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Lo íntimo
3. A veces él le dice: “Te amo”. Nada más, por otra parte. Pero entonces ella le
pone el dedo sobre los labios y le dice: “shh”. Ella no prosigue con ese tema demasiado
fácil. Esa palabra pegada allí como una etiqueta resulta en efecto incongruente. No
porque se pueda sospechar que no es sincera, sino porque resulta a la vez, de manera
extraña, exagerada y reductiva. No solamente no aporta nada, sino que es un tanto
ampulosa y ya mistificadora. Parece lanzada entonces como quien quisiera
desembarazarse de lo más desconcertante que tiene la situación, aunque también sea lo
más exigente, y se procurara ponerse a salvo de la demarcación que fija esa palabra para
tranquilizarse. Porque perciben que fatalmente, cuando esa palabra llega, es como si
estuvieran posando. ¿No se encuentran uno al lado del otro en efecto porque fueron
arrastrados hasta allí por la Historia, llevados por la misma multitud? No se sedujeron,
ni siquiera se eligieron. Por lo tanto, esa palabra no puede agregar nada e incluso oculta
lo esencial con su comodidad: que ellos hacen causa común y se mantienen juntos uno
por el otro, conectados en adelante uno con el otro, con el correr de los días y de las
amenazas, en ese refugio compartido, y por razones que superan todo lo que se podría
relatar porque son elementales, las más básicas.
Ciertamente que ella, sin dinero, sin papeles, no tiene otro medio de
supervivencia más que seguirlo como un perro fiel. Por cierto que también él encuentra
finalmente en ella un misterio en el que sumergirse, el mismo que no conoció ni tan
siquiera imaginó en su vida de pareja. Por lo tanto, se podrán atribuir a su acercamiento
todas las justificaciones que se quieran, considerarlos a ambos como interesados en esa
relación, pero tales razones, esas sospechas de hecho no tienen importancia; no socavan
para nada, no corroen en nada el zócalo o el fondo de acuerdo que se ha erigido entre
los dos, en ese mundo desamparado, y como si fuera por toda la eternidad. Aunque
sepan que en pocos días, no se sabe cuándo, tal vez en la próxima parada, serán
separados. Porque de repente algo se encuentra a su alcance, algo se descubre en ellos,
entre ellos, por medio de esa apertura de lo íntimo que ya no tiene nada que ver con el
orden de las cosas. Aunque tendrían muchas y buenas razones para lamentarse
(Simenon por otro lado tiene el buen gusto de no recargar el cuadro de la desgracia), por
el mero hecho de que sitúan así uno junto al otro, del mismo lado, por el simple hecho
de que se han vuelto conniventes y ya ni siquiera tienen verdadera necesidad de hablarse
(o si les incomoda no tener nada que decirse, todavía es por pudor o por costumbre),
alcanzan finalmente lo inaudito de existir. Lo que por una vez en la literatura – y para lo
cual servía todo el despojamiento precedente – es señalado sin pathos: “pasamos así tres
horas en una estación minúscula junto a un albergue pintado de rosa […]. Si tuviese que
describir el lugar, sólo podría hablar de manchas de sombra y de sol, del rosado del día,
del verde de la viña y de los groselleros […] y me pregunto si aquel día no llegué lo más
cerca posible de la felicidad perfecta”.
En ese mundo que se tambalea, en pleno trastorno, lo íntimo a su vez, como
respuesta, trastorna y hace tambalear. Debido a que en el éxodo forzado hicieron caer
toda barrera entre ellos; debido a que se pusieron del mismo lado frente al Afuera del
mundo y de la vida errante, debido a que permanecen juntos experimentando,
observando, diríamos que se encuentran “sobre una nube” – la expresión coloquial es
acertada. En el seno de esa dependencia total, los dos pueden recobrar cierta
independencia: al suprimir la distancia entre ellos, pueden volver a poner ese mundo a
distancia - ¿podrían hacerlo de otro modo? Esa frágil y pequeña nube es arrastrada por
el viento de la Historia, sacudida por los acontecimientos; pero debido a que
experimentan eso de a dos, se tornan leves, se vuelven alertas, en lugar de dejarse
paralizar por el miedo o por el interés. Los dos han trasladado la barrera que separa a
cada uno de su Afuera, con una misma maniobra, más allá de ellos: la bolsa de
intimidad que abrieron se despliega sobre ellos como una tienda donde alojarse. Eso
íntimo no se reduce a la complicidad puesto que finalmente supera al mismo tiempo el
cálculo y la intención. Se abstiene asimismo del placer charlatán de la confidencia, pues
es cierto que lo íntimo no se constituye por el hecho de contarse algo. Finalmente, no se
deriva sólo de la simpatía o del afecto: la experiencia, como vemos, adquiere un giro
metafísico; da acceso. Habrá que decir a qué.
II. Adentro/afuera: cuando cae la barrera
3. Porque de nuevo se hace presente lo que prescribe la lengua y cuya lógica hay
que pensar. Cuando hablo de una cosa “íntima”, cuando íntimo es un epíteto, lo íntimo
remite a su primer sentido: apunta hacia un retiro a salvo de los otros, designa en esa
profundización del adentro lo que esencialmente es tanto más difícil de comunicar en la
medida en que se mantiene apartado. Pero cuando digo: “yo soy íntimo”, cuando íntimo
se vuelve atributo, cuando se lo predica y se le confiere un sujeto, su sentido de pronto
se invierte, el punto de vista se altera nuevamente. Descubro que no puedo ser “íntimo”
en mí mismo, que no puedo ser íntimo solo. Soy necesariamente íntimo con: no puedo
“ser íntimo” sino para un “tú” – se requiere un plural (dual), se evoca un Afuera. Es
decir que lo “muy interior” o “lo más interior” que constituye lo “íntimo” no se piensa
sino desencerrando al yo que se enuncia en relación con un partenaire y dentro de una
relación. Pero no se trata entonces, como dije, de dar pruebas de una buena voluntad
ética hablando así de apertura al Otro; no cedo entonces, como puede resultar tentador,
al tema eminentemente moral (demasiado ostensiblemente moral) del “hay que
compartir”. Aunque la lengua lo piensa y lo implica por sí misma, fríamente y sin
rechistar. Se trata entonces, por mi parte, de emprender una “analítica” (a partir de lo
que dice y obliga a pensar la lengua), pero no predicar.
“Soy íntimo contigo” significa en efecto que te abrí un “más adentro” de mí, que
ya no mantengo con respecto a ti mi sistema habitual, tentacular, de defensa y de
protección – aquel con el cual nos blindamos frente al exterior, y que hacemos variar,
por supuesto, según los partenaires y las situaciones, pero usualmente sin renunciar por
completo a él. En lo íntimo, no me prevengo ni me excluyo más. Vale decir que somos
íntimos entre nosotros en la medida en que hemos derribado nuestros cálculos y
nuestras razones y está suspendida la machaconería del interés, que no por ello deja de
seguir rondando normalmente, como suele decirse, “adentro de la cabeza”, aun cuando
ya no nos guíe, aun cuando ya no pensemos más en ello. Lo íntimo es el compartir
subterráneo que ya ni siquiera necesita mostrarse ni probarse. Entramos en lo íntimo
como quien penetra en una tienda, retomando esa imagen, que un buen día encontramos,
cuya entrada alzamos y en adelante un mismo dosel nos cubre y traza este “nosotros”.
Que el abrigo sea común a los dos y remita la clausura más allá de ellos hace que
se evolucione en adelante “a cubierto”, a gusto, sin coerción, sin prescripción, sin
obligación, como en un elemento o un medio compartido, en vez de continuar
cruzándose cada cual confinado en su frontera y enfrentándose. Bajo ese dosel invisible,
aun si no se “hace” nada (del tipo “¿qué hicimos hoy?”), aun si no se “dice” nada (ya no
es necesario decir algo para “llenar” la conversación), el recurso de lo íntimo no se
agota: en el entre que abre, se “entre-tiene”. Porque lo íntimo es un estadio que se
alcanza, no un estado; pertenece a lo que llamaría el auge, no a la calma. Difiere por
ello de la ternura, porque la relación no es solamente de sentimiento o de apego; razón
por la cual habitualmente somos menos sensibles y apenas nos detenemos en ello. No se
piensa en lo íntimo; uno ni siquiera piensa que se vuelve íntimo. Luego un día
constatamos, ponderamos, que de hecho nos hemos vuelto así. Por otra parte, como no
es ni virtud ni cualidad, no tiene determinación ni objetivo, en suma, como no tiene fin
(y la vía ética desde los griegos quería un “fin”, telos), lo íntimo se ha sustraído
igualmente a la captación de la filosofía. Por tal motivo, como comprobamos, se han
interesado tan poco en ello, se lo pensó tan escasamente después de todo.
