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7. DEJAR LA FAMILIA
Dejar nuestra familia, nuestro origen, nuestra ciudad natal, lo ya visto y la seguridad de una
familiaridad sin fractura, ¿qué vida singular no tiene este precio? El precio de ser infiel a lo
que nos fue, no transmitido por amor sino mandado, psíquica y genealógicamente, so pena
de destitución. La prueba iniciática de un segundo nacimiento permanece más que nunca
necesaria. Debemos partir, deshacernos de nuestros códigos, nuestras pertenencias,
nuestro linaje. Toda obra tiene este precio. Y todo amor, creo yo. La depresión es el reverso
de tal separación. Es no poder desprenderse, deshacerse, quitarse el lastre a tiempo,
abandonarse a estar en otra parte para arriesgar la vida. Dejar la familia es también hacer
el duelo de un lugar de origen al que uno pertenece de derecho o incluso de hecho, un lugar
que tiene las llaves de nuestra apariencia íntima, de nuestro reconocimiento Este patrón
respecto del cual evaluamos por desgracia todo el resto nunca restituye lo que se perdió
(una infancia, un primer amor), es decir, el mantenimiento de una deuda a la que nada más
se compara. Nada será dado que llegue a enjugar esa espera, el veredicto será negativo,
es Kafka devuelto a su recámara, lejos de Felice.
Dejar a la familia abre al riesgo del amor. A aquel frío en el corazón. Pues el amor no es un
nido calientito ni esa maraña de odio y envidia que forma el entrecruzamiento de ramitas
en el que uno busca acurrucarse. No, el amor es helado a veces. Viene con su dosis de
irreparable, de heridas, mordeduras, celos y perdón, espera, soledad; todo lo contrario de
lo que se suele llamar amor viene también con el amor. Esta libertad ganada a expensas
de los lazos de sangre puede llevarnos a querer a personas de la familia, pero desde otro
lugar, no más desapegado sino libre de esa deuda que ordena obediencia y nos hace
consentir a toda violencia. El riesgo de dejar a la familia es un elogio irrealizado de la fuga,
del alejamiento, del paso al lado. De lo que en nosotros es capaz de estar desorientado.
¿Por qué la familia es tantas veces un infierno del que perdonamos todos los nuevos
comienzos y del que buscaremos toda la vida, a pesar de todo, la huella singular, el sabor?
¿Qué hay que creer entonces? Somos habladores, hechiceros mediocres, nos da miedo
ser abandonados, entonces nos creamos refugios para luego destruirlos mejor,
abandonarlos, dejarlos morir. Dejar la familia no tiene un fin, excepto recrear amistad e
inteligencia con los lazos de sangre; es un movimiento sin remordimientos, encarnizado, un
poco loco, para encontrar en otra parte lo que nos convierte en seres capaces de amor y
de alegría, liberados de los escenarios de un pasado fuera de la memoria.