la teoría
anarquista que estamos intentando desarrollar retomando la doctrina proudhoniana y que
comenzamos esbozando brevemente en el último artículo Sobre el Anarquismo y la teoría
anarquista. Engels lo ha explicado mejor que nadie:
¿No han visto nunca una revolución estos señores? Una revolución es, indudablemente, la
cosa más autoritaria que existe; es el acto por medio del cual una parte de la población
impone su voluntad a la otra parte por medio de fusiles, bayonetas y cañones, medios
autoritarios si los hay; y el partido victorioso, si no quiere haber luchado en vano, tiene que
mantener este dominio por medio del terror que sus armas inspiran a los reaccionarios.
[Friedrich Engels, De la autoridad, Almanacco Repubblicano per l'anno, 1874].
Aquí intentaremos realizar un contraste profundo entre la idea que Marx y Proudhon
presentaban sobre la emancipación del proletariado y de dónde deducían tales ideas, los
medios por los cuales los trabajadores debían realizar dicha emancipación, hacia donde ha
conducido cada doctrina, los obstáculos con los que se han encontrado, y realizaremos un
balance analítico al final del escrito.
El materialismo histórico
Uno de los aportes principales y más valiosos del marxismo ha sido lo que Georgi Plejánov
denominaría “materialismo dialéctico”, del cual se deduce el materialismo histórico. Consiste
en una forma sumamente interesante de concebir el desarrollo económico e histórico de las
sociedades que parte de la dialéctica hegeliana. No discutiremos aquí la validez de tal método,
sino que lo sintetizaremos brevemente con el fin de aclarar las doctrinas marxistas que
analizaremos a continuación.
Hegel indicaba que todo se hallaba sujeto a cambio, y que este cambio se daba mediante
“oposición de contrarios”, lo cual daba dinámica a la Historia. El proceso comienza con una
afirmación, la cual da nacimiento a su propia contradicción, su negación. Esta contradicción
daría lugar a una superación de ambas instancias mediante la negación de la negación o
unidad de contrarios: la síntesis, la cual se convertirá en una nueva afirmación,
desencadenando nuevamente el proceso. Para la dialéctica “no hay nada definitivo, nada
absoluto, nada sagrado; ella nos muestra la caducidad de todas las cosas y en todas las cosas, y
para esta perspectiva no sino existe proceso ininterrumpido del devenir y de lo provisorio”
[Georges Politzer, Principios elementales de la filosofía, 1935-36]. Es decir: todo cambia,
menos la ley eterna del cambio.
Hegel aplicaría una visión idealista a la Historia siguiendo el método dialéctico, y concluiría que
el factor de movimiento de la misma era la “lucha” entre naciones y sus grandes líderes. Marx
y Engels reaccionarían contra esto y, tras declarar que la filosofía de Hegel “estaba de cabeza”
y que había que “ponerla al derecho”, eliminarían el idealismo sustituyéndolo por una visión
materialista de la Historia. Así, afirmarían que los movimientos históricos de la organización
social se hallan determinados por su estructura económica, más concretamente por su modo
de producción, el cual a su vez determina la superestructura ideológica. El modo de
producción comprende la forma en que se produce y la forma en que se distribuyen los bienes.
De esta forma, la sociedad se hallaba determinada por la división clasista que generaba la
apropiación por algún grupo social de los medios de producción, y esta división en clases es la
que daba lugar a la lucha entre ellas. Este importante avance respecto de la visión de Hegel
podría considerarse la principal aportación filosófica del marxismo, aunque a mediados del
siglo XX los diversos movimientos nacionalistas y populistas se autoproclamaban seguidores
del marxismo cuando habían retrocedido un gran paso de vuelta hacia Hegel. Ejemplo claro de
esto, por citar uno, es el de los numerosos trabajos del argentino Juan José Hernández Arregui,
defensor ideológico del peronismo de izquierda.
