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Vóschev fue despedido de la empresa metalúrgica en la que se ganaba el pan

precisamente el día en que se cumplía el treinta aniversario de su vida privada. La carta


de despido decía que se le separaba de la producción porque, con respecto al ritmo general
del trabajo, su flojera y ensoñación habían ido en aumento.
Metió sus cosas en un saco y salió al aire libre para ver si allí discernía mejor su
futuro. Pero el aire estaba vacío, los inmóviles árboles mantenían cuidadosamente el calor
de sus hojas y el polvo yacía aburrido sobre el desierto camino: ésa era la situación en lo
que concernía a la naturaleza. Vóschev desconocía qué dirección le atraía, por lo que se
acodó sobre la baja cerca de una finca situada en las afueras de la ciudad; en esa finca se
convertía a los niños sin familia en seres acostumbrados al trabajo y útiles a la sociedad.
Allí acababa la ciudad: ya no quedaba después sino una cervecería frecuentada por
temporeros y trabajadores de categorías bajas; se trataba de un solitario edificio, igual que
el de una institución estatal. Tras la cervecería se alzaba un montículo de barro y sobre
él, en medio del transparente tiempo, se erguía solitario un viejo árbol. Arrastrando los
pies, Vóschev se dirigió a la cervecería y entró en ella atraído por el calor de auténticas
voces humanas. Allí había gente violenta que trataba de olvidar sus desgracias, y Vóschev
se sintió entre ella más tranquilo y aliviado. Permaneció en la cervecería toda la tarde,
hasta que empezó a sonar el viento —lo que indicaba que el tiempo estaba cambiando—
. Vóschev se acercó entonces a la abierta ventana para percibir el comienzo de la noche
y vio que el temporal hacía balancear el árbol situado sobre el montículo de barro y
obligaba a sus hojas a enrollarse con secreta vergüenza. Una banda de música languidecía
en alguna parte —probablemente en el jardín de los funcionarios de comercio—. Era una
monótona música que no llegaba a hacerse realidad porque el viento, a través del erial
situado junto al barranco, la transportaba a la naturaleza; el viento actuaba así porque
raras veces le tocaba en suerte una alegría, era incapaz de emitir sonidos que se pareciesen
a la música y pasaba casi siempre inmóvil su tiempo vespertino. Cuando cesó el viento,
descendió de nuevo el silencio, que quedó cubierto por una oscuridad aún más callada.
Vóschev se sentó junto a la ventana para contemplar la dulce oscuridad de la noche,
escuchar los variados y tristes sonidos que le llegaban del local y dejar que su corazón
sufriera en medio de los duros y pedregosos huesos de su cuerpo.
—¡Eh, tú, el de alimentación! —se oyó en el ya mudo establecimiento—. ¡Trae un
par de jarritas para que remojemos el gaznate!
Hacía mucho tiempo que Vóschev había descubierto que los hombres acudían a la
cervecería siempre a pares, como si fueran novios y novias; y a veces lo hacían en tropel,
como si de bodas enteras se tratase.

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Esta vez, el funcionario del sector de alimentación no sirvió la cerveza. Los
techadores recién llegados secaron con los delantales sus sedientas bocas.
—¡No le llegas a un obrero a la suela de los zapatos y encima te pones chulo,
burócrata!
Pero el de alimentación procuraba ahorrar fuerzas en el trabajo para emplearlas en su
vida particular, por lo que no se metía en discusiones.
—La institución está cerrada, ciudadanos. Dedíquense a hacer algo en sus casas.
Cada uno de los techadores cogió de un platito una rosquilla salada. Luego salieron.
Vóschev se quedó solo en la cervecería.
—¡Ciudadano! ¡Ha pedido sólo una jarra y lleva sentado ahí toda la tarde! ¡Ha
pagado por la bebida, pero no por quedarse con el sitio!
Vóschev cogió su saco y salió a la noche. El interrogante cielo brillaba sobre él con
la torturadora fuerza de las estrellas. Sin embargo, las luces de la ciudad estaban ya
apagadas; los que habían podido cenar hasta saciarse dormían ahora. Vóschev bajó al
barranco siguiendo las migas de tierra, y se tumbó allí panza abajo para dormir y olvidarse
de sí mismo. Pero el sueño requiere tranquilidad de mente, que ésta confíe en la vida y
que uno haya perdonado el dolor vivido. Y Vóschev yacía con seca tensión en la
conciencia, sin saber si era útil en el mundo o si todo podía arreglarse perfectamente sin
él. Para que los hombres no se sofocaran, el viento empezó a soplar desde un desconocido
lugar. Con débil voz de duda, un perro suburbano hizo saber que estaba cumpliendo con
su trabajo.
—Triste vida la del perro. Le pasa igual que a mí: sólo vive porque ha nacido.
El cuerpo de Vóschev había palidecido con el cansancio. Sintió frío en los párpados
y cubrió con ellos los templados ojos.
El cervecero se dedicaba a airear su establecimiento. Cuando Vóschev abrió
pesarosamente los ojos llenos de húmeda fuerza, el sol hacía ya que los vientos y las
hierbas se inquietaran. De nuevo tenía que vivir y alimentarse, por lo que se dirigió a la
sede del comité de fábrica para defender su inútil trabajo.
—La administración de la fábrica dice que te parabas y te ponías a pensar en plena
producción —le dijeron en el comité—. ¿En qué pensabas, camarada Vóschev?
—En un plan para la vida.
—La fábrica trabaja de acuerdo con el plan del trust. Tu plan de vida personal habrías
podido estudiarlo a fondo en el club o en el rincón rojo1.
—Estaba pensando en un plan de vida para todos. Mi vida no me da miedo porque
no es ningún secreto para mí.
—Bueno, ¿y qué podrías hacer tú?
—Podría inventar algo parecido a la felicidad. Al darle sentido al alma mejoraría la
productividad.
—La felicidad la traerá el materialismo y no el sentido, camarada Vóschev. Nosotros
no podemos apoyarte. Eres una persona sin conciencia de clase y no queremos situarnos
a la cola de las masas.
Vóschev quería pedir el trabajo más ligero que hubiera, con tal de que le diese para
comer: así podría pensar durante el tiempo libre. Pero para pedir es necesario tenerle
respeto a la gente, y Vóschev no veía que los del comité mostrasen hacia él ningún
sentimiento.
—¡Tenéis miedo a quedaros en la cola, que es una extremidad, y os habéis sentado
en el cuello!

1 Nombre con el que se designaba a la sala destinada en


instituciones y empresas a lectura, estudio y conferencias. (N. de
los T.)

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—El Estado te dio una hora más para que meditaras, Vóschev. Antes trabajabas ocho
horas y últimamente siete. ¡Así que lo que tenías que haber hecho era callarte! Si de
pronto todos nos pusiéramos a pensar, ¿quién actuaría entonces?
—¡Cuando los hombres no piensan actúan sin sentido! —sentenció, caviloso,
Vóschev.
Se marchó del comité de fábrica sin recibir ayuda. El camino por el que iba discurría
en medio del verano. A ambos lados había casas en construcción y comodidad técnica.
Masas hasta entonces sin cobijo iban a llevar en esas casas callada existencia. El cuerpo
de Vóschev era indiferente a la comodidad. Vóschev podía vivir al aire libre sin ningún
desfallecimiento; y, sin embargo, en tiempos de saciedad, mientras había vivido en el
sosiego de su anterior alojamiento, le había agobiado la desgracia.
Hubo de pasar una vez más cerca de la suburbana cervecería. Y volvió a contemplar
el lugar en que había pernoctado: había dejado ahí algo de su vida. Vóschev llegó luego
a un espacio en el que sólo tenía frente a sí el horizonte y una sensación de viento en el
inclinado rostro.
Una versta más allá estaba la casa del vigilante del camino. Acostumbrado éste al
vacío, se peleaba a gritos con su mujer. La mujer estaba sentada ante la abierta ventana;
tenía un niño sobre las rodillas y respondía al marido con entrecortados juramentos. El
niño a su vez pellizcaba callado el volante de la blusa de su madre, comprendiéndolo todo
pero sin decir nada.
La paciencia del niño animó a Vóschev. Vio que la madre y el padre no percibían el
sentido de la vida y que por eso estaban irritados. Y vio que el niño vivía sin hacer
reproches, creciendo para padecer. Vóschev decidió entonces poner en tensión su alma y,
aunque el cuerpo se le consumiera, hacer trabajar su mente para poder volver pronto a la
casa del vigilante de carreteras y contarle al consciente niño el secreto de la vida, que sus
padres siempre olvidaban. «Sus cuerpos van y vienen mecánicamente», pensaba
Vóschev, observando a los padres. «No perciben la esencia.»
—¿Por qué no sentís la esencia? —preguntó Vóschev, volviéndose hacia la
ventana—. Vive con vosotros un niño y, sin embargo, os peleáis. El niño ha nacido para
concluir el mundo.
El hombre y la mujer, oculto el miedo de sus conciencias tras la cólera de sus rostros,
miraban al testigo.
—Si no tenéis manera de vivir en paz deberíais leer a vuestro niño: sería mejor para
vosotros.
—¿Y tú qué buscas aquí? —preguntó el vigilante del camino con voz malévolamente
aguda—. ¿Caminas? Pues sigue caminando. El camino se ha empedrado precisamente
para los que son como tú...
Vóschev permanecía indeciso en medio del camino. El padre y la madre esperaban
que se marchara y reservaban su maldad.
—Me iría, pero no tengo a dónde. ¿Hay cerca otra ciudad?
—Sí, cerca —respondió el vigilante—. Si no te quedas ahí parado, el camino te
conducirá a ella.
—Y respetad al niño —dijo Vóschev—. Cuando vosotros muráis, él será.
Tras decir estas palabras, Vóschev se alejó una versta de la casa del vigilante y se
sentó a la orilla del barranco. Pero pronto empezó a tener dudas acerca de su vida y a
sentir la debilidad de un cuerpo que no estaba en posesión de la verdad. No podía trabajar
ni caminar sin conocer el orden exacto del mundo y hacia dónde había que tender.
Agotado por la reflexión, Vóschev se tumbó entre las polvorientas y transitadas hierbas.
Hacía calor, soplaba el viento diurno y los gallos cantaban en algún lugar en la aldea:
todo se hallaba entregado a una existencia sumisa; tan sólo Vóschev se había aislado y

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callaba. Una hoja caída, muerta, yacía junto a su cabeza; el viento la había traído desde
un lejano árbol, y ahora no le esperaba otra cosa que una resignada sepultura en la tierra.
Vóschev cogió la seca hoja y la ocultó en el compartimento secreto del saco en que
guardaba todo tipo de infelices y despreciados objetos. «Tu vida ha carecido de sentido»,
reflexionaba Vóschev con la avaricia de la compasión. «Quédate aquí. Yo averiguaré para
qué has vivido y para qué has muerto. Ya que nadie te necesita y te encuentras tirada en
medio del mundo, yo te guardaré y te recordaré.»
—Todo lo que hay en el mundo vive y sufre sin comprender nada —dijo Vóschev
cerca del camino; y, rodeado de la paciente existencia general, se levantó para ponerse en
marcha—. Es como si alguien nos hubiera arrebatado el sentimiento de convicción y se
lo hubiera apropiado.
Anduvo por el camino hasta que se agotó. Vóschev se agotaba tan pronto su alma
recordaba que había dejado de conocer la verdad.
Pero ya se veía a lo lejos la ciudad: humeaban las cooperativas panificadoras y el sol
vespertino iluminaba el polvo que el ajetreo de los habitantes había depositado sobre las
casas. La ciudad empezaba por una herrería; en el momento de pasar Vóschev estaban
reparando en ella un automóvil que los intransitables caminos habían averiado. Junto a
un poste para atar caballos había un mutilado gordinflón, que se estaba dirigiendo al
herrero:
—Échame tabaquito, Misha. ¡Si no, te arranco otra vez el candado esta noche!
Bajo el automóvil, el herrero no respondió. El mutilado le empujó por el trasero con
la muleta.
—¡Es mejor que dejes de trabajar y me eches tabaco o te destrozaré la herrería,
Misha!
Vóschev se detuvo junto al mutilado: por la calle, procedente de la ciudad, se
acercaba una columna de pioneros que llevaba a su cabeza una cansada música.
—Pero si ayer te di nada menos que un rublo —dijo el herrero—. ¡Déjame en paz al
menos una semana! ¡Tengo mucha paciencia; pero, como me harte, te voy a quemar las
muletas!
—¡Quémalas! —aprobó el inválido—. ¡Los niños me traerán en el carrito y te
arrancaré el tejado de la herrería!
El herrero se había distraído al ver a los pioneros; poniéndose bondadoso, echó
tabaco en la petaca del mutilado.
—¡Aprovéchate, sanguijuela!
Vóschev se dio cuenta de que al mutilado le faltaban las piernas —una por completo,
y sustituía a la otra una pata de palo—. El mutilado se sostenía por medio de unas muletas
y el apoyo adicional del apéndice de madera de la cortada pierna derecha. No le quedaba
ningún diente: los había gastado por entero comiendo. A cambio de ello había logrado
tener una enorme cara y se le había puesto redondo lo que le quedaba del tronco. Sus
marrones ojos, abiertos avariciosamente, observaban con la ansiedad del infortunio y la
angustia de la pasión acumulada un mundo que les era extraño. Sus encías se restregaban
mutuamente en el interior de la boca, pronunciando los silenciosos pensamientos del
inválido.
La orquesta de los pioneros, en tanto se alejaba, había empezado a tocar una juvenil
marcha. Las descalzas niñas, conscientes de su importante futuro, desfilaban a paso
rítmico junto a la herrería; sus débiles cuerpos, en trance de maduración, vestían blusas
marineras; sobre sus pensativas y alertas cabezas, las rojas boinas se sostenían con
desenvoltura; la pelusa de la juventud cubría sus piernas. El sentimiento de su
importancia, la conciencia de la seriedad de la vida —seriedad necesaria para mantener
la constante alineación y la fuerza de la marcha— hacían que las niñas sonrieran mientras

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se movían al compás de la formación. Todas estas pioneras habían venido al mundo
cuando por los campos de batalla yacían muertos los caballos de la guerra social; no todas
las pioneras habían nacido con piel, porque sus madres se alimentaban tan sólo de las
reservas de sus propios cuerpos. En el rostro de todas ellas había quedado por eso la huella
del temprano padecimiento, así como la escasez de cuerpo y la falta de belleza en la
expresión. Pero la felicidad que les proporcionaba su amistad de niñas, la realización del
mundo futuro en el juvenil juego y en la dignidad de su severa libertad, habían
proporcionado a los infantiles rostros una grave alegría que sustituía a la belleza y a la
alimentación casera.
Vóschev estaba en pie ante los ojos de esos emocionados niños que desfilaban y que
le eran desconocidos, sintiendo timidez. Le daba vergüenza que los pioneros supieran y
sintieran más que él: los niños eran tiempo madurando en frescos cuerpos; y esa juventud
que se apresuraba y actuaba le relegaba a él, en tanto que intento vano de la vida por
alcanzar su objetivo, a un ignorante silencio. Vóschev sintió sonrojo y, a la vez, energía:
deseó descubrir inmediatamente el perdurable sentido general de la vida para poder vivir
por delante de los niños, más deprisa que sus morenas piernas henchidas de firme ternura.
Una de las pioneras salió corriendo de las filas en dirección a un campo de centeno
contiguo a la herrería y allí arrancó una hierba. La mujercita se había inclinado al hacerlo,
poniendo al descubierto un pequeño lunar de su cuerpo en eclosión. Tras pasar junto a los
dos espectadores, había desaparecido luego con la ligereza de una imperceptible fuerza,
dejando en el mutilado y en Vóschev tan sólo la aflicción. Vóschev miró al inválido: la
cara se le había hinchado de desesperada sangre y había soltado después un gemido, a la
vez que removía su mano en las profundidades del bolsillo. Vóschev observó el estado
en que se encontraba el fornido mutilado y sintió alegría al pensar en que el monstruo
imperialista jamás se adueñaría de los niños socialistas. Pero el inválido no contempló
hasta el final el desfile de los pioneros y Vóschev temió por la integridad y pureza de
aquellas personitas.
—Mejor sería que pusieras tus ojos en otra parte —le dijo al inválido—. ¡O ponte a
fumar!
—¡Largo de aquí, mandón! —exclamó el hombre sin piernas.
Vóschev no se movió.
—¿Es que no me oyes? —le recordó el inválido—. ¡¿Quieres cobrar?!
—No —contestó Vóschev—. Temía que dijeras o hicieras algo a la niña.
El inválido, con acostumbrado tormento, inclinó la cabeza hacia tierra.
—¿Qué le voy a decir a un niño, so cabrón? Como voy a morir pronto, miro a los
niños para recordar.
—Fue en la lucha capitalista donde te hicieron daño, ¿no? —dijo Vóschev en voz
baja—. Aunque he visto que los inválidos suelen también ser viejos.
El mutilado volvió sus ojos hacia Vóschev: en ellos se reflejaba la bestialidad de una
mente superior a la de aquél. La cólera que sentía contra el viajero no le dejaba hablar al
principio. Pero, al poco, exclamó con la lentitud del que se ensaña:
—Es verdad que los viejos suelen ser así. Pero no hay mutilados como tú.
—Yo no he estado en ninguna guerra de verdad —dijo Vóschev—. Si hubiera ido a
la guerra no habría vuelto entero del todo.
—¡Por lo imbécil que eres ya se ve que no has estado! Un hombre, que no ha
conocido la guerra es igual que una mujer que no ha parido: viven como idiotas. ¡Te ves
entero a través del cascarón!

—¡Jo!... —dijo lastimeramente el herrero—. Miro a los niños y siento ganas de gritar:
«¡Viva el Primero de Mayo!»

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Descansó la música de los pioneros. Luego, en la lejanía, sonó una marcha para
estimular el movimiento. Vóschev seguía consumiéndose y se quedó a vivir en aquella
ciudad.
Vóschev anduvo en silencio por la ciudad hasta la noche misma, como si esperara a
que el mundo se hiciera conocido para todos. Sin embargo, continuó sintiendo, igual que
antes, que el mundo no estaba claro, y percibió en la oscuridad de su cuerpo un sitio
callado en donde no había nada, aunque tampoco había nada que impidiera que algo
comenzara allí. Vóschev paseaba junto a la multitud como si viviese ausente, sintiendo la
fuerza creciente de su apenada mente y aislándose cada vez más en la angostura de su
tristeza.
Sólo entonces vio el centro de la ciudad y las estructuras en construcción. La
electricidad vespertina estaba ya encendida en los andamios; pero la campestre luz del
silencio y el olor a sueño marchitándose llegaban hasta ahí desde el espacio abierto y
permanecían intactos en el aire. Al margen de la naturaleza, en el claro lugar de la
electricidad, unos hombres trabajaban con ahínco levantando muros de ladrillo, llevando
cargas de acá para allá en medio del delirio de tablones de los andamios. Vóschev estuvo
observando durante mucho tiempo la construcción de una torre desconocida para él; veía
que los obreros se movían pausadamente, sin hacer grandes esfuerzos; y, sin embargo, la
construcción iba avanzando hacia su culminación.

—¿No sentirán menos sus vidas a medida que hacen crecer las construcciones? —se
preguntaba Vóschev sin decidirse a creerlo—. El hombre construirá casas, pero se
destruirá. ¿Quién vivirá entonces? —dudaba Vóschev mientras caminaba.
Se alejó del centro de la ciudad en dirección a las afueras. Mientras se encaminaba
hacia allí cayó la desierta noche; sólo el agua y el viento poblaban a lo lejos esa oscuridad
y esa naturaleza; sólo los pájaros sabían cantar la tristeza de materia tan importante: como
volaban por encima de ella, les resultaba más fácil.
Vóschev se metió en un descampado y descubrió un templado agujero en el que
pernoctar. Tras descender a la cavidad terrestre, colocó bajo su cabeza el saco en que
recogía para el recuerdo y la venganza todo tipo de cosas ignoradas; se puso triste y, en
eso, se durmió. Pero un hombre con una guadaña entre las manos penetró en el solar y
empezó a cortar el herbáceo boscaje que crecía allí desde que el mundo era mundo.
Hacia la media noche llegó el guadañero hasta donde estaba Vóschev y determinó
que éste se levantara y se marchara del solar.
—¿Qué quieres? —dijo Vóschev de mala gana—. ¡Qué solar ni qué ocho cuartos,
éste es un terreno baldío!
—Pero ahora va a ser un solar. Se ha decidido que haya aquí una obra. Ven a verlo
mañana, porque pronto desaparecerá bajo las instalaciones.
—¿Y adonde quieres que vaya?
—Puedes dormir tranquilo en el barracón. Vete allí y duerme hasta por la mañana;
entonces te aclararás.
Siguiendo la indicación del guadañero, Vóschev se alejó. Pronto vio un cobertizo de
tablas sobre un antiguo huerto. Dentro del cobertizo dormían de espaldas diecisiete o
veinte hombres; una lámpara semiapagada iluminaba los inconscientes rostros humanos.
Todos los durmientes estaban delgados como muertos. El escaso espacio que había entre
la piel y los huesos de cada uno de ellos lo ocupaban las venas. El grosor de las venas
denotaba la gran cantidad de sangre que tenían que dejar pasar durante el trabajo. El percal
de los blusones transmitía con exactitud la lenta y refrescante actividad de unos corazones
que latían allí cerca, inmersos en la oscuridad de los devastados cuerpos de los que
dormían. Vóschev miró atentamente el rostro del durmiente más cercano para ver si

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reflejaba la indiferente felicidad del hombre satisfecho. Pero el durmiente yacía como
muerto, tenía los ojos profunda y tristemente ocultos y sus frías piernas permanecían
impotentemente estiradas dentro de los viejos pantalones de trabajo. Salvo las
respiraciones, en el barracón no se oía absolutamente nada. Nadie tenía sueños ni
dialogaba con sus recuerdos. Todos existían sin el menor sobrante de vida y, durante el
sueño, sólo el corazón, que protegía a los hombres, permanecía vivo. Vóschev sintió el
frío del cansancio y, para tener calor, se tumbó entre dos cuerpos de dormidos
menestrales. Concilio el sueño siendo un desconocido para aquellos hombres que tenían
cerrados los ojos, contento de pernoctar junto a ellos. Y durmió sin sentir la verdad hasta
que clareó el día.

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Por la mañana, el instinto golpeó la cabeza de Vóschev. Se despertó y, sin abrir
los ojos, se puso a escuchar las palabras de los demás.
—¡Está débil!
—No tiene conciencia de clase.
—No importa. El capitalismo estaba convirtiendo en tonta a la gente de nuestra
especie. Éste es también un resto de la oscuridad.
—Lo importante es que su origen sea bueno. Si es así, nos vale.
—Viendo su cuerpo se diría que es de clase pobre.
Vóschev, dudando, abrió los ojos hacia la luz del día que acababa de nacer. Los
dormidos hombres de la pasada noche estaban ahora vivos; inclinados sobre él,
observaban su débil estado.
—¿Qué haces viviendo aquí? —le preguntó uno que tenía rala la barba debido a la
consunción.
—Yo no vivo aquí —dijo Vóschev, avergonzado de que tanta gente le sintiera
únicamente a él en ese momento—. Sólo pienso.
—¿Y para qué piensas? ¿Por qué te torturas?
—Sin la verdad mi cuerpo se debilita. Me han despedido porque me ponía a pensar
durante la producción. Ahora no puedo ganarme el pan con el trabajo...
Todos los menestrales callaban con hostilidad: sus rostros se mostraban indiferentes
y aburridos; el pensamiento, poco frecuente y de antemano fatigado, iluminaba sus
pacientes ojos.
—Y con tu verdad, ¿qué? —dijo luego el que había hablado antes—. Si no trabajas
no empleas la materia de la vida; ¿cómo vas a acordarte entonces del pensamiento?
—¿Y para qué necesitas la verdad? —preguntó otro de los hombres, despegando sus
labios soldados de no hablar—. Tu mollera estará bien sólo por dentro; por fuera será un
asco.
—¿Es posible que lo sepáis todo? —preguntó Vóschev con la timidez de la débil
esperanza.
—¿Por qué no? Todas las organizaciones existen gracias a nosotros —respondió el
hombre bajo en torno a cuya chupada boca crecía, debido a la consunción, una débil
barba.
En ese momento se abrió la puerta de entrada y Vóschev vio al guadañero de la noche
anterior que portaba la gran tetera de la cooperativa: el agua había hervido en otra tetera
que estaba al fuego en el patio del barracón. Había pasado el tiempo de despertar; había
llegado la hora de alimentarse para el trabajo del día...

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Un reloj rural colgaba de la pared de madera y andaba pacientemente con la fuerza
que le proporcionaba el peso de la carga muerta; al objeto de consolar a todos los que
veían el tiempo, en la fisonomía del mecanismo había pintada una flor de color rosa. Los
menestrales se sentaron en fila a lo largo de la mesa. El guadañero, responsable en el
barracón de los trabajos femeninos, cortó pan y dio una rebanada a cada uno de los
hombres y, además, un trozo de carne fría de vaca del día anterior. Los menestrales
empezaron a comer con aire grave; tomaban la comida como algo necesario, pero no
disfrutaban de ella. Y aunque poseían el sentido de la vida, cosa que equivalía a la
felicidad eterna, sus rostros eran sombríos y delgados; en lugar de serenidad tenía
consunción. Con la avaricia de la esperanza y el miedo a la pérdida, Vóschev observaba
cómo esos hombres que vivían tristemente eran capaces de llevar la verdad dentro de sí
sin celebrarlo. Se contentaba con el solo hecho de que la verdad existiese en el mundo,
encarnada en aquel hombre próximo a él que acababa de hablarle. Le bastaba, por tanto,
con estar cerca de ese hombre para hacerse paciente y apto para el trabajo.
—¡Ven a comer con nosotros! —dijeron a Vóschev los hombres que comían.
Vóschev se levantó y, sin tener todavía plena confianza en la necesidad del mundo,
se fue a comer avergonzado y angustiado.
—¿Por qué eres tan indigente? —le preguntaron.
—Pues no sé —contestó Vóschev—. Yo también quiero trabajar ahora la materia de
la vida.
Durante el tiempo en que había tenido dudas acerca de la justeza de la vida raras
veces había comido con tranquilidad porque sentía siempre que el alma le pesaba.
Pero ahora comió con sangre fría. El camarada Safrónov, que era el más antiguo de
los menestrales, comunicó a Vóschev después de haberse alimentado que tal vez fuera
útil para el trabajo porque ahora empezaba a haber tanta escasez de gente como de
materiales. El delegado sindical llevaba un montón de días por los alrededores de la
ciudad y por los despoblados tratando de encontrar campesinos sin medios para hacer de
ellos trabajadores estables. Pero raras veces traía a alguien: el pueblo en masa estaba
dedicado a la vida y al trabajo.
Vóschev se había saciado ya y se puso en pie en medio de los que estaban sentados.
—¿Por qué te levantas? —le preguntó Safrónov.
—Cuando estoy sentado mi pensamiento es menos profundo. Prefiero quedarme de
pie.
—Bueno, pues quédate de pie. Seguro que eres de esos de la intelectualidad que
gustan de estar sentados y pensar.
—Mientras fui inconsciente viví del trabajo manual. Sólo me debilité cuando me di
cuenta de que no percibía el sentido de la vida.
Una música se acercó al barracón y comenzó a desgranar especiales sonidos vitales.
En esos sonidos no había ningún pensamiento, pero anidaba en ellos un jubiloso
presentimiento que sumía el cuerpo de Vóschev en un tintineante estado de alegría. Los
desasosegados sonidos de la inesperada música producían sensación de conciencia y
proponían conservar el tiempo de vida, caminar hasta los confines de la lejana esperanza
y alcanzarla, a fin de encontrar en ella la fuente de aquel emocionante canto y no tener
que llorar de tristeza antes de morir por el hecho de que todo fuera vano.
Cesó la música y la vida cayó en todos a su peso anterior.
El delegado sindical, a quien Vóschev ya conocía, entró en el barracón y pidió que
la cooperativa entera diese una vuelta por la vieja ciudad para que comprendiera la
importancia del trabajo que iba a comenzar en el segado solar tan pronto estuvieran de
vuelta.

9
La cooperativa de menestrales salió fuera y se detuvo confusa frente a los músicos.
Safrónov hacía de vez en cuando como que tosía, avergonzado por el honor social que se
le dispensaba en forma de música. Chiklin, el terraplenados miraba asombrado y
esperaba: no entendía sus méritos, pero quería oír una vez más la solemne marcha y
regocijarse en silencio. Los demás menestrales habían dejado caer con timidez sus
pacientes brazos.
Las preocupaciones y la actividad hacían que el delegado sindical se olvidara de sí
mismo; así le era más fácil. En el ajetreo por cohesionar a las masas y organizar mayores
alegrías para los obreros, no se acordaba de poner placeres en su vida particular,
adelgazaba y dormía profundamente por las noches. Si el delegado sindical hubiese
disminuido el ajetreo de su trabajo, si se hubiese acordado de la escasez de bienes
domésticos que padecía su familia o hubiese acariciado por la noche su mermado y
envejecido cuerpo, sentiría vergüenza de existir a costa de un dos por ciento de añorado
trabajo. Ni podía parar ni podía ser contemplativa su conciencia.
Con la agilidad adquirida en su inquieta dedicación a los trabajadores, el delegado
sindical dio unos pasos al frente para mostrar a los cualificados menestrales las casuchas
que constituían la ciudad. Ese mismo día tenían que empezar a construir el edificio único
en que iban a vivir todos los proletarios de la localidad. El inmueble se alzaría sobre toda
aquella ciudad de barracas y chozas con huerto. Las pequeñas casas individuales se irían
vaciando y un impenetrable mundo vegetal acabaría por invadirles. Y poco a poco dejaría
de resollar en ellas la agostada gente de los olvidados tiempos.
Unos cuantos albañiles de las dos fábricas que se estaban construyendo en la ciudad
se acercaron al barracón. La exaltación que le producía el momento previo a la marcha
de constructores por la ciudad puso en tensión al delegado sindical. Los músicos
acercaron a sus labios los instrumentos de viento, pero la cooperativa de menestrales
seguía dispersa y no preparada aún para partir. Safrónov percibió un falso celo en las
caras de los músicos; le ofendió que se denigrase a la música.
—¿Qué juegos son estos que os traéis? ¿Adonde tenemos que ir? ¿Qué es lo que no
hemos visto?
La cara del representante del sindicato perdió apostura y el alma se le hizo
perceptible: siempre que recibía un agravio sentía el alma.
—¡Camarada Safrónov! El buró provincial del sindicato quería mostrar a vuestra
ejemplar cooperativa número uno la amargura de la vieja vida, unas cuantas viviendas
pobres y las tristes condiciones de antes, así como el cementerio en que yacen enterrados
los proletarios que perecieron antes de la revolución sin conocer la felicidad. Quería que
os dieseis cuenta de lo perdida que se encuentra la ciudad en mitad de la planicie de
nuestro país y comprendierais entonces por qué necesitamos esa casa común para el
proletariado que vais a empezar a construir de inmediato...
—¡No nos des coba! —objetó Safrónov—. ¿Crees que no hemos visto las humildes
casas en que viven las autoridades o qué? Llévale la música a la organización infantil.
Para hacer la casa nos basta con nuestra conciencia.
—¿Soy entonces un cobista? —se asustó el representante del sindicato vacilando
cada vez más—. En el buró del sindicato tenemos ya un adulador y ahora resulta que yo
soy un cobista.
Y el representante del sindicato, con el corazón entristecido, se marchó en silencio a
la unión. La orquesta se fue tras él.
En el segado solar olía a hierba muerta y a la humedad propia de los lugares desnudos,
lo que hacía que se sintiera con mayor claridad la tristeza general de la vida y la angustia
de lo inútil. A Vóschev le fue entregada una pala, y éste la agarró entre sus manos como
si del polvo terrestre quisiese arrancar la verdad; sintiéndose desdichado, se había

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resignado incluso a quedarse sin conocer el sentido de la vida, aunque deseaba
contemplarlo al menos en la materia del cuerpo de otro hombre, de alguien cercano; y
para estar cerca de ese hombre se hallaba dispuesto a sacrificar por completo en el trabajo
su débil cuerpo, agotado de tanto pensamiento y tanto sinsentido.
En medio del solar se encontraba el ingeniero. Se trataba de un hombre no viejo,
pero, de acuerdo con el cálculo de la naturaleza, ya canoso. El ingeniero veía todo el
Universo como un cuerpo muerto, ya que lo juzgaba por las partes del mismo que había
transformado en construcciones: el mundo cedía siempre ante su atenta e imaginativa
mente, sólo limitada por la rutina de la naturaleza; el material acababa siempre por
capitular ante la precisión y la paciencia, lo que indicaba que estaba muerto y deshabitado.
Pero en medio de la triste materia el hombre estaba vivo y era de estimar; por eso el
ingeniero sonreía ahora respetuosamente a los menestrales. Vóschev veía que la mejillas
del ingeniero estaban sonrosadas, pero no a causa de la buena alimentación, sino porque
el corazón le palpitaba en exceso; y a Vóschev le gustó que el corazón de aquel hombre
se emocionara y latiese.
El ingeniero dijo a Chiklin que ya había distribuido los trabajos y delimitado el
terreno de la excavación. Le mostró las estacas clavadas: ya se podía empezar. Mientras
escuchaba al ingeniero, Chiklin aplicaba su mente y experiencia a revisar el trazado:
durante los trabajos de excavación iba a ser el jefe del equipo; el oficio que mejor conocía
era el de terraplenador. Pero cuando empezase la obra de albañilería Chiklin pasaría a las
órdenes de Safrónov.
—Faltan brazos —dijo Chiklin al ingeniero—. Más que trabajo, eso va a ser un
agobio: el tiempo se merendará toda la utilidad.
—La bolsa de trabajo ha prometido enviar sólo cincuenta hombres, cuando yo había
pedido cien —contestó el ingeniero—. Pero de todos los trabajos de subsuelo vamos a
responder sólo vosotros y yo: vais a ser la brigada de choque.
—No vamos a ir en cabeza. Haremos que todos vayan a la par nuestra. Lo importante
es que se presente gente.
Y, tras decir esto, Chiklin clavó su pala en la carnosidad externa de la tierra,
dirigiendo hacia abajo su indiferente y pensativo rostro. Vóschev empezó también a cavar
en profundidad, poniendo en la pala toda su fuerza; admitía ahora la posibilidad de que
la niñez creciera, que la alegría se convirtiera en pensamiento y que el hombre futuro
encontrara paz en aquella sólida casa para que pudiera mirar desde sus altas ventanas el
amplio mundo que le aguardaba. Ya había destruido definitivamente miles de herbáceos
tallos, raicillas y pequeños refugios térreos de aplicadas criaturas, y trabajaba ahora en
una angostura de triste barro. Pero Chiklin se le había adelantado: hacía tiempo que éste
había dejado la pala para coger una barra de acero con la que se dedicaba a desmenuzar
las oprimidas rocas del fondo. Al suprimir la vieja organización de la naturaleza, Chiklin
no podía comprenderla. Pensando en lo reducido de su equipo, Chiklin destrozaba
apresuradamente el secular suelo, orientando toda la vida de su cuerpo a golpear los
muertos lugares; su corazón latía como de costumbre; su paciente espalda se consumía
en sudor; no tenía bajo la piel grasa protectora alguna, con lo que sus viejas venas y sus
vísceras se hallaban muy próximas al exterior. Chiklin percibía sin cálculo ni conciencia
lo que había a su alrededor, pero lo hacía con precisión. Tiempo atrás era más joven y las
chicas le amaban: sentían avidez por su poderoso cuerpo que iba adonde le llevaba el
viento, que no era avaro de sí mismo y a todos se confiaba. Muchos necesitaban por
entonces refugio y paz en el seno del leal calor de Chiklin. Pero él necesitaba amparar a
demasiada gente para sentir también algo, y las mujeres y los compañeros lo abandonaban
por celos. Las noches en que a Chiklin le invadía la tristeza salía a la plaza del mercado
y se dedicaba a volcar los tenderetes o a trasladarlos lejos; cosa que le conducía luego a

