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ESO DE CREER Y DE LA FE

Al inicio de este tema debemos preguntarnos por el sentido de las


palabras «fe» y «creer», pues son términos extraordinariamente ambiguos.
Por ejemplo, el verbo «creer» no significa lo mismo cuando digo a una
persona «creo que mañana lloverá» (opinión) que cuando le digo «te creo»
(tengo por verdadero lo que me dices).

Lo mismo pasa con la palabra «fe». «Es difícil que exista otra palabra en
el lenguaje religioso, sea teológico o popular, que padezca tantas
malinterpretaciones, distorsiones y definiciones cuestionables como el
término «fe».

Necesitamos, por tanto, afinar el concepto de «fe».

LA FE ES UNA DIMENSIÓN CONSTITUTIVA DE LA EXISTENCIA

Contra la fe se ha dicho de todo. Para Nietzsche, por ejemplo, la fe es


un síntoma de inmadurez humana, de infantilismo. «Toda fe es de por sí una
expresión de alienación de sí mismo, de abdicación del propio ser». Quizá
debamos ir más despacio, pues no es lo mismo creer a un hechicero que a
un intelectual de honestidad probada.

Debemos tomar conciencia de que la fe no es exclusiva ni


primariamente algo religioso. Siempre, el hombre ha «creído» en muchas
más cosas de las que ha tenido ocasión de verificar personalmente (desde
que estamos en el colegio hemos creído lo que nos han enseñado los
profesores). Hasta las ciencias experimentales progresan gracias al trabajo de
los investigadores que les han precedido. No se parte de cero, aceptan como
punto de partida («creen») las conclusiones a las que han llegado sus
predecesores.

Lo mismo pasa con las cosas verdaderamente importantes, como nos


recuerda San Agustín: «Dime, por favor: ¿cómo ves el afecto de tu amigo? [...]
¿Replicarás, tal vez, que ves el afecto de tu amigo en sus obras? Ves, en
efecto, las obras de tu amigo, oyes sus palabras; pero habrás de creer en su
afecto, porque este ni se puede ver ni oír».

¿Acaso no es posible vivir sin fe? Evidentemente, sin fe religiosa sí se


puede vivir, y de hecho así viven muchas personas. Pero ¿se puede vivir sin
«fe» a secas? Sin dudarlo un momento, contestamos que no.

Podemos decir, en resumen, que «la fe hace posible toda vida humana
digna de este nombre, pues la fe es, ante todo, la confianza original del
hombre en la vida. Sin esta confianza no podríamos dar un solo paso, nos
aislaríamos totalmente, y el temor nos invadiría, convirtiéndose en obsesión
enfermiza».
Lo que hace falta, naturalmente, es saber en qué o en quién
confiamos. No debemos creer cualquier cosa ni a cualquier persona, porque
eso ya no sería fe, sino credulidad.

Debemos huir, pues, de dos extremos viciosos: el extremo de aceptar


solo lo que podemos verificar empíricamente o demostrar racionalmente (la
vida entonces dejaría de ser humana), y el extremo de creer en todo, porque
el crédulo tiene el grave peligro de vivir permanentemente en la ilusión y en
la mentira. La fe se sitúa entre esos dos extremos. No consiste en creer todo,
sino únicamente lo que es creíble.

CREER EN SENTIDO RELIGIOSO

Lo dicho no prueba nada acerca de la existencia de Dios, pero es


suficiente para intuir que, en caso de que exista, mantener hacia él una
actitud de fe no sería nada extraño ni contrario a la condición humana.

Cuando los creyentes decimos que creemos en Dios afirmamos que le


creemos a Él. Creemos que Dios existe y creemos lo que Él nos ha querido
revelar. Esto, por tanto, implica una experiencia personal de Dios.

UNA DISTINCIÓN IMPORTANTE: FE Y CREENCIAS

Utilizamos la palabra creencias para designar el asentimiento


intelectual a ciertas verdades, las «verdades de la fe», y reservamos la palabra
fe para referirnos a la relación personal con Dios. En la fe nos entregamos a
Dios comprometiendo el fondo de nuestro ser. Creer en Dios no es solo
aceptar unos enunciados exactos.

POBREZA DEL LENGUAJE PARA HABLAR DE LO QUE CREEMOS

Si nos preguntan por nuestra fe y lo que creemos a veces sentimos


ganas de contestar más o menos como San Agustín cuando le preguntaron
qué es el tiempo: «Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al
que me lo pregunta, no lo sé».

Existen tantas falsificaciones de Dios que necesitaríamos precisar bien


en qué Dios creemos y qué ideas sobre Dios rechazamos. En ocasiones hay
personas que, cuando te explican en qué Dios no creen, algunos coincidimos
con ellos afirmando: “yo tampoco creo en ese Dios”.

Hablar de la fe tiene, principalmente, dos dificultades.