Esto nos introduce en el concepto de la dictadura del proletariado, la clase trabajadora erigida
en dominante. Las luchas descritas en el párrafo anterior, según el marxismo, tienden a
intensificarse cada vez más a medida que el capitalismo cae en crisis constantemente; lo que
deviene en una confrontación final: la revolución social. Aquí, el proletariado industrial —y
sólo el industrial, ya que es la clase históricamente destinada a ello y la única con conciencia
revolucionaria— se levanta contra la burguesía y toma el aparato estatal. Es el momento en
donde las experiencias adquiridas rinden sus frutos, y en donde queda en evidencia el
potencial histórico del proletariado. Pero cuando decimos “tomar el aparato estatal” estamos
siendo imprecisos en lo que a teoría marxista estricta se refiere. En realidad, los trabajadores
“destruyen” el viejo aparato burocrático y militar y lo sustituyen por otro nuevo, un gobierno
obrero, y que, como es obrero, es “democrático”. Sin embargo, dejaremos pasar estas
cuestiones detalladas porque se supone que los trabajadores reemplazarán la burocracia
capitalista por “delegados revocables” y el complejo militar burgués por el “pueblo armado”,
con lo cual no se da un cambio muy sustancial ni profundo, sino que varían los intereses que el
Estado debe salvaguardar y quién lleva a cabo esa tarea, pero el aparato en sí permanece
intacto. Claro que podremos admitir esto si nos desligamos de la idea marxista de que el
Estado es un simple artefacto de dominación de clase, comprendiendo que por Estado se
entiende una clase o núcleo social en sí mismo con facultades de autoprivilegio.
La dictadura del proletariado constituye el puntapié inicial del sistema socialista, que tiene
serias e importantes implicancias en el complejo teórico del marxismo, muchas de las cuales
no han sido lo suficientemente desarrolladas. El significado de la expresión “dictadura del
proletariado”, dada su ambigüedad, se ha visto manipulado, tergiversado y malinterpretado, y
en parte esto es responsabilidad exclusiva de Marx y Engels por no haber sido lo
suficientemente precisos. Esto se debe a que consideraban todo desarrollo teórico de los
sistemas socialista y comunista futuros como “utópicos”, pero el haberse negado a describir
mínimamente la sociedad del porvenir ha permitido que su doctrina se prestada a todo tipo de
lecturas —de allí las innumerables divisiones del marxismo en leninismo, stalinismo,
socialdemocracia, consejismo, diversos movimientos nacionalistas de mediados de siglo XX,
etc. Así que trataremos de ser cuidadosos en el sentido que demos a este concepto.
Los demás aspectos se encontraban formulados de manera bastante vaga hasta la Comuna de
París de 1871, suceso del cual Marx y Engels extrajeron varias “enseñanzas”, ya que
consideraban que la acción revolucionaria del proletariado comenzaba a mostrarse bajo su
verdadera forma: “El París de los obreros” —sentencia Marx— “con su Comuna, será
eternamente ensalzado como heraldo glorioso de una nueva sociedad. Sus mártires tienen su
santuario en el gran corazón de la clase obrera” [Karl Marx, La guerra civil en Francia, 1871].
Como ha dicho Lenin, según el credo marxista la Comuna “es la forma descubierta, al fin por la
revolución proletaria, bajo la cual puede lograrse la emancipación económica del trabajo”
[Vladimir I. Lenin, El Estado y la revolución, 1917]. Este hecho histórico es considerado como
un “modelo” a seguir, como una muestra de lo que será el futuro socialista.
La Comuna estaba formada por los consejeros municipales elegidos por sufragio universal en
los diversos distritos de la ciudad. Eran responsables y revocables en todo momento.
Hemos señalado en cursiva los fragmentos que nos demuestran las primeras medidas tomadas
por la Comuna. Como vemos, se trata de medidas puramente políticas: las definiciones de los
cargos, las retribuciones de los mismos, el papel de la Iglesia, de la educación, etc. Estas
medidas podrían haberse tomado con toda tranquilidad bajo el capitalismo —de hecho, ya hay
varias que han sido decretadas— sin afectar el “modo de producción” en el cual se desarrollan.
En efecto, como explicaremos más adelante, no existe ningún cambio, más allá que en
términos de distribución, entre el capitalismo y el socialismo en lo que respecta al modo de
producción, justamente el eje central del cambio revolucionario.
