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LEY DE VIDA

Jack London

Traducción de Jaime Zulaika, reproducido con el amable permiso


de la editorial Deconatus para la sesión MIS del CSKG 9 de mayo
de 2021.

Del libro “El camino al oeste”.

Deconatus, 2018
ISBN: 978-84-17375-10-2

El viejo indio estaba sentado en la nieve. Era Koskoosh, el


antiguo jefe de su tribu. Ahora lo único que podía hacer era
sentarse y escuchar a los demás. Sus ojos eran viejos. No veía,
pero tenía los oídos muy abiertos a todos los sonidos. “Ajá”
era el sonido de su hija, Sitcum-to-ha. Estaba pegando a los
perros, intentaba que se colocasen delante de los trineos. Ella
lo tenía olvidado, al igual que los demás. Tenían que buscar
nuevos territorios de caza. El largo y nevado trayecto aguar-
daba. Los días de las tierras del norte se acortaban. La tribu
no podía ponerse a esperar la muerte. Koskoosh se estaba
muriendo. El crujido y el chasquido de las pieles de animal
congeladas lo informaron de que estaban desmantelando la
tienda del jefe. El jefe era un cazador poderoso. Era su hijo, el
hijo de Koskoosh. Al viejo lo abandonaban a la muerte.
Mientras las mujeres trabajaban, el viejo Koskoosh oía la
voz de su hijo conminándolas a trabajar más rápido. Aguzó
aún más el oído. Lloró un niño y una mujer cantó en voz baja
para calmarlo. El niño era Koo-tee, pensó el anciano, un niño
enfermo. Moriría pronto y abrirían con fuego un agujero en
la tierra helada para enterrarlo. Cubrirían con piedras su ca-
dáver para que los lobos no se le acercasen. “Bueno, ¿qué más
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da? Unos pocos años y al final la muerte. La muerte aguar- manos. El frío avanzaría lentamente desde fuera hasta dentro
daba, siempre hambrienta. La muerte tenía el estómago más de él, y descansaría. Era sencillo... todos los hombres tienen
famélico de todos”. que morir. Sintió tristeza, pero no pensó en ella. Así era la
Koskoosh escuchaba otros sonidos que nunca más oiría: el vida. Había vivido al lado de la tierra, y la ley no era nueva
de los hombres que ataban una fuerte cuerda de cuero alre- para él. Era la ley del cuerpo. La naturaleza no era amable
dedor de los trineos para sujetar sus pertenencias; los sonidos con el cuerpo. No era considerada con la persona sola. Solo le
agudos de los látigos de piel que ordenaban a los perros que se interesaba el grupo, la raza, la especie.
pusieran en movimiento para arrastrar los trineos. Era un pensamiento hondo para el viejo Koskoosh. Había
“Oye los gañidos de los perros. Cuánto odian su trabajo”. visto ejemplos a lo largo de toda su vida. La savia del árbol en
Ya habían partido. Un trineo tras otro avanzaba despacio la temprana primavera; la hoja verde, recién nacida, suave y
hacia el silencio. Se habían apartado de su vida. Debía afrontar fresca como piel; la caída de la hoja seca, amarillenta. En esto
solo su última hora. “Pero ¿qué era aquello?”. La nieve dura, solo consistía la historia. Puso otro palo en el fuego y empezó
compactada bajo el calzado de alguien. Había un hombre a a rememorar el pasado. Había sido también un gran jefe. Ha-
su lado y había posado una mano suavemente sobre su an- bía visto días de mucha comida y júbilo; estómagos gruesos
ciana cabeza. Su hijo valía para esto. Recordaba a otros viejos cuando se dejaban pudrir y estropearse alimentos; tiempos en
cuyos hijos no lo habían hecho, que se habían marchado sin que no mataban a animales, los dejaban sueltos; días en que
decir adiós. Su memoria viajó al pasado hasta que su hijo le las mujeres tenían muchos hijos. Y había visto días sin comida
sacó de su ensueño. “¿Estás bien?”, preguntó su hijo. Y el viejo y estómagos vacíos, días en que los peces no acudían, y era
respondió: “Está bien”. “Hay un bosque cerca de ti y el fuego difícil encontrar animales. Durante siete años no se habían
que arde es vivo”, dijo el hijo. “La mañana es gris y hace frío. acercado. Después se acordó de cuando siendo un niño vio
Pronto nevará. Incluso ahora está nevando. Ah, incluso ahora a los lobos matar a un alce. Estaba con su amigo Zing-ha, al
