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François Jullien

Lo íntimo

Lejos del ruidoso Amor


A la que se reconozca
¿Qué mutación se impuso en mi trabajo? Porque este ensayo me llegó con la
misma necesidad que los anteriores – o de manera incluso más fuerte. Sigo un hilo o tal
vez una veta que había empezado a examinar por diversas puntas y desde diversos
lados, a partir de las cuestiones del “tiempo” y de lo “negativo”, así como de la crítica
de la idea de “felicidad” y que, en cada ocasión, me condujo más cerca del borde:
alrededor del pozo que después llamé globalmente el “vivir”. Este ensayo es entonces
el tomo II de mi Filosofía del vivir (Gallimard, 2011): ¿qué significa vivir por y en su
relación con el “Otro”? Es lo que intento abordar aquí indagando lo que llamaré el
recurso de lo “íntimo”. Pero abordar algo tan singular como lo íntimo, ¿no implicará
“filosofar de otro modo”? Puesto que lo íntimo, ¿no designa precisamente aquello que
más se resiste a la abstracción y por ende al concepto?
Y la “China”, me preguntarán, ¿ya no volverá más a ella? (“Usted ya no es
sinólogo”, etc.). China sigue actuando, aunque ya no temáticamente, sino
subterráneamente: como punto de retaguardia y de sostén. Para atreverse a más, tal
vez. En todo caso, ya no me contentaré con responder ahora, una vez más, haciendo
que actúe la separación entre pensamientos que durante tanto tiempo se ignoraron, a
fin de que podamos mantener a distancia nuestras propias referencias culturales, en
Europa, para releerlas desde afuera y por contraste, a la vez desde más lejos y en
mayor detalle – lo que no significa “comparar”. Sino que en adelante insistiré más en
la necesidad que tenemos ahora, cuando Europa se deshace, aun cuando sus categorías
mentales ya no unifican sino que estandarizan el mundo entero; la necesidad de volver
a pensar la inventividad de la cultura europea y en primer lugar evaluar su
historicidad. Para lo cual la aparición de lo íntimo servirá como un revelador. En
efecto, hace falta salvar al mundo del pensamiento tedioso que toma lo uniforme por lo
universal. Aunque para ello es preciso asumir una perspectiva oblicua sobre lo
“impensado”. Especialmente volver sobre aquello que aceptamos tanto en nuestro
pensamiento, cuyos prejuicios ocultamos tanto, que lo consideramos como evidencia y
ya no lo pensamos más – y ya no pensamos más en pensarlo.
Y esto es justamente “el Amor”, gran mito de Occidente por excelencia. Pero,
¿cómo salir de ese mito? ¿Cómo no tanto “liberarse” de él sino más bien desestancarse
de allí?
De modo que no se tratará de un proyecto puramente especulativo. Sino más
bien descubrir en un nivel intenso, nuevo, nuestra experiencia y tal vez desarrollar una
posibilidad que ha permanecido demasiado inactiva. En todo caso, se trata de
abordarla a la vez más nítidamente y menos desprovistos, a través de menos filtros
culturales, así como adquiriendo más herramientas conceptuales, forjadas en varios
crisoles para poder aprehenderla. En suma, se tratará el gran tema del Amor, tan
ruidoso, desglosándolo de soslayo - ¿cómo abordarlo de frente? –, un tema que
monopolizó nuestro pensamiento del Otro en Occidente, para pensar con nuevos bríos,
siguiendo el discreto hilo de lo íntimo, cómo vivir de a dos; y a partir de allí, pensar en
cómo constituir un punto de partida de la moral.
I – En tren, en el campo

1. 10 de mayo de 1940. La historia fatalmente es simple.


Un hombre, su mujer, su hija, toman el tren, valija en mano. Como todos los
demás, en masa o más bien en rebaño. Dejan su pequeña ciudad del norte de Francia.
En la estación, el éxodo es masivo. Por un lado, se agrupan los hombres, por el
otro, las mujeres y los niños. Al azar de los cambios de vías, con el correr de las
maniobras, en el caos de órdenes y contraórdenes, el tren queda cortado en dos. El
hombre se encuentra solo en un vagón atestado (la historia está en Simenon, El tren).
Hay allí una mujer también sola, sin equipaje – no se sabe ni dónde ni cómo ha
subido a ese vagón. Una mirada se detiene en ella, unos fragmentos de frases
intercambiadas y en primer lugar una botella vacía recogida del suelo y que él le ofrece
para que ella la llena de agua en una parada: poco a poco, de instante en instante,
prudentemente, reptilmente, se acercan. Él sólo sabrá de ella que acaba de salir de
prisión, que partió de prisa esa misma mañana con los demás, sin haber tenido tiempo
de llevarse nada. No llegará a saber más. Espera. No se sabe adónde va. El tren se
detiene, vuelve a partir, nunca se sabe adónde va; varias veces el tren es bombardeado.
Pero vuelve a arrancar. Pasan por pequeñas estaciones desconocidas. Luego, cuando
llega la noche, cada cual debe buscarse un rincón para dormir en el vagón superpoblado:
campamento sórdido – la escena es propia de todos los éxodos. Promiscuidad sofocante
de los cuerpos amontonados; y sin embargo un comienzo de vida se organiza. Él se
acuesta al lado de ella. En la oscuridad, se da vuelta sobre ella; con un gesto nítido, no
brutal, que ella consiente, la penetra.
Hay penetración de un cuerpo en el otro para abrir, para emplazar allí, en medio
de todos esos cuerpos extraños, en ese extraño dormitorio ambulante y amenazado, en
ese sitio de impudor en donde están bestialmente hacinados, algo que sea su reverso:
algo así como una intimidad. O lo que quisiera llamar, más precisamente, el recurso de
lo íntimo: abrir lo íntimo entre ellos dos como potencia y como resistencia - ¿las únicas
que quedan? Pues, ¿en qué medido hubo efectivamente deseo? Habrá hecho falta para
que ese acto tenga lugar, pero no es lo importante. Pues, ¿qué puede haber todavía allí
que sea propiamente “erótico”? Lo que en adelante se ha vuelto primordial o, mejor
dicho, lo que se ha vuelto vital, crucial, en el extravío que comienza, en ese Éxodo que
nadie sabe adónde conduce ni cuándo podrá detenerse, es que el Afuera en el que
derivan pueda convertirse en un interior compartido. Entre ellos dos han promovido un
adentro secreto donde pueden refugiarse contra ese Exterior en debacle, acechante,
amenazante, en el que son arrastrados.
Porque no pueden refugiarse en ninguna parte, ni tampoco en sí mismos, cada
uno para sí, ¿no se daría entonces más bien la angustia? No pueden encontrar refugio
sino en ellos, en los dos o más bien entre ellos dos, abriendo entre ellos ese espacio
íntimo donde ampararse. Como bajo un dosel invisible con el cual se taparan. Porque la
promiscuidad en el interior del vagón, donde cada uno está a la vista de todos y en
contacto con todos, donde toda vida privada es suprimida, es un afuera todavía más
insoportable que el otro, ya que es más inmediato. Ante lo cual, contradiciendo ese
Afuera impuesto, esa violencia o más bien esa violación continua a la cual los somete la
situación, el gesto de penetración se toma revancha. Discreta pero decididamente. En
efecto, no es la expresión de un “sálvese quien pueda” ante la derrota, ni tampoco el
último goce sustraído antes de que caiga el diluvio, como si en un mundo que se
precipita a su perdición la libido cayera sobre el primer objeto que aparece y se
contentara con él. No, más bien se trata de sellar entonces la alianza, de afirmarse
(probarse), en la carne, solidarios y coaligados.
En ese mundo sin el menor acuerdo interno, totalmente puesto bajo el dominio
del Afuera, ese acto por sí solo restaura el adentro y lo exige. Vale decir que dicho
gesto de penetración equivale a una rebelión; a partir de un acuerdo común pero tácito -
¿qué más habrían podido decirse? – deciden abrir en ese Afuera un “más adentro”
donde retirarse, donde recuperarse. No pueden hacerlo sino de a dos. Entre esos cuerpos
amontonados, en la suciedad que se establece, ese gesto que parecería en principio
improbable, o sólo debido a una pulsión súbita, expresa de hecho una decisión lógica.
En ese mundo desamparado, equivale a un freno. Cuanto ya todo se ha vuelto vacilante
y amenazado, cuando ya nada depende de uno mismo, cuando ya ningún derecho es
válido, cuando todo es expropiado, se trata de convertir ese Éxodo, ese “camino del
afuera”, en su opuesto: invertir el Exilio y desafiarlo. Tal es el poder de lo “íntimo”,
cuyo camino de acceso descubren entre los dos.
Por supuesto, como suele suceder, el acto precedió al pensamiento: harán falta
varios días para que lo íntimo se ahonde, se profundice entre ellos – como dos niños en
la playa que cavan a cuatro manos, asiduamente, un pozo donde el agua del mar
finalmente se va a extender. Por cierto, hay un deseo que planea, merodea y regresa.
Pero no parece más que un coadyuvante, algo que es más un pretexto, o una base,
digamos, que una causa o un motivo verdadero. En todo caso, se ve superado –
arrastrado – por algo muy distinto. Mientras que el afuera desconocido del exilio no
deja de renovarse, de una parada a otra, mientras la presión de los otros y de los
acontecimientos demora tanto en dar tregua, resulta que de día en día, de estación en
estación, de un centro de recepción al siguiente, en ese mar de vicisitudes donde no se
deja de partir para arribar una y otra vez, cada vez más indiferentes ante el Diluvio, ellos
pasean su botecito, esquife invisible, sobre el cual se han subido. En el último campo de
alojamiento, reiteran, aunque más sistemáticamente, como ya habituados, su ritual de
una vida apartada y salvada del gran oleaje. Cuando él sabe que ella está desnuda bajo
su vestido después del lavado, ya no se trata sólo de una mirada cómplice o que se
complace burlonamente entre ambos. Frente al mundo, frente a todo lo que amenaza,
esas miradas que se intercambian son una muralla, frenan todo acontecimiento.

2. Porque de entrada lo íntimo que se instaura entre ambos ha neutralizado al


menos dos cosas. La cuestión de la fidelidad (a su mujer separada) por un lado ya no se
plantea; o más bien ya no tiene que plantearse. No tiene sentido sino para los demás; por
supuesto, siempre está presente alguien que se mofa; pero para ellos está anulada. Han
pasado más allá. Lo íntimo en lo cual se introducen muy rápidamente – donde se
deslizan – para salvarse y que luego progresivamente eligen, donde se comprometen, no
compite ni rivaliza con nada, porque no es comparable a nada. Aun cuando empieza a
instalarse en la duración y regresa lo ordinario, cuando se torna sedentario, lo íntimo no
tiene nada que ver con la vida de pareja, sus cálculos, sus presiones, tensiones y
relaciones de fuerza, sus planes proyectados. Él va todos los días a la oficina de
informes a averiguar noticias de los suyos y ella lo acompaña, fiel, en esas gestiones.
Por lo tanto, no “traiciona” a “su mujer”. La sempiterna cuestión de las pasiones y las
exclusiones, los celos o la rivalidad, resulta expulsada de entrada.
Por otra parte, lo íntimo que se instaura entre ellos supera – o más bien franquea,
deja de lado – la curiosidad que podrían abrigar con razón uno por el otro. Porque no
saben casi nada uno del otro: tan sólo que ella sale de prisión y no tiene dinero; que él
está casado y que su mujer espera un segundo hijo. Pronto queda claro que ella necesita
ayuda. Pero, ¿es judía? ¿Es extranjera? ¿Será acaso una espía? Pero durante esos meses
de desamparo, él no intentará saber más. No se interrogan. No por indiferencia, sino
porque lo íntimo va acompañado de discreción y porque es de otra índole: no apunta
necesariamente a decirlo todo o simplemente a confesarse. Durante esas horas tan
largas, con todos esos lapsos de espera, nunca se ponen a contar sus historias, a
“charlar”. ¿De qué les serviría? Se contentan con permanecer juntos, a veces tomándose
las manos; miran los dos juntos el mar, el agua que chapotea, los barcos que salen del
puerto. Eso íntimo con que hicieron un pacto exime de toda charla o más bien la
deshace. La deja muy atrás.

3. A veces él le dice: “Te amo”. Nada más, por otra parte. Pero entonces ella le
pone el dedo sobre los labios y le dice: “shh”. Ella no prosigue con ese tema demasiado
fácil. Esa palabra pegada allí como una etiqueta resulta en efecto incongruente. No
porque se pueda sospechar que no es sincera, sino porque resulta a la vez, de manera
extraña, exagerada y reductiva. No solamente no aporta nada, sino que es un tanto
ampulosa y ya mistificadora. Parece lanzada entonces como quien quisiera
desembarazarse de lo más desconcertante que tiene la situación, aunque también sea lo
más exigente, y se procurara ponerse a salvo de la demarcación que fija esa palabra para
tranquilizarse. Porque perciben que fatalmente, cuando esa palabra llega, es como si
estuvieran posando. ¿No se encuentran uno al lado del otro en efecto porque fueron
arrastrados hasta allí por la Historia, llevados por la misma multitud? No se sedujeron,
ni siquiera se eligieron. Por lo tanto, esa palabra no puede agregar nada e incluso oculta
lo esencial con su comodidad: que ellos hacen causa común y se mantienen juntos uno
por el otro, conectados en adelante uno con el otro, con el correr de los días y de las
amenazas, en ese refugio compartido, y por razones que superan todo lo que se podría
relatar porque son elementales, las más básicas.
Ciertamente que ella, sin dinero, sin papeles, no tiene otro medio de
supervivencia más que seguirlo como un perro fiel. Por cierto que también él encuentra
finalmente en ella un misterio en el que sumergirse, el mismo que no conoció ni tan
siquiera imaginó en su vida de pareja. Por lo tanto, se podrán atribuir a su acercamiento
todas las justificaciones que se quieran, considerarlos a ambos como interesados en esa
relación, pero tales razones, esas sospechas de hecho no tienen importancia; no socavan
para nada, no corroen en nada el zócalo o el fondo de acuerdo que se ha erigido entre
los dos, en ese mundo desamparado, y como si fuera por toda la eternidad. Aunque
sepan que en pocos días, no se sabe cuándo, tal vez en la próxima parada, serán
separados. Porque de repente algo se encuentra a su alcance, algo se descubre en ellos,
entre ellos, por medio de esa apertura de lo íntimo que ya no tiene nada que ver con el
orden de las cosas. Aunque tendrían muchas y buenas razones para lamentarse
(Simenon por otro lado tiene el buen gusto de no recargar el cuadro de la desgracia), por
el mero hecho de que sitúan así uno junto al otro, del mismo lado, por el simple hecho
de que se han vuelto conniventes y ya ni siquiera tienen verdadera necesidad de hablarse
(o si les incomoda no tener nada que decirse, todavía es por pudor o por costumbre),
alcanzan finalmente lo inaudito de existir. Lo que por una vez en la literatura – y para lo
cual servía todo el despojamiento precedente – es señalado sin pathos: “pasamos así tres
horas en una estación minúscula junto a un albergue pintado de rosa […]. Si tuviese que
describir el lugar, sólo podría hablar de manchas de sombra y de sol, del rosado del día,
del verde de la viña y de los groselleros […] y me pregunto si aquel día no llegué lo más
cerca posible de la felicidad perfecta”.
En ese mundo que se tambalea, en pleno trastorno, lo íntimo a su vez, como
respuesta, trastorna y hace tambalear. Debido a que en el éxodo forzado hicieron caer
toda barrera entre ellos; debido a que se pusieron del mismo lado frente al Afuera del
mundo y de la vida errante, debido a que permanecen juntos experimentando,
observando, diríamos que se encuentran “sobre una nube” – la expresión coloquial es
acertada. En el seno de esa dependencia total, los dos pueden recobrar cierta
independencia: al suprimir la distancia entre ellos, pueden volver a poner ese mundo a
distancia - ¿podrían hacerlo de otro modo? Esa frágil y pequeña nube es arrastrada por
el viento de la Historia, sacudida por los acontecimientos; pero debido a que
experimentan eso de a dos, se tornan leves, se vuelven alertas, en lugar de dejarse
paralizar por el miedo o por el interés. Los dos han trasladado la barrera que separa a
cada uno de su Afuera, con una misma maniobra, más allá de ellos: la bolsa de
intimidad que abrieron se despliega sobre ellos como una tienda donde alojarse. Eso
íntimo no se reduce a la complicidad puesto que finalmente supera al mismo tiempo el
cálculo y la intención. Se abstiene asimismo del placer charlatán de la confidencia, pues
es cierto que lo íntimo no se constituye por el hecho de contarse algo. Finalmente, no se
deriva sólo de la simpatía o del afecto: la experiencia, como vemos, adquiere un giro
metafísico; da acceso. Habrá que decir a qué.
II. Adentro/afuera: cuando cae la barrera

1. Partamos al ras de la lengua. Desconfiemos del arrebato que amenaza con


arrastrarnos por la pendiente de la metafísica. Para no dejarnos llevar por la tentación
efusiva que se cierne sobre este caso, sobre este tema, actualmente convertido en tan
prolífico, de una “apertura” al otro, aclaremos la noción, circunscribamos el término. O
para decirlo de manera preventiva, curativa (en términos wittgensteinianos): partamos
de lo único de donde podemos partir – de los “usos” del lenguaje ordinario. Pero resulta
que respecto de lo íntimo el uso nos pone delante de esos dos sentidos, nos coloca sin
mediación en esa bifurcación. Lo íntimo se dice de aquello que está “contenido en lo
más profundo de un ser”; y así hablamos de un “sentido íntimo” o de la “estructura
íntima de las cosas”. Pero también es aquello que “vincula estrechamente por medio de
lo más profundo que existe”: unión íntima, tener relaciones íntimas, ser íntimo de… El
diccionario (el Robert) enumera luego esos dos sentidos y los sitúa juntos, sin más
glosas, sin pestañear, pero, ¿qué relación hay entre ellos? ¿Y no se oponen además?
Porque uno expresa lo apartado y lo oculto, y el otro expresa la relación. Virtud del
Diccionario que estira la lengua en todos los sentidos y según sus posibilidades, pero,
¿hasta dónde puede llegar en este caso el desmembramiento? ¿Equivale a una verdad
esa virtud extensiva? Íntimo se llama en efecto “lo que es totalmente privado y
generalmente oculto a los demás” (así ocurre con la vida íntima, con una convicción
íntima o con lo que llamamos “diario íntimo”). Pero al mismo tiempo, igualmente,
íntimo expresa lo que reúne a dos personas y favorece la armonía entre ellas. Por
ambiente, por pregnancia, de manera tácita: comida íntima, fiesta íntima; o incluso
hablamos de un rincón íntimo, a salvo del mundo, apartado de las miradas y de la charla
de las personas que pasan – la pareja en éxodo durante la noche del último campamento
se encontrará allí.
Debemos pues empezar escuchando la lengua, los diversos usos de la lengua,
diversos hasta la disyunción; aunque por eso mismo también debemos seguir lo que nos
hace pensar entonces correlativamente y tal vez incluso deducir un sentido del otro: (1)
que lo íntimo es lo más esencial al mismo tiempo que lo más retirado y lo más secreto,
que se oculta a los otros; (2) que lo íntimo es lo que asocia más profundamente con el
Otro y conduce a compartir con él. ¿Cómo se pasará entonces de un sentido al siguiente
debajo de lo que parece, a primera vista, nada menos que una contradicción? ¿O bien
qué esclarece esa contradicción? El hecho de que el diccionario establezca los dos
sentidos rivales sin explicarse, sin rechistar, contentándose con yuxtaponerlos, nos
dejaría sumidos en la aporía si no advirtiéramos en cambio, en el llamado a franquear
esa separación, algo así como una revelación – por medio de ese desgarramiento
“vemos detrás”. O digamos que percibimos entonces lo que se ofrecería para pensar de
modo más crucial, lo que repentinamente nos da un asidero al pasar, sin previo aviso, en
el seno de una palabra, en ese gap, sobre nuestro ser como humanos.
La lengua piensa. Habrá que empezar entonces deteniéndonos en lo que dice (y
hace) la lengua, sin que por ello lo conciba de modo suficiente, en todo caso sin
explicitarlo. Porque no se encuentra un superlativo para “exterior” (a ello sólo responde
“último”). Pero hay un superlativo para “interior”: “íntimo”. Intimus, dice el latín: lo
que es “muy” o “más interior”. Nos vemos remitidos pues un paso más allá ante lo que
nos hace falta pensar o, más precisamente, dialectizar, para superar esta aporía. Porque
lo íntimo es lo intensivo o la radicalización de un interior, que lo retrae en sí mismo y lo
sustrae de los otros, y lo íntimo al mismo tiempo expresa también su contrario: la unión
con el Otro, unión “íntima”, un afuera que se vuelve adentro, “lo más adentro” – y
genera la exigencia de compartir. “Íntimo” efectúa esa inversión de un sentido al otro:
aquello que es lo más interior – porque es lo más interior lleva lo interno a su límite – es
aquello que por eso mismo suscita una apertura al Otro; por lo tanto, lo que hace caer la
separación provoca la penetración.

2. Resulta entonces que por medio de lo íntimo se quiebran las relaciones


tradicionales del adentro y del afuera; e incluso estos ya no parecen reconocibles a
primera vista. En efecto, por la inversión que contiene lo “íntimo”, que se convierte de
lo más secreto en aquello que más puede vincular, es decir, de lo que es más interior en
cada uno – “íntimo” en él – en aquello que puede fundar más profundamente, a la vez
justificar y provocar, su unión con el Otro (según la expresión banal, aunque enseguida
envidiosa: “son íntimos”), el interior y el exterior se revelan de pronto en las antípodas
de lo que concebimos con ellos (manteniéndolos separados). Porque resulta que, según
lo íntimo, lo interior parece comunicarse en el fondo con su opuesto. De allí, la hipótesis
expuesta para aclarar la paradoja: ¿no será que cuando más se ahonda, se profundiza lo
interior, menos puede extenderse aparte y aislarse? Cuanto más se aprehende en sí
mismo el interior de nosotros mismos, en su trasfondo, como suele decirse, en tanto que
“muy” o “más interno”, tanto más se encamina hacia su desclausura. Más da indicios
“de lo Otro” que ya no es entonces el otro, sino su contrario: inversión que no puede ser
más significativa y que no hago más que constatar – y es lo que me propongo explorar
aquí en la estela de lo íntimo.
Porque veo allí un hilo que se puede seguir con curiosidad para considerar lo que
viene después. Tal vez nada menos que la necesidad de volver a pensar lo que
entendemos como nuestra “interioridad” y por ende también una relación con el “otro”
que ya no resulte forzada por la moral. ¿O acaso la moral no sea solamente el
despliegue de lo íntimo en un principio, cuando todavía no está maniatada por la
obligación? O digamos: ¿no sería acaso la misma moral, en el fondo, aquello en cuya
senda nos pone el “recurso” de lo íntimo? Y de manera suficiente, porque basta para
romper la clausura interior, en la cual un “yo” se encerró. De manera mucho más
probatoria, menos dolorista en todo caso, en tanto que positiva, de la que efectuó
tradicionalmente la piedad como “fundamento” de la moral.
Puesto que sabemos que el problema que le planteó la “piedad” a la filosofía es
precisamente que no se comprende cómo puedo experimentar “en mi interior”, para
retomar los términos de la antinomia clásica, el mal que le ocurre al Otro “en el
exterior”. Pues, ¿cómo se “traslada” uno mismo al otro (a su sufrimiento)? ¿Acaso por
medio de la “imaginación”, acaso por la “representación” (Rousseau, Schopenhauer? Y
entonces, ¿cómo explicar el carácter inmediato de la reacción? De allí surge su
“misterio”, como se lamentó (Schopenhauer en El fundamento de la moral). Lo íntimo
por su parte es la oportunidad, en cambio, por el mero hecho de la alteración que se
efectúa en él, de extender correlativamente su adentro al exterior, de tener la propia
interioridad también en el Otro, cuanto más se intensifica, fuera de uno mismo,
derribando la clausura de un “sí mismo”.
Habitualmente, en efecto, en el estadio más rudimentario, el de lo “natural”,
digamos, el adentro y el afuera confinan y se yuxtaponen, cada cual por su lado, y por
ello se ignoran. Ese contacto es al mismo tiempo separación – como la piel. Uno y otro
yacen para sus adentros, a uno y otro lado de la frontera, y se mantienen aislados, cada
cual siguiendo su orden propio. Existen así el interior del cuerpo y el exterior del
mundo: fisiológico por una parte, físico por otra. Uno puede herir y cortar al otro (el
cuchillo). A lo sumo, hay un intercambio entre ellos: el cuerpo inspira-expira; absorbe y
eyecta – la relación sólo es utilitaria. O bien, si las categorías de lo interior y lo exterior
comienzan a entrecruzarse como en el trabajo (recordemos a Hegel), el interior del
pensamiento que transforma el exterior del mundo y recíprocamente, ese proceso del
que proviene la Historia, diferenciándose de lo natural, sin embargo los mantiene
separados. Aun cuando enlazan entre sí un devenir común, no por ello dejan de
permanecer cada uno de su lado, y cada uno conserva su distancia. Pero lo que hace
suponer lo íntimo, radicalizando la inversión dialéctica entre los sujetos que somos, es
que en su caso, desde el momento en que se profundiza en sí mismo, pretende ser lo
interior de lo interior, “lo más interior”, y ese interior hace caer la frontera en la cual se
encerró una interioridad. Al mismo tiempo que se retira en sí mismo, apela a “lo Otro”
(mantengamos tanto como sea posible el efecto genérico del neutro) para que penetre en
ese adentro, para que se le una y se inmiscuya; y la delimitación adentro/afuera llega
entonces a borrarse.
Lo íntimo designa entonces dos cosas que mantiene asociadas: el retiro y el
compartir. O antes bien, debido incluso a la posibilidad del retiro, surge la solicitación
de compartir. No sólo, evidentemente, porque cuanto más íntimo es lo que está en
juego, más profundo es lo compartido. Sino sobre todo porque sólo lo que es íntimo
quiere ofrecerse y puede hacerlo. Es porque nuestras partes “íntimas”, según la
denominación usual, son las más retiradas, no exhibidas, e incluso deben vestirse, deben
ocultarse, que podemos descubrirlas y llevarlas ante la mirada del Otro; exponerlas es
ya ofrecer que salgan así de la neutralidad y la indiferencia que hacen permanecer a
cada cual de su lado y que convoquen a la penetración y la mezcla. Debido a que se
profundiza como íntimo, lo interior incita a su franqueamiento por un afuera; del mismo
modo que a cambio aspira a su propia expansión. En tanto que se torna superlativo de sí
mismo, ese interior renunciar a seguir siendo interno y reclama su superación para no
chocar – deshacerse o agotarse – contra el límite.
O bien, dicho al revés, esa apertura al exterior parece inscrita en el seno de la
profundización del interior, convirtiéndolo en su contrario. “Repartición” a la que
además tiende lo íntimo, al yuxtaponer esos dos sentidos opuestos y poner en juego su
mismo ambigüedad. Compartir es dividir partes, donde cada cual tendrá la suya sólo
para sí, como se reparte una torta. Pero compartir es igualmente tomar parte en algo, ya
no estar más solo y participar. Comparto un pastel, o bien comparto sentimientos o
ideas. De tal modo que ser íntimo es compartir un mismo espacio interior – espacio de
intencionalidad: de pensamiento, de sueño, de sentimiento – sin que ya nos preguntemos
a quiénes pertenecen estos últimos. Allí se evoluciona como a partir de un fondo común
que cada uno de los dos reaviva, mediante una frase, un gesto, una mirada, como en el
tren de los exiliados, pero sin apropiárselo – sin siquiera pensarlo.

