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Obra reunida

Horacio Castillo

Hay un murmullo atemporal en la poesía de Horacio Castillo, cuya simiente va en


desmedro de cierta notoriedad que a fin de cuentas el poeta nunca persiguió. Nada en
sus versos hace suponer el presente ramplón ni tampoco el desmadre sensual de la
lengua. Su pulcro acabado formal, el alto sentido dramático y sus imágenes de
transparente opacidad manan de fuentes de otra época. Cuestiones estas que relegaron
su obra a un destino de sombra y que pronto la encaminaron a volverse divisa entre
iniciados, a ser uno de los nombres del secreto. Pero no pocos quebraron, con suerte
impar, el tácito silencio. A esos encomiables esfuerzos – Antología
poética (Fondo Nacional de las Artes, 1996); La casa del ahorcado (Colihue, 1999);
Por un poco más de luz (Brujas, 2005)– se suma hoy esta Obra reunida a cargo de la
editorial platense La Comuna. Íntegra, generosa, no sólo reúne la totalidad de la obra
poética del autor (incluso un primer libro dejado fuera de toda compilación), sino que
también incluye el volumen de ensayos y artículos periodísticos agrupados bajo el
nombre de Colectánea, una entrevista exhaustiva realizada por Augusto Munaro y una
semblanza del poeta y amigo Rafael Felipe Orteño, documentos estos últimos
ineludibles en tanto claves de lectura.

Horacio Castillo nació en 1934, y hasta su muerte, ocurrida en 2010, vivió por y para la
poesía. Abogado de profesión, desde muy joven fue secretario de Ricardo Rojas (luego
sería su albacea); su devoción por la cultura griega lo llevó a estudiar la lengua de
Homero y, posteriormente, a traducir, entre otros, a Kavafis, Seferis y Elytis. Con el
paso del tiempo fue labrando una obra a contracorriente de la de sus contemporáneos,
una obra que posee, como dice uno de sus versos, el raro “privilegio de incubar la
eternidad”. La poesía, dice Castillo, está allí antes de encontrar su forma; lo que hace el
poeta “darle la dimensión faltante”. En sus versos es frecuente encontrar alguna
partícula de lo vivido transmutada en mito; se diría que diluir lo propio en el vasto
orden del símbolo es consustancial a su obra. Léase sino “Anquises sobre los
hombros”, cuyos versos dicen: “Todos llevamos, como Eneas, a nuestro padre/ sobre los
hombros./ Débiles aún, su peso nos impide la marcha,/pero luego se vuelve cada vez
más liviano,/ hasta que un día deja de sentirse/y advertimos que ha muerto./ Entonces lo
abandonamos para siempre/en un recodo del camino/ y trepamos a los hombros de
nuestro hijo”. En este poema, como en tantos otros, no se trata de transportar una
circunstancia específica, ni de ocultar el afecto propio, sino de propagar las resonancias
de una imagen; o, mejor, de estirar la esfera de la imagen en la escena del acontecer. Se
trata, en palabras de Castillo, de hacer entrar al poema “en el movimiento de la
existencia”. Pero ese ingreso se da en el terreno de la historia. Así, en “Culto”, la visita
a la tumba de un hijo muerto es declarada en términos de una escena sin sujeto, como si
perteneciera a un orbe distante y no por eso menos conmovedora. Lo mismo ocurre con
el desterrado “Jean Beyar” que vive “a orillas de la historia”. No hay rastros en el
poema de la coyuntura que es su causa; el poema, en este sentido, es dador de vida.

Por sus alusiones y el de acervo de imágenes a las que recurre, la de Castillo suele ser
considerada una poesía intelectual (después de todo, Alberto Girri es uno de sus
referentes). No obstante, lejos está de reñir con un ímpetu vital; los versos finales de
“Micenas” son precisos en este punto: “Pura ilusión, nostalgia de los hombres/ a quienes
la inteligencia sosegó el corazón/ y no saben ya tensar el arco de la vida”. El poeta va en
busca de la belleza, de la armonía, de la verdad, un arrojo que aúna lo intelectivo y lo
sensitivo, una búsqueda que es también la de una ética, “apenas por un poco más de
luz”.

Otro tanto puede decirse de “Un caballo canta sobre la tierra”, que es tanto la
descripción inspirada de una escena como metáfora de un acto de entrega: “No es
necesario atarse a un árbol./ Hay que abrir los oídos, preparar la visión,/ inhalar el vapor
que sube del abismo”. Este y los anteriores poemas citados pertenecen al que Castillo
consideraba su primer libro, Materia acre (1974). El primero (Descripción, 1971)
quedó fuera de toda posterior antología y era imposible de hallar hasta este momento. El
motivo se debe a que acusaba cierto hermetismo y las influencias de Hölderlin, Saint-
John Perse y Molinari que su autor consideraba como ajenos a tu talante poético
ulterior.