No obstante, lo íntimo me parece que merece que nos detengamos en ello tanto
más en la medida en que vemos lo que nos hace ganar con respecto a todo pensamiento
de la intro-(sección) y de lo interior (la famosa “vida interior”, etc.). Es incluso a lo que
más me aferro aquí: poner de relieve lo íntimo en contra de la interioridad y de su culto,
para desembarazarnos de ellos. Pues mientras que la noción de interioridad de entrada
es sospechosa por lo que deja entrever, o sea ruptura y rechazo del mundo exterior, y
por ende encierro en sí mismo y debilitamiento por confinamiento (del mismo modo
que todo subjetivismo siempre hará sospechar que ignora la objetividad), resulta que lo
íntimo, al excavar algo más profundo, más interior que lo interior, al mismo tiempo
invierte esa tentación del repliegue con su vuelco, la lima y la subvierte. Se produce un
rebote que enlaza la relación y hace surgir una aventura; mediante lo cual genera lo
inaudito. Lo más interior, e incluso “lo más interior” de todo, se halla atravesado por
una tentación de desconocimiento y abandono; se libera de sí mismo aspirando al
exterior de sí que abolirá la frontera limítrofe de uno: “uno mismo” ya no está apretado,
no se estanca, sino que se desborda y se vuelve expansivo. Lo íntimo es ese elemento o
ese medio donde un yo se despliega y se exterioriza, pero sin forzarse, sin pensarlo – lo
que en verdad significa “efusión”. No se podría ser restringido, mezquino, mediocre
cuando se accede a lo íntimo.
Lo que entonces nos hace descubrir lo íntimo, en consecuencia, aunque
discretamente, sin alertar, no es nada menos que aquello que de golpe, por la posibilidad
que abre, desbarata la concepción de un Yo-sujeto bloqueado en su solipsismo – la
misma contra la cual se sublevó tanto, como es sabido, la filosofía contemporánea. La
psicología nos decía que solamente me relaciono con el Otro, afuera, y puedo abordarlo,
por una proyección-abstracción a partir del “yo”. Freud también… Vemos con asombro
que Freud pertenece a ese partido. Aunque sin embargo hizo tanto para derribar la
concepción de un sujeto insular y que pretende ser autárquico, no deja de seguir preso
del prejuicio de la “representación” como facultad maestra a partir de la cual un sujeto
se relaciona con el mundo del mismo modo que dominó la filosofía clásica. Como si
sólo accediera a la conciencia del Otro (al hecho de que el Otro tenga conciencia)
mediatamente y por deducción: “que otro hombre tenga igualmente una conciencia –
dice – es una inferencia que se obtiene per analogiam” (El inconsciente, 1915). Es decir
que respecto de todo hombre fuera de uno mismo, “la hipótesis de la conciencia se basa
en una inferencia” y por ende “no puede merecer la certeza inmediata que tenemos de
nuestra propia conciencia”. Pero la posibilidad de lo íntimo basta precisamente para
desmentir y demoler esta aserción, sirviendo de piedra de toque para su contrario. Diría
incluso que la finalidad de lo íntimo, si tuviera una, sería precisamente hacer
experimentar lo inverso: que el otro es conciencia al unísono conmigo mismo, lo que
entonces se aprehende de manera inmediata y no por deducción, no per analogiam, en
ese adentro compartido.
Debido a que en lo íntimo la frontera entre nosotros se difumina y hasta se borra,
y el Otro se deshace de su exterioridad y recíprocamente, resulta que compartimos
efectivamente la conciencia; la “con”-ciencia que se promueve de acuerdo con el Otro
ya no es propiedad de un sujeto; o digamos que en lo íntimo nuestras conciencias
encajan tan bien que se desapropian; ya no hay “tu” o “mi” conciencia, sino que “la”
(también optamos aquí por el genérico) se extiende entre nosotros, abriendo ese “entre”.
No es tanto que “me haces falta”, como se suele decir habitualmente, cómodamente
(posesivamente), sino más bien que “me siento en ti”. En la medida de esa intimidad,
nos volvemos co-conscientes y co-sujetos. Con lo cual lo íntimo levanta una punta del
velo que nos ocultaba la co-originariedad de los sujetos que pretende pensar el
pensamiento moderno y según el cual, como empezamos a ver, la moral se puede
considerar de modo muy distinto. Lejos de ser entonces un aspecto particular de la
experiencia humana, o aun cuando fuese su intensificación, lo íntimo desestabiliza
aquello en lo que basamos tradicionalmente nuestra aprehensión del Yo-sujeto y es en
verdad “revelación”, tal como afirmé – pero una revelación completamente empírica y
muy modesta, hecha al pasar, furtiva, reservada. Por consiguiente, nos será preciso
avanzar más dentro de lo que no dudaré en llamar lo inaudito de lo íntimo, tanto más
inaudito en la medida en que es discreto, para abrir con nuevo impulso, siguiendo ese
hilo, un camino hacia lo humano y hacia la moral, sondeando el “nosotros” que esto nos
descubre.
III – La palabra, la cosa
1. Es una bella palabra en francés: “ín-timo”. In- abre, hace alzar la voz, brinda
el timbre: la i armónica resuena. Luego –timo repliega, cierra ese impulso – ese acento –
suavemente y lo torna discreto. La e muda1 que se retira hace que se termine
indefinidamente: hace murmurar. Por un lado, las dos sílabas reverberan, la expiración
responde a la aspiración, pero por el otro, no funciona sin cierta asimetría: a la elevación
breve, que crea un efecto de llamado, le sucede un descenso de la voz que la absorbe y
la prolonga en sordina. El intimo italiano, por ejemplo,2 disperso en tres sílabas y
continuamente sonoro, no posee este recurso. Por una vez la lengua francesa, a la que
habitualmente se le reprocha que sea tan poco musical, resulta justa (como se dice
“justa” en música). ¿No basta acaso con pronunciar de nuevo la palabra mentalmente,
una vez más, nada más que para escucharla, para obtener placer en cada ocasión? “In-
time”: fonetistas y poetólogos no terminarán de descubrir sus recursos; y no se podría
concebir mejor, en efecto, ni imaginar un acuerdo más perfecto, entre la palabra y la
cosa, entre el sonido y el sentido: por una vez, el significante transporta
maravillosamente su significado.
Y en cuanto al significado, lo hemos visto desarrollarse desde el latín siguiendo
sus dos vías paralelas: por un lado, diciendo lo que está más adentro, lo más profundo,
lo más retirado; por el otro, que unas personas están ligadas de la manera más estrecha y
perdurable. Por una parte, el núcleo de la cosa; por la otra, la intensidad de la unión.
Vemos que Cicerón habla tanto del fondo íntimo de un santuario, sacrarium intimum, o
del íntimo secreto del arte, ars intima, como de sus amigos íntimos, mei intimi,
familiares intimi. Pero como ya empezamos a sospecharlo, cuando estos dos sentidos
salen de su paralelismo, dejan de ser compartimentos estancos entre sí y se cruzan,
entrando dialécticamente en relación uno con el otro, es cuando nace su fecundidad –
cuando ese término súbitamente hace pensar; cuando el retiro en el interior de uno
mismo desemboca en la relación con el Otro; o para decirlo también a la inversa,
cuando por la apertura al Otro se descubre algo más interior en uno, cuando la
profundización de lo íntimo dentro de mí se efectúa por medio del acceso al Afuera de
mí.
De modo que ese Otro, ese Afuera que excava lo íntimo dentro de mí y lo revela,
¿qué podría ser en primer lugar si no Dios – lo que llamamos “Dios”? ¿No es acaso, en
primer lugar, para lo que sirve Dios, al menos el Dios cristiano? Lo leemos
directamente en las Confesiones de Agustín, que representan el gran giro en la materia.
Sin duda alguna, el contexto cristiano fecundó lo íntimo y lo hizo prosperar. Puesto que
Agustín lo concibe en adelante unitariamente así: “Estando advertido de ello, de volver
sobre mí mismo, entré en mi intimidad bajo tu guía y pude hacerlo porque te convertiste
en mi sostén” (Confesiones, VII, 10). En “mi intimidad”, dice Agustín, o más bien en
“mis intimidades”, en neutro plural, así como también dice las “vísceras íntimas de mi
alma”, y bajo tu guía, “conduciéndome tú”, duce tu. ¿Y qué percibí al entrar en “mis
intimidades”? Ya no una cosa, sino “la luz”, una luz inmutable, lux incommutabilis: no
1
En la palabra francesa intime, donde la última vocal es muda [T.].
2
Tal como su equivalente en castellano, que se pronuncia igual [T.].
la luz vulgar que percibe la carne, ni tampoco una luz superior que colma todo el
espacio, sino una luz distinta, “verdaderamente otra”, la misma que me creó – ipsa fecit
me.
En el curso de las Confesiones, Agustín trabaja los dos aspectos a la vez en
cuanto a lo íntimo. Por una parte, profundiza lo “más interior” en mí y le da
consistencia, intima mea; lo convierte en el fondo y la forma de la subjetividad cuyo
concepto vemos así surgir en Occidente. Pero por otra parte, invoca a Dios como
esclarecedor interno de lo íntimo al que rige: Dios es el “maestro” o el “médico” íntimo
propiamente dichos (tu medice meus intime, docente te magistro intimo). A partir de lo
cual Agustín puede afirmar que Dios es incluso “más interior que mi intimidad”,
interior intimo meo, del mismo modo que es superior a mi cumbre. Dios, que es lo
Exterior absoluto, el Totalmente otro que reveló la Creación, es al mismo tiempo Aquel
que me revela lo más interior de mí; a la vez me lo hace descubrir y lo despliega.
Agustín llama “Dios” a ese Otro, o a ese Afuera, que funda mi intimidad en lo “más
adentro” de mí, abriéndolo a Él. El resto – “la fe”: credo – no es más que una
consecuencia.