3. Porque de nuevo se hace presente lo que prescribe la lengua y cuya lógica hay
que pensar. Cuando hablo de una cosa “íntima”, cuando íntimo es un epíteto, lo íntimo
remite a su primer sentido: apunta hacia un retiro a salvo de los otros, designa en esa
profundización del adentro lo que esencialmente es tanto más difícil de comunicar en la
medida en que se mantiene apartado. Pero cuando digo: “yo soy íntimo”, cuando íntimo
se vuelve atributo, cuando se lo predica y se le confiere un sujeto, su sentido de pronto
se invierte, el punto de vista se altera nuevamente. Descubro que no puedo ser “íntimo”
en mí mismo, que no puedo ser íntimo solo. Soy necesariamente íntimo con: no puedo
“ser íntimo” sino para un “tú” – se requiere un plural (dual), se evoca un Afuera. Es
decir que lo “muy interior” o “lo más interior” que constituye lo “íntimo” no se piensa
sino desencerrando al yo que se enuncia en relación con un partenaire y dentro de una
relación. Pero no se trata entonces, como dije, de dar pruebas de una buena voluntad
ética hablando así de apertura al Otro; no cedo entonces, como puede resultar tentador,
al tema eminentemente moral (demasiado ostensiblemente moral) del “hay que
compartir”. Aunque la lengua lo piensa y lo implica por sí misma, fríamente y sin
rechistar. Se trata entonces, por mi parte, de emprender una “analítica” (a partir de lo
que dice y obliga a pensar la lengua), pero no predicar.
“Soy íntimo contigo” significa en efecto que te abrí un “más adentro” de mí, que
ya no mantengo con respecto a ti mi sistema habitual, tentacular, de defensa y de
protección – aquel con el cual nos blindamos frente al exterior, y que hacemos variar,
por supuesto, según los partenaires y las situaciones, pero usualmente sin renunciar por
completo a él. En lo íntimo, no me prevengo ni me excluyo más. Vale decir que somos
íntimos entre nosotros en la medida en que hemos derribado nuestros cálculos y
nuestras razones y está suspendida la machaconería del interés, que no por ello deja de
seguir rondando normalmente, como suele decirse, “adentro de la cabeza”, aun cuando
ya no nos guíe, aun cuando ya no pensemos más en ello. Lo íntimo es el compartir
subterráneo que ya ni siquiera necesita mostrarse ni probarse. Entramos en lo íntimo
como quien penetra en una tienda, retomando esa imagen, que un buen día encontramos,
cuya entrada alzamos y en adelante un mismo dosel nos cubre y traza este “nosotros”.
Que el abrigo sea común a los dos y remita la clausura más allá de ellos hace que
se evolucione en adelante “a cubierto”, a gusto, sin coerción, sin prescripción, sin
obligación, como en un elemento o un medio compartido, en vez de continuar
cruzándose cada cual confinado en su frontera y enfrentándose. Bajo ese dosel invisible,
aun si no se “hace” nada (del tipo “¿qué hicimos hoy?”), aun si no se “dice” nada (ya no
es necesario decir algo para “llenar” la conversación), el recurso de lo íntimo no se
agota: en el entre que abre, se “entre-tiene”. Porque lo íntimo es un estadio que se
alcanza, no un estado; pertenece a lo que llamaría el auge, no a la calma. Difiere por
ello de la ternura, porque la relación no es solamente de sentimiento o de apego; razón
por la cual habitualmente somos menos sensibles y apenas nos detenemos en ello. No se
piensa en lo íntimo; uno ni siquiera piensa que se vuelve íntimo. Luego un día
constatamos, ponderamos, que de hecho nos hemos vuelto así. Por otra parte, como no
es ni virtud ni cualidad, no tiene determinación ni objetivo, en suma, como no tiene fin
(y la vía ética desde los griegos quería un “fin”, telos), lo íntimo se ha sustraído
igualmente a la captación de la filosofía. Por tal motivo, como comprobamos, se han
interesado tan poco en ello, se lo pensó tan escasamente después de todo.
No obstante, lo íntimo me parece que merece que nos detengamos en ello tanto
más en la medida en que vemos lo que nos hace ganar con respecto a todo pensamiento
de la intro-(sección) y de lo interior (la famosa “vida interior”, etc.). Es incluso a lo que
más me aferro aquí: poner de relieve lo íntimo en contra de la interioridad y de su culto,
para desembarazarnos de ellos. Pues mientras que la noción de interioridad de entrada
es sospechosa por lo que deja entrever, o sea ruptura y rechazo del mundo exterior, y
por ende encierro en sí mismo y debilitamiento por confinamiento (del mismo modo
que todo subjetivismo siempre hará sospechar que ignora la objetividad), resulta que lo
íntimo, al excavar algo más profundo, más interior que lo interior, al mismo tiempo
invierte esa tentación del repliegue con su vuelco, la lima y la subvierte. Se produce un
rebote que enlaza la relación y hace surgir una aventura; mediante lo cual genera lo
inaudito. Lo más interior, e incluso “lo más interior” de todo, se halla atravesado por
una tentación de desconocimiento y abandono; se libera de sí mismo aspirando al
exterior de sí que abolirá la frontera limítrofe de uno: “uno mismo” ya no está apretado,
no se estanca, sino que se desborda y se vuelve expansivo. Lo íntimo es ese elemento o
ese medio donde un yo se despliega y se exterioriza, pero sin forzarse, sin pensarlo – lo
que en verdad significa “efusión”. No se podría ser restringido, mezquino, mediocre
cuando se accede a lo íntimo.
Lo que entonces nos hace descubrir lo íntimo, en consecuencia, aunque
discretamente, sin alertar, no es nada menos que aquello que de golpe, por la posibilidad
que abre, desbarata la concepción de un Yo-sujeto bloqueado en su solipsismo – la
misma contra la cual se sublevó tanto, como es sabido, la filosofía contemporánea. La
psicología nos decía que solamente me relaciono con el Otro, afuera, y puedo abordarlo,
por una proyección-abstracción a partir del “yo”. Freud también… Vemos con asombro
que Freud pertenece a ese partido. Aunque sin embargo hizo tanto para derribar la
concepción de un sujeto insular y que pretende ser autárquico, no deja de seguir preso
del prejuicio de la “representación” como facultad maestra a partir de la cual un sujeto
se relaciona con el mundo del mismo modo que dominó la filosofía clásica. Como si
sólo accediera a la conciencia del Otro (al hecho de que el Otro tenga conciencia)
mediatamente y por deducción: “que otro hombre tenga igualmente una conciencia –
dice – es una inferencia que se obtiene per analogiam” (El inconsciente, 1915). Es decir
que respecto de todo hombre fuera de uno mismo, “la hipótesis de la conciencia se basa
en una inferencia” y por ende “no puede merecer la certeza inmediata que tenemos de
nuestra propia conciencia”. Pero la posibilidad de lo íntimo basta precisamente para
desmentir y demoler esta aserción, sirviendo de piedra de toque para su contrario. Diría
incluso que la finalidad de lo íntimo, si tuviera una, sería precisamente hacer
experimentar lo inverso: que el otro es conciencia al unísono conmigo mismo, lo que
entonces se aprehende de manera inmediata y no por deducción, no per analogiam, en
ese adentro compartido.
Debido a que en lo íntimo la frontera entre nosotros se difumina y hasta se borra,
y el Otro se deshace de su exterioridad y recíprocamente, resulta que compartimos
efectivamente la conciencia; la “con”-ciencia que se promueve de acuerdo con el Otro
ya no es propiedad de un sujeto; o digamos que en lo íntimo nuestras conciencias
encajan tan bien que se desapropian; ya no hay “tu” o “mi” conciencia, sino que “la”
(también optamos aquí por el genérico) se extiende entre nosotros, abriendo ese “entre”.
No es tanto que “me haces falta”, como se suele decir habitualmente, cómodamente
(posesivamente), sino más bien que “me siento en ti”. En la medida de esa intimidad,
nos volvemos co-conscientes y co-sujetos. Con lo cual lo íntimo levanta una punta del
velo que nos ocultaba la co-originariedad de los sujetos que pretende pensar el
pensamiento moderno y según el cual, como empezamos a ver, la moral se puede
considerar de modo muy distinto. Lejos de ser entonces un aspecto particular de la
experiencia humana, o aun cuando fuese su intensificación, lo íntimo desestabiliza
aquello en lo que basamos tradicionalmente nuestra aprehensión del Yo-sujeto y es en
verdad “revelación”, tal como afirmé – pero una revelación completamente empírica y
muy modesta, hecha al pasar, furtiva, reservada. Por consiguiente, nos será preciso
avanzar más dentro de lo que no dudaré en llamar lo inaudito de lo íntimo, tanto más
inaudito en la medida en que es discreto, para abrir con nuevo impulso, siguiendo ese
hilo, un camino hacia lo humano y hacia la moral, sondeando el “nosotros” que esto nos
descubre.
III – La palabra, la cosa

1. Es una bella palabra en francés: “ín-timo”. In- abre, hace alzar la voz, brinda
el timbre: la i armónica resuena. Luego –timo repliega, cierra ese impulso – ese acento –
suavemente y lo torna discreto. La e muda1 que se retira hace que se termine
indefinidamente: hace murmurar. Por un lado, las dos sílabas reverberan, la expiración
responde a la aspiración, pero por el otro, no funciona sin cierta asimetría: a la elevación
breve, que crea un efecto de llamado, le sucede un descenso de la voz que la absorbe y
la prolonga en sordina. El intimo italiano, por ejemplo,2 disperso en tres sílabas y
continuamente sonoro, no posee este recurso. Por una vez la lengua francesa, a la que
habitualmente se le reprocha que sea tan poco musical, resulta justa (como se dice
“justa” en música). ¿No basta acaso con pronunciar de nuevo la palabra mentalmente,
una vez más, nada más que para escucharla, para obtener placer en cada ocasión? “In-
time”: fonetistas y poetólogos no terminarán de descubrir sus recursos; y no se podría
concebir mejor, en efecto, ni imaginar un acuerdo más perfecto, entre la palabra y la
cosa, entre el sonido y el sentido: por una vez, el significante transporta
maravillosamente su significado.
Y en cuanto al significado, lo hemos visto desarrollarse desde el latín siguiendo
sus dos vías paralelas: por un lado, diciendo lo que está más adentro, lo más profundo,
lo más retirado; por el otro, que unas personas están ligadas de la manera más estrecha y
perdurable. Por una parte, el núcleo de la cosa; por la otra, la intensidad de la unión.
Vemos que Cicerón habla tanto del fondo íntimo de un santuario, sacrarium intimum, o
del íntimo secreto del arte, ars intima, como de sus amigos íntimos, mei intimi,
familiares intimi. Pero como ya empezamos a sospecharlo, cuando estos dos sentidos
salen de su paralelismo, dejan de ser compartimentos estancos entre sí y se cruzan,
entrando dialécticamente en relación uno con el otro, es cuando nace su fecundidad –
cuando ese término súbitamente hace pensar; cuando el retiro en el interior de uno
mismo desemboca en la relación con el Otro; o para decirlo también a la inversa,
cuando por la apertura al Otro se descubre algo más interior en uno, cuando la
profundización de lo íntimo dentro de mí se efectúa por medio del acceso al Afuera de
mí.
De modo que ese Otro, ese Afuera que excava lo íntimo dentro de mí y lo revela,
¿qué podría ser en primer lugar si no Dios – lo que llamamos “Dios”? ¿No es acaso, en
primer lugar, para lo que sirve Dios, al menos el Dios cristiano? Lo leemos
directamente en las Confesiones de Agustín, que representan el gran giro en la materia.
Sin duda alguna, el contexto cristiano fecundó lo íntimo y lo hizo prosperar. Puesto que
Agustín lo concibe en adelante unitariamente así: “Estando advertido de ello, de volver
sobre mí mismo, entré en mi intimidad bajo tu guía y pude hacerlo porque te convertiste
en mi sostén” (Confesiones, VII, 10). En “mi intimidad”, dice Agustín, o más bien en
“mis intimidades”, en neutro plural, así como también dice las “vísceras íntimas de mi
alma”, y bajo tu guía, “conduciéndome tú”, duce tu. ¿Y qué percibí al entrar en “mis
intimidades”? Ya no una cosa, sino “la luz”, una luz inmutable, lux incommutabilis: no
1
En la palabra francesa intime, donde la última vocal es muda [T.].
2
Tal como su equivalente en castellano, que se pronuncia igual [T.].
la luz vulgar que percibe la carne, ni tampoco una luz superior que colma todo el
espacio, sino una luz distinta, “verdaderamente otra”, la misma que me creó – ipsa fecit
me.
En el curso de las Confesiones, Agustín trabaja los dos aspectos a la vez en
cuanto a lo íntimo. Por una parte, profundiza lo “más interior” en mí y le da
consistencia, intima mea; lo convierte en el fondo y la forma de la subjetividad cuyo
concepto vemos así surgir en Occidente. Pero por otra parte, invoca a Dios como
esclarecedor interno de lo íntimo al que rige: Dios es el “maestro” o el “médico” íntimo
propiamente dichos (tu medice meus intime, docente te magistro intimo). A partir de lo
cual Agustín puede afirmar que Dios es incluso “más interior que mi intimidad”,
interior intimo meo, del mismo modo que es superior a mi cumbre. Dios, que es lo
Exterior absoluto, el Totalmente otro que reveló la Creación, es al mismo tiempo Aquel
que me revela lo más interior de mí; a la vez me lo hace descubrir y lo despliega.
Agustín llama “Dios” a ese Otro, o a ese Afuera, que funda mi intimidad en lo “más
adentro” de mí, abriéndolo a Él. El resto – “la fe”: credo – no es más que una
consecuencia.
Para el discurso cristiano, por lo tanto, ya no quedará más que profundizar uno
por medio del otro. Por una parte, hundiéndose cada vez más en lo íntimo dentro de sí
mismo y radicalizándolo, sobrepasando ese superlativo, aunque sea insuperable, es
decir, dándole un superlativo al superlativo. Bossuet: “Dios ve en lo más íntimo del
corazón”; “ven a recogerte en lo íntimo de tu intimidad”; y por otra parte, llamando al
hombre a salir de sí para encontrar la verdad de su conciencia y de su condición, es
decir, “fuera de sí mismo y en lo íntimo de la voluntad de Dios” (Pascal, en la carta
sobre la muerte de su padre, 1651). Lo íntimo, lo íntimo de lo íntimo, es el término
último, término clave, que enlaza los dos y los hace comunicarse desde adentro, la
Exterioridad y lo más interno del alma, la trascendencia de la primera que se revela así,
en lo íntimo, como inmanente a la segunda. En adelante, “íntimo” conjuga ambas cosas.
Por ello lo íntimo constituye la bisagra de lo religioso cristiano y allí encuentra –
comprueba – al mismo tiempo su razón y lo que configura su recurso.
Lo íntimo se utiliza entonces como nombre, erigido en noción, aunque para que
sea la noción menos “noción” posible, en todo caso la menos especulativa, ignorada
como tal por la filosofía, por estar en el límite de lo concebible. Es inaceptable al menos
para una lógica del entendimiento: lo interior se ahonda, pero para abrirse a su Afuera; o
el yo no se profundiza sino para salir de sí. Al evocar ese enlace de la conciencia en
Dios, lo íntimo señala hacia el fondo, origen y profundidad, de la experiencia humana.
De modo que el trabajo de la filosofía moderna, aunque sonsacando su pensamiento de
la subjetividad, ¿no fue acaso trasponer ese sentido cristiano, i. e., cargado por el
cristianismo, en un sentido propiamente “humano”, es decir que descubra y desarrolle lo
que promueve lo humano? Como si a partir de allí ese Otro o ese Exterior al que se abre
lo íntimo en lo más profundo de sí pudiera ya ser simplemente Ella o Él, sujetos
humanos como yo, y ya no requiriese para hacerlo que se apele a “Dios”. Pero no dejó
de conservar de “Dios” la potencia de hacer aspirar al desborde de sí en el interior de sí,
cuya idea instauró el cristianismo, haciendo creer en la posibilidad de ese vuelco en el
“Otro”, en ese enlace con un más allá de lo que conforma su “persona”, y además en
otra “persona” tal como podemos encontrarla personal, efectivamente en todo momento.
Al mismo tiempo, se puede evaluar lo que ya pierde la “intimidad” con respecto
a lo íntimo, es decir, frente a esa superación de la frontera, esa aspiración al absoluto,
porque ya no se manifiesta entonces sino en cosas o en estados, deteriorándose en
propiedad o en calidad; hasta qué punto la intimidad hace caer el impulso que ahonda lo
íntimo de nuestro ser íntimo, promoviendo un sujeto y tornando rígidos sus rasgos.
Como debe ser, ese determinativo (de la intimidad) es lisa y llanamente un resultado,
hace olvidar el auge que está en su origen y que lo vuelve efectivo. Como entre lo Bello
y la belleza, esta última apacigua a aquél. Pero, ¿no vemos acaso que “intimista” da un
paso más en esa disminución, que ya sólo se difunde en las cosas como un decorado y
que llega incluso a la inversión? Al abolir la apertura al otro en la cual se profundiza lo
íntimo, se diluye en género, en manera, en atmósfera. Desde el momento en que se
olvida la intrusión de un Afuera que hace caer la frontera, la interioridad se repliega
sobre sí misma y se complace consigo misma. Lo “intimista” debe denunciarse: a decir
verdad, ese kitsch no es tanto lo contrario de lo íntimo, sino más bien su perversión.
Término latino, término cristiano, lo íntimo es un término europeo. Aunque es
tiempo, en la hora de la uniformización del mundo, de dedicarse a una geografía de las
palabras. Desde el momento en que pienso las lenguas y las culturas no en términos de
identidad, sino de fecundidad, tengo que explorar hasta dónde lo “íntimo” desplegó sus
recursos en la diversidad de las culturas. ¿Se encuentra acaso en otra parte? ¿Es algo
culturalmente marcado? Intimo, intima, intímate, intim: las lenguas de Europa
concibieron lo íntimo en proporción a su afiliación con el latín. Pero, ¿y si salgo de
Europa? Puesto que no se trata solamente de sondear genealógicamente lo que pertenece
a nuestra concepción moderna de la subjetividad en su relación con el Otro, y con
respecto a lo que llamamos usualmente y por comodidad la “herencia” cristiana, que se
puede discernir tanto mejor en la medida en que sale de su “evidencia” y actualmente
está en vías de replegarse – su retiro la vuelve singular. Pero también habrá que
considerar, si es verdad que íntimo es un término europeo, qué espacio teórico esboza
en el estado presente del mundo. Pues si se lo disimula, corremos el riesgo de elaborar
hoy lo universal (de lo humano) a un precio en verdad demasiado barato.

2. Por otra parte, está la “cosa” – aunque no sea más que un gesto íntimo como
un apretón de los dedos: “… Me preguntaba si me atrevería a tomar la mano de Anna
cuyo hombro sentía contra el mío…” (El tren). Retirado, reservado, furtivo e incluso
ocultándose a los demás, el gesto íntimo saca de oficio a lo íntimo de sus sentidos
paralelos y conjuga ejemplarmente ambos, afuera y adentro – lo hace a la vez más
estrechamente y más densamente. Con un solo movimiento, expresa a la vez el retiro y
el compartir. Proviene de un sentimiento interior y que incluso es el más interior, el más
secreto, al mismo tiempo que no se contenta con dirigirlo al Otro, sino que se lo impone
físicamente. A la vez el más discreto y el más directo; que trae consigo lo más
imperceptible de la subjetividad, que es lo más retirado, al mismo tiempo que lo encarna
en lo más tangible y lo más exterior – el cuerpo.
O bien tomemos una frase íntima. En la banalidad de las palabras y de las
representaciones que transmiten, aun usando palabras y representaciones que se dicen
usualmente sin cargarlas más, arriesgando entonces lo que más se aprecia, la frase
profundiza entonces a cubierto una relación de tal modo que no importa tanto lo que se
dice como a quien se le dice y la manera en que se es comprendido: penetra allí una
significación aparte, retirada, que antes que comunicar hace comulgar (communicare
decía igualmente el latín antes de que el término se cristianizara). No informa sino que
antes bien crea la alianza; aunque se produzca verbalmente, no deja de actuar
tácitamente. O bien se trata de una mirada íntima, connivencia en el sentido propio: un
solo plegamiento de los párpados que se juntan (connivere dice también el latín) basta
para transmitir una intención secreta, tan secreta que no se la puede formular. Lo que
cuenta entonces en la mirada se ha invertido insidiosamente: en lugar de lo que ve en el
otro es lo que el otro ve en ella. Deja percibir un adentro tanto como percibe un afuera.
Más aún, la mirada íntima no mira tanto como se deja mirar – como a menudo la mirada
de la Virgen en los cuadros de iglesia. Tanto unos como otros, frase, mirada o gesto,
resulta pues que instauran un atajo con respecto a su funcionalidad establecida y la
desvían; y esa disidencia con relación a lo habitual, esa distancia frente a lo banal, los
repliega en un adentro compartido, que traspasa de un ser al otro como un túnel o bien
los cubre a ambos bajo un mismo abrigo.
En verdad, un gesto íntimo es algo extraño. Su “eficacia” es asombrosa.
Mediante un desplazamiento mínimo en el espacio externo, hace cruzar de golpe la
barrera interior, anula la frontera del Otro, su reserva. Es a la vez tangible, físico,
expuesto (aun cuando se disimule) y por consiguiente señalable, al mismo tiempo que
está impregnado de una subjetividad a tal punto que resulta indecible, que no se atreven
o no pueden formular. Lo que se trae en lo más profundo de sí, revelándonos algo más
profundo que uno mismo, y que se mantiene a resguardo de los otros, es precisamente lo
que produce entonces a cubierto una apertura al Otro, dentro del gesto íntimo, de tal
modo que penetra en su fondo, en lo profundo, y se lo revela; su avance, por más
discreto que sea, equivale a una intrusión y lo hace dar vueltas. Porque un gesto íntimo
no puede hacerse a solas; implica en efecto a “Otro”, exige que haya dos. Así como
tampoco se puede ser íntimo con uno mismo, no se puede hacer un gesto íntimo para sí
mismo (uno puede tocar sus “partes íntimas”, pero no por ello el gesto es íntimo); y aun
cuando sea yo solo quien toma su mano, ese gesto, cuando es íntimo (es incluso aquello
en lo cual vemos que es íntimo), se efectúa de a dos.
De tal modo, aun si parece habitual, banal y hasta de todos los días, un gesto
íntimo es “inaudito”. Aun si no nos damos cuenta de ello o no se le presta atención,
siempre constituye un acontecimiento en cuanto tal: un gesto íntimo es siempre nuevo,
no se gasta, o bien ya no es íntimo porque no es eficaz. Es incluso el anticipo de la
relación: antes de que la intimidad se declare, sirve como precursor y desencadenante.
Mientras la situación (la relación) no ha salido a la luz, es incluso estratégicamente
conativo. A menudo la intimidad del gesto precedió a la palabra. Frase de novela:
“entonces le tomó la mano, después le dijo…”. No es sólo que anticipa, sino que
además precipita; es lo que decide de golpe entre las posibilidades, le pone fin a lo
incierto, saca del aplazamiento y hace precipitar súbitamente en el adentro compartido.
Gesto decisivo como pocos; el acontecimiento que crea ya nada más lo vuelve a cerrar
ni lo borrará, nada más podrá hacer que objetivamente no haya existido, aun si es
renegado – arrastra consigo la vida entera.

3. Especialmente dos rasgos caracterizan el gesto íntimo. Por un lado, es


portador de intencionalidad, a diferencia del gesto de aproximación que se efectúa por
descuido (o del gesto médico aunque actúe sobre las partes íntimas). Por otro lado,
puede imponerse al otro, pero no pretende ser (ni es válido) sino consentido por éste.
Dicho al revés: si ejerce violencia, pues tiene algo de agresión, dicho gesto no deja de
ser íntimo desde el momento en que es aceptado por el otro y se vuelve un lenguaje
entre ellos (Julien Sorel cuando toma la mano de Madame de Rênal en Vergy). ¿Qué
relación tiene entonces con lo sexual? Por una parte, el gesto íntimo puede ignorar lo
sexual (“no querer saber nada”: cuando se sostiene la mano del enfermo en el hospital e
incluso entonces se lo acaricia); y por otra parte, cuando está teñido de sexualidad,
enseguida lo vemos bifurcarse respecto de lo erótico.
Puede ser el mismo gesto, por otra parte, la caricia o el roce. Pero ya sea que
excite (y se excite); ya sea que penetre, se insinúe e invada. Ya sea vector de erotismo y
permanezca en el estadio reactivo, donde entonces se abroquela la pulsión; ya sea que se
haga portador de intimidad, que lo atraviese y vaya detrás, va a hacer resonar la
interioridad del Otro bajo el arco de la caricia (comparación banal aunque insuperable),
buscará lo interior de su interior y se lo hará experimentar. Por lo tanto, o bien hay
ganancia de deseo-placer, Lust; o bien hay ganancia de acuerdo tácito y de expansión. O
bien hay un antes y un después (lo que convencionalmente se llama el “acto” sexual): la
tensión erótica antes/la connivencia después). ¿Hasta qué punto son excluyentes uno del
otro? ¿Hasta qué punto lo erótico acalla momentáneamente todo lo íntimo y lo íntimo
llega a hacer olvidar lo erótico, disolviéndolo en su infinitud? Lo suficiente, en todo
caso, como para que lo sexual se difracte entre los dos y para que aquello que contradice
lo erótico ya no sea tanto lo “espiritual”, según la oposición fijada, demasiado cómoda,
heredada de nuestros viejos dualismos, sino esa dimensión íntima que, cuanto más se
extiende, más sustrae la condición de posibilidad – o sea, de hecho, de exterioridad – de
lo erótico.
Sin embargo, no podemos ocultar que el gesto íntimo, aun si lo que pretende
establecer es la dulzura de una connivencia, actúa primero como una intrusión frente al
otro, vale decir, una penetración. Pero, ¿intrusión en qué? Diría: en el campo de
pertenencia o de lo que llamaría “privacía” (en inglés, privacy), tal como se constituye
para cada uno a partir de su propio cuerpo, cuya barrera no está marcada pero que se
conoce de entrada, y que cada uno transporta consigo, en donde cada uno se envuelve y
se agazapa. El gesto íntimo hace una brecha en esa frontera invisible mediante la cual
cada uno se conserva y se apropia de sí. Porque lo que importa no es tanto que el gesto
sea expresivo (muchos de nuestros gestos lo son: de cólera, de odio, de piedad – la
semiótica de los gestos no constituye un problema) sino el hecho de que el gesto íntimo,
que irrumpe en el campo de pertenencia del Otro, mediante el cual éste se reconoce y se
apropia, deshace – hace caer – la barrera entre el Otro y uno mismo, entre afuera y
adentro; de manera que un adentro se extiende a través del otro, en lugar de toparse con
su exterioridad provocativa – provocativa porque mantiene la distancia y hasta la
incrementa, como lo querría el erotismo.
El gesto íntimo era en principio una audacia: me atrevo, me permito hacer, sólo
con el desplazamiento discreto de la mano, lo que otros – tal vez todos los otros – no
tienen o no tendrán derecho a hacer en su vida, no piensan o no pueden arriesgarse a
hacer, y a lo que sólo yo me autorizo. Pero esa usurpación impuesta, que se introduce
entre dos peligros, la indecencia y la violencia, en una apuesta que cuenta con el
consentimiento del Otro para hacer caer la delimitación con uno mismo, ha logrado de
golpe hacer que se altere la relación; al extender la “privacía” a nosotros dos, invierte
los datos: de una efracción del afuera en un adentro compartido; o de lo que siempre al
comienzo tiene algo de un forzamiento en una dulzura infinita (volveré sobre esta
“dulzura” de lo íntimo para sustraerla de la cursilería psicológica). Resulta fascinante
ese punto de trastocamiento donde todo se decide, donde la transgresión se convierte en
recibimiento, e incluso descubre una espera, así como el impulso súbito se hace
vibración, eco, que no se extingue. Lo que hace que el gesto íntimo, aun si se ha vuelto
familiar, nunca sea rutinario; conserva siempre, como ya dije, algo de un
acontecimiento inaudito, de milagro. A lo cual se debe que, aun cuando se muestra,
nunca puede ser completamente develado; que se preserve del prójimo para no ser
profanado; que aun si se realiza en público, siga estando en un código “secreto”. O de lo
contrario, resulta deshabitado de sí mismo, ha perdido su eficacia y ya no es más íntimo.
Pues entonces, cuando el gesto no se realiza más, o cuando hacerlo se torna una
carga, se expresa ya una reticencia que restablece la frontera invisible (Fabrizio y la
Sanseverina en el lago, tras el episodio de la torre Farnese). Por lo tanto, si que se
advierta y por ende sin que se piense en hablar de ello, ha comenzad de facto,
físicamente, la separación: el hombro que ya no se roza, la mano que no se tiende más.
El cese del gesto íntimo no solamente traduce (trasluce) el fin, o al menos el deterioro,
del entendimiento tácito y de la connivencia, sino que también lo anticipa y lo precipita.
Advierte lo que está destinado a deshacerse y ya lo inicia. A semejanza del atreverse al
gesto, pero esta vez en sentido contrario, ya no por una apertura sino mediante la
retracción de lo posible. El gesto que no se hace más, o incluso apenas retirado, ya
significa – suficientemente – que devolvemos al Otro a su afuera, lo abandonamos a su
exterioridad.