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la cárcel, desde donde cantaba canciones en las veraniegas tardes en que florecían los
guindos.
Hacia el mediodía, la aplicación de Vóschev producía cada vez menos tierra, con lo
que éste empezó a enfadarse con la excavación y se quedó a la cola del equipo; sólo un
delgado menestral trabajaba más lentamente que él. El atrasado menestral era taciturno,
tenía un cuerpo insignificante y el sudor de la debilidad goteaba en el barro desde su
deslucida y monótona cara cubierta por un círculo de ralo pelo; al levantar la tierra en la
linde de la excavación tosía y arrancaba esputos de su seno; luego se calmaba y cerraba
los ojos como si deseara dormir.
—¡Kozlov! —le gritó Safrónov—. ¿Estás malo otra vez?
—Otra vez —contestó Kozlov con su pálida voz de niño.
—Gozas demasiado —dijo Safrónov—. A partir de ahora te pondremos a dormir
sobre una mesa bajo la lámpara para que estando ahí acostado te dé vergüenza.
Kozlov miró a Safrónov con rojos y húmedos ojos; el indiferente cansancio hizo que
no dijera nada.
—¿Por qué te trata así? —le preguntó Vóschev.
Kozlov extrajo una porquería de su ósea nariz y miró hacia un lado como si añorara
la libertad, aunque en realidad no añoraba nada.
—Dicen que necesito una mujer —respondió Kozlov. Y abrumado por la ofensa,
añadió—: Que me acaricio por las noches bajo la manta y que luego, de día, no valgo
para vivir porque tengo el cuerpo vacío. ¡Como siempre, lo saben todo!
Vóschev empezó a cavar de nuevo aquel barro siempre igual. Veía que aún
quedaba mucho barro en la tierra común y que había que tener vida largo tiempo para
superar con el olvido y el trabajo aquel mundo agazapado cuya oscuridad ocultaba la
verdad de su existencia. Tal vez le fuese más fácil inventar en su cabeza el sentido de la
vida: podía adivinarlo por casualidad o rozarlo tristemente con el fluir del sentimiento.
—Safrónov —dijo Vóschev tras debilitársele la paciencia—, será mejor que piense
y
no trabaje. De todas formas, no se puede llegar cavando al fondo del mundo.
—No descubrirás nada —sentenció Safrónov sin distraerse—. No tendrás memoria
de la materia y, como Kozlov, te pensarás igual que un animal. !
—¡Qué gimoteas, hospiciano! —intervino Chiklin desde delante—. Mira a la gente
y vive, ya que has nacido. I
Vóschev miró a los demás. Puesto que ellos aguantaban y vivían, él también viviría:
tenía su mismo origen y junto a ellos había de morir cuando le llegara la hora.
—¡Kozlov! ¡Túmbate boca abajo y reponte! —dijo Chiklin—. No haces otra cosa
,
que toser, suspirar, callar y afligirte: así se cavan las sepulturas, no las casas.
Pero a Kozlov no le gustaba que los demás le tuvieran conmiseración: se acarició
furtivamente bajo la ropa el sordo y vetusto pecho y siguió cavando el coherente suelo.
Aún creía que la vida llegaría con la construcción de los grandes edificios y temía no ser
recibido en esa vida si se presentaba allí como un lastimoso y parasitario elemento. Un
solo sentimiento inquietaba a Kozlov cada mañana: su corazón encontraba dificultades
para latir y, sin embargo, necesitaba aunque sólo fuese un pequeño resto de ese corazón
para poder vivir en el futuro. La debilidad de su pecho hacía que a veces tuviese que
acariciarse los huesos pasando las manos por ellos, a la vez . que se persuadía a sí mismo
con susurros de que tenía que aguantar.
Había pasado ya medio día y la bolsa de trabajo aún no había enviado a los
terraplenadores. El guadañero de la noche anterior durmió lo necesario, coció patatas,
echó huevos encima, untó todo con mantequilla, añadió las gachas del día anterior, se

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permitió el lujo de echar eneldo por encima y llevó en el caldero esa mezcla de comida
para aumentar las decaídas fuerzas del artel.
Comieron en silencio, sin mirarse uno a otro, sin ansiedad y sin valorar la comida,
como si la fuerza del hombre proviniese sólo de la conciencia.
El ingeniero hizo su ronda diaria por las diversas e indispensables instituciones y se
presentó luego en la excavación. Permaneció aparte hasta que los hombres acabaron de
comer todo el caldero, y entonces dijo:
—El lunes vendrán cuarenta hombres más. Es hora de que acabéis, hoy es sábado.
—¿Cómo que acabemos? —preguntó Chiklin—. Todavía sacaremos metro o metro
y medio. No hay por qué acabar antes.
—Hay que acabar —contestó el jefe de construcción—. Lleváis más de seis horas
trabajando y es preciso cumplir la ley.
—Esa ley vale sólo para los elementos cansados —dijo Chiklin oponiéndose—.
Tengo aún fuerzas hasta la hora de dormir. ¿Qué decís vosotros? —preguntó a los demás.
—Queda mucho hasta la noche —dijo Safrónov—. ¿A qué perder tontamente la
vida? Es mejor hacer algo útil. No somos animales, podemos vivir de entusiasmo.
—Puede que la naturaleza nos muestre algo ahí abajo —dijo Vóschev.
—¡Y tanto! —dijo uno de los obreros.
El ingeniero inclinó la cabeza. Le tenía miedo al vacío tiempo doméstico, no sabía
vivir solo.
—Entonces, yo me voy también a delinear un poco y a calcular otra vez los pozos de
los pilotes.
—¿Por qué no? ¡Vete, dibuja y calcula un poco! —asintió Chiklin—. De todos
modos, la tierra está removida y los alrededores son aburridos. Vamos a quitarnos esto de
encima; la vida quedará entonces establecida y podremos descansar.
El jefe de obras se alejó lentamente. Recordó su niñez, cuando por fiestas las criadas
lavaban los suelos, la madre ordenaba los aposentos, corría por la calle un agua poco
acogedora y él, muy niñín, no sabía dónde meterse y se ponía nervioso. Ahora también
había desaparecido el tiempo, lentas y oscuras nubes habían comenzado a desfilar sobre
la planicie y, por ser la víspera de la fiesta del socialismo, se estaban lavando los suelos
en toda Rusia; era pronto todavía para disfrutar y además no había por qué; era mejor
sentarse, pensar y delinear los elementos de la futura casa.
La saciedad hizo que Kozlov empezara a sentir alegría y que creciera su inteligencia.
—Os decís los dueños del mundo entero, pero lo que os gusta es zampar —dijo
Kozlov—. Un amo construiría su casa en un santiamén y vosotros vais a morir sobre la
tierra desnuda.
—¡Qué bestia eres, Kozlov! —sentenció Safrónov—. ¿Para qué necesitas al
proletariado en casa, si a ti para gozar te basta con tu cuerpo?
—¡Y qué pasa si gozo! —respondió Kozlov—. A mí nunca me ha querido nadie.
Aguanta hasta que muera el decrépito capitalismo, se me decía; ahora la ha palmado y yo
sigo solo bajo la manta. ¡Estoy triste!
La amistad hacia Kozlov hizo que Vóschev empezara a emocionarse.
—La tristeza no tiene importancia, camarada Kozlov —dijo—. Eso significa que
nuestra clase siente el mundo entero y que, de todas formas, la felicidad es algo lejano.
¡La felicidad no traerá otra cosa que vergüenza!
Después, Vóschev y los demás se pusieron de nuevo a trabajar. El sol estaba todavía
alto; en el resplandeciente aire los pájaros cantaban lastimeramente, sin entusiasmo,
buscando en el espacio tan sólo el alimento. Las golondrinas volaban velozmente, a baja
altura, sobre los inclinados hombres que cavaban: el cansancio hacía que sus alas callaran
y que bajo su plumaje hubiera sudor de pobreza; llevaban volando desde el alba,

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padeciendo sin cesar por saciar el hambre de sus crías y parejas. Vóschev levantó del
suelo un pájaro que había muerto de golpe y había caído: estaba empapado en sudor; y
cuando Vóschev lo desplumó para ver su cuerpo sólo le quedó entre las manos una pobre
y triste criatura a la que el cansancio del trabajo había hecho perecer. Vóschev no
escatimaba ahora sus fuerzas en destrozar el entrelazado suelo: allí iba a levantarse una
casa; la gente se protegería en ella del mal tiempo y echaría migas a los pájaros desde las
ventanas.
Chiklin, sin ver pájaros ni cielo, ni sentir su pensamiento, rompía pesadamente la
tierra con la barra. Aunque su carne se consumiera en el hoyo de barro, el cansancio no
le angustiaba porque sabía que con el sueño nocturno su cuerpo se iba a colmar de nuevo.
Sentado en tierra, el extenuado Kozlov partía con el hacha la caliza que había
quedado al descubierto. Trabajaba sin notar el tiempo ni el lugar, haciendo descender
hacia la piedra que estaba partiendo los restos de su cálida fuerza; poco a poco, la piedra
se calentaba y Kozlov se enfriaba. Así hubiera podido morir, todo él imperceptiblemente;
la destruida piedra hubiera sido su pobre herencia para los futuros hombres que estaban
creciendo. Las perneras de los pantalones de Kozlov se alzaron con el movimiento; la piel
ceñía los torcidos y afilados huesos de sus piernas, que eran como cuchillos mellados.
Vóschev sintió un angustioso nerviosismo a la vista de sus desprotegidos huesos,
temiendo que éstos rompieran la poco consistente piel y se le saliesen fuera; para probar
sus piernas, las palpó en aquellos lugares óseos y dijo a todos:
—¡Es hora de parar! Si no, os vais a agotar y moriréis. ¿Dónde vamos a encontrar
luego gente así?
Vóschev no oyó las palabras de respuesta. Empezaba ya a caer la tarde; la azul noche
se levantaba a lo lejos, prometiendo sueño y respiración fresca; parecida a la tristeza, la
muerta altura se elevaba por encima de la tierra. Abajo, en el suelo, Kozlov seguía
destruyendo piedra sin dejar que su mirada escapase y latiéndole penosamente el
debilitado corazón.

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El jefe de obras de la casa para todo el proletariado salió de su oficina de proyectos
a la oscuridad nocturna. El foso de la excavación estaba vacío; formando estrecha hilera
de cuerpos, el artel de menestrales se había dormido en el barracón y, a través de las
rendijas, sólo llegaba desde allí la luz de la semiapagada lámpara que se mantenía
encendida para caso de accidente o por si alguien necesitaba beber. El ingeniero
Prushevski se acercó al barracón y miró al interior por el agujero que había dejado un
nudo de la madera. Junto a la pared dormía Chiklin; su brazo, turgente de fuerza, yacía
sobre el vientre; la alimenticia labor del sueño hacía que todo su cuerpo resonara. El
descalzo Kozlov dormía con la boca abierta, su garganta borbotaba como si el aire de la
respiración pasara a través de la pesada y oscura sangre; generadas por algún sueño o
cierta desconocida tristeza, las lágrimas brotaban de tiempo en tiempo de sus semiabiertos
y pálidos ojos.
Prushevski separó la cabeza de las tablas y se puso a pensar. La electricidad del
nocturno edificio de la fábrica brillaba a lo lejos, pero Prushevski sabía que allí no había
otra cosa que no fuera muerto material de construcción y cansados hombres que no
pensaban. Él, por el contrario, había inventado una casa única para todo el proletariado
que sustituiría a la vieja ciudad en la que, incluso en los tiempos actuales, la gente seguía
viviendo en casuchas de labor con cercas. Al cabo de un año todo el proletariado local
saldría de esa ciudad de minúsculas propiedades y ocuparía la nueva y monumental casa.
Pasados diez o veinte años, otro ingeniero construiría una torre en medio del mundo en
la que se meterían, para eterno y feliz acomodo, todos los trabajadores. Prushevski podía
prever ya ahora cómo habría de ser, en lo artístico y en lo utilitario, la obra de mecánica
estática que habría de situarse en el centro del mundo; pero no podía intuir la organización
del alma de los vecinos de la casa común situada en el centro de la planicie, y mucho
menos imaginar a los habitantes de esa futura torre en medio de la tierra del mundo. ¿Qué
cuerpo tendría entonces la juventud y qué emocionante fuerza haría latir el corazón y
pensar al cerebro?
Prushevski quería saberlo ya ahora, para no construir en vano las paredes de su
arquitectura. La casa debía estar habitada por gente • y la gente estaba llena de ese calor
excedente de la vida al que en tiempos se llamó alma. Temía levantar vacíos edificios:
esos en los que la gente vive tan sólo para protegerse del mal tiempo.
La noche hizo que Prushevski se destemplara. Bajó al iniciado foso de la excavación,
que estaba lleno de calma. Permaneció algún tiempo sentado en el fondo; bajo él había
una piedra; a un lado se alzaba una sección de terreno en la que podía verse cómo sobre

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el corte de arcilla y sin provenir de él se recostaba el suelo. ¿Toda base crea acaso una
superestructura? ¿Acaso toda producción de material vital proporciona alma al hombre
como producto añadido? Y si se mejorara la producción hasta conseguir una economía
exacta, ¿se . derivarían tal vez de ella colaterales e inesperados productos?
El ingeniero Prushevski había sentido ya a los veinticinco años el peso de la
conciencia y el final de la comprensión de la vida; era como si un impenetrable muro se
hubiera levantado ante su mente. Y desde entonces se había estado retorciendo
torturadamente junto a su muro, y sólo se tranquilizaba cuando pensaba que en realidad
había alcanzado a comprender la esencial y auténtica estructura de la materia de que
estaba hecho el mundo y la gente: lo fundamental de la ciencia estaba situado antes del
muro; lo que había al otro lado del mismo no era más que un lugar aburrido y no se hacía
imprescindible aspirar a llegar allí. No obstante, sería interesante saber si alguien había
traspasado el muro. Prushevski se acercó otra vez a la pared del barracón y, agachándose,
miró en dirección al durmiente más cercano para tratar de descubrir en él algún aspecto
de la vida que le fuese desconocido; pero allí se veía poca cosa porque en la lámpara
nocturna se estaba acabando el queroseno y tan sólo se oía una respiración lenta y
ahogada. Prushevski dejó el barracón y se fue a afeitar a la peluquería de turno; le
agradaba sentir el contacto de una manos ajenas cuando estaba angustiado.
Pasada la medianoche, Prushevski se fue a su piso, que formaba parte del ala de una
casa situada en medio de un huerto con frutales; abrió la ventana a la oscuridad y se sentó
a descansar un rato. El débil viento local movía de vez en cuando las hojas, pero pronto
caía otra vez el silencio. Alguien caminaba por el otro lado del huerto y desgranaba una
canción; era probablemente el contable, que volvía tarde de su trabajo, o simplemente
alguna persona a la que resultaba aburrido dormir.
A lo lejos, suspendida y sin salvación, brillaba tenuemente una estrella que nunca
estaría más cerca. Prushevski la miraba a través del turbio aire; el tiempo pasaba y él
seguía dudando:
—¿O debo perecer?
Prushevski no veía que nadie le necesitara tanto como para seguir aguantando hasta
la todavía lejana muerte. En lugar de esperanza, sólo le había quedado paciencia; en algún
sitio, tras la hilera de noches, tras los jardines de caídas hojas —luego florecidos y
fenecidos de nuevo—, tras la gente que había encontrado y que había pasado después, se
encontraba su plazo, el momento en que habría de acostarse en el camastro, colocarse de
cara a la pared y apagarse sin lograr llorar. Sólo seguiría con vida su hermana; pero ésta
traería al mundo un niño, y la compasión por aquel niño sería más fuerte que la tristeza
por el hermano destruido y muerto.
—Es mejor que muera —pensó Prushevski—. Me utilizan, pero nadie se alegra de
que exista. Mañana escribiré a mi hermana la última carta; compraré el sello por la
mañana.
Y una vez que hubo decidido morir se tumbó en la cama y se durmió sintiendo la
felicidad de la indiferencia por la vida. Aunque no había llegado a sentir la felicidad
completa, ésta le despertó a las tres de la madrugada; tras iluminar el piso, permaneció
sentado en medio de la luz y del silencio, rodeado de los cercanos manzanos, hasta el alba
misma; y entonces abrió la ventana para oír los pájaros y los pasos de los peatones.
Cuando ya todos habían despertado, al barracón en que dormían los terraplenadores
llegó un hombre extraño. De entre todos los menestrales, sólo Kozlov, por sus pasados
conflictos, le conocía. Era el camarada Pashkin, presidente del sindicato en la provincia.
Tenía ya un rostro otoñal y el tronco encorvado —no tanto por el número de años como
por las obligaciones sociales, lo que hacía que hablara en tono paternal y que supiese o
previese casi todo.

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«Bueno, qué le vamos a hacer», decía generalmente cuando surgían dificultades. «De
todas formas, históricamente, la felicidad llegará.» E inclinaba con resignación su agotada
cabeza incapaz ya de pensar.
Pashkin permaneció un rato con el rostro inclinado hacia tierra cerca de la iniciada
excavación, como si estuviese ante una obra cualquiera.
—El ritmo es lento —les dijo a los menestrales—. ¿Por qué os duele subir la
producción? El socialismo puede pasarse sin vosotros; pero vosotros sin él viviríais en
vano y moriríais.
—Nos esforzamos todo lo que podemos, camarada Pashkin —dijo Kozlov.
—¿Cómo que os esforzáis si no habéis sacado más que un montón de tierra?

Intimidados por el reproche de Pashkin, los menestrales no respondieron. Se hallaban


erguidos y veían que aquel hombre tenía razón; era necesario que cavaran más deprisa y
levantaran la casa o de lo contrario morirían y no habrían llegado a tiempo. No importaba
que la vida se les escapara ahora, igual que el aire que respiraban, si la vida iba a quedar
resuelta por muchos años cuando la casa estuviera organizada: todo en pro de una sólida
felicidad futura y de la niñez.
Pashkin miró a los lejos, hacia las planicies y barrancos: allí, en alguna parte,
comenzaban los vientos, se generaban los fríos nubarrones, se propagaba la variada legión
de mosquitos y las enfermedades, reflexionaban los kulaks y dormía el atraso rural. Pero
el proletariado vivía solo en aquel aburrido vacío y se veía obligado a inventar todo por
los demás, a elaborar con sus propias manos la materia de la vida duradera. Pashkin sintió
pena de su sindicato y se notó invadido de bondad para con los trabajadores.
—Camaradas, os voy a aplicar algunas mejoras por línea sindical —dijo Pashkin.
—¿Y de dónde vas a sacar las mejoras? —preguntó Safrónov—. Antes las tenemos
que crear nosotros y traspasártelas a ti, para que luego nos las apliques tú a nosotros.
Pashkin fijó en Safrónov sus tristes y prescientes ojos y se fue luego a trabajar a la
ciudad. Kozlov le siguió y, una vez se hubieron alejado, le dijo:

—Vóschcv se ha puesto a trabajar con nosotros sin autorización de la bolsa de


trabajo. Debería echarlo.
—No veo en eso ningún problema. El proletariado escasea ahora —concluyó
Pashkin, dejando a Kozlov desconsolado. La fe proletaria de éste empezó a debilitarse de
golpe, por lo que decidió dirigirse a la ciudad para redactar unas cuantas denuncias
inculpatorias y arreglar diferentes conflictos con el fin de lograr avances organizativos.
Hasta el mediodía, el tiempo transcurrió felizmente: por la excavación no apareció
ningún técnico ni nadie de la organización. Pero, aunque sólo intervenía la fuerza y la
paciencia de los cavadores, la tierra se hacía más profunda bajo las palas. Vóschev se
inclinaba de vez en cuando y recogía una piedrecita o alguna aglomeración de restos y la
metía en uno de los bolsillos de su pantalón a fin de conservarla. Le alegraba e inquietaba
la presencia casi constante de piedrecitas en medio del barro, en la acumulada oscuridad:
eso significaba que, si para la piedra tenía sentido encontrarse allí, mayor motivo tenía el
hombre para vivir.
A partir del mediodía, el aire empezó a faltarle a Kozlov: éste intentaba aspirar
concienzuda y profundamente, pero el aire ya no penetraba como antes hasta su vientre,
sino que sólo actuaba superficialmente. Kozlov se sentó en el desnudo suelo y se palpó
la ósea cara.

—¿Qué, te has desajustado? —le preguntó Safrónov—. Para resistir tendrías que
apuntarte a cultura física, pero a ti te gustan los líos. Piensas de manera atrasada.

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Sin piedad y sin respiro, Chiklin destrozaba con la barra una losa natural. Lo hacía
sin detenerse a pensar ni a darse ánimo. Para él, no tenía sentido vivir de otra manera;
podía, si no, convertirse en un ladrón o perjudicar a la revolución.
—¡Kozlov ha flaqueado de nuevo! —dijo Safrónov a Chiklin—. No aguantará el
socialismo. ¡Algo le funciona mal!
Como en ese momento su conexión con la tierra había cesado y su vida no encajaba
en ninguna parte, Chiklin se puso de golpe a pensar. Apoyó su húmeda espalda en la
pendiente del hoyo, miró a lo lejos e imaginó un recuerdo: ya no podía pensar más. Poco
a poco crecía la hierba y la insignificante arena yacía como muerta en el barranco cercano
a la excavación; el constante sol prodigaba sin tino su cuerpo sobre cada una de las
menudencias de allí abajo; en tiempos lejanos, ese mismo sol había cavado el barranco
mediante cálidas lluvias. Pero ninguna utilidad proletaria había sido emplazada todavía
en aquel lugar. Chiklin se dirigió al barranco y, poniendo a prueba su mente, lo midió con
su acostumbrado paso, respirando con regularidad para calcular. El barranco era
absolutamente necesario para la excavación; sólo hacía falta planificar los declives y
ajustar la profundidad de los hidrófugos.
—Kozlov puede seguir enfermo —dijo Chiklin al volver—. No vamos a esforzarnos
por acabar. Cargaremos la casa sobre el barranco y desde allí la dispondremos hacia
arriba. A Kozlov le alcanzará la vida.
Al oír a Chiklin, muchos dejaron de cavar y se sentaron a descansar. Pero Kozlov ya
se había repuesto del cansancio y quería ir a decirle a Prushevski que habían dejado de
cavar la tierra y que era necesario imponer una fuerte disciplina. Pensando en que pudiera
realizarse un avance organizado tan grande, Kozlov se alegró por adelantado y se
restableció. Pero, cuando iba a partir, Safrónov lo retuvo en el sitio.
—¿Qué pasa, Kozlov? ¿Te vas a ver a la intelectualidad? Pues ahí viene a
relacionarse con las masas.
Prushevski caminaba hacia la excavación a la cabeza de gente desconocida. Había
enviado la carta a su hermana y quería ahora actuar con tenacidad, preocuparse de las
cosas corrientes y construir algún edificio para bien de los demás, aunque sólo fuera para
no turbar su conciencia, en la que había implantado una especial y tierna indiferencia muy
en consonancia con la muerte y con cierto sentimiento de orfandad respecto a la gente
que se quedaba. Sentía una especial ternura por las personas a las que, debido a una u otra
razón, antes no quería; sentía ahora que en ellos residía lo que era casi el principal enigma
de la vida, por lo que contemplaba con detenimiento, con emoción y sin comprenderlos,
aquellos ajenos, conocidos y estúpidos rostros.
Resultó que las personas desconocidas eran los nuevos trabajadores que Pashkin
había enviado para garantizar el ritmo estatal. Pero los que habían llegado no eran
obreros: sin necesidad de mirarlos mucho, Chiklin descubrió enseguida en ellos a
empleados de ciudad reeducados a la inversa, toda clase de ermitaños de la estepa y gente
acostumbrada a ir a paso lento tras el laborioso caballo. En sus cuerpos no se observaba
ningún talento proletario para el trabajo y eran más bien aptos para permanecer tumbados
boca arriba o de cualquier otra manera.
Prushevski encargó a Chiklin que distribuyera por la excavación a los trabajadores
recién llegados y que les enseñara, porque era necesario aprender a vivir y trabajar con la
gente que había en el mundo.
—Eso no nos costará nada —manifestó Safrónov—. Les quitaremos enseguida el
atraso a base de actividad.
—Eso, eso —dijo Prushevski mostrando confianza en él; y se encaminó hacia el
barranco siguiendo a Chiklin.

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Chiklin dijo que el barranco suponía tener hecha más de la mitad de la excavación y
que utilizando el barranco se podía conservar para el futuro a la gente débil. Prushevski
le dio la razón porque, de todas formas, iba a morir antes de que se terminase el edificio.
—A mí me ha surgido una duda científica —dijo Safrónov arrugando su respetuoso
y consciente rostro. Todos prestaron oídos a sus palabras, pero Safrónov miró a su vez a
los de alrededor con sonrisa de enigmática inteligencia—. ¿De dónde ha sacado el cama-
rada Chiklin esa idea universal? —dijo poco a poco Safrónov—. ¿O le dieron un beso
especial cuando era pequeño para que entendiera el barranco mejor que un científico?
¿Cómo puedes pensar, camarada Chiklin, mientras yo me muevo entre las clases como
un inútil junto con el camarada Prushevski y sin ver mejora alguna?...
Chiklin era demasiado taciturno para ser astuto y respondió sin precisión:
—Como no hay a dónde encaminar la vida, uno se pone a pensar hacia la cabeza.
Prushevski miró a Chiklin como a un mártir inútil; mandó luego que se realizara una
perforación prospectiva en el barranco y se marchó a su oficina. Para sentir las cosas y
olvidarse de la gente que emergía en sus recuerdos se puso a trabajar concienzudamente
en los elementos de la casa del proletariado que había ideado. Al cabo de unas dos horas,
Vóschev le llevó las muestras de suelo de los pozos de prospección. «Seguro que conoce
el sentido de la vida natural», pensó abatido Vóschev en relación con Prushevski. Y,
consumido por la tristeza que eso le producía, preguntó al ingeniero:
—¿Sabe usted, acaso, cómo se ha organizado el mundo?

Prushevski centró su atención en Vóschev. ¿Sería posible que también ellos


pertenecieran a la intelectualidad? ¿Sería posible que el capitalismo pariera gemelos?
¡Dios mío, qué cara tan aburrida tiene ya ahora!
—No lo sé —respondió Prushevski.
—Ya que se han esmerado en enseñarle, debería haber aprendido eso.
—Nos han enseñado a todos materias muertas: conozco la arcilla, la gravedad y la
mecánica estática, pero conozco poco las máquinas y no sé por qué late el corazón en lo
que tiene vida. No nos explicaron el conjunto ni lo que hay en el interior.
—¡Lástima! —determinó Vóschev—. ¿Cómo ha vivido entonces tantos años? ¡La
arcilla es buena para el ladrillo, pero es pequeña para usted!
Prushevski cogió entre sus manos la muestra de suelo del barranco y se concentró en
ella: quería quedarse únicamente con esta oscura bola de tierra. Vóschev retrocedió hacia
la puerta y desapareció tras ella rumiando en silencio su tristeza.
El ingeniero examinó la muestra de suelo y, llevado por la inercia de su automática
mente, falta de esperanza y de deseo de satisfacción, pasó mucho tiempo calculando la
compresibilidad y deformación de aquélla. Antes, cuando Prushevski sentía la vida y la
aparente felicidad, habría calculado con menos precisión la solidez del suelo. Ahora, en
cambio, quería preocuparse sin parar de cosas e instalaciones, para que sustituyeran en su
mente y en su vacío corazón a la amistad y al apego a la gente. La dedicación al estudio
de la estática del futuro edificio aseguraba a Prushevski la indiferencia, cercana al placer,
del pensamiento claro; los detalles de la construcción excitaban un interés mayor y más
duradero que la emoción de la camaradería entre correligionarios. La eterna materia, que
no necesitaba movimiento, ni vida, ni desaparición, reemplazaba en Prushevski a algo tan
olvidado e imprescindible como el ser de la compañera perdida.
Al acabar el cálculo de las magnitudes, Prushevski había asegurado la
indestructibilidad de la futura vivienda de todo el proletariado. La solidez del material
destinado a proteger a la gente que hasta entonces había carecido de cobijo le proporcionó
consuelo. Y sintió por dentro ligereza y silencio, como si no estuviera viviendo una vida

19
agonizante e indiferente, sino aquella otra de la que le había hablado en susurros la boca
de su madre hacía mucho tiempo y que había desaparecido hasta de su memoria.
Prushevski abandonó la oficina de trabajos de excavación sin quebrantar su
tranquilidad ni su asombro. En la naturaleza, el desolado día veraniego estaba pasando a
ser noche. En las cercanías y en la lejanía todo se estaba acabando paulatinamente: los
pájaros se escondían, la gente se acostaba, fluía tranquilamente el humo de las lejanas
viviendas campestres, en cuyo interior desconocidos y cansados hombres permanecían
sentados junto al caldero esperando la cena, decididos a soportar sus vidas hasta el final.
La excavación estaba vacía; los cavadores habían pasado a trabajar al barranco y ahí
realizaban ahora sus movimientos. Prushevski sintió de pronto deseos de pasar un rato en
la lejana capital, donde la gente se iba a dormir a altas horas de la noche, pensaba y
discutía; donde las tiendas de alimentación, que emanaban olor a vino y a productos de
confitería, estaban abiertas hasta tarde; donde era posible encontrar a una mujer
desconocida y pasarse toda la noche charlando con ella, experimentando la enigmática
felicidad de la amistad y deseando vivir eternamente en esa zozobra, para luego, tras
despedirse por la mañana bajo la apagada farola de gas, separarse en el vacío del alba sin
promesas de reencuentro.
Prushevski se sentó en un banquito junto a la oficina. De la misma manera
permanecía sentado en tiempos ante la casa de su padre: los atardeceres veraniegos no
habían cambiado desde entonces. Le gustaba por aquella época seguir con la mirada a las
personas que pasaban; algunas le agradaban y le hacían lamentar que no se conocieran
entre sí todas las gentes. Pero existía un sentimiento que se había mantenido en él triste y
vivo hasta el presente: muchos años ha, durante un anochecer igual a éste, una chica había
pasado por delante de la casa de su infancia; no podía recordar ni la cara de la chica ni el
año de aquel acontecimiento; pero había venido mirando atentamente desde entonces
todos los rostros femeninos, sin reconocer en ninguno a aquella chica que había pasado
tan cerca y no se había quedado; aquella chica que, aun habiendo desaparecido, había
sido para él su única compañera.
En tiempos de la revolución los perros ladraban día y noche por toda Rusia, pero
ahora callaban: había llegado el trabajo y los trabajadores dormían en silencio. La policía
vigilaba desde el exterior el silencio de las viviendas obreras, a fin de que el sueño
resultase profundo y alimenticio para el trabajo matutino. Tan sólo no dormían los turnos
nocturnos de constructores y aquel inválido sin piernas con el que Vóschev se había
encontrado en su advenimiento a la ciudad, y que en esos momentos se dirigía sobre un
bajo carrito a ver al camarada Pashkin —cosa que hacía una vez por semana, para obtener
de él su ración de vida.
Pashkin vivía en una sólida casa, construida de ladrillo para que no pudiera quemarse.
Las abiertas ventanas de su alojamiento daban a un cuidado jardín en el que hasta por la
noche resplandecían las flores. El mutilado pasó junto a la ventana de la cocina, que
tronaba con la preparación de la cena igual que si fuese una sala de calderas, y se detuvo
frente al despacho de Pashkin. El dueño permanecía sentado e inmóvil junto a la mesa,
reflexionando profundamente acerca de algo que el inválido no podía captar. Sobre su
mesa había diferentes líquidos y pequeños frascos para fortalecer la salud e incrementar
la actividad: Pashlcin había adquirido mucha conciencia de clase y formaba parte de la
vanguardia; había acumulado ya suficientes éxitos, por lo que necesitaba cuidar
científicamente su cuerpo —no sólo para propia alegría personal en la vida, sino también
para las entrañables masas trabajadoras—. El inválido esperó un rato hasta que Pashkin
cesó en su actividad de pensar, se levantó, realizó una ligera gimnasia moviendo todos
los miembros y, tras haber llevado a su cuerpo la frescura, se sentó de nuevo. El mutilado

20
iba a lanzar ya sus palabras hacia la ventana, cuando Pashkin cogió un frasquito, lanzó
tres lentos suspiros y tomó una gota del contenido de aquél.
—¿Me vas a hacer esperar mucho? —preguntó el inválido, que no era consciente del
valor de la vida ni de la salud—. ¿Quieres cobrar otra vez o qué?
Pashkin, por descuido, empezó a inquietarse; pero hizo un esfuerzo mental y pronto
recuperó la tranquilidad: procuraba no malgastar nunca su sistema nervioso.
—¿Que pasa, camarada Zháchev? ¿Qué te hace falta? ¿Por qué te excitas?
Zháchev le respondió, yendo directamente al grano:
—¿Qué te pasa, burgués? ¿Te has olvidado de por qué te aguanto? ¿O quieres que te
sacuda en el mondongo? ¡Ya sabes que las leyes no van conmigo!

En esto, el individuo arrancó de la tierra una hilera de rosas que tenía al alcance de
la mano y, sin disfrutar de ellas, las arrojó lejos.
—No te entiendo en absoluto, camarada Zháchev —respondió Pashkin—. Recibes
una pensión de primera categoría, ¿qué más quieres? Y yo siempre me he adelantado a
ayudarte.
—¡Mientes, maldito clasista! ¡Te has encontrado siempre con que me tenías delante,
nunca te has adelantado tú!
La esposa de Pashkin entró en el despacho. Sus rojos labios masticaban carne.
—¿Otra vez te has alterado, Lióvochka? —dijo a su marido—. Ahora le saco el
paquete. Esto se ha hecho insoportable. ¡Con esta gente siempre acaba uno enfermando
de los nervios!
La mujer se marchó meneando todo su increíble cuerpo.
—¡Cómo has empapuzado a tu mujer!, ¿eh cabrón? —siguió Zháchev desde el
jardín—. Funciona con todas las válvulas a tope. ¡Eso quiere decir que puedes administrar
a semejante perra!
Pashkin tenía demasiada experiencia en dirigir a elementos atrasados como para
irritarse.
—Tú también podrías mantener una amiga. Tu pensión está pensada para cubrir las
necesidades mínimas.
—¡Vaya canalla tan amable! —definió Zháchev desde la oscuridad—. Mi pensión
no da ni para mijo limpio; todo lo más para mijo con cascarilla. Y yo quiero grasas y
alguna cosa de la leche. ¡Dile a tu asquerosa mujer que me ponga crema de leche más
espesa!
La mujer de Pashkin entró con un paquete en el despacho del marido.
—Quiere además crema, Olia —dijo Pashkin dirigiéndose a ella.
—¡Pues ya sólo faltaba eso! ¿No tengo que comprarle también seda para que se haga
unos pantalones? ¡Menudas cosas se te ocurren!
—Esta quiere que le raje las faldas en la calle —dijo Zháchev desde el parterre—. O
que le rompa la ventana del dormitorio y hasta la mesita de los polvos donde se acicala el
hocico. ¡Ésta quiere cobrar!...
La mujer de Pashkin recordó que Zháchev había enviado al Comité Regional un
informe sobre su marido y que la investigación había durado un mes entero. Se habían
metido incluso con el nombre: «¿Por qué Liev y además Illich? ¡Lo uno o lo otro!» Por
eso se apresuró a sacar al inválido una botella de crema de leche de cooperativa. Tras
recibir desde la ventana el paquete y la botella, Zháchev se marchó del jardín.
—Ya veré en casa la calidad de las cosas —anunció deteniendo su carro junto a la
puertecilla de la valla—. Si vuelvo a encontrar un trozo de vaca estropeada o alguna sobra
ya podéis esperar un ladrillo en la tripa. Soy mejor humanidad que vosotros y necesito
una alimentación digna.