Dijimos más arriba que bajo el socialismo, pese a todos los intentos del marxismo de querer
hacerlo pasar por una revolución acorde al materialismo histórico, presenta un modo de
producción similar al capitalista. Bajo el capitalismo, el modo de producción comprende una
división entre propietarios de los medios de producción y desposeídos y la distribución se
determina por el intercambio de mercancías. Bajo el socialismo, la distinción en propietarios
de los medios de producción y desposeídos persiste: la única diferencia consiste en que hay un
propietario único, pero esto es simplemente una diferencia de grado, como lo hay en el
mercado entre monopolio y oligopolio. El propietario exclusivo de los medios de producción es
el “cuerpo social” trabajador. Cualquier elemento extraño o ajeno al mismo se haya excluido
de ejercer posesión sobre los mismos, como lo es, por ejemplo, la burguesía o los trabajadores
sin conciencia de clase. Y si nos apegamos a la lectura del marxismo “vulgar”, para fines
prácticos la propiedad “socializada” es equivalente a la propiedad estatal, con lo cual la
mayoría de los trabajadores se verían excluidos de la toma de decisiones central, con lo cual ya
no es propiedad suya estrictamente hablando. La distribución, en cambio, se determina según
los mandatos de “la sociedad en su conjunto”, es decir, cuerpos de delegados representantes
de los proletarios, elegidos por ellos y “revocables en todo momento”. Quiere decir que la
única diferencia entre capitalismo y socialismo, hablando en términos rigurosamente marxistas
en lo que al modo de producción respecta, eje estructural de toda organización económica, ¡es
una “redistribución” del ingreso! Entendiéndolo así, podemos afirmar que el modo de
producción socialista sólo es una forma “deformada” del capitalista, sólo que más centralizado
y “equitativo”. Esto queda demostrado por el hecho de que Marx y Engels, concibiendo al
Estado como una entidad “subsidiaria” de la estructura económica, sea el objetivo principal de
apropiación por parte de los proletarios, para luego poder expropiar y centralizar los medios
de producción. ¿Según el materialismo histórico, el proceso causal no debería ser al revés?
Otra de las tantas preguntas que el marxismo ha dejado sin contestar.
Siendo que toda desviación de los precios de su costo de producción se debe a algún cierto
grado de monopolio, se deduce que la competencia —“la guerra contra los monopolios” como
la ha llamado Proudhon—, sea el medio por el cual se cumple la ley del valor. La medida de la
liberación de la competencia, que evidentemente beneficiaría a la clase trabajadora ya que le
permitiría a estos llegar a ser propietarios de los medios de producción y del producto íntegro
de su labor —como explicaremos más adelante—, ha sido calificada por Engels como
“pequeño-burguesa”.
Puesto que se sabe que el trabajo constituye la medida de las mercancías… el pequeño
burgués, cuyo trabajo honrado —aún cuando no sea más que el de sus obreros o el de sus
aprendices— pierde diariamente cada vez más valor a consecuencia de la competencia de la
gran producción y de las máquinas, sobre todo el pequeño productor, han de desear
ardientemente una sociedad en la cual el cambio de los productos conforme a su valor de
trabajo sea una realidad plena y sin excepción… [Friedrich Engels, Prefacio a la primera edición
alemana de Miseria de la Filosofía, de Karl Marx, 1847]
Engels, que no comprende la verdadera acción de la competencia y que al parecer sabe como
piensa la pequeña-burguesía mejor que ella misma, no llega a entrever como esta puede
conducir a la emancipación del proletariado permitiéndole acceder a los medios de producción
y al producto de su trabajo: “quiero que el trabajo esté comanditado por el capital, y que todo
trabajador pueda llegar a ser empresario y privilegiado…” [Pierre-Joseph Proudhon, Filosofía
de la miseria, 1846]. En efecto, mediante la libre competencia aplicada al capital, los precios
tienden a acercarse al costo de producción y los salarios a elevarse, reduciendo al mínimo el
margen de beneficio, y permitiendo al asalariado independizarse adquiriendo los medios de
producción del capitalista mediante la asociación de ahorros. Por lo que la acusación de
Engels, psicologismo aparte, carece de fundamento.
Pero la destrucción de las barreras impuestas al libre comercio no basta. Al trabajador también
debe permitírsele acceder al crédito para poder ser propietario de los medios de producción,
un crédito gratuito que no esté deformado por la influencia adversa del oro y el dinero
metálico, que constituyen “un cerrojo del mercado”. Si el dinero se convirtiera en un simple
medio de cambio, y no de acumulación; si fuera una herramienta de agilización y facilitación
del comercio, el interés sobre los préstamos de capital se reduciría notablemente. Para ello
resulta necesario que el Estado desregularice el sistema bancario, permitiendo la libre
competencia entre los mismos ya que, en definitiva, “si el negocio de la banca fuera libre para
todos, cada vez entrarían en él más y más personas hasta que la competencia reduciría las tasa
de interés de los préstamos al costo del trabajo de gestionar el préstamo” [Benjamin Tucker,
Socialismo de Estado y Anarquismo: en qué coinciden y el qué difieren, 1886]. Proudhon,
además, propuso la creación de una “banca popular” o banco del pueblo, en donde las
mercancías se intercambiarían directamente entre productor y consumidor —de los cuales
podemos encontrar un ejemplo explícito en los “mercados del trueque” generados
espontáneamente en Argentina tras la caída del peso hacia el año 2000, que no se disolvieron
hasta que el Estado decidió intervenirlos—, una forma radical de reestablecer el truque y
evadir la influencia negativa de la moneda estatal.