4. Está pues, por una parte, la singularidad que nos descubre la palabra –
“íntimo”: tan adecuada en francés, común a las lenguas europeas a partir de su factura
latina, signada por el giro cristiano, aunque todavía habrá que comprender hasta dónde y
por qué. Y por otra parte, está la “cosa” que a su vez parece tan común y que incluso no
podemos concebir que no haya existido siempre y en todas partes: el simple apretón de
los dedos, o la mirada, o la frase, que hace pasar de golpe mi sentimiento interior, el
más interior, a la interioridad de Otro, borrando la frontera entre nosotros y ofreciendo
lo íntimo en mí – abriéndome lo íntimo suyo. ¿Qué límite cultural puedo imaginar para
esa experiencia? ¿O acaso no sería tan simple?
Dicho de otro modo, en lo íntimo, ¿se trata de una categoría cultural e
históricamente marcada, cuya noción surgió y se desplegó en un determinado contexto
de civilización, en un determinado momento de su desarrollo y conservaría su
impronta? Todos nuestros conceptos “llegaron a ser”, decía Nietzsche, que era en eso
heredero de Hegel. No podré entonces desentrañar lo “íntimo” sino indagando esa
singularidad cultural y explorando su coherencia; no podré comprenderlo sin esa
historia y esa aculturación. Así como no podemos comprender, por ejemplo, la saudade
portuguesa más que volviéndonos, en pleno paisaje mediterráneo, hacia el océano y sus
más distantes costas, resultando entonces embarcados hacia viajes muy diferentes; o la
Sehnsucht de la lengua alemana, que “nostalgia” traduce muy mal, salvo penetrando en
la fisura romántica y su sueño, no tanto formado de Burg altivos, de brumas y de
leyendas, como de obsesiones a la Novalis y de aspiraciones donde lo finito es “alusión”
a lo Infinito; o bien como no podemos penetrar el iki japonés sino asociando al sentido
del honor y de la seducción (ikiji-bitai) el renunciamiento budista, akirame, como tan
exactamente lo describió Kuki Shuzo.
Pasemos a China, que permaneció por mucho tiempo ajena a Europa tanto por la
lengua como por la Historia y que me sirve así como palanca o, digamos, como
“abrelatas” filosófico: ¿cómo traducir allí “íntimo”? Puesto que no encuentro allí un
término donde se reúnan “la esencia íntima de” y “la relación íntima con”, es decir,
donde el ahondamiento de un interior en uno mismo pueda revelarse al mismo tiempo
como acceso al Otro, como en Agustín donde Dios se descubre “más interior que lo
íntimo mío”, interior intimo meo. En China, debería elegir una cosa o la otra: o bien
expreso la realidad más interna, privada, oculta (si-mi, yin-mi), o bien designo la
profundidad del lazo (quin-mi), salvo que la misma idea de intensidad por compacidad
se encuentra en ambos términos (mi, en estos compuestos del chino moderno).
¿Deberemos creer en consecuencia que los chinos, al menos hasta el encuentro con
Europa, habrían vivido de otro modo la experiencia que para nosotros (el “nosotros” que
se mostraría entonces europeo) es la de lo “íntimo”, o bien que en cierta medida la
habrían ignorado? Pero esta última, a partir de Agustín, ¿no ha sido crucial en la
construcción de la subjetividad? Y asimismo, o en primer lugar, volviéndonos sobre
nosotros mismos y remontándonos en nuestra historia, ¿qué pasa con los griegos,
“nuestros” griegos, ya que la palabra es latina, si sólo fuera latina: intimus? ¿Los griegos
entonces desconocieron lo “íntimo”?
Se plantea finalmente la cuestión del género adecuado para llegar más lejos: ¿no
debería más bien escribir una novela? Lo íntimo, es sabido, es lo más singular, lo “más
interior” y se agazapa antes del análisis y el enunciado. ¿Puedo acaso imaginar algo más
resistente – recalcitrante – a la captación del concepto y a la abstracción? Una vez más
se verifica en este caso que, según la vieja formulación escolástica, la existencia está
hecha de singulares (existentia est singularium), mientras que la “ciencia”, el discurso
del conocimiento, “se refiere a” los universales (scientia est de universalibus), y por lo
tanto estaría condenada a permanecer a distancia de dicha existencia. De modo que lo
íntimo sería por principio reacio a la filosofía – ¿qué filósofo habló de ello? Tendré que
hacer entonces mi propio camino no sólo entre la palabra y la cosa – entre lo que se
halla implicado por la “palabra” y lo que se encuentra manifestado por la “cosa”, gesto,
frase o mirada – sino también aventurarme entre la noción y la situación: pasar de la
historia cultural en gran escala a lo individual de este momento, esta vida, y apelar al
relato, variándolo incluso mediante la ficción. ¿Pero no es acaso, de hecho, la condición
de todo pensamiento del vivir? ¿Y podrá hacernos creer además, a su respecto, en
alguna ruptura entre ambas, literatura y filosofía?
IV – No existió lo íntimo griego

1. Héctor y Andrómaca, al encontrarse en las murallas de Troya (en la Ilíada,


canto VI), ¿son íntimos entre sí? Después de tantas disputas y combates entre valientes,
de discursos encendidos y llamados a la venganza, después de tanto estrépito y tanta
sangre derramada intensamente, los dos esposos se buscan, se apresuran uno delante del
otro y se encuentran sobre la muralla; junto a ellos, una nodriza tiene en brazos a
Astianacte, el niño nacido de su unión. Abajo, en la llanura que levanta polvo bajo los
carros, no ha terminado el combate en el que se han inmiscuido los dioses. Admito que
esa escena, leída en el griego titubeante de mi juventud, como la leyeron hasta entonces
tantos adolescentes de Europa (una educación ya caduca, como se sabe), me pareció
definitiva, y que sellaba de entrada lo que sería – lo que habrá de ser – lo humano.
Como por una escotilla, veríamos allí al “hombre mismo”, según la expresión fetiche,
en sus resortes básicos y sus afectos.
La prueba de ello, nos dicen, es la súbita conmoción de nuestros afectos cuando
leemos la escena; conmoción que se produce en cadena con el correr de los siglos,
igualmente, tácitamente, de generación en generación: ¿quién no reaccionaría a ello? ¿Y
hay algo más elemental que lo “reactivo”? (¿O con qué otra palabra puedo intentar
extraer esto más radicalmente?) ¿No es acaso la prueba de que lo vivido en un tiempo
tan remoto nos ha “tocado” como por medio de una onda que no se pierde – onda que
trasmitiría lo “humano”? Independientemente entonces de todo condicionamiento – y
por ende también de todo ocultamiento – que provendría de la lengua o de la ideología,
de la historia y de la cultura, o más en general de lo que se ha convenido en llamar,
desde Foucault, el “discurso”. Sin embargo, estamos todos de acuerdo en reconocer que
las maneras de ver e incluso de sentir han mutado después de tantos siglos. Pero
justamente ya no se trataría tanto de ideas o de sentimientos sino de tipos y de
situaciones, o bien, digamos, de “estructuras” de humanidad tales como las habría
logrado alcanzar Homero, “el primer poeta”, antes de lo concebido y lo afectivo; y una
vez orientadas como lo están desde ese momento en un plano básico, casi
milagrosamente se ha como anulado la distancia de ellos a nosotros.
Pero en este argumento se habrá reconocido el último coto cerrado defendido
por el viejo humanismo. Una página como esa, de las páginas que se van “recolectando”
con el correr de los siglos y de las literaturas, que también se llaman de “antología”,
sería la expresión directa de una misma condición, independiente de cualquier otra
condición – la famosa “condición humana”. Al leerla, cada cual verifica enseguida su
justeza, y lo hace, como dije, “reactivamente”, para sí mismo, y tal vez incluso a pesar
suyo – por lo tanto sin que para ello se necesite ninguna mediación o interpretación.
Digamos que el proceso de “identificación”, en el doble sentido del término, psicológico
y cognitivo a la vez, en este caso, no cuesta nada: uno se identifica (se asimila) de la
manera más directa con esas situaciones y esos personajes; y la identificación general
con lo que corresponde “al hombre”, su determinación básica, se realiza al mismo
tiempo a través de ellos, que lo hacen resaltar ejemplarmente en su simplicidad.
Se sabe por lo tanto que también hay páginas que – gracias a la materia a la vez
sensible y marmórea en la que han sido grabadas, porque están en condiciones de
movilizar todo lo humano y no solamente su intelecto, porque son narrativas y poéticas
a la vez, porque escenifican y no prescriben – no tienen fecha (no pasan): páginas en las
cuales todo el tiempo acumulado después no condensó y ni siquiera arrojó ninguna
sombra; que se descubren frescas como el primer día: “El mundo nace, Homero
canta…” Con mayor razón captamos esa humanidad ingenua – nativa y definitiva –
cuando se trata de Héctor y de Andrómaca encontrándose sobre los muros de Troya. Ya
nada histórico y cultural lo impedía, o bien lo histórico y lo cultural ya no eran más que
un decorado, a lo sumo un soporte, y al respecto los comparatistas han hablado, como es
sabido, de “invariantes” (tanto en el espacio como en el tiempo – mixtura de “universal”
y de “eterno”). La noción desde entonces resultó fructífera. Resulta muy cómoda. Pero,
¿podemos fiarnos de ella?
Porque comprendemos bien que no se trata de una simple apreciación de la
literatura y que la apuesta es más decisiva para lo “humano”: aun para los más
escépticos en cuestión de humanismo, ¿no tendría la literatura ese derecho y ese poder?
Pero mientras que toda una construcción del “Hombre” se sirvió de ella efectivamente
como piedra de toque, o como elemento probatorio, digamos, para llegar a validar una
“naturaleza humana”, advierto que los mismos que pretendieron trastocar hace más de
un siglo la concepción de una identidad del hombre – y sabe Dios que fueron numerosos
y decididos – lo hicieron permaneciendo dentro del juego nocional propio de la filosofía
(“existencia” contra “esencia”, etc.), siguiendo la vieja esquizofrenia europea entre lo
filosófico y lo literario, y casi no se aventuraron en ese terreno. Como si se pudiera estar
entonces milagrosamente de vacaciones de toda historicidad. Acordaríamos sin rencor,
in petto, y de modo más bien cómplice, en abandonar ese jardín (de lo “literario” – que
Homero inaugura) a los otros, a los devotos de la literatura eterna (¿para qué arruinarles
su fiesta?), puesto que no se basa directamente en el concepto y en su dignidad. Por ello,
las grandes páginas permanecieron “intocables”, su abordaje inmutable, se las querría
inscribir en el “patrimonio mundial” de la humanidad, según la manía contemporánea,
para conservarlas para siempre en su inocencia. ¿El mismo Foucault no se acercó a ello?
Por detrás del relato guerrero, en efecto, todo lo hace aquí el poeta con mano
maestra, para que se destaque el potente vínculo que une a esos dos seres que al fin se
encuentran apartados de los demás, vueltos uno hacia el otro y sabiendo que ciertamente
será por última vez. En esa página inaugural de la literatura europea, por cierto, se
alcanza de entrada un punto extremo con respecto al arte de manejar la emoción,
haciendo fluctuar lo tierno y lo patético, lo afectuoso y lo heroico. Porque no falta nada.
Ni el gesto cómplice de cercanía: Andrómaca toma la mano de su esposo y éste, luego
de haberle devuelto el niño, también la acaricia con su mano (cheiri katerexen). Ni
tampoco el cuidado y la preocupación por el otro: Héctor empieza incluso a pensar en
Andrómaca cuando, una vez destruida Troya, como ambos prevén, ella terminará siendo
llevada como esclava, reducida a urdir la tela bajo el mando de otro o ir a buscar el agua
para el servicio. Con un arte consumado del contraste y del crescendo, la tensión y la
distensión, Homero por su parte, el primer poeta, supo captar entonces el juego
necesario de las expectativas y las reacciones. ¿Se habrá hecho algo mejor después?
¿No sería todo el resto – el desarrollo de la literatura – más que una variación o, peor
aún, una complicación?
No obstante, por más “conmovedora” que se la escena (¿no hizo todo Homero
en este sentido?), los dos personajes se encuentran en tanto que caracteres, en tanto que
tipos y condiciones; o bien, digámoslo de una vez, en tanto que esencias. Uno encarna
el valor guerrero y el heroísmo, la otra es la noble esposa afligida. O bien, me pregunto,
¿acaso se encontraron efectivamente? El acontecimiento del encuentro – de persona a
persona –, ¿tuvo lugar un día entre ellos? ¿Se encontraron en sus vidas pasadas y se
encuentran ahora mismo? O bien, digamos, ¿en qué medida están juntos, en ese
momento, están “de a dos”? Aun cuando para Andrómaca sea verdad que Héctor lo es
“todo”, efectivamente, su “padre”, su “madre”, su “hermano” así como su “joven
esposo”. Su pasado común, a decir verdad, no es más que el de su raza y su linaje, nada
singular parece poder ocurrir entre ellos. O si la situación entre ellos es extremadamente
patética, no vemos sin embargo nada que pase en ese “entre”.
Por cierto, el espanto repentino del niño ante la cimera rutilante de su padre, a
través de la anécdota, crea un momento de ternura compartida, sabiamente ejecutado, y
que hará “reír” a la madre, se dice, en medio de su “llanto” – ya el oxímoron hace su
juego retórico. Sin embargo, esa brecha de ternura que aparece en el drama no siempre
logra conformar un acontecimiento que abra paso entre uno y otro. Porque, ¿qué
interioridad puede ahondarse entre ellos antes de que exista en ellos? Preguntémonos: a
pesar del gran componente de piedad que Homero emplea tan bien, ¿qué los mantiene
definitivamente apartados uno de otro, cada uno en su ethos, y por ende nos separa para
siempre a nosotros de ellos? Tal vez no sea tanto la desigualdad entre los sexos o el
honor tan pesado de llevar, la importancia concedida a la gloria, hasta la idea del
Destino que domina sus vidas – que sigue siendo ideología. Sino que está el hecho más
esencial de que cada uno permanece encerrado en su tipo y su condición, que clausura
su yo y lo aísla. La unicidad de algo más individual, que genere lo más interior, y en
relación con el “Otro”, cualquiera sea, no aparece. Además, a pesar del lazo de afecto, la
posibilidad de lo íntimo no se despliega. Y ni siquiera podrían imaginarla.
Cada cual entonces vuelve a irse por su lado, hacia la guerra o hacia el hogar; de
hecho, se van tal como vinieron. No ganaron nada con la entrevista. Nada pasó – se
pasó – entre ellos. Nos quedamos en lo patético, en el artificio en el que Homero es un
maestro, y los griegos después de él. Pero no pudieron rememorar el menor recuerdo
común – sin memoria cómplice – ni tampoco llegaron a lo que llamaría “soñar juntos”.
El régimen de lo emocional – lo trágico mediante la piedad – no fue superado. Pero lo
íntimo, como dije, no corresponde al orden de lo afectivo ni depende del sentimiento.
Por lo tanto, dos cosas impiden aquí el despliegue de una intimidad: por una parte, la
búsqueda de la intensidad dramática que explota los papeles – lo que ya es teatro; por
otra parte, el discurso demostrativo, que pretende convencer, doblegar y hacer ceder al
otro: se trata, de punta a punta, de un discurso-alegato (interesado, que tiene un fin:
renunciar o no a la guerra, aunque, ¿había opción en verdad?). Por un lado, entonces, la
escena está dispuesta demasiado sistemáticamente, es ya demasiado hábil en sus
efectos, demasiado controlada, como para que le deje tener su oportunidad a la
ingenuidad de lo íntimo; y por el otro, los roles están demasiado bien distribuidos,
definidos, como para que el gesto de connivencia liberado pueda empezar a enlazar una
alianza implícita. Sólo están presentes lo patético y la persuasión, ya son pathos y
peitho, los dos rasgos griegos por excelencia. Y lo íntimo no surge sino cuando ya no
hay una meta proyectada; cuando no se busca ningún efecto, cuando se ha renunciado a
presionar al otro y ya no se cumple ningún papel. O bien una intención semejante, si la
hubo, se ha dejado atrás. Desde el momento en que se ha franqueado la barrera de lo
íntimo, ya no se fantasea más.

2. Ahora bien, si pensamos que ese límite griego ante lo íntimo, a lo que llamaría
más precisamente el no-despliegue griego de lo íntimo, se debe al carácter primigenio y
por lo tanto primitivo de Homero, nos equivocamos. ¿Podríamos imaginar, en efecto,
una escena más compartida que ésta? En Eurípides, la joven Alcestis acepta morir en
lugar de su marido, Admeto, y ahí están sobre el escenario, uno cerca del otro, por un
último instante (Alcestis, v. 273-392). Ella va a morir o más bien está muriendo ante
nuestros ojos. Pero la joven esposa sólo piensa en su honor y en sus hijos; y el esposo,
por su lado, no piensa más que en el dolor de quedarse solo: “cómo me priva tu
muerte…”. Por lo tanto, una se sacrifica por el otro y éste otro lo lamenta amargamente,
sin que Eurípides ahorre nada, por supuesto, para llevar tan lejos como pueda la
explotación sistemática de semejante abatimiento: “Muero porque mueres…”, etc. –
sigue siendo retórica, el juego de lo extremo y de lo patético. No obstante, cada cual
sigue estando para sí mismo: ella sacrifica su vida, claro, está orgullosa de hacerlo, pero
no comparte por ello con el hombre por el cual se inmola – no vive con él – ese último
momento que les es dado. No es que su yo se tense y se retracte ante su muerte, sino que
no piensa en ello, no vislumbra esa posibilidad de abrir su vida al otro, sobrepasando su
“yo”, y no solamente cederle su vida, que no es más que una suerte del Destino. Ella
(se) muestra todavía (en su generosidad), pone de relieve su sacrificio (teatralmente); lo
que sirve de lección para los demás: nada de expansión.
“Y viviríamos los dos por el resto de nuestra vida…”, le hace decir sin embargo
el traductor a la esposa (Méridier, Les Belles Lettres, v. 295). Pero miremos bien, el
griego no lo dice, aun cuando sea lo que esperemos. Me parece incluso que esa
inflexión de la traducción es sintomática. Porque el griego dice exactamente: “Yo habría
vivido y tú también por el resto del tiempo…”, Kago t’an ezon kai su ton loipon
chronon. Nunca tuvo oportunidad de aparecer semejante “nosotros dos” en ese diálogo
final que pretende ser lo más punzante posible (y Dios sabe que Eurípides es un maestro
en el arte de conmover). Cada cual ha permanecido en su papel – postura – y en su
ethos. Tampoco hay “nuestra vida” que se sostenga, ni “vida” que se considere pasar
juntos – el griego no dice ese posesivo común: sólo se considera el “tiempo”, la suerte
impartida a cada uno, en la que cada cual está encerrado.
Por más que Eurípides nos haga vivir esa muerte en directo, ante nuestra vista, el
último diálogo entre los esposos no supera la barrera de la moral y de lo patético. Ethos
y pathos siguen estando presentes. Sin embargo, el esposo, paralelamente al elogio de
su mujer, llevará la elocuencia de la no-separación tan lejos como pueda. Jocosidad
griega: no solamente prometer no volver a casarse (llevar luto para siempre, renunciar a
toda alegría, etc.), sino también acostarse con la estatua de su esposa, abrazando el
mármol frío con sus manos, ¡hasta tal punto no quiere abandonarla! O incluso, no
contento con evocar el retorno de su mujer acechando sus sueños, se compromete a
hacerse enterrar con ella en el mismo ataúd de cedro, lado a lado - ¿qué placer encuentra
Eurípides en esas imágenes que llevan el realismo hasta lo estrambótico? No obstante,
que lo dramático sea llevado así al colmo y la teatralidad a su efecto máximo no cambia
nada. O más bien es precisamente esto lo que obstaculiza lo íntimo. También entonces,
en la escena de despedida, escena última por excelencia, intercambian sus vidas, pero no
se intercambia nada entre sus vidas. Una acepta reemplazar al otro en la muerte – un
don que no puede ser más generoso – pero esa sustitución no equivale a una apertura al
Otro; o más bien la impide. La fuente de lo íntimo – del compartir que hace encontrar al
Otro despojándose cada cual de sí mismo – no se ha alcanzado.
Preguntémonos entonces qué es lo que siempre aleja así de nosotros a los
griegos, aun cuando seamos “herederos de los griegos”, como se repite y como todos
saben (¿o acaso alguna vez sabemos hasta qué punto somos sus “herederos”?). ¿Y no
sería en primer lugar y esencialmente esto? Aquello que lo “íntimo” finalmente puede
nombrar. Los griegos desarrollaron lo que llamaría, con un solo concepto, lo patético-
retórico, es decir, antes que nada el arte de “exponer”, la ekphrasis, el de construir
sistemáticamente un caso y hacerlo demostrativo y convincente, conmovedor, el más
“presente”, a la vez con un máximo de claridad y de intensidad (la enargeia); pero no lo
que súbitamente descubrimos, en cambio, como lo que constituye diametralmente su
contrario y que lo “íntimo” designa globalmente.
¿No es acaso lo que provoca en efecto que por la noche, cuando agarramos por
gusto un libro del estante para suscitar el ensueño, como suele decirse y la fórmula es
discreta, nunca sea uno de ellos? ¿O que cuando ya no leemos para aprender o para
emocionarnos, ya sin un “para qué” ni justificación, sino que nos dejamos llevar por el
flujo que nos atraviesa, sin querer dominarlo, no nos inclinemos hacia ese lado? Durante
mucho tiempo me lo pregunté, dado que amo a los griegos (o más bien el griego). Los
griegos siguieron siendo hombres del discurso argumentativo, por consiguiente público,
y de la teatralidad, a la vez del agora y de la orchestra. Los griegos no promovieron lo
íntimo porque lo exponían todo, mostraban todo, exploraban todo, a pesar de su culto
por lo impenetrable y por el adyton. Pero lo íntimo no se expone ni se representa;
escapa al dominio de la mimesis. Una subjetividad ingenua, secreta, evasiva, no se
desarrolló entre ellos en lo “más adentro” de “uno mismo” que se abandona a sí mismo,
y el otro pertenece definitivamente al afuera, no se cruza la frontera entre adentro y
afuera. Por tal motivo, además, los griegos se sintieron tan cómodos para pensar la
institución y las relaciones políticas, estableciendo ese Afuera autónomo en el marco de
la Ciudad. No existe un espacio “más interno”, en cambio, connivente y ya no
conocedor, que puedan penetrar.
Esencialmente, en Grecia dos razones mantienen al “otro” en su afuera y lo
confinan allí. Por un lado, la tensión del deseo y de la aspiración es concebida según el
modo específico del eros. Y el eros, como señalé, no tiene asidero o no puede
movilizarse sino enfrente de otro al que se mantiene exterior, a distancia, separado de
uno mismo, con el cual no se pacta. Si se cae en lo íntimo, la incitación erótica,
conquistadora y captadora, tendrá dificultades para mantenerse. Por otro lado, los
griegos permanecieron obsesionados por el cuidado de establecer a la vez el límite y la
medida, peras y metron; o dicho negativamente, su obsesión se orienta contra lo
“indefinido” y el “exceso” que franquean el límite, el apeiron y la hybris. Lo que los
lleva a recortar determinaciones que aíslen lo que llamaron el “ser” y que lo asignen (en
“esencias-presencias”, las ousiai) de tal modo que, en ese mundo de rasgos delimitados
por la “definición”, el horismos, la luz no podría aclarar de manera ambiental y
nebulosa, sino que hace resaltar los contornos por su caída a pique (el sol de Platón en la
Politeia); y esa estanqueidad de principio, que dispone entre los entes del mundo,
también es válida entre el otro y uno mismo.
Vale decir que, cualquiera sea mi reticencia con respecto a entidades culturales
que se manipulan a granel, me pregunto si no es precisamente éste el elemento, o el
ámbito propio, en cuyo seno nos sume de entrada, claro que sin anunciarlo, todo texto
griego. Sin anunciarlo, puesto que no se sondea su carácter implícito y sus prejuicios;
dicho horizonte permanece insospechado al mismo tiempo que es insuperable; que
actúa, por otra parte, cualquiera sea el delirio, mania platónica, que arrastre a ese
pensamiento o la manera en que roce, fascinado, su contrario, lo que se le resiste o
contra lo cual se bate, lo demónico y el alogon. Pero con lo íntimo se trata entonces no
de su inverso, sino de lo inviable; no de aquello que lo desafía (lo estimula), sino de lo
que no imagina (“imaginar”, en este sentido, que antecede a pensar), cuyo carácter
“posible”, por lo tanto, no se le aparece. No puede entonces salir a la luz, ni se
sospecha, insisto, el recurso al mismo tiempo del oleaje y del infinito que borran la
frontera entre lo interior y lo exterior o que la tornan fugaz, en donde lo íntimo conduce
a precipitarse.

3. Propondré pensar entonces lo íntimo como aquello cuyo concepto define


negativamente a los griegos, es decir, como lo que no desarrollaron, al lado de cuya
posibilidad pasaron. Lo que nos hemos acostumbrado a rotular con el término de
“intelectualismo griego”, y que tan a menudo sirve como denominación cómoda para
desembarazarnos de su enigma, ¿no podría también ser retomado – recuperado – desde
esta perspectiva? Porque los griegos, como lo comprobamos más en general, conocieron
la relación de intelecto a intelecto, o bien entre maneras de vivir y de comportarse, de
virtudes y caracteres que se enfrentan (aretai y ethé), pero no de sujeto a sujeto. O si le
dieron lugar a la necesidad de un sujeto, “su-jeto” pensado como “sub-yacente” (el
hypokeimenon de Aristóteles), es decir, como sustrato que permanece debajo del cambio
en la física, o como aquello cuyos atributos se predican en la lógica, ese “sujeto” nunca
es más que un soporte de accidentes o de cualidades. Sin que por lo tanto se mezcle con
el “alma”, el fondo sin fondo del alma; o sin que se encuentre con el Otro, ambas cosas
que evidentemente van juntas. Es decir sin que se pueda creer que la relación con el
Otro pueda ser también una revelación, ya que se permanece preso entonces entre el
régimen patético del afecto y, por otra parte, la elevación autárquica a la sabiduría y la
formación ética.
Pues el alma, psyché, puede ser planteada como principio vital o concebida
como función moral, “que se sirve del cuerpo” como de una herramienta, dijo Platón,
podemos dotarla de conciencia e incluso especular sobre su inmortalidad, pero no por
ello los griegos la dotan de la capacidad apropiada, al entrar en relación con el Otro, de
experimentar lo infinito. Precisamente lo que descubre y promoverá el cristianismo, y
que convertirá en su recurso. Los griegos no consideraron otro acceso al absoluto sino
por medio del conocimiento y la capacidad del famoso “intelecto”. De tal modo, cuando
Sócrates le dice a Alcibíades que “tú y yo intercambiando frases es el alma que le habla
al alma” (tei psychei pros ten psychen, Alcibíades, 130 d), advertimos de pronto, al
pasar, incidentalmente, pero con tanta mayor crudeza, tanto más violentamente, cuán
lejos está esa fórmula de significar lo que posteriormente, en la cultura europea, se
habrá llegado sin embargo a hacerle decir. De pronto tenemos la sensación brutal de que
los “griegos” están efectivamente muy lejos de nosotros; de pronto advertimos el foso,
el gap; que el alma que te “habla”, cuando ya no es un principio de vitalidad, tampoco
puede ser entendida entonces sino como instancia de racionalidad; y que el diálogo
entablado no podrá ser más que un intercambio “teórico”.
O bien cuando Plotino, heredero de Platón, evoca el “hombre interior” (ho iso
anthropos, Enn. V, 1); cuando apela al desarrollo de un “adentro del alma” (to endon)
que se aparte de las cosas exteriores; o también cuando sólo considera el lenguaje
hablado como una “imagen del lenguaje que está en el alma” (Enn. I, 2) - ¿habría ya
dado un paso hacia lo íntimo? Me parece que no, a pesar de lo que esas fórmulas
podrían hacer creer, porque ese “adentro” no se entiende sino por oposición a los
sentidos y por tanto rechaza todo compromiso con el cuerpo; no tiene consistencia
subjetiva que le sea propia. No, también, porque esa alma interior es de la misma
naturaleza que el Alma del mundo, que introduce el orden en lo sensible y mueve el
cielo con un movimiento eterno. No, además, porque la perspectiva sigue siendo una
elevación, por purificación y conversión de la mirada, hacia una felicidad de
contemplación por abstracción. Los griegos no salen de esa exigencia ética donde uno
no se forma sino por sí mismo, imitando el modelo divino y por medio del
renunciamiento ascético; el “otro”, el prójimo, puede acompañar ese perfeccionamiento,
pero permanece ajeno a su principio.
Pero lo íntimo, surgido del encuentro con el Otro y que nos revela por su
franqueamiento, a través suyo, la infinitud de un “sí mismo” que se despoja de sí, es lo
que se obtiene sin intención, como dije, no es regido por finalidad alguna, e incluso en
su misma infinitud se experimenta de punta a punta de manera sensible, aun cuando no
se pueda individualizar en un sentimiento ni se reduzca a lo afectivo. E incluso lo
íntimo, ¿no es acaso en primer lugar eso, lo sensible “más interior” que se desplegará,
por el acto de compartir, subjetivamente al infinito o que hace descubrir lo infinito
mediante su recurso? Y en Plotino lo que el alma “ve”, aquello a lo cual accede
volviéndose hacia el “interior de sí misma”, no es más que la “inteligencia” (nous) que
constituye su forma y de la cual procede, sin ser a su vez más que su “materia” y su
“receptáculo”, según los viejos acoplamientos griegos que corresponden a la demiurgia
y la imitación. Plotino no sale de la opción teórica donde el acceso al absoluto sólo se
realiza por medio de la intelección; en él toda aspiración, por más que esté signada de
religiosidad (y para nosotros esta es la paradoja que lo vuelve tan conmovedor en el
final del helenismo), sigue siendo una aspiración a la abstracción. Así son
definitivamente los griegos y es lo que nos separa de ellos.
El Dios al cual accedo entonces “rezándole a solas” (Enn. V, 1) – ¿acaso
creeríamos que se trata de un Dios personal? – no es sin embargo un Dios-conciencia,
un Dios de Llamamiento, Dios que me escucha y con el que me encuentro, sino el Uno
primero hacia el cual retrocede el espíritu para admirar, al cabo de esa ascensión, su
trascendencia última, i. e., que ya de ninguna manera puede ser trascendida: ¿con qué
recurso de lo íntimo podría entonces gratificarnos o tan sólo ser su mediador? O bien si
en el Más allá celeste hay una “transparencia” de todos con respecto a todos, según
proyecta Plotino, y cada uno se manifiesta a todos “hasta en su interior” (en su
“intimidad”, como traduce Bréhier, eis to eiso: “cada uno tiene todo en sí y ve todo en
cada otro”, Enn. V, 8), ese otro que entonces se puede atravesar por la mirada está
desencarnado, en sentido propio, no ya no posee rasgos ni un destino que lo
singularicen: ya no tiene nada individual-existencial, y por lo tanto acontecimiental, con
lo cual está ligado lo íntimo; de donde lo íntimo extrae su posibilidad. Los griegos, para
enlazar su física del devenir con su preocupación ontológica, comenzaron por instaurar
un dispositivo de lo “sub-yacente” o del “su-jeto”, pero este último, que sólo es un
soporte de atributos y de predicados, está despojado de toda expansividad que lo
desplegaría liberándolo de su reserva; al no tener la experiencia del encuentro con el
Otro, se encierra en una intención solipsista. Se elevará a la sabiduría solitariamente.
V – Vida flotante/vida anclada

1. Prosiguiendo la indagación, si para esbozar lo que sería una geografía cultural


de lo “íntimo” vuelvo momentáneamente a la cultura china, me temo que también la
investigación en ese caso quede trunca; o que haga falta primero ser un tanto más
paciente y buscar en sus márgenes. Por ejemplo, es marginal aunque infinitamente
conmovedor lo que leemos en los Seis relatos de la vida flotante de Shen Fu (Fu sheng
liu ji). Tenemos pues un texto que data de fines del siglo XVIII, por consiguiente el
último momento en que la cultura china todavía no ha sufrido la influencia de
concepciones occidentales, y que está compuesta, más que de relatos propiamente
dichos, de recuerdos y de notas tomadas “al correr de los días”, que se añaden y se
desgranan luego sin un orden estricto ni globalmente clasificados por temas; la trama
resulta entonces más disponible y puede captar lo incidental y lo apartado. Porque
habitualmente de China se conoce sobre todo la importancia que le otorga al ritual y por
ende a la separación de los sexos que garantiza la moralidad; y como es sabido que las
relaciones humanas, adaptadas a la gran regulación natural del Cielo y de la Tierra,
están fuertemente jerarquizadas, relaciones de benevolencia por un lado, de sumisión
por el otro, sospecharemos con razón que el acontecimiento de lo íntimo tuvo
dificultades para hacerse reconocible, ya que aparece como singular, ya que deshace a la
vez la desigualdad de rango entre las personas y sólo pertenece a la vida privada. ¿No
introduciría acaso una disonancia, algo así como un desgarro, en el seno de esa gran
funcionalidad social y de su suprema “armonía”?
Pero resulta que el texto mencionado está escrito en primera persona y se
presenta como unas “notas” tomadas con el correr de los días. Su autor pertenece a un
momento de reacción en contra del gran aparato normativo de la cultura china;
momento en el que se apunta a librarse del autoritarismo del poder, cuando se pretende
darle lugar a lo individual, cuando se pregona el retorno a lo emocional y a lo
“auténtico” (pu, dice la literatura taoísta). Porque sólo la expresión teñida de
espontaneidad (xing ling) puede captar algo, “algo” efectivo, por más fortuito, por más
tenue que sea, y en contra de la literatura oficial, en primer lugar de la disertación
escolar, esclerosada y aún más rígida bajo el poder censor de los manchúes. El autor es
a su vez un letrado, aunque no siguió esa carrera; vive modestamente de trabajos
menores, con pocos gastos. De allí que su atención se dirija íntegramente a lo que se
puede conservar de la vida, en su particularidad, la vida frágil que no deja de disiparse;
vida “fugaz” que, una vez superada la ilusión del orden estático impuesto, se descubre
sin constancia y sin consistencia, sin un gran objetivo al que se crea que puede
dedicarse, sin una causa reputada como noble a la cual vincularse. Vida “flotante”,
inestable, evanescente, donde todo pasa y es arrastrado. Y lo íntimo, ¿no es lo que sólo
puede conservarse modestamente (mínimamente) de todo ese fluir? El primer capítulo
se refiere a la vida de a dos.
El título de ese capítulo, por sí solo, nos aproxima a lo íntimo: “Notas de la
alegría del dormitorio” (gui feng ji le), entiéndase: de la vida matrimonial. Pues contra
el fondo de la vida que pasa, completamente dentro de la esfera de lo privado, sin
grandes hechos, donde no se inscribe nada memorable, histórico ni importante, sólo
cuenta en efecto la pequeña historia, la que se vive de a dos, apartados de los demás y
en primer lugar de la gran familia china, y más aún del estruendo de los acontecimientos
y los grandes sismos del mundo – sobre los cuales por otra parte Shen Fu se calla. ¿Qué
se puede mencionar si no en primer lugar esas emociones fugitivas que surgen contra un
fondo de entendimiento, en el intervalo de los negocios, y que se comparte entre
esposos debido a la unión tácita, el retiro y la connivencia? O digamos más bien que
esas ocasiones-emociones sólo se perciben de a dos y gracias a su connivencia, en el
“entre” de su conversación [entretien]: el ser de a dos las hace sobresalir, por poco
sobresalientes que parezcan. Si en este caso el autor no realiza pues un relato continuo
que por su trama le conferiría demasiada consistencia, sino que anota al capricho del
pincel (bi ji), es porque lo anecdótico es lo único apreciable o porque lo accidental tiene
valor indicial; a fin de cuentas, es lo más destacable dentro de su discreción, por lo que
conlleva de emoción no afectada, de acontecimiento fortuito y que aún no está
construido – y endurecido – por una perspectiva impuesta. De la vida “flotante” (fu
sheng), dice Shen Fu, no conservamos sino aquello que en principio consideraríamos no
esencial, puesto que sólo en esos alveolos excavados por lo cotidiano, en el hueco de
esos pequeños hechos, se guarda lo vivido: lo emocional y tan furtivo, tan fugaz, que al
menos no es artificial.