21
Una vez solo con su esposa, Pashkin no logró vencer hasta la medianoche la inquietud
que le había producido el mutilado. Durante aquel intervalo de silencio familiar, a la
mujer de Pashkin, que con el aburrimiento había aprendido a pensar, se le ocurrió lo
siguiente:
—¿Sabes, Lióvochka...? Deberías organizar de alguna manera a ese Zháchev y darle
luego un cargo. ¡Que dirija al menos a los mutilados! Todo hombre tiene que tener como
mínimo un mando de pequeña importancia; está entonces tranquilo y se hace decente...
¡Qué confiado y absurdo eres, Lióvochka!
Al oír a su mujer, Pashkin sintió amor y paz; la esencial vida volvía de nuevo a él.
—¡Óllgusha, ranita! ¡Sientes a las masas gigantescamente! ¡Deja entonces que yo me
organice en tu regazo!
Aplicó la cabeza al cuerpo de su mujer y el gozo de la felicidad y del calor le calmó.
La noche proseguía en el jardín. El carrito de Zháchev rechinaba en la lejanía. Por ese
rechinante indicio, todos los insignificantes vecinos de la ciudad se enteraban con
exactitud de que no había mantequilla, ya que precisamente Zháchev engrasaba siempre
su carro con la mantequilla que le daban por paquetes las personas sobradas; empleaba
en ello ese producto intencionadamente para que los cuerpos burgueses no se
fortalecieran; él no quería alimentarse con tan acaudalada sustancia. Durante los dos
últimos días, y sin saber por qué, Zháchev había sentido deseos de ver a Nikita Chiklin,
por lo que orientó ahora el movimiento de su carrito hacia la excavación.
—¡Nikita! —llamó junto al barracón que hacía de dormitorio. Tras producirse ese
sonido, todavía se percibía más la noche, el silencio y la tristeza general de la débil vida
de la oscuridad. Zháchev no recibió respuesta alguna del barracón; tan sólo se oían las
endebles respiraciones.
—Sin el sueño hace tiempo que se habrían acabado los trabajadores —pensó
Zháchev; y, sin ruido, siguió adelante. Pero del barracón salieron dos personas con
linternas, con lo que Zháchev se les hizo visible.
—¿Quién eres, tan bajo? —preguntó la voz de Safrónov.
—Soy yo —dijo Zháchev—. El capital me redujo a la mitad. ¿No será Nikita uno de
vosotros dos?
—¡No es un animal, es realmente un hombre! —respondió el mismo Safrónov—.
Dile tu opinión, Chiklin.
Chiklin iluminó con la linterna el rostro y el abreviado cuerpo de Zháchev; luego,
turbado, desvió la linterna hacia la parte oscura.
—¿Qué pasa, Zháchev? —dijo Chiklin en voz baja—. ¿Has venido a comer gachas?
Ven, nos han sobrado; mañana estarían agrias y tendríamos que tirarlas.
Chiklin tuvo miedo de que Zháchev tomara a mal la ayuda y que comiera las gachas
pensando en que ya no eran de nadie y que, en cualquier caso, las iban a tirar. También
antes, cuando Chiklin trabajaba limpiando el río de restos de árboles, Zháchev iba a
visitarlo para comer de la clase obrera; pero a mitad del verano había cambiado de rumbo
y había empezado a alimentarse a cuenta de la clase más alta, considerando que contribuía
así a la futura felicidad del movimiento pobre.
—Te he echado de menos —indicó Zháchev—. Me desespera que siga habiendo
canallas, y te quería preguntar que cuándo vais a acabar de construir ese disparate vuestro
para que se pueda prender fuego a la ciudad.
—¡Cómo se puede hacer cereal de un lampazo como éste! —dijo Safrónov con
respecto al mutilado—. ¡Nos exprimimos el cuerpo para hacer el edificio de todos y éste
lanza la consigna de que nuestra posición es un disparate! ¡Y lo hace además sin tener en
cuenta para nada el momento de lo que siente la mente!

22
Safrónov sabía que el socialismo era un asunto científico y pronunciaba sus palabras
igual de lógica y científicamente; para que tuvieran solidez les daba, como a cualquier
otro material, dos sentidos: el básico y el de repuesto. Habían llegado ya los tres al
barracón y entraron en él. Vóschev sacó del rincón el caldero de las gachas, envuelto en
un chaquetón guateado para que conservara el calor, y dio de comer a los recién llegados.
Chiklin y Safrónov habían pasado mucho frío y estaban cubiertos de barro y humedad;
habían ido a ahondar en la excavación hasta llegar al nacimiento del manantial
subterráneo, para taponarlo sólidamente con candado de barro.
Zháchev no desenvolvió su paquete, sino que comió de las gachas colectivas;
aprovechándolas no sólo para saciarse, sino también para reafirmar su igualdad con los
dos hombres que comían. Tras alimentarse, Chiklin y Safrónov salieron al exterior para
respirar y contemplar el entorno antes de dormir. Permanecieron allí un rato. La estrellada
y oscura noche no se correspondía con la barrancosa y difícil tierra ni con la
desacompasada respiración de los dormidos cavadores. Si se miraba sólo abajo, a las
secas pequeñeces del suelo y a las hierbas que vivían apiñadas y en la miseria, en la vida
no cabía entonces la esperanza; la generalizada fealdad del mundo, así como la inculta
tristeza de la gente, dejaban perplejo a Safrónov y hacían tambalear su orientación
ideológica. Empezaba incluso a dudar de la felicidad de un futuro que imaginaba en forma
de azul verano iluminado por un sol inmóvil: alrededor, de día y de noche, todo era
demasiado confuso e inútil.
—¿Por qué vives tan callado, Chiklin? ¡Di algo o haz algo para alegrarme!
—¿Qué quieres, que te abrace? —respondió Chiklin—. Ya es bastante con que
hagamos la excavación... Mira a ver si convences a los que nos han enviado de la bolsa
de trabajo: ¡escatiman sus cuerpos en el tajo como si tuvieran algo dentro!
—Puedo hacerlo —contestó Safrónov—. ¡Claro que puedo! Voy a transformar
rápidamente en clase obrera a esos pastores y chupatintas. Van a ponerse a cavar de tal
manera que se les van a notar en la cara todas sus partes mortales... ¿Y por qué está tan
triste el campo, Nikita? ¿Hay acaso tristeza en todo el mundo y el plan quinquenal está
sólo en nosotros?
Chiklin tenía una cabeza pequeña, pétrea y densamente poblada de pelo, porque se
había pasado la vida dando golpes con la almádena o cavando con la pala y no había
tenido tiempo de pensar. Por eso no pudo aclarar las dudas de Safrónov.
Suspiraron en medio del silencio que se había creado y se fueron a dormir. Zháchev,
encogido en su carrito, se había dormido como había podido. Vóschev yacía boca arriba
y sus ojos miraban con la paciencia de la curiosidad.
—¡Decíais que lo sabíais absolutamente todo y no hacéis otra cosa que cavar la tierra
y dormir! —dijo Vóschev—. Será mejor que me aleje de vosotros. Iré a mendigar por los
koljoses: da lo mismo, siento vergüenza de vivir sin la verdad.
Safrónov puso en su rostro una cierta expresión de superioridad y se paseó con ligero
andar de dirigente junto a los pies de los que dormían.
—Bueno, bueno, camarada. Haga el favor de decirnos en qué forma desea que se le:
entregue ese producto: ¿redonda o líquida?1
w 1 Déjale —determinó Chiklin-—. Todos vivimos en un mundo vacío. ¿Tienes tú el
alma tranquila o qué?
Safrónov- que amaba la belleza de la- vida y la distinción de la mente, permanecía
en pie, respetuoso con el destino de Vóschev. Aunque al mismo tiempo estaba muy
inquieto: ¿no sería la verdad tan sólo un enemigo de clase? ¡Porque el enemigo de clase
podía presentarse ahora hasta en forma de sueños e imaginaciones!

23
-Abstente por el momento de hacer declaraciones, camarada Chiklin —dijo
Safrónov;1 con expresión trascendente—. La cuestión está planteada en términos de
principios y hay que volverla a colocar en su sitio, en el marco de la teoría general de los
sentimientos y de la psicosis de las masas...
—Ea, deja ya-de rebajarme el sueldo, Safrónov -dijo Kozlov, a quien las voces
habían despertado—¡No vuelvas a tomar la palabra cuando duermo o te denunciaré! Ya
te enseñarán allá que el sueño se cuenta también como sueldo…
Safrórióv produjo en su boca un sonido moralizador y dijo con su voz más
poderosa:
—Tenga la bondad de dormir como corresponde, ciudadano Kozlov. ¿Qué
intelectualidad tan nerviosa es la qué tenemos aquí, qué transforma inmediatamente en
burocratismo todos los sonidos?... Si tienes meollo intelectual y estás tumbado en
vanguardia, álzate un poco sobre el codo e infórmanos, Kozlov: ¿porqué la burguesía no
ha dejado al camarada Vóschev inventario de todo lo que ha muerto
en el mundo, haciendo que viva penando por lo que se ha perdido y en actitud tan
ridícula?...
Pero Kozlov dormía ya, y sólo sentía la profundidad de su cuerpo; Vóschev, a su
vez, se tumbó boca abajo y, en susurros dirigidos a sí mismo, comenzó a quejarse de la
enigmática
vida en la que tan despiadadamente le había sido dado nacer.
Los últimos que se habían quedado en vela se acostaron y se calmaron. Con el alba,
la noche se quedó inmóvil y sólo un pequeño
animal chillaba, triste y alegre a la vez, en algún lugar del horizonte que se iba
esclareciendo con el calor.
Chiklin permanecía sentado entre los dormidos y soportaba calladamente su vida;
a veces le gustaba sentarse en silencio y observar todo lo que se veía. Pensaba con
dificultad y sufría mucho por ello: no le quedaba más remedio que sentir y emocionarse
secretamente. La inmovilidad hacía que cuanto más estaba sentado más densamente se
acumulara en él la tristeza; así que se levantó para moverse un poco y apoyó las manos
en la pared del barracón con el fin de palpar al menos algo. En absoluto quería dormir; al
contrario, lo que en ese momento hubiera deseado hacer era ir al campo y, acompañado
de otra gente, bailar bajo las ramitas con diferentes muchachas, tal y como solía hacer en
los viejos tiempos cuando trabajaba en la fábrica de baldosas y azulejos. Allí le había
besado en cierta ocasión la hija del amo: era por junio; él bajaba por la escalera hacia el
molino de amasar y ella venía a su encuentro; tras alzarse un poco sobre los pies
escondidos bajo el vestido, la chica le abrazó por los hombros y besó con sus carnosos y
callados labios la pelambre de su mejilla. Chiklin ya no recordaba ahora ni el rostro ni el
carácter de la chica; pero entonces no le gustaba, le parecía una criatura abominable; por
eso pasó por su lado sin detenerse. Seguro que ella, que era un ser noble, había llorado
después.
Tras ponerse el chaquetón guateado color amarillo tifus, que era el único que Chiklin
había tenido desde los tiempos en que habían derrotado a la burguesía, y prepararse para
pasar la noche como si de todo un invierno se tratara, de dispuso a salir a pasear por el
camino, hacer luego alguna cosa y dormir después sobre el matutino rocío.
Un hombre, desconocido al principio, entró en el barracón que servía de dormitorio
y se quedó en la oscuridad de la entrada.
—¿Todavía no duerme, camarada Chiklin? —dijo Prushevski—. Yo también me he
puesto a pasear porque no logro conciliar el sueño: tengo constantemente la impresión de
que he perdido a alguien y no logro encontrarlo...

24
Chiklin, que respetaba la inteligencia del ingeniero, no sabía responderle
compasivamente y callaba cohibido.
Prushevski se sentó en el banco e inclinó la cabeza. Después de haberse decidido a
desaparecer del mundo ya no se avergonzaba de las gentes y había recurrido a ellas.
—Perdone, camarada Chiklin. En mi casa estoy siempre intranquilo; ¿puedo
quedarme sentado aquí hasta la mañana?
—¿Por qué no? —dijo Chiklin—. Entre nosotros vas a descansar tranquilamente.
Túmbate en mi sitio y yo me acomodaré en alguna parte.
—No, prefiero quedarme sentado. En casa había empezado a sentir tristeza y miedo
y no sabía qué hacer. A pesar de todo, le ruego no piense de mí equivocadamente.
Pero Chiklin no pensaba.
—No te marches de aquí —dijo—. No permitiremos que nadie te toque; ahora no
debes tener miedo.
Prushevski permaneció sentado y en el mismo estado de ánimo; la lámpara iluminaba
su cara, seria y ajena al estado de felicidad. Pero ahora lamentaba haber cometido la
irresponsabilidad de acudir a este lugar: de todas formas, ya no le quedaba mucho que
soportar hasta que llegara la muerte y lo liquidara todo.
El ruido de la conversación hizo que Safrónov entreabriera la puerta. Se puso a
considerar cuál sería la mejor línea a seguir con aquel representante de la intelectualidad
que estaba allí sentado. Una vez lo hubo meditado, dijo:

—Por los datos que tengo, se ha dejado usted la piel inventando una superficie
habitable para el conjunto del proletariado que reuniera la mejores condiciones, camarada
Prushevski. ¡Y veo ahora que se presenta por la noche donde la masa proletaria, como si
le persiguiera la peste! Como tenemos una orientación con respecto a los spiets 2,
acuéstese enfrente para que pueda ver constantemente mi rostro y duerma así sin miedo…
Dentro de su carrito, Zháchev también despertó.
—A lo mejor quiere comer —dijo refiriéndose a Prushevski—. Yo tengo
productos burgueses.
—¿Qué productos son ésos y qué poder nutritivo tienen, camarada? —dijo
Safrónov con asombro—. ¿Dónde ha encontrado a personal burgués?
¡Calla ya, morralla asquerosa! —respondió Zháchev—. ¡Que lo tuyo es seguir
entero, en esta vida y lo mío perecer para dejar
sitio!
-No tengas miedo —decía Chiklin a Prushevski—. Acuéstate y cierra los ojos. Yo
me quedaré cerca; cuando te asustes dame un
grito.
Agachándose para no hacer ruido, Prushevski se encaminó, al sitio de Chiklin y
se tumbó allí vestido.

Chiklin se quitó su chaquetón guateado y lo echó sobre los pies de Prushevski


para que éste estuviera arropado.
—Llevo cuatro meses sin pagar las cuotas del sindicato—dijo Prushevski en voz
baja. Sintió inmediatamente el frío de debajo y se tapó—. Pensaba que tendría tiempo.
—¡Seguro que habrá causado baja automáticamente! ¡Eso es un hecho! —informó
Safrónov desde su sitio.

2 Abreviatura de spietsialist (especialista) con la que


sé designaba a los profesionales formados antes de la revolución.
(N. de los T.).

25
—¡Dormid en silencio! —les dijo Chiklin a todos; y salió fuera para vivir solitario
un rato en medio de la triste noche.

26
Por la mañana, Kozlov permaneció en pie largo tiempo junto al dormido cuerpo
de Prushevski. Le torturaba el hecho de que un dirigente como aquél, una persona
inteligente, durmiera como un insignificante ciudadano entre las tumbadas masas y
perdiera su autoridad. Kozlov tuvo que pensar profundamente acerca de esa embarazosa
circunstancia; no quería ni podía permitir el daño que infligía, a todo el Estado la
inadecuada línea del jefe de obras, y llegó incluso a inquietarse. Se lavó la. cara,
apresuradamente . para estar preparado. En semejantes momentos de la; vida, en . los,
momentos en que el peligro amenazaba, Kozlov sentía en su interior una cálida alegría
social; le gustaría emplear esa alegría en algún acto heroico y morir con entusiasmo para
que toda la clase supiera quién era él y le llorase. La exaltación hizo que Kozlov se
olvidase del veraniego tiempo y llegara incluso a sentir escalofríos. Consciente ya, se
acercó a Prushevski y le despertó.
—Váyase a su casa, camarada jefe de obras —dijo con sangre fría—. Nuestros
obreros no tienen aún la comprensión necesaria y le va a resultar molesto llevar el cargo.
—Eso no es asunto suyo —respondió Prushevski.
—Perdone, pero no es así —replicó Kozlov—. Está claro que todos los ciudadanos
tienen la obligación de seguir las orientaciones que se les han dado. Usted incumple las
suyas y se alinea con el atraso. Eso no ayuda en nada. Acudiré a la instancia. Está
estropeando nuestra línea, va contra el ritmo y contra la dirección: ¡eso es!
Zháchev masticaba con las encías y callaba porque prefería esperar un poco —
aunque desde luego había de ser ese mismo día— para propinar a Kozlov un golpe en la
barriga por canalla y trepador. Vóschev había oído también las palabras y exclamaciones
de Kozlov, pero permaneció tumbado sin emitir sonido alguno; seguía sin entender la
vida. «Mejor sería haber nacido mosquito, que tiene corto el destino», reflexionaba.
Prushevski, sin responder nada a Kozlov, se levantó del lecho. Miró a Vóschev, a
quien ya conocía, y centró luego su vista en los hombres dormidos; quiso decir una
palabra o una petición que le atormentaba, pero un sentimiento de tristeza, que era como
cansancio, recorrió su rostro; Prushevski inició su marcha. Chiklin, que venía de la parte
del alba, dijo refiriéndose a Prushevski:
—Si tiene otra vez miedo, venga a pasar la noche aquí. Y si quiere algo, será mejor
que lo diga.
Pero Prushevski no contestó y, en silencio, siguieron juntos su camino. Triste y
caluroso empezaba el largo día; el sol, como la ceguera, permanecía indiferente a la baja
pobreza de la tierra. Pero a los hombres no les había sido dado otro lugar para la vida.

27
—Hace ya mucho, casi en la niñez, me fijé en una mujer, tan joven como yo por
entonces, que pasó por mi lado, camarada Chiklin —dijo Prushevski—. Ocurrió
probablemente en junio o en julio. A partir de entonces empecé a sentir tristeza y a
recordar y comprender todo. Pero no la he vuelto a ver y me gustaría hacerlo una vez más.
Eso es todo lo que quiero.
—¿En dónde la viste? —preguntó Chiklin.
—En esta misma ciudad.
—¡Pues tenía que ser la hija del azulejero!
—¿Por qué? —dijo Prushevski—. ¡No lo entiendo!
—Yo también la encontré en el mes de junio y en ese momento me negué a
mirarla. Y luego, al cabo del tiempo, algo se encendió
por ella en mi pecho. Igual que tú. Hemos tenido a la misma persona.
Prushevski sonrió con modestia.
—¿Pero por qué?
—Porque te la voy a traer y la vas a ver. ¡Lo que hace falta es que viva aún!
Chiklin imaginaba con exactitud el dolor de Prushevski porque también él —
aunque con mayor olvido, pero con el mismo dolor— echaba de menos a una persona
delgada, extraña y ligera, que le había besado sin decir nada en la mejilla izquierda. Eso
significaba que, de cerca y de lejos, aquel mismo ser, raro y encantador, actuaba sobre
ambos.
—Seguramente estará ya algo vieja -dijo Chiklin de pronto—. Probablemente se
habrá consumido toda y su piel se habrá vuelto parda o tendrá color de cocina.
—Posiblemente —confirmó Prushevski- Ha pasado mucho tiempo. Si todavía
está viva, se habrá puesto como el carbón.
Se detuvieron al borde de la excavación del barranco. Tendrían que haber
empezado mucho antes, a cavar aquel abismo para la casa común. Ese ser del que
Prushevski tenía necesidad también habría restado a resguardo allí.
-Más bien será ahora una mujer consciente y actuará a favor nuestro —dijo
.Chiklin— En quien de joven ha habido un sentimiento infinito brota después la
inteligencia:

Prushevski inspeccionó la vacía zona de la naturaleza más próxima y sintió pena


de que su perdida mujer y mucha otra gente necesaria se viera obligada a vivir, y
extraviarse en aquella mortal tierra en la que todavía no se había organizado la
comodidad. Hizo a Chiklin: una acongojante consideración:
—¡Pero si no conozco su rostro! ¿Qué vamos a hacer cuando venga, camarada
Chiklin?
Chiklin. le contestó:
—La sentirás y la .reconocerás. ¡En este mundo son muchos los olvidados! ¡Tu
tristeza hará que la reconozcas!
Prushevski comprendió que era vendad.
Por miedo a no complacer en todo a Chiklin, sacó el reloj para mostrar su preocupación
por el ya cercano: trabajo diurno.
Safrónov, adoptando un andar inteligente y poniendo cara pensativa, se acercó a
Chiklin
-He estado oyendo cómo vertían aquí sus tendencias camaradas. Les ruego, que
se hagan más pasivos, ¡ha llegado la hora de la producción! Y tú deberías dedicarte a
Kozlov; está adoptando una línea saboteadora.
Kozlov estaba por entonces tomando el desayuno en melancólico estado de ánimo:
consideraba que sus méritos; revolucionarios eran insuficientes y que¡ era pequeña su

28
aportación diaria en utilidad social. La pasada; noche se había despertado después de las
doce y se había dedicado a lamentarse con aplicación de que la construcción organizativa
fundamental se estuviera desarrollando sin su participación y por el hecho de que
estuviera actuando tan sólo en el barranco y no a una escala de dirección más gigantesca.
Hacia la mañana, Kozlov había decidido apuntarse a pensión de invalidez para entregarse
por entero a ser útil socialmente; así se manifestaba en él, en medio de sufrimientos, la
conciencia proletaria.
Cuando Safrónov escuchó tal idea de boca de Kozlov consideró a éste un parásito:
—Cuando empezabas a tener principios, abandonas a las masas obreras y vas a parar
lejos. Eso quiere decir, Kozlov, que eres un piojo intruso cuya línea siempre se sale fuera.
—¡Mejor será que te calles! —dijo Kozlov—. ¡Si no, pronto vas a estar fichado!...
¿Te acuerdas de cuando instigaste a un pobre, en plena campaña de colectivización, a que
matara su gallo y se lo comiera? ¿Te acuerdas? ¡Tenemos claro quién era el que quería
minar la colectivización! ¡Sabemos lo poco de fiar que eres!
Safrónov, en quien la idea se mezclaba con las pasiones cotidianas, dejó sin respuesta
el razonamiento de Kozlov y se alejó de él con su acostumbrado andar librepensador. No
le gustaba que se escribiesen denuncias contra él.
Chiklin se acercó a Kozlov y le preguntó por todo.
—Hoy voy a ir a la seguridad social para que me apunten a una pensión —anunció
Kozlov—. Quiero ocuparme del mal social en su conjunto y de la revuelta
pequeñoburguesa.
—La clase obrera no es el zar —dijo Chiklin—. No teme las revueltas.
—Que no las tema —asintió Kozlov—. Pero, a pesar de todo, sería mejor que se
cuidase un poco.
Zháchev, sobre su carrito, se encontraba ya cerca. Tras rodar un poco marcha atrás,
tomó carrerilla hacia adelante y, a toda velocidad, lanzó contra el vientre de Kozlov su
silenciosa cabeza. El terror hizo que Kozlov cayera hacia atrás y perdiera por unos
momentos el deseo de ser más útil a la sociedad. Chiklin se agachó, levantó en el aire a
Zháchev, junto con su equipaje, y lo largó al espacio. Una vez hubo equilibrado su
movimiento, Zháchev aún tuvo tiempo de soltar unas palabras desde la línea de vuelo:
«¿Por qué, Nikita? ¡Yo quería que a Kozlov le dieran una pensión de primera!» —y al
caer, cogido entre el cuerpo del mutilado y la tierra, se quebró su carruaje.
—¡Vete a lo de la pensión, Kozlov! —dijo Chiklin al hombre que yacía en el suelo—
. Uno tras otro, todos iremos allí algún día. Ya es hora de que recobres el aliento.
Vuelto en sí, Kozlov explicó que en sus sueños nocturnos había visto al camarada
Románov, jefe de la Dirección Central de la Seguridad Social, y a diversa clase de gente
pulcramente vestida, cosa que le había estado llenando de emoción la semana entera.
Kozlov se puso enseguida la chaqueta, y Chiklin, ayudado por los demás, limpió su-
ropa de tierra y de las porquerías que se-le habían adherido; Safrónov resolvió-lo de
recoger a Zháchev; mientras arrojaba el cuerpo del inválido a un rincón del barracón dijo:
—Que esta materia proletaria se quede un rato ahí tumbada. Así saldrá de ella
algún principio.
Kozlov dio a todos la mano y se marchó á apuntarse para que le dieran la pensión.
-Adiós-—le dijo Safrónov—. Tu ascenso a las instituciones de servicio hace
queseas ahora como1 un ángel de vanguardia del cuerpo obrero…
Kozlov sabía también engendrar pensamientos, por lo que se alejó calladamente
en dirección a la suprema vida de la utilidad general llevando en la mano un cofrecito de
su propiedad.
En aquel momento un hombre, al que no se podía ver bien ni detener, corría a toda
prisa por el campo de* detrás del barranco. Dentro de la ropa, su cuerpo quedaba muy

29
flaco; los pantalones1 le bailaban como si estuvieran vacíos. El hombre se acercó
corriendo hasta donde estaba la gente y, apartado de ella; como extraño a todos, se sentó
sobre un montón de tierra.- Había cerrado un ojo y miraba con él otro a los que allí había;
esperando algo malo, pero sin pensar en quejarse; su ojo tenían color amarillo,- a caserío,
y valoraba toda su zona dé visibilidad con el dolor de la escasez.
El hombre lanzó ‘enseguida1 un suspiro y se puso a dormitar sobre el vientre.
Nadie hizo ninguna objeción a que se quedara allí, porque quién sabía cuántos más
vivirían sin participar aún en la construcción. Y, además, era ya la hora de trabajar en el
barranco.

30
Son diversos los sueños que por las noches se les presentan a los trabajadores:
algunos de ellos expresan una esperanza realizada; otros, el presentimiento del ataúd en
la fosa de barro. Pero el tiempo diurno se vive de una manera igual y encorvada: con la
paciencia de cuerpos que cavan la tierra para plantar en el reciente abismo la eterna y
pétrea raíz de una indestructible arquitectura.
Los nuevos cavadores se habían ido habituando paulatinamente al lugar y al
trabajó. Todos se habían inventado alguna manera de escapar de allí en el futuro: uno
quería acumular antigüedad y marcharse a estudiar; otro esperaba el momento de
recualificarse; había un tercero que prefería entrar en el partido y refugiarse en el aparato
dirigente. Todos cavaban aplicadamente la; tierra, recordando constantemente la idea
salvadora.
Pashkin visitaba la excavación un día sí' y otro no, y seguía considerando que el
ritmo era lento. Habitualmente iba a caballo, porque había vendido su carruaje en la época
de restricciones, y observaba la gran excavación desde el lomo del animal. Pero Zháchev
estaba también allí y aprovechaba las incursiones que Pashkin hacía a pie al fondo de la
excavación para dar de beber en exceso al caballo; hasta tal punto que Pashkin hubo de
guardarse de ir como jinete y empezó a acudir en automóvil.
Aunque tampoco ahora comprendía Vóschev la verdad de la vida, el agotamiento que
le producía el pesado suelo había hecho que se resignara. Lo único que hacía era recoger
durante los días de descanso todo tipo de infelices pequeñeces de la naturaleza en tanto
que testimonios de la creación no planificada del mundo, como muestras de la melancolía
de toda respiración viviente.
Y por las noches, ahora más oscuras y largas, la vida en el barracón se había hecho
especialmente aburrida. El mujik de ojos amarillos que había llegado corriendo desde
algún lugar del país campestre vivía también con el artel. Permanecía allí calladamente,
pero expiaba su existencia haciendo el femenino trabajo de la administración colectiva,
incluida la reparación de la raída ropa. Safrónov se había empezado a preguntar si no sería
hora de llevar a este mujik al sindicato, en tanto que fuerza útil; pero no sabía cuánto
ganado tenía en su casa de la aldea ni si tenía peones, lo que hacía que retrasara su
propósito.
Vóschev pasaba las noches tumbado y con los ojos abiertos, añorando un futuro en
el que todo sería conocido de todos y situado en un avaro sentimiento de felicidad.
Zháchev trataba de convencer a Vóschev de que su deseo era una locura porque la
opulenta fuerza hostil estaba poniéndose en marcha de nuevo y tapaba la luz de la vida;

31
lo único que había que hacer era salvar a los niños, en tanto que ternura de la revolución,
y dejarles instrucciones.
—Escuchad, camaradas —dijo en cierta ocasión Safrónov—, ¿no deberíamos poner
la radio para conocer los éxitos y las directivas? ¡Tenemos aquí masas atrasadas a las que
les vendría bien la revolución cultural y todo tipo de sones musicales para que no
acumulasen dentro de sí oscuras intenciones!
—En lugar de tu radio, mejor sería traer de la manita a la niña huérfana —replicó
Zháchev.
—¿Y qué méritos o enseñanzas hay en. tu niña, camarada Zháchev? ¿Qué
sufrimientos aporta para que la construcción avance?
—Ahora no come azúcar. Así es como sirve a tu construcción, ¡maldita sea tu
unánime alma! —contestó Zháchev.
—¡Ajá! —concluyó Safrónov—. Entonces tráenos en tu transporte a esa pobre niña.
Así empezaremos a vivir más de común acuerdo.
Safrónov se detuvo frente a todos en actitud de jefe de alfabetización e instrucción,
dio luego unas vueltas con paso firme y puso cara de pensar activamente.

—Camaradas, necesitamos tener aquí al líder del futuro mundo proletario en forma
de niñez. En relación con esto, el camarada Zhachev se ha mostrado digno de tener entera
la cabeza y carecer de piernas.
Zháchev deseaba responder a Safrónov, pero prefirió arrastrar hacia sí, tirando de la
pernera de su pantalón, al mujik de la aldea, que era el que se encontraba más cerca, y
propinarle dos golpes en el costado con su desarrollado brazo, como si se tratara un
culpable burgués que tuviera a mano. El mujik no hizo otra cosa que entornar los
amarillos ojos bajo el suplicio, pero no hizo la menor defensa de sí mismo y permaneció
callado y de pie.
—Menudo material de hierro; sigue en pie y sin asustarse —dijo enfadado Zháchev,
y volvió a golpear al mujik haciendo un molinete con su largo brazo—. Eso quiere decir
que ha sufrido más en algún otro sitio y que esto es para él una delicia. ¡Entérate de quién
manda aquí, consorte de vaca!
El mujik se sentó en el sitio para tomar aliento. Se había acostumbrado ya a recibir
golpes de Zháchev por tener propiedades en la aldea y aguantaba bien el dolor en silencio.
—También al camarada Vóschev debería propinarle Zháchev un golpe como castigo
—dijo Safrónov—. Resulta que es el único del proletariado que no sabe para qué vive.
—¿Cómo que para qué, camarada Safrónov? —prestó oído Vóschev desde el
extremo del barracón—. Necesito la verdad para la productividad del trabajo.
Safrónov hizo con la mano un gesto de prédica y su cara reflejó un arrugado
pensamiento de pena por aquel hombre atrasado.
—¡El proletariado vive para sentir entusiasmo por el trabajo, camarada Vóschev! Ya
es hora de que tomes esa orientación. ¡Esta consigna ha de enardecer el cuerpo de todos
los miembros del sindicato!
Chiklin no estaba; se hallaba en esos momentos caminando por los alrededores de la
fábrica de azulejos. Todo seguía igual que antes, pero impregnado de la decrepitud de un
mundo que estaba feneciendo. Los árboles de las calles se habían secado de vejez y hacía
tiempo que no tenían hojas. Más resistentes que los árboles, todavía vivían algunas
personas en las pequeñas casas, ocultándose tras los dobles marcos de las ventanas.
Cuando Chiklin era joven, aquí olía a panadería, los carboneros iban de acá para allá y, a
gritos, se pregonaba leche desde las aldeanas telegas. El sol de la infancia calentaba
entonces el polvo de los caminos y la vida propia era una eternidad en medio de la azul y
confusa tierra que Chiklin apenas empezaba a tocar con sus descalzos pies. Pero un aire

32
de vetustez y de recuerdo a despedida rodeaba ahora la apagada panadería y los marchitos
jardines de manzanos.
El sentimiento que tenía Chiklin de la vida, y que actuaba sin cesar, le sumió en la
tristeza —principalmente porque vio una cerca junto a la que se había sentado y divertido
en la infancia, y esa cerca estaba cubierta ahora de escarcha de musgo, se había inclinado
y los antiguos clavos sobresalían de la misma liberados de la angostura de la madera por
la fuerza del tiempo. Era triste y misterioso el hecho de que Chiklin se hubiera hecho
hombre, hubiera consumido olvidadizamente su sentimiento, hubiera andado por lugares
lejanos y hubiera trabajado en diversas cosas, mientras la vieja cerca había seguido
inmóvil y recordándole, habiendo alcanzado, pese a todo, a vivir hasta el momento en
que Chiklin había pasado junto a ella y había acariciado, con su mano desacostumbrada
a la felicidad, las chillas de todos olvidadas.
La fábrica de azulejos estaba en un callejón cubierto de hierba por el que no pasaba
nadie, ya que concluía en el cerrado muro del cementerio. El edificio de la fábrica se
había hecho ahora más bajo porque poco a poco se había ido hundiendo en la tierra; su
patio estaba desierto. Tan sólo se encontraba todavía en él un desconocido viejecito que,
sentado bajo el cobertizo del material, reparaba sus lapti 3, disponiéndose por lo visto a
partir con ellos de vuelta al tiempo antiguo.
—¿Qué es lo que hay aquí? —le preguntó Chiklin.
—Puta conversación, buen hombre: el poder soviético es fuerte y la máquina que hay
aquí canija; por eso no gusta. Pero ahora a mí me da casi lo mismo; me queda ya muy
poco que respirar.
Chiklin le dijo:
—¡De todo lo que hay en el mundo, sólo te han tocado en suerte los lapti! Espérame
aquí, en este mismo sitio, que te traeré algo de ropa o de alimentos.
—¿Y tú quién coño eres? —preguntó el viejo, componiendo en su rostro una
expresión atenta para manifestar interés—. ¿Eres un ratero o sólo un patrón burgués?
—Soy del proletariado —informó Chiklin de mala gana.
—Ya, eres el zar de hoy en día. Entonces te esperaré.
Sintiendo la fuerza de la vergüenza y de la tristeza, Chiklin entró en el viejo edificio
de la fábrica. Pronto encontró también la pequeña escalera de madera en la que tiempo
atrás le había besado la hija del dueño; la escalera había envejecido hasta tal punto que,
bajo el peso de Chiklin, se precipitó a un oscuro lugar que había abajo; y aquél no pudo
hacer otra, como despedida final, que acariciar los cansados restos de la escalera. Tras
permanecer unos instantes en la oscuridad, Chiklin vio una inmóvil luz que apenas
refulgía y una puerta que conducía a alguna parte. Tras aquella puerta había un local sin
ventanas, olvidado o que no constaba en el plano, en cuyo suelo ardía una lámpara de
petróleo.
Chiklin no sabía qué ser era ése que se había ocultado en aquel desconocido refugio
para guardarse, por lo que fue a situarse al centro del local.
En el suelo, junto a la lámpara, yacía una mujer; bajo su cuerpo, la paja se había ya
convertido en polvo y la mujer misma estaba casi desprovista de ropa; tenía los ojos
profundamente cerrados, como si sufriera o durmiera. La niña que estaba sentada junto a
la cabeza de la mujer también dormitaba; pero pasaba constantemente por los labios de
su madre, sin descuidarse un instante, una cáscara de limón. Al despertarse, la niña se dio
cuenta de que su madre se había calmado porque tenía caída su debilitada mandíbula
inferior y abierta la oscura y desdentada boca; la niña tuvo miedo de su madre y para

3 Lapti: calzado de corteza de tilo, parecido a las alpargatas. Su


singular es lapot. (N. de los T.)

33
evitarlo le anudó una cuerdecita en torno a los parietales, de tal forma que los labios de
la mujer se cerraron de nuevo. Entonces la niña se acostó pegada a la cara de su madre,
deseando sentirla y dormir. Pero la madre se despertó inmediatamente y le dijo:
—¿Por qué duermes? Sigue mojándome los labios con limón, ¿no ves lo mal que
estoy?
La niña empezó a pasar de nuevo por los labios de su madre la cáscara de limón. La
mujer se quedó inmóvil por un instante, sintiendo la alimentación del resto del limón.
—¿Seguro que no te dormirás ni me abandonarás? —preguntó a su hija.
—No, ya no quiero dormir. Sólo voy a cerrar los ojos, pero pensaré en ti todo el
tiempo: ¡eres mi mamá!
La madre entreabrió los ojos: había en ellos suspicacia, estaban preparados para todas
las desgracias de la vida y la indiferencia los había tornado ya blancos. Dijo para
defenderse:
—Ahora ya no me das lástima y no necesito a nadie. Me he vuelto de piedra. Apaga
la lámpara y vuélveme de costado, quiero morir.
La niña callaba conscientemente mientras seguía mojando la boca de la madre con la
piel de limón.
—Apaga la luz —dijo la anciana mujer—. Si no, sigo viéndote y vivo. Pero no te
vayas a ninguna parte; ya te irás cuando me muera.
La niña sopló la lámpara y apagó la luz. Chiklin se sentó en el suelo, temiendo hacer
ruido.
—Mamá, ¿vives todavía o ya no estás? —preguntó la niña en la oscuridad.
—Vivo un poquito —respondió la madre—. Cuando te separes de mí no digas que
estoy muerta aquí. No cuentes a nadie que fui yo quien te dio el ser, o te aniquilarán. Vete
muy lejos de aquí y olvídate de ti misma; así seguirás con vida...
—Mamá, ¿y por qué te mueres? ¿Porque eres burguesa o por la muerte?...
—Es que he empezado a aburrirme; me he cansado —dijo la madre.

—Es porque naciste hace mucho, mucho, y yo no —decía la niña—. Cuando


mueras no se lo diré a nadie, y nadie sabrá si viviste o no. Sólo yo viviré y te tendré en
mi cabeza...
Sabes —calló un poco—, ahora dormiré una gota, bueno, media gota; tú quédate así y
piensa para no morir.
—Quítame la cuerdecita —dijo la madre—, me va a asfixiar.
Pero la niña dormía ya calladamente; el silencio se hizo total; ni siquiera las
respiraciones de ambas llegaban hasta Chiklin. Por lo visto, ni una sola criatura vivía en
aquel local; ni una rata, ni un gusano, nada; no se oía ruido alguno. Sólo en una ocasión
se había oído un sordo y extraño ruido: tal vez se había caído algún viejo ladrillo en el
vecino y olvidado cobijo o el suelo había dejado de soportar la eternidad y se había
desintegrado en la pequeñez de la destrucción.
—¡Que alguien se acerque!
Chiklin escuchó el aire con atención y empezó a arrastrarse cuidadosamente hacia
la oscuridad, tratando de no aplastar a la niña en su marcha. Chiklin tuvo que moverse
durante largo rato porque en su camino se encontró con todo tipo de materiales que le
molestaban.
Tras palpar la cabeza de la niña, Chiklin alcanzó luego con la mano la cara de la madre y
se inclinó sobre sus labios para averiguar si era ella o no aquella antigua joven que le
había besado una vez en aquel mismo edificio. Al besarla supo, por el seco sabor de los
labios y el ínfimo resto de ternura de las recocidas grietas, que era la misma.

