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El árbol de botellas de whisky

KATHARINA BENDIXEN
O TR AS LI TE RA TU RA S

Manuel Crespo

Hay un tipo de cuento que ya es legión y que se podría resumir así: inmerso en
sus quehaceres, un personaje es acosado por una oscuridad que siempre
estuvo a la espera, camuflada bajo un paisaje doméstico que más temprano
que tarde volará en pedazos. Cortázar forjó una obra a partir de esa premisa,
Buzzati la industrializó con sus apariciones en el Corriere della Sera, Kafka la
dotó de fuerza simbólica, y en el medio incontables escritores y escritoras
aprovecharon la potencia irresistible de esta suerte de fantástico de entrecasa,
donde las visiones siniestras y los accesos de locura cobran un significado
supuestamente más hondo al inmiscuirse en las rutinas y las zonas precarias
de las relaciones familiares.

¿Qué pasa, entonces, cuando se renuncia a la contaminación por goteo y se


presenta un mundo aciago desde el vamos, sin fisuras, una versión
identificable del realismo que gobierna al otro lado del espejo? ¿Cómo hacer
para replicar la dejadez beckettiana ante el sinsentido y a la vez fabricar
narraciones de efecto clásico y mecánica desmontable? Tensándose o
diluyéndose según sea el caso, los cuentos de Katharina Bendixen (Alemania,
1981) investigan ambos extremos de esa cuerda.

Cuentos breves, elaborados en serie, una veintena en algo más de cien


páginas. En la mayoría —“La gramínea”, “Por el momento no quisiera
preocuparme” y “Un hámster choca contra una pared”, por citar tres— se hace
patente la búsqueda del impacto en la última línea, la puesta en abismo a
partir de finales que hagan ruido. Hay insistencia en el modelo, pero no
redundancia. Bendixen lo somete a argumentos delirantes en su concepción
—la multiplicación enloquecida de bebés en “Nuestra casa queda chica”— y en
ocasiones —“La sonrisa de los actores después de Nathan”, “Al final, nosotros
también evaluamos abrir los brazos”— el procedimiento casi prescinde de la
ilación anecdótica. La huella que imprimen los relatos se uniforma no a partir
de su fisonomía, sino de la textura que la autora les confiere. No hay
personajes con nombre propio. Abundan los él, los ella, los ellos; las
denominaciones familiares: el marido, el tío, la hija; y hasta queda espacio
para algún oficio: la apuntadora, el comandante. Ninguno reacciona con el
patetismo que demanda la tragedia, se trate de un accidente con un tractor o
de la muerte de una oficinista en su puesto de trabajo. El pasado no aporta
contexto, ni el presente soluciones, ni el futuro certidumbre. La apatía
denuncia el vacío y contra el vacío no hay mucho que hacer.

De manera oblicua, aunque quizás intencional, la traducción —tendiente a


instalar el voseo en los diálogos y favorecer que los personajes puteen en vez
de insultar mientras trabajan huertos en vez de huertas y aprietan
interruptores en vez de botones o llaves— amplía el clima de ajenidad. Mozas
atienden mesas ocultas por la niebla inexplicada, matrimonios comentan
logros de hijos inexistentes, negros voladores son la envidia de arios inútiles, y
no hay fisura a la vista, ni profanación gradual, ni terror agazapado, porque ya
está todo ahí, todo adentro, porque no hay más vida que la que las sombras
ofrecen.

Katharina Bendixen, El árbol de botellas de whisky, traducción de Carolina


Previderé, Serapis, 2021, 130 págs.

Publicado en www.otraparte.com

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