2. No obstante, releyendo un texto así, me pregunto: ¿por qué entonces, cuando


están presentes tantos ingredientes de una conciencia de lo íntimo, eso íntimo
finalmente no abre nada – no “prende” en nada? Se encuentran condiciones y
manifestaciones de lo íntimo, incluso de manera típica, pero resultan desgranadas a lo
largo de las páginas y a fin de cuentas no esbozan ninguna salida. Hay verdadera ternura
entre los esposos, e incluso resulta conmovedora, ya que están ligados entre sí como “la
sombra y el cuerpo”, o “sienes contra sienes”, como dice delicadamente el chino; pero
ese lazo conserva algo, digamos, de sororal (se casaron jóvenes y por consentimiento de
las familias). No ocurre súbitamente el acontecimiento que cambia todo, que hace pasar
bruscamente del afuera indiferente al adentro de la intimidad. No interviene la decisión
– la aventura y el riesgo – de una conversión a lo íntimo, que lo destaque como
experiencia propia y que, según dije, en su principio es inaudito. Del mismo modo, hay
también complicidad de gestos mencionados al pasar: la mano que se toma bajo la
mesa, el día de bodas; hay apartes en el corredor, el miedo a la intrusión de los otros y
todo lo furtivo de una relación que intenta ponerse a resguardo de las agresiones del
mundo. Pero todos esos rasgos siguen estando en el orden de la inclinación, no
coagulan, por así decir, como opción; no se constituyen en una posibilidad disidente
frente al orden del mundo y a las elecciones o no elecciones de los demás –
“posibilidad” que forme un cimiento sobre el cual se apoyarían y que produciría una
revolución en la vida.
O también existe entre los dos el anhelo, formulado en la frontera de la creencia
y la convención, de que su unión pueda durar para siempre, incluso en otras vidas, a
través de otras reencarnaciones. Pero podemos preguntarnos primero si en cada uno de
ellos se produjo el encuentro con el Otro. Encontrar al “otro”, el otro en tanto que otro
en tanto que singular: el Otro que al mismo tiempo puede, porque primero es percibido
como absolutamente exterior, por su intrusión en nuestro espacio interior, hacer surgir
algo más adentro de uno mismo; y que puede servir a partir de entonces como asidero,
el único confiable, para ese “uno mismo”. En otros términos, no se ha realizado por la
mediación de Otro que se alza de pronto del fondo del mundo y se destaca, un “otro”
que ya no es el prójimo, la revelación de un infinito posible en lo más interior de sí
mismo, un sí mismo que ya no esté limitado a “sí”, es decir que haga surgir un recurso
infinito en ese nosotros compartido. Quizás no sea entonces tanto el ritual o la
desigualdad de las condiciones, tales como son tradicionales en China, los que
obstaculizan lo íntimo en este caso, aun cuando el autor, según confiesa al pasar,
considera a su esposa todavía demasiado apegada a ellos, sino en primer lugar el hecho
de que no salimos de lo emocional y lo afectivo, es decir que de esa relación no se
desprende la posibilidad de ninguna gran inversión o alteración. La relación con el otro
abre un margen, un repliegue, un retiro, pero ninguna esperanza loca. En ella no se
anuncia una Buena Nueva.
Es decir que la universal impermanencia en la que esas vidas se descubren y que
las arrastra, sin un “Ser” al que aferrarse, impide la constitución de una subjetividad,
como “sub-yacimiento” de un yo, donde lo íntimo, mediante el encuentro con el Otro,
sea a la vez el revelador y la profundización. ¿Hay acaso “alma” propiamente dicha,
como soporte de lo íntimo? Cuando se traduce, con motivo del reencuentro de los
esposos: “Nuestras manos se estrecharon, nos quedamos sin voz, extraviados, los oídos
zumbando, y nuestras dos almas se unieron en una nube, olvidadas de sus cuerpos”
(Pierre Ryckmans, p. 23), no hay que olvidar que “alma” en China sólo designa un vago
principio vital (con la muerte, se dice popularmente, hay tres que regresan al cielo, siete
a la tierra) y que tampoco figuran allí, en chino, ni “nosotros” ni “nuestras” así como no
se expresa la “unión”. Si se traduce con más precisión (porque no hay que apresurarse a
asimilar y volver a hallar lo que se espera al traducir): “De dos seres humanos, alma(s)
vagamente transformarse en humo volverse nube”. La fórmula expresa un éxtasis por
sustracción de la limitación física y fusión con el flujo decantado – en continua
transformación – de las cosas, pero no una comunión entre dos “sujetos” que perdura en
el devenir.
Si el fondo de religiosidad que entrevemos en esas páginas nunca es explicitado,
ni mucho menos dogmatizado, no por ello dejamos de sospechar en efecto de qué
sincretismo emana, hecho de budismo, como es común en esa época en China, con el
que se mezcla el “taoísmo” del Zhuangzi tan familiar para los letrados apartados del
mundo. Pero como no se percibe la vida humana, al igual que el curso de las cosas, sino
arrastrada en una continua “flotación” y vacilación, sin un absoluto al que aferrarse, se
torna entonces imposible que la ternura así como la connivencia que se entablan entre
esas personas, dado que no encuentran sostén, puedan cristalizarse en una perspectiva
de vida y una razón de ser. Incluso me preguntaría, en el fondo, si la atracción que
ejercen los esposos uno respecto del otro, así como su carácter infinitamente
conmovedor, se distinguen nítidamente de lo que leemos en los capítulos siguientes
sobre el delicado atractivo sentido por los arreglos florales y los paisajes. La humanidad
del Otro (¿pero se ha constituido verdaderamente como “otro”?), ¿se destaca tan
radicalmente, se separa por completo, en el seno de esa rapsodia continua de
sensaciones-emociones? Vale decir que, para lo íntimo supere el estadio del sentimiento
y se promueve como experiencia que hace mutar la existencia, haría falta que se
encontrase un soporte, o un “sub-yacimiento”, que funde la condición de posibilidad de
lo sub-jetivo y de su expansión.

3. A la vida “flotante” (fu sheng), la que se desgrana con el correr de los días,
sólo siguiendo ese encadenamiento de los días como único medio, que por lo tanto no se
relaciona con nada más que sí misma, no se funda en nada, no es atribuible a nada, se
basa íntegramente en su reiteración de noches y mañanas, de días y horas, de estaciones
y de emociones, Shen Fu se abstiene en efecto de añadirle nada que la rija, la guíe, la
salve y le sirva de fin – que la transforme en destino. Solamente están las puestas y las
salidas de los astros, los encuentros esperados o acaecidos, los hábitos adquiridos y las
sorpresas, hojas que caen y flores que despuntan, el viento que inunda de tibieza el
borde del agua o que se convierte en tormenta. También están las dos existencias tan
tiernamente enlazadas entre sí, pero que a su vez no son nada más que esa evanescencia
común. O más bien no se contienen a “sí mismas”, no tienen un en sí firme que las
estabilice: leves briznas que están siendo arrastradas. De modo que lo que se enlaza
entre ellas, en el seno de ese flujo generalizado, no desemboca en nada, no les descubre
nada. Si hay intimidad, no existe perspectiva en la que pueda desembocar.
Porque en el curso “flotante” de la vida que se contenta con relatar Shen Fu y
que no se deja encorsetar en ninguna verdad que se sostenga, no hay ninguna elección
que verdaderamente se imponga, no se encuentra una alternativa o un momento crucial
a partir de donde se resuelva el juicio, donde la vida se decida y pueda erigirse. En
resumen, no hay una gran “apuesta” que valga. O si hay elección, será solamente la
apuesta mínima como la única que cuenta, la elección del gusto: entre sabores de
comidas u olores de plantas, en el arte refinado de adornar el momento, variarlo y
hacerlo durar, destacando, más que el decorado, su ambiente y su intensidad. Puesto que
sólo importa el momento, que sólo lo fenoménico existe, y dado que no hay otra función
para la interioridad, en definitiva, más que transformar la sensación en emoción, o el
hecho en afecto. En efecto, afuera no existe nada más que el agua que se irisa o la luz
que declina; adentro, sólo su impresión. Una elección que se refiere pues a una
infinidad de “pequeñas cosas”, próximas, buscadas con simplicidad, según una
apreciación cultivada, hecha por preferencia y no por exclusión, pero que basta para
hacer la diferencia. Son (constituyen) el canto de la evanescencia de la vida: “encanto”
de lo que ya siempre se va; que atrae tanto más en la medida en que se retira, ya teñido
de nostalgia, y que solamente podemos “recoger”, como lo dijo el estetismo en toda
época y en todo lugar. “Recoger”: la fórmula se queda allí, se niega a la profundización.
Porque justamente no se podría profundizar sino construyendo alternativas, erigiendo
opciones, es decir, instaurando la “verdad”.
Shen Fu representa así, en la culminación de la tradición china, el extremo de la
vida flotante, aunque no “errante” (en el sentido de la “conciencia errante” en el
lenguaje teológico europeo), a la vez con su explotación estética del curso de los días –
a merced de las impresiones – y con su registro afectivo pero que se abstiene de lo
patético, pues mantiene delicadamente la mesura entre ambos. Vida frágil, inestable, no
orientada, salvo por la declinación que la amenaza de entrada, la sustracción que ya
socava toda aparición; ninguna ontología, ni tampoco ningún Mensaje, está detrás. La
vida desaparece tal como apareció; aun cuando se queman palos de incienso y se dicen
plegarias, no se “cree” tener en verdad asidero en ese flujo - ¿se plantea además la
cuestión? El estetismo no deja de complacerse en ese ritualismo, aunque tampoco se
abstiene de investirlo y de reducirlo. Porque no hay nada que tome efectivamente a su
cargo esa inmanencia; tampoco por lo tanto algo sobre lo cual la conciencia de lo
íntimo, en su relación con el “otro”, pueda basarse para desarrollarse.

4. Frente a lo cual, si vuelvo a Agustín, éste instaura el más violento contraste:


para sacar a su existencia de la vacilación generalizada, Agustín escoge fijarla de
manera definitiva. Calzarla sobre lo eterno, pero que también sea personal, integrarla en
una Historia, pero que sea de la Salvación y pueda servir así de estuche y de receptáculo
para su interioridad en deriva. Una vida ya no tenue, sino sostenida – vida resuelta. Al
efectuar la articulación, después de ya dos siglos de patrística, entre la ontología y la
escatología, entre el Ser y el Fin, entre la fundación en el Ser (que viene de los griegos)
y la afirmación de un Sentido (“judeocristiano”), Agustín se implica por completo en
esa decisión, que interviene de una vez por todas, decisión abrupta, tal total como
arbitraria, de terminar con el tambaleo de la vida – de anclar la vida. Entre los dos, si se
nos permite sacarlos de su contexto y que los pongamos uno junto al otro, estos
pensamientos abren de modo ejemplar el abanico de los posibles, por su diferencia, e
incluso forman una alternativa en su abstracción. Y además, ¿no se trataría de la
alternativa por excelencia? Erigen antípodas entre las cuales escogemos nuestras vidas.
Porque Agustín, por su lado, al menos ha decidido, y sin dejar de repetir y de
justificar ese gesto, con ese anclaje forma la “verdad”. Agustín en el fondo no hace nada
más que mostrar el puerto al cual arribar para salir de esa “flotación” y llegar a arrojar el
ancla. No solamente todos los predicados considerados positivos son retirados de lo
efímero y de lo ambiguo, y absolutizados como tales, puesto que sólo “son” en verdad
el Ser, lo eterno, lo absolutamente bueno (y por tal motivo Agustín se enfrenta tanto con
el maniqueísmo, tras haber sido seducido por él, ya que éste los opone a sus contrarios,
a los que hace existir igualmente). Pero resulta que esa idealidad se encuentra inscripta
por el cristianismo en una Alianza donde cada vida adquiere su sentido, encarnada en
una Persona a la que cada uno se dirige, planteada ya no como principio, sino como
Sujeto primero, el mismo del cual procede toda subjetividad. El Ser se ha vuelto el Otro;
el Otro, el “Tú”. Ya no se accede al absoluto por la senda de la teorización y la
abstracción, como entre los griegos, sino confiándose a “Él”, el Dios de “vida”. Y una
vez tomada esta resolución, toda vida – toda la vida – se deja entusiasmar por esa
adhesión.
Agustín convierte a “Dios” en el lugar de todo recibimiento y de todo destino, y
su resolución equivale a conversión. Necesito anclar mi vida, sacarla de ese tránsito,
poner fin a su fugacidad y su “flotación”, y para ello, supongo a Dios. “Dios”, como
Otro y como Exterior, es (nombra) la base o el cimiento de mi vida: ya no vivo una vida
que “va”, sino una vida referida, atrapado por aquello que la fija, y a esa indexación la
llamo “fe”. No me pregunto si “creo” en Dios, o la pregunta sólo aparece a posteriori,
en un discurso retrospectivo de justificación; sino que decido, porque ya no estoy en lo
efímero y la vacilación, instaurar a “Dios” como compañero de mi vida y única
referencia – Agustín nunca sale de esa arbitrariedad inicial que, en las Confesiones, no
hace más que comentar. La pregunta: “¿existe Dios?” (“¿Y si Dios no existiera?”) no lo
afecta. Más exactamente, no la encuentra en esa necesidad de expandirse en Él de donde
proviene lo íntimo.

5. Es decir que esa manera de plantear a “Dios”, según creo, por la revolución
que realiza, abrió – descubrió – la posibilidad de lo íntimo en Occidente. Porque ya es
tiempo de pensar el cristianismo no desde el punto de vista del dogma y de la fe (“creer”
en él o no); ni tampoco con respecto a la historia de las religiones o de las sociedades
(como forma del monoteísmo o bien, por ejemplo, en la relación que mantuvo con lo
político); ni tampoco sólo según la historia de las ideas así como la influencia que
ejerció en Europa sobre el desarrollo de la filosofía (es sabido, por ejemplo, que el
inicio del mismo cogito está en Agustín). Distingamos también de la tradicional
filosofía cristiana lo que sería esta filosofía del cristianismo. La que haría considerar el
cristianismo desde un punto de vista que ya no sea propiamente interno (dogmático) ni
tampoco externo (cultural y social), sino preguntándonos lo que promovió como recurso
y posibilidad dentro de lo humano: en qué medida nos ha “formado”, como decía
Nietzsche, ya independientemente de toda creencia, es decir, en qué transformó e hizo
mutar nuestra experiencia. Y creo que podemos recapitular al menos tres aspectos en los
cuales el cristianismo promovió lo íntimo. En primer lugar, porque aportó la idea de un
acontecimiento que cambia todo y de tal modo que puede hacer tambalear la existencia;
luego, porque hizo levantar la barrera, por medio del acontecimiento del encuentro,
entre el Otro y uno mismo; y finalmente, porque produjo un lugar propio de lo íntimo al
desplegar una subjetividad infinita. Otras tantas condiciones de posibilidad que hay que
evaluar hasta qué punto son inventivas.
Porque le debemos al cristianismo – “debemos” significa que lo obtenemos de él
– la conciencia (confianza) de que una decisión puede irrumpir en nuestras vidas y
llevarse todo con su acontecimiento. Pero, ¿qué significa ese “todo”? Que una alteración
– un vuelco – puede efectuarse en la relación con el Otro, que se elige asumir, es decir,
arriesgar; que se deje así invadir todo el resto, que ya no es más que el “resto”, hasta el
punto en que uno sea desapoderado de “sí” para poder encontrarse más. Hasta el punto
en que se espera todo, cuando nada más queda aparte. Hasta el punto en que aquello que
yo no pensaba – no imaginaba – efectivamente se realiza. Una posibilidad que no
imaginaba se abre de pronto ante mí. Pero eso no es posible, según enseña el
cristianismo, sino con y por Otro. Sin embargo, nada parece haber cambiado para los
demás, la alteración es tanto mayor en la medida en que todo parece seguir su curso
habitual y que nada necesita exhibirse. Inversión de arriba abajo, como suele decirse,
pero en lo más interior – que buscará ese fondo y lo da vuelta (Pablo en el camino a
Damasco): de pronto ya nada será como antes, aun si eso no se muestra.
Ahora bien, esa historia excepcional, ¿no puede ser también la más ordinaria?
Tan inaudita como lo es, ¿no está acaso siempre a nuestro alcance, como lo afirma el
cristianismo? Hasta entonces estaban entre ellos en una relación en suma bastante banal,
hecha de inclinación, hasta de seducción, aunque también de reserva, que incluía
también lo aparente y el interés. Cada cual conservaba la mesura, su “actitud reservada”,
y se preservaba – se pertenecía. Luego, de pronto un día, aunque ese día es por supuesto
un resultado, hacen caer la barrera, tal es el acontecimiento de lo íntimo, o más bien la
barrera se cayó entre ellos, y ellos aceptaron progresivamente que hubiera caído: se
emplazó un puente, se perforó un túnel, de un sitio al otro – “sitio” como quien dice
fortaleza. Ya sea que se llama soledad o autarquía a ese aparato de defensa de todos y
cada uno (que forma a “cada uno”), en su caso, se encuentra abolido; es desmantelado
piedra por piedra; no solamente se cruza el pantano de lo social, la frontera del
“prójimo”, sino que también se sobrepasa el límite de lo que uno se debe a sí mismo, de
lo que conformaba la propiedad de un “sí mismo”. Como por encanto, aunque les cueste
creerlo y titubeen por la novedad – frente al “mundo”, al “otro” –, se encuentran del
mismo lado.
De hecho, no es tanto que ocurra algo importante (que una noche ella se haya
“entregado”), sino que sean llevados más o menos temprano a asumirlo: que sea
generado un “tú” totalmente distinto; que ellos lleguen a extraer las consecuencias de
esa penetración abriendo un interior compartido. Si el desencadenante pudo ser que se
encontraran cuerpo a cuerpo, lo importante es que lo conviertan en el acontecimiento
que cambia todo, que dejen (o acepten) que sus vidas resulten alteradas. Y el
cristianismo aportó la dimensión del acontecimiento “loco”, reconociéndose como loco
(la “locura” de la Cruz, moria), o de lo que llamaría lo “demoledor”; implantó pues la
posibilidad de un milagro proveniente del Otro y que procede de una decisión-
aceptación semejante. Se podrá evaluar con tiempo, a posteriori, todo lo que condujo a
ese resultado mediante una transformación silenciosa y por transición, hasta el punto de
no ver más que un afloramiento sonoro, madurado largo tiempo, que de pronto hace
tambalear todo, aunque sin dejar de afirmar que lo inaudito – lo increíble – puede pasar;
y que por irrupción-mediación del Otro puede comenzar un curso diferente de las cosas
dentro de mi vida: lo que se llama “encuentro”.

6. Por otra parte, que en la experiencia de lo íntimo el otro pueda revelar así que
me habita resulta aportado por el cristianismo de dos maneras o en los dos sentidos.
Pues, por un lado, “Dios” denomina a ese Afuera inconmensurable (el que pone en
escena la Creación) y que por ese trastocamiento se muestra súbitamente vuelto hacia
mí y dirigiéndose a mí; incluso me descubre al penetrar dentro de mí algo “más
adentro” de mí. Cuanto más se lo supone exterior al mundo y lo trasciende, tanto más
me revela una posible interioridad, en mí mismo, y la ahonda; por tal motivo, lo íntimo
que me descubre es al mismo tiempo infinito. O bien diría: la Exterioridad infinita (del
Infinito) abre en mí una interioridad que ya no está cerrada, sino que también es infinita.
Lo que expresa la encarnación de Cristo, a la vez totalmente hombre y totalmente Dios
(la idea original del cristianismo): que aquel que es uno con Dios pueda experimentar
mi pena o mi alegría, en mí, como yo – en mi humanidad. Por otro lado, en cambio, ese
interior que se siente más adentro de mí (que “yo”), por la irrupción de un Afuera en mí,
se convierte a su vez en apertura a ese Afuera y en un llamado al Otro. Al bucear en
“mí”, no puedo seguir encerrado en ese “yo”, y descubro la necesidad de invocar a un
“Tú”. Se trata de la experiencia que configura la universalidad del cristianismo; la que
puede hacer cualquiera, a la luz de lo que describe Agustín, la que cualquiera puede
vivir en todo momento con quien ha decidido, aunque sea el primero que aparece,
entablar una relación “íntima”.
Por este motivo es que Agustín sólo puede empezar sus Confesiones con estas
palabras: “Eres grande, Señor…”. No se puede hablar de Dios (que se retrae enseguida
en lo inefable), pero en cambio no se deja de hablar a Dios, de dirigirse a él: es el Otro a
quien le hablo. Por lo tanto, es ante quien me descubro; al dirigirme a “ti”, me encuentro
en “mí”; porque un “tú” (Dios) es erigido (sentido) al comienzo de mi existencia (lo que
significa que fui “creado”), “yo” puedo efectivamente existir, un yo puede instaurarse.
Dios, que “ve” todo de mí (“Tú que has contado mis cabellos…”), es al mismo tiempo
quien otorga su condición de posibilidad a un sujeto efectivo. Dios (“Tú”) es lo que me
hace ver mi verdad, hace que haya una verdad posible de ese “yo”: “¿Quién podría
enseñármelo sino aquel que ilumina mi corazón y lo libra de tinieblas?”. En la medida
en que Dios me conoce, yo adquiero su consistencia: la profundidad mía que abre en el
fondo de mí es aun más sólida puesto que puede ser erigida en adelante como “templo”
donde rogarle.
En sus notas de la “vida flotante”, Shen Fu nunca se detuvo en lo que sería su
“yo”, aun cuando esté haciendo lo que llamaríamos una autobiografía. E incluso el
budismo desgarra de golpe el velo de Maya que hace creer en un “yo”, remitiendo a la
vez al yo y al mundo dentro de la ilusión del deseo. De modo que detengámonos en esa
originalidad, o más bien digamos ese recurso (porque se trata de sacarle partido), que el
cristianismo nos muestra, y liberémoslo de aquello que lo oculta históricamente o
dogmáticamente. Su “verdad” es la posibilidad que instaura: un “yo” sale de su
“flotación” y de su vacilación gracias a un “Tú”. Precisamente porque (en la medida en
que) se constituyó ese Tú descubierto en mí (“Dios”), puede desplegarse una
subjetividad del yo, que desborda ese “yo”. Por la intimidad de Dios en mí, vale decir,
al ser Dios incluso “más interior que lo íntimo en mí”, es que “yo” puedo acceder al Ser,
un sujeto puede conocerse en su verdad y descubrirse comprometido en un devenir
infinito al mismo tiempo que es singular.
Una vez que apareció esta fuente de lo íntimo en la Historia, ya sólo quedaba
explotarla en un plano propiamente humano. “Ya sólo quedaba…”: por supuesto, la
fórmula es irónica de mi parte. Porque eso llevó tantos siglos en Europa, e incluso es lo
que intelectualmente y en primer lugar conformó a “Europa”. Tanto trabajo - ¿acaso
todo su trabajo? – consistió en ello. De las Confesiones de Agustín a las Confesiones de
Rousseau. Mientras que el arte de Shen Fu consistía en recoger impresiones personales
que se desgranaban con el curso inconstante de los días, incluso en la vida en pareja, por
la misma época Rousseau no sólo procura conocerse, como pretendió hacerlo una larga
tradición en Europa, que desemboca en Montaigne; sino que promueve así lo íntimo
humano. Conservando el dispositivo de Agustín, que será el gran dispositivo del
pensamiento europeo; dado que se realiza ante “Dios”, en relación a “Ti”. Pero ese “tú”
va a desligarse del Dios que lo produjo. Tal desvinculación, como se sabe, es la historia
de nuestra modernidad que comienza en Rousseau.
VI – Acceder a lo íntimo – Rousseau

1. No solamente es preciso que un “yo” hable de “sí”, que se describa y que


cuente, que se dedique a representarse e incluso que se complazca en ello, para que
acceda a la fuente de lo íntimo en el interior de sí. Tampoco le basta con “sacarse la
máscara”. Ni siquiera alcanza con que pretenda confesarse y “decirlo todo”. Lo prueba
Montaigne. Se conoce la regla que se impuso el autor de los Ensayos: “Me ordené
atreverme a decir todo lo que me atrevo a hacer…” (“Sobre unos versos de Virgilio”).
“La peor de mis acciones y condiciones no me parece tan fea como considero feo y
cobarde no atreverme a confesarla.” Montaigne no dudará en hacer “ver su vicio y
estudiarlo para reiterarlo”. Pero, ¿qué puede significar entonces esa “confesión”? A
diferencia de la confesión “privada y auricular”, la que denigran los hugonotes en contra
de los católicos, “yo me confieso en público – dice el autor de los Ensayos – religiosa y
puramente”. Por otra parte, ¿por qué sospecharíamos que no es tan sincero como
pretende? En resumen, tomémoslo literalmente: “Estoy ávido de hacerme conocer…”.
Yo “me veo” y “me busco hasta en las entrañas” y sé “lo que me pertenece”.
Sin embargo, sinceridad no es intimidad. Es posible, como pretende Montaigne,
“obligarse a decir todo”, pero, ¿en qué consiste ese “todo” que pensamos decir? ¿Cuál
es el “todo” o aun solamente ese algo al que abro así un acceso en mí? ¿Es
verdaderamente decir “todo” lo que importa – no ocultaré nada – o es más bien hasta
dónde logro (“pienso”) decir – y en primer lugar captar – lo que hace ese “yo”
(exclaustrándose de sí mismo)? Porque el “todo” por “publicar” puede corresponder a
sus “acciones” y aun a sus pensamientos “impublicables”; se puede querer confesar,
como también lo dice Montaigne, los errores no sólo de sus “opiniones”, tal como lo
hacen Agustín y los Padres, sino también de sus “costumbres” – sin embargo, no es ésa
la radicalidad o penetración de lo íntimo. No por ello se accedió a la posibilidad de lo
íntimo en sí mismo. Porque lo que Montaigne “confiesa” sobre él todavía depende de la
observación moral; aspira a estudiarse para comportarse mejor; lo personal que ofrece
responde a la generalidad de la máxima e induce a ella. De modo que el “yo” que
produce Montaigne es un yo que todavía se posee, no tiene la gratuidad de lo íntimo que
va a expandirse, a entregarse, y que no tiende más que a compartir. Caso contrario,
Pascal, en quien se puede confiar, no le habría reprochado a Montaigne el “necio”
proyecto de “describirse”. No se habría equivocado. Lo íntimo es algo muy distinto.
Porque, ¿qué es “lo más interior” que brinda lo íntimo? Es lo que se alcanza en
uno mismo, pero no necesariamente lo que estaría más oculto, sino lo que está más
retirado, al mismo tiempo que es lo menos poseído, y que tampoco es guiado siquiera
por una meta o intención: lo íntimo no procura instruirse más. Lo hallamos en un modo
o en un espíritu que no es tanto especulativo, inquisidor, como sí “pensativo” o
“soñador”; actúa en consonancia con el pensamiento que se relaja, que está más
inclinado a recoger que a capturar – vale decir que aquello que produce entonces como
desprendimiento lo torna más difícil de captar. Porque tiene pregnancia y no es aislable,
el más fugaz y al mismo tiempo expansivo; es evasivo y por consiguiente inapropiable;
al mismo tiempo que es lo más personal, se asocia a un lugar, a una hora, se impregna
del paisaje, se aprehende circunstancialmente y por el ambiente. Por lo cual, se estudia
menos de lo que se lo recuerda; o más bien lo recordamos menos de lo que vuelve
incidentalmente a la memoria; y cuando nos vuelve, quisiéramos menos “confesarlo”
que confiarlo. De allí que tiende menos a hacerse “conocer” que a hacerse compartir.
Ahora bien, Montaigne se describe, se relata, se recuerda, se pertenece, pero no
deja que su memoria vuelva, que salga a la superficie. Su “yo” ilustra, sirve para
conocer(se), sigue estando en el orden del exemplum y de la propiedad. Su “decir todo”
sigue siendo el “decir todo” – la parresia – de los estoicos, con intención moral y
edificante. No va más lejos; incluso su relación con La Boétie, por más privilegiada que
fuera, no accede a lo íntimo. Pero si el cristianismo rompió con ese yo autárquico de la
sabiduría, que sigue siendo independiente, es porque promovió un yo abierto al
encuentro-acontecimiento, que se experimenta singularmente al mismo tiempo que
desposee de ese “yo” en lo más profundo de sí. Por tal motivo, contiene una verdad más
íntegra, aun siendo singular, en tanto que deja pasar más allá del yo y lo desborda: el
íntimo no es solitario, sino el más solidario, debido a esa desapropiación. Al mismo
tiempo, si lo íntimo apela a compartir, ¿se puede tener/dar acceso a eso íntimo
confesándose “públicamente” ante el “prójimo” (aun si “no me importa a cuántos”,
como dice Montaigne)? ¿O no hace falta más bien, para buscar eso íntimo en el fondo
de sí, apelar no indiferentemente al prójimo, al otro en general, sino a Otro, y dirigirse a
un “Tú”? Hace falta un “Tú” frente al “yo”, aunque ese “tú” fuera solamente de
apelación o de invocación, para ir a sondear lo íntimo en uno mismo – esta es la otra
enseñanza del cristianismo.