Para el discurso cristiano, por lo tanto, ya no quedará más que profundizar uno
por medio del otro. Por una parte, hundiéndose cada vez más en lo íntimo dentro de sí
mismo y radicalizándolo, sobrepasando ese superlativo, aunque sea insuperable, es
decir, dándole un superlativo al superlativo. Bossuet: “Dios ve en lo más íntimo del
corazón”; “ven a recogerte en lo íntimo de tu intimidad”; y por otra parte, llamando al
hombre a salir de sí para encontrar la verdad de su conciencia y de su condición, es
decir, “fuera de sí mismo y en lo íntimo de la voluntad de Dios” (Pascal, en la carta
sobre la muerte de su padre, 1651). Lo íntimo, lo íntimo de lo íntimo, es el término
último, término clave, que enlaza los dos y los hace comunicarse desde adentro, la
Exterioridad y lo más interno del alma, la trascendencia de la primera que se revela así,
en lo íntimo, como inmanente a la segunda. En adelante, “íntimo” conjuga ambas cosas.
Por ello lo íntimo constituye la bisagra de lo religioso cristiano y allí encuentra –
comprueba – al mismo tiempo su razón y lo que configura su recurso.
Lo íntimo se utiliza entonces como nombre, erigido en noción, aunque para que
sea la noción menos “noción” posible, en todo caso la menos especulativa, ignorada
como tal por la filosofía, por estar en el límite de lo concebible. Es inaceptable al menos
para una lógica del entendimiento: lo interior se ahonda, pero para abrirse a su Afuera; o
el yo no se profundiza sino para salir de sí. Al evocar ese enlace de la conciencia en
Dios, lo íntimo señala hacia el fondo, origen y profundidad, de la experiencia humana.
De modo que el trabajo de la filosofía moderna, aunque sonsacando su pensamiento de
la subjetividad, ¿no fue acaso trasponer ese sentido cristiano, i. e., cargado por el
cristianismo, en un sentido propiamente “humano”, es decir que descubra y desarrolle lo
que promueve lo humano? Como si a partir de allí ese Otro o ese Exterior al que se abre
lo íntimo en lo más profundo de sí pudiera ya ser simplemente Ella o Él, sujetos
humanos como yo, y ya no requiriese para hacerlo que se apele a “Dios”. Pero no dejó
de conservar de “Dios” la potencia de hacer aspirar al desborde de sí en el interior de sí,
cuya idea instauró el cristianismo, haciendo creer en la posibilidad de ese vuelco en el
“Otro”, en ese enlace con un más allá de lo que conforma su “persona”, y además en
otra “persona” tal como podemos encontrarla personal, efectivamente en todo momento.
Al mismo tiempo, se puede evaluar lo que ya pierde la “intimidad” con respecto
a lo íntimo, es decir, frente a esa superación de la frontera, esa aspiración al absoluto,
porque ya no se manifiesta entonces sino en cosas o en estados, deteriorándose en
propiedad o en calidad; hasta qué punto la intimidad hace caer el impulso que ahonda lo
íntimo de nuestro ser íntimo, promoviendo un sujeto y tornando rígidos sus rasgos.
Como debe ser, ese determinativo (de la intimidad) es lisa y llanamente un resultado,
hace olvidar el auge que está en su origen y que lo vuelve efectivo. Como entre lo Bello
y la belleza, esta última apacigua a aquél. Pero, ¿no vemos acaso que “intimista” da un
paso más en esa disminución, que ya sólo se difunde en las cosas como un decorado y
que llega incluso a la inversión? Al abolir la apertura al otro en la cual se profundiza lo
íntimo, se diluye en género, en manera, en atmósfera. Desde el momento en que se
olvida la intrusión de un Afuera que hace caer la frontera, la interioridad se repliega
sobre sí misma y se complace consigo misma. Lo “intimista” debe denunciarse: a decir
verdad, ese kitsch no es tanto lo contrario de lo íntimo, sino más bien su perversión.
Término latino, término cristiano, lo íntimo es un término europeo. Aunque es
tiempo, en la hora de la uniformización del mundo, de dedicarse a una geografía de las
palabras. Desde el momento en que pienso las lenguas y las culturas no en términos de
identidad, sino de fecundidad, tengo que explorar hasta dónde lo “íntimo” desplegó sus
recursos en la diversidad de las culturas. ¿Se encuentra acaso en otra parte? ¿Es algo
culturalmente marcado? Intimo, intima, intímate, intim: las lenguas de Europa
concibieron lo íntimo en proporción a su afiliación con el latín. Pero, ¿y si salgo de
Europa? Puesto que no se trata solamente de sondear genealógicamente lo que pertenece
a nuestra concepción moderna de la subjetividad en su relación con el Otro, y con
respecto a lo que llamamos usualmente y por comodidad la “herencia” cristiana, que se
puede discernir tanto mejor en la medida en que sale de su “evidencia” y actualmente
está en vías de replegarse – su retiro la vuelve singular. Pero también habrá que
considerar, si es verdad que íntimo es un término europeo, qué espacio teórico esboza
en el estado presente del mundo. Pues si se lo disimula, corremos el riesgo de elaborar
hoy lo universal (de lo humano) a un precio en verdad demasiado barato.
2. Por otra parte, está la “cosa” – aunque no sea más que un gesto íntimo como
un apretón de los dedos: “… Me preguntaba si me atrevería a tomar la mano de Anna
cuyo hombro sentía contra el mío…” (El tren). Retirado, reservado, furtivo e incluso
ocultándose a los demás, el gesto íntimo saca de oficio a lo íntimo de sus sentidos
paralelos y conjuga ejemplarmente ambos, afuera y adentro – lo hace a la vez más
estrechamente y más densamente. Con un solo movimiento, expresa a la vez el retiro y
el compartir. Proviene de un sentimiento interior y que incluso es el más interior, el más
secreto, al mismo tiempo que no se contenta con dirigirlo al Otro, sino que se lo impone
físicamente. A la vez el más discreto y el más directo; que trae consigo lo más
imperceptible de la subjetividad, que es lo más retirado, al mismo tiempo que lo encarna
en lo más tangible y lo más exterior – el cuerpo.
O bien tomemos una frase íntima. En la banalidad de las palabras y de las
representaciones que transmiten, aun usando palabras y representaciones que se dicen
usualmente sin cargarlas más, arriesgando entonces lo que más se aprecia, la frase
profundiza entonces a cubierto una relación de tal modo que no importa tanto lo que se
dice como a quien se le dice y la manera en que se es comprendido: penetra allí una
significación aparte, retirada, que antes que comunicar hace comulgar (communicare
decía igualmente el latín antes de que el término se cristianizara). No informa sino que
antes bien crea la alianza; aunque se produzca verbalmente, no deja de actuar
tácitamente. O bien se trata de una mirada íntima, connivencia en el sentido propio: un
solo plegamiento de los párpados que se juntan (connivere dice también el latín) basta
para transmitir una intención secreta, tan secreta que no se la puede formular. Lo que
cuenta entonces en la mirada se ha invertido insidiosamente: en lugar de lo que ve en el
otro es lo que el otro ve en ella. Deja percibir un adentro tanto como percibe un afuera.
Más aún, la mirada íntima no mira tanto como se deja mirar – como a menudo la mirada
de la Virgen en los cuadros de iglesia. Tanto unos como otros, frase, mirada o gesto,
resulta pues que instauran un atajo con respecto a su funcionalidad establecida y la
desvían; y esa disidencia con relación a lo habitual, esa distancia frente a lo banal, los
repliega en un adentro compartido, que traspasa de un ser al otro como un túnel o bien
los cubre a ambos bajo un mismo abrigo.
En verdad, un gesto íntimo es algo extraño. Su “eficacia” es asombrosa.
Mediante un desplazamiento mínimo en el espacio externo, hace cruzar de golpe la
barrera interior, anula la frontera del Otro, su reserva. Es a la vez tangible, físico,
expuesto (aun cuando se disimule) y por consiguiente señalable, al mismo tiempo que
está impregnado de una subjetividad a tal punto que resulta indecible, que no se atreven
o no pueden formular. Lo que se trae en lo más profundo de sí, revelándonos algo más
profundo que uno mismo, y que se mantiene a resguardo de los otros, es precisamente lo
que produce entonces a cubierto una apertura al Otro, dentro del gesto íntimo, de tal
modo que penetra en su fondo, en lo profundo, y se lo revela; su avance, por más
discreto que sea, equivale a una intrusión y lo hace dar vueltas. Porque un gesto íntimo
no puede hacerse a solas; implica en efecto a “Otro”, exige que haya dos. Así como
tampoco se puede ser íntimo con uno mismo, no se puede hacer un gesto íntimo para sí
mismo (uno puede tocar sus “partes íntimas”, pero no por ello el gesto es íntimo); y aun
cuando sea yo solo quien toma su mano, ese gesto, cuando es íntimo (es incluso aquello
en lo cual vemos que es íntimo), se efectúa de a dos.
De tal modo, aun si parece habitual, banal y hasta de todos los días, un gesto
íntimo es “inaudito”. Aun si no nos damos cuenta de ello o no se le presta atención,
siempre constituye un acontecimiento en cuanto tal: un gesto íntimo es siempre nuevo,
no se gasta, o bien ya no es íntimo porque no es eficaz. Es incluso el anticipo de la
relación: antes de que la intimidad se declare, sirve como precursor y desencadenante.
Mientras la situación (la relación) no ha salido a la luz, es incluso estratégicamente
conativo. A menudo la intimidad del gesto precedió a la palabra. Frase de novela:
“entonces le tomó la mano, después le dijo…”. No es sólo que anticipa, sino que
además precipita; es lo que decide de golpe entre las posibilidades, le pone fin a lo
incierto, saca del aplazamiento y hace precipitar súbitamente en el adentro compartido.