“Toda la noche velamos junto al árbol de la carroña/ el ojo en vilo, la boca en llamas”.
Estos versos pertenecen a un poema de Tuerto Rey (1982), punto álgido en la obra de
Castillo, en donde se robustecen las menciones a personajes o sucesos históricos para
extraer de su centro el carozo último de lo universal. Tienen lugar allí un viaje en la
barca de Caronte, alguna aventura de Marco Polo o la prédica de Pablo el apóstol.
Muchos de los poemas asumen un plural mayestático que representa a una comunidad,
un pueblo. En un movimiento paralelo, cuando se parapetan en una primera persona lo
hacen utilizando la máscara de un otro. El poeta es un tuerto, parece decir Castillo,
alguien de visión oblicua y “sin otro heroísmo que mirar cada día lo que debe morir”.
Alguien que viaje hacia lo hondo de sí para hacer brotar “un tallo que nadie hubo
tocado”.

En el siguiente poemario, Alaska (1993), se produce una expansión: la escena, antes


estática, se pone ahora en movimiento; de ahí el empuje narrativo y la mayor
complejidad estructural. “La casa del ahorcado” describe los restos de lo que antes fue
un hogar, el deterioro de los objetos abandonados y, afuera, en el patio, la cuerda tibia y
los curiosos de la muerte devenida espectáculo. Se hace manifiesta, asimismo, la
inclinación no tanto de evocar la historia en tanto repetición o remembranza sino con
ánimo correctivo. En “Dice Eurídice”, uno de sus poemas más citados, la ninfa advierte
que Orfeo voltea a mirarla no porque haya dudado, como dice el mito, de que siga tras
sus pasos, sino, por el contrario, para desasirse de ella: “y vi que tratabas de
desprenderte de mí/ de librarte de la trampa de la materia mortal”. Hay poemas de
contenido lirismo (“En una gran llanura verde tallábamos la luz./ Cantábamos al tallar y
nuestro canto se perdía en el vacío); imágenes pulidas (“Tomé una piedra y la puse
junto al árbol/ y la piedra se llenó de hojas, el árbol de sol”); y asombro ante el misterio
de la palabra (“¿Cómo podían soportar que llamáramos a la rosa destino,/ ellos, los que
creen que las bellotas son bellotas?”).

Es una tentación glosar cada libro de Castillo, más si se tiene en cuenta que en cada
oportunidad empujó los límites de su propia poética. “Lo que llamamos cambio,
renovación, vanguardia”, escribió, “es en rigor un acto de conservación”. Cuando un
lenguaje se cristaliza el creador “lo devuelve a su centro de gravedad: la vida”. Así, en
Los gatos de la Acrópolis (1998), Cendra (2000) y, fundamentalmente, en Mandala
(2005), podemos encontrar una mayor preocupación por el elemento formal. Apuntes de
un diario, prosas, fragmentos aleatorios, coros de voces, diálogos en contrapunto y
columnas paralelas que se imbrican; todo ello en “un intento”, dice Rafael Felipe
Orteño, “de acceder a lo que no se corrompe”.
Castillo consideraba concluida su obra poética; había arribado, según él, a un punto de
no retorno. En “Elegía” escribió: “Ya no hay lengua bajo el elegíaco sol./ Sólo
estertores, aire suficiente para una bocanada/ antes de que calle lo que nació para
callar”. Mandala, su último y radical poema, fue también su último estertor. Sin
embargo, Castillo no sólo cultivo la poesía, también fue un escritor de fuste. Los
artículos y ensayos reunidos en Colectánea (2010) dan prueba de ello. Se trata de textos
de diversa índole publicados a lo largo del tiempo y en distintos medios –diarios,
revistas académicas– redimidos del “sueño de lo esporádico”. En sus páginas son
palpables la amistad formativa de Ricardo Rojas, la lectura de los poetas de la
Generación del 27, y un rico anecdotario que va desde las visitas a la viuda de Rubén
Darío y la casa donde vivió Unamuno, hasta el recorrido por el camino de Don Quijote.
También están Borges bailando un tango luego de una conferencia y el intercambio
epistolar con el nobel Odysseas Elytis. Dos ensayos –“El poeta en las postrimerías” y
“Apuntes para una gnoseología poética”– dan cuenta del credo que Castillo forjó a lo
largo de una vida dedicada a labrar, con templada sabiduría, versos de un ardor
universal.

Esta Obra reunida, entonces, rinde homenaje a un poeta cuya labor sigilosa estuvo
dedicada, no al reconocimiento perecedero, sino a poner huevos en el tiempo. Valgan
estos versos como epitafio: “Solo me precio de haber escrito algunos versos/ por los
cuales mis conciudadanos me consagraron/ este lugar apartado, cerca de una gruta/
donde los muchachos vienen subrepticiamente a amar/ y arrancan de tanto en tanto una
letra de mi nombre”.

Obra reunida
Horacio Castillo
La comuna, 2021
400 págs.

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