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—¿Para qué necesito eso? —dijo la mujer con comprensión—. Ahora estaré siempre
sola —y, dándose la vuelta, murió boca abajo.
—Hay que encender la lámpara —dijo Chiklin en voz alta; y, tras manipular en la
oscuridad, iluminó el local.
La niña dormía con la cabeza colocada sobre el vientre de la madre; el fresco aire
subterráneo había hecho que se acurrucara; trataba de calentarse encogiendo los
miembros. Chiklin deseaba que la niña descansara, por lo que se quedó esperando hasta
que despertara; y para que la niña no gastara su calor en la madre, que se estaba enfriando;
la cogió en sus brazos y la guardó así, como último y lastimero resto de la mujer muerta,
hasta la mañana.

35
Al comienzo del otoño, Vóschev empezó a sentir la duración del tiempo. Permanecía
sentado en el alojamiento, inmerso en la oscuridad de los cansados atardeceres.
Los demás hombres permanecían también acostados o sentados: la lámpara colectiva
iluminaba sus rostros y todos callaban. Previsoramente, el camarada Pashkin había
abastecido de una radio y un altavoz el alojamiento de los cavadores para que todos
pudieran adquirir del altavoz el sentido de la vida de clase.
—¡Camaradas, tenemos que movilizar la ortiga para el frente de la construcción
socialista! La ortiga no es otra cosa que un objeto necesario en el extranjero...
—¡Camaradas —conminaba el tubo a cada minuto—, tenemos que cortar las colas y
crines a los caballos! ¡Cada ochenta mil caballos nos proporcionarán treinta tractores!...
Safrónov escuchaba y celebraba lo que se decía, echando sólo de menos que no
pudiera responder al megáfono para que ahí se oyera cómo sentía la actividad, su
disposición al esquilado de los caballos y en relación con la felicidad. Sin saber por qué,
tanto Zháchev como Vóschev empezaron a sentir vergüenza de las largas exhortaciones
de la radio; no experimentaban nada contra el hablante e instructor, sino que percibían
cada vez más el oprobio personal. A veces Zháchev no podía soportar la deprimente
desesperación de su alma y gritaba en medio del fuerte ruido que vertía el megáfono:
—¡Parad ese sonido! ¡Dejadme responderle!...
Entonces Safrónov se colocaba rápidamente delante de todos con su elegante andar.
—Camarada Zháchev: considero que ya ha lanzado las suficientes locuciones y que
es hora de que acate por entero la producción de la dirección.

—Deja en paz al hombre, Safrónov —decía Vóschev—. Ya vivimos lo bastante


aburridos sin eso.
Pero el socialista Safrónov temía olvidar la obligación de la alegría y respondió a
todos, de una vez por todas, con la suprema voz del poder:
—El que tiene en su bolsillo el carné del partido ha de preocuparse de tener siempre
en su cuerpo entusiasmo por el trabajo. ¡Le reto a competir por la suprema felicidad del
ánimo!
El altavoz de la radio trabajaba todo el tiempo, como la ventisca; anunció una vez
más que todos los trabajadores debían ayudar a acumular nieve en los campos colectivos,
y luego calló; en la radio había reventado probablemente la fuerza de la ciencia, que hasta
entonces había transmitido con indiferencia y rapidez las palabras que todos necesitaban
tanto.

36
Safrónov, dándose cuenta del pasivo silencio, comenzó a actuar en lugar de la radio:
—Si nos planteamos la pregunta que de dónde viene el pueblo ruso habremos de
respondernos: ¡de la mezquindad burguesa! Podría haber surgido de alguna otra cosa,
pero no había otro sitio que ése. Por eso es preciso que metamos a todos en la salmuera
del socialismo, para que se les quite el pellejo del capitalismo, para que sus corazones
presten atención al calor de la vida que brota de la hoguera de la lucha de clases y para
que emerja el entusiasmo!...

Como la fuerza de su mente no encontraba salida, Safrónov la ponía en las palabras


y las decía alargándolas. Algunos le escuchaban con la frente apoyada en los brazos, a fin
de rellenar con estos sonidos la vacía tristeza de la cabeza; otros se consumían
monótonamente sin oír sus palabras, viviendo en el silencio personal. Prushevski
permanecía sentado en el umbral mismo del barracón y miraba la avanzada tarde del
mundo. Veía los oscuros árboles y oía de vez en cuando una lejana música que
emocionaba el aire. Prushevski no objetaba nada con su sentir. La vida le parecía buena,
puesto que la felicidad era inalcanzable; de la vida tan sólo murmuraban los árboles y la
música de viento cantaba en el jardín del sindicato.
Cediendo al cansancio general, todo el artel se durmió pronto tal y como vivía: con
las camisas del día y los pantalones puestos, para no trabajar en desabrochar los botones
y conservar las fuerzas para la producción.
Sólo Safrónov permanecía insomne. Miraba a la gente acostada y se expresaba con
dolor:
—¡Ay, masas, masas! ¡Qué difícil resulta organizar a partir de vosotras el esqueleto
del comunismo! ¿Pero qué es lo que queréis, cabrones? ¡Habéis martirizado a toda la
vanguardia, canallas!
Plenamente consciente del penoso atraso de las masas, Safrónov se juntó a uno de
los fatigados durmientes y se olvidó en la profundidad del sueño.
Por la mañana, sin levantarse del lecho, saludó a la niña que había venido con
Chiklin, en tanto que elemento del futuro, y volvió a dormirse.
La niña se sentó con cuidado en el banco. Vio el mapa de la URSS entre las consignas
de la pared y preguntó a Chiklin sobre los trazos de los meridianos:
—Tío, ¿qué es eso, vallas contra los burgueses?
—Sí, son vallas para que no puedan saltar hasta aquí, hijita —explicó Chiklin
deseando dar a la niña una mente revolucionaria.
—¡Pero mi mamá no ha saltado la valla y ha muerto!
—¿Y qué? —dijo Chiklin—. Todas las burguesas mueren ahora.
—Que se mueran —dijo la niña—. A mí me da igual; yo me acuerdo de mi madre y
la voy a ver en sueños. Lo que pasa es que me falta su tripa; no tendré donde apoyar la
cabeza para dormir.
—No importa, dormirás sobre mi tripa —prometió Chiklin.
—¿Y qué es mejor, el rompehielos Krasin o el Kremlin?
—Eso no lo sé; ¡yo no soy nadie, pequeña! —dijo Chiklin. Y reflexionó acerca de
que su cabeza fuera lo único de todo su cuerpo que no podía sentir; si supiera, le explicaría
a la niña el mundo entero para que viviera sin peligro.
La niña dio una vuelta por el nuevo lugar en que iba a vivir y contó todos los objetos
y personas, deseando establecer inmediatamente a quién iba a querer y a quién no, de
quién iba a ser amiga y de quién no. Después de hacer eso, la niña se había acostumbrado
ya al barracón de madera y quiso comer.
—¡Dadme de comer! ¡Mira, Iulia, que te mato!
Chiklin le llevó gachas y cubrió la infantil barriguita con una toalla limpia.

37
—¿Por qué me das gachas frías? ¡Vaya una Iulia!
—Pero, ¿por qué me llamas Iulia?
—Cuando mi mamá se llamaba Iulia y todavía miraba con los ojos y respiraba todo
el tiempo se casó con Martínich porque era proletario. Y cuando Martínich venía le decía
a mi mamá: ¡Mira, Iulia, que te mato! Y mamá callaba y le ajuntaba.
Prushevski escuchaba a la niña y la observaba; hacía tiempo que no dormía, inquieto
por la aparición de la niña y entristecido a la vez porque ese ser lleno de vida fresca como
el rocío tuviera que sufrir más duramente y por más tiempo que él.
—He encontrado a tu joven —dijo Chiklin a Prushevski—. Vamos a verla, todavía
está entera.
Prushevski se levantó y empezó a caminar; le daba igual estar tumbado que moverse
hacia adelante.
En el patio de la fábrica de azulejos el viejo había acabado de reparar sus lapti, pero
tenía miedo de ir por el mundo con un calzado así.
—Camaradas, ¿sabéis si me arrestarán por los lapti, o no me tocarán? —preguntó el
viejo—. Hoy, hasta el más bajo, hasta el último pelagatos, lleva cañas de cuero; las
mujeres han andado siempre sin nada bajo las faldas y ahora todas llevan pantalones con
florecitas. ¡Mira tú qué interesante se ha puesto todo!
—¿Y a ti qué te va en ello? —dijo Chiklin—. Tú a lo tuyo. Más valdría que te
callaras.
—¡No diré ni una palabra más! Lo que temo es que me digan: ¡ajá, llevas lapti, pues
entonces eres pobre! Y si eres pobre, ¿por qué vives solo y no te amontonas con los demás
pobres?... ¡Eso es lo que me da miedo! Si no, ya hace tiempo que me había marchado.
—Piensa un poco, viejo —le aconsejó Chiklin.
—Pero si ya no doy de sí como para
pensar.
—Has vivido mucho. Ahora sólo puedes trabajar con la memoria.
—Tanto se me ha olvidado todo que tendría que empezar a vivir otra vez.
Cuando bajaron al refugio de la mujer, Chiklin se agachó y la besó de nuevo.

—¡Pero si está muerta! —se asombró Prushevski.


—¿Y qué? —dijo Chiklin—. Todo el mundo muere cuando le matan los suplicios.
Además, no la necesitas para vivir, sino tan sólo como recuerdo.
Tras ponerse de rodillas, Prushevski rozó los muertos y afligidos labios de la mujer
y, al sentirlos, no experimentó ni alegría ni ternura.
—Ésta no es la que vi en mi juventud —dijo. Y tras ponerse en pie junto a la muerta
añadió—: O puede que sea ella. Yo nunca he reconocido a los seres queridos después de
sensaciones próximas. Pero cuando estaba lejos los añoraba.
Chiklin callaba. Cuando besaba a una persona, o se acercaba a ella de una manera
más profunda, sentía restos de calor y de familiaridad, incluso aunque esa persona le fuese
extraña y estuviese muerta.
Prushevski no podía separarse de la difunta. En tiempos había pasado ligera y
ardiente por su lado: al verla marcharse en aquel entonces con los ojos bajos, al ver su
triste y oscilante cuerpo, había deseado la muerte. Y, a continuación, había escuchado el
viento en el abatido mundo y la había echado de menos. Por haber tenido miedo en aquella
ocasión en que era joven de dar alcance a esa mujer —a la felicidad—, tal vez la había
dejado desprotegida para toda la vida; y ella, tras haberse cansado de sufrir, se habría
escondido en este lugar para perecer de hambre y de tristeza. Ahora yacía boca arriba, tal
y como la había colocado Chiklin para besarla; la cuerdecita que rodeaba la cabeza y la
mandíbula mantenía cerrados sus labios; las largas y desnudas piernas estaban cubiertas

38
de una densa pelusa, casi pelo, que le había crecido a causa de las enfermedades y de la
falta de cobijo propio; una antigua fuerza, que había renacido cuando todavía estaba viva,
había transformado a la muerta en un animal que iba cubriéndose de pellejo.
—Bueno, vale —dijo Chiklin—. Que la conserven los diferentes objetos muertos que
hay aquí. Porque los muertos, igual que los vivos, son muchos y no se aburren juntos.
Chiklin acarició con la mano los ladrillos de la pared, levantó un desconocido y
antiguo objeto y lo puso junto a la muerta. Los dos hombres se marcharon. La mujer, con
la edad que tenía al morir y que ya era eterna, se quedó acostada.
Después de haber cruzado el patio, Chiklin volvió y, con trozos de ladrillos, viejos
bloques de piedra y otras materias pesadas, enterró la puerta que conducía hacia la difunta.
Prushevski no le ayudó y le preguntó después:
—¿Para qué te esfuerzas?
—¿Cómo que para qué? —se asombró Chiklin—. Los muertos también son personas.
—Pero si no necesita nada.
—Ella no, pero yo la necesito a ella. Bueno, que se conserve algo de la persona:

¡cuando veo la desgracia de los muertos o sus huesos, siento para qué vivir!
El viejo que estaba haciéndose los lapti se había marchado del patio. En el lugar en
que estaba tan sólo habían quedado tirados unos zapatos tan rotos como el recuerdo del
hombre que había desaparecido para siempre.
El sol estaba ya alto. Hacía rato que había pasado la hora de comenzar a trabajar. Por
eso Chiklin y Prushevski se pusieron a caminar deprisa hacia la excavación, por las
férreas calles sin adoquinar, cubiertas de hojas que cubrían y calentaban las semillas del
próximo verano. Al final de aquel día, los cavadores no pusieron en marcha el altavoz,
sino que, después de cenar, se sentaron a mirar a la niña, frustrando con ello el cultural
trabajo sindical de la radio. Zháchev había decidido ya por la mañana que acabaría con
todos los habitantes adultos del lugar, a poco que madurara esa niña y los niños como
ella; tan sólo él sabía que vivían en la URSS muchos acérrimos enemigos del socialismo,
egoístas y alimañas del futuro mundo. Y se consolaba en secreto con la idea de que alguna
vez, no tardando mucho, los mataría en masa, dejando sólo con vida a la niñez proletaria
y a la estricta orfandad.
—¿Tú quién eres entonces, niña? —preguntó Safrónov—. ¿A qué se dedicaban tu
papá y tu mamá?
—Yo no soy nadie —dijo la niña. í
—¿Cómo que no eres nadie? ¡Algún principio de género femenino te habrá
proporcionado el placer de nacer bajo el poder soviético!
—Yo no quería nacer. Tenía miedo de que mi madre fuese burguesa.
—Entonces, ¿cómo te has organizado?
La niña, molesta y con temor, bajó la cabeza y empezó a pellizcar su camisa. Sabía
que estaba entre el proletariado y se protegía a sí misma tal y como desde hacía mucho
tiempo le había venido diciendo su madre.
—Yo sé quién es el más importante.
—¿Quién? —prestó oído Safrónov.
—El más importante es Lénin y el segundo Budionni. Cuando ellos no estaban y
sólo vivían burgueses, yo no nací porque no quise. ¡Cuando apareció Lénin aparecí yo
también!
—¡Menuda muchacha! —pudo decir Safrónov—. ¡Seguro que tu madre era una
mujer consciente! ¡Qué profundo es nuestro poder soviético que hace que hasta los niños,
aun no recordando a sus madres, sientan al camarada Lénin!

39
El desconocido mujik de ojos amarillos gimoteaba en un rincón del barracón dando
vueltas y más vueltas a su desgracia, aunque no decía a qué se debía esa desgracia, y
trataba a la vez de complacer en lo posible a todos. Su triste mente imaginaba la aldea
cubierta de centeno; sobre ella galopaba el viento y daba calladamente vueltas al molino
de madera que molturaba el pacífico pan de cada día. Él vivía en tiempos no lejanos
sintiendo saciedad en el estómago y felicidad familiar en el alma; y durante los años que
había pasado contemplando desde la aldea la lejanía y el futuro, sólo había visto la
confluencia del cielo y de la tierra al final de la planicie y había tenido sobre él luz
suficiente del sol y las estrellas.
Para no pensar más, el mujik se tumbaba y se ponía a llorar tan pronto podía con
fluidas y apremiantes lágrimas. *
—¡Deja ya de lamentarte, pequeño burgués! —le atajó Safrónov—. Aquí ahora vive
un niño. ¿Es que no sabes que la aflicción ha de ser suprimida de nuestra sociedad?
—Ya me he secado las lágrimas, cama- rada Safrónov —dijo el mujik desde lejos—
. Soy tan atrasado que me he emocionado.
La niña salió del sitio en que estaba y apoyó la cabeza en la pared de madera. Añoraba
a su madre, le asustaba la nueva y solitaria noche y pensaba también en lo triste y
prolongada que sería la espera de su yaciente madre hasta que su niña fuese viejecita y
muriera.
—¡¿Pero dónde está el vientre?! —exclamó, volviéndose hacia los que la miraban—
. ¿Dónde voy a apoyar la cabeza para dormir?
Chiklin se acostó inmediatamente y se preparó.
—¡¿Y la comida?! —dijo la niña—. ¡Estáis todos sentados como Iulias y yo no tengo
qué comer!
Zháchev se acercó sobre su carrito y ofreció a la niña pastilá 4 de fruta que había
requisado esa misma mañana al jefe de la tienda de comestibles.
—¡Come, pobrecita mía! Aún no se sabe qué es lo que va a salir de ti, pero de
nosotros sí que se sabe.
La niña comió la pastilá y se acostó con la cara sobre el vientre de Chiklin. Palideció
de cansancio y, abandonándose, abrazó a Chiklin como si fuera la acostumbrada madre.
—Safrónov, Vóschev y los demás cavadores pasaron largo tiempo observando el
sueño de ese pequeño ser destinado a imperar sobre sus tumbas y a vivir sobre la
apaciguada tierra que contendría sus huesos.
—¡Camaradas! —dijo Safrónov, empezando a definir el sentimiento colectivo—.
Ante nosotros yace inconsciente un verdadero habitante del socialismo. De la radio y
demás material cultural sólo escuchamos la línea a seguir, pero no palpamos nada. Y aquí
tenemos la sustancia del ser y la orientación última del partido: ¡una personilla
predestinada a formar parte del elemento universal! ¡En nombre de eso tenemos que
acabar la excavación lo más inesperadamente posible para que surja la casa con la mayor
rapidez y un muro de piedra proteja al personal infantil del viento y de los resfriados!
Vóschev probó el brazo de la niña y la observó con detenimiento, tal y como miraba
en su niñez al ángel que había en la pared de la iglesia. Ese débil cuerpo sin parientes,
abandonado en medio de la gente, sentiría algún día cómo le calentaba el flujo del sentido
de la vida y su cerebro vería un tiempo parecido al día en que se originó todo.
Y, en ese momento, se decidió que al día siguiente empezarían a cavar la tiera una
hora antes para acercar la hora de echar los cimientos y de levantar la arquitectura.

4Producto de confitería hecho de puré de frutas y bayas, batido con


azúcar y clara de huevo. (N. de los T.)

40
—¡Como soy mutilado, lo único que puedo hacer es saludar vuestra decisión, pero
no ayudaros! —dijo Zháchev—. De todos modos, tenéis que perecer: no hay nada en
vuestros corazones; es mejor que améis algo pequeño y vivo y que os envenenéis con el
trabajo. ¡Existid mientras tanto!
En vista de que el tiempo era fresco, Zháchev obligó al mujik a que se quitara el
armiak 5 y cubrió con él a la niña para que pasara caliente la noche. Puesto que el mujik
se había pasado la vida acumulando capitalismo, ya había tenido tiempo de calentarse.
Prushevski pasaba los días de descanso dedicado a la observación o a escribir cartas
a su hermana. El momento en que pegaba el sello y echaba la carta al buzón le
proporcionaba siempre una tranquila felicidad; era como si sintiese que alguien le
necesitaba y ello le impulsaba a permanecer vivo y a actuar con esmero en aras de la
utilidad colectiva.

Su hermana no le escribía nunca, tenía muchos hijos, estaba agotada y vivía como
fuera de sí. Sólo una vez al año, por pascua, enviaba una postal a su hermano, en la que
tras decirle «¡Cristo ha resucitado, querido hermano!», le informaba: «Vivimos como
siempre, yo cocino, los niños van creciendo, a mi marido le han ascendido de categoría,
ahora trae a casa 48 rublos. Ven a vernos. Tu hermana Ania.»
Prushevski llevaba durante mucho tiempo esa postal en el bolsillo y, a veces, lloraba
al releerla.
En sus solitarios paseos se desplazaba lejos. En cierta ocasión se detuvo sobre una
colina alejada de la ciudad y del camino. El día estaba turbio e indeterminado y parecía
como si el tiempo se hubiese parado: en tales días, las plantas y los animales dormitaban
y la gente recordaba a sus padres. Prushevski contemplaba calmosamente y por entero la
brumosa vejez de la naturaleza y, donde ésta acababa, veía los blancos y tranquilos
edificios que brillaban más que la luz que había en el aire. No conocía el nombre de la
construcción acabada ni a qué se destinaba, aunque podía adivinarse que aquellos lejanos
edificios estaban organizados no sólo en aras de la utilidad, sino también de la alegría.
Prushevski observaba la exacta ternura y la fría y cerrada fuerza de los lejanos
monumentos, con el asombro de un hombre acostumbrado a la tristeza. No había visto
nunca una fuerza y libertad así en las yuxtapuestas piedras y no conocía ninguna ley que
pudiera iluminar el color gris de su patria. Ese blanco argumento en forma de
construcciones, que brillaba tranquilamente, era como una isla en el mundo que se había
empezado a edificar. Pero no todo era blanco en aquellos edificios: algunas de sus partes
eran de color azul, amarillo y verde, lo que les proporcionaba la intencionada belleza de
las representaciones infantiles. «¿Pero cuándo se ha construido todo esto?», se dijo con
aflicción Prushevski. Le era más agradable sentir el dolor sobre la apagada estrella
terrestre; la felicidad ajena y lejana provocaba en él vergüenza e intranquilidad: sin darse
cuenta de ello, quería que el mundo que se había estado construyendo eternamente, y aún
estaba sin acabar de construir, se pareciera a su rota vida.
Una vez más, miró con atención la nueva ciudad, no queriendo ni olvidarla ni
equivocarse. Pero los edificios seguían tan claros como antes, como si no estuviera en
torno suyo la nebulosidad del aire de su tierra natal, sino una fresca transparencia.
De vuelta a la ciudad, Prushevski se percató de las muchas mujeres que había en las
calles. Caminaban lentamente a pesar de su juventud; iban probablemente de paseo y
esperaban a la estrellada noche.
Al amanecer, Chiklin llegó a la oficina con un hombre desconocido que iba vestido
tan sólo con pantalones.

5 Antiguo abrigo campesino de sayal. (N. de los T.)

41
—Te busca a ti, Prushevski —dijo Chiklin—. Pide que sean devueltos a su aldea los
ataúdes.
—¿Qué ataúdes?
El desnudo hombre, inmenso e hinchado por el viento y las desgracias, no habló de
inmediato, sino que bajó antes la cabeza y pensó intensamente. Parecía como si se
olvidara constantemente de que existía y de sus preocupaciones: o estaba cansado o iba
muriendo a pequeñas dosis con el devenir de la vida.
—¡Los ataúdes! —dijo con voz rústica y quemante—. Habíamos guardado en la
cueva ataúdes de tablas para cuando los necesitásemos y vosotros habéis cavado todo el
barranco. ¡Devuélvenos los ataúdes!
Chiklin dijo que era verdad que el día anterior por la noche habían descubierto cien
ataúdes vacíos y que él había cogido dos para la niña: en un ataúd le había preparado una
cama para el futuro, para cuando ya no durmiera sobre su vientre, y le había regalado otro
para que pusiera allí los juguetes y todos los cachivaches que guardan los niños —así ella
también tendría su rincón rojo.
—Devolved al mujik los otros ataúdes —respondió Prushevski.
—Devuélvenos todos —dijo el hombre—. Nos falta material muerto; la gente espera
sus propiedades. Nos pusimos el impuesto de hacer esos ataúdes, ¡no nos quites ahora lo
nuestro!
—No —dijo Chiklin—. Deja dos ataúdes para nuestra niña; de todas formas son
pequeños para vosotros.
El desconocido personaje se quedó pensando en algo durante un rato y no se mostró
de acuerdo:
—¡No podemos! ¿Dónde vamos a poner entonces a nuestros niños? Hemos
preparado los ataúdes por estaturas: llevan marcas para saber quién ha de meterse en ellos.
En nuestra aldea seguimos con vida porque tenemos cada uno un ataúd: ¡ésa es ahora toda
nuestra economía! Antes de enterrarlos en la cueva los hemos probado tumbándonos en
ellos.
El mujik de ojos amarillos que vivía desde hacía tiempo en la excavación entró
apresuradamente en la oficina.
—Elisiei —le dijo al hombre semidesnudo—, los he amarrado en hilera con
cuerdecitas. ¡Vamos a llevarlos a rastras ahora que el tiempo está seco!
—No he logrado recuperar dos de los ataúdes —anunció Elisiei—. ¿Dónde reposará
ahora tu cuerpo cuando mueras?
—Me tumbaré bajo el frondoso arce, el gran árbol que hay junto a mi casa, Elisiei
Sávvich. Ya me he preparado un hoyo bajo sus raíces. ¡Cuando muera, mi sangre irá por
el tronco como savia y subirá hasta lo alto! ¿O crees que mi sangre se ha hecho demasiado
líquida y ya no resulta sabrosa para un árbol?
El hombre a medio vestir permaneció impertérrito y no respondió nada. Sin hacer
caso a las piedras del camino ni al gélido viento del alba, se fue con el mujik a recoger
los ataúdes. Chiklin salió tras ellos, observando la espalda de Elisei, que estaba cubierta
de una costra completa de suciedad sobre la que crecía un pelaje protector. Elisiei se
paraba a veces y recorría el espacio con ojos vacíos y somnolientos, como tratando de
recordar lo olvidado o buscando un oculto refugio para su taciturno descanso. Pero su
patria le era desconocida y acabó bajando los ojos, que se le habían apagado.
Los ataúdes formaban una larga ristra en el seco altozano que había al borde de la
excavación. El mujik, que hacía tiempo había llegado corriendo al barracón, se mostraba
contento de que se hubieran encontrado los ataúdes y de que Elisiei estuviera allí; se las
había apañado ya para perforar orificios en las partes anteriores y posteriores de los
ataúdes y amarrarlos en colectiva comunión. Tras echarse al hombro el extremo de la

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cuerda del primer ataúd, Elisiei se afianzó en el terreno y, como los sirgadores, empezó a
tirar de aquellos objetos de tablas por el seco mar de la vida. Chiklin y todo el artel
permanecían en pie sin obstaculizar la labor de Elisiei, contemplando las huellas que iban
arando en la tierra los vacíos ataúdes.
—Tío, ¿ésos eran burgueses? —se interesó la niña, que estaba agarrada a Chiklin.
—No, hijita —respondió Chiklin—. Viven en pequeñas isbas de paja, siembran trigo
y nos dan la mitad del pan que hacen con él.
La niña elevó su mirada hacia los viejos rostros de la gente.
—Entonces, ¿para qué quieren los ataúdes? ¡Sólo los burgueses tienen que morir, no
los pobres!
Incapaces todavía de darse suficiente cuenta de los datos para poder hablar, los
cavadores callaron.
—¡Y uno iba desnudo! —dijo la niña—. Siempre se le quita la ropa a la gente cuando
no se siente pena por ella. Mi mamá también reposa desnuda.
—Tienes razón al ciento por ciento, hijita —decidió Safrónov—. Los dos que acaban
de irse eran kulaks.
—¡Vete a matarlos! —dijo la niña.
.—No está permitido, hijita: dos individuos no hacen una clase...
—Eran uno y uno —contó la niña.
—Pero en total eran pocos —se lamentó Safrónov—. ¡Y de acuerdo con los
planteamientos del pleno tenemos la obligación de liquidar a la clase entera, no menos,
para que el proletariado y la capa de jornaleros se queden huérfanos de enemigo!
—¿Y con quién os quedaréis?
—Pues con nuestros objetivos, con la segura línea de las medidas a cumplir,
¿comprendes?
—Sí —respondió la niña—. Eso quiere decir que hay que matar a toda la gente mala
y que buena hay muy poca.
—Eres del todo una generación con conciencia de clase —se alegró Safrónov—.
Aunque tienes aún poca edad, comprendes perfectamente las relaciones de clase. La
monarquía necesitaba a toda la gente para la guerra; pero nosotros queremos sólo una
clase. Y vamos incluso a limpiar muy pronto esa clase nuestra de elementos poco
conscientes.
—De canallas —adivinó con facilidad la niña—. ¡Entonces sólo vivirá la gente más
importante! Mi madre también decía que era una canalla por vivir; ahora ha muerto y se
ha hacho buena, ¿verdad?
—Cierto —dijo Chiklin.
Al recordar la niña que su madre estaba sola en la oscuridad se alejó callada, sin hacer
caso de nadie, y se sentó a jugar en la arena. Pero en realidad no jugaba, sino tan sólo se
dedicaba a tocar la arena con su indiferente mano y a pensar.
Los cavadores se acercaron a ella y, agachándose, le preguntaron:
—¿Qué te pasa?
—Nada —dijo la niña sin prestarles atención—. Empezáis a aburrirme. No me
queréis. Os daré una paliza por la noche cuando estéis dormidos.
Los peones se miraron uno a otro con orgullo y todos- quisieron estrechar a la niña
entre sus brazos para sentir el cálido punto de donde provenía el ingenio y el encanto de
la vida infantil.
Sólo Vóschev, débil y sin alegría, permanecía en pie observando maquinalmente la
lejanía: seguía sin saber si había algo especial! en la existencia colectiva, nadie le podía
recitar de memoria los estatutos del mundo y no le seducían lo más mínimo los
acontecimientos que tenían lugar en la superficie de la tierra. Tras alejarse un poco,

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Vóschev se metió a paso lento por el campo y allí se tumbó un poco, invisible para los
demás y contento de no ser ya partícipe de las demenciales circunstancias.
Posteriormente encontró la huella de los ataúdes que los dos mujiks habían arrastrado
hasta su terruño de encorvados setos cubiertos de bardanas, más allá del horizonte. Tal
vez reinara allí el silencio de los templados lugares domésticos; o quizá la pobre orfandad
koljosiana, con un montón de utillaje muerto, estuviera abierta al viento de los caminos.
Vóschev se dirigió hacia allí con el andar del hombre que se marcha sin decir nada a nadie
y sin darse cuenta de que sólo la debilidad de la labor cultural que se llevaba a cabo en la
excavación le hacía no echar de menos la construcción de la futura casa. A pesar de que
el sol brillaba con bastante intensidad, en su alma sentía cierta tristeza, sobre todo porque
en el campo se expandía un oscuro tufo a respiración y olor a hierbas. Miró a su alrededor:
el vapor del respirar de la vida se alzaba por todas partes, creando una soñolienta y
sofocante invisibilidad. La paciencia se extendía cansadamente por el mundo como si
todo lo vivo se encontrara en algún punto situado en el centro del tiempo y de su
movimiento: su comienzo había sido olvidado por todos y el final era desconocido; tan
sólo quedaba el sentido. Y Vóschev se dirigió hacia un camino abierto.

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Kozlov llegó a la excavación a bordo de un automóvil conducido por el mismo
Pashkin. Vestía últimamente traje chaqueta color gris claro, mostraba un rostro
redondeado por la permanente alegría y desbordaba de amor por las masas proletarias.
Sus respuestas a los trabajadores las empezaba siempre con palabras autosuficientes:
«Bueno, estupendo», y luego continuaba. Pero le gustaba decir para sus adentros: «¿Y
dónde está usted ahora, ridículo fascista?», así como otras muchas consignas-canciones
breves.
Ese mismo día por la mañana, Kozlov había liquidado como sentimiento su amor por
una dama del montón. En vano le había escrito ésta cartas de adoración, porque, en aras
del trabajo social, Kozlov había guardado silencio y se había negado a confiscar las
caricias de la dama, ya que buscaba una mujer de condición más noble y activa. Además,
tras leer en el periódico lo sobrecargado que estaba el correo y la irregularidad del mismo,
había decidido fortalecer ese sector de la construcción socialista haciendo que cesaran las
cartas de la dama. Y le escribió una última postal de despedida, quitándose de encima la
responsabilidad del amor:

«¡Donde antes había una mesa


repleta de manjares,
Hay ahora un ataúd!
Kozlov.»

Acababa de leer esos versos y se apresuró a retenerlos. Por lo general, todos los días
leía en la cama al despertarse y memorizaba las formulaciones, consignas, versos,
preceptos, todo tipo de palabras sabias, tesis de las diferentes actas, resoluciones, estrofas
de canciones y demás. Hacía luego una ronda por todos los organismos y organizaciones,
en los que era conocido y respetado en tanto que poder socialmente activo; Kozlov
asustaba allí a los funcionarios —ya previamente asustados— con su ciencia, su amplia
perspectiva y su solidez ideológica. Como complemento a su pensión de primera
categoría se había asegurado también ingresos en especies.
Al pasar en cierta ocasión por la cooperativa, se había plantado ante ella, había pedido
al director que se acercara y le había dicho:
—¡Bueno, estupendo! ¡Pero su cooperativa, digamos, es de tipo rochdaleiano y no
soviético! ¡No es, por tanto, ningún pilar en la construcción del socialismo!
—No le interpreto, ciudadano —respondió modestamente el director.

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—Eso quiere decir además: ¡Era pasivo y no pedía al cielo la felicidad, sino el pan
de cada día, el pan negro! ¡Bueno, estupendo! —dijo Kozlov, y se marchó muy agraviado.
Pasados diez años, le nombraron presidente del comité de ventas de la cooperativa. Pero
nunca llegó a saber que le habían dado ese puesto por intercesión de aquel mismo director,
que no sólo tomaba en cuenta la furia de las masas, sino también la categoría de los
furiosos.
Tras bajar del automóvil, Kozlov se dirigió a la palestra de la construcción con aire
de inteligencia y se detuvo al borde de la misma para tener una visión general del ritmo a
que marchaba el conjunto del trabajo. Y dirigiéndose a los cavadores más cercanos, les
dijo:
—¡No seáis oportunistas en la práctica!
Durante la pausa de la comida, el camarada Pashkin informó a los menestrales de que
la capa de campesinos pobres de la aldea había empezado, con tristeza, a echar de menos
el koljós y que había que enviar allí algo especial de clase obrera al objeto de desarrollar
la lucha de clases contra los troncones campesinos del capitalismo.
—¡Hace tiempo que se tenía que haber acabado con los parásitos acaudalados! —
opinó Safrónov—. Nosotros ya no sentimos el calor de la hoguera de la lucha de clases.
Pero el fuego no puede dejar de existir: ¿dónde iba a calentarse si no el personal activo?
Y tras eso, la cuadrilla de menestrales designó a Safrónov y a Kozlov para ir a la
cercana aldea a fin de que los campesinos pobres no se quedaran completamente
huérfanos en la sociedad socialista o continuaran siendo en su cobijo rufianes
individualistas.
Llevando con él a la niña en el carrito, Zháchev se acercó y dijo a Pashkin:
—Fíjate en el socialismo de este cuerpo descalzo. ¡Agáchate, cabrón, y mira esos
huesos de los que tú te has comido la grasa!
—¡Eso es! —dijo la niña.
Entonces, también Safrónov expresó su opinión.
—Ten en cuenta a Nastia, camarada Pashkin. ¡Ella es nuestro futuro tema de alegría!
Pashkin sacó su agenda y marcó en ella un punto. En la agenda de Pashkin había ya
muchos puntos y cada uno de ellos representaba una determinada atención para con las
masas.
Aquella noche, Nastia preparó una cama aparte para Safrónov y se sentó un rato con
él. Safrónov mismo había pedido a la niña que le echara un poco de menos cuando se
fuera, ya que, por ser mujer, era allí la única persona cariñosa. Y Nastia le acompañó en
silencio durante toda la velada, procurando tener en cuenta que Safrónov se iba a marchar
a un lugar donde unas pobres gentes vivían tristes en sus isbas y que, entre extraños, iba
a coger piojos.
Más tarde, Nastia se acostó en la cama de Safrónov y la calentó. Se fue luego de allí
y se puso a dormir con la cabeza apoyada en el vientre de Chiklin. En tiempos, y hasta
que su padre adoptivo empezó a acostarse en la cama de su madre, la niña tenía por
costumbre calentarle a ésta la cama.
El lugar que serviría de matriz a la casa de la futura vida estaba ya listo. Era necesario
ahora echar morillo en la excavación. Pero Pashkin concebía incesantemente luminosos
pensamientos e informó al responsable de que la escala de la casa resultaba estrecha, ya
que las mujeres socialistas iban a estar llenas de frescura y fecundidad y la superficie
entera de la tierra iba a cubrirse de retozona infancia: ¿podía admitirse que los niños
tuvieran que vivir fuera de la casa, en medio de un estado atmosférico sin organizar?
—No —respondió el responsable, arrojando de la mesa con involuntario gesto un
suculento bocadillo—. Haced la excavación cuatro veces mayor.
Pashkin se agachó, recogió el bocadillo del suelo y lo devolvió a la mesa.