La doctrina de Owen era una religión de la industria, cuyo portador era la clase obrera. La
riqueza de sus formas e iniciativas ha sido hasta ahora inigualada. Esta doctrina ha significado
prácticamente el comienzo del moderno movimiento sindical. […] Sus actividades se centraban
en la educación y en la propaganda, así como en el comercio; tenían como finalidad la creación
de una nueva sociedad a través de la asociación de sus esfuerzos… al satisfacer unos las
necesidades de los otros se creía que los artesanos iban a emanciparse del influjo aleatorio del
mercado; más tarde se recurrió a los bonos de trabajo que conocieron una notable difusión.
[…] La primera organización nacional de productores con fines sindicalistas ha sido la Operative
Buildders Union, que intentó reglamentar directamente el trabajo de la construcción al crear
“construcciones a más amplia escala”, al introducir una moneda propia y al demostrar que
existían los medios para llevar a cabo con éxito la “gran asociación para la emancipación de las
clases laboriosas”. Las cooperativas de trabajadores industriales del siglo XIX provienen de este
proyecto. A partir del sindicato o de la guilda de obreros de la construcción y de su
“parlamento” nació la Consolidated Trades Union, todavía más ambiciosa, que, durante un
corto espacio de tiempo, contó con más de un millón de obreros y artesanos en su federación
libre de sindicatos y sociedades cooperativas. Su idea consistía en hacer una revolución
industrial por medios pacíficos, lo que nos parecerá contradictorio si recordamos que en el
alba mesiánica del movimiento de los trabajadores la conciencia de su misión se consideraba
que confería a sus aspiraciones un carácter irresistible. […] La idea de la resistencia no violenta
se encontraba plenamente desarrollada en el interior de estas instituciones. [Karl Polanyi, La
gran transformación, 1944]
Luego de analizar cada perspectiva, ¿qué nos queda? Nos quedan delimitadas claramente, dos
visiones y métodos de acción del proletariado para emanciparse y alcanzar el bienestar que le
es negado bajo las actuales condiciones del capitalismo —que de todos modos, como hemos
demostrado en otros artículos, no es inherente al capitalismo sino una deformación del mismo
por factores externos.
La primera es la marxista, que sentencia que los trabajadores no conocen sus intereses
históricos y que deben “adquirirlos” mediante la lucha encarnizada, directa contra los
capitalistas; y que dichos intereses consisten en la transformación de toda la sociedad y nada
menos que la liberación de la humanidad. La segunda es la proudhoniana, que afirma que el
trabajador sólo está interesado en mejorar su situación económica y de ser posible, ser el
propietario de sus condiciones de trabajo. Queremos suponer que en este ámbito el que nos
dirá cuáles son los intereses del obrero… ¡será el obrero mismo!
No sólo en teoría el marxismo se muestra poco consecuente con los intereses de los obreros y
estéril, sino en la práctica y de ello nos da evidencia la historia. En efecto, hay que remarcar
que los métodos de acción decretados por Marx como fenómenos conducentes a la
destrucción del capitalismo y al socialismo, tales como la huelga, el reclamo por mejores
condiciones de trabajo, de salario y de jornada laboral, no ha beneficiado en lo más mínimo la
conciencia revolucionaria del proletariado. Es más, ha sido la consecución de estos objetivos
por parte de los trabajadores lo que les ha conferido una condición que los mismos Marx y
Engels llamarían “aburguesada”, en el sentido de que, una vez obtenidos estos logros, la clase
obrera se amansa y se inclina por el conformismo. El sorprendente apoyo de los trabajadores
hacia la intervención del “Estado burgués” ha menudo es una causa directa del cumplimiento
de estas exigencias.