1.- Se trata de algo personal e intransferible. Como decían los famosos


versos de León Felipe, «nadie fue ayer, / ni va hoy, / ni irá mañana / hacia
Dios / por este mismo camino / que yo voy. / Para cada hombre guarda / un
rayo nuevo de luz el sol... / y un camino virgen / Dios».
2.- La experiencia de Dios es imposible de expresar con palabras
(como la fragancia de la rosa).

CREER ES ESTAR ENAMORADO DE DIOS

«El enamoramiento, dice José Antonio Pagola, es, probablemente, la


experiencia cumbre de la existencia humana. Nada hay más gozoso. Nada
llena tanto el corazón. Nada libera con más fuerza de la soledad y el egoísmo.
Nada ilumina y potencia con más plenitud la vida. Los cristianos que han
tenido auténtica experiencia de Dios lo saben. Por eso, cuando hablan de su
fe y entrega a Dios nos dicen que se sienten tan atraídos por él que Dios
comienza a ser el centro de su vida. No sabrían vivir sin Dios. Ser creyente no
es vivir "sometido" a Dios y a sus mandatos. Antes que nada, es vivir
"enamorado" de Dios. La religión no es obligación, es enamoramiento.

Se puede llegar, de diversos modos, a la fe como experiencia personal


de Dios. Puede ser un acontecimiento repentino (como Pablo), un proceso
gradual pero perfectamente consciente (como San Agustín). Pero debemos
olvidarnos de los fenómenos extraordinarios. Dios está presente
constitutivamente en el fondo de la realidad y su presencia originante en el
fondo de la persona.

PREGUNTAS:

1.- La fe es síntoma de inmadurez humana ¿Qué piensas de esta


afirmación? (80 palabras)

2.- ¿Qué diferencia hacemos, si es que la establecemos, entre fe y


creencia?

3.- Ser creyente no es estar “sometido” a Dios, ni a sus mandatos. La


Religión no es una obligación, sino un enamoramiento. ¿Qué te parece?¿En
qué estás de acuerdo y en que no? (100 palabras).
Todo fenómeno religioso contiene la puesta en relación de una
persona o un grupo de personas con una realidad a la que consideran
superior. En ese reconocimiento intervienen dos elementos: Una Presencia
(no es solo una experiencia del sujeto) y un horizonte experiencial (palabras).

Podemos definir la experiencia religiosa como: «captación inmediata,


en o por la afectividad, de una realidad sobrenatural»; que incluye «todos
los sentimientos, percepciones y sensaciones experimentadas por un sujeto
o definidos por un grupo religioso como implicando cierta comunicación,
por ligera que sea, con una esencia divina».

En todas ellas el sujeto es pasivo: recibe o padece la experiencia (no


depende de sus esfuerzos, aunque sí debe disponerse). Se tiene conciencia
de una Presencia invisible, elusiva, no objetivada ni objetivable, no accesible
directamente a los sentidos, la imaginación, ni la mente y sus conceptos.
Pero, al mismo tiempo, es la Presencia inconfundible, más cercana que la
propia conciencia.

Es un conocimiento inmediato, en oposición al que tenemos por las


noticias de otro; es un conocimiento obtenido por contacto vivido con la
realidad, en oposición al que obtenemos del análisis de un concepto:
podríamos compararla a la experiencia del amor. Así, decimos conocer por
experiencia cuando podemos decir: «yo sé lo que es eso, yo he pasado por
ello».

La historia de las religiones muestra una sucesión ininterrumpida de


situaciones que han sido vividas por los sujetos como experiencias religiosas.
Las formas de tales experiencias son tan numerosas y variadas como las
mismas religiones en las que se producen.

Algunos rasgos de la actual situación socio-cultural y religiosa, tales


como la progresiva desacralización de la naturaleza, la secularización de la
sociedad y de la vida personal, el eclipse cultural y hasta la muerte de Dios, el
predominio de una superficial cultura científico-técnica, podrían hacer
pensar que han sido superadas las épocas en que podrían producirse
experiencias religiosas. Pero también en nuestros días, y en proporciones
muy considerables, que en algunos estudios llegan a porcentajes elevados,
sigue habiendo personas que no encuentran otra forma de dar cuenta de
determinados acontecimientos de su vida que la confesión: «también yo he
sido visitado»; «Dios existe; yo me he encontrado con él».

Las experiencias de lo sagrado son hechos designados en otras


descripciones como experiencia religiosa en contraposición a fe; experiencia
de trascendencia o de absoluto; experiencia de mística natural,
experiencias oceánicas; experiencias cumbre. Lo peculiar de todas ellas es
que constituyen momentos en los que la experiencia ordinaria, el estado
habitual de la conciencia se ven desbordados por la irrupción de una
realidad superior; constituyen situaciones en las que la conciencia ordinaria
sufre una súbita, o lenta y progresiva ampliación de su capacidad de
captación. En esos momentos y situaciones, el sujeto entra en contacto con
numerosas dimensiones de la realidad, que expresa en términos de
profundidad o totalidad; asiste a una ampliación maravillosa de las
fronteras de su conocimiento; trasciende la forma de conocimiento
ordinario en términos de sujeto-objeto; se siente de alguna manera
inundado por la realidad que se presenta, y hasta misteriosamente
identificado con ella; y padece una intensa conmoción afectiva que origina
sentimientos de paz, gozo, sobrecogimiento, terror y maravillamiento.