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—No merecía la pena que te agacharas —dijo el responsable—. Hemos programado
en quinientos millones la producción agrícola del distrito para el año que viene.
Pashkin arrojó entonces el bocadillo a la papelera, temiendo que lo tomaran por una
persona que vivía a ritmo de régimen de austeridad.
Prushevski esperaba a Pashkin junto al edificio para poder transmitir inmediatamente
las disposiciones relativas al trabajo. Pero, mientras caminaba por el vestíbulo, Pashkin
había pensado en hacer la excavación no cuatro, sino seis veces mayor para estar seguro
de complacer a los de arriba y de que se adelantaba a la línea general. Así, cuando llegara
la correspondiente orientación podría recibirla con el terreno expedito; la línea a seguir
repararía en él que quedaría impreso en la misma como un punto eterno.
—Seis veces mayor —indicó a Prushevski—. ¡Ya decía yo que el ritmo era lento!
Prushevski se alegró y le dirigió una sonrisa. Al ver la felicidad del ingeniero,
Pashkin se puso contento porque eso era expresión del estado de ánimo que reinaba en la
sección de ingeniería de su sindicato.
Prushevski fue a ver a Chiklin para hacer el trazado de ampliación de la excavación.
Antes de llegar vio que los cavadores estaban reunidos y que en medio de la silenciosa
gente había un carro campesino. Chiklin sacó del barracón un ataúd vacío y lo colocó
sobre la te- lega; llevó después otro más, mientras Nastia corría tras él arrancando los
dibujitos del ataúd. Para que la niña no se enfadara, la cogió bajo el brazo y la apretó
contra sí, llevando el ataúd en la otra mano.

—¡Pero si han muerto! ¿Para qué necesitan los ataúdes? —se indignaba Nastia—.
¡No voy a tener dónde meter mis cosas!
—¡Qué le vamos a hacer, así tiene que ser! —respondió Chiklin—. Los muertos son
gente especial.
—¿Tan importantes son? —se asombró Nastia—. Entonces, ¿por qué viven los
demás? ¡Mejor sería que se murieran y se hicieran importantes!
—Viven para que no haya burgueses —dijo Chiklin, y puso en la telega el último
ataúd. En la telega había dos hombres sentados: Vóschev y el mujik prokulakiano que
tiempo atrás se había marchado con Elisiei.
—¿A quién le enviáis los ataúdes? —preguntó Prushevski.
—Es que Safrónov y Kozlov han muerto en una pequeña isba y ahora les dan mis
ataúdes. ¡Qué le vamos a hacer! —informó Nastia con detalle. Y se acercó a la telega,
preocupada porque no fueran a dejar caer los ataúdes.
Vóschev, que había llegado en el carro desde desconocidos lugares, hizo que el
caballo arrancara para volver al territorio en que había estado. Dejando la niña al cuidado
de Zháchev, Chiklin salió a pie tras la telega que se alejaba.
Caminó hacia lo lejos hasta la profundidad misma de la noche de luna. En la
barrancosa parte lateral brillaban a veces aisladas luces de desconocidas viviendas.
También allí ladraban melancólicamente los perros: quizá se aburrían o puede que se
asustaran al reparar en los delegados que se acercaban a la aldea. El carro marchó todo el
tiempo por delante de Chiklin y éste no se separó del mismo.
Desde la telega, con la espalda apoyada en los ataúdes, Vóschev miraba hacia arriba,
hacia la colección de estrellas y la muerta y masiva nebulosidad de la Vía Láctea.
Esperaba que se promulgara de una vez una resolución sobre el cese de la eternidad del
tiempo y sobre la redención de la dureza de la vida. Desesperanzado, empezó a dormitar
y se despertó al parar el carro.
Al cabo de unos minutos, Chiklin llegó hasta la telega y se puso a mirar a su
alrededor. Cerca de allí había una vieja aldea cubierta por la decrepitud total de la
pobreza: tanto los viejos y pacientes setos como los árboles del borde del camino que se

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inclinaban en medio del silencio tenían el mismo aspecto de tristeza. Había luz en todas
las isbas de la aldea, pero no había nadie fuera de ellas. Chiklin se acercó a la primera
isba y encendió una cerilla para leer el papelito blanco que había sobre la puerta. En el
papelito se informaba de que ésa era la casa socialista N.Q 7 del koljós LINEA
GENERAL y que en ella vivía el activista en trabajos sociales destinados a la puesta en
práctica de los decretos estatales y en todo tipo de campañas que se realizaban en la aldea.
—¡Déjame entrar! —dijo Chiklin a la vez que llamaba a la puerta.

El activista abrió y le dejó pasar. Escribió luego la nota de recepción de los ataúdes
y ordenó a Vóschev que se dirigiera al soviet de la aldea y se quedara toda la noche junto
a los cuerpos de los dos camaradas caídos, montando guardia en su honor.
—Iré yo mismo —decidió Chiklin.
—Vete —contestó el activista—. Pero dame tus datos para que te inscriba entre los
cuadros movilizados.
El activista se inclinó sobre sus papeles y exploró con minuciosos ojos todas las
precisas tesis y tareas. Construía el futuro necesario con la avaricia del propietario y sin
memoria de la felicidad familiar, preparando en ese futuro la eternidad para sí. Por eso
había caído en el abandono personal, se había hinchado de tanta preocupación y su cabeza
se había cubierto de largo y escaso pelo. La lámpara ardía frente a su desconfiada mirada,
que, mentalmente y de hecho, vigilaba a la kulakiana canalla.
El activista había pasado toda la noche junto a la encendida lámpara, con el oído
atento por si se acercaba por el oscuro camino el jinete del distrito que bajaba las
directivas a la aldea. Leía cada nueva directiva con la curiosidad del futuro goce, como si
contemplara a hurtadillas los apasionantes secretos de las gentes superiores y centrales.
Raras veces pasaba una noche sin que llegase una directiva; el activista la estudiaba hasta
la mañana —hacia el alba había acumulado ya el entusiasmo de la acción
inquebrantable—. Sólo en ocasiones, la tristeza de la vida hacía que se quedara inmóvil
por unos segundos: miraba entonces con lástima a todo el que tuviera ante sus ojos y
sentía en esos momentos el recuerdo de que era inepto y negligente (así le llamaban a
veces en los papeles del distrito). «¿No debería meterme entre las masas y abandonarme
en la dirigida vida colectiva?», sopesaba entonces en su interior el activista. Pero volvía
rápidamente en sí, porque no quería ser miembro de la orfandad colectiva y tenía miedo
a añorar el socialismo durante todo el tiempo que faltaba hasta que el último pastor se
encontrara inmerso en la alegría, y porque ahora uno podía ser peón de la vanguardia y
tener de inmediato toda la utilidad del tiempo futuro. Miraba con especial detenimiento
las firmas de los papeles: esas letras estaban trazadas por la caliente mano del distrito, y
esa mano era parte de un cuerpo que vivía abundante de gloria bajo la mirada de las
devotas y convencidas masas. Cuando admiraba la precisión de las firmas y la
representación de los globos terráqueos de los estampillados, las lágrimas acudían a los
ojos del activista, porque todo el globo terráqueo, toda su ternura, iban a pasar pronto a
rigurosas manos de hierro: ¿cómo iba a quedarse él sin influir en el cuerpo global de la
tierra? Y el activista, con la avaricia de la felicidad asegurada, acariciaba su pecho
quebrantado por tanta responsabilidad.
—¿Qué haces ahí sin moverte? —dijo a Chiklin—. Vete a vigilar a las víctimas políticas
de la acaudalada ignominia: entérate de cómo caen los heroicos hermanos.
Atravesando la oscuridad de la noche koljosiana, Chiklin llegó hasta la vacía sala del
soviet de la aldea. Allí yacían sus dos camaradas. La lámpara más grande, destinada a
alumbrar las reuniones, ardía sobre los muertos. Yacían uno junto a otro sobre la mesa de
la presidencia, cubiertos hasta la barbilla con la bandera para que no se vieran sus mortales
mutilaciones y los vivos no tuvieran miedo a morir de la misma manera.

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Chiklin se colocó a los pies de los muertos y permaneció un rato contemplando
tranquilamente sus callados rostros. Del cerebro de Safrónov ya no brotaría ahora ni una
sola palabra; Kozlov ya no estaría preocupado por el trabajo de organización ni percibiría
la pensión que cobraba. El escurridizo tiempo transcurría silenciosamente en la oscura
medianoche del koljós; nada perturbaba los bienes socializados ni el silencio de la
conciencia colectiva. Chiklin encendió un cigarrillo, se acercó a las caras de los muertos
y las tocó con la mano.
—Qué, ¿te aburres, Kozlov?
Kozlov seguía tendido; y ahora, después de que lo habían matado, silencioso.
Safrónov estaba también tranquilo como un hombre contento, y sus pelirrojos bigotes,
que pendían de la debilitada y semiabierta boca, le brotaban hasta de los labios porque
nadie le había besado en vida. Alrededor de los ojos de Kozlov y de Safrónov se veía la
reseca sal de lo que antes habían sido lágrimas, lo que hizo que Chiklin tuviera que
limpiarla y se pusiera a pensar en cuál podía ser la causa de que Safrónov y Kozlov
hubieran llorado al final de sus vidas.
—Eh, Safrónov, ¿te has echado definitivamente o todavía piensas levantarte?
Safrónov no podía responder porque su corazón estaba dentro de un pecho destrozado
y le faltaban los sentidos.
Chiklin prestó oído a la lluvia que había empezado a caer fuera y al largo y doliente
sonido de la misma, que golpeaba en el follaje, en los setos y en el pacífico techo de la
aldea. La fresca humedad se vertía con indiferencia, como en el vacío; si al menos un solo
hombre hubiera escuchado la lluvia con tristeza, ello habría compensado la consunción
de la naturaleza. Las gallinas lanzaban a veces gritos desde sus perdidos y cercados
rincones, pero Chiklin no las escuchaba. Finalmente, se tumbó a dormir bajo la bandera
común, entre Kozlov y Safrónov, porque los muertos también eran hombres. La lámpara
del soviet de la aldea brilló sin tasa sobre ellos hasta por la mañana. Elisiei se presentó
temprano en el local, pero tampoco apagó la luz; le daba igual la luz que la oscuridad;
permaneció un rato en pie, sin provecho alguno, y salió tal y como había llegado.
Acercando su pecho a la larga pértiga clavada en el suelo que servía de mástil a la
bandera, Elisiei clavó los ojos en la nebulosa humedad del vacío lugar. Los grajos se
habían reunido allí para partir hacia la cálida lejanía, pero todavía no había llegado el
momento de alejarse. Antes de que los grajos partieran, Elisiei había visto ya la
desaparición de las golondrinas y en aquel momento habría querido ser el ligero y poco
consciente cuerpo de un pájaro. Pero ahora ya no pensaba en transformarse en grajo,
porque no podía pensar. Vivía y miraba con sus ojos por la sola razón de que tenía
documentación de campesino medio y su corazón latía conforme a la ley.
Del soviet de la aldea salieron algunos sonidos. Elisiei se acercó a la ventana y pegó
su cara al vidrio. Prestaba siempre oído a todos los sonidos que brotaban de las masas o
de la naturaleza porque nadie le decía ni una sola palabra ni le suministraba idea alguna,
lo que le obligaba a percibir hasta el más lejano son.
Elisiei vio a Chiklin sentado entre los dos que yacían boca arriba. Chiklin fumaba e,
indiferente, consolaba a los muertos con sus palabras.
—¡Ya has terminado, Safrónov! Bueno, ¿y qué? De todas las formas, he quedado yo
y seré ahora como tú; me haré más inteligente, empezaré a intervenir dando mi punto de
vista y haré que cale por entero tu orientación. Puedes dejar de existir con toda
tranquilidad...
Elisiei no podía entender; a través del limpio vidrio sólo le llegaban algunos sonidos.

—Y tú, Kozlov, tampoco te preocupes de vivir. Me olvidaré de mí mismo y empezaré


a tenerte siempre a ti. Guardaré en mí toda la vida tuya que ahora se ha acabado,

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conservaré todos tus objetivos y no los desecharé nunca. Así que considérate vivo. Voy
a estar activo día y noche, tendré los ojos puestos en lo organizativo y me inscribiré como
pensionista. ¡Descansa en paz, camarada Kozlov!
Elisiei producía vaho en el vidrio y apenas veía a Chiklin; pero, aun así, seguía
mirando porque no tenía otro sitio que mirar. Chiklin calló un rato; sintiendo luego que
Safrónov y Kozlov estaban ya contentos, les dijo:
—¡Aunque muera la clase entera, yo solo seré capaz de cubrir su puesto y de cumplir
todo su cometido en el mundo! ¡De todas formas no sé cómo vivir para mí mismo!... ¿De
quién es esa jeta que nos está mirando fijamente? ¡Entra aquí, hombre desconocido!
Elisiei entró inmediatamente en el soviet de la aldea y se quedó de pie, sin darse
cuenta de que se le habían caído los calzones hasta más abajo de la tripa, pese a que hasta
el día anterior se le habían sostenido bien. Elisiei no tenía ganas de alimentarse, por lo
que adelgazaba más y más cada día que pasaba.
—¿Has sido tú el que los ha matado? —preguntó Chiklin.
Sin responder nada y fijando en Chiklin sus pálidos y vacíos ojos, Elisiei se subió los
calzones y ya no los soltó.
—¿Quién ha sido entonces? Vete a buscar a uno cualquiera de los que matan a
nuestras masas.
El mujik se puso en marcha y atravesó el vacío y húmedo lugar en que se encontraba
la última y ruidosa concentración de grajos. Los grajos le abrieron paso y Elisiei vio al
mujik, que tenía los ojos amarillos; había puesto el ataúd junto al seto y sobre él estaba
escribiendo su apellido en letras de imprenta, sacando los posos de una botella con el
dedo que hacía de pincel.
—¿Qué pasa, Elisiei? ¿Te has enterado de alguna orden o qué?
—Voy tirando —dijo Elisiei.
—Entonces vale —dijo tranquilamente el mujik que estaba escribiendo—. ¿Aún no
han lavado en el soviet a los muertos? Me da miedo que venga en su carrito el inválido
del Estado y me siente la mano porque yo estoy vivo y esos dos han muerto.
El mujik fue a lavar a los muertos para poner así de relieve su interés y compasión.
Elisiei se fue tras él cansinamente, sin saber muy bien dónde le convenía estar.
Chiklin no se opuso a que el mujik quitara la ropa a los muertos y, uno a continuación
del otro, los llevara en estado de desnudez al estanque, los sumergiera en él, los secara
bien con una piel de oveja, los vistiera y volviera a colocar ambos cuerpos sobre la mesa.
—Bueno, estupendo —dijo entonces Chiklin—. ¿Y quién fue el que los mató?

—No lo sabemos, camarada Chiklin. Nosotros mismos vivimos de casualidad.


—¡De casualidad! —dijo Chiklin, y obró un golpe al mujik en la cara para que
empezara a vivir conscientemente. El mujik estuvo a punto de caer, pero le dio miedo
distanciarse, no fuera a ser que Chiklin pensara que tenía algo de acaudalado; y se
aproximó sin más, deseando que le estropearan para poder luego solicitar, por
sufrimiento, el derecho a vivir del campesino pobre. Cuando Chiklin vio ante sí a
semejante ser, le sacudió maquinalmente en el vientre; el mujik cerró sus amarillos ojos
y se desplomó.
Elisiei, que permanecía a un lado en silencio, le dijo al cabo de unos minutos que el
mujik la había palmado.
—¿Y te da pena? —preguntó Chiklin.
—No —contestó Elisiei.
—Ponlo entre mis camaradas.
Elisiei arrastró al mujik hasta la mesa, lo levantó recurriendo a las pocas fuerzas que
le quedaban y lo dejó caer transversalmente sobre los anteriores muertos; sólo después

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pudo acomodarlo como correspondía, situándolo, costado con costado, entre Safrónov y
Kozlov. Cuando Elisiei volvió a su sitio, el mujik abrió sus ojos amarillos, pero ya no
pudo cerrarlos, y se quedó para siempre mirando así.
—¿Tiene mujer? —preguntó Chiklin a
Elisiei.
—Se encontraba solo —contestó Elisiei.
—Entonces, ¿para qué vivía?
—Tenía miedo a no vivir.
Vóschev se presentó en la puerta y dijo a Chiklin que fuera con él, que lo reclamaba
el activo.
—Toma un rublo —y Chiklin dio con prisas el dinero a Elisiei—. Vete a la
excavación y mira a ver si sigue la niña, Nastia, y cómprale caramelos. Pensando en ella
me ha empezado a doler de pronto el corazón.
El activista se hallaba sentado con sus tres ayudantes, hombres completamente
pobres a quienes su permanente heroísmo había hecho adelgazar, pero cuyos rostros
expresaban el mismo duro sentimiento: una fervorosa abnegación. El activista informó a
Chiklin y a Vóschev que, de acuerdo con las directivas del camarada Pashkin, tenían que
emplear todas sus fuerzas en facilitar el despliegue koljosiano.
—¿Y el proletariado tiene derecho a la verdad? —preguntó Vóschev.
—El proletariado tiene derecho al movimiento —sentenció el activista—. Y será
suyo todo lo que encuentre en su camino, tanto la verdad como la chaqueta robada del
kulak. Todo irá a parar a la organizada olla y tú no te enterarás de nada.
Cuando el activista se encontró en el soviet de la aldea junto a los muertos se puso
triste. Pero, al recordar luego el nuevo futuro que se estaba construyendo, sonrió
animosamente y ordenó a los que le rodeaban que movilizaran al koljós para el cortejo
fúnebre, a fin de que todos sintieran la solemnidad de la muerte en los luminosos
momentos en que estaba llevándose adelante la socialización de los bienes.
La mano izquierda de Kozlov colgaba hacia abajo y todo su exangüe tronco se había
ladeado inconscientemente sobre la mesa, dispuesto a caer. Chiklin colocó bien a Kozlov
y se dio cuenta de que los muertos tenían ya muy poco espacio para permanecer
tumbados: eran ahora cuatro en lugar de tres. Aunque el cuarto no era un proletario, sino
un triste mujik que yacía de costado con la respiración truncada, Chiklin no lo recordaba
y se dirigió al activista para que le esclareciera la desgracia. El activista expuso a Chiklin
que ese elemento era un propietario que había herido mortalmente a Safrónov y a Kozlov,
que el movimiento organizado contra él le había hecho darse cuenta de su aflicción y
había acudido allí por propia voluntad, se había tumbado en la mesa, entre los cadáveres,
y había muerto por sí solo.
—De todas formas, antes de media hora lo habría descubierto —dijo el activista—.
¡Hace tiempo que no cae ni una gota de líquido elemento y nadie tiene a dónde ir! ¡Pero
bueno, aquí hay uno que-sobra!
—Con ése he acabado yo —explicó Chiklin—. Cuando el canalla se presentó ante
mí pensé que quería un golpe. Yo le di y flaqueo.
—Mejor. En el distrito no se iban a creer que el asesino fuese uno solo. ¡Dos forman
ya por entero clase kulakiana y una organización!
Tras el entierro, el sol se ocultó por el costado del koljós e, inmediatamente, el mundo
se hizo desierto y ajeno. Más allá del extremo matutino del distrito parecía brotar del
subsuelo una densa nube, que llegaría a las tierras locales hacia la medianoche y vertería
sobre ellas todo el peso del agua fría. Mirando hacia allí, los koljosianos empezaban a
sentir frío; hacía tiempo que las gallinas cloqueaban en sus cuchitriles, presintiendo la
durabilidad del tiempo de la noche otoñal. Pronto cayó sobre la tierra una oscuridad total

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fortalecida por la negrura del suelo hollado por las deambulantes masas. Pero la parte de
arriba seguía todavía clara: en medio de la humedad del silencioso viento y de la altura
lucía el amarillo brillo del sol, que aún alcanzaba a llegar hasta la aldea y se reflejaba en
el último follaje de los inclinados y silentes jardines. Las gentes no querían permanecer
en el interior de las isbas porque ahí las atrapaban los pensamientos y los sentimientos.
Deambulaban por todos los lugares abiertos de la aldea y trataban constantemente de
verse entre sí; escuchaban además atentamente por si se producía algún sonido en el
húmedo aire de la lejanía que les sirviera de consuelo en el difícil espacio en que se
hallaban. Hacía ya tiempo que el activista había lanzado una directiva oral con respecto
a la observancia sanitaria, según la cual la gente debía pasar todo el tiempo en la calle y
no asfixiándose en las isbas familiares. Gracias a eso, el activo reunido podía vigilar a las
masas con mayor facilidad desde la ventana y conducirlas siempre hacia adelante.
El activista tuvo también tiempo de percibir aquel crepúsculo amarillento, parecido
a la luz de un sepelio, y decidió ordenar sin falta a la mañana siguiente una brillante
marcha a pie de la gente del koljós a las aldeas cercanas, aferradas todavía al
individualismo; luego anunciaría juegos populares.
El presidente del soviet de la aldea, un viejecito campesino medio, se acercó al
activista para que le diera alguna orden, porque tenía miedo a permanecer inactivo; pero
el activista lo rechazó con un gesto de la mano, diciéndole sólo que el soviet de la aldea
debería fortalecer las conquistas de fondo del activo y proteger a los hegemónicos
campesinos pobres de los rapaces kulaks. Agradecido, el viejecito presidente se
tranquilizó y fue a construirse una matraca de vigilante.
Vóschev tenía miedo a las noches; se las pasaba acostado sin que llegara el sueño y
dudaba; su principal sentimiento en la vida iba dirigido a algo que fuese imprescindible
para el mundo, y la secreta esperanza del pensamiento le prometía una lejana salvación
de la ignorancia de la existencia común. Iba a pasar la noche junto a Chiklin y le
inquietaba que éste se acostara y se durmiera porque tendría entonces que contemplar él
solo con sus ojos la oscuridad del koljós.

—No te duermas hoy, Chiklin. Hay algo que me da miedo.


—No tengas miedo. Dime quién te asusta y lo mataré.
—Me asusta el desconcierto del corazón, camarada Chiklin. Ni yo mismo sé lo que
es. Siempre me parece que en la lejanía hay algo especial, o maravilloso e irrealizable, y
vivo triste.
—Vamos, Vóschev, no te aflijas. Nosotros lo conseguiremos.
—¿Cuándo, camarada Chiklin?
—Piensa que ya lo hemos conseguido. Sabes, ahora todo es posible para nosotros...
En uno de los extremos del koljós se hallaba la Casa de Organización, en la que el
activista y los más destacados campesinos pobres llevaban a cabo el adiestramiento de
las masas. También vivían en la casa los kulaks no convictos y los diferentes miembros
del colectivo que habían cometido alguna falta; unos se encontraban allí porque habían
caído en el mezquino estado de ánimo de la duda; otros, porque en aquellos tiempos de
fortaleza habían llorado y besado las tablas de sus casas cuando éstas habían sido
colectivizadas; otros, por alguna razón diferente. Y había, finalmente, un viejecito que se
había presentado espontáneamente en la Casa de Organización: era el guarda de la fábrica
de azulejos, que había cruzado por allí en dirección a algún sitio y lo habían retenido
porque tenía en el rostro expresión de extrañeza.

Vóschev y Chiklin se sentaron sobre una piedra en medio del corral, pensando en irse
pronto a dormir bajo el cobertizo que había al lado. El viejo de la fábrica de azulejos

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reconoció a Chiklin y se le acercó; había estado sentado hasta entonces sobre la cercana
hierba y se dedicaba a arrancar en seco, bajo la camisa, la suciedad de su cuerpo.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Chiklin.
—Iba caminando y me ordenaron que me quedara. Puede que vivas inútilmente, me
dijeron. Vamos a verlo. Yo quise seguir adelante en silencio, pero me engalgaron:
¡Quieto, kulak!, me dijeron. Y desde entonces vivo aquí manducando patatas.
—A ti te da igual vivir en un sitio que en otro —dijo Chiklin—. Lo que ha de
importarte es no morir.
—¡Dices bien! Me acostumbraré a lo que sea. Lo que pasa es que al principio me
aflijo. Aquí me han enseñado ya las letras y quieren obligarme a que sepa de números:
vas a ser, me dicen, un apto viejecito de clase. ¡Bueno, pues lo seré!...
El viejo se hubiera pasado hablando toda la noche, pero Elisiei regresó de la
excavación y trajo a Chiklin una carta de Prushevski. Bajo el farol que alumbraba el
letrero de la Casa de Organización, Chiklin leyó la carta: Nastia estaba viva y Zháchev
había empezado a llevarla diariamente a la guardería, en la que estaba aprendiendo a amar
al Estado soviético; la niña estaba recogiendo para él desechos útiles; Prushevski estaba
muy triste por la muerte de Kozlov y Safrónov, y Zháchev había derramado enormes
lágrimas por ellos.
«Mi situación es bastante difícil —escribía el camarada Prushevski—. Y temo
enamorarme de alguna mujer y casarme, porque no tengo relevancia social. La
excavación está acabada y en primavera la rellenaremos de cascajo. Resulta que Nastia
sabe ya escribir con letra de imprenta; te envío un papelito suyo.»
Nastia escribía a Chiklin:
«Liquida al kulak como clase. Viva Lenin, Kozlov y Safrónov.
Saludos para el pobre koljós, pero no para los kulaks.»
Chiklin pasó largo rato repitiendo en voz baja las palabras escritas y, aunque no sabía
arrugar el rostro para la tristeza y el llanto, se emocionó profundamente. Luego se fue a
dormir.
El gran edificio de la Casa de Organización contaba con una inmensa sala, en la que,
debido al frío, dormían todos. Unas cuarenta o cincuenta personas habían abierto sus
bocas y respiraban hacia lo alto; del bajo techo, inmersa en la niebla de los suspiros,
pendía una lámpara que se balanceaba despacio debido al estremecimiento de la tierra.
También Elisiei se hallaba tumbado en el suelo; sus dormidos ojos estaban casi
completamente abiertos y miraban sin parpadear a la encendida lámpara. Tras encontrar
a Vóschev, Chiklin se acostó junto a él y se quedó tranquilo hasta que llegó la mayor
luminosidad de la mañana.
Con el alba, los descalzos caminantes del koljós se pusieron en fila en el corral de la
Casa de Organización. Cada uno de ellos llevaba una bandera con una consigna y una
bolsa con la comida a la espalda. Esperaban al activista, el hombre fundamental del
koljós, para conocer de sus labios la razón por la que tenían que ir a lugares extraños.
El activista llegó a la Casa en compañía del personal de vanguardia y, tras colocar a
los caminantes en forma de quíntuple estrella, se puso en medio de todos y les dirigió la
palabra: habían de meterse entre el campesinado pobre que habitaba en los alrededores y
mostrarle la naturaleza del koljós; habían de llamarle al orden socialista, porque, de ir por
otro camino, no sería nada bueno lo que le iba a pasar a continuación. Elisiei portaba la
bandera más grande y, tras escuchar sumisamente al activista, abrió la marcha con paso
acostumbrado, sin saber dónde tenía que detenerse.
La mañana era húmeda y el frío soplaba desde lejanos y vacíos lugares. Tampoco esa
circunstancia se le había escapado al activista.

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—¡Desorganización! —dijo melancólicamente el activista con respecto a aquel
atardecer de la naturaleza que lo enfriaba todo.
Los peregrinantes campesinos pobres y medios empezaron a caminar y
desaparecieron a lo lejos en la ajena extensión. Chiklin siguió con la mirada a la descalza
colectivización que se alejaba, sin saber qué era lo que tenía que proponerse ahora.
Vóschev, carente de pensamiento, callaba. Como si formara una pared, la lluvia empezó
a caer de una gran nube que se había detenido sobre los perdidos y lejanos labrados y
ocultó en medio de la humedad a los que se marchaban.
—¿Adonde van? —dijo un secuaz de los kulaks, que por su nocividad había sido
separado de los demás habitantes. Como el activista le había prohibido sobrepasar el seto,
el campesino secuaz de los kulaks se expresaba por encima de aquél—. Nosotros tenemos
calzado al menos para diez años; pero ésos, ¿qué pueden pretender?
—¡Dale una! —le dijo Chiklin a Vóschev.
Vóschev se acercó al secuaz de los kulaks y le propinó un golpe en la cara. El secuaz
de los kulaks ya no volvió a reclamar.
Vóschev se acercó a Chiklin con la acostumbrada perplejidad hacia la vida que le
rodeaba.
—Mira cómo va el koljós por el mundo: triste y descalzo.
—Por eso caminan, porque están descalzos —dijo Chiklin—. Y no tienen de qué
alegrarse, porque el koljós es cosa de cada día.
—Puede que también Cristo caminara tristemente y que hubiera en la naturaleza una
insignificante lluvia.
—Tienes una mente pobre —contestó Chiklin—. Cristo anduvo solo y nadie sabe
para qué. Aquí, en cambio, se mueven montones de gente para vivir.
En la Casa de Organización estaba también el activista. La noche anterior había
transcurrido inútilmente para él: como al koljós no había bajado ninguna directiva, había
dejado que el pensamiento fluyera libremente en su cabeza. Pero el pensamiento le traía
el miedo a ser negligente. Temía que el bienestar se acumulase en las haciendas
individuales y que él dejara que eso sucediera. A la vez, también temía exagerar; por eso
sólo había colectivizado los caballos, aunque sufría por las solitarias vacas, las ovejas y
las aves, sabiendo que en manos de los transitorios campesinos individuales hasta el
macho cabrío era una palanca del capitalismo.
Conteniendo la fuerza de su iniciativa, el activista permanecía inmóvil en medio del
silencio total del koljós; los camaradas ayudantes observaban sus callados labios, sin
saber en qué dirección moverse. Chiklin y Vóschev salieron del corral de la Casa de
Organización y se dirigieron a buscar utillaje muerto para tratar de aprovecharlo.
Tras recorrer una cierta distancia, se detuvieron, porque, sin intervención de la mano
del hombre, se había abierto el portón del lado derecho de la calle y habían comenzado a
salir por él los tranquilos caballos. A paso regular, y sin bajar las cabezas hacia el alimento
que les ofrecía la tierra, los caballos recorrieron la calle en compacta masa y bajaron al
barranco en busca de agua. Tras beber justamente lo que necesitaban, los caballos se
metieron en el agua y permanecieron allí algún tiempo para hacer su limpieza; salieron
luego a la seca orilla y se pusieron a caminar de vuelta, manteniendo la formación y la
unión entre sí. Pero, junto a las primeras casas, los caballos se dispersaron: uno se detuvo
junto al tejado de paja y empezó a arrancar la paja; otro bajó la cabeza y se dedicó a
recoger con el hocico los manojos de flaco heno que quedaban; finalmente, los caballos
más taciturnos se metieron en los corrales y, en esos conocidos y familiares lugares,
cogieron un haz cada uno y lo sacaron a la calle.
Cada animal, de acuerdo con sus fuerzas, cogió una porción de alimento y la llevó
cuidadosamente en dirección al portón por el que habían salido antes todos los caballos.

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Los caballos que llegaron antes se quedaron al lado del portón común y esperaron al
resto de la masa caballuna; cuando estuvieron todos juntos otra vez, el caballo delantero
empujó el portón con la cabeza, lo abrió de par en par y toda la formación caballuna se
metió con el pienso en el corral. Una vez allí, los caballos abrieron las bocas y el alimento
cayó de ellas, formando un montón; el colectivizado ganado se colocó entonces alrededor
del mismo y empezó a comer lentamente, resignado organizadamente a pasarse sin los
cuidados del hombre.

Vóschev miraba asustado a los animales a través de un agujero del portón. Le


asombraba la tranquilidad espiritual del ganado que estaba ahí masticando; era como si
todos los caballos se hubieran imbuido con rigor del sentido koljosiano de la vida y sólo
él viviera peor y se torturara más que un caballo.
Pasado el corral de los caballos, había una pobre isba que no tenía dependencias ni
vallas y estaba situada en un vacío lugar terrestre. Chiklin y Vóschev entraron en la isba
y vieron en ella a un mujik tumbado boca abajo sobre un banco. Su mujer estaba barriendo
el suelo; tras ver a los visitantes, se secó la nariz con la punta del pañuelo de la cabeza,
con lo que empezaron a manar inmediatamente unas acostumbradas lágrimas.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Chiklin.
—¡Ay, queridos! —dijo la mujer, y empezó a llorar aún más copiosamente.
—¡Cierra de una vez el grifo y habla! —le dijo Chiklin para hacerla entrar en razón.
—Mi mujik lleva varios días con la nariz en el banco y tumbado... Mujer, me dice,
méteme algo de comer en la tripa porque estoy aquí tumbado y todo vacío, se me ha ido
el alma de la carne y tengo miedo de salir volando. Ponme algún peso sobre la camisa,
me grita. Cuando llega la noche le ato siempre el samovar a la barriga. ¿Cuándo llegará
por fin algo?
Chiklin se acercó al campesino y lo volvió boca arriba: estaba realmente liviano y
delgado y sus pálidos y petrificados ojos ni siquiera expresaban timidez. Chiklin se
inclinó y acercó su cara a la del mujik.
—¿Qué haces? ¿Respiras?
—Cojo aire cuando me acuerdo —respondió débilmente el hombre.
—¿Y si te olvidas de respirar?
—Entonces me moriré.
—Tal vez no te percatabas del sentido de la vida. Aguanta, pues, un poco —dijo
Vóschev al hombre tumbado.
La mujer del dueño de la casa inspeccionaba de reojo, pero con precisión, a los recién
llegados; la acritud hizo que, sin darse cuenta, se le secaran los ojos.
—¡Él se percataba de todo, camaradas; su alma veía absolutamente todo! Pero
cuando se llevaron el caballo a la Organización se tumbó y dejó de sentir y de ver. Yo
por lo menos lloro de vez en cuando; pero él no.
—Es mejor que llore, le resultará más agradable —aconsejó Vóschev.
—Yo también se lo digo. ¿Puede uno quedarse tumbado en silencio? El poder va a
asustarse. Cuando salgo a la calle, os lo juro a vosotros, que se ve que sois buena gente,
me lleno adrede de lágrimas. Y cuando me ve el camarada activista, que mira a todas
partes y ha contado hasta las astillas, me ordena inmediatamente: llora, mujer, llora más
fuerte, que se ha levantado el sol de la nueva vida y su luz ciega vuestros oscuros ojos. Y
la voz del camarada activista es tranquila; yo veo que no me va a pasar nada y lloro con
toda mi alma...
—Entonces, ¿tu mujik vive sin celo espiritual sólo desde hace poco? —preguntó
Vóschev.
—Pues desde que dejó de reconocerme como su mujer; en verdad, desde entonces.

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—Su alma es un caballo —dijo Chiklin—. Que viva ahora vacío por un tiempo y
que lo limpie el aire.
La mujer abrió la boca, pero se quedó sin sonido porque Vóschev y Chiklin salían
ya por la puerta.
Otra de las isbas tenía bastantes dependencias cercadas por setos. En el interior de
la casa y acostado dentro de un desnudo ataúd yacía un mujik. Al producirse algún ruido,
el mujik cerraba los ojos como si hubiera fallecido. Desde hacía varias semanas, una
lamparita ardía sobre la cabeza del casi difunto, que él mismo alimentaba de vez en
cuando con el aceite de una botella. Vóschev colocó su mano sobre la frente del hombre
tumbado en el ataúd y notó que estaba templado. Al oír eso, el mujik interrumpió por
completo su respiración con la intención de que su exterior se enfriara todo lo posible.
Apretó los dientes y no Jejo pasar el aire al interior de su cuerpo.
—Ahora se ha enfriado —dijo Vóschev.
El mujik trataba de parar el pulso interior de su cuerpo con todas sus oscuras fuerzas;
pero el impulso adquirido durante muchos años hacía que la vida no pudiese detenerse.
«¡Vaya una fuerza! No sé a qué viene ese respeto que me tienes», pensaba entretanto el
yaciente. «Aunque mejor sería que te acabases tú sola; de todas formas, he de lograr que
te escapes.»
—Parece que se ha templado otra vez —descubrió Vóschev al cabo de un rato.
—Entonces aún no tiene miedo esta fuerza kulakiana —dijo Chiklin.
El corazón del mujik se alzó por sí solo hasta el alma, llegó a la estrechez de la
garganta y se encogió allí, dejando escapar hacia la piel exterior el calor de la peligrosa
vida. El mujik movió las piernas para ayudar a su corazón a estremecerse; pero el corazón
se había atormentado tanto al faltarle el aire que ya no podía trabajar. El mujik abrió la
boca y la desesperación de la muerte hizo que gritara; sintió pena de que todos sus huesos
fueran a convertirse en polvo, de que su sanguínea fuerza fuera a pudrirse, de que sus ojos
dejaran de ver el mundo y de que su hacienda fuera a convertirse en eterna huérfana.
—Los muertos no hacen ruido —dijo Vóschev al mujik.
—No lo voy a hacer —contestó el yaciente expresando su acuerdo, y se quedó
inmóvil, feliz por haber complacido al poder.
—Se enfría —dijo Vóschev palpando el cuello del mujik.
—Apaga la lamparilla —dijo Chiklin—. Ha cerrado los ojos y la luz sigue ardiendo
sobre él: aquí sí que no hay avaricia alguna en favor de la revolución.
Al salir al aire fresco, Chiklin y Vóschev se encontraron con el activista, que se
dirigía a la isba-sala de lectura por asuntos relativos a la revolución cultural. Después de
eso tenía además la obligación de visitar a todos los individualistas campesinos medios
que se habían quedado sin koljós, para convencerles de la insensatez del acorralado
capitalismo de la propiedad agraria.
En la isba-sala de lectura se encontraban las mujeres y las jóvenes koljosianas,
organizadas con antelación.
—¡Hola, camarada activo! —dijeron todas a la vez.
—¡Salud, cuadros! —contestó pensativamente el activista, y permaneció a
continuación unos instantes en callada consideración—. Vamos a repasar ahora la letra
«A»; escuchad lo que os voy a comunicar y escribid...
Las mujeres se acomodaron en el suelo porque la isba-sala de lectura no contaba con
ningún mueble y empezaron a escribir con trozos de estuco sobre el entarimado. Chiklin
y Vóschev se sentaron también en el suelo, deseando acrecentar su conocimiento del
alfabeto.
—¿Qué palabras empiezan por «A»? —preguntó el activista.