Gesto decisivo como pocos; el acontecimiento que crea ya nada más lo vuelve a cerrar
ni lo borrará, nada más podrá hacer que objetivamente no haya existido, aun si es
renegado – arrastra consigo la vida entera.
4. Está pues, por una parte, la singularidad que nos descubre la palabra –
“íntimo”: tan adecuada en francés, común a las lenguas europeas a partir de su factura
latina, signada por el giro cristiano, aunque todavía habrá que comprender hasta dónde y
por qué. Y por otra parte, está la “cosa” que a su vez parece tan común y que incluso no
podemos concebir que no haya existido siempre y en todas partes: el simple apretón de
los dedos, o la mirada, o la frase, que hace pasar de golpe mi sentimiento interior, el
más interior, a la interioridad de Otro, borrando la frontera entre nosotros y ofreciendo
lo íntimo en mí – abriéndome lo íntimo suyo. ¿Qué límite cultural puedo imaginar para
esa experiencia? ¿O acaso no sería tan simple?
Dicho de otro modo, en lo íntimo, ¿se trata de una categoría cultural e
históricamente marcada, cuya noción surgió y se desplegó en un determinado contexto
de civilización, en un determinado momento de su desarrollo y conservaría su
impronta? Todos nuestros conceptos “llegaron a ser”, decía Nietzsche, que era en eso
heredero de Hegel. No podré entonces desentrañar lo “íntimo” sino indagando esa
singularidad cultural y explorando su coherencia; no podré comprenderlo sin esa
historia y esa aculturación. Así como no podemos comprender, por ejemplo, la saudade
portuguesa más que volviéndonos, en pleno paisaje mediterráneo, hacia el océano y sus
más distantes costas, resultando entonces embarcados hacia viajes muy diferentes; o la
Sehnsucht de la lengua alemana, que “nostalgia” traduce muy mal, salvo penetrando en
la fisura romántica y su sueño, no tanto formado de Burg altivos, de brumas y de
leyendas, como de obsesiones a la Novalis y de aspiraciones donde lo finito es “alusión”
a lo Infinito; o bien como no podemos penetrar el iki japonés sino asociando al sentido
del honor y de la seducción (ikiji-bitai) el renunciamiento budista, akirame, como tan
exactamente lo describió Kuki Shuzo.
Pasemos a China, que permaneció por mucho tiempo ajena a Europa tanto por la
lengua como por la Historia y que me sirve así como palanca o, digamos, como
“abrelatas” filosófico: ¿cómo traducir allí “íntimo”? Puesto que no encuentro allí un
término donde se reúnan “la esencia íntima de” y “la relación íntima con”, es decir,
donde el ahondamiento de un interior en uno mismo pueda revelarse al mismo tiempo
como acceso al Otro, como en Agustín donde Dios se descubre “más interior que lo
íntimo mío”, interior intimo meo. En China, debería elegir una cosa o la otra: o bien
expreso la realidad más interna, privada, oculta (si-mi, yin-mi), o bien designo la
profundidad del lazo (quin-mi), salvo que la misma idea de intensidad por compacidad
se encuentra en ambos términos (mi, en estos compuestos del chino moderno).
¿Deberemos creer en consecuencia que los chinos, al menos hasta el encuentro con
Europa, habrían vivido de otro modo la experiencia que para nosotros (el “nosotros” que
se mostraría entonces europeo) es la de lo “íntimo”, o bien que en cierta medida la
habrían ignorado? Pero esta última, a partir de Agustín, ¿no ha sido crucial en la
construcción de la subjetividad? Y asimismo, o en primer lugar, volviéndonos sobre
nosotros mismos y remontándonos en nuestra historia, ¿qué pasa con los griegos,
“nuestros” griegos, ya que la palabra es latina, si sólo fuera latina: intimus? ¿Los griegos
entonces desconocieron lo “íntimo”?
Se plantea finalmente la cuestión del género adecuado para llegar más lejos: ¿no
debería más bien escribir una novela? Lo íntimo, es sabido, es lo más singular, lo “más
interior” y se agazapa antes del análisis y el enunciado. ¿Puedo acaso imaginar algo más
resistente – recalcitrante – a la captación del concepto y a la abstracción? Una vez más
se verifica en este caso que, según la vieja formulación escolástica, la existencia está
hecha de singulares (existentia est singularium), mientras que la “ciencia”, el discurso
del conocimiento, “se refiere a” los universales (scientia est de universalibus), y por lo
tanto estaría condenada a permanecer a distancia de dicha existencia. De modo que lo
íntimo sería por principio reacio a la filosofía – ¿qué filósofo habló de ello? Tendré que
hacer entonces mi propio camino no sólo entre la palabra y la cosa – entre lo que se
halla implicado por la “palabra” y lo que se encuentra manifestado por la “cosa”, gesto,
frase o mirada – sino también aventurarme entre la noción y la situación: pasar de la
historia cultural en gran escala a lo individual de este momento, esta vida, y apelar al
relato, variándolo incluso mediante la ficción. ¿Pero no es acaso, de hecho, la condición
de todo pensamiento del vivir? ¿Y podrá hacernos creer además, a su respecto, en
alguna ruptura entre ambas, literatura y filosofía?
IV – No existió lo íntimo griego
2. Ahora bien, si pensamos que ese límite griego ante lo íntimo, a lo que llamaría
más precisamente el no-despliegue griego de lo íntimo, se debe al carácter primigenio y
por lo tanto primitivo de Homero, nos equivocamos. ¿Podríamos imaginar, en efecto,
una escena más compartida que ésta? En Eurípides, la joven Alcestis acepta morir en
lugar de su marido, Admeto, y ahí están sobre el escenario, uno cerca del otro, por un
último instante (Alcestis, v. 273-392). Ella va a morir o más bien está muriendo ante
nuestros ojos. Pero la joven esposa sólo piensa en su honor y en sus hijos; y el esposo,
por su lado, no piensa más que en el dolor de quedarse solo: “cómo me priva tu
muerte…”. Por lo tanto, una se sacrifica por el otro y éste otro lo lamenta amargamente,
sin que Eurípides ahorre nada, por supuesto, para llevar tan lejos como pueda la
explotación sistemática de semejante abatimiento: “Muero porque mueres…”, etc. –
sigue siendo retórica, el juego de lo extremo y de lo patético. No obstante, cada cual
sigue estando para sí mismo: ella sacrifica su vida, claro, está orgullosa de hacerlo, pero
no comparte por ello con el hombre por el cual se inmola – no vive con él – ese último
momento que les es dado. No es que su yo se tense y se retracte ante su muerte, sino que
no piensa en ello, no vislumbra esa posibilidad de abrir su vida al otro, sobrepasando su
“yo”, y no solamente cederle su vida, que no es más que una suerte del Destino. Ella
(se) muestra todavía (en su generosidad), pone de relieve su sacrificio (teatralmente); lo
que sirve de lección para los demás: nada de expansión.
“Y viviríamos los dos por el resto de nuestra vida…”, le hace decir sin embargo
el traductor a la esposa (Méridier, Les Belles Lettres, v. 295). Pero miremos bien, el
griego no lo dice, aun cuando sea lo que esperemos. Me parece incluso que esa
inflexión de la traducción es sintomática. Porque el griego dice exactamente: “Yo habría
vivido y tú también por el resto del tiempo…”, Kago t’an ezon kai su ton loipon
chronon. Nunca tuvo oportunidad de aparecer semejante “nosotros dos” en ese diálogo
final que pretende ser lo más punzante posible (y Dios sabe que Eurípides es un maestro
en el arte de conmover). Cada cual ha permanecido en su papel – postura – y en su
ethos. Tampoco hay “nuestra vida” que se sostenga, ni “vida” que se considere pasar
juntos – el griego no dice ese posesivo común: sólo se considera el “tiempo”, la suerte
impartida a cada uno, en la que cada cual está encerrado.
Por más que Eurípides nos haga vivir esa muerte en directo, ante nuestra vista, el
último diálogo entre los esposos no supera la barrera de la moral y de lo patético. Ethos
y pathos siguen estando presentes. Sin embargo, el esposo, paralelamente al elogio de
su mujer, llevará la elocuencia de la no-separación tan lejos como pueda. Jocosidad
griega: no solamente prometer no volver a casarse (llevar luto para siempre, renunciar a
toda alegría, etc.), sino también acostarse con la estatua de su esposa, abrazando el
mármol frío con sus manos, ¡hasta tal punto no quiere abandonarla! O incluso, no
contento con evocar el retorno de su mujer acechando sus sueños, se compromete a
hacerse enterrar con ella en el mismo ataúd de cedro, lado a lado - ¿qué placer encuentra
Eurípides en esas imágenes que llevan el realismo hasta lo estrambótico? No obstante,
que lo dramático sea llevado así al colmo y la teatralidad a su efecto máximo no cambia
nada. O más bien es precisamente esto lo que obstaculiza lo íntimo. También entonces,
en la escena de despedida, escena última por excelencia, intercambian sus vidas, pero no
se intercambia nada entre sus vidas. Una acepta reemplazar al otro en la muerte – un
don que no puede ser más generoso – pero esa sustitución no equivale a una apertura al
Otro; o más bien la impide. La fuente de lo íntimo – del compartir que hace encontrar al
Otro despojándose cada cual de sí mismo – no se ha alcanzado.