El ser humano necesita ejercer ciertas predisposiciones y recorrer


unos preámbulos existenciales para que la Presencia pueda aflorar a la
conciencia y reclamar su adhesión en libertad. Dios no aparece a una mirada
cualquiera. No aparece, por ejemplo, a la mirada dispersa del hombre
distraído, a la persona perdida en el divertimento, disipada en el olvido
sistemático de sí misma. Tampoco una mirada superficial es capaz de
percibir su Presencia. Ni se aparece a una persona dominada por el interés, la
ganancia, la utilidad, que se reduce al para qué y organiza todo en torno a un
sujeto reducido a capacidad de disfrute. Ni a una mirada dominadora, como
la del hombre manipulador del mundo explotando y dominando.

La actitud que se precisa es la contraria: saber, aceptar y reconocer la


propia finitud: yo no soy todo; yo no puedo todo; no soy el dueño del ser.
Acepto ser desde la realidad que me da de ser, que me hace ser. (fe)

La experiencia de Él no puede asemejarse en nada a la experiencia ni


de los objetos ni de los sujetos mundanos. Pero, al mismo tiempo, la
experiencia de Dios sólo puede darse en medio de y en contacto con
determinadas experiencias mundanas. Es contemplando el cielo, o
experimentando la fugacidad de su vida, o admirando los astros o
disfrutando de los bienes que concede la tierra, o mirando hacia las
profundidades de la propia conciencia, o viendo reflejado en el rostro del
otro el requerimiento de un reconocimiento incondicional como el hombre
escucha la voz tan inconfundible como callada en la que reconoce la
presencia de Dios.

Las experiencias de lo sagrado también se producen en medio de la


vida ordinaria. Momentos de esa naturaleza pueden ser aquellos en los que
deja aflorar a su conciencia preguntas tan radicales que, más que
hacérselas él mismo, tiene la impresión de que en ellas una realidad que no
abarca le descubre puesto en cuestión; y aquellos otros en los que, con una
casi completa falta de razones para confiar, se encuentra confiando,
apoyado en un más allá de sí mismo que no se deja captar; momentos en
los que, sin haber superado su tendencia constitutiva a ser recibiendo, se
descubre a sí mismo dando y dándose con una generosidad que hunde
sus raíces más allá de sí mismo; o momentos en los que corre el riesgo de
orar en medio de tinieblas silenciosas, «sabiendo que siempre somos
escuchados, aunque no percibamos una respuesta que se pueda razonar o
disfrutar».

La relación como tal puede aparecer bajo formas concretas muy


variadas, como amor total e incondicional, como adhesión, confianza,
fidelidad, devoción u obediencia. La actitud puede aparecer revestida de
una gama variada de sentimientos y actos de conciencia, entre los que, sin
embargo, prevalecen el sobrecogimiento, el anonadamiento,
acompañados de paz, sosiego, reconciliación, serenidad,
maravillamiento; la certeza, el sentimiento de realidad, la oscuridad.
Puede originar y expresarse en actos concretos muy variados, que van de la
adoración silenciosa a la invocación, la alabanza, la petición de perdón, la
confesión de fe, la petición de auxilio. Puede ir acompañada de
motivaciones diferentes, tales como un cierto temor, que no se confunde
con el miedo, la conciencia de la gratuidad, el puro amor más
inmotivado.

Es inevitable que el sujeto se pregunte si la presencia de la realidad


que se le ofrece no será fruto de un “antojo”, de un sueño, de un espejismo o
de la debilidad de su persona, de su “melancolía” o enfermedad, y si los
efectos que la experiencia comporta en el terreno del conocimiento:
representaciones, imágenes, visiones, y en el de los sentimientos: gozo,
temor, etc., serán el resultado de su propia fantasía movida por sus deseos, o
de la acción de un principio sobrehumano, pero maligno, identificado como
el demonio. Para el creyente la Presencia invisible se impone de tal forma a
la propia conciencia que esta percibe de manera inmediata que tal certeza
no puede ser obra suya. El criterio decisivo es el amor (vida transformada en
el amor).

Tras leer detenidamente el texto, responde:

● Explica con tus palabras: ¿Qué es el fenómeno religioso?

● Narra alguna experiencia propia o ajena que encaje con lo que se ha


descrito como “experiencia de lo sagrado” (mínimo 100 palabras)

● ¿Crees que a tu alrededor se dan los presupuestos existenciales que


permiten la experiencia religiosa? (mínimo 100 palabras)

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