56
Una feliz joven se alzó a medias sobre las rodillas y contestó con toda la rapidez y
el vigor de su mente:

—¡Avanzada, activo, adulador, anticipo, archizquierdista, antifascista! ¡Todas esas


palabras, menos archizquierdista, llevan signo duro! 6.
—Correcto, Makárovna —valoró el activista—. Escribid sistemáticamente esas
palabras.
Las mujeres y las jóvenes se recostaron con aplicación en el suelo y empezaron a
dibujar perseverantemente las letras, rayando con el estuco. Mientras tanto, el activista se
había quedado embelesado mirando por la ventana, reflexionando acerca de alguna futura
orientación o consumiéndose tal vez de lo solitaria que estaba su conciencia.
—¿Por qué ponen el signo duro? —dijo Vóschev.
El activista volvió la cabeza.
—Porque con las palabras se establece la línea y se dan consignas, y el signo duro
nos es más útil que el blando. El blando lo deberían suprimir; el duro, en cambio, es
obligatorio porque da firmeza y precisión a las formulaciones. ¿Lo entendéis todos?
—Sí —contestó el conjunto.
—Escribid ahora nociones que empiecen por «B». ¡Dilas tú, Makárovna!
Makárovna se levantó a medias y, con confianza en la ciencia, empezó a hablar:

—¡Bolchevique, burgués, bulto, presidente vitalicio 7, koljós es un bien para el


campesino pobre, bravo, bravo por los leninistas! ¡Hay que poner signo duro en bulto y
bolchevique, y también al final de koljós; en los demás hay sitios blandos!
—Te has dejado burocratismo —determinó el activista—. Bueno, escribid. Y tú,
Makárovna, corre a la iglesia a encenderme la pipa...
—Ya voy yo —dijo Chiklin—. No distraigas al pueblo del saber.
El activista metió en la pipa pedacitos de bardana y los apretó; Chiklin se fue a
encenderla. La iglesia estaba en un extremo de la aldea; tras ella empezaba ya el vacío
del otoño y el eterno conformismo de la naturaleza. Chiklin contempló este pobre silencio
y los lejanos salcedos que se enfriaban en el arcilloso campo, pero, por el momento, no
podía objetar nada.
Vieja y olvidada hierba crecía junto a la iglesia y no había senderos ni huellas de
tránsito humano, lo que evidenciaba que hacía mucho que la gente no oraba en el templo.
Chiklin se dirigió a la iglesia a través de una selva de armuelles y bardanas y atravesó
luego el atrio. En el fresco pórtico no había nadie; sólo un acurrucado gorrión vivía en un
ángulo del mismo, y tampoco se asustó de ver a Chiklin, sino que se limitó a mirar en
silencio al hombre, dispuesto, por lo visto, a morir no tardando mucho en la oscuridad del
otoño.
En el templo ardía gran cantidad de velas; la luz de la callada y triste cera alumbraba
el interior del lugar hasta lo más recóndito de la cúpula y los pulcros rostros de los santos
miraban al aire muerto con expresión de indiferencia, tal y como miran los habitantes del
otro mundo, el mundo tranquilo. Y, sin embargo, el templo estaba vacío.
Chiklin encendió la pipa en la vela más cercana y vio que más lejos, fumando en el
ambón, había alguien más. Así era: en un escalón del ambón había un hombre sentado y
fumaba. Chiklin se acercó a él.
—¿Viene de parte del camarada activista? —preguntó el que fumaba.

6 El signo duro se coloca después de las consonantes duras, delante


de las vocales [ia], [io], [iu], [ie]. Se contrapone al signo
blando, que suaviza la consonante que le precede. (N. de los T.)
7 En ruso, bessmiénnt. (N. de los T.)

57
—¿Y a ti qué te importa?
—De todas formas, lo veo por la pipa.
—¿Y tú quién eres?
—Yo era pope, pero ahora he renegado con toda mi alma y llevo el pelo a lo foxtrot.
¡Míralo!
El pope se quitó el gorro y enseñó a Chiklin la cabeza, arreglada como la de una
chica.
—No está mal, ¿eh?... Pero, aun así, no confían en mí. Dicen que creo en secreto y
que soy un redomado cabrón para el campesino pobre. Tengo que adquirir antigüedad
para que me admitan en el círculo del ateísmo.
—¿Y cómo la estás adquiriendo con lo asqueroso que eres? —preguntó Chiklin.

El pope ocultó en su corazón la amargura y respondió animadamente:


—Vendo velas al pueblo. ¡Mira, toda la sala está durmiendo! Los recursos se
recogen en una jarra y van al activista para un tractor.
—No seas trapalero; ¿dónde está aquí el pueblo devoto?
—Aquí no puede haber pueblo —anunció el pope—. El pueblo sólo compra la vela,
se la pone a Dios, la deja allí huérfana, en lugar de su rezo, y desaparece inmediatamente.
Chiklin suspiró con rabia y aún preguntó:
—¿Y por qué el pueblo no se bautiza aquí, canalla?
El pope se puso en pie ante Chiklin en señal de respeto y se dispuso a informar con
exactitud.
—No está permitido bautizarse, cama- rada; si alguien se atreve a pedirlo, lo pongo
inmediatamente en la lista de misas de difunto...
—¡Habla más deprisa y sigue! —ordenó Chiklin.
—Pero si he hablado todo seguido, camarada jefe. Sólo que mi ritmo es flojo. Tenga
paciencia... Y las listas con los datos de las personas que han hecho la señal de la cruz
con sus manos, han inclinado sus cuerpos ante la fuerza celeste o han realizado algún otro
acto de aprecio hacia los santos aliados de los kulaks, me cuido personalmente de
entregárselas al camarada activista todos los días a medianoche.
—Acércate —dijo Chiklin.
El pope bajó de buena gana los escalones del ambón.
—Cierra los ojos, bellaco.
El pope cerró los ojos y su rostro expresó una solícita amabilidad. Sin mover el
cuerpo, Chiklin propinó al pope un consciente golpe en la quijada. El pope abrió los ojos
y los volvió a cerrar; pero no podía caer para no dar a Chiklin idea de insumisión.
—¿Quieres seguir vivo? —preguntó Chiklin.
—De nada me sirve vivir, camarada —contestó razonablemente el pope—. No
siento ya el encanto de la creación. Yo me he quedado sin Dios y Dios sin el hombre...
Tras decir las últimas palabras, el pope se inclinó hacia tierra y, tocando el suelo con
su cabeza de foxtrot, se puso a rezar a su ángel custodio.
En la aldea sonó un largo silbido y tras él comenzaron a relinchar los caballos.
El pope detuvo la mano con que rezaba y se dio cuenta del significado de la señal.
—Reunión de fundadores —dijo con humildad.
Chiklin salió de la iglesia a la hierba. Por la hierba, dejando tras de sí arrugados
armuelles, caminaba hacia la iglesia una mujer, que, al ver a Chiklin, se quedó estupefacta
y del susto le tendió los cinco kopecs de la vela.

El corral de la Casa de Organización se llenó por completo de gente; estaban


presentes los miembros organizados del koljós y los campesinos individuales no

58
organizados cuya conciencia era todavía débil o tenían en sus i vidas una parcela
kulakiana y no se incorporaban al koljós.
El activista se hallaba situado sobre un alto soportal y con callada tristeza observaba
el movimiento de las masas vivas sobre la húmeda y vespertina tierra. Amaba en silencio
al campesinado pobre que, aun comiendo sólo pan, se lanzaba con afán hacia adelante,
hacia un futuro invisible, porque de todas formas el mundo estaba vacío para ellos y era
inquietante; regalaba en secreto caramelos de ciudad a los hijos de los pobres y había
decidido orientarse al matrimonio cuando el comunismo llegara al campo; además, las
mujeres entonces destacarían más. En esos momentos, el activista tenía a su lado un
pequeñín que le miraba a la cara.
—¿Tú qué miras? —preguntó el activista—. Toma un caramelito.
El niño cogió el caramelo, pero el alimentó no le bastaba.
—Dime, tío, ¿por qué eres el más listo y no llevas gorra?
El activista, sin responder, acarició la cabeza del chico; el niño mascó con
asombro el macizo y pétreo caramelo: brillaba igual que el hielo partido y en su interior
sólo había dureza. El chico devolvió al activista la mitad del caramelo.
—Acaba de comerlo tú; no tiene mermelada dentro. ¡Es todo colectivización, que
nos trae poca alegría!
El activista sonrió con sagaz conciencia. Presentía que cuando aquel niño fuera
mayor, en medio de la encendida luz del socialismo arrancado de las casas con setos de
las aldeas por la concentrada fuerza del activo, se acordaría de él.
Vóschev y tres mujiks convencidos llevaban troncos al portón de la Casa de
Organización y los apilaban: el activista les había ordenado previamente que realizaran
ese trabajo.
Chiklin siguió también a los que trabajaban y, tras coger un tronco que había junto al
barranco, lo llevó hacia la Casa de Organización: lo hacía para que entrara más utilidad
en la caldera común y no hubiera tanta tristeza en derredor.
—Bueno, ciudadanos: ¿qué vamos a hacer? —dijo el activista dirigiéndose al
material popular situado frente a él—. ¿Pensáis sembrar de nuevo el capitalismo o habéis
entrado en razón?...
Los que ya estaban organizados se sentaron por tierra y se pusieron a fumar con
satisfactoria sensación y a acariciarse las barbitas que en el último medio año habían
empezado a crecer menos pobladas. Los no organizados permanecieron en pie,
sobreponiéndose a sus inútiles almas, pese a que uno de los ayudantes del activo les había
enseñado que ellos no tenían alma, sino tan sólo estado de ánimo de propietarios; y ahora
no sabían qué iba a ser de ellos, ya que la propiedad iba a desaparecer. Los demás, con la
cabeza inclinada, se daban golpes en el pecho y escuchaban el pensamiento que había de
salirles de allí; pero sus corazones latían ligera y tristemente, como si estuvieran vacíos,
y no contestaban nada. La gente que estaba de pie no le quitaba la vista de encima al
activista ni un solo instante; los que estaban más cerca del soportal miraban al dirigente
poniendo todo su afán en los ojos, que no parpadeaban para que aquél viera lo bien
dispuesto que tenían su estado de ánimo.
Por entonces, Chiklin y Vóschev habían acabado de trasladar los troncos y habían
empezado a desbastarlos por todas partes para montar algo muy grande. Ese día no había
sol en la naturaleza, ni lo había habido el día anterior; el triste atardecer llegó temprano a
los húmedos campos. El silencio se propagaba ahora por el mundo que estaba a la vista,
en el que sólo se oía el hacha de Chiklin, que resonaba con vetusto chirrido en el cercano
molino y en los setos.

59
—Bueno, ¿qué? —dijo con paciencia el activista desde lo alto—. ¿Vais a seguir
estando entre el capitalismo y el comunismo? Ya es hora de ponerse en marcha: ¡en
nuestro distrito se está celebrando el decimocuarto pleno!

—Permite que los medianos sigamos un poco más como estamos, camarada activo
—pidieron los mujiks que se encontraban en las filas de atrás—. Puede que nos
acostumbremos: la costumbre es lo principal para nosotros; lo demás lo aguantaremos
todo.
—Bueno, vosotros seguid de pie mientras la pobreza está sentada —autorizó el
activista—. De todos modos, el camarada Chiklin no ha acabado de juntar los troncos.
—¿Y para qué preparan los troncos, camarada activista? —preguntó uno de los
campesinos medios de detrás.
—Se está organizando una balsa para liquidar las clases, enviando por el río hasta el
mar y aún más lejos al sector kulakiano...
Tras sacar las listas recordatorias y la relación de la estratificación por clases, el
activista empezó a trazar signos en los papeles; tenía un lápiz de colores y unas veces
utilizaba el azul, otras el rojo y en ocasiones se limitaba a suspirar y se quedaba pensativo,
sin poner ningún signo hasta que tomaba la decisión. Los mujiks que estaban de pie
observaban el lápiz con las bocas abiertas y con la angustia en la débil alma que les había
surgido de los últimos restos de propiedad al empezar a torturarse. Chiklin y Vóschev
labraban a la par la madera y encajaban los troncos uno con otro, formando una espaciosa
plataforma.
El campesino medio que estaba más cerca del activista apoyó la cabeza en el soportal
y permaneció tranquilamente en esa posición durante un rato.
—¡Camarada activo!...
—Habla claro —propuso el activista al campesino medio mientras seguía con lo
suyo.
—¡Permite que suframos nuestra pena el resto de la noche y después nos alegraremos
contigo aunque sea un siglo entero!
El activista pensó brevemente.
—La noche es mucho. Alrededor nuestro, la provincia entera está en marcha. Sufrid
ahora, mientras se está construyendo la balsa.
—Bueno, ya es una alegría que sea hasta que esté la balsa —dijo el mujik medio, y
empezó a llorar para no malgastar el tiempo del último penar. Las mujeres que estaban
tras el seto de la Casa de Organización se aplicaron a su vez a dar fuertes alaridos,
poniendo en sus voces toda el alma, con lo que Chiklin y Vóschev dejaron de cortar
madera con las hachas. Los campesinos pobres organizados y los afiliados se levantaron
del suelo contentos por no tener que afligirse y se marcharon a ver su colectiva y vital
propiedad aldeana.
—Ponte tú también de espaldas un rato —pidieron al activista dos campesinos
medios—. Deja que no te veamos.
El activista se alejó del soportal y se metió en la casa. Empezó allí a escribir
ansiosamente un informe sobre la ejecución precisa de la medida de colectivización total
y liquidación como clase de los kulaks mediante el traslado por balsa; al hacerlo, el
activista no pudo poner coma tras la palabra «kulaks», porque tampoco la había en la
directiva. Más adelante pedía que le enviaran del distrito un nuevo grupo de choque para
que el activo local trabajara ininterrumpidamente y llevara adelante la querida línea
general. El activista deseaba también que la dirección le citara en uno de sus decretos
como el más ideológico de toda la superestructura del distrito; pero ese deseo se le pasó
sin consecuencias porque recordó que tras el acopio de grano se había visto obligado a

60
decir que en esa etapa de la aldea él había sido el hombre más inteligente, a lo que un
mujik, al oírlo, había respondido que el activista era tan listo como él mujer. La puerta de
la casa se abrió y a través de ella se oyó el rumor del sufrimiento que llegaba de la aldea;
el hombre que había entrado se sacudió el aguanieve de su ropa y dijo a continuación:
—Camarada activo, ha empezado a nevar y sopla el frío.
—Que nieve; ¿a nosotros qué nos importa?
—A nosotros nada; ¡ocurra lo que ocurra, podremos con ello! —asintió rotundamente
el campesino pobre, ya entrado en años, que se había presentado. Estaba constantemente
asombrado de seguir vivo porque no tenía otra cosa que las verduras de su huerto junto a
la casa y las ventajas que se les concedía a los campesinos pobres, con lo que no lograba
alcanzar nunca una existencia satisfecha.
—Dime para mi consuelo, camarada principal: ¿he de inscribirme en el koljós para
estar tranquilo o espero?
—¡Claro que tienes que inscribirte, o te mandaré al océano!
—El campesino pobre no teme ningún lugar. Ya me hubiera inscrito hace tiempo; lo
que pasa es que me daba miedo sembrar zoia 8.
—¿Qué zoia? ¡Si te refieres a soia, ésa es un cereal oficial!
—A esa cabrona me refiero, a ésa.
—Bueno, pues no la siembres. Tendré en cuenta tu psicología.
—Tenia en cuenta, por favor.
Tras inscribir al campesino pobre en el koljós, el activista se vio obligado a darle un
certificado de adscripción al mismo y de que en el koljós no habría zoia, inventando sobre
la marcha la forma de tal certificado, porque de ninguna manera el campesino quería irse
sin él.
Fuera, por entonces, caía la fría nieve cada vez más copiosamente. La tierra se había
tornado más pacífica debido a la nieve, pero los sones del estado de ánimo de los
campesinos medios impedían que sobreviniera un silencio total.
El viejo labriego Iván Semiónovich Krestinin besaba los jóvenes árboles de su jardín
y los arrancaba de raíz mientras su mujer dirigía lamentos a las desnudas ramas.
—No llores, vieja —decía Krestinin—.

En el koljós serás fulana de mujik. Pero estos árboles son carne mía: ¡que sufra
ahora, ya que le fastidia socializarse en cautiverio!
Tras oír las palabras de su marido, la mujer se tiró al suelo y se puso a dar vueltas
por tierra. Otra de las mujeres, una vieja solterona o viuda, corría por la calle y plañía con
voz tan contagiosa y monjil que Chiklin sintió deseos de disparar contra ella; cuando ésta
vio cómo rodaba por tierra la mujer de Krestinin se tiró también al suelo y, apoyada en la
espalda, empezó a agitar en el aire sus piernas vestidas con medias de paño.
La noche cubrió por entero las dimensiones aldeanas. Aunque la nieve había hecho
que el aire se volviera tan impenetrable y angosto que el pecho se sofocaba, las mujeres
lanzaban gritos por doquier y, para acostumbrarse a la desgracia, sostenían un constante
aullido. Los perros y otros pequeños y nerviosos animales secundaban también estos
penosos sonidos. En el koljós había ruido y se sentía la misma zozobra que en un vestuario
de baños. Por su parte, los campesinos medios y ricos trabajaban callados en sus casas y
despensas protegidas por el llanto mujeril emitido junto a cada uno de los portones
abiertos de par en par. Los caballos que quedaban sin socializar dormían tristemente en
los establos, amarrados firmemente para que en ningún caso pudieran caer al suelo,

8 Juego de palabras entre zoia (mujer) y soia (soja). (N. de los


T.)

61
porque algunos de ellos estaban ya muertos. En espera de que llegara el koljós, los mujiks
un poco aventajados mantenían los caballos sin alimentar para socializar tan sólo sus
propios cuerpos y no llevar también al dolor a los animales.
—¿Estás viva, nodriza?
La yegua dormitaba en el pesebre, baja ya para siempre la sensible cabeza; uno de
sus ojos estaba débilmente semicerrado; al otro no le habían alcanzado las fuerzas y se
había quedado mirando a la oscuridad. Carente de respiración caballuna, el cobertizo se
había enfriado; la nieve entraba en él, se acostaba sobre la cabeza de la yegua y no se
derretía. El dueño apagó la cerilla, abrazó a la yegua por el cuello y se quedó inmóvil en
medio de su orfandad, oliendo de memoria el sudor de la yegua, como cuando labraba.
—¿Entonces te has muerto? Bueno, no te preocupes. Yo también moriré pronto y nos
quedaremos tranquilos.
Un perro entró en el cobertizo sin ver al hombre y olió la pata trasera de la yegua.
Luego lanzó un aullido, clavó su bocaza en la carne y arrancó un trozo. En la oscuridad,
los dos ojos de la yegua se pusieron blancos; miró con ambos y movió las patas dando un
paso hacia adelante; la sensación de dolor había hecho que no se olvidara todavía de vivir.
—¿Igual quieres ir al koljós? Vete entonces y yo esperaré —dijo el dueño de la casa.
Cogió un manojo de heno del rincón y lo acercó al hocico de la yegua. Las zonas
oculares de ésta se habían puesto oscuras; había sellado su última visión, pero aún
percibió el olor a hierba porque sus fosas nasales se movieron levemente y el hocico,
aunque no podía masticar, se le abrió en dos. Su vida decrecía cada vez más y sólo en dos
ocasiones había ésta podido volver, a la llamada del dolor y de la comida. Luego, ya no
se movieron ante el heno sus fosas nasales; dos perros más comían por detrás su pata con
indiferencia, pero la vida de la yegua seguía intacta: tan sólo se iba empobreciendo por lo
prolongado de su miseria e, incapaz de agotarse, se iba dividiendo en partes cada vez más
pequeñas.
La nieve caía sobre la tierra fría dispuesta a quedarse todo el invierno; el pacífico
manto cubrió la tierra visible, preparándola para el próximo sueño. Tan sólo alrededor de
los establos se había derretido la nieve y allí la tierra era negra porque la cálida sangre de
vacas y ovejas había salido fuera por debajo de las cercas y habían quedado al descubierto
los veraniegos terrenos. Tras liquidar los últimos útiles vivos y con respiración, los mujiks
empezaron a comerse la carne de vaca y ordenaron a todos sus familiares que la comieran
también; en ese corto intervalo comían carne de vaca como si fuese la eucaristía: nadie
quería comerla, pero tenían que esconder en sus cuerpos la carne del ganado doméstico y
resguardarla allí de la socialización. Algunos parsimoniosos mujiks hacía tiempo que se
habían hinchado de tanta comida cárnica y caminaban pesadamente, como si fueran
andantes cobertizos; otros no hacían más que vomitar, pero no podían separarse de su
ganado y lo destruían, no dejando más que los huesos, sin esperar provecho para sus
estómagos. Los que habían logrado primero acabar de comerse a todos sus animales o
aquellos que los habían dejado marchar al encierro koljosiano yacían en vacíos ataúdes y
vivían en ellos como si se tratara de estrechas casas, sintiendo una paz claustral.
Chiklin no podía seguir trabajando en la construcción de la balsa en una noche así. Y
a Vóschev se le había debilitado tanto el cuerpo por falta de ideología, que tampoco podía
levantar el hacha y se había tumbado en la nieve: de todas formas, la verdad no existía en
el mundo o tal vez había existido en alguna planta o en alguna heroica criatura y un
mendigo vagabundo se había comido esa planta o había aplastado al animal, muriendo
luego él mismo en el barranco otoñal y habiendo acabado por arrastrar el viento su cuerpo
hacia la nada.
Desde la Casa de Organización, el activista vio que la balsa no estaba lista; y como
al día siguiente por la mañana tenía que remitir al distrito el informe de resultados, lanzó

62
inmediatamente un silbido convocando a reunión plenaria resolutiva. La gente salió de
sus casas al oír el sonido y con el cuerpo todavía no organizado por entero se presentó en
la plaza de la Casa de Organización. Las mujeres ya no lloraban y sus caras se habían
secado; los mujiks se mostraban también resignados y dispuestos a organizarse para
siempre. Tras juntarse, la gente se quedó de pie sin decir palabra y con todo su poso de
campesinos pobres, mirando fijamente al soportal donde se encontraba el activista con un
farol en la mano; la luz que llevaba impedía a éste distinguir los variados pormenores de
los rostros de la gente; pero, en cambio, todos podían observarle a él con claridad.
—¿Estáis listos o qué? —preguntó el activista.
—Espera —dijo Chiklin al activista—. Deja que se despidan hasta la vida futura.
Los mujiks se habían preparado ya para todo lo que pudiera pasarles, pero uno de
ellos gritó en medio del silencio:
—¡Danos un instante más!
Y tras decir estas palabras, el mujik abrazó a su vecino, lo besó tres veces y se
despidió de él.
—¡Adiós! ¡Te pido perdón, Egor Semiónich!
—No tienes por qué hacerlo, Nikanor Petróvich. Perdóname tú también.
Cada uno empezó a besar a la gente que tenía al lado y a abrazar cuerpos hasta
entonces extraños; todos los labios, triste y amistosamente, se besaban entre sí.
—Adiós, tía Daria, no te enfades por no haber quemado tu cobertizo.
—Dios te lo perdonará, Aliosha. De todas formas, el cobertizo ya no es mío.
Muchos de ellos, tras haberse rozado mutuamente los labios, conservaron la
sensación durante un rato para no olvidarse nunca de su nueva parentela, ya que hasta
entonces habían vivido sin acordarse ni compadecerse unos de otros.
—Ven, Stepán, vamos a amigarnos.
—Adiós, Egor. Hemos sido crueles, pero acabamos nuestras vidas como es debido.
Tras besarse todos, se pusieron de rodillas e hicieron una inclinación en señal de
despedida. Finalmente, se pusieron en pie, .libres y ligeros de corazón.
—Ya estamos preparados, camarada activo. Inscríbenos a todos en un mismo
apartado; a los kulaks te los señalaremos nosotros mismos.
Pero el activista había clasificado por anticipado a todos los habitantes: por un lado,
los del koljós y, por otro, los de la balsa.
—¿Qué pasa, se os ha despertado la conciencia? —dijo—. ¡Entonces no ha sido en
vano el trabajo de masas del activo! ¡Ahí la tenéis, ésa es la línea correcta para llegar al
mundo futuro!
En ese momento Chiklin salió al alto soportal y apagó el farol del activista: la fresca
nieve hacía que, aun sin petróleo, la noche estuviera clara.
—¿Os sentís ahora bien, camaradas? —preguntó Chiklin.
—Sí —dijeron desde todos los rincones del corral de la Casa de Organización—.
Ahora no sentimos nada; dentro de nosotros sólo ha quedado polvo.
Vóschev permanecía tumbado aparte y, privado de la tranquilidad que da en la vida
poseer la verdad, no lograba dormirse; se levantó entonces de la nieve y se metió entre la
gente.
—¡Buenas! —dijo al koljós con alegría—. Ahora os habéis hecho iguales que yo;
tampoco yo soy nada.
—¡Buenas! —el koljós entero se puso alegre como una sola persona.
Tampoco Chiklin pudo soportar quedarse aislado en el soportal mientras la gente
permanecía junta abajo; descendió al suelo, encendió una hoguera con material de seto y
todos empezaron a calentarse junto al fuego.

63
La noche gravitaba confusa sobre la gente y nadie más pronunció una sola palabra.
Sólo se oía ladrar a la antigua a un perro de otra aldea, como si viviera en constante
eternidad.

64
Chiklin fue el primero en despertarse porque le había venido a la mente una cuestión
vital; pero al abrir los ojos había olvidado todo. Frente a él estaba Elisiei, que tenía a
Nastia en brazos. Mantenía así a la niña desde hacía unas dos horas por temor a despertar
a Chiklin; y la niña dormía tranquilamente, calentándose contra el templado y cordial
pecho de Elisiei.
—¿No habrás molestado a la niña? —preguntó Chiklin.
—No me he atrevido —dijo Elisiei.
Nastia abrió los ojos al oír a Chiklin y se puso a llorar por él. Pensaba que en el
mundo todo era de verdad y para siempre, y cuando Chiklin se había marchado creyó que
nunca más ni en ningún sitio iba a verlo de nuevo. A menudo, en el barracón, Nastia veía
en sueños a Chiklin; y hasta se resistía a dormir para no torturarse cuando llegara la
mañana y él no estuviera allí.
Chiklin cogió en brazos a la niña.
—¿Cómo ha estado mi niña?
—¡Bah!... —dijo Nastia—. ¿Y tú? ¿Has hecho aquí el koljós? ¡Enséñamelo!
Chiklin se levantó del suelo, apoyó la cabeza de Nastia en su cuello y se fue a
expropiar a los kulaks.
—¿No te habrá fastidiado Zháchev?
—¡Cómo me iba a fastidiar si yo me voy a quedar en el socialismo y él se morirá
pronto!
—¡Sí, claro, no te puede fastidiar! —dijo Chiklin, y se apercibió de que había mucha
gente. Gente extraña y forastera se había distribuido en grupos y en exiguas masas por el
corral de la Casa de Organización, mientras el koljós dormía todavía en colectivo
amontonamiento junto a la nocturna y ya extinguida hoguera. En la calle del koljós había
también gente forastera que permanecía de pie en silencio a la espera de recibir la alegría
que los peregrinos koljosianos les habían anunciado y que les había llevado allí. Algunos
de los forasteros habían rodeado a Elisiei y le estaban preguntando:
—¿Dónde está el bien koljosiano? ¿O hemos venido en balde? ¿Tendremos que estar
aún mucho tiempo sin hacer un alto?
—Si os han traído, el activo sabrá para qué —contestó Elisiei.
—¡Seguro que tu activo está durmiendo!
—El activo no duerme nunca —dijo
Elisiei.

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El activista salió al soportal con sus ayudantes. Junto a él estaba Prushevski. Zháchev
se arrastraba detrás de todos. El camarada Pashkin había enviado a Prushevski al koljós
porque Elisiei había pasado el día anterior por la excavación y, aunque había comido
gachas de las de Zháchev, no había podido contar absolutamente nada debido a su
carencia de cerebro. Tras enterarse de eso, Pashkin había decidido a toda prisa que
Prushevski fuera al koljós, ya que era cuadro de la revolución cultural y la gente
organizada no debía vivir sin cerebro; Zháchev había partido por deseo propio en calidad
de mutilado, y por eso se habían presentado los dos en el koljós, con Nastia en brazos,
acompañados además por los mujiks que vivían junto al camino, a los que Elisiei había
ordenado que acudieran para divertirse.
—Vaya inmediatamente a terminar la balsa —dijo Chiklin a Prushevski—.
Enseguida acudo yo.
Elisiei acompañó a Chiklin para mostrarle al peón más oprimido, que había servido
gratis en las casas acomodadas desde tiempos inmemoriales y trabajaba ahora de
martillador en la herrería del koljós, y recibía comida y vituallas como herrero de segunda.
Sin embargo, el martillador no estaba inscrito como miembro del koljós, sino que se
consideraba un asalariado; y cuando la línea sindical había tenido conocimiento de la
existencia de tal peón oficial, el único que había en todo el distrito, se había quedado
profundamente preocupada. A su vez, Pashkin sentía una gran pena por el desconocido
proletario del distrito y quiso librarle lo antes posible de la opresión.
Junto a la herrería había un automóvil, que permanecía parado y en marcha,
consumiendo gasolina. De él acababa de salir Pashkin, que había llegado con su esposa
para descubrir allí con activa ansiedad al único peón que quedaba y, tras brindarle la
mejor suerte que podía caberle a uno en esta vida, destituir luego al comité de distrito del
sindicato por negligencia en el servicio a la masa de afiliados. Pero todavía no habían
llegado Chiklin y Elisiei a la herrería, cuando el camarada Pashkin salía ya del lugar y
partía de vuelta, sin dejar de mover la cabeza en el interior del coche como si no supiera
lo que debía hacer. La esposa del camarada Pashkin ni siquiera había abandonado el
coche: sólo acompañaba al hombre querido para guardarlo de las mujeres con quienes
podía encontrarse, que adoraban el poder de su marido y confundían la firmeza de su
dirección con la fuerza del amor que podía proporcionarles.
Chiklin entró en la herrería llevando a Nastia en brazos; Elisiei se quedó fuera de pie.
El herrero lanzaba aire con el fuelle en dirección a la fragua y un oso golpeaba con su
martillo contra el yunque una incandescente barra de hierro.
—¡Más deprisa, Misha! ¡Tú y yo somos una brigada de choque! —dijo el herrero.
Pero el oso ponía tanto celo en el trabajo, sin necesidad de que le dijeran nada, que
no percibía que su pelo, abrasado por las chispas del metal, olía a chamuscado.
—¡Bueno, basta ya! —decidió el herrero.
El oso dejó de golpear y, tras apartarse del yunque, se bebió medio cubo de agua de
tanta sed que tenía. Tras secar luego su cansado rostro de proletario, el oso se escupió en
las zarpas y reanudó otra vez su trabajo de martillador. El herrero le encomendó entonces
que forjara una herradura para un campesino individual de los alrededores del koljós.
—¡Eso hay que acabarlo más deprisa, Misha! Por la tarde vendrá el dueño y
tendremos sople! —y el herrero señaló su garganta como si se tratara de una cañería para
vodka. Cuando el oso adivinó el futuro deleite comenzó a fabricar la herradura con más
ganas—. ¿Y tú, hombre, a qué has venido? —preguntó el herrero a Chiklin.
—Déjame al martillador para que me señale a los kulaks; me han dicho que tiene
mucha antigüedad.
El herrero reflexionó un poco acerca de algo y dijo:

66
—¿Has arreglado eso con el activo? ¡La herrería tiene su propio plan industrial y
financiero y tú lo estás entorpeciendo!
—Lo he arreglado todo —contestó Chiklin—. Y si no puedes cumplir tu plan yo
mismo vendré a enderezarlo... ¿Has oído hablar alguna vez del monte Ararat? ¡Pues
seguro que yo hubiera sido capaz de alzarlo amontonando tierra con mi pala!
—Entonces que vaya —dijo el herrero refiriéndose al oso—. Vete a la Casa de
Organización y dale a la campana para que Misha crea que es la hora de comer; si no, no
se moverá: adora la disciplina.
Mientras Elisiei se dirigía con indiferencia a la Casa de Organización, el oso hizo
cuatro herraduras y pidió más trabajo. Pero el herrero le mandó por leña para hacer luego
carbón con ella, y el oso le llevó una cerca entera que servía perfectamente. Al mirar al
ennegrecido y quemado animal, Nastia se alegraba de que estuviera de parte de ellos y no
de los burgueses.

—¿El también sufre? Entonces es de los nuestros, ¿no? —decía Nastia.