2. A partir de allí, nos preguntaremos por qué ese acceso íntimo a sí mismo, o
más bien lo íntimo en uno mismo, contra el fondo de un “tú”, tardó tanto tiempo en
emerger en el seno del pensamiento europeo. Y en primer lugar por qué no se promovió
una relación íntima allí donde sin embargo más naturalmente se la habría esperado: en
la literatura novelesca, en la medida en que está dedicada a la relación amorosa.
Preguntémonos: los personajes de la Época clásica están más dotados de psicología, y
por tanto de determinación interior, que los de la Antigüedad, porque cargan con menos
destino sobre ellos, pero, ¿están por ello más avanzados en la exploración-explotación
de lo íntimo? Antes bien creeríamos que, debido a que el recurso de lo íntimo no se
descubre, la novela clásica sigue siendo lo que es: se limita a la persecución del objeto
deseado así como a su estrategia de asedio, sorpresa, asalto, derrota y búsqueda de
debilidades, y no va más allá. Porque se abstiene efectivamente de concluir. Puesto que
el teorema básico es, como se sabe, que cuanto más se rehúsa la mujer, más deseada es;
si por el contrario se entrega (“cae”), ya sólo podrá ser abandonada. Por lo tanto, si el
único motor de la narración es el de los obstáculos que provienen del mundo o de la
resistencia interior, no salimos de esa dialéctica, antigua pero recuperada por el
cristianismo, ya que le servía también al ascetismo, del placer de la caza que concluye
en la presa, vale decir, de la decepción inherente a la satisfacción, del “deseo” saciado
que se vuelve “asco”. Pero, ¿por qué los amantes estarían condenados a escapar uno del
otro para seguir siendo amantes? ¿No es acaso porque no pudieron acceder a lo íntimo?
¿Porque no lograron producir lo íntimo entre ellos?
Madame de La Fayette puede conducir al duque de Nemours al punto
culminante de la conquista, llegando hasta el arrobamiento, e incluso el proyecto de
penetración apenas está velado: la noche en que se introdujo furtivamente en el recinto,
tras haber cruzado la cerca y llegar a la ventana abierta, descubre, viendo sin ser visto, a
la princesa de Clèves que se levanta para iluminar un retrato suyo, pensando en él con
pasión… También él puede permanecer días enteros pensando en ella, detrás de la
ventana, anhelando lo inalcanzable: de una y otra parte, cada cual se eleva y se
engrandece, se heroifica, por medio de esa ascesis y esa privación. Pero cada uno
permanece en sí mismo, encerrado en su perspectiva y su intención. Madame de Clèves
sigue siendo una presa para el señor de Nemours: “… sintió sin embargo un placer
notable al haberla reducido a ese extremo”. En cuanto a ella, sabe que su amante sólo es
ferviente porque sigue siendo “contrariado”, que sólo la persigue en tanto que su deseo
no es saciado - ¿y después? Los amantes no ingresan en presencia – en confianza – uno
del otro. El acceso al “tú” no ocurrió.
No obstante, hay momentos en que los amantes están a punto de precipitarse en
lo íntimo. Cuando son llevados a encerrarse juntos para rehacer la carta esperada, se
demoran y no desaprovechan ese momento de complicidad, obteniendo placer – un
placer robado – en ese “aire de misterio y de confidencia”. Saben su precio. Está sobre
todo la escena final donde habría podido iniciarse una vida compartida: Madame de
Clèves es libre y se arregla una cita con el duque. Finalmente están solos, uno frente al
otro, apartados de las consideraciones, las miradas y los intrusos. Y Madame de Clèves
en efecto se entrega por primera vez, se enternece y confía. Pero lógicamente
(¿perversamente?) para no seguir adelante. Y si Madame de La Fayette encierra y fija a
su heroína en esa convicción de que el amor satisfecho sólo puede ser decepcionado, no
es tanto por pesimismo (jansenismo), como tantas veces se dijo, sino porque ella misma
no considera un posible más allá de la pasión. De modo que cada uno de sus personajes,
en ese momento extremo que apelaba a la superación-desbordamiento de sí, no deja de
argumentar; ni uno ni la otra salen de su alegato razonado y de su intencionalidad. Ni
una vez llegan sencillamente a decir “nosotros”, el nosotros del compartir,
proyectándose en una vida de a dos. Porque su autora no concibe cómo hacer surgir lo
íntimo entre ellos, el recurso de lo íntimo sigue siendo inviable y su historia
lógicamente no tiene continuidad. ¿O acaso podríamos creer que la novelista
conscientemente evitó lo íntimo como aquello que de todas maneras anularía la
narración?
Pues es verdad que lo íntimo se sustrae del relato dramático, y no brinda bastante
aspereza narrativa, peripecias, a las que pueda adherirse, pero, ¿podemos adjudicarle a
la novelista esta percepción? Más bien hay que ver allí lo que encierra definitivamente a
la Época clásica en su pasado y la aleja igualmente de nosotros, a semejanza de la
Antigüedad. ¿O cómo nombrar entonces, si no así, aquello que la separa de la
modernidad? Ya que lo que se descubre con el romanticismo, y que constituye la
modernidad, me parece que no es otra cosa que el recurso de lo íntimo y está dentro de
su concepto. En ese aspecto, un giro es indicado por Rousseau al hacer cambiar el
sentido mismo de la “confesión”. O digamos también que la modernidad se inventa al
hacer que se pase de la famosa profundidad psicológica, introspectiva, de la escena
clásica, que aísla a cada uno en su yo, a la promoción de lo íntimo que la deshace.
Porque está claro que no estamos ahora sólo en la historia de las ideas. Lo íntimo hace
pasar de lo que se llamaba tradicionalmente el “corazón”, como lugar de la pasión, su
sufrimiento y su desencadenamiento, a lo que en adelante se llamará el “alma” y que no
es otra cosa que la propia capacidad para lo íntimo y su vibración infinita. Por lo tanto,
si algo puede convencernos de una historicidad de lo humano, en definitiva, de la
manera más general, que va de lo sensible a lo metafísico, es precisamente esto.

3. De tal modo, cuando Rousseau declara de entrada, en la primera línea de las


Confesiones, que su proyecto es nuevo e incluso que “nunca tuvo antecedentes”, se
pueden burlar todo lo que quieran (Dios sabe que lo hicieron) – pero no se equivoca.
Hay que creer en la posibilidad de lo nuevo en la Historia, incluso en el ámbito
tradicionalmente más recalcitrante en ese aspecto: lo que llaman el “corazón humano”.
Por supuesto, siempre se podrán buscar (encontrar) precursores y predecesores de
Rousseau (especialmente entre los poetas). Por supuesto que también Rousseau no sitúa
esa novedad en donde se debe (no tiene la distancia adecuada para hacerlo). Porque no
es que se describa exactamente “del natural”, cosa que ya Montaigne pretendió hacer;
tampoco es que se atreva a confesar lo inconfesable (“despreciable y vil cuando lo he
sido…”), y que incluso pueda encontrar placer en esa autoacusación, porque ya Agustín
lo hizo.
No, su novedad está en que Rousseau mantiene, en ese comienzo, el dispositivo
de dirigirse y de invocar a un “Tú”, el Dios de Agustín, pero desplazando su postura,
remitiéndolo a lo humano. “Dios” nombra al Otro o a lo Exterior ante lo cual un yo-
sujeto se descubre. Éste se halla pues iluminado de entrada por una relación con el “Tú”
que lo conduce a la expansión, al mismo tiempo que se tiende hacia lo absoluto en la
aspiración a compartir: “Revelé mi interior tal como tú mismo lo viste…”. Porque
“Dios” (el Dios cristiano) está a la vez separado de lo humano, no comprometido por él
(el Padre), y es el más profundamente humano, Aquel (el Hijo) al que nada de “lo más
interior” de lo humano se le podría escapar, ya que él mismo lo experimentó. En una
forma dramática y declamatoria, aunque sin dudas hacía falta toda esa retórica para
atreverse a hacerlo, ese incipit plantea de entrada la instancia gracias a la cual, aunque
sea una ficción, el descubrimiento del sí mismo más interno se desembaraza, en su
principio, de los miramientos y las reservas, en resumen, se desprende del compromiso
y de la apariencia, y sobre todo de cualquier interés, adquiere dimensión de “eterno” y
de “verdad” (los mismos términos de Rousseau en ese comienzo): se atreve no tanto a
“conocerse”, según el viejo principio heredado, sino a confiarse.
Mediante esa puesta en escena, que aunque tenga eficacia no deja de ser un
decorado, Rousseau establece entonces en un plano humano las condiciones de
posibilidad de un habla de expansión y de compartir – vale decir, de intimidad: no
solamente ya no la amenazan, al menos en su principio, ni el juicio de los destinatarios
ni la prudencia y la contención de su autor, sino que sobre todo resulta finalmente
disuelta la frontera entre ellos. De entrada, se erige un “Tú” que ya no es el lector
anónimo y plural, que ya no es “otro” sino el Otro. La inmanencia de lo íntimo sólo se
afirma contra un fondo de trascendencia; “confesión”, tal como hace variar su sentido
Rousseau, significa eso, cualquiera sea el obstáculo que se ponga luego a esa
transparencia. Hace falta que se suponga esa luz en el Exterior de uno mismo
otorgándole estatuto a ese Otro, a ese Tú, para llegar a extraer “lo más interior” y en
primer lugar hacer que surja la fuente. Su justificación ante los hombres – y se
comprende que se atenga a ella enfermizamente al proporcionársela –es que Rousseau
pudo (supo) instaurar esa relación íntima con ellos. ¿Por qué se toma tanto trabajo
entonces para defenderse y disculparse? ¿No es acaso que su error, al volver a pensar su
vida entera, fue buscar una intimidad con los otros, a menudo tan poco adecuada, cosa
que lo martirizó – esa misma intimidad que finalmente estableció con el lector? En todo
caso, la promovió, y eso basta.
A partir de allí, si comprendemos la mutación que efectúa, ya no sorprende el
hecho de que Rousseau no pudiese llevar a cabo esa promoción de lo íntimo, y en
primer lugar la puesta a punto de sus condiciones, sino bajo la forma de una figuración
un tanto demente. Toda gran operación del espíritu, y el pensamiento vive más de
grandes operaciones que de verdades, “avanza enmascarada”, como nos dijo Descartes
(y como Nietzsche lo justificó ampliamente): a través de un señuelo y un simulacro. E
incluso aquel que encuentra, lo sabemos bien, es el que no sabe exactamente lo que
busca o bien que cree buscar en otra parte. Esa simulación fácil, en este caso, es la
justificación moral (que Rousseau tenga que defender su causa, responder a la maldad
de los hombres). Salvo que esa teatralización (“iré con este libro en la mano a
presentarme ante el soberano juez…”), que puede ser tan ridícula como se quiera,
infantil o aun delirante, no por ello deja de tener la virtud de instaurar lo siguiente: lo
previo a lo íntimo. La fórmula latina colocada como exergo no ha mentido al respecto:
intus et in cute: “en el interior y en (bajo) la piel”. Sobre todo si tomamos en cuenta la
expresión en su totalidad, su juego de tú y yo: “Yo a ti, interiormente y bajo la piel, te
conocí”, Ego te intus et in cute novi.
O sea que si considero insensatas las críticas que tan frecuentemente se le
hicieron a Rousseau, en torno a su “terror obsesivo” y a su arrogancia, e igualmente a la
cantidad de justificaciones condescendientes expuestas para absolverlo, es porque hay
que entender por qué Rousseau, a lo largo de todas las Confesiones, pasa lógicamente de
un registro al otro, por qué necesita lo teatral, el revestimiento dramático, lo
exclamativo invocatorio o la grandilocuencia lacrimógena. Sucede que para proteger al
otro necesita lo murmurado de la intimidad. Lo uno es necesario para cubrir y alimentar
lo otro. Lo uno es el biombo tras el cual puede abrigarse lo otro. Lo ampuloso permite
lo discreto. Hay que caer en lo más declamatorio de uno mismo para luego – a
resguardo – brindar lo más íntimo de sí. Hace falta toda esa teatralidad derrochada para
que aparte, o en el intersticio, en tensión con ella, a resguardo de ella y de lo que ella
acapara, su contrario pueda también abrirse camino. Ya que por supuesto éste es el
camino. Con lo cual Rousseau abre efectivamente la vía hacia el romanticismo y la
modernidad: hace falta lo exclamativo y lo declamatorio – incluso en Baudelaire – para
darle lugar a su opuesto.

4. Pero, ¿qué es eso íntimo, tan insignificante a primera vista, tan fugaz, que no
pensaríamos en detenernos en ello, en señalarlo, y a la vez con tanta pregnancia
humana? ¿Cómo sacarlo del desinterés o de su surgimiento inesperado, y pensar en
captarlo, o más bien en recogerlo, en decirlo o más bien en murmurarlo, dejándolo que
sobrevenga en la mente para sondear allí una verdad frente a la cual toda explicación se
anula, no porque sea falsa, sino porque no tiene importancia, no tiene asidero ni sirve de
nada? ¿Qué es entonces, por ejemplo, dejar que ascienda así dentro de uno mismo, pues
hablar estrictamente entonces de memoria sería ilusorio, una canción de infancia que se
ha olvidado, tal como lo hace Rousseau en esas primeras páginas, y reconocer sin
ambages que uno está infinitamente conmovido, sin molestarse tampoco en decir por
qué? Sin la caución de una razón o una justificación. Pero eso es lo íntimo; y Rousseau
se arriesga a ello. Se arriesga a mostrarse ante quien ya no puede ser únicamente “otro”,
se entiende, “mascullando” esas pequeñas melodías como un niño; expresa su
enternecimiento que llega hasta las lágrimas y deja aparecer algo más interior que lo
interior, que tiene sus raíces previamente a un “yo” y que por ello lo libera de su
exigüidad. Aunque semejantes “lágrimas” no sean más que una manera de decir, sin
embargo ese “enternecimiento” fue desconocido tanto por Montaigne como por
Agustín; ellos no supieron dejar surgir, retener y captar esa dimensión y ese recurso de
algo más interior que, en ese punto de ensanchamiento, ya nada puede codificar, que por
consiguiente es tan discreto que no se deja clasificar por ningún uso o finalidad. No
supieron (pudieron) tirar de ese hilo y ver allí un filón que descubre lo humano.
Una melodía que cantaba una tía en nuestra infancia y que nos viene a la cabeza,
lancinante, en la cercanía de la vejez, pero cuya letra completa no logramos recuperar,
de la que siempre se nos escapa algo y que queda, como tan a menudo en la vida, en
puntos suspensivos: ese rasgo tenue, lo emocional discreto, es lo que Rousseau hace
llegar al reconocimiento sin apoyarlo. No lo impone (mediante explicaciones), se
contenta con plantearlo, disponible para cada uno. Porque está claro que, por más tenue
que parezca, lo anecdótico hace visible – deja aflorar – más fondo de humanidad que
cualquier introspección; por más singular que sea, es algo enseguida compartido o más
bien es lo que abre al compartir; e incluso basta de entrada con borrar la frontera del
interés y de la propia reserva. Hace remontar a un sitio previo a la separación con
respecto a un “tú”. Da el tono – el “la” – de lo íntimo. Al hacer precipitar al lector desde
su afuera en ese adentro compartido, crea el “entendimiento” humano sin tener que
explicitarlo. Ese rasgo no instruye, no sirve para convencer ni tampoco para conmover,
sino que crea – de entrada – condiciones de intimidad.
Es cierto que, en cuanto a la confesión, Agustín ya había entrado en la
confidencia, eliminando el pudor y confesando lo impúdico. ¿Y qué puede ser lo
inconfesable si no es siempre lo mismo, ya sea en Agustín o en Rousseau, y por lo cual
es preciso comenzar: el deseo adolescente que todavía no encontró su objeto de
investidura que lo torne aceptable? “Se exhalaban vapores de la fangosa concupiscencia
de mi carne, del hervidero de mi pubertud…”: Agustín no retacea, como vemos, en lo
superlativo negativo y la imaginería repulsiva en la denuncia de sí mismo; por el
contrario, estos se prestan tanto mejor a los efectos retóricos. Pero, ¿no hay allí
justamente un modo de aclarar mejor la distancia entre Agustín y Rousseau? Porque
Agustín no arriesga nada al hacerlo: se confiesa, pero como hombre que todavía no
había encontrado a Dios. Así es el “hombre” – el hombre por esencia o maldición –
hundido en la carne, y la autoacusación a la que se aboca ya no lo alcanza. No es más
que un ejemplo (que hay que rechazar). Hace ver de qué se apartó. Y la finalidad de su
confesión lo guía: relata su estado de pecado (pasado) para convencer(se) mejor de su fe
y hallar – probar – su salvación.
Pero en Rousseau lo inconfesable ya no puede ser apologético. La confidencia
sobre lo sexual, la de las “primeras explosiones de un temperamento combustible”, ya
no tiene a su cargo ninguna finalidad demostrativa, Rousseau ya sólo está ante sí mismo
y debe afrontar la dificultad de decir aquello de lo que ya nada lo salva. Ya ni siquiera
puede contar con la virtud de lo extremo y de lo singular, pero en sus gustos no queda
más que lo “bizarro”, solamente raro por depravación (“mis ineptas extravagancias”).
Lo indecente todavía puede ser alegremente confesado, en la medida en que provoca;
pero cuando se retira lo que podía suscitar fascinación, no subsiste más que lo
“ridículo”, y eso es lo más difícil de confesar, porque ni siquiera tiene la grandeza del
Mal. De modo que si no hubiese introducido desde el comienzo del juego el dispositivo
de dirigirse al Otro, al “Tú” que no juzga, o que más bien juzga pero desde un Exterior
de lo humano que al mismo tiempo puede comprender lo humano desde “más adentro”
de lo que los hombres son capaces de hacer, en lo cual efectivamente es heredero de
Agustín, Rousseau no habría podido entrar en lo íntimo de la confesión. No el dato
alegre de la primera paliza por la que obtiene placer demasiado evidentemente bajo la
mano de la señorita Lambercier, sino lo que se convirtió en vicio, vivido en solitario,
debido a su fijación; y que aun en “la más íntima familiaridad” (la primera vez que
aparece “íntimo” en las Confesiones) debió callar. Por eso, al atreverse a tal confesión,
¿no hizo saltar el último cerrojo bajo el cual se mantiene a resguardo un yo? – al menos
siempre creemos que es el último… En todo caso, la vía de lo íntimo, tras esa prueba, en
adelante está libre.

5. Lo que constituye la condición de ingreso en lo íntimo, en suma, ya sea que se


experimente en uno mismo o que se lo confíe al Otro, pues ambos se muestran
inseparables, es efectivamente que ya no se tenga un objetivo en el Otro, que ya no
proyecto un designio sobre él; es decir que ya no se quiera ni se espere nada de él; que
se desprenda esa relación de toda finalidad y de todo interés. Si la finalidad se retira,
puede sobrevenir la compartición de lo íntimo. Rousseau decididamente liberó la
existencia de esa finalidad con que los griegos habían invadido todo, en su alegría de
vincular todo con todo, y de la cual luego el pensamiento europeo tardó tanto tiempo en
desembarazar a la Naturaleza, en su física, pero que se remitió entonces a la Historia.
Por tal motivo no se contenta con celebrar la oportunidad del momento que pasa
(“aprovecha el día”), sino que también hace acceder a lo simple, al elemental
sentimiento de existir (en el lago, Paseo Vº). En este caso, precedido por Montaigne
(según el famoso: “¿No ha vivido usted?”). También por ese motivo puede liberar de la
finalidad la relación humana y pensar el acceso a lo íntimo. Pues en lo íntimo la
condición de posibilidad se debe simplemente a que se esté uno junto al otro, sin
intención sobre el otro, porque esa intención, en tanto que es mi intención,
inevitablemente separa; y que el Otro simplemente esté allí, cerca – no delante
(conduciendo) sino simplemente “allí”, al lado.
Se entiende entonces que lo íntimo se descubra originalmente, y tal vez incluso
preferentemente, fuera de la relación amorosa, que es apasionada, captadora, desde el
inicio y en su principio, siempre interesada. Su tiempo propio es anterior, pertenece al
comienzo. Pertenece a la infancia, cuando la separación con respecto al Otro aún no está
consumada: la intimidad del seno. Sería incluso muy fácil entonces considerar que
Rousseau no dejó de intentar reparar y colmar esa falta primera, irreparable, de la madre
muerta en el momento de su nacimiento, con la búsqueda de lo íntimo que duró toda su
vida – y a menudo tan inconveniente, con frecuencia hasta la locura, lo que lo torna
“insociable. Ya no deja de querer (deber) trasponer eso íntimo que quedó vacante:
“estaba siempre con mi tía, viéndola bordar, oyéndola cantar, sentado o parado a su
lado, y estaba contento”. Simplemente “a su lado”; y “contento”, es decir, ya sin buscar
nada lejos y sin tener otra meta. Además, de la tía Suzon le viene nostálgicamente por
fragmentos, en su vejez, la canción que ella cantaba.
“Intimidad” también en Bossey, donde el término es y se vuelve clave, bajo el
techo del pastor Lambercier. Pero el placer sentido con la paliza ya provoca una ruptura
y provoca la separación (concretamente, le hace tener un cuarto aparte). Ese paraíso
perdido, que como todo paraíso está destinado a ser perdido (en este caso, la catástrofe
que causa la perdición es un peine roto), no tiene en efecto otra esencia que la pérdida
de lo íntimo, es decir, precisamente el hecho de que un Exterior trascendente a él mismo
ya no se descubre en lo más interior de sí mismo, sino que se retira. Al pastor y a su
hermana, después de la Caída y antes de que comience el Exilio, “ya no los miramos
más” en adelante “como Dioses que leían en nuestros corazones”.
Por otra parte, si es que nuestra imaginación todavía se aferra a ese “paraíso”,
¿podríamos concebirlo de manera general y rigurosa en otros términos que no sean los
de lo íntimo? Porque los teólogos, mucho antes de Madame de La Fayette (que ella no
hizo más que continuar), con Agustín a la cabeza, se vieron enfrentados a este dilema
para pensar su beatitud - ¿y acaso pudieron resolverlo? O bien en el paraíso todavía hay
deseo, y por lo tanto carencia, y se sigue sin estar satisfecho; o bien el deseo encuentra
satisfacción, pero enseguida llega por eso el hastío. Si no hay satisfacción, hay
frustración; pero la satisfacción aburre. Y sólo lo íntimo, pensándolo bien, haría posible
salir de la alternativa del deseo y el tedio. Si es que no se concibe ya solamente el
paraíso como la transparencia de Plotino, que era la del alma intelectiva, sino más bien
como una presencia “cerca”, sencillamente al lado. El cerca: lo que no falta ni cansa, y
por ende no se abisma en la duración. Y este “cerca” se analiza: porque en lo íntimo el
Afuera se descubre también como lo más adentro o, digamos, que su inmanencia se
encuentra siempre habitada de trascendencia, y lo íntimo por su parte no se agota. No
tiene fondo ni fin.
Lo íntimo no tiene un punto previo ni un origen. Cuando imagina la escena
originaria para comenzar el relato de su vida, Rousseau no proyecta la conquista, sino
ya la intimidad de sus padres: “Sus amores habían comenzado casi con sus vidas…”.
“Nacidos tiernos y sensibles, los dos sólo esperaban el momento de encontrar en otro la
misma disposición, o más bien ese momento los esperaba a ellos, y cada uno lanzó su
corazón hacia el primero que se abrió para recibirlo.” Pero que no fueran ellos quienes
esperasen el momento, sino que el momento los esperaba, ¿no desplazaría ya la
iniciativa? Reside menos en la elección previa de la persona, elección siempre cargada
de incertidumbre y de interés, que en la “disposición” según la cual se realiza el
encuentro y que lo vuelve dichoso. Porque en lo íntimo la cuestión es la siguiente: no la
cuestión del “quién” (“¿Quién será?”: la pregunta, digamos, de las chicas soñadoras),
sino de lo que se hace con la relación, de lo que se arriesga en ella y de lo que se genera
en ella. Basta entonces con Otro, que haya Otro, el “primero que se abra”. Que puede
ser el primero que llegue. Por lo tanto, lo que importa no es tanto “lo que es” el otro, lo
que nunca es conjeturado sino a partir de mis fines, sino hasta dónde estoy listo,
“dispuesto”, a comprometerme y arriesgarme con él. Hasta dónde soy capaz de llegar,
de entregarme y de precipitarme desde mi afuera en ese adentro compartido, para
promover entre nosotros un “más adentro” nuestro donde poder “existir”.
Lo íntimo es innegablemente un sentimiento de infancia: ¿con qué nostalgia nos
afecta? Pero, sobre todo, ¿en qué se convierte como adulto? ¿O sigue siendo infantil?
¿Nos hace regresar? O bien, de lo contrario, ¿en qué elección y en qué responsabilidad
nos vemos situados por ello? Aunque ya no esté delante del otro, en un enfrentamiento
guerrero, interesado, sino “al lado”, “presente”; aunque ya no quiera conquistarlo, y por
consiguiente hacerlo objeto de mi deseo, sino que esté “contento” sólo con estar
“cerca”, y que el mundo esté entonces “en orden”, no se trata sin embargo de pasividad,
como nos dice en efecto Rousseau, sino en verdad de una promoción del sentimiento de
“existir”. Si es que entendemos entonces “existir” en su viejo sentido teológico, aunque
ahora trasladado a lo humano. Dado que existir, es decir, “estar a partir de” (“ex-
sistere”), significó en un principio el modo de ser de quien recibe su ser de Otro, se
consignaba justamente así el modo propio de la criatura de Dios, que depende de Él.
Pero invertir su sentido, como lo hizo el existencialismo, no conduce necesariamente a
pensar el “ex-istir” como proyectarse “afuera”, “delante” de sí, sich vorweg, es decir,
afrontando la condición de un “ser lanzado”, la del desamparo y la preocupación, y
precipitándose “hacia” (el “hacia”, zu, del futuro, Zu-kunft), en un perpetuo avance.
Porque “existir” podría significar por el contrario, en lo íntimo que le deja su lugar al
Afuera de donde procede efectivamente lo más adentro de sí mismo, activar el recurso a
una trascendencia semejante del Otro en la inmanencia de su vida – y allí, en la decisión
de vivir así y de comprometerse a ello, hay una elección.