Preguntémonos entonces qué es lo que siempre aleja así de nosotros a los
griegos, aun cuando seamos “herederos de los griegos”, como se repite y como todos
saben (¿o acaso alguna vez sabemos hasta qué punto somos sus “herederos”?). ¿Y no
sería en primer lugar y esencialmente esto? Aquello que lo “íntimo” finalmente puede
nombrar. Los griegos desarrollaron lo que llamaría, con un solo concepto, lo patético-
retórico, es decir, antes que nada el arte de “exponer”, la ekphrasis, el de construir
sistemáticamente un caso y hacerlo demostrativo y convincente, conmovedor, el más
“presente”, a la vez con un máximo de claridad y de intensidad (la enargeia); pero no lo
que súbitamente descubrimos, en cambio, como lo que constituye diametralmente su
contrario y que lo “íntimo” designa globalmente.
¿No es acaso lo que provoca en efecto que por la noche, cuando agarramos por
gusto un libro del estante para suscitar el ensueño, como suele decirse y la fórmula es
discreta, nunca sea uno de ellos? ¿O que cuando ya no leemos para aprender o para
emocionarnos, ya sin un “para qué” ni justificación, sino que nos dejamos llevar por el
flujo que nos atraviesa, sin querer dominarlo, no nos inclinemos hacia ese lado? Durante
mucho tiempo me lo pregunté, dado que amo a los griegos (o más bien el griego). Los
griegos siguieron siendo hombres del discurso argumentativo, por consiguiente público,
y de la teatralidad, a la vez del agora y de la orchestra. Los griegos no promovieron lo
íntimo porque lo exponían todo, mostraban todo, exploraban todo, a pesar de su culto
por lo impenetrable y por el adyton. Pero lo íntimo no se expone ni se representa;
escapa al dominio de la mimesis. Una subjetividad ingenua, secreta, evasiva, no se
desarrolló entre ellos en lo “más adentro” de “uno mismo” que se abandona a sí mismo,
y el otro pertenece definitivamente al afuera, no se cruza la frontera entre adentro y
afuera. Por tal motivo, además, los griegos se sintieron tan cómodos para pensar la
institución y las relaciones políticas, estableciendo ese Afuera autónomo en el marco de
la Ciudad. No existe un espacio “más interno”, en cambio, connivente y ya no
conocedor, que puedan penetrar.
Esencialmente, en Grecia dos razones mantienen al “otro” en su afuera y lo
confinan allí. Por un lado, la tensión del deseo y de la aspiración es concebida según el
modo específico del eros. Y el eros, como señalé, no tiene asidero o no puede
movilizarse sino enfrente de otro al que se mantiene exterior, a distancia, separado de
uno mismo, con el cual no se pacta. Si se cae en lo íntimo, la incitación erótica,
conquistadora y captadora, tendrá dificultades para mantenerse. Por otro lado, los
griegos permanecieron obsesionados por el cuidado de establecer a la vez el límite y la
medida, peras y metron; o dicho negativamente, su obsesión se orienta contra lo
“indefinido” y el “exceso” que franquean el límite, el apeiron y la hybris. Lo que los
lleva a recortar determinaciones que aíslen lo que llamaron el “ser” y que lo asignen (en
“esencias-presencias”, las ousiai) de tal modo que, en ese mundo de rasgos delimitados
por la “definición”, el horismos, la luz no podría aclarar de manera ambiental y
nebulosa, sino que hace resaltar los contornos por su caída a pique (el sol de Platón en la
Politeia); y esa estanqueidad de principio, que dispone entre los entes del mundo,
también es válida entre el otro y uno mismo.
Vale decir que, cualquiera sea mi reticencia con respecto a entidades culturales
que se manipulan a granel, me pregunto si no es precisamente éste el elemento, o el
ámbito propio, en cuyo seno nos sume de entrada, claro que sin anunciarlo, todo texto
griego. Sin anunciarlo, puesto que no se sondea su carácter implícito y sus prejuicios;
dicho horizonte permanece insospechado al mismo tiempo que es insuperable; que
actúa, por otra parte, cualquiera sea el delirio, mania platónica, que arrastre a ese
pensamiento o la manera en que roce, fascinado, su contrario, lo que se le resiste o
contra lo cual se bate, lo demónico y el alogon. Pero con lo íntimo se trata entonces no
de su inverso, sino de lo inviable; no de aquello que lo desafía (lo estimula), sino de lo
que no imagina (“imaginar”, en este sentido, que antecede a pensar), cuyo carácter
“posible”, por lo tanto, no se le aparece. No puede entonces salir a la luz, ni se
sospecha, insisto, el recurso al mismo tiempo del oleaje y del infinito que borran la
frontera entre lo interior y lo exterior o que la tornan fugaz, en donde lo íntimo conduce
a precipitarse.
3. A la vida “flotante” (fu sheng), la que se desgrana con el correr de los días,
sólo siguiendo ese encadenamiento de los días como único medio, que por lo tanto no se
relaciona con nada más que sí misma, no se funda en nada, no es atribuible a nada, se
basa íntegramente en su reiteración de noches y mañanas, de días y horas, de estaciones
y de emociones, Shen Fu se abstiene en efecto de añadirle nada que la rija, la guíe, la
salve y le sirva de fin – que la transforme en destino. Solamente están las puestas y las
salidas de los astros, los encuentros esperados o acaecidos, los hábitos adquiridos y las
sorpresas, hojas que caen y flores que despuntan, el viento que inunda de tibieza el
borde del agua o que se convierte en tormenta. También están las dos existencias tan
tiernamente enlazadas entre sí, pero que a su vez no son nada más que esa evanescencia
común. O más bien no se contienen a “sí mismas”, no tienen un en sí firme que las
estabilice: leves briznas que están siendo arrastradas. De modo que lo que se enlaza
entre ellas, en el seno de ese flujo generalizado, no desemboca en nada, no les descubre
nada. Si hay intimidad, no existe perspectiva en la que pueda desembocar.
Porque en el curso “flotante” de la vida que se contenta con relatar Shen Fu y
que no se deja encorsetar en ninguna verdad que se sostenga, no hay ninguna elección
que verdaderamente se imponga, no se encuentra una alternativa o un momento crucial
a partir de donde se resuelva el juicio, donde la vida se decida y pueda erigirse. En
resumen, no hay una gran “apuesta” que valga. O si hay elección, será solamente la
apuesta mínima como la única que cuenta, la elección del gusto: entre sabores de
comidas u olores de plantas, en el arte refinado de adornar el momento, variarlo y
hacerlo durar, destacando, más que el decorado, su ambiente y su intensidad. Puesto que
sólo importa el momento, que sólo lo fenoménico existe, y dado que no hay otra función
para la interioridad, en definitiva, más que transformar la sensación en emoción, o el
hecho en afecto. En efecto, afuera no existe nada más que el agua que se irisa o la luz
que declina; adentro, sólo su impresión. Una elección que se refiere pues a una
infinidad de “pequeñas cosas”, próximas, buscadas con simplicidad, según una
apreciación cultivada, hecha por preferencia y no por exclusión, pero que basta para
hacer la diferencia. Son (constituyen) el canto de la evanescencia de la vida: “encanto”
de lo que ya siempre se va; que atrae tanto más en la medida en que se retira, ya teñido
de nostalgia, y que solamente podemos “recoger”, como lo dijo el estetismo en toda
época y en todo lugar. “Recoger”: la fórmula se queda allí, se niega a la profundización.
Porque justamente no se podría profundizar sino construyendo alternativas, erigiendo
opciones, es decir, instaurando la “verdad”.
Shen Fu representa así, en la culminación de la tradición china, el extremo de la
vida flotante, aunque no “errante” (en el sentido de la “conciencia errante” en el
lenguaje teológico europeo), a la vez con su explotación estética del curso de los días –
a merced de las impresiones – y con su registro afectivo pero que se abstiene de lo
patético, pues mantiene delicadamente la mesura entre ambos. Vida frágil, inestable, no
orientada, salvo por la declinación que la amenaza de entrada, la sustracción que ya
socava toda aparición; ninguna ontología, ni tampoco ningún Mensaje, está detrás. La
vida desaparece tal como apareció; aun cuando se queman palos de incienso y se dicen
plegarias, no se “cree” tener en verdad asidero en ese flujo - ¿se plantea además la
cuestión? El estetismo no deja de complacerse en ese ritualismo, aunque tampoco se
abstiene de investirlo y de reducirlo. Porque no hay nada que tome efectivamente a su
cargo esa inmanencia; tampoco por lo tanto algo sobre lo cual la conciencia de lo
íntimo, en su relación con el “otro”, pueda basarse para desarrollarse.
5. Es decir que esa manera de plantear a “Dios”, según creo, por la revolución
que realiza, abrió – descubrió – la posibilidad de lo íntimo en Occidente. Porque ya es
tiempo de pensar el cristianismo no desde el punto de vista del dogma y de la fe (“creer”
en él o no); ni tampoco con respecto a la historia de las religiones o de las sociedades
(como forma del monoteísmo o bien, por ejemplo, en la relación que mantuvo con lo
político); ni tampoco sólo según la historia de las ideas así como la influencia que
ejerció en Europa sobre el desarrollo de la filosofía (es sabido, por ejemplo, que el
inicio del mismo cogito está en Agustín). Distingamos también de la tradicional
filosofía cristiana lo que sería esta filosofía del cristianismo. La que haría considerar el
cristianismo desde un punto de vista que ya no sea propiamente interno (dogmático) ni
tampoco externo (cultural y social), sino preguntándonos lo que promovió como recurso
y posibilidad dentro de lo humano: en qué medida nos ha “formado”, como decía
Nietzsche, ya independientemente de toda creencia, es decir, en qué transformó e hizo
mutar nuestra experiencia. Y creo que podemos recapitular al menos tres aspectos en los
cuales el cristianismo promovió lo íntimo. En primer lugar, porque aportó la idea de un
acontecimiento que cambia todo y de tal modo que puede hacer tambalear la existencia;
luego, porque hizo levantar la barrera, por medio del acontecimiento del encuentro,
entre el Otro y uno mismo; y finalmente, porque produjo un lugar propio de lo íntimo al
desplegar una subjetividad infinita. Otras tantas condiciones de posibilidad que hay que
evaluar hasta qué punto son inventivas.
