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Catequesis sobre el Credo

 
Creo en un solo Dios (I)
 

Empezamos esta semana una nueva sección, dirigida a


proporcionar a padres, abuelos y a jóvenes un material
catequético con el que formarse y con el que ayudar a
formar en la fe a otras personas. Capítulo a capítulo, se
irán explicando las verdades de fe contenidas en el Credo,
incluido, cuando llegue el momento, lo concerniente a los
sacramentos. El autor de éste y de los demás capítulos
será siempre Santiago Martín, el director de la revista,
por lo cual las sugerencias a este respecto que se quieran
hacer se le pueden dirigir a él a la dirección o e-mail de la
revista.

Objetivo: Fe en Dios y en un solo Dios. La fe en la


Trinidad no está reñida con esta otra afirmación de fe,
debido a que creemos que existe una sola naturaleza
divina que cada una de las tres personas posee en
plenitud.

Metodología: Uno de los problemas para tener fe es


pensar que tenerla es arriesgarse y que, además, sólo se
debe aceptar lo que se puede demostrar. Por eso es
necesario presentar el “misterio” como algo normal y el
“riesgo” como algo cotidiano.

La primera afirmación de fe que se proclama en el Credo


es la que hace referencia a Dios y a la existencia de un
solo Dios. Ni siquiera se dice todavía cómo es ese Dios,
que atributos tiene o cómo debe el hombre relacionarse
con él. Simplemente se enuncia un convencimiento: “Creo
en un solo Dios”.

Esta fe en oa existencia de Dio sy en la existencia de un


Dios único parece chocar, en primer lugar, con otro
enunciado que vendrá más tarde: la fe en la Trinidad. Por
eso conviene decir, ya desde ahora, que la fe en la
Trinidad no es fe en tres dioses distintos, uno de los
cuales -el Padre- sería el más poderoso o el originario.

Sólo es posible uno

La fe en un solo Dios se desprende del concepto mismo


de Dios. Si hay varios dioses, uno es el más importante y,
por lo tanto, los otros en realidad están sometidos al
primero, con lo cual no son dioses. El hecho de que exista
un solo Dios pero que existan a la vez tres personas
divinas distintas es lo que conocemos como “misterio de
la Santísima Trinidad”. Cada una de esas personas es
Dios, pues posee la naturaleza divina, pero a la vez existe
una sola naturaleza divina. Que esta verdad no sea fácil
de entender -por lo cual lo llamamos “misterio”-, es
coherente con la propia esencia de Dios. Si Dios es Dios,
si es el Creador y Señor de todo, lo normal es que
nosotros, sus criaturas, no podamos entender todo lo que
le concierne a él.

Para comprender esta verdad de fe, hay que partir de la


experiencia de Dios que pueda tener cada uno y de los
motivos por los cuales se puede afirmar que Dios existe.
Por ejemplo: alguien ha tenido que crear todo esto;
alguien ha tenido que poner orden en las cosas; es
absurdo pensar que todo existe porque sí y que sólo
mediante el azar y la evolución la vida se ha desarrollado
de una forma tan compleja y maravillosa. Naturalmente,
estos argumentos, con ser importantes y constituir el
núcleo de las Vías de Santo Tomás para demostrar la
existencia de Dios, pueden no convencer a todos. No
debemos dejar de lado la intuición, ese “sexto sentido”
que ha actuado en el hombre desde sus orígenes y que
nos dice que “tiene que haber algo más” cuando la
muerte llega y arrebata al hombre el don preciado de la
vida. Los antropólogos confirman que los rasgos de
humanidad en los restos que encuentran, van siempre
unidos a testimonios de creencias en la vida eterna,
testimonios que se ponen de manifiesto a través de
enterramientos sobre todo.

Riesgo y misterio

A la hora de analizar la existencia de Dios, es útil


reflexionar sobre los argumentos que tienen los que dicen
que Dios no existe, sobre todo el de que no se debe creer
en lo que no es demostrable. Es muy importante entrar,
desde el principio, en el concepto de “misterio” y en el
concepto de “riesgo”. Ambas cosas -riesgo y misterio- son
elementos normales de la vida y eso hay que aceptarlo y
hacérselo comprender a todo aquel que se acerca al tema
de la existencia de Dios.

No es verdad que sólo arriesgue el creyente, el cual


puede equivocarse si ha aceptado creer en Dios y luego
no existe. También el que no cree corre el mismo riesgo,
sólo que al revés. Es curioso que en esto nadie insista,
cuando es algo tan evidente. Es importante que se
entienda que si bien es un riesgo tener fe -porque Dios
puede no existir-, es un riesgo aún mayor no tenerla
-porque Dios puede existir-. Si no tienes fe y resulta que
Dios existe, al morir te arriesgas a encontrate con un Dios
que te pide cuentas por no haber creído en él, además de
haberte pasado la vida eligiendo la opción equivocada y
privándote del auxilio de la fe y de la esperanza. Si tienes
fe y Dios no existe, al morir no te va a ocurrir nada, por
el mero hecho de que no existe nada y después de la
muerte sólo hay vacío; en cambio, incluso en este caso,
habrás vivido con ilusión, esperanza y sin soledad.

Por otro lado, los “misterios” son también muy normales,


como por ejemplo le sucede a un profano ante el
funcionamiento de un ordenador o de un vehículo. En
cuanto al riesgo, sin él no se podría vivir. Si sales de casa
corres el riesgo de sufrir accidentes, pero también lo
corres si te quedas; si amas a alguien corres el riesgo de
que te haga sufrir, pero también puedes sufrir si no amas
a nadie.

Ciencia y prudencia

Naturalmente, tenemos que intentar que los “misterios” y


los “riesgos” disminuyan. Los primeros se combaten con
la ciencia y los segundos con la prudencia. La primea nos
evitará creer en absurdos y la segunda caer bajo el poder
de las sectas. Pero, a la vez, debemos tener presente que
la desaparición completa de ambos no sólo es imposible
sino que, además, el hecho de que existan es un acicate
para la investigación y el amor.

Hablando de misterios, se puede contar aquella anécdota


que le sucedió a San Agustín, el cual se paseaba por la
orilla del mar pensando cómo era posible que existiera a
la vez un único Dios y tres personas divinas distintas.
Entonces vio a un niño que había hecho un agujero en la
arena y que con un cubo iba y venía a la orilla para
llenarlo de agua y meterla en el agujero que, lleno ya,
derramaba el agua. El santo se acercó y le preguntó qué
hacía y cuando el niño le contestó que quería meter el
mar en su pequeño agujero, Agustín le dijo que era
imposible porque el mar era mucho más grande.
Entonces, el niño le respondió que eso mismo le estaba
sucedienco a él, pues estaba pretendiendo meter a Dios,
más grande que el mar, en el pequeño recipiente de su
inteligencia.

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