6. En Rousseau, lo íntimo a la vez no tiene nombre y lleva un nombre propio que


le sirve de epónimo, que a la vez lo fija y lo consagra: Madame de Warens. Pero hay
que seguir lo que relata Rousseau de esa relación singular, en el libro III de las
Confesiones, para profundizar mejor en lo más original que presenta lo íntimo a la vez
que no está delimitado, pues uno y lo otro obstaculizan su reconocimiento, quiero decir
con ello su articulación con lo sexual. Rousseau primero no puede considerar lo íntimo,
en efecto, sino negativamente, por lo que no es, desarmando la vieja oposición entre el
amor y la amistad y enviando cada uno por su lado a los dos términos para agenciarle su
lugar: “Me atreveré a decirlo: quien sólo siente amor no siente lo más dulce que hay en
la vida. Conozco otro sentimiento, menos impetuoso tal vez, pero mil veces más
delicioso, que a veces está unido al amor y que a menudo está separado de él. Tal
sentimiento tampoco es sólo amistad; es más voluptuoso, más tierno; no imagino que
pueda actuar para alguien del mismo sexo; al menos he sido amigo como ningún
hombre lo fue, y nunca lo experimenté cerca de ninguno de mis amigos”.
Llamemos entonces “lo íntimo” a ese sentimiento en torno al cual todo gira en
esas páginas, pero que Rousseau precisamente no nombra; al que le da lugar, e incluso
el primero, pero cuyo concepto no encontró y que por lo tanto no se puede abordar sino
en el intersticio de oposiciones habituales a las que se sustrae. Porque el “entre” por el
cual se introduce no es sin embargo un equilibrio, un justo medio o término medio, aun
cuando se presente también como menos que uno y más que la otra: menos “impetuoso”
que el amor, pero más “voluptuoso” que la amistad. No es que sea el amor sosegado o
reabsorbido, vuelto menos intenso, porque también tiene su preeminencia: “mil veces
más delicioso”; ni tampoco es que sea su sublimación, pues el hecho de que sea tan
“voluptuoso” lo mantiene dentro del orden de lo sensual y de un placer inmediato. No,
lo que torna tan delicado su análisis es precisamente que obliga a desatar la conexión
entre deseo y placer, que mantiene a este último bajo el dominio de aquél; lo que
singulariza lo íntimo es que ya no está ligado a la falta, por lo tanto a la búsqueda, y por
consiguiente al encadenamiento de la satisfacción-decepción; afloja al fin ese tornillo
(con lo cual bien podría servir, en efecto, como soporte conceptual para la imaginación
del paraíso). Podríamos decir, para subrayar la aparente paradoja, que es sexuado (ya
que debe intervenir la diferencia de los sexos), pero sin embargo no es sexual; o que no
ignora lo sexual y la inclinación amorosa (“a veces unido al amor”), pero ya no está
bajo su dominio, por lo que instaura otra lógica. “Esto no está claro”, concluye
Rousseau. Procuremos en efecto esclarecer esa lógica.
Aunque “amistad” designe la relación que permanece en el seno del mismo sexo,
como lo entiende Rousseau, seguimos estando entonces en un “adentro” nativo, no se
tiene allí la experiencia de una exterioridad y del encuentro; el otro sólo está en una
prolongación de sí, en una extensión de lo mismo: no se ha salido de uno mismo, uno no
fue “abierto” por el Otro, no se alcanzó la alianza con él. Aunque “amor”, a la inversa,
nombre la relación con el otro sexo, dicha relación halla entonces su objeto en el
exterior de sí misma y debe dejarlo allí; nos mantiene dentro de la perspectiva de la
conquista y de la captación; por consiguiente, dentro del encadenamiento fatal de la
frustración-posesión-decepción. Decepción debido a que el otro, desde el momento en
que es poseído, ya no es suficientemente “otro”, porque su exterioridad se ha dejado
reducir, su alteridad es como absorbida: la seducción ya no funciona. Si su exterioridad
ya no es activa, esa relación de deseo en efecto se debilita: en el “amor”, el otro debe ser
mantenido en su exterioridad para que subsista la seducción; al mismo tiempo que el
deseo, que es deseo de posesión, quiere destruir esa exterioridad – contradicción que lo
vuelve un camino sin salida, cuya misma constatación establece justamente Madame de
La Fayette.
Se deduce entonces en qué medida lo íntimo escapa igualmente a ambos
términos, ya que implica realizar el encuentro de un Afuera, abrirse a su exterioridad,
pero en lugar de querer absorber ese afuera en uno mismo y por ende echarlo en falta
(que haga falta la falta), lo hace introducirse en un adentro compartido – es decir que no
está ya dado, en este caso, como en la amistad, sino que es producto del compartir. Ese
adentro común es conquistado. Ya no ocurre entonces que el otro no sea más lo
suficientemente otro, que su exterioridad desfallezca, como teme el deseo; sino que la
relación de exterioridad en sí misma ya no es pertinente: se ha levantado la barrera de la
separación y la reserva, se ha dejado atrás, relegada o superada.
Puesto que la cuestión no está “clara”, como dice Rousseau, describámosla en
sus “efectos”, y armemos una tipología. En primer lugar, reiteremos cuál es la condición
y la primera definición de lo íntimo: “estar cerca”. Cerca es su preposición-concepto
(leitmotiv de esas páginas: “pasar mis días cerca de ella”). Su primer predicado es
tierno (sus propios padres habían nacido “tiernos”). Pero si “tierno” se sustrae tanto ante
nuestra mirada conceptual porque no es ni moral ni psicológico, ni virtud ni facultad, no
por ello dejamos de comprender lo que significa en esa relación adentro/afuera en tanto
que capacidad de volverse accesible al otro así como de dejarse penetrar por él – lo
propio de la expansión; deriva pues menos de lo afectivo que del ethos, que genera lo
“ético”, o lo que Rousseau llama la “disposición”, que a su vez vuelve porosa la frontera
con respecto al Otro. Su corolario es lo “dulce” que, a diferencia de lo cursi, posee
también un sentido que llamaría metafísico; su contrario es lo “seco”, tal como en la
“sequedad de conversación”. También lo propio de lo íntimo, a diferencia de la relación
amorosa, consiste en crear una estabilidad, dándole asidero a un sujeto: de entrada y
para siempre, ella es “Mamá”, él es “Pequeño”. Escapando del encadenamiento de la
satisfacción-decepción, al que está condenado el deseo amoroso, no teme ser
considerado en la duración, que incluso se quiere eterna: “Habría pasado así mi vida y
aun la eternidad sin aburrirme ni un instante”. Lo íntimo, por último, es necesariamente
exclusivo (“nunca veía más que a ella”), pero sin embargo no es egoísta, porque no es
posesivo: puede ampliar su compartición más allá, ensanchar su “adentro” (así, en la
casa de Madame de Warens, se extiende a “toda su pequeña familia” reunida en la
misma habitación). Puesto que impregna, emana, forma un ambiente, bajo su influencia,
toda separación se aligera.
En lo íntimo, a la vez una nadería importa e incluso todo está hecho de
pequeñeces, de nadas, pero esa “nada” de lo íntimo puede volver a caer enseguida en lo
inaudito y recordar el trastocamiento – e incluso la sinrazón – de donde salió, la
clausura más inveterada, la del adentro/afuera, que logró hacer caer o al menos mermar.
Porque en lo íntimo, es decir, en el seno de su compartición, todo lo que se haga resulta
atravesado por ello, por consiguiente surge precisamente como es, eximiéndose al
mismo tiempo de la finalidad, sin estrépito, con poco esfuerzo. Lo íntimo se alimenta
con poco, le basta con “naderías”. Ningún rasgo se fuerza allí, no necesita probarse ni
por ende tensarse. Por tal motivo, lo íntimo es “encantador”, su otro predicado
rousseauniano (aun el “refunfuño” gruñón es “encantador”); su dimensión no es lo
heroico-dramático, sino algo cotidiano que no cansa.
Pues lo íntimo no es desintensificación (sosegamiento), porque siempre ronda en
él la tentación de una superación de la frontera, por lo tanto su confrontación con el
límite. Nunca se olvida tampoco el golpe de fuerza de su acontecimiento (advenimiento)
ni la audacia de su penetración en un interior. En el seno de lo cotidiano, conserva así su
vértigo y hace hacer “locuras”. Porque siempre está dispuesto a recordar, rozando lo
extremo, el sacrificio de la frontera abolida: “Mamá” (Madame de Warens) arroja en el
plato el trozo que tenía en la boca y el “Pequeño” (Rousseau) se apodera ávidamente de
él y se lo come – figura que no podría ser más ejemplar de un afuera que se vuelve
adentro… “En una palabra, entre el amante más apasionado y yo no había más que una
única diferencia, aunque esencial, y que vuelve mi estado casi inconcebible para la
razón”.
Casi “inconcebible” porque desarma las categorías de las que disponemos
tradicionalmente para expresarlo y por lo tanto hay que abrirse paso conceptualmente
para construirle su lugar. Por eso es que lo íntimo no puede más que hacer jugar los
contrastes, bajo su propia tensión, pero sin que ningún término resulte concluyente: “yo
estaba en una calma arrebatadora, gozando sin saber de qué”. Es también el motivo por
el cual sólo puede parecer ambiguo respecto de las apelaciones usuales, haciéndolas ir y
venir e intercambiándolas alternadamente: “… veía en ella a una tierna madre, una
hermana querida, una deliciosa amiga”; y (pero) “nada más”. Al mismo tiempo que,
obviamente, todo gira en torno a ese “más” – aunque por cierto sin bloquearse en ello.
Aunque sea fácil entonces reprocharle a Rousseau que no deje de girar en torno a ese
“más”, queriendo evitarlo, y extraer de allí la intensidad de una relación semejante sin
confesarlo (y un buen día terminará, a pesar de la denegación, en la cama de Madame de
Warens), eso sería no hacerle justicia a la manera en que muestra, con perseverancia,
hasta qué punto todas las manifestaciones de sensualidad que están presentes, e incluso
que están listas para desbordarse, no dejan de esbozar una vocación diferente a la
erótica. Al distanciarse de lo sexual, se ahondan como recurso propio que promueve ese
adentro compartido.
En el análisis de lo íntimo emprendido por Rousseau, principalmente tres rasgos
constituyen ese adentro compartido. En primer lugar, lo que ya denominé la
connivencia y que crea un entendimiento implícito en todos los momentos al mismo
tiempo que se capitaliza en la duración. Entendimiento silencioso o a medias palabras, y
que no necesita explicarse ni exponerse más: connivencia, como ya dije, no es
transparencia. Porque no se trata de decir todo, forzando la introspección, exhibiendo su
sinceridad o exigiéndola del otro. Tal imperativo aniquila lo íntimo (en el relato que
hace de su escapada con su amigo Bacle, Rousseau no duda en suprimir “algunos
artículos”). Luego, lo íntimo está amenazado por el intruso. Porque si lo íntimo diseña
un interior, y aun puede ampliar ese adentro, resulta lógico también que no tema nada
más que el afuera que puede irrumpir, el importuno. Tal intrusión puede parecer
adventicia y su manifestación anecdótica, pero de hecho es tan consubstancial a lo
íntimo, al que le sirve de negativo, como el diablo, dicen, es indispensable para la
acción de Dios: a la vez la ocasiona y la revela. Por último, lo que Rousseau llama el
“parloteo inagotable” es el habla propia de ese adentro compartido. Es a la vez la
modalidad inversa de la connivencia que establece una relación tácita y su
complemento, pues ambas desbordan el habla ordinaria. Pueden entenderse sin hablar
(basta un “guiño”), y por otro lado, cuando se hablan, no es para comunicarse: el habla
íntima no le enseña nada al otro, a decir verdad, no informa. En lo íntimo, no se habla
para decir algo porque se tenga “algo” que decir (el habla seria que se opone al
“parloteo”); pero tampoco para no decir nada (la palabra hueca de la conversación
mundana); ni siquiera es para intercambiar, sino más bien para “con-versar” [entre-
tenir]3 el entre de la intimidad. De modo que esa habla no “se agota”.

3
El juego de palabras, que ya el autor ha utilizado antes, no permite traducir la ambivalencia del verbo
entretenir, cuya descomposición también alude al sentido de “mantener entre”, “sostener entre”,
además de sus sentidos literales más comunes: “conversar” y “mantener” [T.].
VII – Cambiar de moral

1. Se deducirá que es tiempo de cambiar de moral. Cuando digo “es tiempo”,


significa que fue incrementándose una ruptura, al menos desde hace dos siglos, entre la
moral declarada, implantada, o al menos a la que se supone que se adhiere, y las
justificaciones que la harían creíble: sin darnos cuenta o sin aceptar verlo, vivimos sobre
vestigios. Aunque nos abstengamos del tono de anuncio apocalíptico que le gustaba a
Nietzsche, no por ello habrá que dejar de creer que es posible una mutación decisiva en
la Historia, y en primer lugar en lo espiritual, aun cuando ésta demore tanto tiempo para
luego traducirse en una visión y una “solución” comunes. En efecto, es tiempo de pasar
de una moral de la obligación, y por ende de la sumisión, tal como la que reinó durante
milenios, a una moral de la promoción: de la obediencia a un orden, el que se suponía
que derivaba de la “naturaleza” del “Hombre”, a lo que empecé a llamar la “promoción
de lo humano”. Dicho de otro modo, es tiempo de pasar de una moral del mandato, tal
como todavía ronda en los corazones y en las costumbres ya sin convencer más, moral
de la ley divina y el imperativo categórico, a una moral de la expansión del sujeto
emancipado que queremos ser. Porque a decir verdad, ¿acaso tenemos otra esperanza en
mente? Pero no basta con exponer que esa nueva moral ya no es negativa (punitiva),
dependiente de la veda y la prohibición, sino positiva, que apela a la “buena voluntad”.
Porque no puede contentarse con ser incitación o aliento, siempre jugando más o menos
con el poder de sugestión, ni contar con alguna “bondad” natural - ¿por qué hoy existiría
más que ayer? – en contra de las maldiciones de antaño. Sino que puede ser la
explotación de un recurso efectivo y tal como lo descubre lo íntimo.
En verdad es un “recurso”. Me atengo al término de recurso. Significa que se
halla impartida una posibilidad que permite hacer frente a algo (como quien habla de un
“hombre de recursos”) y que se puede o bien ponerla de relieve o bien desatenderla. Por
eso, pensar la moral ya no en términos de reglas, sino como recurso, a lo cual conduce
lo íntimo, nos hace salir de los atolladeros en los cuales es sabido que en Europa se
atascó tradicionalmente la moral. Porque entonces ya no estamos atados al gran
forzamiento de una idealidad impuesta, ni dependiente de una trascendencia que va a
obstruir el impulso espontáneo de un yo-sujeto o bien, digamos, la inmanencia de
nuestras vidas. Ya no hay que confiarse tampoco a la gran antinomia del Bien y del Mal,
que sabemos hasta qué punto contribuyó, resolviendo mediante su absoluto el curso de
nuestros deseos y nuestros afectos en oscilación continua, a lo arbitrario sobre lo cual se
apoyó la metafísica, como demostró Nietzsche. Asimismo, ya no hay que incomodarse
con la ambigüedad de nuestras motivaciones, inciertas cuando no sospechosas, cuando
hacemos el “bien” y seguimos la “virtud”.
Pues es cierto, en primer lugar, que no se puede prescribir lo íntimo; por ello se
escapa de toda moralidad del mandato o de la coacción; luego, lo íntimo tampoco
procede de ninguna dicotomía ni de ningún dualismo de valores; por último, lo íntimo
no puede ser sospechado de ninguna presunta idealidad, puesto que consiste
íntegramente en el efecto de apertura que reduce la frontera entre dos seres y sólo tiene
que responder por ese interior compartido. Explotarlo es ponerlo en funcionamiento y
valorarlo, como se hace valer una tierra o un capital – lo íntimo es un capital humano
que se arriesga y se acumula. Lo contrario no es el “vicio” opuesto a la virtud, o la
“falta” opuesta a la cualidad, sino más bien la pérdida (de su recurso). Se ha soslayado
ese filón existente; se ha perdido la posibilidad que abre y cuya fuente percibida en el
terreno de nuestras vidas ya sólo requiere a continuación surgir y fecundar. De otro
modo, la vida es estéril.
Es decir que es tiempo de convertir la moral en una cuestión no tanto de
prescripción como de descripción; y por consiguiente es lógico que esa moral por venir
se encuentre menos en códigos y catecismos que en las Confesiones de Rousseau.
Cuando se describe, como lo hace Rousseau, el recurso humano que constituye lo
íntimo, ya no se proyecta un deber ser, sino que se discierne, en el seno de una
experiencia decantada y que vuelve a la mente, lo posible que se abre en ella y que
efectivamente la califica. De allí que la moral se vuelve objeto de una indagación que
llamaremos fenomenológica, según el uso extendido del término, y ya no directamente
axiológica, que dicte valores o que codifique virtudes. Una moral que a partir de allí
cambia de aspecto y de meta, ya no es grandilocuente, infatuada, sino discreta: está más
preocupada por minima moralia que por la “Gran moral”, está atenta a lo ínfimo que
revela lo íntimo, pero cuyo despliegue es infinito. Porque es sabido que una moral que
predica, reprime, prohíbe u ordena, en adelante se nos cae de las manos; ya no llega sino
a hacer que subsista una apariencia de conformismo moral (de orden social) - ¿se puede
esperar incluso de ella tal comodidad? – que no convence más. El velo que la
sacralizaba, o al menos con el que revestía su autoridad, se ha desgarrado. Ya no
podemos habitar ese palacio en ruinas. Tanto Nietzsche como el psicoanálisis pasaron
por allí.
Lo que en adelante está caduco en cuanto a la moral, para decirlo entonces desde
un punto de vista estratégico, es que se pretenda abordarla de frente, dictándola e
imponiéndola. Hay allí demasiada presunción o “pesadez” que la aplasta, demasiado
poco “refinamiento” o sutileza, decía Nietzsche; hace falta más moderación, desvío o
sesgo, más oblicuidad para abordarla. Porque la moral es resultativa, es preciso
circunscribirla previamente – discernirla. Y la moral que deriva de lo íntimo es en
verdad consecuente. Quien ha conocido, vivido una relación íntima, ha reducido
demasiado la frontera que lo separaba de Otro como para seguir proyectando sobre él
visiones interesadas, como para permanecer todavía un tanto al acecho con respecto a
él, en adelante hay cosas que sabe que “ya no puede hacer”. No porque se (o me) lo
prohíba, no hay allí un forzamiento, sino porque simplemente se ha vuelto imposible:
con, por y para ese Otro, hay “cosas”, cálculos o abusos, que desde entonces ya no
cometo. Una vez que ingresé en ese compartir, ya no puedo soportar tales relaciones de
perjuicio o incluso solamente de indiferencia. Porque él ya no es “él”, alguien externo,
ya no es “el prójimo”. La situación comprometida, la intimidad a la que accedimos, por
sí misma me lo impide, no porque “quiera” (el celo de la “buena voluntad”) ni tampoco
porque pretenda ser “virtuoso” (no hay nada más sospechoso que las consignas
altruistas), sino porque comencé a encontrar a ese Otro, dado que los dos hemos caídos
de un “mismo lado”, y toda mi conducta, no solamente con respecto a él, resulta
transformada en sí misma.
Lo que efectúa lo íntimo en definitiva, y por lo cual podemos situarlo en el punto
de partida de la moral, es entonces que invierte su acceso: hace pasar – por cierto que
subrepticiamente y de golpe – del punto de vista de lo individual, contra el que chocaba,
al de lo relacional, que es su condición y su legítima función. Lo que significa que ya
no es el mérito atribuido a “mi” acción lo que está al comienzo de la moral (el que sea
culpable o bienhechor), sino la cualidad de la relación entablada. Del hecho mismo de la
apertura efectuada por y en la relación, y por ende de la abrogación de las fronteras que
encierran un “yo”, se deriva la moralidad; de otro modo no es más que un forzamiento
de los sujetos. Y es sabido que contra esto tropezaron tradicionalmente las
construcciones de la moral, ya que partían de un sujeto supuestamente primero, y por lo
tanto solitario, insular, al que luego forzaban a la moralidad, sin perjuicio de pretender
que sea por su bien y con miras a educarlo – de allí el acento puesto sobre sus virtudes y
su buena voluntad. Lo íntimo, en cambio, parte de lo arriesgado que pasa – se pasa, se
enlaza – entre sujetos para hacerlo el inicio de la moral. Soy moral porque (en la medida
en que), en relación con el Otro, y no puede ser en primer lugar más que en relación con
Otro encontrado, promuevo mi capacidad de “existir”, según el sentido que ya
mencioné (ex-sistere): “estoy” no confinado en mí, dependiendo sólo de mí, sino
proyectado “fuera de” mí y desbordando mi frontera por ese adentro compartido. Por lo
tanto, soy moral entonces por estricta inmanencia, aunque abriéndome a la
trascendencia del Otro, es decir, respondiendo a la necesidad de ex-istir. Lo que también
se lee en sentido inverso, pues la intimidad a la cual accede la relación lleva en sí misma
al despliegue y al auge de los sujetos. Con lo cual lo íntimo efectivamente es un
“recurso”.

2. Proponer lo íntimo como un inicio posible de la moral seguramente suscita


objeciones por todos lados – a las que no podría estar ciego. Y además, en ese estado de
despojamiento, ¿qué queda todavía de su gran edificio? No se mueve una piedra sin
sacar las otras, ¿y no se hace derrumbar por eso todo? Tomemos pues dichas obsesiones
punto por punto y refutémoslas. Pero en primer lugar aclaremos: dije “inicio” (posible)
de la moral y no “fundamento” (necesario), ya que este último término pertenece a la
metafísica, puesto que ahora ya no se trata de anclar la moral, como para Agustín (y
también Kant) en el Ser y en lo divino; sino de volver a pensar su condición de
posibilidad – o digamos que de viabilidad – con respecto a las sospechas que la han
socavado, que son conocidas, sin piedad pero con rigor, ya fueran nietzscheanas o
freudianas. En adelante hay que hallar otra “entrada” a la moral.
Pero primero preguntémonos si lo íntimo puede ser una categoría moral aun
cuando, como indiqué, no es un valor ni mucho menos una virtud, aun cuando no se
valga en suma de ningún deber ser. A lo que responderé que si lo íntimo efectivamente
no puede ser situado como valor, con lo cual al mismo tiempo tiene el mérito de escapar
del “perspectivismo” y por tanto del relativismo de los valores, sin embargo por su
intermedio hay una valorización de los sujetos que podemos ser o, como preferí decir,
su promoción. Vale decir, lo íntimo no es una “cualidad” (de la cual uno se felicitaría),
sino que efectivamente es cualificador. Tanto más cualificador quizás en la medida en
que no es posible jactarse de ello y que esa promoción interna que lo íntimo emprende
se sustrae del influjo y el dominio de un “yo”, por lo tanto también de los méritos con
que se reviste, méritos siempre dudosos, y no brinda pretexto para el otorgamiento de un
excelente felicitado – que sólo puede ser complaciente (¿no abusó de ello la moral
ordinaria?).
¿Hemos observado ya, simplemente considerándolo desde afuera, que lo íntimo
nunca es vulgar, aun en esos gestos íntimos que se dejan ver en público, quizás
indecente pero nunca mediocre? Señalarlo no es dar pruebas de un exceso de estetismo.
En una vida que se entregó a lo íntimo, es decir que se aventura en él, siempre se
descubre una vida original y ya nunca más una vida banal, pues para mí las dos forman
una alternativa. Puesto que se ha despegado – por cierto que sin escándalo – no
solamente de lo ordinario y lo convenido, sino también de lo prudente y de lo posesivo.
Arriesgó y se arriesgó. Al romper el encierro, “encapsulamiento” dice aún más
fuertemente el alemán (Verkapseln, un término heideggeriano), en el cual se recoge, se
machaca y se encoge un “yo”, es decir, al abrir una brecha en su clausura, lo íntimo
produce un desborde que, por sí solo, es superación. O digamos que, al inducir al
abandono de los fines interesados, en ese adentro compartido, despojando al ego de lo
que se arroga de entrada para garantizar su salvaguarda y que constituye su “justo
derecho”, es decir, al deshacer el sistema de seguridad y quitar esa garantía, lo íntimo
provoca, ya sea que nos repela o no el término, algo así como una elevación: “… una
conversación íntima de otro modo y más destacada que la que escuchan nuestros oídos”,
dice el novelista (Stendhal) sobre sus dos personajes que permanecen apartados, y no
piden nada más, en un rincón del baile. Pero lo “destacado” que atañe a lo íntimo debe
entenderse con toda su fuerza. No solamente aparta de los otros, del “prójimo”, no sólo
es fuente a la vez de una distinción y una intensificación, sino que “destaca”
metafóricamente y sobre todo metafísicamente hablando: destaca del debilitamiento en
el que se va hundiendo y se va encerrando la vida.
En consecuencia, lo íntimo hace surgir, como en toda moral, una división
(incluso que haya una división es lo que constituye la moral); o sea que esa división en
este caso arrastra todo consigo. Hay quienes nunca han accedido a lo íntimo en sus
vidas, incluso en pareja o casados. Vivieron durante años uno con el otro, aun podría
decirse que durante siglos, pero sin haber socavado la frontera de su reserva. Vivieron
“uno con el otro”, pero no entre ellos; no hay un “entre” que se desprendiera de ello,
que haya podido prosperar. Ni siquiera sospecharon su posibilidad – ¿es preciso
decirlo? – y nunca franquearon ese umbral, ni lo pensaron. Nunca imaginaron penetrar
ni un poco en el espacio interior del Otro; ¿y acaso alguna vez consideraron que
existiera dentro de él un “espacio interior” semejante? Y esto a pesar de - ¿o habría que
decir a causa de? - su frecuentación constante. Porque estar uno al lado del otro no es
estar “junto a”. Ese Otro pudo volverse un ser familiar, pero no íntimo. Por supuesto
que saben todo del Otro, el “todo” registrado con el correr de los días, las caras, los
gestos, los tics y las reacciones, los enojos y las entonaciones, hasta el punto de que
resulta obsceno, y ni siquiera pueden prescindir de ello, por tanto que se acostumbraron,
incluyendo sus molestias. Pero cada cual permaneció de su lado; nunca se
“encontraron”.
Se cruzaron, y aun durante toda su vida, pero nunca se abordaron. Como quien
aborda en el mar a otro barco que viene de otra parte, o como se aborda una isla en una
mañana; o como quien aborda un puerto, una costa. Con lo que dicho abordaje siempre
supone de inesperado: se “aborda”, según define el diccionario, “un lugar desconocido o
que presenta dificultades” – tampoco borramos ese peligro frente a los seres al igual que
frente a las cosas. Para abordar se viene de más lejos, se emerge de la propia extrañeza y
nos hundimos en la del otro. Si vuelvo a la novela de Simenon por la que comencé, El
tren, es cierto, aun cuando no sepamos gran cosa, que él “ama” y que amará a su mujer
(así como la detestará también in petto, según la vieja ambivalencia que yace agazapada
en todo amor). Pero también es cierto, con la certeza que constituye la verdad de una
novela, que no hubo y que no habrá nunca nada íntimo entre ellos. Puede haber
entendimiento, incluso complicidad y satisfacción en estar juntos y en reencontrarse,
pero no la apertura – aventura – de un “sí mismo” que penetra en el Otro (así como el
Otro que lo penetra) y que es lo único que permite estar luego “juntos”; ya no uno al
lado del otro, sino del mismo lado, por ejemplo, frente a la debacle. Para compadecer,
por así decir, y es entonces cuando la moral recobra sus derechos, a aquellos para
quienes el Otro no es tanto extraño (porque existiría lo extraño por descubrir) sino que
les sigue resultando sencillamente exterior. Y están entonces quienes accedieron a lo
íntimo.

3. Lo íntimo sin embargo no puede ser una categoría moral, me objetarán, puesto
que no procede de una elección deliberada; de entrada, no remite a una responsabilidad.
¿Pero hasta qué punto es cierto? ¿Hasta qué punto no nos comprometemos en lo íntimo,
o esto no exige una resolución? Porque hay que atreverse a lo íntimo; animarse al
encuentro con el Otro, romper el confort de la reserva, arriesgarse en esa aventura donde
se abandona el caparazón de las fronteras que fijan el “yo” y dentro de las cuales éste se
pertenece y se atesora. A menudo, uno se detiene en el camino. Porque tenemos miedo
de ir demasiado lejos, preferimos seguir siendo “realistas”; nos dedicamos a cuidar la
seguridad donde el yo no corre riesgos de deshacerse por la sustracción de su objetivo y
de su interés. Se puede responder, o no, al llamado de lo íntimo. Si bien no hay una falta
(y por consiguiente un “mal”) en no explotar el recurso de lo íntimo, no deja de ser
cierto que aquellos que no pudieron desarrollar lo íntimo dejaron escapar algo o más
bien lo esencial. Tal vez fracasaron en todo; pasaron al lado. Pues el mal, decía Plotino,
que no sería algo efectivamente deseado, deliberadamente intencional, es siempre una
“falla”.
No obstante, se responderá que lo íntimo no puede ser una categoría moral ya
que está ligado al encuentro adventicio, por ende a lo aleatorio, por ende a la suerte.
Pero también entonces, ¿hasta qué punto es cierto? Es cierto que habría podido no
cruzarme con ella nunca en la vida. Pero al mismo tiempo el no cruzármela es lo que
constituye el encuentro y ahonda lo íntimo entre nosotros. E incluso no es tanto uno u
otro de los dos lo que importa, como tal o cual que es, con sus cualidades que se
enumeran y más o menos se fantasean, sino lo que somos llevados a hacer en común
para entablar y “mantener” [entre-tenir] lo íntimo. Por lo tanto, la pregunta de hecho es
la siguiente: ¿hasta dónde arriesgamos – apostamos – uno y otro (una versión ya
estrictamente humana de la famosa apuesta) para salir de nuestro aislamiento-
frecuentación (el paralelismo de las soledades) y caer “de un mismo lado” frente al
“prójimo” del mundo? Importan menos la virtud o los dones de uno o del otro que el
punto – el estadio – adonde cada cual, en su vida, ha llegado y que está dispuesto a
arriesgar. Porque siempre es ante un “recién llegado”, lo quiera o no, que uno se abre a
la intimidad, como ya lo decía Rousseau de sus padres. Por eso, la pregunta se torna aún
más radical: ¿acaso puedo entablar lo íntimo con respecto a cualquiera? Tal vez… Tal
vez, en tanto que lo íntimo es diferente del amor, no se trata de preferencia y de
seducción, no tiene en vista nuestra propia satisfacción, sino que es más bien la decisión
progresivamente madurada de hundirse juntos en el fondo sin fondo de un interior
compartido.
La pregunta además se invierte. Dicha al revés (y volviéndose brutal): ¿uno es
culpable entonces de su soledad? Porque la alternativa es simple: se es íntimo o se está
solo (solo incluso dentro de su “amor”). Pues si decimos que la soledad es mala suerte,
que no hemos “encontrado”, o bien que no teníamos las “cualidades que hacen falta”,
resulta entonces fácil contestar que todo el mundo en su vida se ha cruzado con alguien
que bastaba con abordar. Uno es responsable de su soledad por el hecho de no haber
sabido empujar (forzar) la puerta del Otro, no haber podido dirigirse y acceder a él,
hablarle como a un “Tú” – permanecimos más acá, respetamos la frontera, temimos
exponernos o bien agredir. Por otra parte, aun si el otro nos es sustraído, si ha muerto,
sin embargo podemos seguir siendo íntimos con o más bien hacia él, y ese recurso
capitalizado no está perdido. Sea cual sea su naturaleza, una separación no destruye lo
íntimo. Porque lo íntimo no es contacto (frecuentación), sino interioridad, o antes bien
algo “más interior que lo interior”. Por tal motivo, no requiere la presencia, puede
desarrollarse en la ausencia. En la ausencia, se puede seguir estando “junto a”.

