Está en la página 1de 3

Cuando los inviernos eran inviernos

BERND BRUNNER
TE OR ÍA Y EN SA YO

Carlos Surghi

Hemos perdido el invierno, nos ha abandonado; ahora el transcurso de sus


días es sólo un recuerdo, la melancolía propia de seres meditabundos, reacios
al bullicio y desengañados del presente. Lo que parece el comienzo de una
lamentación venidera tiene en realidad la corroboración empírica de los días:
alarmas climáticas, fenómenos atípicos, un creciente y vacío interés en la
meteorología, cuando no la desacertada expresión “¡qué tiempo loco!”. Quien
descrea de esto, abra la puerta de su casa o asómese por la ventana y observe
el tímido mover de las hojas aún verdes a comienzo de junio —en mi caso, y
con sorpresa, ¡pequeños brotes en las hortensias de la entrada! —. Los
defensores del invierno creemos entonces que no sólo ha sido la única
estación que conquistamos y que estamos próximos a perder, sino también
que es el paisaje propio de la literatura; sólo ella lo volvió habitable. Robert
Walser cayendo en la nieve, Wallace Stevens oyendo los versos de su The Snow
Man, Franz Schubert musicalizando el Winterreise sobre la base de los poemas
de Wilhelm Müller, Nikolái Gógol persiguiendo los pliegues de los abrigos en
las calles de Moscú o Joyce sabiendo que Los muertos debía concluir como
concluye, con la suspensión de unos minúsculos copos de nieve, ¿son simples
escenas?, ¿imágenes perdidas?, ¿nada más que lugares del discurso?, ¿o la
escritura misma de la estación que falta?

Bernd Brunner se ha dedicado en este libro a desentrañar por qué, aun con la
negatividad que lo caracteriza, el invierno ha sido una experiencia fascinante
para los humanos que hace miles de años se alejaron de los trópicos; lo cual,
en tiempos de calentamiento global, habilitaría pensar también que su
objetivo es celebrar una cultura del invierno que desaparece. He aquí entonces
que su prosa apela a conocimientos de historia, biología, antropología, el
mismísimo sentido común de los registros cotidianos, para contar así esa
historia de una estación que ya no sólo objetiva el detenerse de la vida, sino
que también entona su canto del cisne. Sus descripciones (una cabaña en el
Ártico como promesa de felicidad para cualquier viajero, el deslizar de los
esquíes que acelera el congelamiento de las extremidades, el silencio luego de
una tormenta en Islandia apreciado por músicos y estudiosos del sonido),
cuando no el manejo de datos (las características de “la pequeña Edad de
Hielo” que en 1630 congeló los canales de Ámsterdam dando paso a los
cuadros de Avercamp) y la simple transmisión de un paisaje que tal vez sea la
última vez que alguien vea, todo en su conjunto hace a la novelización del frío
que se cuenta en sus páginas. Cómo acopiar leña, cómo acondicionar un
cuarto para los meses ausentes de luz, cómo habitar la intimidad en la
prescindencia del afuera —como lo hicieron Turguénev o Baudelaire— señalan
los motivos, los signos, las escenas de la preparación del invierno que Brunner
escribiera. Tanto en la ciudad, donde “lo normal es que la nieve se mezcle muy
pronto con el polvo y la suciedad”, despojándola de su aspecto familiar y
asequible —bien lo sabe quien haya intentado caminar sobre veredas
congeladas—, como en el mar, en Venecia y a los ojos de Joseph Brodsky,
donde la nebbia “otorga a este lugar una extemporalidad mayor que la del
interior sagrado de cualquier palacio”, el invierno llega con lo más preciado
que tiene: “la desvanecida luz en su momento de máxima pureza”. Monet
pintando cabañas cubiertas de nieve en Noruega, Turner atendiendo a los
detalles de una avalancha en Suiza o Gauguin en Copenhague viendo cómo el
estrecho de Øresund se congela, han hecho entonces de él una cosa que
sucede en el pasado. Tal vez por eso, la prosa de Brunner, sin otra pretensión
más que despedir a un viejo amigo, nos hable de formas de la sensibilidad que
ya, irremediablemente, pertenecen al museo de lo perdido.

 
Bernd Brunner,  Cuando los inviernos eran inviernos. Historia de una estación,
traducción de José Aníbal Campos, Acantilado, 2021, 256 págs.

También podría gustarte