—¡Claro que sí! —contestó Chiklin.
Se oyó el sonido de la campana y el oso, que se había dedicado hasta entonces a
romper la cerca en pequeños trozos, dejó inmediatamente de ocuparse del trabajo; se
enderezó de golpe y lanzó un rotundo suspiro, como diciendo: ¡basta! Tras bajar las
zarpas hasta el cubo con agua y lavarlas y dejarlas limpias, salió fuera para que le dieran
de comer. El herrero le mostró a Chiklin y el oso siguió a éste tranquilamente,
manteniéndose únicamente sobre las patas traseras, tal y como acostumbraba a hacer.
Nastia tocó el hombro del oso y éste rozó también ligeramente a la niña con la zarpa y
bostezó abriendo de par en par la boca, de la que brotó una vaharada a comida digerida.
—¡Mira, Chiklin, está todo canoso!
—Le ha vuelto canoso la amargura de vivir con los hombres.
El oso esperó hasta que la niña volviera a mirarle y cuando ésta lo hizo le guiñó un
ojo; Nastia se rió y el martillador se sacudió tal golpe en la barriga que hizo que sonara
un gorgoteo en el interior de la misma, con lo que Nastia se puso a reír con más fuerza
todavía; pero el oso ya no prestaba atención a la pequeña.
Al pasar junto a determinadas casas se sentía el mismo fresco que en el campo; al
pasar junto a otras se sentía calor. Las vacas y los caballos yacían en las casas de labor
con los cuerpos abiertos, pudriéndose; y aún transmitían al aire, al común espacio
invernal, el calor de la vida acumulado al sol durante muchos años. Chiklin y el
martillador habían pasado ya por delante de muchas casas; no parecía que el kulakismo
estuviera liquidado en ninguna parte.
La nieve, que hasta entonces había caído a intervalos desde los lugares de arriba,
empezó a precipitarse ahora con mayor intensidad y dureza. Un viento llegado hasta allí
había empezado a producir ventisca, cosa que solía ocurrir cuando ya el invierno se
asentaba. Pero Chiklin y el oso continuaron caminando bajo el azote de la densa nieve,
siguiendo la recta disposición de la calle, porque a Chiklin le resultaba imposible tomar
en consideración el humor de la naturaleza; Chiklin se limitó a esconder a Nastia del frío
cobijándola en su seno y dejando fuera sólo su cabeza para que no se aburriera dentro del
oscuro calor. La niña seguía todo el tiempo al oso con la mirada y se sentía bien porque
el animal también era de la clase obrera; el martillador la miraba como a su olvidada
hermana, con la que había mamado del vientre materno en el veraniego bosque de su
niñez. Buscando dar una alegría a Nastia, el oso miró en derredor suyo: ¿qué podría
agarrar para hacerle un regalo? Pero, salvo cercas y viviendas de arcilla y paja, no había
en las proximidades ningún objeto feliz. El martillador observó entonces con atención el
niveo viento, arrancó de él con rapidez una cosa pequeña y acercó luego la apretada zarpa

67
a la cara de Nastia. La niña sacó de la garra una mosca; sabía que no podía haber moscas
porque habían muerto todas al final del verano. Y, sin embargo, las moscas volaban ahora
formando nubes enteras que se alternaban con la nieve que corría a gran velocidad, y el
oso, a todo correr, se puso a perseguirlas por la calle.
—¿Por qué hay moscas si es invierno? —preguntó Nastia.
—¡Por culpa de los kulaks, hijita! —dijo Chiklin.
Nastia asfixió en su mano a la gorda mosca kulakiana que le había regalado el oso y
añadió:
—¡Liquídalos como clase! Si no, habrá moscas en invierno y no las habrá en verano;
los pájaros no tendrán qué comer.
El oso rugió de repente junto a una sólida y limpia isba y no quiso seguir adelante,
olvidándose de las moscas y de la niña. Una cara de mujer miraba fijamente a través del
cristal de la ventana y, como si la mujer tuviera las lágrimas siempre a punto, el líquido
de las mismas empezó a deslizarse por el vidrio. El oso abrió su bocaza a la mujer que
estaba a la vista y, acentuando su furia, lanzó un rugido, con lo que la mujer dio un salto
en el interior de la vivienda.
—¡Kulakismo! —dijo Chiklin; y, tras entrar en el corral, abrió desde dentro el portón.
El oso atravesó también la línea de demarcación de la finca.
Chiklin y el martillador inspeccionaron al principio los lugares más retirados de la
hacienda. En el cobertizo abarrotado de salvado yacían cuatro ovejas muertas. Un montón
de moscas levantó el vuelo cuando el oso tocó con la pata una de las ovejas: las moscas
vivían complacidas en las calientes y nutritivas cavidades del cuerpo ovejuno y, después
de alimentarse con celo, volaban saciadas en medio de la nieve, sin que ésta lograra
enfriarlas.
Del cobertizo salía hacia fuera un hálito de calor; en los cadavéricos agujeros del
ganado sacrificado hacía probablemente tanto calor como en la tierra de turba que se
pudre en verano, por lo que las moscas vivían allí con toda normalidad. En el cobertizo
principal, Chiklin sintió sofoco; era como si se estuvieran calentando los hornos para el
baño. Nastia entornó los ojos debido al apestoso olor y pensó en cuál sería la razón por la
que el koljós estaba templado en invierno y no existían las cuatro estaciones del año de
las que Prushevski le había hablado en la excavación cuando en los vacíos campos
otoñales había cesado el canto de los pájaros.
El martillador pasó del cobertizo a la isba y, tras rugir en el zaguán con hostil voz,
tiró por encima del soportal un antiquísimo e inmenso baúl del que comenzaron a salir
carretes de hilo. Chiklin sólo encontró en la isba a una mujer y a un niño; el niño hacía
esfuerzos sentado en el orinal, y la madre, después de sentarse, había anidado en medio
del aposento como si toda su sustancia se hubiera aflojado; ya no gritaba; sólo abría la
boca y trataba de respirar.
—¡Mujik, mujik! —comenzó a llamar la mujer sin moverse, porque la debilidad que
le producía la desgracia no le dejaba hacerlo.
—¿Qué? —contestó una voz desde encima de la estufa; se oyó luego el crujido de un
resquebrajado ataúd y apareció el dueño.
—Han venido —dijo poco a poco la mujer—. Ven a recibirlos... ¡Ay, pobre de mí!
—¡Fuera! —ordenó Chiklin a toda la familia.
El martillador agarró al chico por la oreja y éste saltó del orinal; el oso, sin saber qué
era eso, se sentó sobre el bajo recipiente para probarlo.
El niño permaneció en pie; tan sólo llevaba puesta la camisa y miraba al sentado oso
tratando de comprender.
—¡Tío, devuélveme mi caca! —pidió. Pero el martillador le lanzó un rugido por lo
bajo mientras tenía que hacer equilibrios dado lo incómodo de su posición.

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—¡Fuera! —dijo Chiklin a los kulakianos habitantes.
El oso, sin moverse del orinal, sacó de su cabeza un sonido y el acaudalado mujik
contestó:
—No hace falta que gritéis, ya nos vamos nosotros solos.

El martillador recordó cómo, en el pasado, arrancaba tocones en las tierras de este


mujik y tenía que comer hierba para saciar su silenciosa hambre, porque el mujik sólo le
daba de comer al anochecer lo que les sobraba a los cerdos; pero los cerdos se tumbaban
a dormir en la gamella y acababan por comerse la porción del oso. Al recordar tal cosa,
el oso se levantó del recipiente, abrazó de la manera más cómoda el cuerpo del mujik, lo
apretó con tal fuerza que el hombre soltó toda la grasa y el sudor acumulado, y le gritó al
oído unas cuantas voces: de tanta cólera y de lo mucho que había oído a la gente, casi
podía hablar.
El acaudalado mujik esperó a que el oso le soltara y salió como estaba a la calle; y
había pasado ya por delante de las ventanas cuando su mujer echó a correr tras él; el chico
se quedó en la isba sin familia. Después de permanecer unos instantes tristemente
perplejo, agarró el orinal del suelo y corrió con él tras sus padres.
—Es muy listo —dijo Nastia refiriéndose al niño que se había llevado consigo el
orinal.
Calle adelante, los kulaks abundaban más. Pasadas ya tres casas, el oso volvió a rugir
señalando la presencia del enemigo de clase. Chiklin pasó a Nastia al martillador y entró
solo en la isba.
—¿A qué has venido, amigo? —preguntó un afectuoso y tranquilo mujik.

—¡Lárgate de aquí! —le contestó Chiklin.


—¿Por qué? ¿No os he dado gusto en algo?
—¡Necesitamos el koljós, no nos lo descompongas!
El mujik pensó sin prisas, como si estuviera manteniendo una conversación cordial.
—El koljós no os conviene...
—¡Fuera, canalla!
—¡Bueno, haréis de toda la república un koljós, pero toda la república será entonces
una hacienda privada!
A Chiklin se le cortó la respiración; se lanzó hacia la puerta y la abrió para ver la
libertad, de la misma manera que se había arrojado tiempo atrás sobre la puerta de la
cárcel al cerrarse ésta tras él y, rechinándole el corazón, se había puesto a gritar porque
no aceptaba el cautiverio. Volvió la espalda al juicioso mujik para que éste no participara
del pasajero dolor que sentía, que sólo concernía a la clase obrera.
—¡Ése no es asunto tuyo, cabrón! Nosotros podemos poner un zar cuando nos
convenga y podemos derribarlo de un suspiro... ¡Desaparece!
Y Chiklin cogió al mujik de través, lo sacó fuera y lo arrojó a la nieve. El mujik no
se había casado por avaricia; había gastado todo su cuerpo en acumular bienes para gozar
• de la felicidad de una existencia segura y ahora no sabía ni lo que sentía.

—¡Me habéis liquidado! —dijo desde la nieve—. Pero ¡ojo!, hoy me toca a mí y
mañana os tocará a vosotros. ¡Y así va a resultar que sólo llegará al socialismo vuestro
hombre principal!
Pasadas cuatro casas, el martillador rugió de nuevo con odio. De la casa saltó un
pobre habitante con una hojuela en la mano. Pero el oso sabía que ése era el amo, que le
pegaba con una raíz de árbol cuando, agotado por el cansancio, dejaba de dar vueltas a la
muela. El mujikucho aquel había hecho trabajar al oso en el molino en sustitución del

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viento para no pagar impuestos; se pasaba la vida gimoteando como si fuera más pobre
que un peón y luego comía con su mujer bajo la almohada. Cuando su mujer se quedaba
embarazada, el molinero la hacía abortar con sus propias manos; sólo había querido
quedarse con el primer hijo, a quien había colocado hacía tiempo con los comunistas de
la ciudad.
—¡Come, Misha! —y el mujik regaló la hojuela al martillador.
El oso envolvió su zarpa con la hojuela y le dio un sopapo al kulak a través de esa
almohadilla cocida, con lo que el mujik lanzó un gritito y se derrumbó.
—¡Deja libre la propiedad de los peones! —dijo Chiklin al caído—. ¡Fuera del koljós
y no te atrevas a seguir vivo!
El acaudalado mujik se quedó tumbado en un principio, pero luego volvió en sí.

—¡Enséñame el papel de que tú eres de verdad una personalidad!


—¿Qué personalidad voy a ser para ti? —dijo Chiklin—. Yo no soy nadie. ¡La
personalidad es nuestro partido!
—Entonces enséñame cuando menos al partido; quiero verlo.
Chiklin sonrió a medias.
—No lo reconocerías por el rostro; yo mismo apenas lo distingo. ¡Así que preséntate
hoy en la balsa! ¡Capitalismo! ¡Canalla!
—Que se vaya por los mares: hoy aquí mañana en otros lugares 9. ¿Verdad? —dijo
Nastia—. ¡Con los canallas nos aburriríamos!
Más adelante, Chiklin y el martillador liberaron seis isbas adquiridas a base de carne
de peón y volvieron a la Casa de Organización, en donde las masas limpias de kulakismo
permanecían a la espera de algo.
Tras cotejar en su lista estratificadora a la clase kulakiana recién llegada, el activista
encontró que había una precisión absoluta y se alegró de la acción de Chiklin y del
martillador de la herrería. También Chiklin aprobó al activista.
—Eres un tío consciente —dijo—. Olfateas las clases igual que un animal.
Como el oso no podía expresarse, permaneció unos instantes apartado y se fue luego,
camino de la herrería, a través de la nieve que caía y en medio del zumbido de las moscas.
Sólo Nastia le siguió con la mirada y se compadeció de aquel ser viejo y quemado igual
que un hombre.
Prushevski había acabado ya de hacer la balsa con los troncos y miraba ahora a todos
en actitud de disponibilidad.
—Eres una porquería —le dijo Zháchev—. ¿Por qué miras como si no fuera contigo?
¡Vive con más coraje: uno aprieta al otro, y el dinero al jarro! ¿Crees que esa gente existe?
¡Ni hablar! Son sólo pieles externas. Aún tenemos mucho camino que recorrer hasta que
lleguemos a ser personas: ¡eso es lo que me da pena!
A una palabra del activista, los kulaks se agacharon y empezaron a empujar la balsa
en dirección al valle por el que discurría el río. Zháchev se arrastró tras el kulakismo para
garantizar a éste un embarque seguro en dirección al mar siguiendo el curso de la
corriente, para sentirse más seguro de que llegaría el socialismo, de que Nastia iba a
recibirlo como dote cuando se hiciera mocita y de que él, Zháchev, moriría antes como
un agotado prejuicio.

9 Canción popular. (N. de los T.)

70
Pero Zháchev no se tranquilizó; no sabía por qué, pero ello se le hacía ahora aún más
difícil. Observó durante largo rato el sistemático navegar de la balsa por el río nevado y
móvil, cómo movía el viento vespertino la oscura y muerta agua que se deslizaba por
entre las frías tierras hacia el lejano abismo, y empezó a sentir en su pecho el aburrimiento
y la tristeza: el socialismo no necesitaba la capa de tristes inválidos a la que él pertenecía
y pronto le condenarían a lejano silencio.
El kulakismo de la balsa miraba hacia una de las orillas, hacia donde estaba Zháchev:
la gente quería sentir su patria ya para siempre y al último y feliz hombre que veían sobre
ella.
La fluvial expedición kulakiana entró en un recodo que había tras los arbustos de la
orilla y Zháchev comenzó a perder de vista al enemigo de clase.
—¡Eh, parásitos, adiós! —gritó Zháchev en dirección al curso del río.
—¡Adiooós! —contestaron los kulaks que se alejaban flotando hacia el mar.
En la Casa de Organización empezó a sonar una música que invitaba a ir hacia
adelante. Zháchev se puso a trepar aceleradamente por la pendiente de arcilla hacia el
festejo del koljós, aun sabiendo que los que estaban celebrando allí la fiesta, salvo Nastia
y la demás infancia, no eran sino antiguos colaboradores del imperialismo.
El activista había sacado el altavoz de la radio al soportal de la Casa de Organización;
de él salía el son de la gran marcha y todo el koljós, junto con los visitantes que habían
venido a pie de los alrededores, pataleaba en su sitio. Los mujiks koljosianos tenían los
rostros luminosos, como lavados; ahora no echaban de menos nada; en el vacío de sus
almas sentían abandono y frescor. Una vez hubo cambiado la música, Elisiei salió al
centro, golpeó el suelo con una de las botas y se puso a bailar sin encorvarse y sin que
pestañearan sus blancos ojos; solo en medio de los demás, que permanecían inmóviles,
trenzaba pasos con la rigidez de una barra, haciendo trabajar con precisión sus huesos y
su tronco. Los mujiks se fueron animando poco a poco y empezaron a girar uno alrededor
del otro; las mujeres levantaron alegremente los brazos y empezaron a mover sus piernas
bajo las faldas. Los forasteros tiraron al suelo sus bolsas, llamaron a la muchachas del
lugar y, moviéndose animosamente, se pusieron a marcar rápidos pasos de baile; como
banquete, se lanzaron a dar besos a sus amiguitas koljosianas. La música de la radio
agitaba la vida cada vez más; los mujiks pasivos lanzaban exclamaciones de contento; los
que eran más de vanguardia desarrollaban multilateralmente el siguiente ritmo de la
fiesta; y hasta los caballos socializados se fueron acercando uno a uno al patio de la Casa

71
de Organización cuando oyeron el sordo ruido a felicidad humana, y se pusieron a
relinchar.
El niveo viento se había calmado; la poco clara luna se mostró en el lejano cielo,
vacío de ráfagas y de nubes. Era un cielo tan desierto que admitía la libertad eterna; pero
era a la vez can espantoso que hacía imprescindible la amistad para poder acceder a
aquella libertad.
Bajo ese cielo, sobre la limpia nieve que las moscas habían ensuciado ya en algunos
lugares, todo el mundo se regocijaba con camaradería. Hasta los hombre de avanzada
edad se habían descongelado y pateaban sin acordarse de sí mismos.
—¡Ay, madrecita soviética! —gritaba alegremente un olvidado mujik, luciendo sus
habilidades y dándose golpes en la panza, las mejillas y la boca—. ¡Hacedle la corte a
nuestra patria, muchachos, que no está casada!
—¿Es soltera o viuda? —preguntó el forastero en medio de la vorágine del baile.
—¡Soltera! —explicó el mujik que se movía—. ¡¿No ves cómo se hace de rogar?!
—Deja que se haga de rogar —convino el mismo forastero—. ¡Que haga ahora
remilgos, ya la amansaremos luego! ¡Se volverá una mujer cosa buena!
Nastia descendió de los brazos de Chiklin y, como le apetecía, se puso a patalear
también junto a los mujiks que pasaban volando. Zháchev se arrastraba en medio de todos
segando la piernas de los que le molestaban; y al forastero que quería casar a la joven
madre- cita soviética con un mujik le sacudió en el costado para que no se hiciera
ilusiones.
—¡No te atrevas a pensar con ligereza si no quieres ganarte el descenso fluvial! ¡Te
veo sentado en la balsa!

El forastero se arrepintió de haber acudido allí.


—No pensaré nada más, camarada mutilado. A partir de ahora hablaré en voz baja.
Chiklin contempló durante largo rato la jubilosa concentración de gente, sintiendo en
su pecho la calma de la bondad. Desde la altura del soportal veía la limpieza lunar de las
lejanas dimensiones, la tristeza de la luz que se había quedado inmóvil y el dócil sueño
de un mundo en cuya organización se había derrochado tanto trabajo y sufrimiento que
todos habían necesitado olvidarlo para poder vivir sin miedo en adelante.
—No estés tanto tiempo al fresco, Nastia. Ven conmigo —llamó Chiklin.
—No tengo nada de frío, aquí hay mucho aliento —dijo Nastia escapando de
Zháchev, que aullaba cariñosamente.
—Frótate las manos o se te congelarán. ¡El aire es grande y tú pequeña!
—¡Calla, ya me las he frotado!
La radio dejó de sonar de repente en medio de una pieza. Pero la gente no pudo
detenerse hasta que intervino el activista:
—¡Quietos hasta que suene otra vez!
Prushevski consiguió arreglar la radio en muy breve tiempo, pero de ella no salió
música, sino tan sólo la voz de un hombre.
—¡Atención, atención! ¡Hay que aprovisionarse de corteza de sauce!...
Y ahí paró de nuevo la radio. Al oír el aviso, el activista se quedó pensativo para
grabarlo en su memoria y no olvidarse de esa campaña de recogida de corteza de sauce;
si no, cobraría fama de negligente en todo el distrito, como le había sucedido con la pasada
campaña de los arbustos; se había olvidado de organizaría y todo el koljós se había
quedado sin mimbre. Prushevski se puso de nuevo a reparar la radio. Y aunque el
ingeniero pasó un buen rato ajustando meticulosamente el aparato con sus heladas manos,
no lograba que el trabajo le saliera bien porque no tenía seguridad de que la radio fuera a

72
ofrecer consuelo a los campesinos pobres ni de que le fuese a llegar a él una voz querida
desde alguna parte.
La medianoche estaba ya cerca. La luna se encontraba en lo alto, sobre las cercas y
sobre la mansa y decrépita aldea; las bardanas muertas brillaban cubiertas de menuda
nieve congelada. Una mosca, que se había perdido, intentó posarse en una bardana helada;
pero se separó inmediatamente de ella y, emitiendo un zumbido, se puso a volar en lo alto
de la luz lunar como una alondra al sol.
El koljós, que no cesaba su pataleante y pesado baile, comenzó también a cantar con
débil voz. Aunque era imposible entender las palabras de la canción, resonaba en ellas
una lastimera felicidad y la melodía de un hombre caminando lentamente.
—¡Zháchev! —dijo Chiklin—. Vete a poner fin a tanto movimiento. ¿Se han muerto
de alegría o qué, que no paran de bailar?
Zháchev, arrastrándose, entró con Ñastia en la Casa de Organización y, tras acomodar
allí a la niña para que durmiera, salió fuera.
—¡Eh, organizados! Basta de baile. ¡Cómo os habéis aprovechado, canallas!
Pero al animado koljós no le llegaron las palabras de Zháchev: siguió pataleando
impertérrito y llenándose de canciones.
—¿Queréis cobrar? ¡Pues vais a cobrar!
Zháchev bajó del soportal arrastrándose, se metió entre las ajetreadas piernas y,
agarrando a la gente por sus extremidades inferiores, se dedicó a tumbarla al suelo para
que descansara. La gente caía cual vacíos pantalones y a Zháchev le daba pena de que
sintieran tan poco sus manos y cayeran tan pronto.
—¿Dónde está Vóschev? —preguntó preocupado Chiklin—. ¿Qué buscará lejos de
aquí ese pequeño proletario?
Pasada la medianoche, Chiklin, cansado de esperar a Vóschev, se fue a buscarlo.
Recorrió hasta el final la desierta calle de la aldea sin ver a un solo hombre. Tan sólo el
oso roncaba en la herrería y sus ronquidos protegían los alrededores cubiertos por la luz
de la luna. De vez en cuando, el herrero tosía.
Todo era silencio y hermosura alrededor. Sumergido en perplejo pensamiento,
Chiklin se detuvo. El oso seguía roncando humildemente, acumulando fuerzas para el
trabajo del día siguiente y para el nuevo sentido de la vida. Ya no vería más el kulakismo
que 'tanto le había hecho sufrir y podría sentir la alegría de existir. Seguro que el
martillador iba a golpear ahora las herraduras y llantas aún con mayor aplicación, ya que
había en el mundo una desconocida fuerza que tan sólo había dejado en la aldea a las
gentes medianas que a él le gustaban, que producían calladamente materia útil y que
sentían una incompleta felicidad. Era necesario que el sentido exacto de la vida y la
felicidad mundial se concentraran en el pecho de la clase proletaria que cavaba la tierra,
para que los corazones del martillador y de Chiklin no tuvieran que hacer otra cosa que
sentir esperanza y respirar y para que sus manos trabajadoras pudieran ser firmes y
pacientes.
Chiklin cerró preocupado un portón abierto de par en par y comprobó luego el orden
callejero para ver si todo estaba en su sitio. Viendo un armiak tirado en medio del camino,
lo recogió y lo llevó al zaguán de la isba más próxima, a fin de que se conservara, ya que
era un bien de los trabajadores.
Inclinando el cuerpo bajo el peso de la confiada esperanza, Chiklin caminó por el
lado trasero de la hilera de casas para seguir buscando a Vóschev. Saltó la estructura de
cercas, pasó junto a las paredes de barro de las viviendas y enderezó unas estacas que se
habían inclinado, viendo constantemente que más allá de las delgadas cercas empezaba
inmediatamente el infinito y vacío invierno. Nastia podía congelarse fácilmente en un
mundo tan ajeno; la tierra no estaba hecha para la friolera infancia. Sólo los que eran

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como el martillador podían vivir allí. Pero hasta ellos habían encanecido. «¡Aún no había
nacido yo y ya estabas aquí tú, pobre e inmóvil cosa! —dijo cerca la voz de Vóschev, la
voz del hombre—. Eso significa que hace tiempo que aguantas. ¡Ven a calentarte!»
Chiklin volvió la cabeza y vio a Vóschev que se había agachado tras un árbol y metía
algo en un saco que ya estaba lleno.
—¿Qué haces, Vóschev?
—Nada —dijo éste; y, tras amarrar la boca del saco, se echó a la espalda la carga.
Se fueron juntos a dormir a la Casa de Organización. La luna había ya declinado
mucho, la aldea se hallaba sumergida en negras sombras, todo se había callado
sordamente y sólo el río, que se había hecho más denso con el frío, se movía entre las
aldeanas orillas tan llenas de calor humano.
El koljós dormía firmemente en la Casa de Organización. En la Casa ardía una luz
de seguridad: una lámpara para toda la apagada aldea. Junto a la lámpara se hallaba
sentado el activista, dedicado al trabajo intelectual: trazaba las columnas del registro en
el que quería apuntar todos los datos relativos a la organización del bienestar del
campesinado pobre y medio, a fin de tener una visión eterna y formal, basada en la
experiencia.
—¡Inscribe también mis bienes! —pidió Vóschev volcando su saco.
Para consumar la venganza socialista había ido recogiendo por la aldea todos los
objetos pobres y desechados, todas las ignoradas menudencias y todo lo olvidado. Había
habido un tiempo en el que aquella raída y paciente vetustez había rozado la mismísima
carne peonil; en aquellos objetos estaba grabada para siempre la pena de la agobiada vida
que se había gastado sin sentido consciente y que yacía muerta sin gloria en alguna parte
bajo el pajoso centeno de la tierra. La avaricia había hecho que, sin darse cuenta del todo,
Vóschev acumulara en el saco todos los restos materiales de la gente desaparecida y que,
como él, había vivido sin la verdad y había muerto antes de la victoria final. Presentaba
ahora a aquellos trabajadores que habían sido liquidados para el poder y el futuro,
logrando vengar de esa manera, mediante la organización del sentido eterno de la gente,
a los que yacían en silencio en la profundidad de la tierra.
El activista se puso a apuntar las cosas que había traído Vóschev, poniendo a un lado
una columna especial bajo el título de «lista de kulaks liquidados por el proletariado hasta
hacerlos desaparecer como clase, de acuerdo con los restos de bienes mostrencos». En
lugar de personas, el activista anotaba los signos de la existencia de éstas: un lapot del
siglo anterior, un pendiente de estaño de oreja de pastor, una pernera de lienzo y diversos
avíos del indigente cuerpo de un trabajador.
En aquel momento, Zháchev, que dormía junto a Nastia en el suelo, había despertado
sin querer a la niña.

—Vuelve la boca, tonto: no te limpias los dientes —dijo Nastia al inválido que la
protegía del frío de la puerta—. Los burgueses ya te cortaron las piernas; ¿quieres que se
te caigan también los dientes?
Zháchev cerró asustado la boca y empezó a respirar por la nariz. La niña se desperezó
y arregló el grueso pañuelo que llevaba en la cabeza para dormir; pero no pudo conciliar
el sueño porque se le habían pasado las ganas.
—¿Han traído desechos útiles? —preguntó, refiriéndose al saco de Vóschev.
—No —dijo Chiklin—. Son juguetes que han recogido para ti. Levántate y elige los
que quieras.
Nastia se puso en pie, pataleó para desencogerse y, tras sentarse, rodeó con sus
piernas abiertas la pila de objetos registrados. Chiklin bajó al suelo la lámpara de la mesa

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para que la niña pudiera escoger mejor lo que le gustara. El activista podía escribir sin
faltas hasta en la oscuridad.
Al cabo de un tiempo, el activista puso en el suelo la lista para que la niña firmara
que había recibido todos los bienes pertenecientes a los peones que habían muerto y no
tenían familia, y que los iba a utilizar en su provecho. Nastia dibujó despacio en el papel
una hoz y un martillo y devolvió la lista.
Chiklin se quitó la chaqueta guateada, se descalzó y paseó por la sala en calcetines,
contento y tranquilo porque nadie podría ahora arrebatar a Nastia en este mundo su
porción de vida, porque el curso de los ríos discurría únicamente hacia los abismos
marinos y porque los que habían partido en la balsa ya no torturarían más a Mijaíl el
martillador; y, a la vez, aunque aquellos hombres desconocidos, de quienes sólo habían
quedado los laptis y los pendientes de estaño, no pudieran levantarse, tampoco tendrían
que consumirse eternamente en la tierra.
—Prushevski —llamó Chiklin.
—Aquí estoy —contestó el ingeniero, que se hallaba sentado en un rincón con la
espalda apoyada en la pared y dormitando con indiferencia. Su hermana no le escribía
desde hacía tiempo; por eso había decidido que, en caso de que hubiera muerto, se iría a
vivir con los hijos de ella y se dedicaría a prepararles la comida a fin de consumirse hasta
perder el alma y morir algún día como hombre ya viejo y acostumbrado a vivir sin sentir
nada. Eso era lo mismo que si muriese ahora, pero mucho más triste. Si se marchaba
podría vivir para sustituir a su hermana y recordar durante más tiempo y con mayor
desconsuelo a aquella muchacha que había pasado por su lado en la juventud y que tal
vez ahora ya no existiera. Prushevski quería que aquella joven emocionada —que si había
muerto la habrían olvidado todos y si vivía estaría preparando schi para sus hijos—
permaneciera un poco más en este mundo, aunque sólo fuera en su oculto pensamiento.

—¡Prushevski! ¿Podrán o no los avances de la elevada ciencia hacer resucitar a los


hombres que ya estén podridos?
—No —dijo Prushevski.
—Mientes —le reprochó Zháchev sin abrir los ojos—. El marxismo lo puede todo.
¿Por qué entonces yace entero Lenin en Moscú? Está esperando a la ciencia, quiere
resucitar. Hasta a Lenin le encontraría yo trabajo —informó Zháchev—. ¡Le señalaría a
los que deberían cobrar aún más! ¡No sé por qué, pero huelo enseguida a los cabrones!
—Eso es porque eres tonto —explicó Nastia revolviendo en lo que había quedado de
los peones—. Tú sólo hueles, y lo que hay que hacer es trabajar. ¿Verdad, tío Vóschev?
Vóschev se había tapado ya con el vacío saco y permanecía tumbado escuchando con
atención el latir de su estúpido corazón, que empujaba todo su cuerpo hacia una no
deseada lejanía de la vida.
—No se sabe —contestó Vóschev a Nastia—. Uno no hace más que trabajar y
trabajar y, al llegar al final, cuando lo sabes todo, estás ya agotado y te mueres. ¡No
crezcas, niña, que te pondrás triste!
Nastia quedó descontenta.
—Eres un tonto; sólo tienen que morir los kulaks. Vuelve a cuidarme, Zháchev;
quiero dormir.
—Ven, niña —contestó Zháchev—. Deja a ese kulakiano. ¡Si quiere cobrar, mañana
verá!

Todos callaron y prosiguieron pacientemente la noche. Tan sólo el activista escribía


sin tregua; los logros se desplegaban más y más ante su consciente mente, lo que le llevaba
a pensar acerca de sí mismo: «Estás haciendo daño a la URSS, diablo pasivo. Podrías

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conseguir que todo el distrito se apuntara a la colectivización y te estás consumiendo en
un solo koljós. Es hora de mandar al socialismo trenes enteros de habitantes y tú sigues
afanándote a pequeña escala. ¡Qué pena!»
Desde el limpio silencio lunar, la mano de alguien tocó suavemente la puerta; en los
sonidos que producía aquella mano todavía se percibía el miedo-vestigio del pasado.
—Entra, que no hay reunión —dijo el activista.
—Ya —contestó el hombre desde la puerta, sin decidirse a entrar—. Pero creía que
estaba usted pensando.
—Entra, no me enfades —dijo Zháchev.
Elisiei entró en la sala. Se veía que había dormido en tierra lo suficiente, porque sus
ojos se habían oscurecido de sangre interior; el hábito de estar organizado le había
fortalecido.
—¡El oso no para de dar golpes en la herrería y ruge una canción! ¡Todo el koljós
está despierto! ¡Tenemos miedo sin ti!
—Hay que ir a enterarse —decidió el activista.
—Ya iré yo —decidió Chiklin—. Tú sigue inscribiendo; lo tuyo es registrar.
—¡Eso será mientras yo siga tan tonto! —advirtió Zháchev al activista—. Pero pronto
os quitaremos el activismo a todos. ¡Tú deja que las masas revienten y que los niños
crezcan!
Chiklin se dirigió a la herrería. Sobre él, grande y fresca, se hallaba la noche; las
estrellas brillaban desinteresadamente sobre la nivea pureza de la tierra y los golpes del
martillador resonaban ampliamente; era como si el oso sintiera vergüenza de dormir bajo
aquellas expectantes estrellas y les contestara como podía. «El oso es un tipo cabal y
proletario», pensaba Chiklin con respeto. Luego, el martillador empezó a rugir con
satisfacción y prolongadamente, emitiendo en voz alta una feliz canción.
La herrería se hallaba abierta a la noche de lúna, a toda la clara superficie terrestre.
En la fragua ardía un rugiente fuego que el herrero mismo, tumbado en el suelo, mantenía
tirando de la cuerda del fuelle. Y el entusiasta martillador forjaba el caliente hierro de las
llantas mientras entonaba una canción.
—¡No me deja dormir nada! —se lamentó el herrero—. Se ha levantado y ha
empezado a rugir. Le he encendido la fragua y se ha puesto a armar jaleo... Siempre había
estado tranquilo. ¡Hoy parece que se ha vuelto loco!
—¿Y eso por qué? —preguntó Chiklin.
—Quién sabe. Cuando ayer volvió de expropiar a los kulaks estuvo dando vueltas en
el mismo sitio durante largo rato y gruñía contento. Por lo visto, le había gustado. Vino
luego uno de los colaboradores del activo y cosió una tela en la cerca. Mijaíl se puso a
mirarla y a meditar en algo. Ya no hay kulaks, pensaría, y por eso está colgada la consigna
roja. Y me di cuenta de que algo se le había metido en la cabeza y allí se le había
quedado...
—Bueno, duerme; ya soplaré yo —dijo Chiklin. Y, tras coger la cuerda, empezó a
lanzar aire hacia la fragua a fin de que el oso preparara llantas de ruedas para cubrir la
necesidad de viajes del koljós.

76
Al acercarse el alba, los mujiks que habían llegado de visita el día anterior empezaron
a dispersarse por los alrededores. Una vez se hubo despertado el koljós en la Casa de
Organización, y no teniendo nada que hacer, se dirigió a la herrería, desde donde llegaba
el ruido que hacía el martillador al trabajar. También Prushevski y Vóschev se unieron a
los demás y se pusieron a observar cómo Chiklin ayudaba al oso. De la cerca que había
junto a la herrería un grito dibujado pendía en la bandera: «Por el partido, por la fidelidad
al mismo, por el trabajo de choque que abre al proletariado las puertas del futuro.»
Cuando el martillador se cansaba salía fuera, comía nieve para refrescarse y volvía
otra vez a hincar el martillo en la pulpa de hierro, aumentando cada vez más la frecuencia
de los golpes. El martillador había dejado por completo de cantar: toda su furiosa y callada
alegría la transformaba en celo por el trabajo; los mujiks koljosianos le manifestaban su
simpatía graznando rítmica y colectivamente al son del martillo, para que las llantas
salieran más duras y resistentes. Después de mirar atentamente, Elisiei dio un consejo al
martillador:
—Golpea por igual para que la llanta no salga frágil y reviente, Misha. Zurras el
hierro como si fuera un cabrón. ¡El hierro es un bien! ¡Así no se hace!
Pero el oso abrió su bocaza a Elisiei, que, sintiendo pena del hierro, se apartó.
Tampoco los demás mujiks podían aguantar aquel estropicio.
—¡Golpea más flojo, diablo! —comenzaron todos a bramar—. No dañes lo que es
de todos. La propiedad es ahora como un huérfano, no tiene a nadie que la cuide... ¡Hazlo
con menos fuerza, domovoi!10.
—¡¿Por qué le sacudes así el hierro?!
¿Es privado o qué?
—¡Sal a enfriarte, diablo! ¡A ver si te
agotas de una vez, bestia peluda!
—Hay que borrarlo del koljós y nada más. ¡No vamos a consentir destrozos!

Pero Chiklin lanzaba aire a la fragua y el martillador se afanaba por ir a la par del
fuego y destruía el hierro como si se tratara de un peligro para la vida, como si ahora que
ya no había kulakismo se encontrara solo en el mundo.
—¡Es una desgracia! —suspiraban los miembros del koljós.

10Domovoi: genio familiar, duende en el folklore ruso. (N. de los


T.)