4. Queda una crítica fundamental y que a su vez parecerá irrefutable: lo íntimo


no posee la universalidad que se sabe que requiere la moral, e incluso la contradice. Uno
es íntimo con respecto a tal Otro, y hasta lo íntimo posee un efecto ambiental (como
junto a Madame de Warens), pero deja de lado a todos los demás, que no por ello son
“intrusos”. A lo cual respondería que cuando se aborda la moral, a la inversa, mediante
una universalidad supuesta de entrada, como tan bien lo hace Kant con su imperativo
categórico, tal moral no puede más que conducir, según comprobamos, a un
forzamiento existencial, debido a su carácter incondicional, cosa que la vuelve tan poco
convincente, vale decir, poco movilizadora desde el punto de vista de los sujetos (crítica
que se le hizo a Kant a partir de Schopenhauer); y que por otra parte semejante moral no
escapa de la contradicción respecto de lo que entonces se torna, quiérase o no, su
“aplicación” (a la situación); como lo prueba la posición insostenible – insostenible por
intolerable con respecto a nuestro sentido de lo humano – en la cual se encerró Kant en
su debate con Benjamin Constant, empujado a defender el principio de inaceptabilidad
absoluta de la mentira. Y ese punto “insostenible” ayuda a levantar retrospectivamente
el velo sobre el conjunto de su construcción ética; y en primer lugar a sospechar de lo
que entonces es preciso llamar justamente su “inhumanidad”, no a causa de su
idealidad, como suele creerse (de máximas demasiado elevadas), sino al contrario por su
deshumanización tal como es segregada por la Razón bajo la cobertura plácida –
estancada – de lo universal. Por más que se “funde” así, tan necesaria, tan
“apodícticamente” como se quiera, no podemos entrar efectivamente por allí en lo que
constituye la justificación de la moral.
Por eso es que en lugar de dicha moralidad “fundada” en la universalidad, una
universalidad planteada arbitrariamente desde un principio, preferiré lo que llamaría una
moral de la indicialidad, es decir que señala localmente hacia algo posible de donde
luego va a sacar partido y cuyo recurso explotará más globalmente (tomé la idea, en
parte, del pensamiento chino, especialmente de Mencio, siguiendo el tema de una
“meta”, duan [colocar ideograma, p. 142], que al surgir se vuelve perceptible y cuyo
hilo hay que tirar a partir de entonces para desplegar su efecto). Porque lo íntimo
emprendido para con un determinado Otro es el indicio de una vocación moral que
también puedo desplegar con cualquiera abriendo un interior con él. Por supuesto, en
dicha extensión, la relación cambia de orden y de naturaleza, pues ese interior
compartido ya no es el mismo; pero sigue estando la disposición de apertura que hace
caer la frontera, y esta es lo propiamente moral. Lo íntimo indicial y el acontecimiento
del encuentro al que da lugar ponen en camino; apuntan a una puesta en común y un
compartir cuyo contenido es lo “humano” y cuyo horizonte, a fin de cuentas, puede
volverse la humanidad.
En efecto, durante mucho tiempo me pregunté, escéptico y al mismo tiempo un
tanto irónico, por qué la ONU finalmente no había hallado nada mejor, para justificar la
universalidad de su Declaración de los derechos del hombre, que invocar a la gran
“familia humana”, tal como se lee en su preámbulo. Pues salvo que la pueda considerar
en un sentido genealógico, obviamente irrisorio (todos descenderíamos de Adán…),
¿qué puede significar todavía la “familia”, que no sea una ideología tradicionalista
demasiado marcada y caduca? Es algo que nos dejará perplejos, en efecto, salvo que nos
preguntemos si en tal caso “familia” no es el simple indicador de un “adentro”. Pues, ¿a
qué se puede apelar en última instancia para instaurar derechos universales del hombre,
sin perderse en un interminable debate sobre los valores entre culturas, si no
precisamente a lo que se califica (o bien, de lo contrario, se traiciona) como un interior
compartido (por toda la humanidad) – y que designa ejemplarmente la “familia”, es
decir, lo que en suma no es más que una “intimidad” de lo humano – propio del
humano, a escala del humano? Lo que por otra parte hace visible a contrario que el mal
extremo que hiciera surgir la Segunda Guerra mundial y que resultó tan radicalmente
(sistemáticamente) puesto en práctica en la Shoah, un mal del que no podemos dar
cuenta sino excepcionalmente mediante lo patológico y unas desviaciones monstruosas,
y que pretende rechazar para siempre esa Declaración, tal vez no sea en el fondo más
que eso: haber tratado al hombre como completamente exterior, es decir, no haber
reconocido ya ningún adentro que se pudiera compartir con él – o más bien para con él.
A partir de lo cual se dispuso de él efectivamente, ya sin ninguna humanidad.
Porque es inobjetable, y cotidianamente, al nivel de la experiencia, que uno se
dirige en principio a los demás de acuerdo con la única medida de intimidad que
experimentamos hacia ellos, es decir, en proporción con el “adentro” que conocemos
(que sentimos) y que podemos compartir con ellos. Esta cotidianidad, ¿es pasible de
excepciones? Todavía hace falta distinguir dos maneras de promover dicho interior de la
intimidad – y entonces volvemos a hallar, por el otro extremo, la división a la que
obedece efectivamente la moral. O bien promuevo ese adentro produciendo al respecto
un afuera negativo que hace resaltar por contraste la compartición íntima: al desmerecer
y expulsar a ese otro, cierro y refuerzo la intimidad que lo excluye. Tal es el tercero
cómodo del que se ocupan tan a menudo en la mesa familiar, y que se necesita
determinar para sentirse unidos. Y todos tenemos un afuera que hay que hacer
funcionar, al menos ficticiamente, para fortalecer ese adentro reducido; y si la
humanidad globalizada llega a carecer de un exterior semejante, siempre podrá inventar
marcianos amenazantes. O bien positivamente, y mediante la cualidad del entre-nos,
activo esa intimidad. Lo íntimo entonces sólo es fecundo porque hace surgir en lo más
profundo de uno mismo algo más profundo aún – la fórmula misma de lo íntimo –, que
anula la frontera entre adentro/afuera y descubre en sí mismo ese Afuera mediante el
cual se despliega un “sí mismo”. Lo universal ya no es entonces proyectado
imperativamente, como en el formalismo kantiano, sino aquello con lo cual, por sí
mismo, i. e., por lo más interno de sí mismo, ese “sí mismo” vuelve entonces a ligarse.

5. En Europa, conocimos dos clases de moral. Por un lado, morales de


regulación, morales sociales, esencialmente negativas, que limitan los deseos de cada
uno para hacerlos compatibles con los del otro; morales que se consideran necesarias,
aunque puramente restrictivas, que no se preocupan por un absoluto ni por la educación
de los sujetos. Por el otro, morales que llamaría de vocación, con pretensiones de
promoción, que apuntan al despliegue del yo-sujeto vinculándolo, a través de su
educación moral, con el objeto último de toda aspiración, planteado más allá de todo
condicionamiento, vale decir, lo “incondicionado” (unbeding) o lo absoluto. Pero esta
última clase de moral, a pesar de la autonomía del sujeto que afirma, sigue dependiendo
de un supuesto teológico, como lo vemos notoriamente en Kant. De allí surge la
pregunta banal, pero cuya banalidad conforma nuestra misma modernidad: ¿cómo
separar tal vocación moral de lo religioso y del mandato que, a pesar de las
elaboraciones de la razón, siguen implicados en su “fundamento”?
Pero es precisamente allí donde la experiencia de lo íntimo me parece que puede
indicar una salida. Porque lo religioso cristiano que lo hiciera emerger y que desplegó
su recurso se convirtió en moral de lo humano que ya no es más que humano (el Otro es
otro hombre, se borra toda referencia a Dios); pero al mismo tiempo, un humano más
humano, que despliega lo humano, es decir, desplegando su recurso, a tal punto que se
descubre lo que llamé, a falta de un término mejor, un fondo sin fondo de humanidad:
su filón encamina hacia algo inconmensurable en el seno de nuestra experiencia, o más
bien digamos que inintegrable, y que en su relación con el Otro es a su vez tensión hacia
lo incondicionado. Por tal motivo, le veo un porvenir a la moral que le abre una
perspectiva de absoluto, aunque desprendiéndola de las sospechas que tan justamente la
cuestionaron.
El primer mérito de lo íntimo es por lo tanto que nos saca – nos libera – de las
morales de la interioridad y de su confinamiento. Pero sin que por ello nos haga caer en
el positivismo social, el otro demonio de los últimos siglos. Digamos igualmente que
despliega una subjetividad, que ha sido tan atacada, y le devuelve un sostén y una
viabilidad, pero evitando justamente todo subjetivismo. Si vuelvo a las fórmulas que
intenté alternativamente en el trayecto para aproximarme a ello, diría finalmente que, al
mismo tiempo que “encuentro” al Otro, que me abro íntimamente a él, es decir que
descubro en el Afuera del Otro algo “más interior” de mí (que yo), ese “yo” sale a su
vez de su confinamiento porque es llamado a desbordarse. Lo íntimo es la irrupción
continua de una inmensidad del Exterior, pero en lo más interior de (que) mi interior y
que lo promueve. Lo íntimo reconfigura así lo humano y lo tensa – ese humano que ya
no extiende a partir de allí sino por sí mismo – en torno a su única paradoja: en lo
íntimo, la interioridad se profundiza, pero saliendo de sí misma; se experimenta como
más adentro porque accede a un Afuera. Pues entendamos que, al acceder al afuera del
Otro, a cambio no accedo a “mí” como si se tratara de un rebote, o incluso de algún
movimiento interno de la dialéctica, sino más bien a la fuente, exterior/más interior, a
partir de la cual todo sujeto puede desarrollarse, extrae su recurso y su capacidad.
Se rearticula así, en lo íntimo, nada menos que la oposición por la cual se
escindió la filosofía entre inmanencia y trascendencia, ese viejo par cuya disputa tanto
se ha reiterado a lo largo de los siglos, que se cree conocer íntegramente y del que ya no
se espera nada. ¿Hay que descartarlo entonces? Pero en lugar de que inmanencia y
trascendencia se sigan pensando como mutuamente exteriores entre sí, cada cual por su
lado, y que la afirmación de una no se realice entonces sino en detrimento de la otra,
que cada una entonces deba defender su recinto cerrado a tal punto que haya un partido
de un lado frente al partido opuesto, lo íntimo no solamente conjuga ambas sino que
además esclarece la necesidad de su conjunción. Puesto que, una vez descartado lo
teológico, la trascendencia por su parte no es sin embargo eliminable si se pretende
pensar lo “humano” – el propio Nietzsche lo reconoció al mismo tiempo que ya no supo
dónde ubicar esa trascendencia desconectada de lo religioso (su Voluntad de poder no
es más que un mal sucedáneo). Pero en lo íntimo, esa trascendencia en tanto que
llamado de un Afuera, se descubre en el seno y aun en lo “más interior” – en el hueco
del hueco – de la interioridad inmanente según la cual va desarrollándose y renovándose
la vida. Por eso es que una interioridad propiamente humana no adquiere consistencia y
no se detenta, no se sostiene, más que abriéndose al Otro; o por eso la vida humana no
es humana sino por una aspiración de lo absoluto y de lo incondicionado: no es
solamente metabolismo y renovación tal como la vida biológica, sino en verdad
promoción (de lo humano), y por lo tanto tiene una “vocación” hacia la moral.
Por tal motivo, lo íntimo es lo contrario de lo que se cree, y se disimula bajo su
opuesto – tal es el precio que debe pagar por su paradoja. No es cursi, empalagoso,
plácido, sino lo más exigente. Mientras que se lo imagina generalmente como una
comodidad de sentimientos, un retiro lejos de las agresiones del mundo exterior, la
puesta a salvo de sus choques y de sus violencias – cortinas corridas y alfombras
gruesas, la paz bajo la lámpara (una escena a lo Schiller) –, lo íntimo en sí mismo es
perturbador. Lejos de ser el cosy del “estar juntos”, lo hace naufragar en lo inaudito.
Debajo de lo fenomenológico de lo íntimo, se trasluce muy rápidamente la dimensión de
lo metafísico; o lo brutal bajo su discreción. Lo íntimo, como ya anuncié, es lo contrario
de lo “intimista”. No es un decorado, sino que abre un “fondo del fondo”. Porque es la
vez absolutizador y monopolizante, lo íntimo es violento en su principio. Ya que no
detenerse en el camino, entregándose al Otro, ir más lejos, resulta peligroso; si se lo
consideró fácil, se han engañado sobre él. Porque es enfrentamiento continuo del límite:
¿hasta dónde puedo llegar con y al mismo tiempo hacia ti para hacer saltar el cerrojo
interior de mi “yo” eliminado la frontera usual y para conformar un adentro
compartido? Aunque por consiguiente también esa precipitación en lo íntimo por sí sola
cambia todo: una vez que uno se comprometió, se sumergió en lo íntimo, ya nada más
escapa, todo resulta claro, el resto de la vida queda atrapado.
Por consiguiente, habrá que describirlo, ya que no se lo puede prescribir –
escena de novela. Él le dirá esa noche, cuando se reencuentren, hasta qué punto siente,
cuando está lejos de Ella, todos los detalles de su vida con ella, que lo han invadido –
aunque es cierto que a la luz de lo íntimo ya no hay más “detalles” en su vida, todo
cuenta. No solamente los imagina, una capacidad que sigue siendo demasiado
voluntaria, sino que se siente transportado por ellos, sumergido en sus elementos; no
solamente su temblor cuando ella golpea la puerta, sino como ella dejó vagar antes sus
pensamientos durante el trayecto, perdiéndose y regresando, observando alguna cosa
pero también fantaseando, soñadora. Sentirse “adentro” de ella, aquello contra lo cual
llegaba a chocar la inteligencia de la piedad dentro de la filosofía clásica, en lo íntimo
ya no es un “misterio” por su reacción insólita, sino que se vuelve una manera de ser, un
ethos. Porque incluso puedo saber mejor que ella – no es para nada una fanfarronada
decirlo – lo que piensa y lo que ella es. No por una intuición privilegiada o pretensión
analítica, sino porque, al no estar preso en el confinamiento del yo, lo revelo en sí
mismo desde mi exterior, y porque brota entre nosotros, de uno al otro, eso más adentro
que uno mismo.
De entrada, conocemos su condición: suprimir la frontera con el Otro significa al
mismo tiempo eliminar toda visión interesada, y aun dejar de proyectar visiones sobre
él, dejándolo que “ex-sista”. Con lo cual la intimidad se disocia radicalmente –
diametralmente – de la conquista amorosa, aun si la palabra “amor”, por convención y
debido a su prestigio, sigue impregnando frecuentemente a ambas. Por más que ésta
pueda convertirse en aquélla, la conquista amorosa en intimidad, esa transformación no
deja de hacer aún más visible su distancia; con ello resulta que pasamos
subrepticiamente a un terreno stendhaliano. Porque es mérito de Stendhal haberle dado
un lugar a lo íntimo e incluso haberle conformado un “mundo”, como superación de la
pasión. Y si hemos abandonado la idea de una moral que predique, no debe sorprender
que tengamos que seguir a Stendhal, luego de Rousseau, para leer allí la vocación moral
en su descripción de situaciones; además, si lo íntimo siempre es una aventura de lo
singular, hay mucho provecho que se puede sacar nuevamente del esclarecimiento de la
novela, no a modo de ilustración que busque en ella imágenes, sino antes bien como
exploración. Porque hace falta lo que llamaremos, mediante un oxímoron, una
inteligencia sensible (stendhaliana) para abordar lo íntimo.
VIII – En el Cazador verde

1. El alma romántica, siguiendo su fisura interna (“Mi alma está agrietada”),


desdobló a la mujer. Distante, “vaga”, “angelical”, apenas se deja entrever, ataviada con
todas las perfecciones y “nimbada” de misterio: apenas pertenece a este mundo y hace
soñar con Otro lugar. O bien está cerca, en cambio, familiar, fresca y alegre, brindando
lo simple, invitando a la vida. Ella es “la flor de la noche abierta bajo el pálido fulgor de
la luna”, soporte de todas las nostalgias; o bien la joven pueblerina con la cual se va a la
fiesta una mañana de verano, corriendo por los campos. Revelación de lo inmediato o de
lo infinito. En Nerval: Adrienne o Sylvie. En Baudelaire, es la mulata entregándose a la
voluptuosidad del mal; o bien es la Madona, a la que no roza deseo alguno – sólo le será
solicitada su intercesión para elevarse al ideal. Pero en Stendhal la bipartición es
completamente distinta: la división no se da entre el sueño y lo carnal, lo lejano y lo
familiar, conforme la mujer se entregue o permanezca inaccesible; únicamente se juega
en el acceso a lo íntimo. Stendhal aborda la mujer siguiendo esas dos relaciones
contrarias: de conquista o de intimidad. No conoce otra alternativa. O más bien, en un
caso, la única relación posible seguirá siendo la conquista; en otro, la relación de
conquista se precipita en lo que se revela como su contrario: lo íntimo – las dos se
excluyen.
Dicha bipartición también coincide con la de dos espacios (los dos volúmenes de
la novela stendhaliana). Puesto que París es el teatro de la relación que se exhibe y de la
ambición, París es el lugar destinado sólo a la conquista amorosa. Tales son las mujeres
que hay que conquistar teniendo a mano una pistola cargada: Mathilde de La Mole,
Madame Grandet. Ni una ni la otra serán nunca íntimas, aun en la cúspide de su pasión,
y esa incapacidad para lo íntimo alcanza para definirlas; no se ocupan más que de su
satisfacción, no salen de los objetivos interesados (aun cuando sueñan con ser
dominadas). No podrían acceder a lo íntimo porque ni siquiera imaginan ese recurso. En
cambio la provincia (Nancy, Verrières), aun siendo aburrida, no obstante le deja por ello
sitio al retiro, por ende también a la expansión discreta, que huye de la hipocresía, así
como a compartir ensueños en el silencio de la noche o en los grandes bosques; por lo
tanto, se presta a lo íntimo: Madame de Rênal, Madame de Chasteller brindan acceso a
ese otro mundo.
Por tal razón, las dos novelas (Rojo y negro, Lucien Leuwen) están construidas
cada una en dos volúmenes que trazan el ascenso (o el nuevo ascenso) de la provincia a
París, es decir, el pasaje de una eclosión de lo íntimo a su contrario, obstinadamente
encerrado en la estrategia. Pero siempre la primera relación, donde se descubrió la
posibilidad de lo íntimo y que la hizo despertar, obsesiona a la otra y se hace extrañar,
aun hasta hacer que se abandone a esta otra - ¿acaso se trata de un sacrificio? – en el
mismo momento de su triunfo. Lo propio del héroe stendhaliano – aquello que lo hace
efectivamente un “héroe” – consiste en que se revela, a pesar de su ambición o de su
pasión, y en primer lugar ante sí mismo, como quien está dispuesto a entregarle todo a
lo íntimo. En La cartuja de Parma, en cambio, esa estructura París-Provincia no
interviene y tampoco aparece la precipitación en lo íntimo: en el marco bendito del lago
italiano, la intimidad llega por sí misma, e incluso no necesita llegar, ya estaba allí,
dada, nativa, como en el paraíso terrestre; sólo se evoca su desaparición – su deserción.
En efecto, en el destino de los dos personajes se verifica que es preciso acceder a
lo íntimo, que lo íntimo promueve al sujeto y lo educa, que sería una categoría moral y
tal vez la única eficaz. Si no hubiera alcanzado lo íntimo, Julien habría seguido siendo
un pequeño ambicioso, a lo sumo un “plebeyo rebelde”. Pero el descubrimiento de lo
íntimo junto a Madame de Rênal lo liberó de la “sequedad de alma” (el confinamiento
de su “yo” voluntario) en la cual su anhelo de revancha social lo encerraba hasta
entonces. De igual modo, sin lo íntimo Lucien habría seguido siendo un “fatuo”, sólo
preocupado por sus caballos y sus pelajes, contento de hacer temblar las casas de
madera de Nancy con el ruido de sus carruajes, orgulloso de sus planes de conquista y
creyéndose hábil. En verdad, sólo lo íntimo lo cualifica. Ya que es preciso revelarse
como lo contrario, hacer que surja de lo más profundo de sí mismo algo totalmente
distinto, en suma, (re)hacerse “simple”, “niño”, “tímido”, “ingenuo”, para entrar en lo
íntimo.
La pasión, en efecto, no elevaría por encima de sí mismos a estos personajes
stendhalianos. Puesto que su pasión, como debe ser, resulta fría, cínica, calculadora y
por eso egoísta, permanece dentro de la lógica de su ambición. En cambio, cuando se
abre poco a poco, a su pesar, un espacio de correspondencia con la mujer encontrada,
ya no la ven como un objeto de conquista o de satisfacción, y el recurso que se descubre
entonces en lo más interno de sí mismos, en lo más interior que su interioridad,
despliega inagotablemente su cualidad – una cualidad que de otro modo habría resultado
insospechada. En Stendhal, tal es lo que en definitiva, bajo la divisa de la “persecución
de la felicidad”, produce una división entre los seres; hace que sepan, o no, ir más allá
del papel que se supone que tendrían y que usualmente se los hace tener; hace que sepan
sortear las conveniencias y los pudores impuestos, desdeñar las prudencias y los planes
proyectados y dejar que el mundo se cierre sobre ellos dos, sobre ellos solos, ignorando
soberbiamente al prójimo y su irremediable mediocridad, que es “mediocre” porque ni
siquiera tiene idea de lo íntimo. Tampoco procuran siquiera desafiarlo. Al aceptar que
caigan las defensas entre ellos, al abandonar su desconfianza, aboliendo las murallas
con las cuales cada uno se protege y provee a su yo, promovieron el entre inagotable, de
donde sólo puede emerger un “más adentro” que “uno mismo”. Junto a ella, Julien ya
no desconfía, se confía. O bien ya ni siquiera importa confiarse: compartir “secretos”
sería todavía limitar lo compartido; sino que al comprender que encuentra todo en esa
“cercanía”, ya sin poder desear nada más, al fin puede comenzar a “existir” – aunque
sea después de que acaba de ser condenado a muerte.

2. Por consiguiente, entrar en lo íntimo es dejar algo; es renunciar a los objetivos


que se tenían con el otro, despojarse de toda estrategia a su respecto, desembarazarse de
los proyectos de anexión y de captación, abstenerse incluso de toda intención. En suma,
es dejar lo que se conoce, y que poseemos, como lo que es el “yo”. Empezamos en Don
Juan y terminamos, al descubrir lo íntimo, en Saint-Preux (Del amor, cap. LIX). Porque
no debemos olvidar que el héroe stendhaliano, Julien, Lucien, que empieza con un
proyecto de conquista que corresponde a su ambición, primero maniobra alrededor de
su presa, se obliga a marcar puntos. Julien se impone la tarea de recobrar la mano que
Madame de Rênal le entregó por un instante. Quiere imponer su designio a la otra,
hacerle reconocer su derrota para cumplir una etapa hacia la posesión: “La observaba
como un enemigo con el cual será preciso batirse”. Igualmente, el subteniente Leuwen
se cree un agudo estratega al envolver a Madame de Chasteller en las redes de sus
maniobras concertadas y de sus cartas de siete páginas.
Pero resulta que el ambicioso se torna en su contrario y allí descubre su verdad.
“Descubre”, en efecto, pero sin extraer verdaderamente esa lección, porque justamente
no es algo que haya que pensar en términos de lección de la que se podría sacar partido,
sino que al abandonar sus proyectos sobre el Otro es cuando se progresa, cuando se lo
“encuentra”; vale decir, cuando llega a nosotros lo que no se esperaba. O más bien lo
que no se sabía que se esperaba. Es cierto que en ese camino del “existir” la amante
siempre lo precedió: “En cuanto a Madame de Rênal, con su mano en la de Julien, no
pensaba en nada, se dejaba vivir”.
Ya sin pensar en llevar adelante sus asuntos y tomar el lugar, un “héroe”
semejante ya no puede estar en adelante más que en la simple espera de lo que llega
solo, lo que no llega más que por sí solo, sin la dirección ni el dominio de un “yo”: el
retorno – que se quisiera eterno – de una velada de intimidad. Ya no ve – ya no hay –
más allá. Porque presiente que toda gestión de su parte desencadenaría de nuevo el ciclo
infernal del ataque y la defensa, de la trampa tendida al otro donde cada cual piensa en
sí mismo – donde cada uno se encontraría de su lado. Lucien se acostumbra poco a poco
a esa verdad durante sus veladas en el hotel de Pontlevé; cualquier maniobra sólo podría
volverse en contra de esa felicidad de estar cerca (en el saloncito de persianas verdes);
se perdería el estado de gracia de la intimidad – ese paraíso de intereses suspendidos. A
partir de entonces, ya no hay “acontecimiento”. Pero entonces, para el novelista, ¿cómo
seguir? Nada más ocurre, efectivamente, nada “pasa” en la intimidad. Por eso es que
Stendhal no sabe cómo terminar sus novelas; si ya no hay una voluntad agresiva que
haga avanzar la historia, ¿qué contar? Y aun en esa intimidad todo va a callarse, ya nada
necesita divulgarse: ¿sobre qué informar? De modo que Stendhal no tiene otra salida
que inventar el final estrafalario de Lucien en Nancy para poder dar vuelta la página y
salir del paso.
Si lo íntimo implica renunciar a la voluntad conquistadora, una vez vislumbrado
su recurso, si ordena que se abandone entonces toda pretensión de un “sí mismo” para
acoger esa inmanencia en uno mismo de algo más interior en sí que el Otro desobstruye,
también exige previamente que uno se arriesgue a él. Pues, como dije, hay que
atreverse a lo íntimo. No sólo atreverse a dejar caer los pudores y las convenciones,
sino sobre todo desdeñar todos los sistemas de protección con que se rodea el yo y
mediante los cuales se pone a salvo y se cuida. Hay un momento en que uno se decide, o
no, a levantar las últimas defensas, a dejar de lado las últimas intenciones, como único
medio por el que se puede entrar en lo íntimo. Lo hago o no lo hago. Por ello, lo íntimo
no solamente produce una división sino que también es objeto de una elección; tiene
entonces vocación moral. En Lucien Leuwen, Stendhal señaló ese momento en que los
personajes finalmente se aventuran sin cargarse más de sagacidad o aunque sólo fuera
de prudencia. “Le ruego que perdone – dice entonces Lucien – esta manera de hablar
demasiado íntima”; y Madame de Chasteller “hizo un gesto de impaciencia que parecía
decir: ‘Siga, no me detengo en esas miserias’.”.
Finalmente abandonaron, de golpe, las costas de la sociabilidad ordinaria
siguiendo las cuales se navega siempre a la vista; donde todo se desliza, todo es liso,
donde no se pesca – ni se predica – nada más que lo amable y lo bien pensante. De
golpe acaban de cruzar las boyas, liberándose de las coerciones y de las restricciones.
Acaban de embarcarse solitarios, valientes, audaces, en el mar de un habla que se ha
vuelto inmensa, aunque un habla esencialmente tácita, donde todo lo que se dice resulta
de nuevo aventurado, pero que se cierra sobre ellos, donde ya no son más que ellos dos
y donde son los únicos que escuchan.
Todo testigo, cualquier tercero (el primo Blancet), no comprende nada, por
supuesto, pues ha quedado en las redes limitadas de la conversación. No puede abordar
ese intercambio ni hacer pie allí, considerándolo fatalmente “chocante y casi
ininteligible”. No accede a ello. Porque ellos se dirigen entonces uno al otro, “de alma a
alma” (¿y no veremos acaso fascinados la profundización subjetiva que recibió la
fórmula desde Platón, aun cuando fuera él quien introdujo esa ruptura que promueve el
ideal?): “… como conviene a dos almas de igual alcance, cuando se encuentran y se
reconocen en medio de este innoble baile de máscaras que llamamos mundo”. “Alma”:
¿todavía hacía falta en verdad el “alma”? Porque después de que designó todo principio
vital, luego de que sirvió – se comprometió – como soporte metafísico de la
inmortalidad, creíamos que la palabra había muerto. Servicios prestados, pero
concluidos. Pero Stendhal (el romanticismo) la recupera, la resucita, e incluso la vuelve
indispensable para apuntar hacia la interioridad sensible que excede su límite, y que en
lo íntimo, porque ya entonces no se distinguirá entre sus dos bordes, lo íntimo de la
“privacía” y lo íntimo de la relación, se experimenta – se descubre – infinita en sus
alcances.

3. Dado que sigo sumido en Lucien Leuwen, es tiempo de que me pregunte: de


todas las novelas de Stendhal, ¿no es acaso Lucien Leuwen la que circunscribió más de
cerca lo íntimo (vol. I; mientras que el vol. II lo trata a contrario)? ¿O no lo sería entre
todas las novelas del mundo, aunque no pudiera afirmarse sin arriesgar demasiado?
(También es tiempo de que me explique a mí mismo por qué conservé sobre mi mesa la
mayor parte del tiempo Lucien Leuwen y las Confesiones de Rousseau durante los años
de mi exilio hongkonés.) “Nancy” o el acceso a lo íntimo. Como Fabricio, de alguna
manera, Lucien había conocido primero lo íntimo sin saberlo en el salón parisino de su
madre, paraíso de una infancia resguardada, sustraído de todo esnobismo parisino y
donde todavía se sabe ser sincero. Pero cuando terminó expulsado de la Escuela
politécnica y es preciso emprender una carrera, se dirige fatalmente a Nancy como a un
exilio. Pues allí no hay adónde ir por la noche, después del servicio. Sigue pesando la
coerción, bajo el régimen tan puntilloso de la monarquía de Julio, de permanecer en
guardia enfrente del prójimo, por miedo a comprometerse; en cuanto a la gente honesta,
sermonean y son aburridos.
Lucien Leuwen es la novela de la búsqueda de un adentro compartido. Porque
cuando Lucien llega a ser admitido e incluso celebrado en la buena sociedad del lugar, y
las barreras sociales se levantan, finalmente hay un adentro que se abre, franquea un
umbral, pero que sólo es social. De modo que ese adentro pronto ha de convertirse de
nuevo en afuera; otra vez conviene controlar todo lo que se hace o se dice entre esos
nobles de provincia para no chocar con sus prejuicios de otro siglo. Un nuevo régimen
de sospecha que condena el compartir: es preciso fingir, de otro modo se corre el riesgo
de ser expulsado. Pero Lucien no posee a su vez otro mérito que su gusto por las
matemáticas y ser hijo de un gran banquero. No tiene la gracia aristocrática de un Del
Dongo con el lago italiano de fondo; tampoco posee la fuerza plebeya, casi
sobrehumana, de un Sorel, capaz de querer desmesuradamente para ascender.
Es entonces cuando la novela se urde por una precipitación en lo íntimo: dentro
de sí se descubre un acceso a algo más interior que “uno mismo” porque se abre al Otro
en un adentro compartido. Ese momento en que se anula la frontera, cuando el afuera se
vuelve adentro, cuando el otro ha penetrado el espacio interior y termina por invadirlo
totalmente, Stendhal no puede dudarlo, es el más intenso - ¿el único “interesante”? –
que sea dado vivir, el único que hace existir; aquel donde lo humano súbitamente se
sacude, agita lo que encerraba en su silencio, lo hundía en su soledad, lo condenaba a la
chatura, y reacciona a flor de piel. Podría creerse que bastó con una excitación súbita
para que dicho umbral sea franqueado, arrastrado como se puede serlo entonces por la
alegría inesperada de una noche de baile y después de haber bebido un poco – pero,
¿acaso es suficiente? ¿Es suficiente con penetrar lo que pasa y lo que se entreabre? Sin
pensar en “lo que ella se atrevía a decir”, resulta que Madame de Chasteller rompe de
golpe la palabra, a la vez de charloteo y de buena educación, con la cual usualmente se
paga su cuota a la sociedad y se arriesga.
De hecho, como en toda historia, detrás de la “pequeña” historia está la grande,
vigilando; la cualidad – capacidad – más interna de dos seres, por tanto tiempo
contenida, se abre una brecha entre ellos y finalmente se libera. ¿Imaginaban tan sólo
que fuera posible? ¿O más bien habían soñado con imaginárselo? Lo inaudito – inaudito
en sentido propio – los fascina como a menudo los insectos son fascinados por la luz de
la lámpara que se prende. Hay entonces un acontecimiento que ocurre, no en sí (¿de
dónde vendría?), sino entre sí, por el único recurso del “entre”. La frase que le dice
entonces Lucien es pronunciada con un “tono tan verdadero”, “una intimidad tan tierna”
que Bathilde (¡qué nombre para la íntima!) al mismo tiempo es capturada y encantada
por ella; encantada por lo que ella no sabía que esperaba. Aun cuando todavía (siempre)
tengan que resolver cosas juntos, ya están embarcados en un diálogo aparte que se
bambolea y donde se olvida todo lo demás, del que ya no querrán volver más. El tercero
(el intruso), por más ingenio que sea, esta vez no se engaña. En referencia a De Blancet:
“estaba celoso hasta la locura por esa atmósfera de intimidad…”.
Y una vez que se ha abordado el puerto de lo íntimo, llevado por ese instante de
audacia, cuando se alcanzó ese recurso, aunque sin medir bien todavía sus
consecuencias, es preciso poder arrojar el ancla; después de los primeros transportes de
una “felicidad joven y sin sospechas”, llega el tiempo más precisamente stendhaliano de
la inmersión en ese bolsón de felicidad con el que de pronto se acaba de chocar sin estar
preparado, pero que ya no se puede soportar que algún día pueda volver a cerrarse. El
Café-hauss del Cazador verde, en las inmediaciones de Nancy, es su marco modesto
pero privilegiado (ya evocado más prosaicamente en Rosa y verde, donde hay como un
resto de sentimentalismo alemán a lo Werther); con sus grandes bosques atravesados
por el sol poniente, las sendas en las cuales se internan del brazo, cornos de Bohemia
como fondo, tocando a Mozart o a Rossini, y la familia de Serpierre en torno a ellos,
como niños buenos y que a la vez sirven de compañía y de entretenimiento – hay
efectivamente figurantes benévolos alrededor para evitar la inmovilización en un
enfrentamiento para el que no están listos. Notación simple (frase simple) o “detalle” de
lo íntimo: “Su felicidad de hallarse juntos era íntima y profunda. Lucien casi tenía
lágrimas en los ojos. Varias veces, con el correr del paseo, Madame de Chasteller había
evitado darle el brazo, aunque sin afectación ante la vista de los Serpierre ni dureza para
con él”. A decir verdad, Stendhal no abusa en esas páginas del término “íntimo”,
aunque hubiese podido ponerlo en cada línea. Una expansión tanto más impactante en la
medida en que se sabe que Stendhal es usualmente irónico respecto de sus personajes, y
hace todo su esfuerzo, según él mismo dice, para ser “seco” (y lo seco es lo contrario de
lo íntimo), porque siempre teme haber “escrito un suspiro” en lugar de una verdad y
desconfía de los sentimientos. Pero también es cierto que lo íntimo es lo inverso de la
hinchazón.