nieva”. “Los hombres de la tribu se apresuran. Su cargamento que mataron más tarde en el río Yukón.
es pesado y tienen el estómago plano por la escasa comida. Su Ah, pero aquel alce. Zing-ha y él había salido a jugar aquel
viaje es largo y viajan deprisa. Ahora me voy. ¿Todo bien?”. día. Río abajo vieron las huellas frescas de un alce grande y
“Está bien. Soy como la última hoja que se agarra al árbol. La pesado. “Es viejo”, había dicho Zing-ha. “No puede correr
primera brisa que sople me tirará al suelo. Mi voz es como la como los demás. Se ha quedado rezagado. Los lobos lo han
de una anciana. Mis ojos ya no me indican por dónde van mis separado del rebaño. No van a dejarlo escapar”.
pies. Estoy cansado y todo está bien”. Y así fue. De día y noche, sin parar un instante, mordién-
Dejó caer la cabeza contra el pecho y escuchó la nieve dole el hocico, mordiéndole las patas, los lobos estuvieron con
mientras su hijo se alejaba. Volvió a palpar los leños que había él hasta el final. Zing-ha y él habían sentido que la sangre
a su lado. Uno tras otro los devoraría el fuego, y paso a paso la se les aceleraba en el cuerpo. El final sería digno de verse.
muerte lo sepultaría a él. El frío llegaría cuando desapareciese Habían seguido los pasos del alce y de los lobos. Cada paso
la última rama. Primero se le congelarían los pies. Después las contaba una historia distinta. Veían la tragedia como había
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ocurrido: aquí fue donde el alce se detuvo para combatir. La El viejo indio escuchó a los lobos hambrientos. Los oyó
nieve era compacta muchos pies por debajo. Sus pesadas pa- formar un corro en torno a él y a su pequeña hoguera. Agitó
tas habían alcanzado a un lobo y lo habían pateado hasta ma- hacia ellos la rama ardiendo, pero no retrocedieron. Uno de
tarlo. Más adelante vieron que el alce se había debatido para ellos se aproximó despacio, como tanteando la fuerza del an-
escapar subiendo una colina. Pero los lobos le habían atacado ciano. Lo siguió otro lobo, y otro más. El círculo se estrechaba
por detrás. El alce había caído y su peso aplastado a dos lobos. cada vez más. Ningún lobo se quedó detrás. ¿Por qué luchar?
Pero era evidente que el final se acercaba. ¿Por qué aferrarse a la vida? Y soltó la rama en llamas. Cayó
La nieve que tenían delante estaba roja. Luego oyeron los en la nieve y se apagó la luz. El círculo de lobos se aproximó
ruidos de la batalla. Él y Zing-ha se aproximaron, tumbados más. El viejo indio vio de nuevo la imagen del alce luchando
sobre el vientre, para que los lobos no los vieran. Vieron el fi- antes de que el final llegara. ¿Qué importaba, al fin y al cabo?
nal. La imagen fue tan intensa que los acompañó toda la vida. ¿No era aquello ley de vida?
Los ojos ciegos, apagados de Koskoosh volvieron a ver el final
como lo vieron en el remoto pasado.
Lo repasó mentalmente un largo rato. El fuego empeza-
ba a extinguirse y el frío penetró en su cuerpo. Echó dos ra-
mas más, quedaban solo otras dos. El tiempo en que ardie-
sen sería el que le quedaba de vida. Estaba muy solo. Arrojó
a las llamas los últimos restos de leña. Escuchó el sonido
extraño que la madera produce en el fuego. No, no era ma-
dera. Su cuerpo se estremeció al reconocer el sonido... lobos.
El aullido de un lobo le devolvió la imagen del alce. Vio su
cuerpo despedazado, su sangre fresca corriendo por la nieve.
Vio los huesos limpios que yacían grises contra la sangre
helada. Vio las siluetas de los lobos grises que corrían, sus
ojos relucientes, su larga lengua húmeda y sus dientes afila-
dos. Y los vio formar un círculo y acercarse lentamente, cada
vez más cerca.
Un hocico frío y húmedo le tocó la cara. Al contacto, su
alma dio un salto hacia adelante que lo despertó. Extendió
una mano hacia el fuego y de él extrajo una rama ardiendo.
El lobo vio el fuego, pero no se asustó. Giró y aulló hacia el
cielo a sus hermanos lobos. Le respondieron con hambre en
la garganta y llegaron corriendo.

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