Porque le debemos al cristianismo – “debemos” significa que lo obtenemos de él
– la conciencia (confianza) de que una decisión puede irrumpir en nuestras vidas y
llevarse todo con su acontecimiento. Pero, ¿qué significa ese “todo”? Que una alteración
– un vuelco – puede efectuarse en la relación con el Otro, que se elige asumir, es decir,
arriesgar; que se deje así invadir todo el resto, que ya no es más que el “resto”, hasta el
punto en que uno sea desapoderado de “sí” para poder encontrarse más. Hasta el punto
en que se espera todo, cuando nada más queda aparte. Hasta el punto en que aquello que
yo no pensaba – no imaginaba – efectivamente se realiza. Una posibilidad que no
imaginaba se abre de pronto ante mí. Pero eso no es posible, según enseña el
cristianismo, sino con y por Otro. Sin embargo, nada parece haber cambiado para los
demás, la alteración es tanto mayor en la medida en que todo parece seguir su curso
habitual y que nada necesita exhibirse. Inversión de arriba abajo, como suele decirse,
pero en lo más interior – que buscará ese fondo y lo da vuelta (Pablo en el camino a
Damasco): de pronto ya nada será como antes, aun si eso no se muestra.
Ahora bien, esa historia excepcional, ¿no puede ser también la más ordinaria?
Tan inaudita como lo es, ¿no está acaso siempre a nuestro alcance, como lo afirma el
cristianismo? Hasta entonces estaban entre ellos en una relación en suma bastante banal,
hecha de inclinación, hasta de seducción, aunque también de reserva, que incluía
también lo aparente y el interés. Cada cual conservaba la mesura, su “actitud reservada”,
y se preservaba – se pertenecía. Luego, de pronto un día, aunque ese día es por supuesto
un resultado, hacen caer la barrera, tal es el acontecimiento de lo íntimo, o más bien la
barrera se cayó entre ellos, y ellos aceptaron progresivamente que hubiera caído: se
emplazó un puente, se perforó un túnel, de un sitio al otro – “sitio” como quien dice
fortaleza. Ya sea que se llama soledad o autarquía a ese aparato de defensa de todos y
cada uno (que forma a “cada uno”), en su caso, se encuentra abolido; es desmantelado
piedra por piedra; no solamente se cruza el pantano de lo social, la frontera del
“prójimo”, sino que también se sobrepasa el límite de lo que uno se debe a sí mismo, de
lo que conformaba la propiedad de un “sí mismo”. Como por encanto, aunque les cueste
creerlo y titubeen por la novedad – frente al “mundo”, al “otro” –, se encuentran del
mismo lado.
De hecho, no es tanto que ocurra algo importante (que una noche ella se haya
“entregado”), sino que sean llevados más o menos temprano a asumirlo: que sea
generado un “tú” totalmente distinto; que ellos lleguen a extraer las consecuencias de
esa penetración abriendo un interior compartido. Si el desencadenante pudo ser que se
encontraran cuerpo a cuerpo, lo importante es que lo conviertan en el acontecimiento
que cambia todo, que dejen (o acepten) que sus vidas resulten alteradas. Y el
cristianismo aportó la dimensión del acontecimiento “loco”, reconociéndose como loco
(la “locura” de la Cruz, moria), o de lo que llamaría lo “demoledor”; implantó pues la
posibilidad de un milagro proveniente del Otro y que procede de una decisión-
aceptación semejante. Se podrá evaluar con tiempo, a posteriori, todo lo que condujo a
ese resultado mediante una transformación silenciosa y por transición, hasta el punto de
no ver más que un afloramiento sonoro, madurado largo tiempo, que de pronto hace
tambalear todo, aunque sin dejar de afirmar que lo inaudito – lo increíble – puede pasar;
y que por irrupción-mediación del Otro puede comenzar un curso diferente de las cosas
dentro de mi vida: lo que se llama “encuentro”.
6. Por otra parte, que en la experiencia de lo íntimo el otro pueda revelar así que
me habita resulta aportado por el cristianismo de dos maneras o en los dos sentidos.
Pues, por un lado, “Dios” denomina a ese Afuera inconmensurable (el que pone en
escena la Creación) y que por ese trastocamiento se muestra súbitamente vuelto hacia
mí y dirigiéndose a mí; incluso me descubre al penetrar dentro de mí algo “más
adentro” de mí. Cuanto más se lo supone exterior al mundo y lo trasciende, tanto más
me revela una posible interioridad, en mí mismo, y la ahonda; por tal motivo, lo íntimo
que me descubre es al mismo tiempo infinito. O bien diría: la Exterioridad infinita (del
Infinito) abre en mí una interioridad que ya no está cerrada, sino que también es infinita.
Lo que expresa la encarnación de Cristo, a la vez totalmente hombre y totalmente Dios
(la idea original del cristianismo): que aquel que es uno con Dios pueda experimentar
mi pena o mi alegría, en mí, como yo – en mi humanidad. Por otro lado, en cambio, ese
interior que se siente más adentro de mí (que “yo”), por la irrupción de un Afuera en mí,
se convierte a su vez en apertura a ese Afuera y en un llamado al Otro. Al bucear en
“mí”, no puedo seguir encerrado en ese “yo”, y descubro la necesidad de invocar a un
“Tú”. Se trata de la experiencia que configura la universalidad del cristianismo; la que
puede hacer cualquiera, a la luz de lo que describe Agustín, la que cualquiera puede
vivir en todo momento con quien ha decidido, aunque sea el primero que aparece,
entablar una relación “íntima”.
Por este motivo es que Agustín sólo puede empezar sus Confesiones con estas
palabras: “Eres grande, Señor…”. No se puede hablar de Dios (que se retrae enseguida
en lo inefable), pero en cambio no se deja de hablar a Dios, de dirigirse a él: es el Otro a
quien le hablo. Por lo tanto, es ante quien me descubro; al dirigirme a “ti”, me encuentro
en “mí”; porque un “tú” (Dios) es erigido (sentido) al comienzo de mi existencia (lo que
significa que fui “creado”), “yo” puedo efectivamente existir, un yo puede instaurarse.
Dios, que “ve” todo de mí (“Tú que has contado mis cabellos…”), es al mismo tiempo
quien otorga su condición de posibilidad a un sujeto efectivo. Dios (“Tú”) es lo que me
hace ver mi verdad, hace que haya una verdad posible de ese “yo”: “¿Quién podría
enseñármelo sino aquel que ilumina mi corazón y lo libra de tinieblas?”. En la medida
en que Dios me conoce, yo adquiero su consistencia: la profundidad mía que abre en el
fondo de mí es aun más sólida puesto que puede ser erigida en adelante como “templo”
donde rogarle.
En sus notas de la “vida flotante”, Shen Fu nunca se detuvo en lo que sería su
“yo”, aun cuando esté haciendo lo que llamaríamos una autobiografía. E incluso el
budismo desgarra de golpe el velo de Maya que hace creer en un “yo”, remitiendo a la
vez al yo y al mundo dentro de la ilusión del deseo. De modo que detengámonos en esa
originalidad, o más bien digamos ese recurso (porque se trata de sacarle partido), que el
cristianismo nos muestra, y liberémoslo de aquello que lo oculta históricamente o
dogmáticamente. Su “verdad” es la posibilidad que instaura: un “yo” sale de su
“flotación” y de su vacilación gracias a un “Tú”. Precisamente porque (en la medida en
que) se constituyó ese Tú descubierto en mí (“Dios”), puede desplegarse una
subjetividad del yo, que desborda ese “yo”. Por la intimidad de Dios en mí, vale decir,
al ser Dios incluso “más interior que lo íntimo en mí”, es que “yo” puedo acceder al Ser,
un sujeto puede conocerse en su verdad y descubrirse comprometido en un devenir
infinito al mismo tiempo que es singular.
Una vez que apareció esta fuente de lo íntimo en la Historia, ya sólo quedaba
explotarla en un plano propiamente humano. “Ya sólo quedaba…”: por supuesto, la
fórmula es irónica de mi parte. Porque eso llevó tantos siglos en Europa, e incluso es lo
que intelectualmente y en primer lugar conformó a “Europa”. Tanto trabajo - ¿acaso
todo su trabajo? – consistió en ello. De las Confesiones de Agustín a las Confesiones de
Rousseau. Mientras que el arte de Shen Fu consistía en recoger impresiones personales
que se desgranaban con el curso inconstante de los días, incluso en la vida en pareja, por
la misma época Rousseau no sólo procura conocerse, como pretendió hacerlo una larga
tradición en Europa, que desemboca en Montaigne; sino que promueve así lo íntimo
humano. Conservando el dispositivo de Agustín, que será el gran dispositivo del
pensamiento europeo; dado que se realiza ante “Dios”, en relación a “Ti”. Pero ese “tú”
va a desligarse del Dios que lo produjo. Tal desvinculación, como se sabe, es la historia
de nuestra modernidad que comienza en Rousseau.