4. Si recordamos que Stendhal situaba La princesa de Clèves “por encima de


todo”, entonces advertimos mejor ambas cosas, a la vez la filiación y su superación, y
entonces lo íntimo puede nombrar aquello que distingue a su novela de la de su
predecesora y lleva la exploración más lejos. Porque Madame de Chasteller es en
verdad hermana de la princesa de Clèves, hermana en el don de la emoción y de la
ingenuidad, también en la manera en que el sentimiento a la vez irrumpe en ella y se
disimula; cuando su pasión la arrastra a pesar de su resolución, y ella se justifica al
ceder prometiéndose a continuación la más extrema severidad – al mismo tiempo que
ella misma se asombra por verse llevada así. En ese mundo de salón, donde siempre se
está en una representación, tanto una como la otra temen por encima de todo ofrecerse
como espectáculo; las dos viven con el mismo miedo al exterior y al prójimo. De
manera que no hay una mejor escena lafayettista en Stendhal que entre las dos mujeres
convertidas en rivales y Lucien: Madame de Chasteller se mantiene rígida para ocultar
el movimiento libidinal que por poco la arrebata; Lucien, ignorando su felicidad, intenta
tímidamente acercarse para hacerse perdonar la audacia de la víspera; Madame de
Hocquincourt los espía a los dos y sigue en los mínimos gestos lo que ella
alternativamente ve como su ruptura o su derrota. Pero Stendhal no se queda ahí.
No se queda en ese juego de figuras estratégicas, hecho de buena psicología
clásica, que alternativamente vela y revela en sus maniobras la evolución de los
sentimientos interiores. Aun cuando se vigilan mutuamente y se espían, y cada cual
permanece en guardia, los dos seres están constantemente al borde del desahogo; no
tienen otra expectativa que hacer que se detenga esa guerra de trincheras donde cada
cual se ha encerrado dentro de su perspectiva y su interés. No es que la moral de
Madame de Chasteller, el sentimiento de que ella “se debe a sí misma”, sea menos
estricta que la de Madame de Clèves, incluso teñida de jansenismo; no es que la heroína
stendhaliana le tema menos que ella a Dios y al Infierno; ni tampoco es que Lucien sea
menos emprendedor que el señor de Nemours – o bien se trata de una variable que
importa poco. Pero el hecho es que, aun en medio del salón donde todo les es hostil, los
dos seres siguen llevando con ellos – entre ellos – los momentos de intimidad conocidos
en el Cazador verde, o más bien son estos últimos los que los siguen llevando. Por más
que se pueda fingir toda la frialdad que se quiera, de hecho son imborrables.
¿Por qué resulta imposible tal vuelta atrás entre ellos dos? Porque esos
momentos de intimidad existieron como nada más puede existir y porque a ese respecto
la denegación es impracticable. Bien podemos olvidar las palabras de amor que se dicen
imperecederas, e incluso pueden convertirse en lo contrario, pero no podemos hacer que
la intimidad descubierta, aun si su acceso luego pudo volver a cerrarse, no haya sido
abierta, ni aspire en adelante a reabrirse. Porque no pertenece al orden de la palabra o
de la pulsión, no depende de la pasión ni de la seducción – pero resulta que cada uno de
ellos ya no posee un espacio interior que le sea propio y que pueda mantener separado
del Otro. El entre abierto por lo íntimo se repliega momentáneamente, pero tácitamente
sólo busca reaparecer. En la escena en casa de su rival, al fijarse en su postura frente a
Lucien, para no traicionarse, Madame de Chasteller, no sólo “no puede impedir
sonreírle con extrema ternura”; sino que además, cuando Lucien se está por ir, y aunque
amenace tanto su tranquilidad, Madame de Chasteller quiere conservarlo junto a ella,
que se quede sencillamente cerca de la mesa, a su lado, ya sin que tengan que hablar ni
que moverse. Ese “cerca” es más importante que todo, a tal punto sigue necesitando de
él para protegerse de él. Al mismo tiempo que ella se bloquea en su pánico y debe
precaverse, ya no está en condiciones de restablecer la frontera, de regresar a su reserva.
Si finalmente, en el estadio de lo íntimo, ya no hay nada que contar; si en ese
“entre” que se abrió ya no pasa nada esencial que relatar, puesto que en adelante sólo
cuentan esas “nadas” de lo íntimo; si por consiguiente lo íntimo sólo se puede “man-
tener” [entre-tenir] y sólo se modifica, de un día para el otro, lo que Stendhal designa
tan acertadamente, en Del amor, el “matiz de existir”, entonces el novelista ya no puede
hacer más, ante aquello a lo que ha sido conducido, excepto irse en puntas de pie (véase
también, en Balzac, entre d’Arthez y la princesa de Cadignan, al final de la novela del
mismo nombre). O si no, debe poner fin arbitrariamente al episodio (el final
rocambolesco de Lucien en Nancy). Por eso es que siempre hay novelas de “amor” y no
de lo íntimo. Anteriormente, en cambio, el entrenamiento en lo íntimo no ha dejado de
ser minado por la duda y la sospecha, oscilando entre la “alarma” y el “abandono”. No
es que haga falta, como en la pasión amorosa, inquietar la satisfacción, que de otro
modo se volvería enseguida decepción, restaurar la privación para recrear la tensión y
salvar a los amantes saciados del cansancio; porque lo íntimo, por su parte, no (se)
cansa, sino que se inquieta, no por saber egoístamente si nos “aman”, sino por si el Otro
merece que desarmemos a tal punto nuestras fronteras y nos entreguemos de ese modo.
Ante el miedo a perder la comodidad de nuestro yo, de pronto nos amonestamos y nos
preguntamos si aquello sin fondo que se abre no será un precipicio.
Esa sospecha recurrente en cuanto al riesgo de haber deshecho demasiado de
“sí”, es decir, haber dejado en demasía que el afuera del Otro desprotegiera la propiedad
de “uno mismo”, es entonces el único motivo posible de la narración – antes que la
estabilización de lo íntimo encuentre su base y entonces ya no requiera más que su
“man-tenimiento” [entre-tien]4, silencioso o balbuceante, poniéndole fin al relato.
Porque una vez más no hay que confundir el móvil de la intimidad naciente con el de la
pasión amorosa donde el triunfo se efectúa en base al egoísmo del orgullo y el miedo
estratégico a perder las ventajas (como con Mathilde de La Mole y con Madame
Grandet, tan lentas en sacrificar su vanidad). Aquello sobre lo cual vuelve Madame de
Chasteller de manera recurrente es si acaso Lucien, después de todo, no será un “fatuo”,
como dicen malévolamente los rumores, y si efectivamente es capaz de acceder a eso
más interior que ella le descubre. Pero, ¿qué se puede sospechar en cambio con respecto
a la inmaculada Bathilde? De modo que Stendhal inventa ese mal mecanismo de novela
sucia: ¿no había ella antes, según el chisme escuchado el primer día (¡y de boca de un
cartero burlón!), tenido una relación con un teniente coronel, noble por añadidura, del
regimiento precedente? ¿Tenía Stendhal verdadera necesidad de llegar a esto: Bathilde
como mujer fácil y Lucien como un pobre sustituto? Porque después Lucien tenía mil
oportunidades para disipar esa duda. Pero si vuelve a ello, si se repliega allí es porque lo
apresa el miedo y quiere vengarse (asegurarse) de que la exigencia de un adentro
compartido, sin una prenda dada a cambio, desestabilice su yo forzado en su personaje,
en su rol de amante conquistador, y lo obligue a sacrificar sus intenciones de captura.

5. Lo que Stendhal (en Del amor) lleva también a la reflexión es entonces el


hecho de que la caída en lo íntimo sería el momento decisivo alrededor del cual todo
gira, que hay por lo tanto un “antes” y un “después” de la intimidad y que ese pasaje
dentro de la historia de la relación que enlaza a dos seres constituirá un acontecimiento,
el único. Pero, ¿cuál es ese acontecimiento, propiamente dicho, del ingreso en lo
íntimo? ¿Es sexual o moral, afectivo o metafísico? Curiosamente, no se puede decidir
(Stendhal no se preocupa por aclararlo), porque lo más importante en lo íntimo, o
digamos que aquello que lo íntimo vuelve más importante es el pasaje que rompe todos
esos planos: del afuera indiferente al adentro que se entre-abre y se brinda al compartir.
Y ese “adentro” (de la “penetración”) no se deja circunscribir en ningún lado. Hay en
verdad un “antes” y un “después”, la intimidad configura un umbral: “la intimidad no es
tanto la felicidad perfecta como el último paso para llegar a ella” (Del amor, cap.
XXXII, “De la intimidad”). Si no hay intervalo, en efecto, entre el instante en que surge
un sentimiento de preferencia y lo que Stendhal llama, con una imagen de su cosecha
que le impone, la “primera cristalización” (cuando la mente llega a obtener en todo lo
que se presenta el descubrimiento de nuevas perfecciones del ser al que se apega) –
“después de la intimidad”, en cambio, resulta que uno se encuentra frente a sí mismo, el
“sí mismo” que ya no está seguro de sí. Se ve obligado entonces a justificar un
“movimiento tan extraordinario” como aquel al que se acaba de arriesgar, tan “decisivo”
como contrario a todos los hábitos de “contención” (“pudor”) a los que se está atado y
que mantienen generalmente a cada uno a salvo en su reserva interna.
De allí surge, tras el acontecimiento de entrada en lo íntimo, una segunda etapa
de cristalización que reviste al Otro a su antojo y es “mucho más fuerte”. Porque
entonces no solamente hay una monopolización del sentimiento sino también una
4
El término francés, que el autor descompone a menudo para resaltar la preposición entre, también
significa “conversación” [T.].
conversión a lo que Stendhal designa con el concepto más global del “ensueño”:
preocupación constante por el Otro, que en adelante obsesiona a un sujeto, que se gesta
en sí mismo y que invade cada instante de su vida, al cual siempre está dispuesto a
volver, donde su yo se deshace – que lo mece en ese estado de suspensión de sí y deja
surgir algo más interior que sí mismo. “Ensueño” expresa por supuesto la infinita
dulzura (es decir, “dulzura” que hace experimentar lo infinito), el despliegue sin
coerción y sin voluntad, el “dejarse llevar” por “sensaciones tiernas”, a gusto, en la
duración, ya que el “otro” en adelante está tan mezclado con el propio espacio interior
que ya no ofrece resistencia o tan siquiera aristas para el trabajo de la imaginación
vagabunda. Pero ensueño también expresa la indeterminación y la no-fijación, la
oscilación y por ende también la inversión que amenaza y cuya eventualidad, en ese
momento de eclosión, no ha desaparecido. Pues “el momento de la intimidad es como
los bellos días del mes de mayo, una época delicada para las más bellas flores, un
momento que puede ser fatal y marchitar en un instante las más bellas esperanzas…”.
En el capítulo “De la intimidad” (en Del amor), Stendhal sin embargo trata poco
sobre lo íntimo – habrá que preguntarse por qué: por qué hay todavía como una evasión
aun en aquel que señala con el dedo más precisamente hacia allí, o quizás sólo fuera un
desvío, que hace que no lo alcance – que sigue estando más allá, o más bien en el paso
previo de la reflexión. Stendhal trata principalmente sobre lo “natural”. Pero lo natural
no es más que lo previo o la puerta de acceso a lo íntimo. En todo caso, es la táctica
adecuada que conduce a ello – táctica sin táctica, que desarma cualquier táctica. O que
conduce allí sin conducir, corrijamos una vez más, puesto que lo íntimo no tiene
finalidad o más bien no puede sobrevenir sino por el abandono de toda finalidad. No es
que haga falta superarse (lo que seguiría reforzando el prestigio de un “sí mismo”), sino
al contrario porque hay que desembarazarse de lo que ese “sí mismo” impide: “Sin
dudarlo, un hombre verdaderamente conmovido dice cosas encantadoras, habla una
lengua que no sabe”. Hablar esa lengua que no se sabe es hablar una lengua que no se
aprendió porque no se la puede aprender, y por lo tanto que no se sabe que se sabe: una
lengua que no se sabe, precisamente, sino cuando se ha desaprendido la lengua
aprendida y que proviene de lo más interior de sí mismo (que sí mismo), que aún no ha
sido encorsetada por el “sí mismo” y la convención.
Porque allí es donde se revela en verdad la singularidad de lo íntimo: “uno
mismo”5 no se opone a la convención, como lo dramatizara un romanticismo fácil, sino
que ya está alienado en ella. “Uno mismo” ya está siempre embebido del mundo, en un
compromiso con los otros; y por lo tanto, solamente al romper con ese otro (anónimo)
por medio del acceso al Otro (singular) se puede dejar que advenga la lengua de la
intimidad, de lo más adentro de sí mismo que su Afuera hace así emerger. No se puede
pues hablar la lengua de lo íntimo sino cuando se sabe “suavizar el alma” de “lo
almidonado del mundo”, dice Stendhal, y así dejarla que se abra paso de manera nueva.
Para ello, la exigencia, o mejor dicho la medida de vigilancia, es no darle ningún sitio a
lo diferido, que no produce solamente – desagradablemente – lo recitado, sino que sobre

5
Como se habrá advertido, traducimos el pronombre soi, de acuerdo con el contexto, como “sí mismo”,
“uno mismo” y, en contadas ocasiones, “sí”. Dado que el autor suele entrecomillar el uso filosófico del
término, no es necesario subrayar su reiteración [T.].
todo restablece enseguida el cálculo y la intención: “… más vale callarse que decir
cosas demasiado tiernas fuera de tiempo” (ibid.). Porque la menor prórroga crea el
desdoblamiento de sí, en vez de dejar que algo advenga de lo más profundo que uno
mismo, y por ende hay afectación. Y como tiene que ser, la afectación es lo contrario de
lo natural y conduce a la “sequedad”, que a su vez es lo antinómico de lo íntimo y de su
desahogo que desemboca en lo indiviso del compartir: “Si existe lo natural perfecto, la
felicidad de dos individuos llega a confundirse con ello”.
Stendhal le indica entonces su lugar, luego de Rousseau, a la posibilidad de algo
“íntimo” contrario a la “intriga”, pero donde el relato va agotándose y que todavía no
encontró su concepto: “… pero cuando el amor pierde su vivacidad, es decir, sus
temores, adquiere el encanto de un completo abandono, una confianza sin límites; una
dulce costumbre viene a atenuar todas las penas de la vida y le brinda a los goces otro
tipo de interés”. Pero dado que mantiene esa posibilidad a la sombra de otra cosa: “el
Amor”, resulta que no puede despejar sino por instantes los contornos de ese recurso
más secreto, que va separándose del pathos del sentimiento, de sus lamentos y de sus
puntos álgidos. En todo caso, se compone de una tentación de absoluto, puesto que allí
el abandono es “completo”, o tiende infinitamente a serlo, pero se introduce todavía
debajo de aquello que, a falta de algo mejor, se sigue llamando, desgraciada,
tristemente, como Stendhal, “costumbre”, por no saber cómo llamar positivamente a ese
flujo discreto de lo cotidiano, que por su legato se distancia de los accidentes que hacen
surgir lo sobresaliente (lo “destacado”) sobre lo cual se charla.

6. Por lo tanto, no nos sorprenderá releer Lucien Leuwen y volver a encontrar


allí, a falta de una filosofía de lo íntimo, todos los rasgos de la analítica rousseauniana.
Y en primer lugar, de la manera más flagrante, hasta el punto de resultar cómico, el
conflicto entre lo íntimo y el intruso (el rostro de víbora de la señorita Bérard cuya
maledicencia evoca la misma Bathilde para expulsar toda intimidad de su salón). Así
como también el efecto ambiental de lo íntimo (y en principio junto a la joven
Thédolinde, benévola en su rivalidad secreta e incluso púdicamente cómplice): porque
lo íntimo, al mismo tiempo que es monopolizador, tiene pregnancia; inunda
generosamente aquello que lo rodea. O reencontraremos además la exigencia de
“simplicidad”, porque es condición de lo “natural” y se opone a la “fatuidad” cuyo
énfasis se cree conquistador, pero en realidad produce los peores estragos y el peor
hastío; mientras que su contrario, la “timidez”, es lo que hace avanzar con su renuncia.
Hay que señalar, una vez más, que dicha simplicidad de ser se distingue en lo
que quisiéramos denominar su pudor de la gran consigna impuesta (afectada) de la
transparencia. Aun en lo más íntimo de su relación, cuando ya quedan apretados,
acurrucados, aislados del mundo y no quieren que nada más vaya a ocurrirles, es decir,
antes de que Stendhal ya no encuentre con qué abastecer al relato y lo abandone con una
mala pirueta (Lucien se va de Nancy), Madame de Chasteller se abstiene de confiarle a
Lucien los enojos que soporta diariamente de su padre y por su causa; ni Lucien puede
confesarle la sospecha que tiene siempre en la punta de la lengua. Porque lo íntimo
preserva un retiro, recela de una luz demasiado cruda que pretendería iluminar todo del
mismo modo bajo su imperativo; y también de la confidencia obligada que ya no dejaría
surgir el afecto por forzar, con hostigamiento, la tendencia al desahogo. Se prefiere la
connivencia que calla antes que esa confidencia que se ostenta. A la vez no se molesta
al otro con el propio “yo”, y por otra parte, el evitar decir, el mantener la reserva,
contribuyen fuertemente a lo íntimo.
En efecto, a la inversa de la declaración amorosa, que como se sabe es prolija, lo
íntimo prefiere la “contención”. Prefiere el silencio que habla a la palabra que glosa. En
el Cazador verde: “No agregue ni una sílaba – dice ella con resolución severa – o me
disgustará, y paseemos. Lucien obedece, pero la miraba, y ella veía todo el esfuerzo que
le costaba obedecerle y guardar silencio. Poco a poco, ella se apoyó en su brazo con
intimidad…”. Porque lo íntimo utiliza activamente el silencio, hace que hablen los
gestos, las miradas, una sonrisa, un tono de voz. Los gestos, más que las palabras, son
vectores y relevos de lo íntimo; es decir que los gestos realizan lo íntimo y lo hacen
efectivo, frente a lo cual el habla es charlatana y limitada. Debido al hecho de que
enuncia, frena, crea bloqueo y resistencia, en lugar de dejar pasar. A tal punto que
abstenerse de estar completamente “en claro”, de explicarse (la famosa “explicación”
luego de la disputa amorosa), cataliza lo íntimo y lo densifica debido que permanece
más acá de la codificación de las palabras. Lo no-dicho vuelve cómplices. Con lo cual
se comprueba, por si hiciera falta, que lo íntimo no es algo griego y que constituye el
mayor desafío lanzado al imperio del logos: porque no se deja llevar a la facilidad de
decir e incluso de “decirlo todo”, de determinar y de creer controlar, sino que infiltra,
enlaza tácitamente por el asentimiento, lo propaga y lo hace avanzar.
De allí surge la otra conversación que atraviesa el habla ordinaria, que es a la vez
la más interior y que señala hacia un Afuera de este mundo, lo que sabemos que es
propio de lo íntimo. Proviene infinitamente de más lejos al mismo tiempo que llega
tanto más cerca. Siempre a propósito de Madame de Chasteller (y citando esta vez más
ampliamente el pasaje): “Pero veo brillar en el fondo de sus ojos, a pesar de toda la
prudencia que ella se prescribe, algo misterioso, sombrío, animado, como si siguieran
una conversación mucho más íntima y elevada que la que escuchan nuestros oídos”.
Entiéndase más adentro, más en profundidad, al mismo tiempo que más allá de las
palabras intercambiadas, allí está la canción sin letra, sin amplificación, de lo íntimo:
bajo la superficie del habla pronunciada, avanza en disidencia un intercambio implícito.
Como tal, al habla íntima le gusta desdoblarse, no según el juego tradicional de lo
concreto y lo figurado, de lo propio y lo simbólico, ni tampoco según el conflicto de la
apariencia (de la disimulación) y la verdad, sino por la tensión que introduce entre lo
patente, lo obvio, abierto a todos, que todo el mundo puede oír y, por otro lado, lo
latente, selectivo y aun exclusivo en su orientación, y que sólo un destinatario puede
escuchar.
Puesto que el repliegue en lo íntimo es al mismo tiempo una evasión fuera de la
conversación común, del intercambio aburrido de los salones o aun sólo del parloteo de
la banalidad, “sus ojos [de Bathilde] parecían velados de tristeza”; señalan
nostálgicamente hacia un lugar ideal, un verdadero Afuera recortado de esto último y no
comprometido allí. De modo que Stendhal no vacila en hablar de “éxtasis” a propósito
del encuentro que instaura lo íntimo (sobre Bathilde también: “volvió como de un
éxtasis”). Tampoco vacila ante esa habla mística, aunque sea tan poco místico: “Así se
hablarían unos ángeles que hubieran salido del cielo por alguna misión y se encontraran
por casualidad aquí abajo”. Pero, ¿acaso poseemos otro lenguaje en Occidente que no
sea el religioso y el de la Revelación para expresar lo inaudito o lo desconcertante que
surge súbitamente por un gesto o por una mirada en la inmediatez del aquí? (Y en otro
contexto cultural, ¿se podía representar, sin producir semejante ruptura de planos, el
acceso a lo íntimo?) Pues en definitiva es preciso creer, según nos dice Stendhal, en la
posibilidad de lo íntimo que va a trastocar sus datos y condiciones. Pero en silencio,
caminando furtivamente, en lugar de prodigar declaraciones. De tal modo, tras haber
sido conducidos por tantos meandros, es tiempo de preguntarnos al fin abiertamente,
animándonos a tocar al coloso, si el “amor”, ese gran cajón de sastre que atraviesa de
igual modo todas las épocas, no aplastará este recurso. En todo caso, hay en el “Amor”
demasiadas sedimentaciones confusas sobre las cuales se exagera y se dramatiza como
para que sigamos contentándonos con ello.
IX – “Amor”, ¿no es un término falso?

1. Es un rasgo distintivo de la ideología francesa contemporánea, distintivo por


su insignificancia, el retorno - ¿o deberíamos decir el repliegue – al viejo tema del amor,
el “más viejo del mundo”, que a su vez aparece como tranquilizador. Pero, me pregunto:
¿se trata en verdad de algo que resulta tan tranquilizador? ¿O bien qué se procuraría
compensar con ello? En todo caso, cada cual ha arribado allí en los últimos tiempos con
su manifiesto o con su panfleto (Del amor, Elogio del amor, Y si el amor durase mucho
tiempo, etc.). En el mundo histórico en retracción que constituye Europa, donde se van
achicando las posibilidades, aunque se pretenda creer que sólo es una crisis (la “crisis”,
como es sabido, todavía implica vitalidad, y dado que se ha “entrado” en ella, algún día
se debería “salir”…); es decir, en un entorno cada vez más invadido por el demonio de
la negación (ante las transformaciones silenciosas que sordamente transportan a otra
parte el potencial de la Historia), el “amor” sería la última concertación de esperanzas y
de voluntades, la única manera que nos queda, en suma, de afirmar nuestra iniciativa
como sujetos. Cuando el compromiso político está roto o ya no es sostenible para llegar
a sus últimas consecuencias, cuando se toma vacaciones o, más grave aún, ya no se sabe
por qué protestar, ¿quién no está contento, después de todo, al ver que se reactiva ese
viejo mecanismo? El “amor” es el tema de recambio y de recarga. Tema de auxilio y de
salida – un tema tan cómodo, en efecto, en la medida que ya no es más que un tema de
desarrollos esperados, un topos. Con él, en todo caso, se está seguro de recomponer la
plenitud de la voz y de los lectores.
En el mercado de ideas, siempre se harán buenas recaudaciones con él. Se
acaban las incertidumbres y las desesperanzas. Retocando ese viejo zócalo de
humanidad, de nuevo se pone en “positivo”, de golpe, sin pausa, se está pues en el
consenso. Frente a otro filón del marketing ideológico contemporáneo que es la
“indignación”, un filón que también se ha vuelto rutina de tanto que se ha explotado sin
pudor ni discernimiento, en el “Amor” se encuentra el costado risueño y su
contrapartida salvadora. ¿Qué puede resultar más cómodo, en efecto, vuelvo a este
término, que volver a poner en marcha así, con tan poco esfuerzo, la máquina de
superlativos, hacer que se reactiven bajo cuerda los viejos dispositivos – viejos resortes
– de lo ético y de lo patético, devolverle al hombre, todavía y siempre, su unidad
perdida, reconciliar en el Amor lo carnal y lo ideal e indicar un camino lateral – camino
de salida correcto – para la moral? Al mismo tiempo que se vuelve a poner en marcha la
bomba del deseo, se deja oír, como fondo sonoro o voz de fondo, la vibración del
absoluto. Resulta pues que se puede volver a poner en escena la vieja metafísica
platónica, y sin peligro, e incluso parece algo siempre nuevo. La radicalidad resulta
poco costosa y por una vez todo ello no habrá de suscitar hostilidades. Todo es
irreprochable. Con el “amor”, el humanismo, que se proclama “post-“, “segundo” o
incluso “anti-“, está asegurado.
Pero entonces me pregunto: ¿acaso el “amor” puede ser esa noción apenas
unitaria sobre la cual nos entenderíamos? ¿Sobre la cual la unanimidad (del humanismo)
podría finalmente instalarse ya sin resultar ingenua y tanto más sectaria sin saberlo?
Porque no basta con querer acordar una vez más a su respecto o por su intermedio
ambos lados de las grandes divisiones mediante las cuales ingresamos comúnmente en
lo humano en Europa; intentando reconciliar, como lo vemos alternadamente, la pulsión
y la afección (alias el deseo y el sentimiento); o la acción y la pasión (la audacia del
proyecto amoroso o el sufrimiento que se experimenta por ello); o el acontecimiento y
la duración: la conmoción de uno (el “flechazo”) y la extensión en la otra (la “vida
conyugal”). O digamos también: el surgimiento en el instante (lo repentino del
descubrimiento) y su profundización, o su achatamiento, debilitamiento, en el tiempo –
entre la emoción y su desgaste. Cada cual produce su variante: se dice que existen el
“amor sororal” y el “amor acontecimiento”. O se hacen actuar y se reactivan a propósito
del “amor” todos estos dualismos como si allí se resolvieran o al menos encontrasen su
conciliación, y en primer lugar entre lo “sexual” y lo “espiritual”, y se termina haciendo
crecer esas entidades que oponen para luego poder unirlas mejor. Es decir que no cesan
de restablecer la alianza, a propósito de él y por su intermedio, en esos viejos pares
nocionales que vemos disputarse todos los días, aunque sin pensar hasta qué punto sus
figuras contrarias han sido recortadas ambas de la misma estofa; y que por lo tanto son
solidarias de entrada, como sucede entre lo libidinal y lo ideal; o bien entre lo “físico”
(los famosos “deseos físicos”) y lo “metafísico”, donde el Amor nos guía, como es
sabido, hacia lo absoluto.

2. Entonces me pregunto: ¿qué tiene todo esto en común, efectivamente, desde el


momento en que uno no se deja capturar en la trampa de los que se han doblegado ante
esos emparejamientos, desde el momento en que salimos de la gran facilidad de los
pares a partir de los cuales hemos concebido tan “lógicamente” – confortablemente – las
cosas? Por un lado, está Safo; el deseo (pothos) es el efecto de un choque y una
conmoción; reclama su satisfacción, el fenómeno es fisiológico: “Un espasmo me
oprime el corazón el pecho. Pues si te miro, siquiera un instante, ya no puedo hablar. Mi
lengua está rota, un fuego sutil súbitamente corrió estremeciéndose bajo mi piel…”.
Esta descripción echó raíces, como es sabido, en la cultura europea, y hasta dentro de la
impúdica pudicia clásica (Nerón en Racine). Pero no es tan desnuda o brutal como para
no reconducir primero todo, en cuanto al “amor”, hacia la exigencia de un sujeto que
consuma, goza de ello y se consume con ello. Por otro lado, dice el Evangelio, “el amor
es magnánimo, servicial; no codicia […]; no realiza nada inconveniente, no busca su
interés…”. Preguntémonos: ¿de qué manera se conjugan ambos o si tan sólo tienen una
oportunidad de encontrarse? Y como tiene que ser, cuando más el “amor” es
heterogéneo por naturaleza, tanto más resulta masivo luego su efecto de monopolización
por compensación. Por más que luego se diga que cada uno de nosotros actúa
libremente, de un costado al otro, moviendo el cursor, no estoy seguro de que hayamos
avanzado más con ello. Pues, ¿qué nos garantiza que se trata en verdad de costados o de
polos en correlación, y no de bloques erráticos que derivan cada uno a partir de su
propia historia y que en suma no tienen nada que ver entre sí?

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