77
—¡Qué pecado! ¡Se romperá todo! ¡El hierro tendrá poros!
—Castigo de Dios... Y no se le puede tocar: ¡nos dirán que si los pobres, que si el
proletariado, que si la industrialización!...
—Eso no es nada. Si se empeñan en que es un cuadro lo vamos a pagar caro.
—Un cuadro es poca cosa. ¡Pero si viene el instructor o el camarada Pashkin en
persona desde luego que nos van a echar un rapapolvo!
—Igual no pasa nada. ¿No podríamos sacudirle?
—¿Te has vuelto loco o qué? Es de la Unión: el camarada Pashkin nos hizo hace
poco una visita sólo para verlo; también él se aburre sin peones.
Elisiei hablaba menos, pero sufría casi más que los otros. Cuando tenía su propia casa
no dormía por las noches velando constantemente para que nada se perdiera, para que el
caballo no bebiera ni comiera en exceso y para que la vaca se mantuviera de buen humor.
Y ahora que habían puesto en sus manos todo el koljós, todo aquel mundo, le dolían las
tripas del miedo que le daba contar con tal propiedad porque no confiaba en los demás.
—¡Nos vamos a consumir todos! —dijo un campesino medio que había vivido toda
la revolución callado—. Antes tenía que ocuparme de mi familia y ahora hay que cuidar
de todos: nos va a hacer polvo tener que mantener a tantos.
Vóschev sintió tristeza de que el animal trabajara como si sintiera de cerca el sentido
de la vida y él estuviera ahí tranquilo y sin hacer nada por abrir las puertas del futuro,
cuando existía la posibilidad de que tras esas puertas hubiera algo. Chiklin había
terminado ya de darle al fuelle y se había puesto a preparar con el oso los dientes de la
grada. Sin ni siquiera fijarse en los hombres que los observaban ni en el horizonte que
tenían ante sí, los dos menestrales trabajaban sin reposo, empujados, tal y como debía ser,
por el sentimiento de su conciencia. El martillador forjaba los dientes y Chiklin los
templaba, aunque no sabía con exactitud el tiempo que había que tener los dientes en el
agua para que no se recocieran en exceso.
—¡¿Y si el diente tropieza con una piedra?! —dijo gimiendo Elisiei—. ¿Y si tropieza
con algo duro? ¡Entonces el dientecito se partirá en dos!
—¡Saca el hierro del líquido, diablo! —clamó el koljós—. ¡No hagas sufrir al
material!
Chiklin sacó del agua el metal recocido, pero Elisiei, que había entrado ya en la
herrería, le quitó las tenazas y empezó a templar los dientes con ambas manos. Los demás
mujiks organizados se lanzaron también a la empresa y, con el alma aliviada, se pusieron
a trabajar los objetos de hierro poniendo la solícita ansiedad con que se actúa cuando el
provecho se necesita más que el perjuicio. «Hay que acordarse de blanquear esta
herrería», pensaba calmosamente Elisiei mientras trabajaba. «Está tan negra que parece
que no tuviera año.»
—Dejadme que tire todo el rato de la cuerda —pidió Vóschev a Elisiei—. El aire
entra despacio en la fragua.
—Bueno, tira —respondió Elisiei—. Pero no demasiado fuerte: ¡la cuerda es ahora
cara y los nuevos fuelles no están al alcance de la bolsa del koljós!
—Voy a hacerlo con suavidad —dijo Vóschev, y empezó a tirar de la cuerda y a
soltarla; e inmerso en la paciencia del trabajo, se olvidó de sí mismo.
Empezaba la mañana de un día invernal y la cotidiana luz se esparcía por todo el
distrito. Sin embargo, la lámpara siguió ardiendo en la Casa de Organización hasta que
Elisiei se dio cuenta de que era innecesaria; entonces fue allí y la apagó para que no se
gastara petróleo.
Las jóvenes y los adolescentes que seguían durmiendo en la isbas se habían
despertado. Se mostraban, en general, indiferentes con respecto a las preocupaciones de
sus padres, no les interesaba el sufrimiento de éstos y vivían en la aldea como ajenos,

78
como consumiéndose de amor por algo lejano. Y soportaban la pobreza doméstica sin
concederle importancia, viviendo a cuenta de un sentimiento de felicidad aún no
concretado, pero que sin duda había de cumplirse. Casi todas las jóvenes y la generación
entera que venía se dirigían por la mañana a la isba-sala de lectura y se quedaban allí todo
el día sin comer, aprendiendo a leer, a escribir y a contar, acostumbrándose a la amistad
y, en la espera, imaginando cosas. Prushevski era el único que se había quedado al margen
cuando el koljós se había enganchado a la herrería, y había permanecido inmóvil todo el
tiempo junto a la cerca. No sabía para qué lo habían enviado a la aldea ni cómo había de
vivir olvidado en medio de las masas, y decidió establecer con exactitud el día en que
había de poner fin a su presencia en la tierra; tras sacar la agenda, apuntó en ella la tardía
hora nocturna de un opaco día invernal: estuviera donde estuviera, cuando todos se
hubieran echado a dormir y hubiera cesado el ruido de las construcciones en la yerta tierra,
se tumbaría boca arriba y dejaría de respirar. Ninguna construcción, ninguna abundancia,
ningún amigo querido, ni la conquista de las estrellas, podían vencer el empobrecimiento
de su alma; tendría siempre conciencia de la inutilidad de la amistad no basada en la
superioridad ni en el amor corporal, así como del aburrimiento de las estrellas más lejanas
en cuyas profundidades existirían los mismos minerales de cobre y habría necesidad del
mismo Consejo Superior de Economía Nacional. A Prushevski le parecía que todos sus
sentimientos, todas sus inclinaciones y su antigua tristeza se habían juntado en su cabeza
y habían percibido la fuente exacta de la que procedían, hasta producir el mortal
aniquilamiento de lo ingenuo de toda esperanza. Pero el origen de tales sentimientos
continuaba siendo algo emocionante en la vida de las personas y se podía perder para
siempre al morir sin haber entrado en él, en ese único y auténtico espacio feliz de la
existencia. ¿Pero qué hacer, Dios mío, si no existían esas cautivadoras impresiones que
hacen palpitar la vida, esa vida que, alzándose, tiende los brazos hacia adelante, hacia la
esperanza?
Prushevski se tapó la cara con las manos. Podría admitirse que la mente fuera la
síntesis de todos los sentimientos, el lugar en que se amansa y calma el flujo de inquietos
movimientos; pero ¿de dónde procedían la inquietud y el movimiento? Eso no lo sabía;
tan sólo sabía que la atracción por la muerte es la vejez de la mente y que ése era el único
sentimiento que tenía. Tal vez entonces se cerraría el círculo: retornaría al lugar del que
procedían sus sentimientos, a aquel atardecer veraniego de un encuentro que no había
vuelto a repetirse.
—¡Camarada! ¿Eres tú el que ha venido a nuestra aldea para la revolución cultural?
Prushevski separó las manos de los ojos. Por uno de los costados caminaban las
mozas y los jóvenes hacia la isba-sala de lectura. Frente a él había una joven con botas de
fieltro y un pobre pañuelo en la confiada cabeza; sus ojos miraban al ingeniero con
asombrado amor, fascinada por la fuerza del conocimiento que se ocultaba en aquel
hombre; estaba dispuesta a amar fiel y eternamente a aquel canoso desconocido, a parir
de él, a torturar diariamente su cuerpo para que le enseñara a conocer el mundo y a
participar del mismo. Ni su juventud ni su felicidad significaban nada para ella: sentía
cerca un movimiento galopante y ardiente; el desbocado viento de la vida universal hacía
que le brincara el corazón; pero, no sabiendo manifestar su alegría con palabras,
permanecía ahí de pie, suplicando a aquel hombre que le enseñara esas palabras, la
capacidad de sentir en la cabeza el mundo entero para contribuir a hacerlo más
resplandeciente. La joven no sabía todavía si el sabio hombre iba a acompañarla y le
miraba vacilante, dispuesta a estudiar de nuevo con el activista.
—Ahora la acompaño —dijo Prushevski.
La joven deseó manifestar su alegría lanzando un grito; pero no lo hizo para que
Prushevski no se ofendiera.

79
—Vamos —dijo Prushevski.

Aunque era imposible perderse, la joven se adelantó para mostrar el camino al


ingeniero; quería expresar su agradecimiento al hombre que la seguía, pero no tenía nada
que regalarle.

80
Los miembros del koljós habían quemado en la herrería todo el carbón, habían
gastado en cosas útiles el hierro disponible y habían reparado toda clase de muertos
utillajes. Temerosos de que el koljós empezase a menguar por haber acabado por
completo el trabajo, abandonaron la instalación. El martillador se había cansado antes,
había salido a comer un poco de nieve para saciar la sed; mientras la nieve se derretía en
su boca, el oso había empezado a dormirse y se había tumbado en el suelo a descansar.
Tras salir fuera, el koljós se sentó junto a la cerca y permaneció allí contemplando la
aldea de extremo a extremo. La nieve se derretía bajo los inmóviles mujiks. Una vez hubo
dejado de trabajar, Vóschev comenzó otra vez a quedarse pensativo, de repente, en
cualquier parte.
—¡Espabila! —le dijo Chiklin—. Túmbate con el oso y olvídate de todo.

—La verdad no se puede olvidar, cama- rada Chiklin...


Chiklin agarró a Vóschev con ambas manos y lo acostó junto al dormido martillador.
—Estate echado y calla —le dijo—. ¡El oso respira y resulta que tú no puedes
hacerlo! ¡El proletariado aguanta y tú tienes miedo! ¡Menudo canalla!
Vóschev se arrimó al martillador, entró en calor y se durmió.
En la calle se presentó de golpe un jinete del distrito montando un inquieto caballo.
—¿Dónde está el activo? —gritó al sentado koljós sin perder velocidad.
—¡Galopa todo recto! —dijo el koljós, señalándole el camino—. ¡Lo único que tienes
que hacer es no torcer ni a derecha ni a izquierda!
—¡No lo haré! —gritó el jinete, que ya se había alejado; tan sólo la cartera con las
directivas batía sobre su cadera. Al cabo de unos minutos, el mismo jinete pasó galopando
de vuelta, blandiendo en el aire el libro de entregas para que el viento secara la tinta de la
firma del activista. El bien nutrido caballo, tras dispersar la nieve y arrancar trozos de
suelo con su galope, desapareció con urgencia en la lejanía.
—¡Menudo caballo está estropeando ese burócrata! —pensaba el koljós—. Fastidia
verlo.
Chiklin cogió en la herrería una barra de hierro y se la llevó a la niña como juguete.
Le gustaba llevarle cosas sin decirle nada para que la niña comprendiera sin palabras la
alegría que sentía por ella.
Zháchev se había despertado hacía tiempo. Nastia seguía durmiendo involuntaria y
tristemente, abriendo a medias la cansada boca.

81
Chiklin miró con atención a la niña para ver si no había sufrido ningún daño desde el
día anterior y si su cuerpo estaba intacto. Pero la niña se encontraba perfectamente bien,
salvo que las infantiles fuerzas interiores hacían arder su cara. Una lágrima del activista
cayó sobre las directivas y Chiklin se percató inmediatamente de ello. Al igual que el día
anterior por la noche, el dirigente permanecía inmóvil sentado tras la mesa. Lleno de
satisfacción, acababa de enviar con el jinete del distrito el informe de la liquidación del
enemigo de clase; en él comunicaba también los éxitos en la actividad. Pero hete aquí que
de la región —y con la firma también de la provincia y del distrito, por un motivo que
desconocía— había bajado una nueva directiva en la que se señalaban fenómenos poco
aconsejables de desmesura, precipitación y excesivo celo, así como todo tipo de
deslizamientos por las pendientes derecha e izquierda de la afilada agudeza de la línea
exacta. Se recomendaba además que se extremara la vigilancia del activo sobre los mujiks
medios que habían empezado a meterse en los koljoses, no fuera a suceder que lo hubieran
hecho con secretas intenciones y por instigación de las masas pro kulakianas. Podía ser
que los kulaks se hubieran dicho: entremos en los koljoses en avalancha y desbordemos
los márgenes de la dirección; así —se habrían dicho— el poder no dará abasto y se
desgastará.
«De acuerdo con los últimos materiales que obran en poder del comité regional —
señalaba al final la directiva—, se ve, por ejemplo, que el activo del koljós Línea General
se ha metido ya en el pantano izquierdista del oportunismo de derechas. El organizador
del colectivo local pregunta a la organización superior: ¿después del koljós y de la
comuna hay aún algo más grande y luminoso hacia donde se pueda dirigir
inmediatamente a las masas locales de campesinos pobres y medios que rabian
incontenibles por alcanzar los confines de la historia, la cumbre de los todavía invisibles
tiempos universales? Esta camarada pide que se le envíe unos estatutos provisionales de
tal organización y de paso los formularios, una pluma y dos litros de tinta. No comprende
hasta qué punto especula, al plantear eso, con el sincero sentimiento, sano por lo general,
que mueve a los campesinos medios hacia los koljoses. Resulta imposible no estar de
acuerdo con que ese camarada es un saboteador del partido, un enemigo objetivo del
proletariado que debe ser separado inmediatamente y para siempre de la dirección.»
Llegando a este punto, al activista se le encogió el debilitado corazón y empezó a
llorar sobre el documento del comité regional.

—¿Qué te pasa, cabrón? —le preguntó Zháchev.


Pero el activista no le respondió. ¿Acaso había conocido la alegría en los últimos
tiempos? ¿Acaso había comido o bebido lo suficiente? ¿Había amado al menos a una
joven campesina pobre? Le parecía estar delirando. El esfuerzo realizado hacía que su
corazón latiera ya a duras penas; tan sólo había pensado en organizar la felicidad de los
demás y en hacerse merecedor, al menos en perspectiva, a algún cargo de distrito.
—¡Contesta o vas a cobrar, parásito! —dijo de nuevo Zháchev—. ¡Seguro que has
estropeado nuestra república, canalla!
Tras coger bruscamente de la mesa la directiva, Zháchev se puso seguidamente a
estudiarla en el suelo.
—¡Quiero ir con mamá! —dijo Nastia despertándose.
Chiklin se inclinó hacia la niña, que se había puesto triste.
—Tu mamá está muerta, jovencita. ¡Ahora me tienes a mí!
—¿Y por qué me llevas a todas partes? ¿Dónde están las cuatro estaciones del año?
¡Toca y verás el calor que tengo debajo de la piel! ¡Quítame la camisa, que si no se
quemará y no tendré nada que ponerme cuando esté bien!

82
Chiklin tocó a Nastia. Estaba ardiente y húmeda, y los huesos le sobresalían
lastimeramente. ¡Qué suave y silencioso tenía que ser

204
el mundo que los rodeaba para que la niña estuviera con vida!
—Tápame, que quiero dormir. No quiero acordarme de nada, que es muy triste estar
enfermo, ¿verdad?
Chiklin se quitó toda la ropa menos la interior, despojó además a Zháchev y al
activista de sus chaquetas guateadas y envolvió a Nastia en todo aquel caliente material.
La niña cerró los ojos e, inmersa en el calor y el sueño, se sintió tan ligera como si volara
por el aire fresco. Nastia había crecido un poco en los últimos tiempos y se parecía cada
vez más a su madre.
—Ya sabía yo que era un canalla —definió Zháchev al activista—. ¡¿Qué hacer ahora
con este afiliado?!
—¿Qué es lo que comunican ahí? —preguntó Chiklin.
—¡Escriben que es imposible no estar de acuerdo con ellos!
—¡Vete tú a no estar de acuerdo! —dijo ahogado en lágrimas el hombre activo.
—¡Ay, menuda revolución es ésta! —se entristeció de veras Zháchev—. ¿Dónde
estás, grandísima cabrona? ¡Ven, querida, que te va a sacudir un mutilado de guerra!
Al percibir su pensamiento y su soledad, y no queriendo gastar los medios del Estado
y de la futura generación sin obtener nada a cambio, el activista quitó a Nastia su
chaqueta. Ya que lo sancionaban, que las masas se calentaran solas. Y con la chaqueta en
la mano, se quedó de pie en medio de la Casa de Organización, sin aspirar ya a vivir,
anegado por entero en lágrimas y teniendo en el alma la duda de que el capitalismo no
fuera a volver otra vez.
—¿Por qué has destapado a la niña? —preguntó Chiklin—. ¿Quieres que se enfríe?
—¡Que se vaya al cuerno tu niña! —dijo el activista.
Zháchev miró a Chiklin y le aconsejó:
—¡Coge el hierro que trajiste de la herrería!
—¡Qué dices! —contestó Chiklin—. Yo no he tocado nunca a un hombre con un
arma que no fuera mi mano. ¿Cómo, si no, iba a sentir la justicia?
A continuación, Chiklin propinó tranquilamente un golpe manual al activista para
que los niños pudieran seguir teniendo esperanza y no se congelaran. En el interior del
activista sonó un débil crujir de huesos, y el hombre se derrumbó de golpe. Chiklin le
miró con satisfacción, como si tan sólo acabara de hacer algo útil y necesario. La chaqueta
se había escapado de las manos del activista y yacía por tierra sin tapar a nadie.
—¡Tápalo! —dijo Chiklin a Zháchev—. ¡Que tenga calor!
Zháchev le puso inmediatamente la chaqueta al activista y lo palpó al mismo tiempo
para comprobar hasta qué punto había quedado entero.
—¿Está vivo? —preguntó Chiklin.
—Bueno, a medida —contestó Zháchev con alegría—. Pero da igual, camarada
Chiklin.
Tú no tienes la culpa de que tu mano trabaje como una maza.
—¡Eso par que no le quite la ropa a un niño con calentura! —dijo Chiklin
ofendido—. Si quería entrar en calor podía haberse hecho té.
En la aldea había comenzado la ventisca de nieve, pero no se oía la tempestad. Al
abrir la ventana para ver el tiempo, Zháchev se dio cuenta de que el koljós estaba
barriendo la nieve para que hubiera higiene; a los mujiks ; no les gustaba ahora que la
nieve estuviera manchada de moscas, querían un invierno más ¡; limpio.

83
Tras acabar en el corral de la Casa de Organización, los miembros del koljós
dejaron de trabajar y se tumbaron bajo el cobertizo, llenos de perplejidad con respecto a
lo que iba a ser de sus vidas a continuación. A pesar de que la gente no había probado
bocado desde hacía tiempo, tampoco ahora les apetecía la comida porque sus estómagos
estaban aún saturados de la abundancia cárnica de los pasados días. Aprovechando la
pacífica tristeza del koljós, así como la ausencia del activo, el viejecito de la fábrica de
azulejos y los demás elementos poco claros que habían estado recluidos hasta entonces
en la Casa de Organización salieron de las despensas traseras y de otros recónditos
estorbos de la vida para irse lejos a resolver sus necesidades vitales.

Chiklin y Zháchev se colocaron a ambos lados de Nastia para cuidarla mejor. Como
su calor no tenía salida, la niña se había puesto muy oscura y dócil y sólo su cabeza
pensaba tristemente.
—¡Quiero volver con mi mamá! —dijo sin abrir los ojos.
—Tu madre no está —dijo Zháchev sin alegría—. La vida hace que todos muramos:
sólo quedan los huesos.
—¡Quiero sus huesos! —pidió Nastia—. ¿Quién llora en el koljós?
Chiklin prestó oído con atención, pero todo estaba tranquilo alrededor: nadie lloraba;
no había por qué llorar. El día había llegado ya hasta su mitad; sobre la provincia brillaba
alto el pálido sol; lejanas masas se encaminaban por el horizonte hacia una desconocida
reunión entre poblados; no había nada que pudiera producir ruido. Chiklin salió al
soportal. Un débil e inconsciente gemido cruzó el callado koljós y luego se repitió. El
sonido empezaba en alguna parte, se dirigía a algún perdido lugar y no tenía por objetivo
la queja.
—¿Quién es? —gritó Chiklin a toda la aldea desde la altura del soportal, para que le
oyera el descontento.
—Es el martillador que gañe —contestó el koljós, que permanecía tumbado bajo el
cobertizo—. Por la noche ha estado rugiendo canciones.
Salvo el oso, nadie, realmente, podía ahora ponerse a llorar. Probablemente había
hundido el morro en la tierra y aullaba tristemente hacia la espesura del suelo sin
comprender su aflicción.
—El oso añora algo —dijo Chiklin a Nastia al volver a la sala.
—Dile que venga, yo también estoy triste —pidió Nastia—. ¡Llévame con mamá,
aquí tengo mucho calor!
—Enseguida, Nastia. Vete a buscar al oso, Zháchev. De todas formas no tiene ningún
quehacer: ¡no hay material!
Pero Zháchev acababa apenas de desaparecer cuando ya estaba de vuelta. El oso se
dirigía por iniciativa propia a la Casa de Organización junto con Vóschev. Como el oso
era más débil, Vóschev le llevaba de la zarpa; el martillador andaba junto a él con paso
triste.
Al entrar en la Casa de Organización, el martillador olió al tumbado activista y se
sentó con indiferencia en un rincón.
—Le he cogido como testigo de que la verdad no existe —dijo Vóschev—. Resulta
que no puede hacer otra cosa que trabajar y cuando deja de hacerlo se pone pensativo y
se entristece. Que viva, pues, como objeto y sirva de eterno recuerdo. ¡Se lo ofreceré a
todos!
—Ofréceselo a los canallas del futuro —asintió Vóschev—. ¡Guarda para la niña
esos miserables productos!
Vóschev se agachó y empezó a meter en su saco los vetustos objetos, necesarios para
la futura venganza, que Nastia había sacado fuera. Chiklin cogió en brazos a la niña, que

84
abrió sus hundidos ojos, secos como hojas y ahora callados. La niña se quedó mirando
por la ventana a los mujiks koljosianos, apretujados uno contra otro y agazapados bajo el
cobertizo en paciente olvido.
—¿Y llevarás también al oso con los desechos útiles? —se preocupó Nastia.
—¿Qué voy a hacer con él si no? ¡Si recojo hasta el polvo cómo no voy a recoger a
este pobre ser!
—¿Y a ésos? —Nastia extendió su enfermo brazo, fino como la piernecita de una
oveja, en dirección al koljós tumbado en el corral.
Vóschev miró con ojo de amo hacia el corral y, tras darse la vuelta, bajó aún más su
cabeza que tanto echaba de menos la verdad.
El activista seguía en el suelo como antes, inmóvil y callado. Vóschev, que se había
quedado pensativo, se agachó y lo sacudió un poco, llevado por el sentimiento de
curiosidad hacia todo lo que suponía mengua de vida. Pero el activista que yacía
agazapado o muerto no respondió. Vóschev se puso entonces en cuclillas junto al hombre
y estuvo mucho tiempo contemplando el ciego y abierto rostro que había sido llevado a
lo más hondo de su triste conciencia.
El oso calló un rato y empezó luego a gañir otra vez. Al oír su voz, todo el koljós
acudió desde el corral a la Casa de Organización.
¿Cómo podemos seguir viviendo, camaradas activos? —preguntó el koljós—. ¡Tened
lástima de nosotros, ya no podemos más! El utillaje está preparado, la simiente limpia y
ahora es invierno: no tenemos nada que sentir. ¡Haced un esfuerzo!
—No hay nadie que se pueda apenar de vosotros —dijo Chiklin El que más os
compadecía está ahí tumbado.
El koljós contempló calmosa y atentamente al abatido activista. No sintieron
compasión por él; pero tampoco se alegraron, porque el activista siempre hablaba precisa,
correctamente y de acuerdo con las disposiciones —sólo que era tan repugnante que,
cuando la comunidad en pleno pensó en casarle para hacer que disminuyera su actividad,
hasta las mujeres y jóvenes con las caras menos agraciadas se pusieron a llorar de tristeza.
—Ha muerto —anunció Vóschev a todos poniéndose en pie—. Aunque lo sabía todo,
también él se ha acabado.
—Quizá respire todavía —dudó Zháchev—. Hazme el favor de comprobarlo, que
aún no ha cobrado de mí: ¡podría darle ahora!
Vóschev se agachó de nuevo sobre el cuerpo del activista, el hombre que había
actuado hasta hacía poco de manera tan rapaz que había acaparado para él, y sólo para él,
toda la verdad del mundo y todo el sentido de la vida, y que no le había dejado otra cosa
que la tortura en la mente, la inconsciencia del precipitado torrente de la vida y la sumisión
del elemento ciego.

—¡Canalla! —susurró Vóschev sobre el callado cuerpo—. ¡Ya veo por qué no
conocía yo el sentido de la vida! ¡Seguro, alma seca, que no sólo abrevaste de mí, sino de
toda la clase! ¡Por eso andamos por ahí como callado sedimento y no sabemos nada!
Y Vóschev golpeó al activista en la frente: para asegurar más su muerte y para su
propia felicidad consciente.
Al sentir completamente su mente, aunque sin saber todavía exponer o proponer para
la acción su fuerza original, Vóschev se puso en pie y dijo al koljós:
—¡Ahora seré yo el que se va a compadecer de vosotros!
—¡¡Adelante!! —se manifestó unánimemente el koljós.
Vóschev abrió al espacio la puerta de la Casa de Organización y conoció el deseo de
vivir orientado hacia aquella compartimentada lejanía, en donde el corazón podía latir no

85
sólo debido al frío viento, sino movido también por la auténtica alegría de vencer la turbia
sustancia de la tierra.
—¡Sacad fuera el cuerpo muerto! —ordenó Vóschev.
—¿Pero adonde? —preguntó el koljós—. ¡Ni hablar de enterrarle sin música! ¡Pon
al menos la radio!...
—¡Expropiadle como a los kulaks! ¡Por el río, al mar! —cayó en la cuenta Zháchev.
—¡Se puede hacer así! —asintió el koljós—. ¡El agua todavía corre!

Y unos cuantos hombres levantaron en alto el cuerpo del activista y se lo llevaron a


la orilla del río. Chiklin llevaba a Nastia en brazos todo el tiempo, penando por marcharse
con ella a la excavación; pero las condiciones hacían que hubiera de retrasarse.
—Ha empezado a salirme jugo por todas partes —dijo Nastia—. ¡Llévame enseguida
con mi mamá, viejo tonto! ¡Me estoy aburriendo!
—Ahora nos marcharemos, niña. Te llevaré corriendo. Elisiei, ve a buscar a
Prushevski; dile que nos marchamos porque la niña se ha puesto enferma, que Vóschev
se quedará en lugar nuestro.
Elisiei se fue y volvió solo. Prushevski no había querido acudir; había dicho que tenía
que acabar de enseñar a toda la juventud de la aldea, porque si no la juventud podía
perecer en el futuro y a él le daba pena.
—De acuerdo, que se quede —asintió Chiklin—. Lo importante es que siga bien.
—Zháchev, como era un mutilado, no podía andar deprisa y se limitaba a arrastrarse.
Chiklin lo arregló ordenando a Elisiei que cogiera a Nastia y llevando él a Zháchev. Y
así, apresuradamente, se dirigieron a la excavación por el invernal camino.
—¡Cuidad de Misha Medviédev! 11 —ordenó Nastia volviendo la cabeza—. Vendré
muy pronto a verlo.
—¡No te preocupes, jovencita! —prometió el koljós.
Hacia el atardecer, los viajeros vieron a lo lejos la iluminación eléctrica de la ciudad.
Hacía rato que Zháchev se había cansado de estar en brazos de Chrklin y dijo que deberían
haber cogido un caballo del koljós.
—Llegaremos antes a pie —contestó Elisiei—. Nuestros caballos han perdido la
costumbre de andar. ¡Ni se sabe desde cuándo están parados! Tienen ya las patas
hinchadas; sólo andan para robar forraje.
Cuando los caminantes llegaron a su destino vieron que toda la excavación se hallaba
cubierta de nieve y que el barracón estaba vacío y oscuro. Chiklin dejó a Zháchev en
tierra y se puso a encender una hoguera para calentar a Nastia. La niña le dijo:
—¡Quiero los huesos de mamá! ¡Tráemelos!
Chiklin se sentó frente a la niña. Alimentaba constantemente la hoguera para que
hubiera luz y calor, y mandó a Zháchev a que buscara leche en algún sitio. Elisiei
permaneció largo rato sentado a la puerta del barracón, observando la cercana y luminosa
ciudad en la que constantemente había algo que hacía ruido y se agitaba con regularidad
en medio de la intranquilidad global; se tumbó luego de costado y se durmió sin haber
comido nada.
Junto al barracón pasaba mucha gente. Pero nadie se había acercado a ver a la
enferma Nastia porque todos iban con la cabeza
gacha y sólo pensaban en la colectivización total.
A veces llegaba de pronto el silencio. Pero volvían luego a cantar los silbatos de los
trenes, sobre sus pilotes las torres de las bocaminas soltaban prolongadamente vapor, y

11 De medvied (oso). (N, de los T.)

86
gritaban las voces de las brigadas de choque empujando algo pesado. En derredor crecía
sin cesar el provecho social.
—¿Por qué siento siempre mi mente y no logro olvidarla, Chiklin? —se asombró
Nastia.
—No sé, niña. Tal vez porque no has visto nada bueno.
—¿Y por qué en la ciudad trabajan de noche y no duermen?
—Es que se preocupan por ti.
—Y yo aquí, en cama y muy enferma... Chiklin, pon a mi lado los huesos de mamá;
los abrazaré y me pondré a dormir. ¡Me ha entrado una tristeza!
—Duerme; a lo mejor te olvidas de la
mente.
La debilitada Nastia se reincorporó a medias y dio al agachado Chiklin un beso en
los bigotes: igual que su madre, sabía adelantarse a besar a la gente* sin avisar de ello.
El hecho de que en su vida se repitiera la felicidad hizo que Chiklin se quedara
inmóvil; respiró en silencio inclinado sobre la niña hasta que le entró de nuevo la
preocupación por aquel pequeño y caliente cuerpo.
Para proteger a Nastia del viento y, en general, para proporcionarle calor, Chiklin
levantó a Elisiei del umbral de la puerta y lo colocó al costado de la niña.
—Quédate aquí —dijo Chiklin a Elisiei, que, medio dormido todavía, se había
quedado aterrado—. Abraza a la niña y respira deprisa hacia ella.
Así lo hizo Elisiei; Chiklin se tumbó aparte, se recostó sobre un codo y escuchó
atentamente con la dormitante cabeza el desasosegado ruido de las construcciones de la
ciudad.
Cerca de la medianoche apareció Zháchev; traía una botella de crema de leche y dos
pasteles. No había podido conseguir nada más porque ninguno de los nuevos mandamases
estaba en casa; andaban por ahí de diversión. Tras hacer múltiples gestiones, Zháchev
había decidido, en última instancia, penalizar al camarada Pashkin, que era su postrer y
más seguro recurso. Pero tampoco Pashkin se hallaba en casa: había acudido al teatro
junto con su esposa. Por eso Zháchev se había visto obligado a dirigirse a donde tenía
lugar la representación y, en medio de la oscuridad y de la atención general hacia unos
elementos que sufrían en el escenario, había exigido a Pashkin —con voz fuerte y
perturbando la actuación artística— que saliera al buffet. Pashkin había salido
inmediatamente y, sin decir palabra, había comprado en el buffet la crema y los pasteles,
se los había entregado a Zháchev y había retornado precipitadamente a la sala para seguir
conmoviéndose con la representación.
—Mañana habrá que ir a ver a Pashkin otra vez para que nos ponga una estufa —dijo
Zháchev mientras se acomodaba en un alejado rincón del barracón—. ¡Si no, en este tren
de madera no vamos a llegar al socialismo!...
Chiklin se despertó temprano por la mañana; había pasado mucho frío y aguzó el
oído hacia Nastia. Apenas había luz y reinaba el silencio; sólo Zháchev gruñía su
preocupación en sueños.
—¡¿Respiras ahí, diablo mediano?! —dijo Chiklin a Elisiei.
—Claro que respiro, camarada Chiklin. ¡He pasado la noche traspasando calor a la
niña!
—¿Y qué?
—Que la niña no respira, camarada Chiklin. ¡No sé por qué se ha congelado!
Chiklin se levantó lentamente del suelo y se quedó quieto en el sitio. Tras permanecer
de pie unos momentos, se encaminó hacia donde estaba tumbado Zháchev para
cerciorarse de que el mutilado no se había comido la crema de leche y los pasteles.

87
Encontró luego una escoba y limpió el barracón entero de todas las basuras que se habían
ido acumulando allí mientras había estado deshabitado.
Tras poner la escoba en su sitio, a Chiklin le entraron ganas de cavar la tierra. Forzó
el candado del olvidado trastero en que se guardaban los utillajes de repuesto y, tras sacar
de allí una pala, se dirigió sin prisas a la excavación. Empezó a cavar la tierra, pero el
suelo estaba ya helado y Chiklin hubo de cortar el terreno en bloques y arrancarlo en
forma de muertos trozos enteros. Cuanto más ahondaba, más blanda y cálida se hacía la
tierra; Chiklin se iba hincando en ella a cortantes golpes de la pala de hierro y pronto
desapareció casi por entero en el silencio de las profundidades. Pero tampoco de esa
manera lograba cansarse, por lo que se puso a destrozar el suelo hacia un lado, abriendo
a lo ancho la estrechez terrestre. La pala chocó con una losa natural y la potencia del golpe
hizo que se doblara; entonces Chiklin la arrojó a la diurna superficie junto con el mango
y apoyó la cabeza contra la arcilla desnuda.
Con esas acciones quería olvidarse de su mente, pero ésta seguía penando inmóvil
porque Nastia había muerto.
—¡Voy a por otra pala! —dijo Chiklin saliendo del foso.
En el barracón, para no dar crédito a su mente, se acercó a Nastia y tocó su cabeza.
Apoyó luego su mano contra la frente de Elisiei a fin de verificar la vida de éste por el
calor.
—¿Por qué está fría ella y tú caliente? —preguntó Chiklin. Pero no oyó la respuesta;
su mente se había aturdido ahora por sí sola.
Chiklin pasó luego todo el tiempo sentado en el suelo de tierra. Zháchev, que se había
despertado, se situó también junto a él, conservando inmóvil en sus manos la botella con
la crema de leche y los dos pasteles. Elisiei, cansado de haber pasado la noche sin dormir
y respirando hacia la niña, se quedó dormido junto a ésta hasta que oyó las relinchantes
y familiares voces de los colectivizados caballos.
En el barracón entró Vóschev y, tras él, Medviédev y todo el koljós; los caballos se
quedaron esperando fuera.
—¿Qué pasa? —dijo Zháchev al ver a Vóschev—. ¿Por qué has abandonado el
koljós? ¿Quieres que muera toda nuestra tierra? ¿O quieres cobrar del proletariado entero?
¡Acércate entonces, que vas a recibir de parte de la clase!
Pero Vóschev había salido ya a donde estaban los caballos y no escuchó del todo a
Zháchev. Había traído a Nastia, como regalo, un saco de trastos seleccionados
especialmente en calidad de juguetes raros que no se vendían, cada uno de los cuales
constituía el eterno recuerdo de un hombre olvidado. Aunque miraba a Vóschev, Nastia
no se había alegrado nada; al ver su abierta y callada boca y su indiferente y cansado
cuerpo, aquél la tocó. Vóschev se quedó perplejo junto a aquella niña que guardaba
silencio; ya no sabía ahora en qué lugar del mundo podía haber comunismo si no lo había
antes en el sentimiento infantil y en una convencida sensación. ¿Para qué necesitaba ahora
el sentido de la vida y la verdad sobre el origen del universo si no existía una pequeña y
fiel persona en quien esa verdad pudiera convertirse en alegría y movimiento?
Vóschev estaría dispuesto a no saber nada otra vez y a vivir sin esperanza en la turbia
angustia de una inútil mente con tal de que la niña siguiera viva y dispuesta a vivir, aunque
luego se secase con el paso del tiempo. Vóschev levantó a Nastia en brazos, la besó en
los labios abiertos y, con la ansiedad que da la felicidad, la apretó contra sí, encontrando
en ello más de lo que buscaba.
—¿Por qué has traído al koljós? ¡Te pregunto por segunda vez! —dijo Zháchev
dirigiéndose a él, sin soltar de las manos ni la crema de leche ni los pasteles.
—Los mujiks quieren inscribirse en el proletariado —contestó Vóschev.

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—Que se inscriban —dijo Chiklin desde el suelo—. Ahora hay que hacer una
excavación todavía más ancha y profunda. Así cabrán en nuestra casa todos los hombres
de los barracones y de las isbas de barro. Decidles a los del poder y a Prushevski que
vengan aquí. Yo me voy a cavar.
Chiklin cogió la barra y una pala nueva y se fue al lejano extremo de la excavación.
Y como no podía llorar, se puso a abrir de nuevo la tierra inmóvil y cavó hasta la noche,
sin conseguir cansarse; y siguió luego durante toda la noche hasta que oyó cómo se le
agrietaban los huesos en el cuerpo trabajador. Se detuvo entonces y miró alrededor. El
koljós le seguía y cavaba sin cesar la tierra; todos los mujiks pobres y medios aplicaban
sus vidas al trabajo como si quisieran salvarse para siempre en el abismo de la excavación.
Tampoco los caballos permanecían parados: a lomos de ellos, los koljosianos
llevaban pedruscos en sus manos. A pie y abriendo su bocaza por el esfuerzo, también el
oso se dedicaba a transportar piedras.
Sólo Zháchev no participaba en el esfuerzo y contemplaba con mirada de pesar todo
aquel trabajo de excavación.
—¿Qué haces sentado como un funcionario? —le preguntó Chiklin al volver al
barracón—. ¡Afila al menos las palas!
—¡No puedo, Nikita! ¡Ahora no creo en nada! —contestó Zháchev en la mañana del
segundo día.
—¿Por qué, cabrón?
—Ya ves que soy un monstruo del imperialismo. El comunismo es cosa de niños;
por eso quería a Nastia... Voy ahora a despedirme del camarada Pashkin; lo voy a matar.
Zháchev se dirigió a rastras a la ciudad y no volvió nunca más por la excavación.
Al mediodía, Chiklin se puso a cavar una sepultura especial para Nastia. Estuvo
cavando durante quince horas seguidas para que la fosa fuera profunda y no pudieran
penetrar en ella ni los gusanos, ni las raíces de las plantas, ni el calor ni el frío, y para que
el ruido de la vida en la superficie terrestre no molestara nunca a la pequeña. Chiklin
había cavad* el lecho mortuorio en eterna piedra y, para cubrirlo, había preparado una
losa de granito a fin de que el enorme peso del polvo sepulcral no gravitara sobre la niña.
Tras descansar un rato, Chiklin cogió a Nastia en brazos para transportarla
delicadamente hasta el interior de la piedra y darle sepultura. Era de noche. En el
barracón, todo el koljós dormía. Tan sólo el martillador se despertó al oír el ajetreo, y
Chiklin le permitió que rozara suavemente a la niña a modo de despedida.

Diciembre de 1929 abril de 1930

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Andrei Platónov (1899-1951), uno de los


grandes narradores soviéticos, escribió
La excavación a mediados de los años treinta,
¿2
UJ pero no pudo ver su novela publicada. Sólo
H ahora, en 1987, ha podido aparecer
< —en las páginas de la revísta «Novy Mir»—
la que es una de las obras maestras de este
ID
O escritor que tanto debió s ufrir el acoso físico
u. y moral del estalinismo. Se trata de un relato
< situado en el período inmediatamente
posterior a la Revolución de 1917, en los años
de la colectivización, en los primeros intentos
por cons truir el socialismo. Por eso sus
personajes son como arquetipos de una
realidad que trasciende el trabajo que los une
—la casa que albergará a todos los proletarios
de la ciuda d—, el reflejo inte rior de un mundo
que nace y quiere crecer sobre sus propias
contradicciones.

9 788420 425511

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