VI – Acceder a lo íntimo – Rousseau
2. A partir de allí, nos preguntaremos por qué ese acceso íntimo a sí mismo, o
más bien lo íntimo en uno mismo, contra el fondo de un “tú”, tardó tanto tiempo en
emerger en el seno del pensamiento europeo. Y en primer lugar por qué no se promovió
una relación íntima allí donde sin embargo más naturalmente se la habría esperado: en
la literatura novelesca, en la medida en que está dedicada a la relación amorosa.
Preguntémonos: los personajes de la Época clásica están más dotados de psicología, y
por tanto de determinación interior, que los de la Antigüedad, porque cargan con menos
destino sobre ellos, pero, ¿están por ello más avanzados en la exploración-explotación
de lo íntimo? Antes bien creeríamos que, debido a que el recurso de lo íntimo no se
descubre, la novela clásica sigue siendo lo que es: se limita a la persecución del objeto
deseado así como a su estrategia de asedio, sorpresa, asalto, derrota y búsqueda de
debilidades, y no va más allá. Porque se abstiene efectivamente de concluir. Puesto que
el teorema básico es, como se sabe, que cuanto más se rehúsa la mujer, más deseada es;
si por el contrario se entrega (“cae”), ya sólo podrá ser abandonada. Por lo tanto, si el
único motor de la narración es el de los obstáculos que provienen del mundo o de la
resistencia interior, no salimos de esa dialéctica, antigua pero recuperada por el
cristianismo, ya que le servía también al ascetismo, del placer de la caza que concluye
en la presa, vale decir, de la decepción inherente a la satisfacción, del “deseo” saciado
que se vuelve “asco”. Pero, ¿por qué los amantes estarían condenados a escapar uno del
otro para seguir siendo amantes? ¿No es acaso porque no pudieron acceder a lo íntimo?
¿Porque no lograron producir lo íntimo entre ellos?
Madame de La Fayette puede conducir al duque de Nemours al punto
culminante de la conquista, llegando hasta el arrobamiento, e incluso el proyecto de
penetración apenas está velado: la noche en que se introdujo furtivamente en el recinto,
tras haber cruzado la cerca y llegar a la ventana abierta, descubre, viendo sin ser visto, a
la princesa de Clèves que se levanta para iluminar un retrato suyo, pensando en él con
pasión… También él puede permanecer días enteros pensando en ella, detrás de la
ventana, anhelando lo inalcanzable: de una y otra parte, cada cual se eleva y se
engrandece, se heroifica, por medio de esa ascesis y esa privación. Pero cada uno
permanece en sí mismo, encerrado en su perspectiva y su intención. Madame de Clèves
sigue siendo una presa para el señor de Nemours: “… sintió sin embargo un placer
notable al haberla reducido a ese extremo”. En cuanto a ella, sabe que su amante sólo es
ferviente porque sigue siendo “contrariado”, que sólo la persigue en tanto que su deseo
no es saciado - ¿y después? Los amantes no ingresan en presencia – en confianza – uno
del otro. El acceso al “tú” no ocurrió.
No obstante, hay momentos en que los amantes están a punto de precipitarse en
lo íntimo. Cuando son llevados a encerrarse juntos para rehacer la carta esperada, se
demoran y no desaprovechan ese momento de complicidad, obteniendo placer – un
placer robado – en ese “aire de misterio y de confidencia”. Saben su precio. Está sobre
todo la escena final donde habría podido iniciarse una vida compartida: Madame de
Clèves es libre y se arregla una cita con el duque. Finalmente están solos, uno frente al
otro, apartados de las consideraciones, las miradas y los intrusos. Y Madame de Clèves
en efecto se entrega por primera vez, se enternece y confía. Pero lógicamente
(¿perversamente?) para no seguir adelante. Y si Madame de La Fayette encierra y fija a
su heroína en esa convicción de que el amor satisfecho sólo puede ser decepcionado, no
es tanto por pesimismo (jansenismo), como tantas veces se dijo, sino porque ella misma
no considera un posible más allá de la pasión. De modo que cada uno de sus personajes,
en ese momento extremo que apelaba a la superación-desbordamiento de sí, no deja de
argumentar; ni uno ni la otra salen de su alegato razonado y de su intencionalidad. Ni
una vez llegan sencillamente a decir “nosotros”, el nosotros del compartir,
proyectándose en una vida de a dos. Porque su autora no concibe cómo hacer surgir lo
íntimo entre ellos, el recurso de lo íntimo sigue siendo inviable y su historia
lógicamente no tiene continuidad. ¿O acaso podríamos creer que la novelista
conscientemente evitó lo íntimo como aquello que de todas maneras anularía la
narración?
Pues es verdad que lo íntimo se sustrae del relato dramático, y no brinda bastante
aspereza narrativa, peripecias, a las que pueda adherirse, pero, ¿podemos adjudicarle a
la novelista esta percepción? Más bien hay que ver allí lo que encierra definitivamente a
la Época clásica en su pasado y la aleja igualmente de nosotros, a semejanza de la
Antigüedad. ¿O cómo nombrar entonces, si no así, aquello que la separa de la
modernidad? Ya que lo que se descubre con el romanticismo, y que constituye la
modernidad, me parece que no es otra cosa que el recurso de lo íntimo y está dentro de
su concepto. En ese aspecto, un giro es indicado por Rousseau al hacer cambiar el
sentido mismo de la “confesión”. O digamos también que la modernidad se inventa al
hacer que se pase de la famosa profundidad psicológica, introspectiva, de la escena
clásica, que aísla a cada uno en su yo, a la promoción de lo íntimo que la deshace.
Porque está claro que no estamos ahora sólo en la historia de las ideas. Lo íntimo hace
pasar de lo que se llamaba tradicionalmente el “corazón”, como lugar de la pasión, su
sufrimiento y su desencadenamiento, a lo que en adelante se llamará el “alma” y que no
es otra cosa que la propia capacidad para lo íntimo y su vibración infinita. Por lo tanto,
si algo puede convencernos de una historicidad de lo humano, en definitiva, de la
manera más general, que va de lo sensible a lo metafísico, es precisamente esto.
4. Pero, ¿qué es eso íntimo, tan insignificante a primera vista, tan fugaz, que no
pensaríamos en detenernos en ello, en señalarlo, y a la vez con tanta pregnancia
humana? ¿Cómo sacarlo del desinterés o de su surgimiento inesperado, y pensar en
captarlo, o más bien en recogerlo, en decirlo o más bien en murmurarlo, dejándolo que
sobrevenga en la mente para sondear allí una verdad frente a la cual toda explicación se
anula, no porque sea falsa, sino porque no tiene importancia, no tiene asidero ni sirve de
nada? ¿Qué es entonces, por ejemplo, dejar que ascienda así dentro de uno mismo, pues
hablar estrictamente entonces de memoria sería ilusorio, una canción de infancia que se
ha olvidado, tal como lo hace Rousseau en esas primeras páginas, y reconocer sin
ambages que uno está infinitamente conmovido, sin molestarse tampoco en decir por
qué? Sin la caución de una razón o una justificación. Pero eso es lo íntimo; y Rousseau
se arriesga a ello. Se arriesga a mostrarse ante quien ya no puede ser únicamente “otro”,
se entiende, “mascullando” esas pequeñas melodías como un niño; expresa su
enternecimiento que llega hasta las lágrimas y deja aparecer algo más interior que lo
interior, que tiene sus raíces previamente a un “yo” y que por ello lo libera de su
exigüidad. Aunque semejantes “lágrimas” no sean más que una manera de decir, sin
embargo ese “enternecimiento” fue desconocido tanto por Montaigne como por
Agustín; ellos no supieron dejar surgir, retener y captar esa dimensión y ese recurso de
algo más interior que, en ese punto de ensanchamiento, ya nada puede codificar, que por
consiguiente es tan discreto que no se deja clasificar por ningún uso o finalidad. No
supieron (pudieron) tirar de ese hilo y ver allí un filón que descubre lo humano.
Una melodía que cantaba una tía en nuestra infancia y que nos viene a la cabeza,
lancinante, en la cercanía de la vejez, pero cuya letra completa no logramos recuperar,
de la que siempre se nos escapa algo y que queda, como tan a menudo en la vida, en
puntos suspensivos: ese rasgo tenue, lo emocional discreto, es lo que Rousseau hace
llegar al reconocimiento sin apoyarlo. No lo impone (mediante explicaciones), se
contenta con plantearlo, disponible para cada uno. Porque está claro que, por más tenue
que parezca, lo anecdótico hace visible – deja aflorar – más fondo de humanidad que
cualquier introspección; por más singular que sea, es algo enseguida compartido o más
bien es lo que abre al compartir; e incluso basta de entrada con borrar la frontera del
interés y de la propia reserva. Hace remontar a un sitio previo a la separación con
respecto a un “tú”. Da el tono – el “la” – de lo íntimo. Al hacer precipitar al lector desde
su afuera en ese adentro compartido, crea el “entendimiento” humano sin tener que
explicitarlo. Ese rasgo no instruye, no sirve para convencer ni tampoco para conmover,
sino que crea – de entrada – condiciones de intimidad.
