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Discurso filosófico

Introducción
El discurso filosófico tiene un espíritu retórico, dialéctico, utiliza la
analogía, pero también la metáfora, siempre que sea necesario
expresar ideas o nociones difícilmente expresables por conceptos
unívocos. Por otro lado, la filosofía ajusta su discurso a los principios
de la lógica. Pero no se verá nunca en la necesidad de ajustarse a los
criterios empíricos de identidad, de no contradicción y exclusión de
tercero. El único apremio de la filosofía, además de los principios
elementales de la lógica, es el hecho de que se ve obligada a tener en
cuenta los resultados de la ciencia para que su discurso no sea vacío
y sin sentido. Es decir, el discurso filosófico debe situarse en el
horizonte espacio-temporal aunque la especulación pueda dirigir la
mirada hacia dimensiones que estén fuera de la realidad empírica.

Tomar distancia de la tradición, ser racional, constituye un reto que los


pensadores han asumido a lo largo de la historia, y en la elección de
los hábitos lingüísticos por medio de los cuales articulan sus discursos
no sólo influyen factores socio-culturales, sino además la orientación
misma de sus investigaciones filosóficas. Esto último ocurrió con
Aristóteles, quien, como naturalista que era, se ocupaba del ámbito
físico-biótico. No contaminado por los avatares de la historia en
comparación al ámbito socio-cultural, el discurso relativo al ámbito
físico-biótico estaría (hasta cierto punto) vacunado contra las
excepciones en virtud de la regularidad de la naturaleza.

Procedente de un ámbito del acontecer que gravita alrededor de la


relación entre individuos y clases, es decir, entre organismos y
especies, el discurso de Aristóteles se configura en esa misma
dirección. El estagirita parte de dos observaciones relativas a los
animales superiores:

1. Los animales están distribuidos en clases, en especies. El criterio


de demarcación entre las diferentes especies no es otro que la
fertilidad. Un macho y una hembra pertenecen a la misma especie si
su cruce es fértil; en tales condiciones, las especies harían parte del
orden natural (máxime cuando Aristóteles profesa el fijismo en lo
relativo al orden biológico).

2. En cuanto dos o más animales pertenecen a la misma especie


comparten una serie de atributos (estructuras, funciones). En cualquier
lugar, en cualquier momento en el que aparezca un animal de la
especie en cuestión sería posible verificar los respectivos atributos. De
allí su validez universal.

Como la especie, un universal, se designa con un sustantivo,


Aristóteles infiere que otros sustantivos tomados de ámbitos diferentes
al biótico también relacionan clases, y en cualquier caso los elementos
pertenecientes a la misma clase participan de una misma esencia.

Designados los universales por medio de palabras, y en particular, de


sustantivos, las palabras quedarían comprometidas con determinados
atributos. De allí la transmutación de las palabras en conceptos
incompatibles con fenómenos como la polisemia del significado y la
difuminación del sentido. De allí la anatematización de la metáfora, la
cual haría de la palabra -hasta cierto punto- un comodín semántico. La
cabeza bien puede ser parte de la anatomía animal, la parte del clavo
que soporta el golpe del martillo o el jefe.

Para dar cuenta de la relación de inclusión propia del orden biológico


en donde los atributos pertenecen a los individuos, los individuos a las
especies, las especies a los géneros, se reivindica el protagonismo de
las proposiciones de la forma A es B, es decir, del logos apophantikos.

Reducido el discurso a una sucesión de proposiciones reguladas por


el principio de no-contradicción, de acuerdo con el cual un objeto
respecto del mismo atributo no puede ser y no ser a la vez, es
menester limitar la lectura a la lectura lineal-proposicional, cuando las
lecturas sub y supraproposicio-nales estarían fuera de lugar.

Aquellos que realmente se aplican al camino correcto de la filosofía,


están directamente y por su propia voluntad preparándose a sí mismos
para morir y para la muerte. Si esto es verdad y en verdad han estado
preparándose para la muerte durante toda su vida, sería por supuesto
absurdo encontrarse turbados cuando llega aquello que tan
largamente han contemplado y para lo cual se han estado
preparando8).
La filosofía es concebida, justo en su acta de nacimiento, como un
ejercicio mortal. Podría definírsele, sin exageración, como la guerra del
alma contra el cuerpo. El filósofo no puede temer a la muerte porque
sabe de antemano que aquello que muere es la peor parte de sí
mismo; el filósofo se distingue del resto de los hombres precisamente
en virtud de este ejercicio consistente en separar, lo más posible, el
alma de su cuerpo 9). Los amigos del saber son los enemigos del
cuerpo. A la muerte no se le teme porque se ha aprendido a
despreciar, antes, todo lo que tenga que ver con la vida: a repudiar los
sentidos, los afectos, los apetitos, todo

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