Es cierto que, en cuanto a la confesión, Agustín ya había entrado en la
confidencia, eliminando el pudor y confesando lo impúdico. ¿Y qué puede ser lo
inconfesable si no es siempre lo mismo, ya sea en Agustín o en Rousseau, y por lo cual
es preciso comenzar: el deseo adolescente que todavía no encontró su objeto de
investidura que lo torne aceptable? “Se exhalaban vapores de la fangosa concupiscencia
de mi carne, del hervidero de mi pubertud…”: Agustín no retacea, como vemos, en lo
superlativo negativo y la imaginería repulsiva en la denuncia de sí mismo; por el
contrario, estos se prestan tanto mejor a los efectos retóricos. Pero, ¿no hay allí
justamente un modo de aclarar mejor la distancia entre Agustín y Rousseau? Porque
Agustín no arriesga nada al hacerlo: se confiesa, pero como hombre que todavía no
había encontrado a Dios. Así es el “hombre” – el hombre por esencia o maldición –
hundido en la carne, y la autoacusación a la que se aboca ya no lo alcanza. No es más
que un ejemplo (que hay que rechazar). Hace ver de qué se apartó. Y la finalidad de su
confesión lo guía: relata su estado de pecado (pasado) para convencer(se) mejor de su fe
y hallar – probar – su salvación.
Pero en Rousseau lo inconfesable ya no puede ser apologético. La confidencia
sobre lo sexual, la de las “primeras explosiones de un temperamento combustible”, ya
no tiene a su cargo ninguna finalidad demostrativa, Rousseau ya sólo está ante sí mismo
y debe afrontar la dificultad de decir aquello de lo que ya nada lo salva. Ya ni siquiera
puede contar con la virtud de lo extremo y de lo singular, pero en sus gustos no queda
más que lo “bizarro”, solamente raro por depravación (“mis ineptas extravagancias”).
Lo indecente todavía puede ser alegremente confesado, en la medida en que provoca;
pero cuando se retira lo que podía suscitar fascinación, no subsiste más que lo
“ridículo”, y eso es lo más difícil de confesar, porque ni siquiera tiene la grandeza del
Mal. De modo que si no hubiese introducido desde el comienzo del juego el dispositivo
de dirigirse al Otro, al “Tú” que no juzga, o que más bien juzga pero desde un Exterior
de lo humano que al mismo tiempo puede comprender lo humano desde “más adentro”
de lo que los hombres son capaces de hacer, en lo cual efectivamente es heredero de
Agustín, Rousseau no habría podido entrar en lo íntimo de la confesión. No el dato
alegre de la primera paliza por la que obtiene placer demasiado evidentemente bajo la
mano de la señorita Lambercier, sino lo que se convirtió en vicio, vivido en solitario,
debido a su fijación; y que aun en “la más íntima familiaridad” (la primera vez que
aparece “íntimo” en las Confesiones) debió callar. Por eso, al atreverse a tal confesión,
¿no hizo saltar el último cerrojo bajo el cual se mantiene a resguardo un yo? – al menos
siempre creemos que es el último… En todo caso, la vía de lo íntimo, tras esa prueba, en
adelante está libre.
3
El juego de palabras, que ya el autor ha utilizado antes, no permite traducir la ambivalencia del verbo
entretenir, cuya descomposición también alude al sentido de “mantener entre”, “sostener entre”,
además de sus sentidos literales más comunes: “conversar” y “mantener” [T.].
VII – Cambiar de moral
3. Lo íntimo sin embargo no puede ser una categoría moral, me objetarán, puesto
que no procede de una elección deliberada; de entrada, no remite a una responsabilidad.
¿Pero hasta qué punto es cierto? ¿Hasta qué punto no nos comprometemos en lo íntimo,
o esto no exige una resolución? Porque hay que atreverse a lo íntimo; animarse al
encuentro con el Otro, romper el confort de la reserva, arriesgarse en esa aventura donde
se abandona el caparazón de las fronteras que fijan el “yo” y dentro de las cuales éste se
pertenece y se atesora. A menudo, uno se detiene en el camino. Porque tenemos miedo
de ir demasiado lejos, preferimos seguir siendo “realistas”; nos dedicamos a cuidar la
seguridad donde el yo no corre riesgos de deshacerse por la sustracción de su objetivo y
de su interés. Se puede responder, o no, al llamado de lo íntimo. Si bien no hay una falta
(y por consiguiente un “mal”) en no explotar el recurso de lo íntimo, no deja de ser
cierto que aquellos que no pudieron desarrollar lo íntimo dejaron escapar algo o más
bien lo esencial. Tal vez fracasaron en todo; pasaron al lado. Pues el mal, decía Plotino,
que no sería algo efectivamente deseado, deliberadamente intencional, es siempre una
“falla”.
No obstante, se responderá que lo íntimo no puede ser una categoría moral ya
que está ligado al encuentro adventicio, por ende a lo aleatorio, por ende a la suerte.
Pero también entonces, ¿hasta qué punto es cierto? Es cierto que habría podido no
cruzarme con ella nunca en la vida. Pero al mismo tiempo el no cruzármela es lo que
constituye el encuentro y ahonda lo íntimo entre nosotros. E incluso no es tanto uno u
otro de los dos lo que importa, como tal o cual que es, con sus cualidades que se
enumeran y más o menos se fantasean, sino lo que somos llevados a hacer en común
para entablar y “mantener” [entre-tenir] lo íntimo. Por lo tanto, la pregunta de hecho es
la siguiente: ¿hasta dónde arriesgamos – apostamos – uno y otro (una versión ya
estrictamente humana de la famosa apuesta) para salir de nuestro aislamiento-
frecuentación (el paralelismo de las soledades) y caer “de un mismo lado” frente al
“prójimo” del mundo? Importan menos la virtud o los dones de uno o del otro que el
punto – el estadio – adonde cada cual, en su vida, ha llegado y que está dispuesto a
arriesgar. Porque siempre es ante un “recién llegado”, lo quiera o no, que uno se abre a
la intimidad, como ya lo decía Rousseau de sus padres. Por eso, la pregunta se torna aún
más radical: ¿acaso puedo entablar lo íntimo con respecto a cualquiera? Tal vez… Tal
vez, en tanto que lo íntimo es diferente del amor, no se trata de preferencia y de
seducción, no tiene en vista nuestra propia satisfacción, sino que es más bien la decisión
progresivamente madurada de hundirse juntos en el fondo sin fondo de un interior
compartido.
La pregunta además se invierte. Dicha al revés (y volviéndose brutal): ¿uno es
culpable entonces de su soledad? Porque la alternativa es simple: se es íntimo o se está
solo (solo incluso dentro de su “amor”). Pues si decimos que la soledad es mala suerte,
que no hemos “encontrado”, o bien que no teníamos las “cualidades que hacen falta”,
resulta entonces fácil contestar que todo el mundo en su vida se ha cruzado con alguien
que bastaba con abordar. Uno es responsable de su soledad por el hecho de no haber
sabido empujar (forzar) la puerta del Otro, no haber podido dirigirse y acceder a él,
hablarle como a un “Tú” – permanecimos más acá, respetamos la frontera, temimos
exponernos o bien agredir. Por otra parte, aun si el otro nos es sustraído, si ha muerto,
sin embargo podemos seguir siendo íntimos con o más bien hacia él, y ese recurso
capitalizado no está perdido. Sea cual sea su naturaleza, una separación no destruye lo
íntimo. Porque lo íntimo no es contacto (frecuentación), sino interioridad, o antes bien
algo “más interior que lo interior”. Por tal motivo, no requiere la presencia, puede
desarrollarse en la ausencia. En la ausencia, se puede seguir estando “junto a”.
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Como se habrá advertido, traducimos el pronombre soi, de acuerdo con el contexto, como “sí mismo”,
“uno mismo” y, en contadas ocasiones, “sí”. Dado que el autor suele entrecomillar el uso filosófico del
término, no es necesario subrayar su reiteración [T.].
todo restablece enseguida el cálculo y la intención: “… más vale callarse que decir
cosas demasiado tiernas fuera de tiempo” (ibid.). Porque la menor prórroga crea el
desdoblamiento de sí, en vez de dejar que algo advenga de lo más profundo que uno
mismo, y por ende hay afectación. Y como tiene que ser, la afectación es lo contrario de
lo natural y conduce a la “sequedad”, que a su vez es lo antinómico de lo íntimo y de su
desahogo que desemboca en lo indiviso del compartir: “Si existe lo natural perfecto, la
felicidad de dos individuos llega a confundirse con ello”.
Stendhal le indica entonces su lugar, luego de Rousseau, a la posibilidad de algo
“íntimo” contrario a la “intriga”, pero donde el relato va agotándose y que todavía no
encontró su concepto: “… pero cuando el amor pierde su vivacidad, es decir, sus
temores, adquiere el encanto de un completo abandono, una confianza sin límites; una
dulce costumbre viene a atenuar todas las penas de la vida y le brinda a los goces otro
tipo de interés”. Pero dado que mantiene esa posibilidad a la sombra de otra cosa: “el
Amor”, resulta que no puede despejar sino por instantes los contornos de ese recurso
más secreto, que va separándose del pathos del sentimiento, de sus lamentos y de sus
puntos álgidos. En todo caso, se compone de una tentación de absoluto, puesto que allí
el abandono es “completo”, o tiende infinitamente a serlo, pero se introduce todavía
debajo de aquello que, a falta de algo mejor, se sigue llamando, desgraciada,
tristemente, como Stendhal, “costumbre”, por no saber cómo llamar positivamente a ese
flujo discreto de lo cotidiano, que por su legato se distancia de los accidentes que hacen
surgir lo sobresaliente (lo “destacado”) sobre lo cual se charla.